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La literatura francesa moderna. El Romanticismo

Emilia Pardo Bazán



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A la memoria de Don Antonio Cánovas del Castillo

La Autora.



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Me propongo abarcar en su conjunto el arte literario francés desde fines del siglo XVIII -momento en que empieza la transformación del ideal nacional, clásico-, hasta el presente.

En descomposición la sociedad antigua; triunfante la revolución, la línea divisoria aparece tan clara, que es el hecho-guía. Francia recoge corrientes internacionales de romanticismo, venidas del Norte, y envía corrientes revolucionarias a Europa, sin que lo impida la evolución, realizada en Francia también, de la demagogia al cesarismo.

Los cien años de literatura que voy a reseñar son de vida muy intensa, de rápidos   —8→   cambios en el gusto y en el ideal estético; pero quien llegue conmigo hasta el fin de la senda, notará cómo, bajo el aspecto de la diversidad y aun de la oposición, se esconden las consecuencias de un mismo principio, las raíces de un mismo árbol. Desde el primer momento existió en la nueva literatura, tan frondosa, tan brillante, el germen de la decadencia en que ha venido a hundirse; y nótese que no es lo mismo decaer por enfermedad congénita, que morir a su hora, de muerte natural, habiendo vivido sano. Sin duda, todas las formas literarias son perecederas; y no obstante (como en los individuos de la raza humana), varía mucho su constitución y el equilibrio de su salud. Así, el clasicismo francés traía elementos de vida normal, mientras el período que empieza en el romanticismo y acaba ahora en la desintegración y la anarquía, no ha sido, en su dolorosa magnificencia, sino el desarrollo de un germen morboso, un bello caso clínico.

Por la misma naturaleza de la evolución literaria de Francia en un siglo se explican los fenómenos y síntomas que presenta: su nerviosidad, sus accesos de sentimentalismo   —9→   y humanitarismo, sus crisis sensuales, sus pretensiones científicas, sus accesos de misticismo, sus depravaciones. Si personalizásemos en un hombre al siglo, diríamos de él que era un desequilibrado genial, que acaba reblandecido.

El poeta francés que calificó a su siglo de caduco y a su edad de tardía tuvo en cierto sentido razón, porque si el romanticismo pareció brote de juventud, siempre lo fue de juventud enfermiza, y el concepto del «mal del siglo» responde con tal exactitud a esta afirmación, que casi dispensaría de formularla.

Lo ejemplar del estudio que emprendo consiste en advertir la estrecha relación que guarda el desarrollo de la literatura con el de la vida completa de esa gran Nación latina, embebida de espíritu práctico, maravillosamente acondicionada para ejercitar la prudencia y la mesura, y desviada y arrastrada hacia la aventura, el peligro estéril y las fronteras del suicidio por una serie de influencias fatales y por las prolongaciones y repercusiones de un hecho histórico que más bien debiera señalar rumbos de precaución política y social. Y es que de las revoluciones, lo menos terrible   —10→   es su violencia en el terreno de los hechos materiales; lo violento dura poco. La perturbación del espíritu, en cambio; la labor, ya sorda, ya franca, de los apetitos, los sueños, los instintos y las concupiscencias -esta palabra teológica comprende lo espiritual y lo material-; la continua inquietud de pueblos donde todo está, no en formación, sino en disolución, tal fue y tal continúa siendo el «mal del siglo» de las Naciones en nuestra época, pero muy en primer término de Francia, que ha desempeñado la misión de propagar la enfermedad, transmitiéndola al mundo. En este oficio, suyo habrá sido, y es justicia, el mayor daño. No es aquí donde se ha de estudiar la evolución social y política de esa Nación rodeada de mágicos prestigios, que representó la mayor altura de la civilización latina, que se juzgó investida de misión providencial, que ansió ser luz del mundo, y que ha visto poco a poco extinguirse la irradiación de sus glorias, gangrenarse lo íntimo y profundo de sus energías morales; aquí solamente importa tal proceso histórico, por su estrecha relación y paralelismo con el literario, pudiéndose afirmar que, realmente, en la literatura se   —11→   revela y manifiesta el alma de Francia, de los esplendores del Imperio a las tristezas de Sedán y las degeneraciones presentes.

No se crea que incurro en la vulgaridad de achacar a una literatura las desdichas de una Nación. Lo que quiero decir y lo que digo es que la literatura, en este caso, refleja fidelísimamente el estado social; muchas veces es su cómplice; otras, su resultante; y siempre, su expresión más reveladora. En este sentido, no hay independencia estética -salvo excepciones como un Gautier o un Leconte de Lisle- en la literatura que voy a estudiar. La misma variedad y complejidad de la literatura en Francia es la que puede observarse en la historia, e iguales enseñanzas se desprenden de ambos órdenes -enseñanzas graves y terribles, colectivas- que pueblos con más instinto de conservación no se han descuidado en recoger.

Sirva de disculpa a mi intento de reseñar este período tan significativo para la historia como para el arte, el influjo perpetuo que las letras francesas han ejercido en España. Ni es este un fenómeno que se haya contraído a los cien años que trataré, pues sin remontarnos a las influencias   —12→   medioevales y del Renacimiento, tan sorprendentes por su difusión en tiempos hasta anteriores a la imprenta, encontramos a Francia en el clasicismo y el enciclopedismo español.

Todavía, en el mismo instante en que esto escribo, puede afirmarse que de la producción literaria extranjera, digo literaria propiamente, apenas conoce España sino lo elaborado en Francia. Gire el que lo dude una visita a las librerías españolas, y, si a tanto alcanza su observación, registre también las inteligencias, y vea de qué jugo están más nutridas. Y no hablemos de las Américas españolas, donde el culto y la imitación de los maestros y de los epígonos de la literatura francesa ha llegado a extremos lamentables, sobrado comentados y conocidos. Quizás para las generaciones jóvenes del Nuevo Mundo, subyugadas por sus admiraciones hasta sacrificarles las preciosas prendas de la independencia y la sinceridad, prendas de valor inestimable en todos los órdenes de la vida, ofrezca algún provecho un análisis sereno y relativamente breve del movimiento que les arrastra. Tal es el fin a que he mirado al coordinar y dar forma muy   —13→   distinta de la que tuvieron en un principio a estos apuntes, que sirvieron de base a mis lecciones en la cátedra de Literatura Extranjera Moderna, profesada en la Escuela de Estudios superiores del Ateneo Científico y Literario de Madrid, el primer año en que la Escuela funcionó, por iniciativa de mi ilustre amigo D. Antonio Cánovas. Sólo expliqué entonces la materia de este tomo: el Romanticismo. Los estudios sobre la Transición, el Naturalismo y la Decadencia o Anarquía formarán otros volúmenes.





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ArribaAbajo- I -

Orígenes.- Los prerrománticos.- Tendencias nuevas: El Instinto: Juan Jacobo Rousseau.- La Naturaleza: Bernardino de Saint-Pierre.- ¿Fue romántico Andrés Chénier?


Si la palabra romanticismo se ha definido de mil modos y en todos ellos hay su parte de verdad; si para unos es la juventud en el arte, para otros la infracción de las reglas, para Víctor Hugo el liberalismo, para la Staël la sugestión de las razas del Norte, y para un crítico moderno -perogrullescamente- lo contrario del clasicismo, con la historia en la mano no puede negarse que el romanticismo en Francia representa (entre otras secundarias) tres direcciones dominantes: el individualismo, el renacimiento religioso y sentimental después de la Revolución y el influjo de la contemplación de   —16→   la naturaleza, unido a alguno menos importante, como el localismo pintoresco.

Este romanticismo francés, traído por circunstancias históricas, y no del todo castizo, es un fenómeno complejo y en él coexisten elementos del soñador romanticismo alemán, del tradicionalista romanticismo español, del esplenético romanticismo inglés, del patriótico romanticismo italiano, y, dentro de cada uno de estos romanticismos nacionales, de centenares de romanticismos individuales, comunicados a la colectividad. Tal vez es ocioso decir que el romanticismo moderno apareció en los países sajones antes que en los latinos, hogar de las letras clásicas. Francia no ha sido excepción a la regla, y más bien pudiera asegurarse que en ningún país latino fue más genuina la formación del ideal clásico, aunque, en la tradición artística y literaria francesa en la Edad Media, encontremos tan copiosos elementos románticos, que los poetas del Cenáculo, al contemplar a la luz de la luna las torres de Nuestra Señora de París, no hacían más que enlazar el pasado con el presente.

Al salir, después del Renacimiento, del período de imitación clásica y erudita, aparecieron de realce en Francia ciertas cualidades, por las cuales ha solido caracterizarse el genio literario francés. Dotes de claridad, de buen sentido, de gusto delicado, de ironía sin excesiva amargura, de crítica fina de la ridiculez humana, de equilibrio y disciplina, de orden en exponer, de método en componer; todo lo   —17→   que pudiera llamare antirromántico, brilló en la literatura francesa durante sus siglos de oro, el XVII y la primera mitad del XVIII. La agitación, más intelectual y política que literaria, que precede a la Revolución, rompe la armonía de aquella majestuosa literatura, tan enlazada al estado social, y el romanticismo brota sobre el terreno candente, obstruido por las ruinas y encharcado de sangre.

No ha faltado en Francia quien haya visto albores de romanticismo en los propios clásicos, en la honda psicología de Racine, en el nihilismo cristiano de Blas Pascal, en el desdichado amor de Calipso y hasta en la solemne melancolía de Bossuet. Por lo que hace a Racine, no dejo de compartir la idea. Racine fue un espíritu hondamente religioso, agitado por las tormentas de la pasión, y hasta se cree que por los tártagos del remordimiento. En su biografía sobreabundan los elementos románticos, y en su teatro, tan admirable, lo que corresponde al clasicismo es lo formal; lo esencial es romántico también. Quizás no exista, entre la hueste romántica, nadie que haya prestado al amor sentires más hondos y doloridos, y si por un lado Racine se acerca a los griegos, por otro es un moderno -lo más moderno que conozco- con vestidura de su época, naturalmente.

No olvidemos otra influencia prerromántica insinuante, exaltación de la sensibilidad en una época de seca galantería y helada corrupción: me refiero a las epistolistas, del género   —18→   de la señorita de Lespinasse1, autoras de cartas apasionadas, mujeres que presintieron el código moral de la dilatada progenie de Rousseau, promulgado más tarde por Lelia; precursoras del dogma de la santidad de la pasión y de ese lirismo individualista que hace de un corazón eje y centro del mundo. En la confusión cada vez mayor que va a establecerse entre lo vivido y lo escrito, las Alcofurados que desde un claustro se derretían en incendiarias epístolas, los episodios pasionales, como el de Sofía y Mirabeau, las tiernas Aissés, iban a ejercer acción poderosa.

La Enciclopedia, o mejor dicho, el espíritu enciclopédico, que es centrífugo, irradiando más allá de la nacionalidad, sirvió de puente entre los últimos clásicos y la naciente ebullición romántica. En realidad, no hay cosa que parezca más opuesta al romanticismo que la Enciclopedia; y no sólo lo parece, sino que, bien examinados los enciclopedistas, les penetra hasta la medula el clasicismo y el prosaísmo racionalista nacional. Sirvió, no obstante, para preparar la transición, mediante la tendencia anárquica, tan marcada en autores como Diderot, la importación de elementos ingleses y la agitación política y social.

Contemporáneo de los enciclopedistas, pero opuesto a ellos, es el que, con rara unanimidad, señalan los críticos como iniciador del romanticismo:   —19→   el insinuante y contagioso Rousseau2.

Antes de hablar del iniciador del romanticismo, conviene que yo insista en algo ya indicado en el breve prefacio de estos estudios. Y es que si la ortodoxia crítica enseña a considerar el arte literario principalmente en su aspecto estético, hay momentos, o por mejor decir épocas, en las cuales lo histórico se sobrepone, y las obras de arte no pueden mirarse con el elevado desinterés con que miramos hoy una estatua griega, un vaso ítalo-etrusco o un tríptico medioeval. Desde la Enciclopedia, pasando por la Revolución y sus consecuencias, hoy plenamente desenvueltas en las corrientes sociales, rara será la página de literatura francesa en que podamos aislar de elementos extraños la belleza literaria. La estética pura murió con Luis XV. Resucitará algunas veces; vendrán las «torres de marfil», pero la marea lo arrastrará todo. En los siglos de oro, en las naciones sólidamente arraigadas, es donde florece la belleza con libertad mayor. Racine, al crear Fedra, no sufría la imposición de la lucha, la inquietud de la hora; sólo el ardiente soplo de la musa le encendía el espíritu.

En general, no necesitamos conocer la biografía de los grandes artistas puros; debe bastarnos el examen de su labor; mas en el caso presente, la biografía y la individualidad adquieren importancia, sólo comparable a la que   —20→   revisten los escritos por su influencia en los sucesos. Sirva de excusa y pasemos adelante.

Menos que en nadie, pueden aislarse en Rousseau los escritos y la vida. Su carácter ha sido juzgado con merecida severidad, sin otra disculpa que la vesania: no recuerdo si Lombroso le incluye entre los matoides, pero sería justo. Elocuente y lírico y sentimental en medio de sus sequedades de corazón (a fuer de desequilibrado), habrán existido pocos escritores tan estrechamente dependientes del influjo de las circunstancias. Sus miserias físicas y morales forman parte de su retórica, como el cinismo de Villón formaba parte de su poesía; hay, sin embargo, la diferencia de que en Rousseau, representante de los tiempos que advienen, se abre camino la tendencia (tan significativa dentro de la grave enfermedad moral contemporánea) a hacer la apoteosis de todos los instintos humanos, antes reprobados, y hoy sancionados, en el mero hecho de existir.

Es increíble la suma de elementos perturbadores que aporta Rousseau. Nótese lo que pesa en su vida el nacer plebeyo. Más tarde, los románticos, con Víctor Hugo a la cabeza, se preciarán de aristócratas; Beránger dará una nota original hablando de «su viejo abuelo, el sastre». Sin ser Rousseau el primer escritor salido de las filas del pueblo, es el que primero alardea de la soberbia demagógica que va a desplegar triunfalmente la Revolución, bajo el nombre de «igualdad».

Pechero en una sociedad linajuda; pobre   —21→   con imaginación para soñar la riqueza; envilecido, depravado, y tal vez anómalo en su organismo; vago y buscavidas a lo Gil Blas, pero sin buen humor, que es género de resignación; aquí lacayo, allí dómine; enfermizo desde la cuna, hipocondríaco, presa del delirio persecutorio, nació Juan Jacobo3 para enseñar a un siglo la triste ciencia de devorarse el corazón, y para suscitar la «juventud que no ríe», los aburridos, los fatales, los frenéticos y los suicidas. Con tanto como se ha hablado de «la carcajada estridente» y del gélido escepticismo volteriano, hoy, pasada la hora de la negación frívola, y ateniéndose a lo real, se ve cuánto más corruptor es Rousseau y cuán larga la vibración de sus instigaciones. El heraldo de la nueva literatura no es el gran prosista autor de Cándido, sino el poeta en prosa autor de La Nueva Eloísa4.

En un rasgo de lucidez crítica dijo de sí Rousseau que tenía alma afeminada. Así es el alma del romanticismo, o mejor dicho, del lirismo que inficiona a toda una generación. Es el alma típica del «enfant du siècle», de Rolla, de Wherter acaso. Se inicia el descenso de la masculinidad y empiezan las quejas, los llantos y las exhibiciones de lo íntimo, el ansioso llamamiento a la compasión humana. Rousseau, con Las Confesiones, lo inaugura. Ciertamente, hacía bastantes siglos, en una ciudad africana hoy devastada y en ruinas, se habían escrito otras Confesiones. Y no sé si hay algo más varonil que el espectáculo dado por   —22→   el Obispo de Hipona al sacar de su culpa su grandeza moral, mediante el arrepentimiento fecundo. La novedad en Rousseau, ¡y qué transcendencia la de tal novedad!, es que no se arrepiente. «Somos así... ¿No lo sabíais? Pues hay que glorificar lo que es, únicamente porque es...». Y fluyen las corrientes de lenidad, el más activo agente de las disoluciones...

Rousseau fue un ídolo. El hijo del relojero ginebrino; el literato hambrón que vivía de copiar música, se apoderó del porvenir, no acusándose, sino exhibiéndose. -El ideal de la dignidad humana ha sufrido el primer bofetón: su calvario continuará-. Mientras los enciclopedistas pretendían instaurar a galope toda la ciencia y crear la Suma moderna, Rousseau, dejándose atrás el monumento de cartón, ahondaba en sí mismo -en un yo degradado-, y triunfaba. La revolución política y social, preparada por la Enciclopedia, vino impregnada de Rousseau; en ella y en la literaria perdura el impulso. Bárbaros sublimes como Tolstoy, que parecen magníficos osos polares, llevan en sí a Rousseau disfrazado, bajo una piel densa, que engaña.

Acaso un fenómeno psicológico provocante a risa, manantial de donaires para la musa cómica, fue uno de los factores literarios de Rousseau: la timidez. No la timidez delicada del que desconfía de sí mismo, sino la del exaltado amor propio. Temperamento muy combustible, espíritu sentimental -digan lo que quieran algunos críticos empeñados en negar a Rousseau   —23→   hasta las cualidades de sus defectos-, sólo en la literatura acertó a revelarse. Cohibido siempre ante las mujeres, y más cohibido cuanto más prendado, buscó desahogo en la música y en la página escrita, y así, finalmente, pudo conseguir la completa expansión presentida en la juventud y ansiada con entera conciencia en la edad madura. «Hago -decía en sus Confesiones- lo que no hizo nadie: mi ejemplo es único; muestro patente mi interior, tal cual lo has visto tú, ¡oh, Ser Supremo!». Y es verdad: antes de Rousseau no existían pelícanos. Después sí: larga serie de poetas veremos desfilar, arrancándose las entrañas para ofrecerlas al público sangrando aún. Y, a fuerza de mostrar, no serán sólo las entrañas.

No queriendo citar de ningún autor sino las obras realmente significativas, de Rousseau señalaré las siguientes: Discurso sobre las ciencias y las artes, Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad, Carta sobre los espectáculos, Emilio, La Nueva Eloísa, El Contrato Social, Las Confesiones. Los cuatro últimos son libros innovadores y disolventes; Emilio desbarata la antigua pedagogía; La Nueva Eloísa abre senda a la pasión y entierra la galantería caduca, con ritornelos de minué; El Contrato Social prepara la obra de la Convención y la declaración de los Derechos del hombre; Las Confesiones fundan el subjetivismo romántico. No puede hacerse más con menos tinta.

Y cabe añadir: con menor cantidad de ideas.   —24→   Contadas -pero de extraordinario dinamismo en aquel momento- fueron las propagadas por Rousseau, o mejor sus utopías. En distinta forma que Diderot, afirmaba la inocencia primitiva del hombre y un estado anterior a la civilización, en que todo era paz, pureza, armonía y virtud. La sociedad se encargó de pervertir a un ser venturoso y noble, muerto para la dicha y el bien desde que trocó la vida de desnudez en las selvas por la ignominia del traje. La cultura es el mayor enemigo de la verdad. Las ciencias y las artes, la literatura, los teatros, los museos, cuanto creemos que embellece el existir, lo corrompe y deprava. He aquí una de las ideas de Rousseau que trajeron más cola. Aun hoy andan glosándola los «futuristas». No es mucho que Voltaire, con la ironía de su perspicacia, dijese que al leer tales lucubraciones entraban deseos de ponerse a cuatro pies. La gente hizo más caso al utopista que al burlón. De esta concepción de los orígenes de la sociedad, que no parece sino inspirada en el que Cervantes llama inútil razonamiento de Don Quijote a los cabreros (tan acorde con las doctrinas de Rousseau hasta en lo referente a moral sexual), se derivó la filosofía del derecho político del Contrato, el individualismo socialista, la negación de la autoridad y de la propiedad y casi todo el movimiento social presente. Debe tenerse en cuenta que Rousseau no era realmente lo que se llama un revolucionario; no aconsejaba que se destruyese, antes que se conservase, lo existente;   —25→   bien se lo echaron en cara sus amigos de un día, los que entonces ostentaban el calificativo de filósofos, y que, al contrario de Rousseau, creían firmemente en la necesidad de la convulsión política, en el advenimiento de tiempos mejores y en el triunfo final de la razón, mediante la libertad, panacea soberana. La distinción entre la democracia y el socialismo estaba iniciada desde el disentimiento de Rousseau y los enciclopedistas, y Proudhon no necesitó, para emitir su famoso axioma, sino empaparse en el Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad.

El Contrato supone que el hombre, al asociarse -con plena conciencia de sus derechos-, ha pactado y estipulado condiciones. «Es -escribe Pablo Albert, severísimo censor de Rousseau- la supresión de la libertad en pro de la igualdad; la Esparta de Licurgo propuesta como ideal; la intolerable confusión de las sociedades modernas con las antiguas. Los ciudadanos espartanos tenían esclavos...; nosotros no; los esclavos sufrían el peso de la asociación, sin formar parte de ella». A pesar de fundarse en una hipótesis gratuita, la acción de El Contrato fue inmensa y duradera, así en los hechos históricos como en el pensamiento científico. Un sabio profesor español, Dorado Montero, ha podido decir con exactitud que fue el influjo de Rousseau tan absoluto y visible que no hubo pensador que se sustrajera a él, aun los que se proponían combatirlo; hallándose no pocos economistas y filósofos contemporáneos,   —26→   más que inspirados, saturados de la doctrina de El Contrato Social.

La misma tesis que en los Discursos y El Contrato hállase en el Emilio. Puesto que el hombre nace bueno, que sus instintos natura les son sagrados, y es la sociedad la que le pierde, la mejor pedagogía será la que más le aproxime a la naturaleza. Dejar al niño entregado a su espontaneidad; suprimir castigo y premio; no darle enseñanza religiosa, ni científica, ni literaria. Al lado de tal sistema, que convertiría al alumno en un Segismundo, criado como las fieras en el bosque, hay en el Emilio algo muy provechoso a la generación que tan ávidamente leía y con tal fanatismo se dejaba guiar por la novela pedagógica de Rousseau. No me refiero a los preceptos concernientes a la lactancia materna, al aprendizaje de un oficio manual5, ni a la enseñanza intuitiva -aunque nadie pueda negarles originalidad en aquel momento-; aludo al sistema de fomentar el desarrollo físico y las energías vitales en el alumno; porque si bien se mira, y descartando afectaciones hoy candorosas, lo que se deduce del Emilio es la obediencia a las leyes naturales, y la máxima de que la institución humana debe anteponerse, y en último   —27→   caso, sobreponerse a la institución científica. No he menester añadir que este principio late y predomina ya en los sistemas de educación de los países más vigorosos, por ejemplo, Inglaterra.

Considerando que el talento de Rousseau está más condicionado por los impulsos de la voluntad (en cuanto sentimiento) que por el raciocinio, no parecerá extraño que los libros suyos que conservan mayor frescura sean aquellos en que ni aun pretende filosofar: una novela y una autobiografía: La Nueva Eloísa y las Confesiones. Aunque el lirismo sensual de Rousseau asoma su oreja de fauno en otros escritos, en estos se ostenta con indecible seducción agitadora, más peligrosa cuando el romanticismo se acercaba. Los que hoy leemos a Rousseau estamos, por decirlo así, vacunados mediante una sueroterapia de lecturas sugestivas, y antes que a contagiarnos, propendemos a notar y satirizar el énfasis risible, la fraseología anticuada, la declamación, todo lo que marchita y encanece a un libro recargado de las sensiblerías de la época que, entre apologías de la inocencia y la virtud, iba a recibir de los Saint-Just y Robespierre, lectores de Rousseau, un baño completo de sangre; y con todo eso, en ciertos pasajes, por ejemplo, la Carta XIV y la XXXVIII de la primera parte de La Nueva Eloísa, o los recuerdos de la infancia en las Confesiones, nos sentimos subyugados y comprendemos la fascinación. La novela psicológica y pasional, que ha llegado actualmente a   —28→   perfección intachable, no tiene el calor y la sinceridad íntima de La Nueva Eloísa, sin duda composición extravagante y quimérica, pero, en su primera parte, filtro. La vivacidad de las pinturas, que nunca rayan en impudor ni menos en grosería, debió de parecer, y era, decencia y delicadeza, en aquel siglo acostumbrado al desenfreno del estilo y a los madrigaletes eróticos; y Julia y Saint-Preux trajeron una ráfaga de ideal.

Es verdad trillada que a un escritor no se le comprende si no se le coloca en el ambiente de su época. Juan Jacobo, dado el tiempo en que vivía, no fue libre en la frase, si exceptuamos algunos pasajes crudos que se encuentran en las Confesiones. Su estilo revela, por el contrario, prurito de nobleza. A no ser así no se explicaría que subyugase la imaginación de las mujeres, encontrando en ellas rendidas admiradoras, sectarias incondicionales. Y no eran las mujeres del siglo de Rousseau ovejas del dócil rebaño. De Rousseau aprendieron el romanticismo de la maternidad, y las dos más ilustres literatas de Francia en este siglo, la Staël y Jorge Sand, en Rousseau se moldearon, sin hablar de aquella Roland, que reprodujo fielmente el tipo de Julia.

El estilo de Rousseau, musical y pintoresco, sujeto a la retórica de su época, la sufre impaciente y se desborda. Él hizo de la prosa y de la poesía dos hermanas siempre en litigio: la que llamamos prosa poética, con sus bellezas y sus intolerables defectos, es creación de   —29→   Rousseau; la veremos llegar al límite de la sonoridad y del colorido en la pluma de Chateaubriand.

El ansia de expresar afectos y sueños que en la vida real la timidez comprimía dolorosamente; la protesta contra una sociedad a la cual oponía el estado primitivo, la idílica edad de oro, y el deísmo exaltado, el culto del Ser Supremo contra el de la Diosa Razón; estas tres formas del sentimiento y del pensamiento de Juan Jacobo, se reúnen para crearle iniciador del culto de la naturaleza, cuya vista y contemplación le causaba transportes semejantes a los transportes amorosos. También la afición al campo, para decirlo llanamente, se ha vulgarizado y ha llegado a ser patrimonio del último burgués; pero entonces la jardinería, como la pedagogía, se enterraba en un conjunto de reglas para recortar, alinear, desfigurar, en suma, la obra de Dios, y no era dogma establecido que el paisaje más hermoso es el más intacto. Sentir el campo como se siente la música, que arrulla y excita, que produce simultáneamente languidez y embriaguez, tampoco era entonces costumbre ni aun de los que se pasaban la vida rimando pastoriles simplezas. El paisaje escrito, como el paisaje pintado, es un fruto de nuestra edad. Rousseau trajo la llave de oro de un mundo mágico. Por vez primera un paisaje escrito fue «un estado de alma». Sobre el lienzo, Watteau había dado esta nota de profunda poesía; Rousseau la dio en el papel, abriendo la puerta a artistas que   —30→   habrían de sobrepujarle en fuerza descriptiva y en resonancia del alma de las cosas: Bernardino de Saint-Pierre y Chateaubriand. No fue en Rousseau un lugar común de retórica aquel sentimiento de la naturaleza que comunicó a la literatura. Hay críticos que señalan como fecha memorable para la renovación literaria la del día en que madama de Warens dijo a Juan Jacobo, señalando a una florecilla azul: «¡Pervinca!», grito que Juan Jacobo repetía enajenado muchos años después. Y es que para su imaginación era un sortilegio la naturaleza. Él nos lo dice, en uno de sus momentos de plena sinceridad: «Mi fantasía, que se exalta en el campo y bajo los árboles, languidece y sucumbe en la habitación, bajo los pontones de un techo. Muchas veces he lamentado que no existiesen Driadas; de seguro que entre ellas me hubiese fijado yo».

Aunque menos influyente que Juan Jacobo, el autor de Pablo y Virginia6 es tipo expresivo; en él se ve con claridad la transición del siglo XVIII al XIX. He aquí la fácil genealogía de Pablo y Virginia: esta novela es hija de Robinsón, madre de Atala y abuela de El casamiento de Loti y La señorita Crisantelmo. En las letras no hay generación espontánea; todo libro nace de otro libro, toda idea de otra idea (sin detrimento de la verdadera originalidad,   —31→   que consiste en el carácter individual de las obras).

Bernardino de Saint-Pierre aplicó la utopía de Rousseau, pintando el amor lejos de la sociedad, que todo lo marchita y corrompe. Los criollos Pablo y Virginia, inocentes capullos acariciados por la brisa de los trópicos, cargada de aromas de limonero en flor, al ponerse en contacto con la sociedad, sucumben. Tal es el asunto del idilio que hizo derramar lágrimas al oficial de artillería que se llamaba Napoleón Bonaparte El autor traducía en el tierno episodio, entresacado de los Estudios de la naturaleza7, sus propias aspiraciones: toda la vida soñó Bernardino poseer una isla desierta como la de Robinsón, fundando en ella una colonia para refugio de las gentes desgraciadas, virtuosas y sensibles, y ejerciendo la dictadura; quimera que estuvo a pique de convertirse en realidad cuando esperaba de la gran Catalina de Rusia, enamoriscada de él, según dicen, una concesión de terreno a las márgenes del lago Aral, donde renovar la edad de oro e instituir, el Edén. Aunque misántropo y alucinado como Juan Jacobo en la segunda mitad de su vida, no fue tan amargo ni tan receloso Bernardino; conoció afectos de familia, y su inspiración bucólica, oreada por el soplo de la musa de Virgilio, hizo de él un paisajista incomparable. Sus paisajes son sobrios, finos de color (como diríamos hoy), dulces, blandos; sus comparaciones siempre felices y apropiadas, y su fantasía casta, melancólica y riente   —32→   a la vez. Modelo de belleza tomada directamente de la naturaleza misma, es aquel encantador pasaje referente a la niñez de Pablo y Virginia, a aquella intimidad en la cuna que les predestina, por decirlo así. Todavía hoy se lee con delicia la comparación de los dos brotes de árbol, y encanta la miniatura de los dos niños «desnudos, que apenas pueden andar, cogiditos de la mano y por los brazos, como suele representarse la constelación de Géminis».

Del que escribió un idilio tan tierno y supo despertar la sensibilidad y hacer derramar más lágrimas por la criolla Virginia que nunca fueron derramados por la griega Ifigenia, se ha dicho lo mismo que de Rousseau: que su vida estaba en abierta contradicción con sus escritos, su estilo con su verdadero carácter. Apologista del amor puro y desinteresado, Bernardino de Saint-Pierre se pasó la mocedad, y aun la edad madura, buscando boda fastuosa, mujer rica e ilustre. Su hermosa presencia le prometía en tal aspiración feliz suceso; pero lo cierto es que Bernardino de Saint-Pierre consiguió triunfos de galantería, sin lograr el casamiento brillante con que soñaba. Si la princesa rusa María Miesnik accede a santificar ante el ara unas relaciones secretas, es probable que los Estudios de la naturaleza jamás hubiesen visto la luz.

Lástima grande sería, porque Bernardino de Saint-Pierre, cuyo mal sino literario -dice con razón un eminente crítico- ha sido llegar   —33→   a la palestra después que Rousseau y antes que Chateaubriand, es superior a aquel por la precisión y acierto del pincel, y a este por la suavidad y delicadeza del sentimiento. Muy olvidado está hoy, y hasta puede decirse que una capa de suave ridiculez ha caído sobre la historia de Pablo y Virginia; pero ¿acaso se lee más La Nueva Eloísa? ¿Acaso el ardoroso episodio de Veleda, acaso los amoríos y la muerte de Atala no duermen en el mismo cenotafio, donde, excepto contadas obras señaladísimas del humano ingenio, paran todos los libros que un día agitaron el espíritu y concretaron el ensueño de una generación? Cada libro eficaz produce un movimiento, hace pensar o sentir, o las dos cosas a la vez; y, causado lo que causar debía, va primero a la penumbra, luego a la sombra. Su efecto continúa, manifestado en otros libros, en la impulsión general de una época. La primer prolongación visible de la escuela de Saint-Pierre son Chateaubriand y Lamartine.

Lo mismo que Rousseau, Bernardino de Saint-Pierre era deísta, admirador de la obra divina, convencido de su finalidad, que predicaba sin descanso; y estos deístas de fines del siglo XVIII, de un racionalismo optimista y reverente, fueron tal vez precursores de la gran reacción católica, bajo el romanticismo. En sus Estudios de la naturaleza, Bernardino de Saint-Pierre fustigaba a los ateos, y esta obra, demostración sistemática del orden providencial en lo creado, vino a su hora, antes   —34→   del Genio del Cristianismo; no es extraño, sino característico de aquel momento, que, por ella, el clero pensase señalar una pensión a Saint-Pierre, considerándole el mejor apologista de la verdad contra los enciclopedistas y contra Buffon.

Entre los precursores del romanticismo hay quien cuenta a Andrés Chénier8: yo no veo en él, salvo el espíritu de independencia, elemento romántico alguno9. En los parnasianos podría comprobarse influencia suya: no en Chateaubriand, ni en Lamartine, ni en Hugo, ni en Musset. A pesar de la autoridad de Sainte Beuve, que no se equivocó en esto sólo, y que por otra parte multiplica los distingos; a pesar del culto que algunos románticos consagraron a la memoria de Chénier sin imitarle, el autor del Oaristis no es sino el último clásico, si esta palabra no se toma en un sentido estrecho y no se reduce a lo que significaba allá por los años de 1830, entre el fragor de la batalla. El error de afiliar a Chénier en la falange romántica tal vez nace del dramático fin del poeta. Precursor nunca podría haberlo sido: sus poesías no vieron la luz hasta un cuarto de siglo después de su muerte; antes de su publicación se escribieron las Meditaciones de Lamartine.   —35→   Que se recibiesen con admiración las poesías de Chénier, nada tiene de extraño; al fin picaba más alto que el criollo Parny y que Delille: era justo saludar a aquella musa semi-helénica, vigorosa, estatuaria, joven con la eterna juventud de la hermosura y de la serenidad griega, graciosa y tierna al estilo de la antigüedad, y vibrante además, como moderna al fin, como impregnada, a pesar de un ideal de tranquila moderación, de las esperanzas y los dolores de su edad. Mas de esto a que influyese en el romanticismo, de esto a que apareciese renovando la poesía francesa, va gran distancia, aun consideradas sus innovaciones rítmicas y reconocida en él más libertad de forma que en el mismo Lamartine. Lo romántico de Chénier fue su muerte. Cada período literario tiene sus modas, y así como en tiempo de Rousseau y Bernardino de Saint-Pierre se estilaban las islas desiertas o pobladas de virtuosos salvajes, en 1820 los poetas incomprendidos y sacrificados: Chénier se convirtió en el «cisne que asfixia la sangrienta mano de la revolución». Así le pinta Alfredo de Vigny en su novela simbólica Stello. Y es el caso que el cisne, según refieren sus biógrafos10, era un hombre asaz feo, atlético, robusto; que la Revolución no le arrancó de su nido para acogotarle, pues él estaba metido hasta el cuello en la batalla, y no era menos revolucionario, aunque no fuese terrorista, que los que le enviaron   —36→   a la guillotina. Bella es la muerte de Andrés Chénier, y digno de un contemporáneo de Leónidas el modo como la arrostró, despreciándola; pero en nada se parece al lánguido cisne del romanticismo el que escribe desde la prisión: «Sólo siento morir sin revolcarles en el fango, sin vaciar la aljaba». «¡Oh mi tesoro, pluma mía, hiel, bilis, horror, númenes de mi existencia! ¡Sólo respiro por vosotros!».

Si el vino poético de Andrés Chénier procede de un ánfora antigua, su pensamiento es de su tiempo, y lo es hasta en los resabios y amaneramientos, marca indeleble del siglo XVIII; late en él el espíritu de la Enciclopedia. Chénier era, dice Chênedollé, ateo con delicia; uno de aquellos ateos estigmatizados por Bernardino de Saint-Pierre y Rousseau. La fe le parecía superstición, los sacerdotes embaucadores de oficio; y para que no le falte requisito alguno, sépase que uno de aquellos ardientes metales que Chénier tenía preparados con el fin de fundir campanas rivales del trueno, era un poema condenando las supuestas tropelías y atrocidades de los españoles en América, por lo cual debemos congratularnos de que tan denigradora y calumniadora campana no haya llegado a fundirse, y repetir, con distinto motivo, las palabras de Alfredo de Vigny. «Me siento consolado de la muerte de Andrés Chénier, ahora que sé que el mundo que se llevaba a la tumba era un poemazo interminable titulado Hermes. Iba a desmerecer; allá arriba lo sabían, y le pusieron punto final».



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ArribaAbajo- II -

El renacimiento religioso: Chateaubriand.- Los primeros apologistas católicos y monárquicos: Bonald y de Maistre.- Influjo del Norte: el osianismo.- Influencias europeas: Madama de Staël


Aunque en Francia existía, desde la Edad Media y desde la pléyade ronsardiana, fuego escondido de romanticismo, y a pesar de los precursores, Dios sabe cuánto tardaría en alzarse la llama, a no ser por los cataclismos que cuartearon la tierra. Es preciso recordar el estado de Francia antes de 1793, y cómo lo que luego se llamó antiguo régimen había formado a su imagen y semejanza la literatura. Cierto que en los últimos años del reinado de Luis XV y en el de Luis XVI principió a disolverse la unidad y a alterarse la armonía; pero con grietas y todo, estaba en pie el sólido edificio, imponente por la regularidad de sus columnatas, la grandeza de sus pórticos, la elevación de sus techos de cedro, la majestad de sus cúpulas   —38→   de mármol y la elegancia de sus estatuas y vasos de alabastro, enredados de floridas guirnaldas. Sin figuras: Francia, antes de la Revolución, era coherente, católica, monárquica, académica, cortesana, culta, sujeta naturalmente al principio de autoridad en los diferentes órdenes de la vida; su literatura, fruto de semejante estado social, tenía, por lo mismo, hondas raíces, era nacional y orgánica. Las revoluciones no se cuidan de renovar las letras, que se renuevan sin embargo; los revolucionarios en política suelen ser conservadores y hasta reaccionarios en literatura; si la república roja trajo una literatura nueva fue por casualidad, a despecho del clasicismo a que los terroristas rendían parias; pero lo que estaba latente, lo desató la Revolución, con las matanzas, los regicidios, la proscripción de la nobleza, las guerras civiles y de la frontera, la mascarada del Directorio y la epopeya del Imperio.

El breve período de la Revolución es sobrado conocido para insistir en detallarlo. Ni importa a mi asunto más que una consideración: la del estado moral de Francia cuando, desangrada y rendida, se entregó sin condiciones a Bonaparte. Que lo explique un elocuente párrafo de Lamartine: «Los terremotos causan vértigo: el pueblo, viendo derrumbarse a la vez, el trono, la sociedad, los altares, creyó que venía el fin del mundo. El hierro y el fuego habían devastado los templos; la impiedad había renovado las persecuciones; el hacha había herido al sacerdote; la conciencia y la oración tuvieron   —39→   que ocultarse como crímenes; Dios era un secreto entre el padre, la madre y los hijos; la persecución hizo al sacerdote simpático, la sangre santificó el martirio; escombros de templos cubrían el suelo y parecían acusar de ateísmo a la tierra. El mundo estaba triste, como suele estar después de un gran sacudimiento; inquieta melancolía reinaba en la imaginación, y se esperaba un oráculo que revelase al género humano el porvenir». En sazón tan propicia apareció el vizconde de Chateaubriand con el Genio del Cristianismo11.

¡Cuán lejos de nosotros está ya el memorable libro! El autor mismo pudo presenciar su caída y lamentarla. «Publiqué el Genio del Cristianismo -exclamaba, con mal reprimida amargura- entre las ruinas de los templos. San Dionisio yacía abandonado: Bonaparte no pensaba aún en que necesitaría sepultura. No se veían más que escombros de iglesias y monasterios, y se tomaba a diversión ir a pasearse entre los derribos... Estos tiempos han pasado; veinte años han corrido; vienen nuevas generaciones; gozan de lo que otros prepararon, y no recuerdan lo que costó la lucha. Han encontrado a la religión libre de los sarcasmos de Voltaire; a los jóvenes atreviéndose a ir a misa; a los sacerdotes rodeados de respeto, y creen que el milagro se hizo solo, que en esto no intervino nadie...».

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Notemos, antes de proseguir, un rasgo de la figura de Chateaubriand12. O mucho me equivoco, o es el primer ejemplar de un tipo que reapareció en España después de 1868 y fue llamado apóstol laico y obispo de levita. Aún no he acabado de decirlo, y ya recuerdo diferencias marcadísimas; y me apresuro a corregirme y distinguir, declarando que Chateaubriand fue únicamente el primer escritor laico que tuvo carácter de apologista del cristianismo, y que el papel de obispo de levita, inadecuado a su condición, quisieron encomendárselo las pasiones de partido, ávidas de estrujar hasta la última gota aquel talento poderoso, que hizo en un solo día, con un puñado de hojas impresas, obra más universal que Napoleón volviendo a abrir al culto el templo de Nuestra Señora. No pudo Chateaubriand desempeñar el papel: no tenía las virtudes de un santo para confundir a sus enemigos, que tampoco eran santos; de aquí el descrédito inmediato de su obra apologética. Triste suerte la de estos libros de circunstancias, que, pasada la sazón, ni se les agradezca la oportunidad.

Recordemos de dónde venía el nuevo Padre de la Iglesia. Chateaubriand, que cuando publicó el Genio tendría, poco más o menos, la edad de Cristo, era un hidalgo bretón, de familia más rica en blasones que en hacienda, y por supuesto, legitimista y católica. Su niñez corrió a orillas de un mar donde arrulla la triste sirena del Norte, o bajo los centenarios árboles del castillo de Comburgo, residencia muy nostálgica,   —41→   al borde de un lago. Una de sus primeras lecturas fueron las obras de Juan Jacobo, que le calaron hasta los huesos; por mucho que renegase después de tal influencia, nunca pudo echarla de sí. Por eso quizás su catolicismo anduvo siempre un poco «agusanado», y por eso no fue tan fecunda y salvadora su acción. No le había perdonado el contagio sutil.

Predispuesto por la raza, la familia y el medio a la melancolía, y organizado para cultivarla, Chateaubriand aparece atacado -desde el vientre de su madre, dice él, pero seguramente desde la pubertad- de ese padecimiento que se ha llamado el mal del siglo, aunque se encuentra bien diagnosticado en el Eclesiastés: el tedio, el hastío, la convicción de lo inútil y vano de la existencia, que Salomón conoció después de agotar placeres y grandezas, y Chateaubriand, más desgraciado, probó cuando apenas empezaba a vivir. Analizando el alma de René -dice su mejor biógrafo- se encontrarían tres resortes o móviles esenciales13: el hastío, insaciable y tenaz, el deseo, rápido como un relámpago, y el honor caballeresco, que se traduce en orgullo. El que iba a reconciliar a su patria con el cristianismo, empezaba por donde había acabado Rousseau; tenía ya sobre su conciencia una tentativa de suicidio -además de un sueño incestuoso-, y le faltaba el noble, el cristiano arrepentimiento de Agustín.

Cuando se embarcó para América, llevaba, ya   —42→   que no las ilusiones saturnianas de Bernardino de Saint-Pierre, por lo menos una viva esperanza de inventar tierras, de desflorar comarcas, de saludar, como admirador entusiasta de Pablo y Virginia, una naturaleza virgen, que brindase líneas y colores a su paleta. Inverosímil parece que Chateaubriand sólo pasase en el Nuevo Mundo, que tanto lugar ocupa en sus obras, ocho meses a lo sumo. Una noche, a la luz de la hoguera del campamento, leyó un pedazo de periódico que refería el cautiverio de la familia real y los progresos de la revolución. Sin vacilar, el hidalgo legitimista regresó a Francia y se presentó en el cuartel general de los príncipes. Llevaba en su mochila el manuscrito de Atala. Enfermo, extenuado, poco faltó para que sucumbiese en una marcha forzosa; y Sainte Beuve, aunque severo para Chateaubriand, al relatar este episodio se pregunta a sí mismo, sobrecogido de respeto involuntario, ¡cómo sería el siglo XIX a faltar tal eslabón de la cadena, a perecer hombre tal antes de que el mundo le conociese!

Mal restablecido pasó Chateaubriand a Londres, donde escribió un libro, el Ensayo sobre las revoluciones, que era la escoria depositada en su mente por el siglo XVIII, escoria que necesitaba echar fuera; uno de esos libros exteriores a su autor -por decirlo así- que no revelan la personalidad, sino la presión de un ambiente. La muerte de su madre, la de una hermana, le hirieron en el corazón; lloró y creyó; son sus palabras. Alguien ha negado la   —43→   sinceridad de esta conversión nacida del sentimiento; yo la encuentro, dado el carácter altanero de Chateaubriand, mucho más verosímil que una hipocresía y una comedia repugnante. Que su fe no pudiese parangonarse con la de un San Agustín; que fuese muy débil y muy pecador René, nadie lo negará; sin embargo, su imaginación y su voluntad de artista pertenecen al catolicismo, y no hay medio de ver calculado embuste en protestas tan enérgicas. «No soy -exclama- un incrédulo con capa de cristiano; no defiendo la religión como un freno útil al pueblo. Si no fuese cristiano, no me tomaría el trabajo de aparentarlo: toda traba me pesa, todo antifaz me ahoga; a la segunda frase, mi carácter asomaría, y me vendería. Vale poco la vida para que la rebocemos en una farsa. Y ya que por afirmar que soy cristiano hay quien me trata de hereje y de filósofo, declaro que viviré y moriré católico, apostólico, romano. Me parece que esto es claro y positivo. ¿Me creerán ahora los traficantes en religión? No; me juzgarán por su propia conciencia». Por lo menos, le creyeron críticos que no se pasan de candorosos, y la caridad nos mandaría que le creyésemos también, si el juicio no bastase para enseñarnos que, a pesar de ciertas aleaciones sospechosas, la obra literaria de Chateaubriand cristiana, es, en conjunto; no pagana ni racionalista. Cristiana, como pudo serlo en la hora que Dios señaló a su aparición, providencial en cierto modo; y tan cristiana, que sólo por al cristianismo llegó el romanticismo,   —44→   siendo así que en estética Chateaubriand no soltó nunca los andadores clásicos, ni vivió un minuto en la Edad Media, cuya belleza no comprendía.

De vuelta a Francia Chateaubriand, preparó la publicación del Genio del Cristianismo, y antes la del episodio de Atala, del cual luego hablaremos, y que cuantos escriben acerca de Chateaubriand comparan a la paloma del Arca portadora del ramo de oliva, así como el Genio representa el arco iris, señal de alianza entre lo pasado y lo porvenir. Fue la aparición del Genio un maravilloso golpe teatral; anunciose al público la obra el mismo día en que Napoleón hizo que bajo las bóvedas de Nuestra Señora se elevase el solemne Te Deum celebrando el restablecimiento del culto. En aquella ocasión Chateaubriand llamaba a Bonaparte «hombre poderoso que nos saca del abismo»; verdad que entonces no había fusilado al duque de Enghien. El efecto del libro fue inmenso: ni cabía más oportunidad ni más acierto en la hora de lanzar una apología completa, poética y brillante de la religión restaurada. Con el Genio del Cristianismo, Chateaubriand sentaba la piedra angular de aquel magnífico renacimiento religioso que se extendió a toda Europa, y que, por no citar más que nombres familiares, produjo en España la filosofía de Jaime Balmes y las teorías de Donoso Cortés.

Como este libro apenas se lee ahora, diré que es una apología o demostración de las creencias religiosas por medio del esplendor   —45→   de su hermosura. Divídese en cuatro partes. La primera trata de los misterios y sacramentos, de la verdad de las Escrituras, del dogma de la caída, de la existencia de Dios demostrada por las maravillas de la naturaleza -asunto favorito para un paisajista incomparable- y de la inmortalidad del alma, probada por la moral y el sentimiento. La segunda abarca la poética del cristianismo, de las epopeyas, de la poesía en la antigüedad, de la pasión, de lo maravilloso, del Deux ex machina, del Purgatorio y del Paraíso. La tercera trata de las Bellas artes: escultura, arquitectura y música; de las ciencias: astronomía, química, metafísica; de la historia; de la elocuencia; de las pasiones; la cuarta del culto, de las ceremonias, de la liturgia, de los sepulcros, del clero, de las órdenes religiosas, de las misiones, de las órdenes militares y, en general, de los beneficios que al cristianismo debe la humanidad.

No cabe plan más vasto ni más alta ambición: es el mismo ideal de la Edad Media, la gran Suma, la Enciclopedia católica opuesta a la Enciclopedia negadora e impía; y en verdad que si Chateaubriand hubiese llenado este cuadro inmenso, en relación a nuestra edad, como Dante llenó el de la Divina Comedia en relación a la suya, Chateaubriand no sería un gran escritor, sería un semidiós.

Si hoy recorremos las páginas de ese libro que removió a su época, que fue «más que una influencia», dice Nisard, nos cuesta trabajo comprender su acción: sólo vemos sus defectos,   —46→   la estrechez de sus juicios estéticos y literarios, cuyo mezquino clasicismo demuestra hasta qué punto Chateaubriand era ajeno al espíritu del romanticismo, e inconsciente al fundarlo, la endeblez de las pruebas, la frialdad del estilo, lo trillado de los razonamientos, lo superficial de la doctrina. Es preciso, para que nos pongamos en lo justo, recordar que el Genio del Cristianismo, menos duro de roer que la Divina Comedia, no ha cesado de servir de texto fácil y de ser diluido y saqueado en el púlpito y en la prensa católica, como advierte el mismo Chateaubriand; por eso nos parece que está atiborrado de lugares comunes, sin fijarnos en que no lo eran, sino al contrario, novedades originalísimas, cuando aún enturbiaba el aire el polvo de las demoliciones de los templos. Una labor más fina, una dialéctica más acerada y altiva, una erudición sobria, pero más segura; una crítica más honda, un soplo más directamente venido de las cimas y del cielo, no conseguirían entonces lo que consiguió la obra de vulgarización religiosa de Chateaubriand.

Recibiéronla sus contemporáneos como la tierra seca recibe en estío el riego; la absorbieron con avidez. No hubo al pronto disidentes, o si los hubo no se atrevieron a levantar la voz; las críticas, algunas justas, fueron ahogadas; ¡el Genio del Cristianismo armonizaba tan bien con las necesidades del momento, con las miras de Napoleón y el temple conciliador del Concordato! La catolicidad de la obra cooperó   —47→   a difundirla y a convertir un acontecimiento literario en acontecimiento religioso: cuando Chateaubriand, nombrado secretario de Embajada, pasa a Roma y solicita del Papa una audiencia, encuentra al Vicario de Dios leyendo el Genio del Cristianismo.

Nótese bien que un triunfo de esta clase no se parece a los triunfos literarios que presenciamos hoy. Ningún escritor moderno puede esperar que su mejor obra sea recibida como el maná; insensato el que soñase con el doble lauro de restaurar o vindicar la religión y a la vez renovar la poética y las corrientes literarias. No se reproducirá probablemente el caso del Genio del Cristianismo: al contrario, según el siglo adelanta, la literatura va especializándose y aislándose hasta convertirse en lo que califica un donosísimo escritor14 de mandarinato: camino lleva de que lleguen a leerla sólo los que la producen. Tampoco Chateaubriand podrá jactarse de conseguir dos veces en su vida tan feliz conjunción de astros. Siete años después de la publicación del Genio da a luz la que cree su obra maestra, una epopeya concebida entre los esplendores de Roma, en el seno del catolicismo; una composición, sin género de duda, superior al Genio, aplicando las teorías expuestas en él: no incoherente, como Los Natchez, sino armónica, depurada, fruto de una madurez todavía juvenil: el poema de Los Mártires, embellecido por los   —48→   castos amores y las gentiles figuras de Eudoro y Cimodocea, enriquecido como diadema de oro con una perla, con el episodio de Veleda, breve y admirable; saturado de esas comparaciones y de esas imágenes que Chateaubriand rebuscaba en Homero y conseguía engarzar en su estilo con encanto, si no con la sencillez augusta del inimitable modelo; poema, en suma, que marca el apogeo de un talento y la plenitud de una manera elevada y brillantísima. Pero el filtro ya no actuaba, el círculo mágico se había roto; el momento era distinto; la Revolución, semiaplastada, removía sus miembros de dragón que tiene siete vidas; las críticas fueron acerbas y crueles, tibio el entusiasmo; el público, según el dicho de Chenedollé, se venga en las reputaciones adultas de las caricias que les prodigó cuando estaban en la niñez. Hubo quien calificó a Los Mártires de «necedad de un hombre de talento», y Chateaubriand, con el corazón ulcerado, se despidió de las musas en las páginas del Itinerario. Resolvió consagrar la segunda mitad de la vida a la política y a la historia.

No nos despidamos nosotros todavía de lo que verdaderamente inspiraron a Chateaubriand las musas: Atala, René y el episodio de Veleda. Ni Los Natches, aquel largo poema destinado a rivalizar con los insoportables Incas de Marmontel; ni el Genio del Cristianismo, ni Los Mártires, ni el Itinerario, conservan su ascendiente; pero en la amante de Chactas; en el mísero hermano de Amelia; en la   —49→   druidesa de la isla de Sen y en el último Abencerraje persiste esa vitalidad singular que el arte comunica a sus creaciones, más duradera que el soplo fugaz prestado por la naturaleza al organismo físico de las criaturas. El romanticismo, como escuela literaria, ha pasado, aunque dejando raíces y retoños de nuevas primaveras; pero hay, y es preciso que lo reconozcamos hasta los más prendados de la realidad, un romanticismo natural y eterno, que nos permite comprender y saborear lo mismo el episodio de Ugolino en la Divina Comedia, que los funerales de Atala o el cuadro de Veleda pasando el lago en su barca entre el fragor de la tempestad. El juicio crítico puede reconocer los errores, los anacronismos, las inverosimilitudes de los episodios de René y Atala; puede condenar severamente que una apología del cristianismo incluyese la perturbadora historia del corazón de René, amasado de orgullo y de miseria, dice el mismo autor; puede enterarnos de que Chateaubriand, que tan arrebatadora descripción hace del río Missisipí, no lo había visto nunca, pues a lo sumo habría descendido en parte la corriente del Ohío; puede dar por imaginarios los osos beodos de tanto comer racimos, los papagayos verdes con cabeza amarilla, los flamencos rosa; puede asombrarse de que un salvaje como el Sachem ciego haya visto representar tragedias de Racine y escuchado las oraciones fúnebres de Bossuet; todo ello no importa; la verdad de Atala y de René, sobre todo de René, está más   —50→   adentro, en la imaginación, en el sentimiento lírico, en la correspondencia del alma con la voz del poeta. No hay que negar a Chateaubriand este dictado porque escribiese en prosa: una prosa como la suya tiene derecho a desdeñar el verso, pues lo eclipsa. Su fantasía es un miraje en el mar; su estilo, rico en colores, musical, sugestivo, va directamente a los nervios, y de los nervios al alma, especie de Roma, ya que se puede ir a ella por todas partes.

Cuéntase que Bernardino de Saint-Pierre, molestado por la fama de Chateaubriand, como este más tarde por la de Lamartine, dijo en cierta ocasión: «No es extraño que se le vea más que a mí; yo sólo usé el pincel, y él usa la brocha». Así cada generación reniega de la que le sigue; a su vez Chateaubriand detestaba a sus descendientes, legítimos representantes del romanticismo, devorados por el buitre de Prometeo. No tenemos para qué seguirle a la arena política, en que entró desnudando aquel puñal que, según frase de Lamartine, llevaba cosido al forro de su ropa, y que según el dicho de Luis XVIII valía por un ejército: la terrible invectiva titulada De Bonaparte y de los Borbones. Dejémosle luchar y envejecer de mala gana y contra todo su talante, siempre altanero y melancólico, asociando su prestigio de ex-rey de las letras al de una ex-reina de la hermosura, hasta que las olas del mar -que de niño le entristecieron el alma-, al azotar su tumba abierta en un escollo y señalada por una cruz, arrullen su eterno sueño.

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Antes de que apareciese en el horizonte Chateaubriand, romántico a pesar suyo, ya los excesos del Terror y la impresión trágica de las jornadas revolucionarias habían removido en las almas el sedimento religioso, y producido repentinas conversiones, como la del acerbo y mordaz crítico La Harpe, que se volvió a Dios con el alarde de un Saulo perseguidor, herido por el rayo de luz y arrepentido. Las persecuciones, como siempre sucede, aureolaban de poesía a la fe, exaltando los ánimos y predisponiéndolos al lirismo cristiano. La época era propicia a los apóstoles de la palabra, de la estrofa y del libro.

Merced a la libré expansión romántica, el sentimiento religioso renaciente se dividió ya desde un principio en dos razas: la objetiva o apologética, la individual o subjetiva. Las dos pueden fundarse en el Genio del Cristianismo, si bien la segunda encontró su expresión culminante en Lamartine.

A la cabeza de la primera dirección encontramos a dos grandes teóricos y publicistas: Bonald y De Maistre. Bonald15, en el sangriento16 año de 1793, iba a cumplir cuarenta, de suerte que pudo fijar en la Revolución desencadenada y triunfante la severa ojeada de la edad madura. Había servido en los mosqueteros; combatido y seguido las enseñas de Condé; fijándose después en Heildeberg, desde   —52→   donde lanzó, en 1796, a la publicidad y a la polémica su Teoría del poder político y religioso. El orden restablecido por Bonaparte le permitió regresar a Francia, y, transigiendo con el Imperio, no perdió la querencia a los Borbones. Dícese que esta adhesión de Bonald a la familia desposeída procedía de una sonrisa dulce, de unas palabras bondadosas que antaño, en los albores de su reinado, le había dirigido María Antonieta: que esto pueden conseguir con poco esfuerzo los reyes, y las reinas más aún. Espíritu austero y religioso sin hipocresía, los biógrafos de Bonald recuerdan que, entrando en una iglesia de Heildeberg acompañado de sus dos hijos, como leyese en el altar mayor la inscripción latina Solatori Deo, dijo gravemente: «Hijos, estas palabras son para los emigrados». Tantos dolores, tantas luchas, tantas heridas mortales, no podían, efectivamente, hallar consuelo eficaz más que en Dios.

De la Teoría del poder, confiscada por la policía del Directorio, había recibido un ejemplar el General Bonaparte: árbitro ya de los destinos de Francia, después del 18 de Brumario, borró de la lista de emigrados al autor. Bonald regresó a Francia y se dio a combatir en Los Debates y en el Mercurio las ideas revolucionarias. Las escaramuzas en la prensa fueron anuncios de su obra más importante, La legislación primitiva. En este libro, que más que a la historia literaria pertenece a la historia del pensamiento, Bonald combate la soberanía   —53→   del pueblo, funda la sociedad en el derecho divino, hace a Dios fuente de todo poder y acaba por decir: «La Revolución, que ha empezado declarando los derechos del hombre, sólo acabará cuando se declaren los de Dios». No nos importa juzgar aquí al teórico: en España hemos tenido, y tenemos, partidos políticos inspirados en el credo de Bonald, y que han realizado el aparente imposible de exagerar sus principios. En el orden filosófico, son patrimonio de Bonald la hipótesis atrevida de la revelación del lenguaje, la del origen de la sociedad en la organización de la familia, en el poder y la fuerza, en la paternidad y la dependencia opuestas a la igualdad y la fraternidad, todo ello iluminado por la mística luz de una síntesis triple: la causa, el medio, y el efecto; el padre, la madre y el hijo; Dios, el Verbo y el mundo: concepción cuya grandeza es imposible desconocer, y que sólo peca por sobra de lógica, y porque es una abstracción -lo más peligroso en política-.

Es el estilo de Bonald de dórica sencillez, escueto y sin galas, como si las desdeñase; carece de gracia, de aticismo, de esa especie de unción que atrae y cautiva. Sus raciocinios son complicados; pero -dice un crítico que no le ha juzgado con excesiva blandura17- a veces la cadena de su argumentación se suelda a una fórmula que brilla como un anillo de oro, y sus sentencias se imponen como oráculos.   —54→   Sabía perfectamente Bonald que no había nacido para agradar; era de los que cultivan la impopularidad como otros la simpatía; profesaba el axioma de que la belleza, en todos los órdenes, reviste caracteres de severidad; y como un día se hablase delante de él de la acogida diferentísima que habían encontrado en el público La legislación primitiva y El Genio del Cristianismo, contestó tranquilamente: «Se comprende: yo les he servido la droga al natural, y él la ha presentado confitada». Diferencia de lo hablado a escrito e impreso: en letras de molde Bonald decía de El Genio del Cristianismo: «En tal libro la verdad aparece engalanada como una reina el día de su coronación».

Más arriba que Bonald, en el terreno de las letras, es preciso colocar al conde de Maistre18. De estos dos hombres, que no se vieron nunca, que se creían gemelos por la inteligencia y que, sin embargo, tanto se diferenciaban, el autor de Las Veladas de San Petersburgo es quien ostenta el colorido intenso, el ímpetu pasional, el vuelo de águila y la marca como de garra de león, aunque Bonald le vence en lógica y en concatenación de ideas. Interesante es el fenómeno de gemelismo intelectual, más frecuente de lo que se cree, que dictaba a de Maistre estas palabras dirigidas a Bonald: «¿Cabe que la naturaleza se haya complacido en formar   —55→   dos cuerdas tan unísonas como su pensamiento de usted y el mío?». Y Bonald contestaba: «Nada he pensado que usted no haya escrito, nada he escrito que usted no haya pensado». Y era que en ambos actuaban las mismas causas históricas.

El conde José de Maistre era piamontés, natural de Chambery, pero de familia oriunda de Francia. La Revolución le deslumbró y a la vez le horrorizó; donde otros vieron una convulsión política o una grotesca saturnal, él vio algo bíblico: la cólera de Dios castigando a una generación descreída y prevaricadora. Creyente en los destinos de Francia, a quien tenía por instrumento providencial, de Maistre consideró en los desastres del 93 el vuelo y el ardiente gladio del ángel exterminador, y tuvo la convicción de que asistía a un momento sólo comparable al diluvio o a la irrupción de los bárbaros. El espanto exaltó su fantasía, convirtiéndole en vidente, no siempre lúcido, pero atrevidísimo, desatado, brillante y sugestivo, como ahora se diría. Anunció el fracaso de la Revolución, cuando esta parecía triunfar; formuló antes que Darwin la teoría de la lucha por la existencia, profetizó la restauración de la Monarquía, el descrédito del filosofismo, la sumisión de la Iglesia galicana a Roma, la infalibilidad pontificia, la victoria de la autoridad y de la fe alzándose sobre las ruinas de la sociedad Su apoteosis de la guerra, su hipótesis del exterminio del género humano, su rehabilitación del verdugo, su teoría de la   —56→   reversibilidad de las penas y de la expiación por la efusión de la sangre inocente, su conversión de las razas salvajes y primitivas en razas decaídas y su severidad con la mujer, a quien condena a eterna sujeción, son ideas derivadas, no siempre lógicamente, del dogma de la caída y la redención, y se pueden considerar la nota sobreaguda del providencialismo pesimista; concepción, más bien que de pensador, de poeta fogoso.

Por el brío y la originalidad y extrañeza de sus ideas teocráticas, y la belleza de la forma con que las vistió, de Maistre influyó mucha más que Bonald. Sería interesante un estudio referente a su acción en España, y un paralelo entre él y el gran Donoso Cortés, en quien tuvo otra alma gemela. ¿Y cómo no ensalzar en de Maistre la belleza del estilo, ya caldeado por la elocuencia, ya sombríamente realista, ya sonoro y grave como tañido de campana, ya cortado y aforístico como los versículos del libro de los Jueces o de los Macabeos? ¡Quién sabrá lapidar la frase mejor que el hombre que contestó, cuando le decían que Napoleón se proclamaba enviado del cielo: «Sí, como el rayo»!

Hoy va cayendo de Maistre en injusto olvido, caso fácil de prever, y que él también profetizó, cuando más ruido producían sus escritos y más se difundía su pensamiento. No debemos omitir que este apologista, a veces sospechoso a la Iglesia por su mismo ardor, era tan sincero como Bonald, y si no fue lo que se llama un santo, ni tuvo del cristiano la humildad   —57→   y la caridad, fue ajeno a la inconsecuencia, al egoísmo, a la vanidad y al interés. Su vida, consagrada al servicio de un monarca desposeído y combatido por las revoluciones, es un prolongado sacrificio. Al saber que están confiscados sus bienes, sólo se le ocurre decir: «No por eso he de perder el sueño». La emigración le trae la estrechez y la penuria; vive vendiendo secretamente la plata que le queda, y aspirando, sin embargo, a representar con decoro en la corte de San Petersburgo a su menesteroso rey; lo precario de su situación le obliga a separarse de su familia, y la falta de un gabán de pieles, indispensable en aquel duro clima, a pasar el invierno sin salir de casa más que cuando tiene que cumplir, a cuerpo gentil, sus deberes diplomáticos. La ausencia de los seres queridos no le es tan indiferente como la confiscación; al contrario: los afectos naturales de padre y de esposo brotan expresivos de la misma pluma que grabó con fuego la teoría de la expiación y la apoteosis de la sangre. Una niña nacida después de la separación, y ya de edad de doce años, la hija a quien no conoce, cuyo rostro se imagina mil veces, es su mayor anhelo, precisamente por eso, porque no ha visto su amado semblante. No puede resignarse. «No -escribe-, nunca me acostumbraré. Cada vez que me recojo a casa la encuentro más sola. El temor de dejar el mundo sin haberte conocido, hija mía, es horrible para mi imaginación. No te conozco, pero como si te conociese te quiero. Hasta se me   —58→   figura que de este duro destino que me ha separado siempre de ti, nace un secreto encanto: el de la ternura multiplicada por la compasión». Nótese en el párrafo que cito el romanticismo del sentimiento, tan diferente del romanticismo altanero y amargo de Chateaubriand. Cuando a de Maistre se le marcha voluntariamente un hijo al campo de batalla, el padre, el apologista de la guerra, exclama con tierna sencillez lo que una madre podría exclamar; «¡Ah! ¡Nadie diga que sabe lo que es la guerra si no tiene en ella un hijo!».

Al parecer, murió de Maistre desalentado, amargada la boca por la hiel que también hubo de tragar Bonald: los monarcas de derecho divino aceptando constituciones, cartas, imposiciones del espíritu moderno; la Restauración sancionando, en parte, la obra de la Revolución. «Europa está moribunda y yo también. Me da vueltas la cabeza; este año me he alimentado de ajenjo19», escribía José de Maistre poco antes de quedarse paralítico. Su tintero se secó; las Veladas de San Petersburgo no se concluyeron, no por falta de tiempo quizás, sino porque a su vez la voluntad se había paralizado. Y sin embargo, el escritor tan sagaz para antever los sucesos futuros no acertó a predecir que aquella casa real de Saboya, a la cual consagró su vida -y eso sería poco-, hacia la cual sintió esa lealtad monárquica que inspira tan pasmosos rasgos de abnegación a los personajes de nuestro teatro antiguo, llegaría a despojar de su soberanía temporal al Papa,   —59→   cuya autoridad infalible sostuvo con tanta elocuencia el mismo conde de Maistre. Si el teórico de la Monarquía y del Papado levantase cabeza, ¿cómo haría para ser juntamente vasallo fiel del rey de Cerdeña y buen hijo del Sumo Pontífice? Quizás insistiría en lo que ya una vez declaró: que estando todos los actos de los monarcas sujetos a la razón de Estado, fiarse en una corte es como acostarse para dormir en paz sobre las alas de un molino de viento.

El renacimiento religioso provocado por los acontecimientos políticos y sociales y por la reacción contra la generación enciclopedista; el culto de la naturaleza revelado por Rousseau y Bernardino de Saint-Pierre, no fueron las únicas corrientes que afluyeron al romanticismo. Ha llegado el momento de tomar en cuenta otras influencias distintas de las nacionales, pues nunca, y menos en este siglo, dejaron los pueblos de pasarse unos a otros la antorcha encendida; y es hora de recordar que dos años antes de que apareciese el Genio del Cristianismo, madama de Staël publicaba su obra De la literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales, formulando las leyes de raza y nacionalidad en las letras, pensamiento genial, completado años después por otra obra digna de eterna memoria, el libro sobre Alemania. Hoy el contraste entre las dos literaturas y las dos razas, la latina sensual, pagana, plástica, luminosa, pero limitada y sin vistas a lo infinito; la germánica, vaga y confusa,   —60→   saturada de melancolía, envuelta en brumas, más profunda y más pensadora, es una trillada vulgaridad -notemos de paso que la palabra vulgaridad la inventó madama de Staël-; pero cuando la gran literata comparó por primera vez las literaturas del Mediodía y las del Norte, hacía un descubrimiento.

No quiere decir que un país como Francia desconociese por completo el tesoro del Norte. Voltaire, por ejemplo, trató de imitar a Shakespeare a su modo, y a no sobrevenir la Revolución, quizás desde mediados del siglo XVIII los anglófilos hubiesen precipitado la explosión del romanticismo. Novelas inglesas como la sentimental Pamela disputaron a la Nueva Eloísa el interés y las lágrimas de los sensibles lectores franceses; el estreno de Hamleto en París fue un triunfo, y tanto gusto le tomó el público a Shakespeare, que el mismo Voltaire, desde la antesala del sepulcro, se alarmó viendo en peligro sus convicciones literarias y arremetió contra el inglés tratándole de bárbaro, borracho y grosero, lo cual no impidió que cundiesen las traducciones de novelistas y filósofos británicos. En realidad, esta comunicación con Inglaterra no era una influencia todavía: el nuevo continente estaba señalado, no descubierto; los autores franceses leían a los ingleses sin inspirarse en ellos; y el oro del Rin, el genio alemán, ni lo sospechaban.

Antes de llegar a madama de Staël, importadora y definidora de la palabra romanticismo, recordemos una influencia del Norte que actuó   —61→   poderosamente sobre los románticos prematuros: los poemas de Osián.

Cierto maestro de escuela escocés, Macpherson, a quien hoy contaríamos entre los folkloristas por su afición a recoger en las aldeas canciones y viejas baladas, dio a la imprenta en 1762 una colección de cantos épicos, atribuidos a un bardo del país de Gales, Osián, hijo del héroe Fingal. El tal bardo Osián había vivido en el siglo III antes de Jesucristo, y Macpherson traducía su ruda lengua gaélica primitiva al inglés moderno, pues de otro modo, sólo los eruditos podrían gustar las bellezas de aquella poesía sublime. Fue saludada la aparición del hijo de Fingal con transportes de entusiasmo, no sólo en Escocia, halagada en su tenaz patriotismo, sino en Alemania, donde el famoso Herder, atento a las misteriosas stimme der Volker (voces de los pueblos), se extasió creyendo escuchar en la del viejo bardo de Caledonia la de la raza céltica. No entró menos triunfalmente en Francia Osián. Denis lo celebró porque representaba al Norte, región antes olvidada y obscura como los campos Cimmerios. «Grandes son Homero y Virgilio -exclamaba Denis-, pero también Escocia tiene su Eliseo, sus bardos, sus guerreros, sus campos de brezo, sus colinas de plata y luz. ¡Osián! Nunca marchitarán los años esos laureles del Norte agrupados en torno de tu sien...». El clamor general fue que Homero quedaba eclipsado, y que no servía Aquiles para descalzar a Fingal, el de los rubios cabellos. ¿Y quién se atrevería   —62→   a discutir esta opinión profesada a la vez por el Júpiter de la guerra y el del arte, por Napoleón y por Goëthe? Mientras Goëthe decía sin ambages: «Osián ha suplantado a Homero en mi corazón», el vencedor de Europa, a su vuelta de Egipto, murmuraba enojado, al oír un canto de Homero: «Basta de palabrerías», y rompía a declamar entusiasmado los poemas de Osián.

Osián traspasó los límites de la influencia literaria; fue una moda y un contagio. En los relojes de sobremesa, en los jarrones de Sèvres de la secatona época imperial, todos recordamos haber visto a Óscar y a Malvina, a Osián apoyado en su arpa, a Fingal moribundo. La fantasía se llenó de rayos de luna y espectros de niebla, de héroes muertos y de cráneos humanos en que se bebía hidromiel; de cascadas espumosas y mugidores torrentes, y estos atributos destronaron a los cipreses, sauces y mausoleos impuestos por el poeta inglés Eduardo Young y sus lúgubres Noches. Los poemas de Osián son el romanticismo que le podía caber en el alma a Bonaparte: aquella lista de hazañas y aquel culto del heroísmo le cuadraban tan bien como las óperas de Wagner a la fundación del imperio alemán.

Hoy cualquiera trata de miopes a los que tragaron como pan bendito la superchería de Macpherson, que era realmente el único autor y forjador de los poemas a Osián atribuidos. Cuando todo el mundo es miope, es como si no lo fuese nadie. Excepto algunos eruditos ingleses que sospecharon el fraude desde el principio,   —63→   Osián engañó a la gente de más fuste de Francia, Italia y Alemania. Leyendo yo en un libro acerca de la engañifa osiánica que el falsario Macpherson no tenía talento, pensé ¿qué haría si llega a tenerlo? Más que engañifa se puede llamar a los poemas de Osián restauración artificiosa, pues están inspirados en viejos cantos auténticos y rudos del país de Gales. Por otra parte contienen grandes bellezas; el forjador poseía alientos de poeta, y a no haberse conocido la mácula, los cantos de Osián se contarían hoy entre las obras maestras del arte. No es justo despreciarlos porque los compusiese, en lugar de Osián, hijo de Fingal, un maestro de escuela del siglo XVIII, y Macpherson podría recordar en su abono aquella conocida fábula de Iriarte, que termina así:


    «Pues mire usted: Esopo no la ha escrito;
salió de mi cabeza. -¿Conque es tuya?
-Sí, señor erudito:
ya que antes tan feliz le parecía,
critíquemela ahora porque es mía».



Nadie puede negar a los poemas osiánicos la cualidad de haber satisfecho plenamente las exigencias de una época en que el espíritu, cansado de cuentecillos picarescos, hastiado de las flores de trapo del ingenio, reclamaba a voces un baño de tristeza ensoñadora; no quería sol, y suspiraba por las nieblas y las brumas septentrionales. Eterna gloria de la Staël es haber servido en tan decisivos momentos como de brújula, señalando fijamente hacia el Norte.

  —64→  

La baronesa de Staël20 es el único escritor francés que a principios del siglo puede hombrearse -empleo el verbo a propósito- con Chateaubriand. Así como este representa la contrarrevolución21, el renacimiento del cristianismo estético y el blanco pabellón de las lises, la hija de Necker simboliza la causa de la libertad política, el optimismo y el análisis. Expliquemos bien en qué sentido era revolucionaria aquella mujer. A nadie le parecieron más odiosas que a madama de Staël las sangrientas orgías del Terror; y cuando vio a María Antonieta calumniada y arrastrada por el fango, elevó la voz para defenderla, con ardimiento generoso. Pero los horrores de la Revolución, que la consternaron, no hicieron vacilar su esperanza firme; calculó que nada violento es durable y que después del cataclismo tenía que venir una época fecunda. Si la libertad salía viva de entre un diluvio de sangre y cieno, es que había en ella virtud divina.

En pocas palabras se cuenta la vida privada de madama de Staël. La historia de su corazón es sencilla: profesó un culto ardiente a su padre, el famoso Necker; fue casada dos veces, la primera con un diplomático, el barón de Staël Holstein, calavera y derrochador, de quien tuvo que separarse; la segunda con un joven enfermo, llamado Rocca, a quien compadecía y cuidó asiduamente; fue madre apasionada, y   —65→   penas y afanes maternales quizás contribuyeron a abreviar su vida. Son tan conocidos estos datos como el episodio amoroso con Benjamín Constant, autor de la indiscreta novela Adolfo; pero la vida privada es el elemento secundario en la biografía de la Staël. Los datos significativos y que a la posteridad importan, son del dominio público; la historia intelectual y política de una mujer que permaneció de pie mientras los demás se postraban, y resistió mientras los demás caían en el desaliento. Hay que decirlo muy alto -escribe Pablo Albert-; madama de Staël demostró más valor que casi todos los hombres de su época. Para aquilatar el alcance de este elogio, es preciso recordar cuál fue la suerte de las letras bajo el Imperio; observación que hará comprender mejor que el romanticismo no se desarrollase plenamente hasta la época de la Restauración, siendo los reyes de derecho divino más amplios22 y tolerantes que el César.

Napoleón atribuía suma importancia a la literatura. Fue escritor de singular energía, orador militar de fascinador laconismo, y, según el dicho de Bourget, el primer psicólogo entre los modernos; y, al proponerse reinar y fundar dinastía, aspiró a que se recordase su tiempo como era gloriosa, no sólo en los campos de batalla, sino también en la esfera intelectual. Nadie ignora sus esfuerzos para que floreciese el teatro, su decidida prolección a Talma, y su tenacidad en atraerse a tos escritores, empezando por el águila, Chateaubriand,   —66→   y siguiendo por aves de más bajo vuelo, Bernardino de Saint-Pierre, Baour Lormian, Arnault y el hábil Fontanes. A muchos les pensionó, a otros les coronó de laurel, a todos les halagó, mostrándose con ellos expansivo y campechano. Deseaba que, según se dice «el siglo de Pericles» o «el siglo de Augusto», se dijese «el siglo de Napoleón».

Por desgracia, la restauración literaria que Napoleón procuraba fomentar era hermana de la restauración religiosa tal cual él la entendía, y de las demás restauraciones que en todos los órdenes de la vida iban produciéndose: meros resortes de la política imperial. En manos del hombre que declaraba serle indiferente Mahoma y Cristo, conviniéndole más Mahoma porque al fin predicó con el alfanje, la religión se convirtió en un bando de buen gobierno, y la literatura en elegante pórtico para el templo de la Victoria. Deseando protegerla, entendía que se sometiese sin chistar. Los alardes de emancipación de las letras y del pensamiento, estaba pronto a castigarlos con el látigo. Iba a su fin aquel hombre, a quien no puede regatearse el dictado de grande, pero cuya grandeza, basada en desenfrenadísima ambición, estaba toda erizada de pequeñeces, como el puerco espín de púas.

Desde que da el previsto salto de Cónsul a César, suprime los periódicos y quiere tener a las letras en un puño. «Toda libertad sucumbe -dice Chateaubriand-, y la moral consiste en escribir lo que agrada al soberano». La crítica   —67→   recibe inspiraciones del Emperador: si sale un libro nuevo, pasan por sus manos los juicios. De orden imperial se expide a los autores patente de inmoralidad, de mal gusto y hasta de locura. Si cae un pez gordo -verbigracia, la Corina de madama de Staël-, el mismo César coge la pluma y con sus manos vencedoras redacta lo que hoy llamaríamos el varapalo.

En medio de la sumisión universal, había en París un núcleo de gentes que tenía la audacia de pensar y decir lo que les parecía: eran los amigos de madama de Staël, la cual, siguiendo una costumbre ya tradicional en su familia, gustaba de rodearse de escritores y filósofos, y recibía en su salón a la flor y nata de la aristocracia intelectual. Molestábale a Napoleón el grupo independiente, y llamaba con afectado desprecio a los tertulianos de la Staël «los ideólogos, los metafísicos, buenos para echados al agua, bichos que se pegan a la ropa». Este desdén sañudo contrastaba con la indulgencia otorgada al grupo literario de Chateaubriand. Pablo Albert, que ha estudiado esta época con acierto, hace notar el contraste. Publica Chateaubriand el Genio del Cristianismo, y le nombran secretario de Embajada; publica la Staël su obra De la literatura, y la destierran, iniciando así la persecución no interrumpida con que engrandeció a la escritora el árbitro del mundo. Y es que los reaccionarios no eran peligrosos para Napoleón: obra de reacción (hasta un límite prefijado por el César), tenía   —68→   que hacerse, y mejor si la impulsaban las letras. Lo que podía dar cuidado, era la gente intelectual que conservaba parte del espíritu revolucionario. «Repugnábanle a Napoleón -dice Villemain- las doctrinas de progreso social, que habían iniciado la Revolución y podían continuarla. La literatura nueva le parecía una especie de insurrección».

Desigual era la lucha entre el César y una mujer sin más armas que su pluma, que jamás se ejercitó en la sátira y el denigramiento. No cabía en la Staël la prevención de ocultar bajo la ropa el puñal de una invectiva feroz como la que Chateaubriand tituló De Bonaparte y de dos Borbones. Sería, pues, inverosímil, si no fuese tan cierto, que Napoleón temía a la Staël. Temía, sí, a su mágica palabra, a sus escritos revestidos de la toga viril, a su tertulia, último refugio del alado ingenio.

Ciertamente era Napoleón un hombre rodeado de terribles enemigos, y su caída demostró cuánto se le odiaba en Europa. ¿Qué podía importarle uno más, unas faldas? Pues se diría que ninguno le importó tanto. Contrasta con la moderación y dignidad del tono de la Staël el encarnizamiento de su perseguidor, que aun desde el peñón de Santa Elena, cuando debía rumiar desengaños, se entretiene en hacer que el poco verídico Memorial calumnie a la Staël del modo más soez, con chascarrillos de cuerpo de guardia. La guerra de agudezas y chirigotas que Napoleón recelaba, la hacía él por adelantado. No se recuerda ninguna frase   —69→   de la Staël que se pueda comparar a esta de Napoleón: «Conocíamos a la urraca ladrona, y ahora aparece la urraca sediciosa». Bien puede afirmarse que hubo pocas persecuciones más tenaces que la que madama de Staël sufrió. Empezó por los palos críticos de orden o puño imperial; siguió por la orden de destierro, en 1803, tan apremiante, que negaron a la desterrada tiempo para consultar a su hija con un médico antes de partir; arreció haciendo extensivos los mismos rigores a los amigos y amigas de la Staël, incluso a madama Recamier; los periódicos recibieron orden de no dar cabida a ningún artículo suyo, y al imprimarse en París el después famosísimo libro De Alemania, siendo ofrecido un ejemplar a Napoleón con una epístola respetuosa en solicitud del alzamiento de destierro, la respuesta fue una carta insultante del duque de Rovigo y la orden de volverse a Suiza o embarcarse para América. Abrumó a la Staël este último golpe, y le arrancó una queja: «Tal nube de dolor me rodea, que ni sé lo que escribo». A veces; sin embargo, el dueño del mundo intentaba congraciarse con la Staël. En cierta ocasión la propuso alzar su destierro si celebraba el nacimiento del rey de Roma: «Todo lo que por él puedo hacer -respondió la Staël- es desearle una buena ama de cría».

Es fuerza reconocer en este duelo a muerte entre el rey de reyes y la gran literata algo más que el enojo que causan los alfilerazos del ingenio y los fuegos artificiales de una conversación   —70→   chispeante y arrebatadora. Lo que Napoleón no podía sufrir en la Staël era el pensador independiente, el observador sagaz que le caló a fondo desde el primer instante, y declaró -entre elogios a las superiores facultades del gran capitán-: «Este hombre no considera a los demás como semejantes, sino como hechos o cosas. Para él no hay sino él; las demás criaturas son cifras. Es un hábil jugador de ajedrez; la humanidad su adversario, y se propone dar jaquemate». Cierto día, quizá acordándose de la Staël, dijo Napoleón a uno de sus adictos, el consejero literario de Chateaubriand, Fontanes. «¿Sabe usted lo que más me admira en el mundo? La impotencia de la fuerza para organizar. Hay dos poderes, el sable y la inteligencia, y la segunda acaba siempre por derrotar al primero».

El mejor amigo de la Staël no hiciera más por su gloria de lo que hizo Napoleón al perseguirla de muerte. Los diez años de destierro fueron, sin duda, amarguísimos para aquella naturaleza más expansiva que soñadora, que no podía vivir sin trato y sociedad, que ante el lago Leman echaba de menos el arroyito de su calle en París, y que, sin duda, entre los afectos humanos, prefería a todos la amistad fundada en el intelectualismo, y componía sus libros hablando, al fuego creador de la conversación animada y libre. La nostalgia de la sociedad y de la patria debió de precipitar su muerte, ocurrida a una edad en que las facultades del juicio, en ella dominantes, están en su plenitud;   —71→   pero el destierro maduró el talento y ensanchó el horizonte a la Staël: lo prueba la diferencia entre sus dos libros capitales, De la literatura y De Alemania. El segundo, el libro del destierro, es la obra maestra. En el primero todavía predomina la influencia del siglo XVIII y las reminiscencias del salón de Necker; en el segundo hay ambiente universal, y lo hay por primera vez en Francia. Es el evangelio de la estética nueva; de ese libro han de derivarse las ideas críticas y el gusto del siglo entero, no sólo en la revolución romántica, sino en las fases sucesivas del movimiento literario; por ese libro es justo el encomio que dedica Menéndez y Pelayo a madama de Staël, de la cual dice: «Esta mujer, después de haber sido por muchos años la gran sacerdotisa del ideal, todavía influye en nosotros, si no por sus libros, apenas leídos ya, por el jugo y la medula que estos libros contenían, y que se ha incorporado de tal modo con la cultura moderna, que muchos que no han leído página alguna de esas obras están penetrados y saturados de su espíritu, y en rigor podrían adivinarlas. Todo el mundo es plagiario de madama de Staël sin saberlo. El espiritualismo y el liberalismo de este siglo han estado viviendo a los pechos de esta madre Cibeles».

Es, en efecto, madama de Staël un inmenso filón, que el siglo XIX ha ido acuñando en moneda que circula por todas partes. Corren esas monedas sin llevar estampada la efigie de madama de Staël; pero el metal, de ella procede.   —72→   La crítica moderna, la comprensiva y sugestiva, la que enseña a admirar, a disfrutar y a sentir, nace de la Staël. El libro De Alemania sólo podía escribirlo, después de peregrinar por toda Europa, una persona tan saturada de simpatía y de curiosidad intelectual que, sin ser poeta ni artista, vibraba como las cuerdas de las arpas eolias al soplo de las corrientes poéticas. Los descubrimientos y las invenciones de madama de Staël en materia crítica no se aprecian ya, a fuerza de estar desestancadas, de beneficiarlas todos. Sucédele a la Alemania lo que al Genio del Cristianismo: la obra que cumplieron parece que se hizo sola.

Pertenecen a madama de Staël las siguientes ideas hoy generales: el carácter propio de las literaturas, la rehabilitación histórica de la Edad Media (período que, sin embargo, la Staël no sentía), el valor de Shakespeare y de los humoristas ingleses, la influencia de las instituciones y las costumbres en la literatura, la distinción entre el espíritu de la sociedad antigua y el de la moderna, la superioridad de las instituciones políticas inglesas, el valor psicológico del misticismo, la influencia del espíritu caballeresco sobre el amor y el honor, la instabilidad y universalidad de la poesía, y -por no alargar más el catálogo- la distinción entre la poesía clásica y la romántica, palabra que por primera vez escribió la Staël en lengua francesa, y el muy discutible sistema de la perfectibilidad.

De Alemania se sabía en Francia poco o   —73→   nada cuando la Staël hizo de Colón de aquel mundo desconocido, que, a diferencia de Colón, descubrió sabiendo que lo descubría. A lo sumo conocían algunos curiosos el Werther. El botín recogido por la Staël deslumbró, y no era para menos. Aquellos nombres ignorados que estampaba la Staël, aquellos escritores y pensadores eran Lessing y Schiller, Goëthe y Herder, Guillermo y Federico Schlegel; eran Kant, entre los hielos de Koenisberg, «contemplando con recogimiento su propia alma», Fichte aspirando a crear, con la actividad de la suya, el universo entero, Schelling queriendo elevar la materia a la dignidad del espíritu, Jacobi fundando la ética en la religión; eran los que desde la fecha de su descubrimiento no han cesado de actuar sobre Europa. Tal fue la obra del libro de Alemania, en que hay que reconocer el sabroso fruto de una madurez enriquecida, no sólo con los dones de la experiencia y la reflexión, sino con esa paz y serenidad que adquieren los caracteres nobles, aunque les falte el sello de la adversidad, con sólo el paso de los años y la calma de las pasiones. El tiempo, que amarga, enfría o petrifica otras almas, aclaró y depuró la de madama de Staël, convirtiéndola gradualmente del racionalismo al cristianismo, de la filosofía del siglo XVIII a las creencias espiritualistas; y mientras Chateaubriand se encastillaba en su egoísmo altanero, la Staël, moralmente más grande que su ilustre émulo, daba el ejemplo edificante y nunca bastantemente alabado de la caridad intelectual.

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También de la Staël se había apoderado, a última hora, la tendencia espiritualista, idealista y neocristiana, luz del albor del siglo XIX, que hoy vuelve a alumbrar turbia y mortecina los últimos arreboles de su ocaso. Infinitamente más sincera que la que hoy presenciamos fue la crisis de religiosidad de principios del siglo: la causaban circunstancias y fuerzas de otra magnitud. El gran sacudimiento social a que habían cooperado con su mofa y su crítica gruesa los enciclopedistas, tuvo por desenlace el despotismo militar, y dos períodos tan violentamente activos y a la vez tan represivos como el Terror y el Imperio dejaron a las generaciones abrumadas y exhaustas la herencia de la melancolía. La tierra no estaba causada de dar flores, según la frase del poeta, sino de beber sangre y de ser herida por los cascos de los corceles de batalla. Victorias y reveses, páginas gloriosas y páginas de duelo, incendios y entradas triunfales, quintas y levas enormes y carnicerías tremendas, la férrea disciplina y el continuo redoble del tambor, eran grave pesadumbre que comprimía la expansión del alma. Al verse libre de la tiranía de la acción, respiró, recobró sus derechos, sintió el aura emancipadora, y al mismo tiempo la pereza contemplativa, la necesidad de sentarse al pie de un árbol, a contemplar cómo corre el agua y se disipan las nubes del cielo. La Restauración, con la inteligente tolerancia artística de Luis XVIII, favoreció la plenitud del pensamiento y del sentimiento, de la imaginación   —75→   y de la razón, y, sobre todo, del individualismo. El romanticismo se anunciaba cristiano y monárquico, y ofrecía, como prenda de su inspiración religiosa, las Meditaciones de Lamartine.



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