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ArribaAbajo- III -

La novela.- Próspero Mérimée.- Doble corriente épica: el historiador, el novelista, el cuentista.- El realismo local.- La novela regional en Mérimée


Algo impropiamente clasificado como discípulo de Beyle, Mérimée tiene de común con el autor de Rojo y Negro la sustitución realista del color local, idealizado por el romanticismo, y el estudio sincero de los medios como factores psicológicos. Aparte de este terreno común, se diferencian con diferencia fundamental: Mérimée es sobre todo artista.

Próspero Mérimée nació en París, cuando el siglo XIX contaba tres años de fecha. Su padre y su madre eran pintores; además, en la línea materna se encuentran antecedentes literarios. El agua del bautismo no humedeció la frente de Mérimée, y uno de sus biógrafos observa con razón que cuando el autor de Colomba decía «nosotros los paganos», la expresión nada tenía de metafórica.

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Quizás el no haberse cristianado sea lo más singular de la vida de Mérimée, pues con él empieza la generación de escritores sin biografía novelesca. También la poesía biográfica del romanticismo debía desaparecer al iniciarse el período de transición; como que esa poesía fue resultado de la exaltación individualista. Desde que Gautier proclamó el dogma de la impasibilidad, anatematizando el lirismo, los autores dejaron de confesarse con el público. Impúsose, al contrario, el aislamiento; se huyó del vulgo y se le ocultaron los sagrados misterios de la creación artística; se desdeñó su amor y su piedad; acaso se prefirió su indiferencia a su turbulento aplauso.

Aunque sin lances románticos, no por eso deja la vida de Mérimée de ser una de las más llenas que puede soñar el hombre para el desarrollo de facultades superiores. La resumiré antes de tratar de la obra literaria.

Mérimée fue un niño mimado en su casa y un mediano alumno mientras estuvo en el colegio de Enrique IV; en cambio, cuando se matriculó en la Facultad de Derecho, se dio al estudio con ardor, aprendiendo idiomas, impregnándose de lo que antaño se llamaban humanidades, y familiarizándose con la lengua y literatura españolas. Al mismo tiempo principió a frecuentar los salones del gran mundo y de las eminencias de las letras y las artes, muy brillantes bajo la Restauración, y adquirió esa erudición enciclopédica, esa tintura de todos los conocimientos que Balzac considera indispensable   —59→   al novelista, trabando amistad con celebridades consagradas o nacientes -Chateaubriand, la Recamier, Delfina Gay, Thiers, Sainte-Beuve, Cousin, Remusat, Viollet le Duc, Courier, Stendhal-. En 1825 publica su primera obra, el Teatro de Clara Gazul; dos años después, La Guzla. Después un drama y una novela histórica, La Jaquería y la Crónica del tiempo de Carlos IX.

En 1829 ven la luz sus primeros cuentos, y entre ellos Tamango y Mateo Falcone. El público no le regateó su aprobación; la sociedad le acogió con los brazos abiertos. No era un literato de oficio, cual otros corifeos del romanticismo con quienes se reunía, sino un elegante aficionado, que aparentaba tomar las letras por distracción y solaz, formulando esa protesta irónica contra la pedantería profesional que entre nosotros ha solido formular D. Juan Valera, personalidad que tiene con la de Mérimée ciertos puntos de contacto. Sus viajes a Inglaterra y sus tradiciones familiares alistaron a Mérimée entre los anglómanos; pero España, bajo el romanticismo, atraía tanto o más que la Gran Bretaña, y Mérimée nos visitó por primera vez en 1830, conociendo en Madrid a la familia de Montijo, con la cual le unió relación de amistad inalterable, sin que por entonces cupiese ni sospechar que las damas españolas, con el tiempo, darían a Francia emperatrices.

De regreso a la patria, Mérimée desempeñó un lucido puesto administrativo y continuó su vida mundana, disipada y aun calaveresca. Las   —60→   cenas alegres y las fáciles aventuras le robaban el tiempo que había de dedicar al arte. Una solución de continuidad se abre entre la primer etapa literaria de Mérimée y la época en que vuelve a coger la pluma. Fue para él saludable en este sentido el cambio de empleo, que arrancándole a la holganza oficinesca y a la frivolidad cortesana, le obligó a recorrer, a título de inspector de los monumentos históricos, la tierra francesa de punta a cabo. El culto y el amor a las piedras viejas constituyeron, no lo olvidemos, una de las fuentes más puras del romanticismo. Un viaje a Córcega, hacia 1840, inspiró a Mérimée la primorosa y célebre novela Colomba. Poco después publicó Carmen, a tiempo que acababa de abrirle sus puertas la Academia. Carmen inicia otro interregno en la vida del escritor, el cual, por veinte años, abandonó el cuento y la novela, que le han valido la admiración de la posteridad.

De 1835 a 1850, Mérimée corrió mucho mundo, no sólo por inspeccionar, salvar y restaurar monumentos, sino porque, como Stendhal, y como todos los que poseen delicado sentido observador y paladean los sabores finos y raros de la vida, era aficionadísimo a viajar; y aunque prendado de las comodidades de su casa, de su sillón y de sus gatos, no quería irse del mundo sin curiosearlo un poco. Paseó despacio por España, Inglaterra, Italia, Alemania, el Asia Menor, Grecia. Por comparación acrecentó el tesoro de sus conocimientos arqueológicos, y apreció mejor los monumentos franceses:   —61→   con razón pudo decirse que, a no ser por Nuestra Señora de París de Hugo y los viajes de Mérimée, los gloriosos testimonios del pasado desaparecerían y el suelo se cubriría de edificios análogos al templo de la Magdalena.

Pero estas correrías orientan involuntariamente hacia el pasado, despiertan la afición a la historia, y los trabajos de Mérimée, en aquella época, cuando no artículos de arqueología, ensayos históricos fueron. En vez de novelas escribió la Conjuración de Catilina, preparó materiales para una Vida de César, asunto que era su obsesión, y adelantó la de Don Pedro el Cruel, basada en la crónica de Ayala. Aspiraba a producir un libro definitivo, lo cual prueba que no creía haberlo escrito, a pesar de Colomba.

Apareció la Vida de Don Pedro el Cruel, tan premeditada, y para la cual Mérimée había revuelto los archivos españoles en 1848, en plena revolución, entre las jornadas de Febrero y las de Junio, momento en que los libros tenían sin cuidado a la gente. La revolución que derribó a la Monarquía del justo medio fue antipática a Mérimée: caía un régimen bajo el cual había sido siempre halagado, un soberano que le distinguía.

Consideración es esta que, aun involuntariamente, pesa no poco en los juicios de un escritor acerca de historia contemporánea. Aunque indiferente a la política, Mérimée -dice su mejor biógrafo- creyó asistir a la descomposición de una sociedad. Por segunda vez, al término   —62→   de su vida, había de experimentar, con mayor motivo, esta tétrica impresión.

En 1850 se representó una piececilla suya, que no agradó ni duró en el cartel. -¿Me silban? -exclamó al entrar en el teatro-. Voy a ayudarles-. Por aquel entonces acometió una empresa semejante a otras de Balzac, Zola y Dumas padre -rehabilitar a un acusado, volver por la honra de un hombre a quien creía inocente-. El protegido de Mérimée era Libri, adicto al pasado Gobierno, y acusado de sustraer libros preciosos en las colecciones del Estado. De estos bibliórrapos hay cosecha en todas partes. De alguno sabemos en España, que si le nombrásemos, se haría cruces la gente. Mérimée abogó por Libri con empeño digno de mejor causa; pero no sólo no consiguió exculparle, sino que se vio condenado a 1.000 francos de multa y quince días de cárcel. Llovieron sobre él tribulaciones. Perdió a su madre; una mujer muy amada, con quien llevaba quince años de consorcio de espíritu a espíritu, se desvió de él, y en el nuevo poder cesarista, fruto de la revolución, no encontró al pronto simpatías. De súbito, teatralmente, su suerte cambió: el capricho de amor propio y sensualidad de Napoleón III se convertía en pasión; la joven y brillante amiguita de Mérimée, su alumna, su corresponsal, Eugenia de Montijo, Condesa de Teba, iba a sentarse en el solio.

Sin que abusase Mérimée de la excepcional situación que esta boda le creaba, sus últimos años, gracias a ella, corrieron entre satisfacciones   —63→   y honores. No solamente la senaduría vitalicia le puso al abrigo de la necesidad, sino que la imperial pareja le trató como al más íntimo amigo y le asoció a su vida de fausto y goces, contando siempre con él para las fiestas y distracciones incesantes de París, Compiegne, Fontainebleau y Saint Cloud, como para la villeggiatura de Biarritz. La Condesa de Montijo, su valedora apasionada y constante, quería más: empeñábase en buscarle esposa. No le era fácil a la anciana señora descubrir para Mérimée proporción tan ventajosa como la que había encontrado para su propia hija; y a pesar de discretas tentativas en los salones, solterón empedernido continuó el autor de La Guzla.

La impopularidad de Napoleón III refluyó en Mérimée. Los enemigos del régimen satirizaron al cortesano, y, hasta hubo quien dijo al bufón palaciego -sátira injusta, pues Merimée, hombre desinteresado, no fue un sabueso más de aquella curée del segundo Imperio que acabó tan trágicamente en el abismo de Sedán-. Mientras en Compiegne se representaban charadas y se remedaban galantemente las Cortes de amor de la Edad Media, Bismarck, en Berlín, consultaba con detenimiento el mapa de las fronteras para rectificarlo. Napoleón III, borrada ya la aureola de Crimea, abrumado por los errores de México y las anexiones imprudentes de Saboya y Niza; Napoleón III, a quien Mérimée, antes no muy prevenido en su favor, había acabado por comparar a aquel Julio César cuya historia en colaboración escribían, se   —64→   hundía cargado de responsabilidades, desmembrando la patria. La dinastía, alzada por la victoria, caía por la derrota; y si bien se considera, justicia fue muy ejemplar.

Luchaba entonces Mérimée, ya viejo, con la terca y cruel enfermedad que le llevó al sepulcro; tan ajeno a lo que se preparaba, que hablaba de la próxima guerra con dejos de buen humor. «No la habrá -decía- si a Bismarck no se le antoja». Las primeras derrotas le precipitaron de lo alto de sus ilusiones; y a pesar de su padecimiento, corrió a París a ponerse a las órdenes de la Emperatriz regente, a la cual se presentó despojado de su envoltura de cortesano, de ingenio de cámara, y tan abatido, tan pronto a llorar como un niño, que Eugenia de Montijo vio en aquel amigo semblante el desastre irremisible. Tal vez sobre Mérimée joven no hubiesen producido esta impresión los sucesos; los años y los sufrimientos de su cuerpo desgastado por los goces, por las múltiples emociones de una existencia colmada y sabrosa, pero no tranquila, le habían preparado, a él, escéptico e impasible por escuela, a esta explosión final de sensibilidad, como la que pudiese sufrir un ujier de las Tullerías. Por eso leemos en carta a una de sus desconocidas (las hubo hasta el último instante en la vida de Mérimée), fechada el 18 de Julio de 1870: «Es preciso encontrarse admirablemente de salud, tener nervios de un vigor especial, para que estos sucesos resbalen sin afectarnos. No necesito decirte lo que experimento».

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La Emperatriz, que, en cambio, estaba serena, a la altura de su cargo, aceptó tácitamente un servicio: Mérimée celebró una conferencia con Thiers para aplacarle y si era posible atraerle. A Thiers se le llamaba en las agonías dinásticas. Esta vez fue en vano: Thiers no había de sostener al Imperio, cuando justamente el propio Mérimée escribía a la desconocida esta frase: «Toda la sangre que corre y correrá, es en beneficio de la República». Al implorar a Thiers, Mérimée hallábase punto menos que espirante. Era un moribundo que rogaba por un muerto.

Después de que la Emperatriz, no pudiendo hacer frente a la efervescencia popular, huyó de la capital francesa, Mérimée se dejó llevar a Cannes, adonde llegó semivivo, y donde exhaló el último aliento el 23 de Septiembre del apocalíptico año de 1870, días después de la capitulación de Sedán.

Si reseñada esta vida, que bien podemos llamar, hasta donde cabe, dichosa; que es la de un refinado epicúreo intelectual a quien las circunstancias permitieron completa expansión de la personalidad, salvando sólo las restricciones sociales -estudiamos las obras de Mérimée, veremos cuán estrechamente relacionada estuvo en él la índole de la producción literaria con el dato biográfico-. Una opinión de tanto peso como la de Brunetière hace evolucionar a Mérimée desde el romanticismo al naturalismo. Inclinándome ante el gran crítico, diré que el naturalismo de Mérimée, si existió,   —66→   fue antítesis del de Zola; que en el camino de la transición, Mérimée conservó siempre su peculiar manera de ser; varió sin cambiar; y que su paganismo, su escepticismo, su sentido aristocrático, le acompañaron en cada etapa fielmente.

Habiendo comenzado a escribir cuando estaba en su plenitud el romanticismo, Mérimée, en medio del vértigo, jamás perdió su sangre fría, su facultad analítica, pero nunca supo desechar la especie de timidez invencible, que es el verdadero fondo de su carácter. Es esta timidez orgullosa la que le induce al misterio y a la reserva; a envolverse en la capa glacial, que si no garantiza el sosiego interior, oculta a los profanos lo que debajo late. Individualista, ególatra, retraído, Mérimée teme al público sin estimarle. Lo que distinguió a los románticos fue que, semejantes a las efigies del Sagrado Corazón, no sólo descubrieron el suyo ensangrentado y abrasado, sino que obstinadamente, con ambas manos, señalaron hacia él. A Mérimée le repugnaba entregarse al amor formidable y a la fiscalización ininteligente de la muchedumbre. Cuando se mezcló con la hueste romántica y bohemia, fue como una dama de alto copete a un baile público: con antifaz.

En efecto, de sus primeras obras, una aparece bajo el velo del pseudónimo; otra es verdadero pasticcio, del género de los poemas de Osián y nuestro canto guerrero de Altobiskar. El Teatro de Clara Gazul finge imitar el antiguo   —67→   teatro español: era el hispanismo uno de los temas predilectos de la inspiración romántica; Víctor Hugo, el «grande de España» literario, no había acotado el terreno; se lo disputaban Musset, Gautier, otros hispanizantes, el mismo Stendhal, que soñaba con España y no logró residir en ella, como deseaba, largo tiempo. ¿Acertó siquiera Mérimée a hispanizar bien en los dramas de la supuesta comedianta española? Dígalo el juicio de Sainte Beuve: «Cuando Mérimée publicó su Teatro de Clara Gazul, no había estado aún en España, y parece que después declaró que si la hubiese visto no lo publica. Sería lástima: perderíamos todos. Hay primeras inspiraciones que la observación no sustituye». No cabe insinuar con mayor finura que el Teatro de Clara Gazul será lo que se quiera, excepto español. Amigos entusiastas, y entre ellos Ampére, adjudicaron, con motivo de la superchería de Clara Gazul, el aplastante dictado de nuevo Shakespeare a Mérimée.

Más diestro en el arte singular de apropiarse el alma de un pueblo fue Mérimée en La Guzla. A pretexto de recoger las canciones populares de Iliria, y sin otra preparación que una lectura casi paradojal por lo insuficiente, escribió la serie de baladas que tituló La Guzla, y que engañó en el extranjero nada menos que a Goëthe y a Pouchkine. ¿Cómo va a parecernos singular el caso -aunque lo sea- a nosotros, que a la superchería de un estudiante debemos ese peregrino Canto de Altobiskar, por muchos eruditos modernos admirado y elevado a la altura   —68→   de rapsodia homérica que encarna el genio de la raza vasca?

De estas obras juveniles de Mérimée, dice con razón Brunetière que, románticas por el colorido, pertenecen, antes que a la escuela de Chateaubriand, a la de Stendhal y Fauriel. La observación y la curiosidad folklórica, en ellas, llevan de la mano a la fantasía. Gradualmente, en Mérimée veremos a la erudición sobreponerse y triunfar, auxiliada por la natural inclinación al clasicismo. Pero estamos aún en los años de inspiración, de vigor: Mérimée va a producir lo que ha de salvarle del olvido.

No es todavía La Jacquerie, ni la inevitable novela walterescotiana titulada Crónica del tiempo de Carlos IX. Interesante, concisa, bien escrita, con un sentido de la historia que nadie puede negar, no figura, sin embargo, esta novela en la misma línea que Cinq Mars, de Vigny, y, naturalmente, se derrumba ante Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo. La novela histórica, o solamente retrospectiva, ha de fundarse, quién lo niega, en el conocimiento más científico posible de las edades pasadas, pero ha de recibir vida de la fantasía poética y adivinadora. Esta ley no se desmiente ni en Quintín Durward, ni en Salambó, ni en La Novela de la momia, ni en Quo vadis, y es bueno recordarla, ahora que el fénix de la novela histórica y arqueológica parece renacer de sus cenizas.

La genialidad de Mérimée, su veta de oro, escasa y fina, se reveló en sus cuentos. Loa escritores   —69→   palabreros no saben tornear el cuento; no aciertan a concentrar en cuatro o seis páginas la emoción suprema, la esencia dulce, amarga, embriagadora o quemante que la realidad destila. En el cuento es donde la clásica sencillez, la aguda observación y la estricta perfección de Mérimée se manifiestan como labor en hueco sobre lisa y dura ágata; y ni Maupassant, ni Daudet, ni Ivan Turguenef, con su sensibilidad más amplia, rica y voladora que la de Mérimée, pueden presentar nada que artísticamente considerado supere a Tamango, a Mateo Falcone, a La toma del reducto, en su género obras maestras.

Una diferencia existe entre estos cuentos y los de Turguenef, Maupassant y Daudet; y es que mientras los citados admirables cuentistas se empaparon de lo que les rodeaba, bañándose en su ambiente propio, Mérimée salió por lejanas tierras buscando el exótico, el más ajeno a su condición y estado de gentilhomme parisiense en el primer tercio del siglo XIX. «Agradábanle -nos dice de él Agustín Filon- los tipos excepcionales y las aventuras extraordinarias, los bandidos, los piratas, cuantos viven luchando con la sociedad, y la gente de sentimientos primitivos». Por esta afición, hasta el cuello dentro del romanticismo está Mérimée; pero mientras los románticos fantaseaban a Buq Jargal y a Hernani, Mérimée cavaba hondo en la verdad y aplicaba anticipadamente las nociones del sistema a que Taine dio cuerpo. Discípulo, en esto sí, de Stendhal, ascendiente   —70→   de Taine en lo científico, lo es también, en el procedimiento artístico, de Loti, de Fromentin, de Bourget, y la sólida adquisición de la psicología según las razas y los países, es sin duda, en el orden mental, su mayor conquista.

Seis u ocho cuentos de Mérimée puede afirmarse que no envejecerán nunca. Son la cima del arte, y es de justicia proclamar la superioridad de Mérimée en tal respecto sobre Enrique Beyle. Cuando a lo intenso y encendido de la idea creadora se une la absoluta impecabilidad de la forma y la exquisita sobriedad en el material empleado; cuando el modo de narrar es tan feliz como interesante lo que se narra, a bajar la cabeza y descubrirse. No creo que ni los adoradores de Beyle, cuyo papel está hoy más en alza que el de Mérimée (aunque empieza a descender, por causas que aquí no investigo) niegan estas máximas. Sin duda, era doblemente genial Beyle, y era, sobre todo, sugestivo, excitador; tenía hallazgos, corrientes y orientaciones que a Mérimée le faltan; pero ¡cuán inferior como artista! Ni entre sus novelas veo una Colomba, ni entre sus rebañaduras de archivos italianos un Mateo Falcone. Dígase siempre la verdad, y no olvidemos que el arte no se reduce a pensar y sentir, sino que lleva en sí la imposición dogmática de la forma, veste áurea del pensamiento. Si, en efecto, La toma del reducto fue escrita después de una conversación con Stendhal, confesemos que Stendhal, saturado y embriagado de la epopeya   —71→   napoleónica, no hubiese acertado a exprimir toda su épica poesía en breve copa griega.

Entrad en un museo de escultura y contemplad las estatuas. Algunas, semicolosales, no causan más impresión que la física, debida a su magnitud: un dedo pulgar enorme asusta y al mismo tiempo hace sonreír: algo tiene de caricaturesco. Llegaos después a la vitrina donde se encierran las medallas y las estatuillas. Considerad, por ejemplo, en la Nacional, un juguete helénico, un negro de bronce de una cuarta de altura. Ese negro, cuanto más le miráis, más crece; llega a parecer de tamaño natural. Sin ser grande es grandioso; no lo medís ya por sus dimensiones efectivas. Pues bien, suponed que ese negro, prodigio de verdad, es Tamango, el héroe del cuento de Mérimée.

El estudio de la psicología de razas y tierras en el arte, no tiene, que yo sepa, documento de mayor valor que la novela Colomba, obra maestra de Mérimée, infinitamente superior a Carmen, a pesar de que Mérimée se hallaba empapado de españolismo, y en cambio corto tiempo había permanecido en Córcega. No solamente el personaje de la heroína es de una originalidad y un romanticismo realista incomparables, sino que el de su hermano lo completa y realza. La ficción es dramática; la narración, animadísima; el colorido, intenso y justo. El pintor hace vivir en el lienzo dos tipos de raza que están hablando; pero ambos retratos van más allá del parecido pintoresco; expresan todo el pasado, prestan carne a la tradición. De Colomba   —72→   a las Veledas, Atalas y Graziellas, a las figuras de pura filiación romántica, ¡qué distancia tan incalculable! Colomba es una mujer natural, no solamente por ciertos detalles familiares de su existencia -que también Lamartine atribuirá, más adelante, a la ideal pescadorcita del golfo partenopeo-, sino porque en ninguno de sus actos, aun los de más trágicas consecuencias, hay rasgo que desdiga de su condición, de su estado de cultura, de la verdadera naturaleza de una Colomba que respirase. La voceratriz corsa, la Euménide, es una mujer. Tampoco Orso se convierte en héroe novelesco a expensas de la realidad: como que es sujeto de no muy complicada psicología, normal en su sentir, a pesar de lo cual alcanza proporciones de dramática belleza sincera y humana, siendo superior a los Manfredos y los Hernanis.

Lejos de Córcega, roto el círculo de hechicería del ambiente, Orso es un militar honrado y pundonoroso, y en tiempo de paz hasta un ciudadano pacífico. Si no ha olvidado su agravio, si le duele aún el asesinato de su padre, al menos no quiere ser también asesino para cobrar la deuda. Pero la primer bocanada de aire de su isla ya hace tambalearse sus convicciones, abofeteándole con la burla de los isleños, con la mofadora canción de rimbecco, espuela del que descuida la venganza. Lentamente, cuanto le rodea le va transformando, convirtiéndole de civilizado en primitivo, despertando a la fiera que en nosotros duerme. Orso percibe la   —73→   transformación: se da cuenta clara de que le precipitan al estado salvaje, a él, que ha entrevisto otros ideales, que aún conserva el reflejo de la gloria imperial; conoce que está influido por gente inferior; ve que su hermana es un ser impulsivo, una salvaje incapaz de reprimir sus instintos, una criminal generosa, pero criminal en suma... y, sin embargo, va dejándose arrastrar a la hora sangrienta y da muerte a los dos hijos del abogado Barricini, porque su raza se ha levantado en él, porque también es corso y la opinión de la aldea de Pietranera es la condensación de ese ambiente natal que condiciona para siempre nuestro espíritu.

En Colomba, y más marcadamente aún en Carmen, descubrimos, al lado del estudio local (en Carmen no inexacto, pero limitado a un aspecto parcial de la raza) algo que procede de Stendhal, el energismo. Los cuentos de Mérimée son en su mayor parte estrofas de un himno a la energía, excepto el irónico Abate Aubain, y el redentorista Guillot; y aun en estos, la tenacidad del disimulo y la intensidad psíquica de la pasión corresponden a la concepción activa de la vida. En Colomba la belleza derívase también de la fuerza de voluntad y deseo, de la energía intacta.

Mirada desde otro punto de vista, Colomba induce a reflexiones que modificarían opiniones admitidas sobre la novela local a regional. Cuando Colomba vio la luz, no se hablaba de novela regional ni por sueños. Lógicamente derivada de la evolución literaria se presentó   —74→   esta, forma, y no lleva trazas de desaparecer; es hoy fenómeno general. En cada país, a veces en cada ciudad, van asomando pintores y narradores impregnados del sentimiento y de la apariencia exterior de aquel pedazo del planeta, y va erigiéndose en axioma indiscutido que para interpretar una región es preciso haber nacido en ella, amarla filialmente, hallarse embebido en sus costumbres, llevar en las suelas motas de su terruño. Si nos fijamos en Colomba, veremos que el procedimiento es absolutamente contrario. Mérimée llega a Córcega, la cruza, no la ama poco ni mucho; le parece un original país, que produce extraña impresión, y sobre esta base levanta la novela más regional, en el sentido alto y profundo de la palabra, de cuantas conozco. ¿Quién comparará el cuadro definitivo trazado por Mérimée con uno de esos perpetuos balbuceos laudatorios de un país y de una gente, el de Trueba, verbigracia, mera repetición de un tema amplificado y, por consiguiente, debilitado, representación en que salen, a manera de comparsas, los mismos tipos, iguales costumbres, idénticos efectos de cielos, montañas y praderías? Acaso la imaginación poética se excita con la sorpresa y con el hábito se embota; acaso el interés de una región lo percibe mejor de una vez, eléctricamente, un artista como Mérimée.

Después de Colomba y Carmen, Mérimée se despide, podemos decir, de la ficción; capta su pluma la historia, donde no tendrá tan felices   —75→   aciertos. «Mérimée acabó bastante oscuramente por la historia», sentencia Brunetière. «Hay hombres», escribe a este propósito Filón, «a quienes casi humilla la popularidad del novelista, si no la realzan con alguna obra estimable del género serio. Se les ha elogiado tanto por lo que recrean, que ya esta alabanza se les figura irónica: les entra ambición de aburrir, ambición que pronto se satisface». Sin que precisamente sean prototipo de literatura aburrida las obras históricas de Mérimée, les faltan, no sólo el color y el lirismo de Michelet, sino el arte de brujería de Thierry para resucitar edades pasadas. Chateaubriand y Walter Scott, los dos inspiradores de la historia moderna, los que demostraron en qué grado deben asociarse a ella la poesía y los elementos espirituales, deducidos de la realidad, no influyeron en Mérimée. El clasicismo, fuerte molde de su cultura, se sobrepuso a las revelaciones e inspiraciones románticas.

No sé si dije que la timidez era rasgo característico de Mérimée: conviene explicar en qué sentido empleo la palabra: Mérimée es tímido en letras; refrena con dura mano la fantasía; oculta como un delito la emoción; detesta las generalizaciones brillantes, no da puntada sin doble nudo. Su prudencia raya en miedo. Con tal sistema no se puede ser Thierry, porque bajo la exactitud documental de Thierry hay un desbordamiento imaginativo que a veces se transforma en lucidez visionaria. No otra cosa significan las palabras con que Sainte Beuve   —76→   juzgó a Mérimée, historiador. Según el sagaz crítico, Mérimée se encontraba en el punto y sazón que el historiador requiere: versado en los idiomas, la etnografía, los monumentos, el espíritu de las razas, la sociedad y el hombre; pero faltábale un progreso, un paso decisivo: desconfiar menos, abandonarse al estro, osar todo lo que siente. Para apoyar dictamen tan justo, Sainte Beuve cita una frase de Luciano de Samosata sobre la historia: «Es preciso que un vientecillo poético hinche las velas del navío». El buen consejo de Luciano no había de seguirlo Mérimée jamás. Era tarde: Sainte Beuve hizo estas observaciones a propósito de la última obra de Mérimée, Los falsos Demetrios.

El vientecillo poético, de seguro, había dictado a Mérimée la elección de sus temas históricos. Lo mismo nuestro Justiciero, con su indomable y desbordada voluntad, con su vida terminada en la página sespiriana de Montiel, que el genial impostor o mártir que imperó en Rusia titulándose hijo de Ivan el terrible, son personajes en quienes la historia se convierte en novela y drama; las épocas perturbadas en que reinaron, nuestro siglo XIV, el XVII de Rusia, no podían ser más sugestivas. Mérimée comprendía cuantos recursos ofrecían a su pluma; el misterio, la anécdota histórica le atraían; pero resistió a su atractivo. El propósito de reprimir la imaginación influyó hasta sobre su estilo, que en la historia es frío, meticuloso, voluntariamente abstracto.

Hay dos aspectos de la labor literaria de Mérimée   —77→   que no son muy conocidos, en España por lo menos. Apenas se recuerda que Mérimée fue el primero en revelar a Francia, y por consiguiente, al mundo, la hoy triunfante literatura rusa. Sus estudios sobre este asunto los inició Mérimée aprendiéndose el idioma, esa maravilla lingüística, la más armoniosa, fértil y descriptiva, en su oriental esplendor, de las lenguas actuales, superior al griego, en opinión de Mérimée, que añadía transportado: «Es un habla joven, y los pedantes aún no han tenido tiempo de estropearla». Dueño del tesoro, ocurriósele traducir, con una perfección ideal, no sé si diga mejorándolas, algunas novelitas de Puchkine, y consagrar un artículo crítico al gran poeta ruso. Siguieron a estas traducciones otras de Gogol; más tarde, el descubrimiento de Turguenef, protegido, lanzado por Mérimée en París, donde el novelista eslavo llegó a gozar de la misma popularidad que si fuese francés. A Mérimée debemos, pues, llamar padrino de esta literatura aclimatada ya en los países latinos, aunque no viese en ella tantas cosas como vio el Vizconde de Voguié y ven muchos que aceptan su crítica. La «religión del sufrimiento humano», la humildad, la exaltación, el misticismo, riñen con todo lo que representa Mérimée, y ante esos méritos, el autor de Colomba se encogería de hombros y volvería el rostro hacia otro lado. El tolstoísmo (valga la frase), se da de cachetes con Mérimée. Como que el tolstoísmo es, si lo miramos despacio, otra transcripción romántica   —78→   y antipagana de la queja universal, otro modo de enseñar llagas y plañir dolores, lo más repulsivo para quien profesaba la inmoralidad primitiva, la impasibilidad, la indiferencia aristocrática y el altivo aislamiento.

Un temperamento de escritor, un alma humana, pueden revelarse enteros lo mismo en un acto que en una preferencia estética. Ante la novela rusa, desciframos mejor la correcta y reprimida personalidad de Mérimée. Rusia fue para él lo mismo que España y Córcega: un país con mucha fisonomía, con bonita pátina, bárbaro, y por tanto, enérgico, sugestivo y hermoso. ¡Civilizar esos países! ¡Qué sacrilegio y qué vandalismo! Tanto valdría revestir de cemento una crestería gótica. Naturalezas como la de Tolstoy, que sienten hondamente la injusticia social, son sin remedio revolucionarias; naturalezas como la de Mérimée (anárquicas en el fondo), para quienes el hombre no es un hermano, ni un prójimo, cuya sensibilidad cuaja en forma estética, son a veces, en política, conservadoras. Mérimée lo era sin notarlo. Nuestra Revolución de 1868 le pareció nuestro Inri; en Francia calificó a la República de desorden organizado. ¡Qué diría si llega a presenciar las convulsiones de la Commune! ¡Qué si viese arder París, y en París su casa, y en su casa su preciosa biblioteca y sus manuscritos, entre los cuales supone Teófilo Gautier que podría existir alguna hermana de Colomba!

No me aparto del asunto al definir el género de sensibilidad de Mérimée. Vengo a parar a   —79→   su Correspondencia, publicación póstuma, que le ha valido un reflorecimiento de fama y simpatía póstumas también. La Correspondencia de Mérimée, aparte de que revela a un maestro del género epistolar, descubre el funcionamiento de su sensibilidad privada, imposible de determinar por sus demás escritos, ni aun por la especie de confesión autobiográfica de la novelita El vaso etrusco; y el público, que a veces se prenda de los autores, como aquella estática monja se prendaba de Dios, por su humanidad, agradeció a Mérimée que se mostrase en sus cartas ya triste, ya afectuoso, ya abatido por la enfermedad, ya puerilmente encariñado con un gato o un libro, en postura negligente, en actitud sencilla. Bajo el sabio, el artista y el dandy, la Correspondencia descubrió al hombre.

¿Cómo era físicamente Mérimée? Taine lo retrata en el prefacio de las Cartas a una desconocida: alto, derecho, pálido, y a no ser por la luz de la sonrisa, de británico aspecto; con ese aire frío, reservado, distante, que aleja, la familiaridad. Su estado constante era la calma, natural o adquirida; su costumbre, dominarse y reconcentrarse, y esta manera de ser la arraigó el trato con gentes de alta posición, en esferas donde la exuberancia y la vehemencia son de mal gusto. Hasta cuando en confianza refería Mérimée algún chascarrillo, su voz era monótona y tranquila. Blaze de Bury, al describir la exterioridad de Mérimée, nos dice que en nada se parecía a un héroe de novela. Su   —80→   cabeza de modelado vulgar, su expresión maliciosa y astuta, le asemejaban a un labriego, y, en efecto, así le muestra la litografía de Deveria; pero poseía la distinción adquirida, fino barniz brillante, que equivale a una coraza. Según Taine, la reserva a la defensiva de Mérimée se debió a una impresión de la niñez, a un chasco, que le hizo tomar por divisa: ¡Acuérdate de desconfiar! «Su sensibilidad -añade- estaba domeñada, pero existía, como caballo de pura sangre, fogoso y maestro, que obedece a la rienda...». Debió de contribuir la inclinación natural a que Mérimée se conformase a su divisa, tomada, como consta, de un texto griego, y que formaba el ex libris de su biblioteca.

Cuando la sensibilidad se replega sin amortiguarse, es infalible que en una naturaleza estética, ávida de sensaciones, curiosa del sentimiento, su válvula de desahogo sea el amor. El amor, para caracteres como el de Stendhal, no sólo encierra el atractivo que en él nota Bourget, de suprimir leyes y conveniencias sociales y retrotraer el alma al anhelo primitivo, indómito, estado el más favorable a la manifestación de la energía, sino que reúne el encanto de la vida secreta; es el asilo ignorado donde un hombre de la inteligencia y del refinamiento de Mérimée puede, sin exponerse a profanos roces, desceñirse un momento el duro arnés de la desconfianza eterna, cuyo peso, a la larga, abruma aún a los nacidos para llevarlo.

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Pasada la primera juventud -y a decir verdad, hasta el último límite de la existencia-, Mérimée sostuvo dulces intrigas, ató lazos de seda y flores. Sus cartas de amor parecen (¿estarán expurgadas?) tan discretas y tan delicadamente galantes, como eran crudas y pecaminosas las que dirigía a Sainte Beuve y a otros corresponsales varones.

Componen el epistolario amoroso de Mérimée tres tomos de cartas, a Una desconocida y A otra desconocida. A veces, si no supiésemos que se trata de una correspondencia de amor, difícilmente creeríamos que las cartas a las incógnitas (a quienes escribió Mérimée simultáneamente durante cinco años, los postreros) van más allá de la amistosa comunicación. Sobre todo, en las de la segunda desconocida, abundan el galanteo frío y la chismografía política y social. Con esta desconocida, que según parece es conocidísima, como su predecesora (no rasguemos el velo) y de cuya hermana, según refiere el propio Mérimée, se enamoró en Pamplona el Tato, trabó relaciones Mérimée en una de aquellas cortes de amor, presididas por nuestra compatriota la Emperatriz. Mérimée fue el Secretario, su desconocida la Presidenta, y con estos títulos correspondieron siempre; delicado discreteo, cortesano marivaudage, en nada parecido a lo que por amor suele entenderse. Acaso, aun en la misma intimidad sentimental, procediese Mérimée como Stendhal, que decía en su libro El amor: «Hago lo posible por ser seco. Impongo silencio a mi   —82→   corazón, que cree tener mucho que decir. Siempre temo que cuando pienso notar una verdad, me he limitado a consignar un suspiro».

Y, sin embargo, para Stendhal como para Mérimée, fueron la sal de la existencia estas liaisons, que nos importan porque al uno le inspiraron un libro de psicología y al otro tres tomos, por lo menos, de epistolario. No los disfrutaríamos si Mérimée no hubiese conservado tal vitalidad de ilusión, a pesar de los sesenta y pico de años y el acuérdate de desconfiar; si no hubiese amado como un cadete, con impresionabilidad juvenil, a varias y a veces simultáneamente, con esa complejidad del sentimiento cuya relación con las civilizaciones avanzadas ha definido sagazmente Bourget. Para conocer a Mérimée y saber, según la frase de Filon, en cuántas cosas cree... un hombre que no cree en nada, es preciso leer su Correspondencia.

Es Mérimée, en resumen, la figura característica del período de transición; más que Stendhal, porque este se adelantó a su tiempo y saltó por cima de él. En Mérimée vemos al romántico casual, al clásico por temperamento y escuela, al realista sin doctrina y como por ley fatal de las cosas: todo sumado en eminente personalidad literaria, y demostrado en unas cuantas obras que nadie sobrepujará como arte de composición y factura. Para que la nueva era produzca algo equivalente, tendrán que aparecer Flaubert y Maupassant.

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«Mérimée -reproduzco un párrafo de Sainte Beuve- me dijo un día una cosa muy exacta: -En lo poco que hago, me sonrojaría no dirigirme a los que valen más que yo, y no tratar de darles gusto».

He aquí el sello de este artista sincero y noble. Todos podemos errar, pero hay que aspirar a satisfacer a sus iguales o superiores, y no escribir para los inferiores en inteligencia; en una palabra, hay que apuntar alto y no bajo. Hoy nuestros escritores se dedican a lo último. «No me lea usted -dice Lamartine a quien le habla de Los Girondinos-. No escribo para usted, sino para los talleres, para el pueblo...».

En estas líneas se define una clasificación, y Mérimée queda en su lugar, en las cerradas filas del alta aristocracia.



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ArribaAbajo- IV -

La novela.- El lirismo evoluciona y predomina el elemento épico, histórico y social.- El mundo que ha de retratar Balzac.- Balzac.- Su temperamento.- Su vida


Antes de entrar en el estudio de la producción de Honorato de Balzac -a quien conviene mirar despacio-, insistamos en considerar algo más detenidamente su época, los treinta años que pasó al yunque, desde 1820, en que ven la luz sus primeras novelas, de las cuales no se confiesa autor, hasta 1850, en que termina la no muy larga existencia de este escritor titánico.

Cuando cumplía veinte años Balzac, la sociedad experimentaba cambios radicalísimos, y la generación nueva tenía que contar con una Francia nueva también. A aquel prestigioso Imperio que todo lo improvisaba; a aquella especie de magia de la acción, que sacaba de las últimas filas del pueblo a los héroes y a   —86→   los poderosos de la tierra, siguió un largo período de quietud material; a las violentas rachas de fortuna, la lenta conquista de la riqueza o del nombre, la lucha por la vida en el seno de la paz. Engendrada en las horas de fiebre y vértigo del Imperio, la nueva generación (desequilibrada y genial desde el claustro materno, según opinan bastantes médicos y psicólogos) pidió al ensueño y al arte lo que ya no ofrecía la realidad, y bajo la estadiza Restauración y bajo la burguesa Monarquía de Julio, el romanticismo fue otra conquista de Europa, con trompetas y tambores, a banderas desplegadas.

El Imperio se había apoyado en el ejército: los Borbones y los Orleanes suscitan distintas fuerzas, relegadas a segundo término durante la apoteosis del heroísmo militar. Prestaron su concurso a la Restauración los labriegos, los rentistas, el clero, la nobleza, y a Luis Felipe, la clase media dedicada a la industria, al comercio, a la enseñanza; clase media que, merced al sufragio restringido, monopolizaba el derecho electoral, y en la cual reclutaba sus huestes la Guardia nacional, por Balzac y por Gavarni satirizada y caricaturizada donosamente. El sistema obligaba a contar con el dinero, erigiendo la propiedad y la riqueza en columnas del régimen y del orden. Para concurrir a la obra política era necesario poseer, traficar; en esto venía a resolverse toda el áurea leyenda de Jena, Austerlitz y las Pirámides, y todo el empuje nivelador revolucionario. De   —87→   1815 a 1820 -dice un escritor político- las elecciones sufrían aún el influjo de opiniones y creencias; de 1830 a 40, las influyen corrientes de intereses.

Quedaban vigentes, del primer Imperio, las organizaciones administrativa y jurídica, financiera y militar, las relaciones con la Iglesia, reguladas por el Concordato, y los métodos de enseñanza: fuertes raíces del gran árbol caído, aún hoy no extirpadas en Europa. La centralización departamental y municipal, obra napoleónica, sirvió de base de gobierno a la Monarquía blanca lo mismo que al rey burgués, como sirve hoy a la República. Del Corso procedía también la poderosa organización policíaca, aquella secreta que la Restauración perfeccionó, y cuyos fastos sensacionales y manejos tenebrosos han inspirado bastantes páginas de Balzac.

Ningún período más favorable para estudiar la sociedad en su íntimo funcionalismo que aquel de 1818 a 1850, porque fue una época a la vez efervescente y estacionaria, de la cual hemos tenido aquí una reducción y parodia en la que siguió a la Restauración de Alfonso XII. Etapas preciosas (como las de convalecencia de graves enfermedades en el individuo) para afianzar la salud de un pueblo y criarle sangre purificada, pero que no suelen aprovecharse en eso, sino en dar suelta a los apetitos y egoísmos y vado a las corrupciones, en el afán de aprovechar las circunstancias que se despierta invenciblemente. Sosegada Europa,   —88→   sentada Francia, que en treinta y cuatro años no movió su ejército sino para intervenciones altruistas como la de Grecia, políticas como la de Bélgica, o para las escaramuzas africanas, pudo afianzarse un régimen salubre, firme, duradero, a no haberse desencadenado las concupiscencias del modo que vemos retratado, con precisión micrográfica, en la inmensa Comedia de Balzac.

Favorecidas por la paz, ¿quién negará que las letras se desarrollaron ostentando magnificencia y variedad riquísima, aunque sin la unidad majestuosa de los llamados siglos de oro? He reseñado anteriormente la época romántica, ateniéndome a los nombres de resonancia universal; pero no cabía encerrar en los límites que me había impuesto el cuadro deslumbrador de un movimiento intelectual y artístico que abarca todos los aspectos del pensamiento y el sentimiento, y todas las direcciones de la inteligencia humana. Lo que resalta de tan brillante época son los Chateaubriand, los Lamartine, los Hugo, los Musset, las Staël y Sand; estos son el gallardete del mástil; pero ¡qué vasto palacio coronaban! En Francia no se dan aisladas apariciones, como la de Mickiewickz en Polonia y las de Puchkine y Gogol en Rusia: al contrario -y esto hay que tenerlo en cuenta para que la obra de Balzac sea bien comprendida-, la sociedad cría incesantemente y por camadas sus hombres representativos (varones o hembras). El índice de los nombres secundarios e ilustres confirma esta verdad. De todo   —89→   hay cosecha; de poetas hay nube. Al lado de los últimos clásicos, como Soumet y Lebrun, Beranger y Delavigne, surgen los inquietos del Cenáculo: Deschamps, Sainte Beuve, Gautier, Arvers, Nerval, Augusto Barbier, Barthelemy. Al cundir el romanticismo en el fértil campo de cultura que le ofrecían las regiones, las comarcas distantes de la capital, por Balzac desentrañadas a fondo, aparecen los grandes hombres de provincia, idealmente caracterizados por Luciano de Rubempré: los Laprade, los Soulary, los Briceux, los Autran, los Hégesippe Moreau, y traen de la mano a las espiritadas literatas, Musas parisienses o departamentales: las Anais Ségalas, las Amable Tastu, las Ackermann, las Desbordes-Valmore; unas con talento y hasta inspiración notoria, otras sólo con pretensiones; satélites todas de la luminosa esfera de Jorge Sand, que un tiempo fuera también otra madama de Bargetón, la incomprendida, el personaje adivinado y disecado por Balzac con seguro escalpelo. El poeta, la poetisa, en aquel momento, son, antes que fenómenos del orden literario, tipos del social. Pertenecen a la novela de análisis, que se incuba -trabajosa y difícilmente, fuerza es reconocerlo- en el cerebro del autor de Ilusiones perdidas. Poetas, críticos, periodistas -los Nathan, los Bixiou, los Lousteau, los Rubempré-, vistos entre bastidores, en la miseria de sus vanidades, en el encono de sus codicias, en la fermentación pútrida de sus venganzas y rencores, en la exaltación a veces tan generosa de   —90→   su quimera-, se nos exhibirán en numerosas páginas de la Comedia humana.

La evolución de la novela antes de Balzac había sido hacia el lirismo. Las novelistas sentimentales, Cottin, Souza, Duras, Krudener, se formaron su especialidad de amores tiernos y fieles, de pasionalidades ardorosas, de inextinguibles dolores del corazón. Como el Obermann de Sénancourt, el Adolfo de Benjamin Constant hizo competencia al Werther de Goethe. La nota del lirismo la encontramos en Saintine, con Picciola; en Sandeau, con Magdalena y La señorita de la Seigliére -ejemplares de esa literatura «para las familias» que reclamaban los instintos conservadores de la burguesía triunfante-; y eran ramas del mismo tronco los brotes de «novela cristiana» iniciada por el Vizconde de Walsh, el ultrarromántico autor de las Cartas vendeanas, y continuada por las sencillas narraciones del abate Devoille, el Flaviano de Guiraud, la Emilia Paula del abate Bareille, predecesores del cardenal Wiseman y su Fabiola, tan inferiores a Javier de Maistre, autor de dos joyas: El leproso de la ciudad de Aosta y La joven siberiana. Basta recordar alguna de estas novelas que voy citando, basta evocar también la memoria de la novela de aventuras y gasconadas de Dumas padre, para darse cuenta de la oposición entre tales elementos y el que Balzac traerá definitivamente con la novela épica. Sus predecesores, Stendhal y Mérimée, apenas habían apuntado este sentido; Mérimée, especialmente, es tan sólo   —91→   un realista romántico, que siente el medio ambiente exótico y no el que le rodea todos los días; y el madrugador Stendhal es el escrutador encarnizado de almas y cerebros, no el doctor en ciencia social, título para Balzac reservado.

Diríase, sin embargo, que era imposible traer una nueva fórmula después de un movimiento tan activo y brillante como el que precedió y rodeó a Balzac. Al lado de los novelistas descollaron los cuentistas, con Mérimée a la cabeza, y no sería justo olvidar a Carlos Nodier, a León Gozlán -llamado por Pablo Feval «el ingenio hecho carne»-; ni a Julio Janin, el constante enemigo del realismo, que satirizó en la extraña novela El asno muerto. La crónica moderna, delicada sátira de las costumbres, tenía por representante a Mar fisa, Madama de Girardin; el humorismo, el mariposeo, a Alfonso Karr, que aún hoy posee devotos lectores. El teatro, oscilando de la tragedia al drama romántico y de este otra vez a la tragedia, con Ponsard y Soumet, no había cesado de atraer hacia París la atención del mundo, y si ya las célebres actrices intérpretes de Hugo, Delavigne y Dumas, las Raquel, Georges, Mars y Dorval, no representaban ante un auditorio de reyes, lo hacían para un público apasionado y ansioso de emociones, en que el Rey, por declaración propia, era un espectador más. La crítica moderna crecía y se remontaba al compás de la sobreproducción literaria: nacida bajo el Imperio, con Fontane y Joubert, dilataron sus dominios   —92→   y conquistas Girardin, Villemain, Ampére, Julio Janin, Nisard, Gustavo Planche, Sainte Beuve. Los polemistas políticos, ya libres cuando los Orleanes suprimieron la censura y desencadenaron la prensa, agitaban el aire con sus luchas, que resonando fuera de Francia, sirvieron de modelo a las de otros países; la tribuna parlamentaria y el púlpito también removían ideas, despertaban hondas inquietudes, y contribuían a formar aquella atmósfera vibrante, excitadora y preñada de futuras renovaciones que influye sobre Balzac y le inspira a veces.

Sin género de duda, lo visible de Francia son sus ruidos y sus escaramuzas intelectuales y políticas; pero en Francia estas funciones de pólvora no impiden que se trabaje tenaz y oscuramente. La tranquilidad de la restauración y las tendencias progresivas de los Orleanes favorecieron el incremento de los estudios clásicos, filológicos y arqueológicos; se ahondó en la historia literaria, documental, en el orientalismo y la egiptología, felizmente inaugurada por las indagaciones de Champollion. La Ecole des Chartes reanudó la paciente labor de los Benedictinos de San Mauro; los helenistas se sumieron en el fresco pozo de los estudios clásicos; y el cosmopolitismo y el espíritu hospitalario de Francia se revelaron en la ciencia, porque se consagró ardor y perseverancia a estudiar los monumentos literarios e históricos de pueblos hasta entonces desdeñados (excepto por los misioneros, que en esto son los precursores   —93→   de la erudición contemporánea). A un tiempo mismo se descubría el vasto y arcaico continente de la literatura sánscrita y se reconocía el valor de los dialectos romances. Prosperaban, juntamente con estos trabajos de incalculable fruto, la filosofía y el derecho; recuérdense los intentos de restauración espiritualista de Maine de Biran y Royer Collard, el eclecticismo de Víctor Cousin y de sus discípulos Rémusat y Jouffroy, el nacimiento de la escuela positivista, con Augusto Comte; y en derecho y sociología, a Proudhon, a Cormenin, a De Gerando, a Rossi, a Laboulaye, a Michelet. He tenido ocasión, en esta serie, de reseñar la obra histórica del período romántico y de transición: es una de las ramas más cargadas de fruto, y en tal respecto, como en otros muchos de la producción intelectual, Francia tuvo poco que envidiar a Alemania, donde, si debe admirarse el especialismo, documentado y serio, no suelen los historiadores poseer la sugestión y el arte de un Thierry.

Lo que entonces se llamaba economía política y hoy suele llamarse ciencia social, tomó vuelo entre el fragor del combate ideológico y las nubes de fuego y oro de la utopía. Bastiat, Miguel Chevalier, Rossi, Proudhon con su anarquismo; San Simón y sus discípulos comunistas; Enfantin y Bazard con su mezcla de extravagancias y chispazos geniales; Fourier con su célebre falansterio; Cabet con su viaje a Icaria; Pedro Leroux y Luis Blanc con sus planes de organización del trabajo y sus talleres sociales,   —94→   integran ese período de hervor cerebral que precede a las revoluciones y prepara, a más largo plazo, los golpes de Estado que las enfrenan; son los representantes de la inquietud más intensa y general, entre la aparente calma que tranquiliza a los burgueses, a los Birotteau, cuyo tipo dibujó Balzac magistralmente.

Aunque no comparemos su florecimiento al de los grandes períodos de Italia, España y Flandes, las Bellas Artes no decayeron entonces en Francia; el Imperio había creado, es cierto, el último estilo que podemos registrar en los anales artísticos, si prescindimos del modernista actual; ni la Restauración ni Luis Felipe tuvieron estilo propio; las Artes, sin embargo, no se paralizaron, y la arquitectura, y en especial la escultura y la pintura y el dibujo y la litografía y las innumerables ramificaciones artísticas de la industria estuvieron a la altura ateniense que en París han alcanzado y sostienen aún, para honor de la cultura latina. En música, si no pudo Francia competir victoriosamente con Italia y Alemania, las siguió de cerca; la ópera se convirtió, de solaz palaciego, en espectáculo nacional; y en la primera mitad del siglo, el arte musical francés inscribe, después del nombre de Boïeldieu, los de Herold, autor de Zampa; Halevy, de La Hebrea; Auber, de Fra Diavolo; Feliciano David, de Lalla Roukh, y el más grande y el menos comprendido de todos, Héctor Berlioz, que, como Stendhal, sólo es reconocido en su pleno valor mucho después de muerto. En el espectáculo   —95→   de la Ópera se concentra el hervidero del dandismo parisiense, aquellos pugilatos de elegancia y vanidad cuyo dramático fondo posee en Balzac su concienzudo historiador.

Donde con mayor empuje se revela la nueva Francia, es en el impulso científico: dos columnas de las ciencias exactas, físicas y naturales -la astronomía y las matemáticas- ascienden rápidamente desde 1830. La Física y la Química inscriben en sus anales nombres tan altos como los de Arago y Ampere, genialísimos inventores y descubridores, Chevreuil y Dumas. Ilustran la Filosofía y conocimiento de la naturaleza Lacepéde y Agassiz, Sainte-Claire Deville y Elías de Beaumont; propágase la afición a exploraciones y viajes científicos, y se inmortalizan los de los buques Urania y Astrolabio. Los anatómicos y los histólogos colocan a la Medicina francesa a una altura de la cual no ha descendido; figuran entre ellos Geoffroy Saint Hilaire, Cruveilhier y Raspail, fisiólogos como Magendie y Flourens y esa legión de facultativos eminentes, de ilustres cirujanos como Dupuytren y Delpech, donde encontró Balzac al protagonista de su Misa del ateo.

La ciencia invade la vida; tal es la evolución capital de todo el sentido reciente, de toda la marejada histórica. Napoleón, pensativo, había visto cruzar el primer barco de vapor; pocos años después pueblan el Océano, precediendo a los ferrocarriles que, vencedores, surcan la tierra. El gas ilumina las noches parisienses y   —96→   convierte a París en metrópoli del placer y del cosmopolitismo: la industria pone al alcance de los más humildes ciudadanos comodidades, y hasta lujos que antes se desconocían; la sed de oro enfebriliza las venas: se forma la clase obrera, dispuesta a trabar su gigantesca lucha con el capitalismo, y se marca y profundiza esa división de clases, característica de la sociedad moderna, y que Balzac en su Comedia ha definido magistralmente.

Por reacción natural en pos de tantas alarmas y acontecimientos, la sociedad -tomada la palabra en su sentido más fútil (no tan fútil, sin embargo, que no influya activamente)-, la sociedad, decíamos, se reanima, los salones rebosan, y por consecuencia la mujer, elegante y elevada, es reina absoluta. El reinado de la mujer transforma las costumbres y acrece el ansia de goces, de dinero y posición. Los apetitos se despiertan como alanos hambrientos; va a empezar el alalí; el segundo Imperio tiene preparado el terreno, y Sedán, cuando llegue, no sorprenderá a nadie sino a los todavía soñadores. He aquí el elemento épico de Balzac, y por el cual este novelista puede decir, como dijo de sí propio, con singular perspicacia, Don Ramón de la Cruz, que escribe la historia de su tiempo. A pesar de las amplias concesiones a la ficción que Balzac no escatima; a pesar de su copiosa invención de novelador y hasta de visionario, las realidades de la primera mitad del siglo XIX están contenidas en la Comedia humana, y el historiador que   —97→   la desentrañe, desentrañará también sus consecuencias, percibirá el alcance de un cambio tan radical, y respetará el genio de quien supo comprenderla y salió del valle del lirismo subjetivo a los anchos campos de la epopeya, tal cual hoy puede ser. La generación romántica y la generación positivista, la poesía y la verdad encontraron en Balzac un pintor a la vez exacto y entusiasta (como debe ser el que transcribe lo material, y juntamente el espíritu de la historia). La complicación, la suntuosidad, la fuerza, el sordo estímulo, los gérmenes de descomposición, los restos de una Francia muy grandiosa que 1893 había destruido, la formación de otra Francia no consolidada aún a esta hora, ningún artista de la pluma los ha encerrado en el molde de su obra, más que Balzac. Y después de reconocer que así es en efecto, lo que digamos de tal obra y tal hombre, aunque lleve el sello de severidad que impone, en arte, la justa exigencia de perfección, no amenguará su gloria, fundada principalmente en el acierto felicísimo de ver la colectividad donde otros habían visto sólo el individuo, y de verla con el vigor y el relieve individual, fuera del egoteísmo y la excepcionalidad romántica. Es seguro que Balzac está embebido de romanticismo -y sin embargo, el romanticismo recibió de este gran poeta épico mortal herida-.

Lo que va a leerse acaso acaso no parezca muy nuevo; pero válgame la aserción de uno de los biógrafos de Balzac, Gabriel Ferry, el   —98→   cual aseguraba, ha pocos años, que la mayoría del público francés apenas si conoce de Balzac dos o tres libros y el sonido del nombre, siendo, por lo tanto, permitido creer que los lectores españoles aún conocerán menos.

Honorato de Balzac nació en Tours el año de 1799, de familia ni muy aristocrática ni opulenta; su padre era reflexivo, su madre imaginativa y activa -combinación que se refleja en el temperamento del hijo-. No fue Balzac un niño prodigioso como Víctor Hugo; al contrario: en el colegio -aturdido por una especie de congestión de ideas, ahíto de lecturas furtivas, mal acomodadas aún en su memorión- parecía un sonámbulo. La familia no le creía capaz de nada extraordinario, y si se le escapaba al muchacho una frase, su madre exclamaba riendo: «Ni tú mismo sabes lo que acabas de decir».

Cuando la familia se trasladó a París, contaba quince años Balzac. El futuro autor de La comedia humana tuvo ocasión de atender a las lecciones de Villemain, Guizot y Cousin, que le entusiasmaron. Los padres de Balzac sufrieron quebrantos en su fortuna; se recogieron al campo, y quisieron que entrase en el estudio de un notario su hijo; este se negó y se quedó en París, en la clásica boardilla bohemia del literato novel. Allí empezó el ejercicio violento de la voluntad de Balzac. Casi en la miseria, casi hambriento, escribía a su hermana Laura, su confidente, que desde un principio tuvo fe en él: «Voy a pedirle a Su Santidad la primer   —99→   hornacina de mártir que quede vacante». Compuso una tragedia, la leyó a varios amigos, y el fallo fue que debía dedicarse a cualquier cosa -excepto a las letras-. No se desalentó: tenía resortes de acero, y falta le hacían, pues a nadie se le regateó tanto el triunfo, o, mejor dicho, se le negó hasta última hora, hasta la consagración por Taine. Otros escritores -Chateaubriand, Víctor Hugo, por ejemplo- fueron célebres desde su revelación. Balzac recorrió una senda de abrojos, escribió con ansia, unas veces por el arte y otras por vivir; como que se negó resueltamente a reconocer la paternidad de varios libros que no parecen suyos, aunque lo sean.

Los tanteos y desorientaciones de Balzac se explican. No había nacido ni para poeta lírico o dramático, ni para novelista romántico, que fue otra forma de poesía (recuérdense Pablo y Virginia, Atala, Valeria, Graziella), sino para novelista épico, género que no existía aún; y era esta vocación, mal definida, que no acertaba a concretar, la que le infundía ardiente admiración por la novela histórica de Walter Scott, haciéndole escribir a Laura: «Te recomiendo que leas Kenilworth: es la cosa más hermosa del mundo». Pensando así de Walter Scott, Balzac calificaba sus propios primeros ensayos de porquerías, y sólo echaba tales abortos al mercado a fin de comer.

Entretanto, su instinto le guiaba confusamente a frecuentar algunos salones literarios, entre ellos el de Sofía Gay, donde entonces se   —100→   hacía a todo trapo filhelenismo. Para satisfacer sus aficiones de observador, el menesteroso Balzac tenía que valerse de trazas parecidas a las que en alguna de sus novelas reseña. Allí se granjeó el entonces desconocido escritor esos primeros amigos literarios, que al llegar la hora de la victoria suelen convertirse en enemigos; y allí sufrió torturas de amor propio por cuestiones de indumentaria y posición, semejantes a las de su héroe Rubempré. Lamartine describió, a lo vivo, en esa etapa, el aspecto de Balzac, de tipo ordinario, de frac corto de mangas y camisa gorda y mal hecha. Cuando un provinciano, con este equipaje se cae bailando, como Balzac se cayó, la risa de las mujeres corea su desgracia. Martirizado en la vanidad, que radica cerca de la sensibilidad profunda, Balzac vio con lucidez la terrible energía de dos factores sociales a que los novelistas anteriores (excepto el abate Prévost) no habían solido otorgar toda su importancia: el dinero y las exterioridades del lujo. Sus estudios, en este respecto, son definitivos.

La imperiosa necesidad de dinero fue causa de que pensase, en mal hora, en negociar. La literatura tardaba en producir, y el padre hablaba otra vez de protocolos. También este episodio de su vivir aparece con sorprendente vigor reflejado en sus novelas; porque Balzac, el novelista épico, puso en la obra tanto de sí mismo como el más lírico -sólo que lo puso al modo impersonal, tomándose por ejemplar de un estado y una época-. La biografía de   —101→   Balzac, que no encierra acontecimientos dramáticos por fuera, está, sin embargo, llena de intensas emociones, que exageraba una sensibilidad fogosa; dramas interiores proyectados después en los vidrios de la mágica linterna que se llama la Comedia humana, mediante ese don de generalizar lo particular, propio de los grandes creadores. Por eso no cabe prescindir de la biografía de Balzac, clave de su producción novelesca. Las angustias del vencimiento de pagarés, las torturas morales de la quiebra, los terrores de la ruina de César Birotteau, los padeció Balzac.

Decíamos que acometió diversas especulaciones, metiéndose en empresas editoriales, en negocios de imprenta y fundición, que no sólo le salieron mal de remate, sino que le atollaron en deudas. Era Balzac delicado y probo; quiso pagar y se impuso una labor hercúlea, de buey uncido al arado día y noche. A veces sentía impulsos de arrojarse al Sena, y no lo hacía por no defraudar a sus acreedores. Tuvo temporadas de no salir a la calle por no gastar ropa. «Vivo -solía decir- como liebre corrida». Para trabajar más, comía a las cinco, se acostaba a las seis, dormía hasta media noche y a esa hora se levantaba, y entre silencio y quietud escribía durante catorce o dieciséis no interrumpidas horas.

Esta labor violenta, necesariamente malsana, es otra circunstancia que conviene no olvidar para explicarse las imperfecciones de la obra de Balzac, sus excesos y sus defectos. No   —102→   es criatura nacida normalmente, sino extraída con el fórceps, cuyas huellas se señalan en las carnes. Intoxicado de café, braceando en un mar de tinta, anhelando para llegar al número de cuartillas exigido por el editor, trazó Balzac (que no tenía la producción fácil) muchas páginas maravillosas, modeló vigorosamente ejemplares típicos de humanidad; pero la genial fundición trae escorias y rebarbas, como el modelado desproporciones y descuidos.

Fue curioso que donde Balzac puso la mano para pretender negociar con desdicha, viniese después otro especulador y se enriqueciese. Una de las empresas de Balzac merece contarse porque revela el poderío de su imaginación y la increíble fuerza de su voluntad. El episodio parece de novela y es auténtico -¿quién ignora que la realidad en sus combinaciones es más novelesca que la ficción?-. Era, pues, Balzac muy aficionado a la lectura de Tácito, y en Tácito había visto que en la isla de Cerdeña existían minas de plata, explotadas por los romanos en otro tiempo. Se le incrustó la noticia en el magín, y hallándose en Génova en 1837, tuvo ocasión de hablar de este asunto con cierto industrial, al cual dijo que siendo imperfectos los sistemas romanos de explotación, debían de quedar en las abandonadas minas abundantes residuos de mineral. El genovés convino y quedó en enviar a Balzac a París muestras de los residuos: si el negocio prometía, lo explotarían a medias. Pasó tiempo y nada enviaba el socio; pero Balzac, que no cesaba   —103→   de soñar en sus ideales minas de Cerdeña, empeñó alhajuelas, pidió prestado y juntó fondos para el viaje. Cinco días en el cupé de una diligencia, alimentándose con leche por ahorrar; travesía molestísima de Tolón a Ajaccio; espera en Ajaccio de la chalupa de un pescador de coral, que gasta otros cinco días en trasladarle de Córcega a Cerdeña, con la incomodidad y suciedad que se presume; al llegar a Cerdeña, cuarentena por causa del cólera, teniendo por lazareto la misma chalupa, aguantando las rachas a vista del puerto; desembarco al cabo de otros cinco días, en medio de una horda, en un país entonces bárbaro e inhospitalario; expedición a lomos de un mal rocín a través de montes y breñas, vadeando ríos con el agua a la cintura, en busca del distrito de Argentara, donde estaba el tesoro: tal fue la tremenda odisea de Balzac. Y cuando rendido, pero no exánime, llega al distrito de tan significado nombre, encuentra que aquel negociante de Génova, a quien se había confiado, estaba explotando la mina por cuenta propia: en las escorias y plomos había plata por valor de un millón de francos. Con tal motivo, Balzac escribía a uno de sus amigos: «He estado en Cerdeña y no me he muerto: he encontrado el millón que soñaba... pero en manos de otro, desde tres días antes de llegar yo. He sentido como un desvanecimiento... y cuento acabado».

Así la posesión del cerebro analítico más observador de la amarga realidad es compatible   —104→   con el candor, con esa instintiva y temible confianza en nuestros semejantes, el mayor peligro en la vida de relación humana. Acuérdate de desconfiar, había dicho otro gran novelista; Balzac lo olvidó -y le costó recibir lección tan dura-. Rastros de la aventura de Cerdeña y de las demás empresas de su autor encontramos en la obra. La novela que empezó a dar a Balzac algún renombre, la original Piel de zapa, traduce ese mismo fantástico sueño de oro, que llenó la existencia de un hombre por otra parte desinteresado y desprendido hasta lo sumo. En una sociedad donde aparentemente se luchaba por idealismos políticos y religiosos. Balzac adivinó la verdadera fuerza que movía los resortes, la cuestión económica imponiéndose ya a las restantes. Este problema, Balzac nos lo ha hecho tocar con la mano, ver con los ojos de la cara. Su historia entera es un comentario de esa ley: comparadla a la de Lamennais, turbada por los problemas de la conciencia; a la de Jorge Sand, agitada por los de la pasión; a la de Víctor Hugo, devorada por el ansia de popularidad y renombre, y veréis que en Balzac sólo hay (aparte de un romántico amor tardío, también cohibido y malogrado por el maldito dinero) lo económico, que le atormenta doblemente, por lo mismo que no es Balzac un vulgar codicioso, sino un poeta que aspira al oro, porque el oro, como dijo Bécquer, sirve para hacer poesía. Hombre de su época, y siendo su época la del refinamiento y exaltación del goce por la riqueza, Balzac quería   —105→   ser rico para realizar sueños hermosos. El estudio de la fuerza implacable del dinero ha dictado las páginas tan conmovedoras de Eugenia Grandet, las desgarradoras de Papá Goriot, las escritas con vitriolo de La prima Bette, las fantásticas de La piel de zapa. Será inútil que Zola escriba más adelante una novela toscamente titulada El dinero, pretendiendo agotar la materia: sólo conseguirá demostrar que el recargo de notas es una cosa, y otra la lucidez para sorprender y captar el alma de una tesis. Lo que podríamos llamar la piedad y el terror económicos, nadie los ha sentido ni los ha hecho sentir como Balzac.

El cual, a pesar de todo, jamás hubiese sido rico, porque era caprichoso y fastuoso -aspecto de su personalidad que también resalta en sus libros-. Una de las cosas que en mayores apuros le pusieron fue la adquisición de cierta casa de campo cerca de París, llamada Les Jardies, adonde van ahora en piadosa peregrinación los admiradores de Balzac, y que yo he visitado. La casa era mezquina, en declive, sin arbolado la finca -pero Balzac se enamoró de tan desagradable oasis-. Por poseerlo volvió a entramparse cuando estaba ya casi desempeñado, y se pasó de claro en claro las noches trabajando como un negro. La manía de Balzac era reunir en tan mezquina residencia las mejores joyas artísticas, lo más exquisito en mobiliario y decoración. Nos dice León Gozlan que los proyectos de Balzac para Les Jardies eran infinitos, y que sobre la pared de cada aposento había escrito   —106→   con carbón las riquezas de que pensaba dotarla; y durante muchos años pudo leerse sobre la paciente superficie del estuco: «Revestimiento de mármol de Paros... Techo pintado por Delacroix... Tapicería de Aubusson... Pavimento de mosaico de maderas preciosas...». Nunca pasó este programa de la fantasía a la realidad; pero Balzac, tan moderno en todo, lo fue también en esta necesidad del interior rico y poético -anhelo que no vio satisfecho sino a las puertas de la muerte-.

La Comedia humana no merecería su título profundo, a no palpitar en ella la otra fuerza elemental de la vida, el amor, o (si la palabra parece timbrada de romanticismo) el instinto de reproducción y sus consecuencias pasionales y sentimentales. Y, en efecto: así como lo encontramos en la biografía de Balzac, lo encontraremos en su obra. La mujer influyó decisivamente en la existencia de Balzac, por lo mismo que aquel hombre grueso, pequeño, de facha prosaica, a lo Gaudissart, era un sentimental, casi un platónico, y necesitaba a la mujer para la comunicación espiritual principalmente. Sus amistades, sus afectos, entre mujeres los eligió. Sin hablar de su madre, su hermana, la Duquesa de Abrantes, la Duquesa de Castries, Jorge Sand, la Carraud, madama de Berny, la Condesa Hanska, fueron modelos de esa serie de mujeres encantadoras y tan sentidas y verdaderas, que desfilan por los cristales de la Comedia humana. Madama de Berny es la heroína de La azucena en el   —107→   valle5; Camila Maupin es Jorge Sand; la Duquesa de Langeais es la Duquesa de Castries -una coqueta que desesperó a Balzac-; Madama Carraud es el tipo de la mujer incomprendida, tipo que debe incluirse entre las conquistas de Balzac y las notas características del romanticismo: el Quijote de este tipo específico lo escribió Flaubert en Madama Bovary. Acaso ningún novelista superará a Balzac en el sentido y percepción del eterno femenino, perspicacia no incompatible con la ilusión realmente cándida y delicada que demostró en materias amorosas. El autor de la Fisiología del matrimonio y de los Cuentos de burlas o gorja, fue muy rendido y finísimo amante, como lo demuestra la historia de sus largas relaciones con la condesa Hanska, aristócrata rusa, con puntas y ribetes intelectuales, admiradora de Balzac, al cual, en los principios de su amistad apasionada, inspiró la idea, no muy feliz, de la novela místico-espiritista Serafita. Bien puede asegurarse que esta pasión sincera y constante, y contraída en la madurez, no favoreció al atareado y siempre ahogado autor de la Comedia   —108→   humana. Acaso excitó su imaginación de artista, pero contribuyó poderosamente a destruir su organismo, ya tan gastado, por las emociones del orden moral que le produjo. Las frecuentes, interminables ausencias, los recelos continuos de perder un bien tan estimado, la esperanza de asegurarlo, el dolor de ver correr años sin conseguirlo, debieron de contribuir a causar a Balzac el padecimiento cardíaco que le llevó al sepulcro. Diecisiete años perseveró en un sentimiento sólo interrumpido por la muerte, y en el cual había todas las ternuras de la amistad y todo el fuego del amor. He leído en algún biógrafo que la condesa no pagaba ni estimaba en su valor el apego absoluto y extremoso de Balzac.

No existe, entre las novelas que Balzac pudo escribir (con los elementos autobiográficos y los caracteres de autorretrato que se encuentran, por ejemplo, en Albert Savarus), ninguna tan triste, amarga y hecha para sancionar el concepto más pesimista, como la vida íntima del propio escritor. Causa una impresión de fatiga, desaliento y piedad infinita considerar la eterna, febril, gigantesca labor de Balzac, su aspiración exaltada a ganar el desahogo y el reposo para los últimos días de la existencia, y con el reposo un hogar y la dulce compañía de una mujer; pensar que quien así combatía y se afanaba sin tregua era el gran autor de tanto estudio maestro, de tanto perfecto análisis; y ver que, al poner la mano sobre el fantasma de su dicha, iba el fantasma a deshacerse en niebla   —109→   de cementerio. En Marzo de 1850, hecho un cadáver, se unió por fin Balzac a la Condesa Hanska; en Agosto falleció. Se representó en su destino el dramático asunto de La piel de zapa: al cumplirse el deseo, se acorta y contrae la tela del vivir, y con la última y suprema aspiración, desaparece...

Cuando apenas quedaba de la piel de zapa un retacillo imperceptible, Balzac lanzó a la obra de toda su existencia esa ojeada lúcida con que en la postrimería se contempla el pasado en su conjunto; y suplicante, lívido, humedecidas ya las sienes por el sudor de la agonía, pidió al médico que le asegurase seis meses, seis semanas, seis días para retocar la Comedia humana, eliminar las páginas inferiores, sobrantes, acentuar las hermosas y superiores. Dícese que el médico movió la cabeza y que este movimiento fue el tiro que remató a Balzac. Sea verdad o no, la insensata súplica de Balzac patentiza que en el grave momento comprendió dos cosas: que su labor está llena de imperfecciones, que es recargada, excesiva como una pagoda asiática, y que, con todo eso, su labor es su gloria, y que los demás afanes que le torturaron -posición política, sillón no obtenido en la Academia, antigüedades preciosas, riqueza-, eran apariencias, ilusiones, engaños; que él era novelista, creador de un género, y que, por eso y sólo por eso, al caer sobre la almohada su cabeza inerte, empezaba su victoria.



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ArribaAbajo- V -

La novela.- Balzac.- La «Comedia humana»


El primer impulso de sorpresa que causa la labor de Balzac es del género cuantitativo, y parecería poco halagüeño para un escritor, si no fuese que tal asombro (en quien no se limita a mirar la fila de volúmenes alineados, sino que calcula su importancia) se convierte en admiración a la intensidad de la obra. La sensación peculiar de Balzac, en conjunto, es de hercúleo vigor, ejercitado con lo que él mismo llamaba «infernal coraje».

La segunda impresión es de algo dinámico, en perpetua actividad. Hay obras de arte que nos parecen fundidas en bronce o cuajadas en mármol. Las de Balzac, a la vuelta de más de medio siglo, dijérase que conservan la fiebre, la agitación fecunda del acto creador, y también de la continua transformación que sufrieron bajo la pluma del que las escribió, o descontento   —112→   y anhelante de mejorar lo producido, o dudoso en la concepción del plan general que hervía a borbotones en su mente y que definió tan tarde.

Los que vinieron después de Balzac -por ejemplo, Zola- encontraron trazadas las líneas de la obra épica y serial. La ambición de escribir con vistas al mundo entero tenía ya precedentes. Balzac, que abrió el camino (y probablemente lo cerró, o al menos lo obstruyó con su formidable personalidad), no supo en los primeros momentos, y acaso hasta los últimos, adónde se dirigía. Sus tanteos, sus corazonadas, sus presentimientos, sus intuiciones, su tenaz porfía, sin un instante de desaliento y descanso, son un caso de valentía y ejercicio de voluntad, en que la raza latina (y no hay que decir si Balzac es latino) afrenta a la sajona.

Nunca cesó Balzac de refundir, reducir, amplificar, suprimir capítulos, agregar páginas y partes enteras, anunciar novelas que jamás vieron la luz, proyectar otras que nunca escribió, rectificar la clasificación de sus libros; y Carlos de Louvenjoul, el paciente y documentado autor de la Historia de las obras de Balzac, nos dice: «Especialmente sus primeros escritos, han sido rehechos varias veces, y la versión definitiva es completamente diversa, como forma, de la versión original. Cuando acertó con el plan de la Comedia humana, cambió y modificó también casi todos los nombres de los personajes, fuesen reales o imaginarios, de modo   —113→   que encajasen mejor en el gigantesco monumento, y hasta la muerte prosiguió Balzac esta faena revisionista, siendo imposible indicar todas las variantes».

Las juvenilia de Balzac no figuran en la edición definitiva de sus obras, y en realidad no lo merecen. Son novelas publicadas bajo pseudónimos diversos, a impulsos de la necesidad, y en las cuales se ve el propósito de imitar a Walter Scott; esta poderosa influencia del novelista escocés sobre Balzac, que, como veremos, fue duradera y alcanzó a la Comedia humana, orientó desde luego al imitador en un sentido del cual realmente ya no vuelve a desviarse: el histórico. En 1822, cuando Balzac, dejándose de tragedias, empieza a urdir novelas, el romanticismo, siguiendo las huellas de Chateaubriand en Los mártires, se impregna del sentimiento de lo histórico, se empapa en la pintoresca belleza del pasado, y tal movimiento, que transforma el lirismo y lo convierte insensiblemente en elemento épico, se refleja, no sólo en los libros de los historiadores propiamente dichos, sino en la pintura, en la escultura, en el mobiliario y en la literatura de imaginación: a la cabeza, Walter Scott, adorado y reverenciado como un ídolo, desempeña ese papel tan característico de guiar a una generación literaria hacia un punto dado, para que al fin llegue a otro-. Detrás de Walter Scott escribió Víctor Hugo Han de Islandia y Nuestra Señora de París, y ¡oh mal empleada constancia!, continuó escribiendo, pasada la   —114→   moda, Noventa y tres; detrás de Walter Scott fueron Vigny con Cinq Mars, Mérimée con la Crónica de Carlos IX, y hasta el propio Dumas con sus célebres Mosqueteros; mas también Balzac hubo de seguirle, primero en sus flojas novelas repudiadas, después en otras más fuertes, como Catalina de Médicis; y siempre dirigido por la idea romántico-histórica, llegó a darle verdadero cuerpo y sangre en la totalidad de la Comedia humana, donde se disuelve el romanticismo.

Aunque Balzac repudie sus juvenilia, esas narraciones llevan la marca formal del autor. No es lo mejor de Balzac la forma, pero es inconfundible, y las primeras páginas descriptivas de Don Gigadas podrían ser el exordio de Los labriegos, una de las mejores creaciones de Balzac. El escritor -en Balzac de segunda, así lo entienden muchos críticos- no adquirirá cualidades relevantes de estilo ni al yunque de la producción y de la corrección continua. El que va a destacarse no es el escritor, sino el historiador -un historiador muy distinto del que trazó las páginas de Quintín Durward e Ivanhoe-.

Balzac había principiado a publicar libros veinte años antes de que saliese a luz el prólogo de la Comedia humana, el cual precede sólo ocho años a la muerte del autor. Corrían impresas ya Los chuanes, la Fisiología del matrimonio, La paz del hogar, La doble familia, La mujer a los treinta, La piel de zapa, El coronel Chabert, El cura de Tours, La abandonada,   —115→   Luis Lambert, la Historia de los trece, El médico de aldea, Eugenia Grandet, Papá Goriot, La azucena en el valle, La solterona, Ilusiones perdidas, César Birotteau, La casa de Nuncingen, El cura de aldea, Beatriz, La musa del departamento, Un asunto tenebroso, El hogar de un solterón, Úrsula Mironet, Alberto Savarus; enumeración incompleta que basta para explicar hasta qué punto la Comedia humana, aun cuando careciese de programa entregado al público, estaba en pie, con la relación de solidaridad que engrana los resortes de tan asombroso mecanismo. Desde que el programa aparece, en Julio de 1842, se agregan a la labor ya realizada algunas páginas de las más salientes, como Los labriegos, Los parientes pobres, El diputado de Arcis, Modesta Mignon, Honorina, Madama de la Chanterie; pero quedan en proyecto, detenidas por la mano esqueletada que para el reloj cuando quiere, una tercera parte de los Estudios que habían de formar el conjunto, especialmente los Estudios de la vida militar, las Escenas de la vida política y los Estudios filosóficos. Comprende el programa de la Comedia humana, además de estos estudios, los de costumbres, vida privada, vida de provincia, vida parisiense, vida rural, y como remate o corona del enorme edificio, los Estudios analíticos, de los cuales sólo poseemos uno, que por cierto no me resuelvo a incluir entre lo mejor de la obra, a saber: la Fisiología del matrimonio.

El prefacio de la Comedia humana es un documento   —116→   que por sí sólo bastaría para fijar los principales caracteres de la transición literaria de lo lírico a lo épico, del romanticismo al naturalismo. Compárese al célebre prefacio-manifiesto de Cromwell, de Víctor Hugo, ese agudo grito de rebeldía, esa reclamación vibrante de la libertad absoluta y anárquica del genio, con el Prefacio de Balzac, que es todo él un acto de sumisión del genio al método, a la observación y a las leyes científicas, físicas y naturales que rigen lo creado y se imponen a la criatura. En el manifiesto de Víctor Hugo, dijérase que a la humanidad le han salido en los hombros unas alas de cera, con las cuales intenta acercarse al sol. En el manifiesto de Balzac no hay vuelo: hay la actitud de afirmar las plantas de los pies en la tierra; el estudio del hombre parte de la noción de las especies animales. Víctor Hugo no ve más que a sí mismo, el genio. Balzac ve cuanto está a su alrededor, y nos dice: «La sociedad se parece a la naturaleza, y determina en el hombre, según los medios, tantas variedades como especies zoológicas se conocen».

He aquí patente la evolución de lo individual a lo general, de la poesía a la ciencia. Los maestros que invoca Balzac son Geoffroy Saint Hilaire y Lamarck, como hoy invocó Brunetière, tan católico, a Carlos Darwin. Su aspiración es representar en libros el conjunto de la antropología social, según Buffon representó el de la zoología. La deficiencia de la historia es referir sucesos sin demostrar el mecanismo   —117→   de móviles y causas, lo cual no puede hacerse sin estudiar la vida privada, la vida íntima de cada período. El ardiente deseo de remediar esta deficiencia acucia a Balzac, y confiesa que al pronto ignoraba cómo pudiera hacerse, toda vez que los mejores novelistas, hasta entonces, sólo retratan una faz de la vida, sólo crean dos o tres personajes; verdad que estos personajes ficticios tienen existencia más auténtica y duradera que los seres materialmente reales. Leyendo, sin embargo, a Walter Scott, halla Balzac reunidos el drama, el diálogo, el retrato, el paisaje, la descripción, lo maravilloso y lo verdadero; únicamente nota que falta la coordinación sistemática de tantos elementos. Quien coordine los elementos de la vida podrá realizar lo que no realizó el escocés... La sociedad francesa será el historiador, Balzac el cronista, y se habrá escrito, siquiera una vez, la historia verídica de las costumbres de una época.

Todavía le parece poco a Balzac. El historiador está obligado a desentrañar el oculto sentido de tantos hechos, para calificarlo y juzgarlo. Retratada así la sociedad, lleva consigo la razón de su propio movimiento. En armonía con esta necesidad, Balzac expone sus ideas y sus principios políticos y religiosos, de los cuales hablaremos. El prefacio de la Comedia humana es curioso, porque demuestra cómo Balzac se daba exacta cuenta del mundo que ha creado, y que ansía completar si, colmando, el deseo de sus editores, le concede Dios larva vida. «Mi obra -dice- tiene su geografía como   —118→   tiene su genealogía y sus familias, sus lugares y sus objetos, sus personas y sus hechos; como tiene su heráldica, sus nobles y sus burgueses, sus artesanos y sus labriegos, sus políticos y sus pisaverdes, su ejército, su universo, en resumen». Compendio de la existencia humana, las escenas de la vida privada representan la niñez y la adolescencia; las de la vida de provincia, las pasiones, los cálculos, el interés y la ambición; las de la vida parisiense, los vicios y el desenfreno, el sumo bien y el sumo mal; las de la vida política, las personalidades excepcionales que están fuera de la ley común; las de la vida militar, los períodos de anormalidad; las de la vida rural, el reposo vespertino (y dicho sea entre paréntesis, y a propósito del reposo, quizás en ninguna de sus obras desenvolvió Balzac dramas tan violentos como en las tres narraciones que forman el grupo aldeano). Tal fue el vastísimo plan de Balzac, y si no consiguió darle cima, tampoco ha venido después nadie que lo consiguiese.

Recordemos un instante la obra serial de Zola, los Rougon Macquart, no en páginas aisladas, sino en conjunto, y digamos sinceramente que Balzac todavía es el único creador de la única Comedia humana.

La idea épica de la Comedia humana, más o menos concreta, es, sin embargo, antigua como las literaturas. Los vastos y ramificados poemas indios, por ejemplo, el Mahabarata, encierran una representación total, histórica, de la sociedad y las costumbres de su tiempo. Dejado   —119→   aparte su sagrado carácter, otro tanto puede decirse de la Biblia. La Odisea y la Ilíada contienen el cuadro de una época, y en la Odisea especialmente hay una fiel transcripción de costumbres. En la Eneida tampoco falta este elemento social. La Edad Media recogió esa aspiración totalista, como recogió cuantas había legado la antigüedad; y las Sumas, predecesoras de las Enciclopedias, responden al mismo afán de abarcar en conjunto y organizar en sistema lo que cabe saber y conocer de la vida y del universo. Igual propósito inspira al Alighieri, y por algo se dijo que Balzac bebió su inspiración, y hasta buscó su título en la Divina comedia, a la cual llamó su propio autor «el poema sacro en que colaboraron la tierra y el cielo», y donde se encuentra la representación cabal de la Edad Media, y especialmente del siglo XIII, con sus luchas, sus odios, sus utopías, sus ideas filosóficas y sociales, sus conflictos históricos, su arte, su misticismo, sus dramas de amor y sangre -lo que realmente tuvo a su alrededor el poeta, el ambiente que respiró-.

Para llevar a cabo este género de empresas no basta proponérselas reflexivamente. Si alcanzasen el propósito y la paciencia, hubiésemos tenido muy diversos ejemplares de Divina comedia y Comedia humana. Hay en la obra de Balzac un cálculo y método que, a pesar de mil caprichos y digresiones, podríamos llamar severo; hay una demostración de tenacidad inquebrantable, que será siempre asombro de la   —120→   crítica; pero lo que principalmente hay, y lo que no podía dejar de haber, es una disposición genial para aprovechar y transformar los datos adquiridos mediante aquella lucidez casi morbosa que él expresaba diciendo: «Desde niño poseo una sensibilidad para la percepción de lo externo, que me penetra a cada instante como un cuchillo agudo en el corazón».

Empezando por reconocer que el escritor más objetivo, más impersonal, más histórico, más enemigo del individualismo -son las señas de Balzac-, no es nunca sino un individuo genial, es decir, un ser de excepción, comprenderemos lo baldío de ciertas discusiones, en que se aquilata si lo que Balzac llama estudios son, en efecto, estudios, esfuerzos de aplicación para recoger materiales y anotar hechos, y si la sociedad que aparece en la Comedia humana se parecía, rasgo por rasgo, al retrato que dibuja Balzac. Seguramente Balzac no miente cuando hace profesión de seguir un método científico, cuando invoca los nombres de Lamarck y de Geoffroy Saint Hilaire. No menos seguramente, Balzac no es, ni por asomos, lo que se dice un hombre de ciencia, y no existe contradicción entre esta verdad y el título que suele prodigársele de doctor en ciencias sociales. Para el literato, seguir un método científico significa la adaptación o la conformidad de su idea directriz con lo que la ciencia, en su actual desenvolvimiento, tiene indagado y reconocido; esto es lo que podemos llamar conocimiento suficiente; pero no es el conocimiento   —121→   profundo y ordenado de la materia científica6. No necesita el novelista meterse en el laboratorio o encanecer sobre los libros especiales de una rama de la ciencia, para inyectar suero científico a su obra.

Es preciso recordar otra vez el nombre de Dante, clérigo grande, docto en muchísimas materias, pero docto a lo artista. Hasta diré que existe incompatibilidad entre la sabiduría especial y concentrada y el arte creador, y si Goëthe y Dante fueron manantiales de sabiduría, no hubiesen podido ser pozos y producir el Fausto y la Divina comedia. Los grandes artífices de vida y humanidad, como Balzac, Shakespeare y Cervantes, saben siempre muchísimo y de muchísimas cosas; pero el diablo que sepa cómo las saben, y no importa nada que las sepan truncada y hasta en parte erróneamente (así las supo el asendereado y lego autor del Quijote). A todos ellos se les podría aplicar lo que Chasles dijo de Balzac, con extraordinaria exactitud: «Repiten continuamente que Balzac es un observador, un analítico; era más o era menos: era un vidente».

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Y si no lo fuese, ¿qué reflexión, qué meditación, qué labor de buey uncido al arado alcanzaría para escribir un solo grupo de la Comedia humana? Con razón dice de él Sainte Beuve que poseía la intuición psicológica, aunque le faltó añadir (el ilustre crítico de los Lunes no fue ni aun equitativo con Balzac) que también poseía la psicología, y en altísimo grado. Y añade Sainte Beuve, como a pesar suyo: «Lo que Balzac no veía a la primer ojeada no solía verlo después; la reflexión ya no se lo devolvía. Pero ¡qué de cosas sabía ver y devorar de una sola ojeada! Venía, charlaba; él, tan embriagado en su obra y, en aparencia, tan lleno de sí mismo, sabía preguntar, escuchar con provecho, y hasta cuando no escuchaba, cuando parecía no ver más que a su idea y a sí mismo, salía llevándose cuanto necesitaba, y os asombraba al describirlo después». He aquí el carácter, el sello de la poderosa y rápida asimilación, que no es fruto de ninguna gimnasia racional, que es gracia de naturaleza. Y acaso existe una oposición absoluta entre este don de devorar maravillosamente las cosas y el esfuerzo bovino de aprenderlas para no poseerlas.

Tal es el punto de vista en que conviene situarnos para decir si es o no exacta y verdadera la pintura que hace Balzac de la sociedad de su época en la Comedia humana. Eterna discusión que surge cada vez que aparece un pintor de costumbres. No hace muchos días he leído que D. Ramón de la Cruz (el que con alarde gracioso y no del todo infundado se preciaba   —123→   de escribir la historia de su tiempo) no nos dejó fiel reproducción de la España manolesca. De Pereda he oído repetidas veces que había hecho la Montaña a su gusto; y de Mérimée, que inventó a Córcega. Los tres ejemplos citados son de escritores localistas. Balzac abarcó amplísimo espacio; por de pronto, su patria entera. Además, Balzac, como buen vidente, no sería nunca el realista concienzudo que recibe impresión fuerte de los objetos exteriores, y la refleja. Aquella sensibilidad aguda y afilada como daga buida, que le hería continuamente el corazón, le permite ahondar en el alma de una época y en el alma humana de todas las épocas, en lo cual está el secreto del alcance y virtud de los grandes videntes, Shakespeare, Dante, Cervantes.

El criterio que debemos aplicar para juzgar de la exactitud con que Balzac reprodujo la fisonomía de su época, y para decidir también si cumplió su programa de escribir la historia del sentimiento fibra por fibra y la historia social en todas sus partes, es justamente prescindir de si hay en la Comedia humana algo que no es fiel y nimia reproducción de determinado aspecto de aquella época sugestiva, agitada y crítica de 1793 a 1850, sino atenerse a la impresión de verdad general que se desprende del conjunto, sobre todo de los caracteres y los tipos de humanidad, que hoy encontramos como entonces, descontada la diferencia de ambiente y circunstancias. Es precisamente lo curioso de la Comedia humana, que lleva fecha   —124→   y no la lleva; que es el Imperio, la Restauración y los Orleans, pero encierra un sinnúmero de páginas de completa actualidad, porque son naturales, analíticas, y estudian pasiones y flaquezas de entonces, hoy y siempre. La vida militar, la vida literaria, la vida política, la vida íntima de un período, pueden, sin duda, diferenciarse de las de otro período, con diferencias típicas bien marcadas; un costilla de hierro de Cromwell, rezador, austero e iconoclasta, no es un granadero de Napoleón; las Duquesas y Vizcondesas literarias, marisabidillas, de Balzac, no son las damas automovilistas y americanizadas de ahora; y un encanto peculiar de Balzac acaso sea ese privilegio de energía en la transcripción, que nos permite imaginar que hemos vivido en la sociedad de la Restauración y Luis Felipe, que hemos frecuentado las casas, los bailes, los sitios todos adonde nos conduce el novelista. Sus novelas son fragmentos de historia, infinitamente más históricos que los anales que hayan podido quedarnos de ese tiempo. Brunetière afirma que las novelas de menos valor histórico son las que llevan al frente el rótulo de históricas, y que un tipo militar estudiado por Balzac nos enseña más respecto a esa fase de la historia de Francia que todos los documentos del archivo del Ministerio de la Guerra.

No lamenta, por cierto, el eminente y seguro crítico francés -de quien difiero en varias apreciaciones, aunque no en esta- que Balzac no haya tenido tiempo o fuerzas bastantes para   —125→   llenar del todo su programa de la Comedia humana. Era probable que desnaturalizase la idea al pretender darle mayor precisión y rigor de lo necesario, al hacerla más artificial, transformándola en lógica y geométrica. Siempre existía ese peligro, y, como hemos notado, la reflexión, el cálculo, el plan y método que pide la labor científica, no son prendas seguras de felicidad en la artística -aunque al tratarse de Balzac no sea el arte, o mejor dicho, la belleza, sino la verdad, lo que resalta-. Puede resentirse de la idea reflexiva una concepción tan ardiente, tan viviente como la que Balzac trasladó al papel; pero es lo más probable que el arranque creador triunfase por último, y que la Comedia se completase sin perder esa espontaneidad y esa ebullición calenturienta de vida, «sorda, inconsciente, incoercible» que late en toda la obra.

Me apresuro, sin embargo, a declarar que la Comedia humana, al lado de la impresión de realidad histórica que produce, causa otra que encuentro expresada por Sainte Beuve, cuando dice: «Balzac; no contento con observar y adivinar, no pocas veces inventaba y soñaba». Sí, hay en la Comedia humana buen contingente de sueños y aun de visiones; pero he aquí cómo me explico este elemento, que, bien mirado, forma parte de la realidad, puesto que en lo íntimo de nuestro ser lo llevamos, y con nosotros va desde la cuna a la huesa. No es Balzac, no es propiamente el autor quien sueña con los místicos y los teósofos; es su misma   —126→   época -y así cumple Balzac el deber del retratista- la que sueña en sus libros. Pueden incluirse, en este sentido, los sueños y las visiones de Balzac, en el número de aquellos documentos humanos por él aportados y cuya cantidad admiraba a Taine. Eran los cuartos obscuros del enorme edificio irregular que erigió. Como sucede a la mayor parte de los creadores, Balzac se equivocaba respecto al alcance de su genio, y lo confundía con la voluntad reflexiva. Hay un párrafo curioso puesto por Davin en boca de Balzac, y mejor se dijera, puesto por Balzac en pluma de Davin7. Lo extracto: «No basta ser un hombre; hay que ser un sistema. Walter Scott labró sillares; pero ¿dónde está el monumento? Vemos los seductores efectos del análisis, y no vemos la síntesis... El genio no es completo sino cuando une a la facultad de crear la de coordinar sus creaciones... No basta observar y pintar; hay que hacerlo con algún fin... Si queréis arraigar como un cedro en nuestra literatura de movediza arena, sed Walter Scott, y arquitecto además... Vivir en literatura hoy, es menos cuestión de talento que cuestión de tiempo. Y antes de que os pongáis en comunicación con la parte sana del público que juzgue vuestra valerosa empresa, habrá que beber diez años en la copa de angustia, aguantar burlas, sufrir injusticias, porque el escrutinio en que vote la   —127→   gente ilustrada se hace bola tras bola». Años después, Emilio Zola manifestará su propósito de ir echando a la calle libros y libros, para que cuando formen un montón muy alto se detenga la multitud sin remedio y se entere de que están allí -al contrario de aquellos románticos a quienes hacía inmortales un tomito de versos...-. Es la idea reflexiva, la aplicación del concepto de fuerza y trabajo, que transforma a materia aplicando leyes científicas a la creación de arte. Es la estética del positivismo, fórmula nueva de Balzac.