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ArribaAbajo- XII -

La poesía lírica durante la transición.- Teófilo Gautier y el arte por el arte.- La forma y el lenguaje.- Mal del siglo e influencia española.- Lamartine: su segunda y última época de poeta lírico.- La política: Víctor Hugo en el destierro.- El romanticismo, vencido en la escena, se defiende y sobrevive en la poesía lírica.- Los Castigos y las Contemplaciones


Parece que de Teófilo Gautier debiera haberse tratado en el período romántico; pero, por muchos conceptos, más bien le corresponde figurar entre los elementos que disolvieron el romanticismo. No lo hizo en forma de impugnación, como los clásicos; no discutió los fundamentos de la escuela; su intervención fue más segura.

Teófilo Gautier era meridional, nacido en Tarbes. Si la biografía consiste en referir sucesos que cautiven la atención por resonantes o por desusados, no tiene Gautier más realce biográfico del que le presta el famoso chaleco rojo del estreno de Hernani, bandera de la insurrección. Por lo demás, su historia externa es la de un jornalero literario, productor fecundísimo.   —268→   Con razón exclamaba, cuarenta años después del memorable estreno. «Mis poesías, mis libros, mis artículos, mis viajes, yacerán olvidados; pero nadie se olvidará de mi chaleco rojo. Esa chispa de fuego lucirá todavía cuando lo demás se haya extinguido, y me diferenciará de los contemporáneos, cuyas obras no valen más que las mías, pero que llevaban chalecos obscuros. No me desplace dejar de mí este recuerdo -añade en el tono que gastaría el Capitán Fracasa-; es altivo y desdeñoso, y me presenta desafiando a la opinión y burlándome del ridículo». Proclamaba Gautier en chanza una triste verdad. Para mucha gente, el maestro cincelador, el impecable Teo, el Benvenuto de la prosa, nunca pasó de ser el muchacho de largas greñas, que en una noche de batalla lucía chaleco punzó y pantalón verde.

Acabo de aplicar a Teófilo Gautier epítetos que no me resolvería a prodigar a ningún otro escritor francés, ni siquiera a Mérimée. Son peculiares de aquel que suscita impresiones plásticas, comparaciones tomadas de otras artes distintas de la literatura. La vocación de Gautier fue ambigua: después de cursar brillantemente las aulas y las humanidades, ingresó como alumno en el taller del pintor Rioult, y se consagró al estudio del desnudo; allí contrajo la idolatría de la belleza de la forma, que revelan sus novelas y sus versos. Cuando esto ocurría, fermentaba el motín romántico, reclutando sus mesnadas entre escultores, pintores   —269→   y arquitectos. Aquellos entusiastas de blusa, con los dedos manchados de cobalto y bermellón, estaban ebrios de poesía, y no recitaban de memoria, sino que cantaban a coro las baladas de Víctor Hugo, el dios de la escuela, a quien tan rendidamente adoró Teófilo.

La revolución literaria iba unida a otra en las artes plásticas, bien estéril, por cierto, en sus resultados, pero que, al cabo, libertaba de la tiranía de la escuela de David y de la sequedad académica. La pasajera victoria del drama romántico se preparó en los talleres; de ellos salían brigadas de jaleadores, llevando por santo y seña una cartulina, donde se leía la palabra española hierro. La hueste pictórica la capitaneaba Teófilo Gautier; y cuando ya en su madurez le preguntaban si había sido célebre desde joven, contestaba: «Sí... por mi chaleco». Jamás borrada de su memoria la efeméride, los últimos renglones que trazó su pluma fueron para recordar, en crónica inacabada, el estreno de Hernani.

Aquella noche inolvidable le arrancó de las ruanos el pincel y le consagró a la pluma, a lo cual contribuyó no poco la amistad con Gerardo de Nerval; pero realmente Gautier continuó como había empezado: artista plástico. En vez de modelar o extender colores sobre el lienzo, escribió, pidiendo a las letras lo que hasta entonces nadie les había exigido: la forma, el relieve, el color, los accidentes de la pintura y la escultura.

No tardó Teófilo Gautier en publicar sus primeras   —270→   poesías: Albertus, La Comedia de la Muerte; en sus versos, como en su prosa, se reveló pintor, más aún que pintor, orfebre, lapidario. Su programa fue siempre el que expuso al publicar Esmaltes y Camafeos: «tratar, en forma sucinta, asuntos chicos, ya sobre placa de oro o cobre, con los vivos colores del esmalte, ya con la rueda del grabador de piedras finas, sobre ágata, cornalina y ónice». Es, pues, Gautier revelador de lo que se llama la transposición, que aplica al arte literario los procedimientos de las demás artes; y si, en cierto modo, de él proceden los estilistas, más directamente salieron de sus lomos los coloristas, tallistas, aguafuertistas, acuarelistas y orfebres de la prosa y del verso francés; de él proceden Baudelaire, los Goncourt, Banville, Heredia. Cuando digo las demás artes, convendría añadir plásticas, porque la música no influye en la escuela de Gautier.

Sólo con esta innovación, tendría lo bastante Gautier para sobrevivir; y si Gautier no es, como quiso Baudelaire, un desconocido, en cuanto poeta, por lo menos no fue estimado en su justo valor, ni alcanzó, ni ha alcanzado todavía, el puesto que le corresponde. Caso doblemente extraño, puesto que Teo estuvo siempre en la brecha, escribiendo, y no cambió de doctrina en su larga carrera crítica. Baudelaire, que tan delicadamente estudió a Gautier, supone que el publico se fijó en sus crónicas y folletones, mientras olvidaba o era incapaz de saborear sus versos.

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Sus versos no son para la muchedumbre. Mejor podía esta comprender y sentir a Lamartine, y aun a Musset, «hombres de un día», es decir, intérpretes del sentimiento general en su época (cada uno por su estilo), que a Teo, escribiendo con impasibilidad divina, de hinojos ante la Belleza. No sé si la Belleza fue un numen adorado entre los helenos; la Edad Moderna, de cierto, no cree en él, y son minoría sus adoradores. De su aislamiento, Teo se enorgullecía; ni aun admitía que debiese protestar de la indiferencia de un público, para el cual, sustantivamente, la Belleza no existe. Protestar sería igualarse a esa muchedumbre; sería encanallarse.

Voluntariamente sujeto al yugo de oro del estilo, Gautier entendía que «el escritor que no sabe decirlo todo; aquel a quien una idea, por extraña, por sutil que la supongamos, por imprevista que sea, y aun cuando caiga del cielo como un aerolito, coge desprevenido y sin medios de expresarla, no es digno de llamarse escritor». Nótese que en el estilo hay dos aspectos diferentes: su pureza o casticismo y su belleza. Un estilo puede ser muy correcto, aproximarse a la perfección, y carecer de esa «ardiente sal» con que los geniales sazonan. El estilo de Teófilo reunió ambas excelencias.

Al lado de sus méritos de estilista, tuvo Gautier el de la descripción pintoresca. Como nadie ignora, dijo de sí mismo que «era un hombre para quien existía el mundo exterior», como existe necesariamente para los artistas   —272→   plásticos, que en la naturaleza visible recogen líneas, colores y aspectos. Esta condición de Gautier se revela ya en sus primeros versos, distinguiéndole de los «escultores en humo», cuyo prototipo parece ser Lamartine; y tras la huella firme y relevada de su «estrecho coturno» irán, hasta sin saberlo, al través de otras influencias, generaciones enteras de poetas y escritores.

Obsérvese que al hablar de Gautier, más que sus mismas obras interesa el influjo que ejercieron, y que, iniciado al otro día de la victoria de la escuela romántica, se desenvuelve durante la transición, continúa bajo el naturalismo, y acaso hoy, en la disolución de las escuelas y en la infinita complejidad de las tendencias, sea mayor que nunca. En efecto, y si he logrado hacer entender lo que caracteriza a la transición, en ella, deshecho el ideal romántico, y mientras parece que triunfan los filisteos, lo que sucede es que se prepara otro alzamiento, el naturalista, traído por el realismo de los novelistas y por el avance del positivismo científico, que pretende, ya veremos si con éxito, aplicar al arte sus fórmulas; y Teófilo Gautier, con las pocas pero vigorosas y fecundísimas ideas que emitió, trazó el camino, no sólo contra la invasión del achatamiento filisteo, sino contra las intrusiones de la ciencia donde no la llaman. La teoría de Gautier, para expresarla brevemente, se alzó frente a las incursiones invasoras de lo Bueno y lo Verdadero en los dominios de lo Bello.

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¿Será necesario advertir que ni Augier ni Emilio Zola representan a la moral ni a la ciencia? No lo es sin duda; mas no por eso ha de negarse que las tendencias de corrección de las costumbres por la sátira moralista, y después la escuela literaria, que invocaba los principios de Claudio Bernard en su Introducción a la medicina experimental, desviaban el arte de su terreno propio, sometían a la estética a otros fines. Para definir a Gautier y el servicio que ha prestado a las letras, fijémonos en que, mediante su doctrina, son pulverizados primero el romanticismo, después el moralismo de la transición y luego el naturalismo. No sé si cabe hacer más, con menos alardes magistrales.

Reconocido esto, causa admiración que a Gautier se le haya negado, no ya la posesión de un cuerpo de doctrina, sino hasta la de una sola idea. Menos injustos con él son los que le dan por bandera este aforismo: «La idea nace de la forma»; pero si la primera aserción es inconcebible, tampoco me parece sostenible la segunda. Lo que vive de Gautier, más que sus versos y sus novelas y sus críticas (todo ello está muy por cima de lo vulgar) son justamente sus ideas estéticas.

Sería raro fenómeno que un escritor de tan vigorosas convicciones no hubiese transmitido en sus escritos ni siquiera lo que Baudelaire llamó su idea fija, el culto de la inmortal hermosura, del cual se derivan, en concatenación lógica, los principios restantes. Lo primero,   —274→   hay que saber qué se entiende por ideas. No creyó Gautier que la idea naciese de la forma, pero sí creyó y dijo muy alto que las ideas están al alcance de todos y la forma sólo del artista; por lo cual, como hemos visto, consideraba indigno del nombre de escritor al que no encontrase forma de expresar toda idea artísticamente. Ideas, no del orden filosófico, pero del estético, y en especial del técnico, encontramos en Gautier, y si no son muchas, son en cambio tan bruñidas y acicaladas, que tenían que herir hondo y asegurar la victoria. Contra los románticos, emitió la de la impasibilidad y objetividad del arte, la condena de toda exhibición de sentimiento individual, y también la apoteosis de la robustez, la fuerza física y el placer, opuesta a la palidez de los héroes del romanticismo y a su endeblez corporal. Teo decía de sí mismo, con orgullo, que era fuerte, no sólo porque levantaba pesos considerables, sino porque hacía metáforas bien eslabonadas. Contra los científicos y actualistas, que no habían surgido aún pero que se anunciaban, la de la inferioridad estética de la edad presente, o, en frase de Baudelaire, «la gran vanidad del siglo y la locura del progreso». Y contra los naturalistas, que heredaron de los románticos, pero aplicándola más apretadamente, la tesis de la belleza de lo feo, vulgar y bajo, y su legitimidad dentro del arte, tuvo Gautier su desdeñosa afirmación de que lo feo, bajo y plebeyo, carece de derecho a existir. Y contra los moralistas, es decir, no contra   —275→   los pensadores que escriben de moral, sino los que hacen arte con fin moralizador, Gautier afirma la sustantividad de la Belleza, que es para sí misma un fin propio y suficiente.

No por eso entiendo que los principios de Gautier puedan ser invocados para desdeñar la moral que en altas esferas filosóficas fulgura y resplandece como una de las grandes leyes armónicas de lo creado. Si se recuerda lo dicho respecto a los moralistas en el período de la transición, se verá lo bastardo de esa moral, de fondo jacobino. Atacando vicios y errores circunstanciales; satirizando tendencias contemporáneas, no presentaban los moralistas de la escena y de la novela, para sanear y depurar la sociedad, un ideal cristiano; se contentaban con el buen sentido; no pasaban, la mayoría, del siglo XVIII; eran utilitarios y prácticos, y con razón se les ha tratado de hipócritas y de burgueses. Ni la teoría del arte por el arte ha de entenderse tan estrechamente como han querido entenderla, oponiendo el arte a la moral y hasta a la verdad. Cien veces debe repetirse que en esa teoría lo que hay es una reclamación justísima del arte, la de su independencia y sustantividad, necesarias a su grandeza.

La doctrina de Gautier -dice Brunetière- se le reveló completamente cuando hizo el viaje a España. Nótese la influencia española en estas grandes figuras poéticas de la literatura francesa; y acaso pudiésemos enlazar esta observación con la de Baudelaire acerca del prosaísmo   —276→   natural de Francia, su afirmación de que lo poético nunca es naturalmente francés. Verdad que también habló Baudelaire de la nativa repugnancia de los franceses hacia la perfección, hacia las obras bien hechas y bien escritas; y esto ya sería harto más discutible que el punto de vista del prosaísmo, y, sobre todo, exigiría que definiésemos los caracteres de la perfección.

Viniendo a las poesías de Gautier, de las cuales nos hemos desviado, no cabe duda que Albertus, publicado en 1832, es todavía romántico; es un hermano gemelo de Rolla y de Namuna. Pero las cualidades de Gautier, las que, por un don raro, eran, a la vez, base de su estética y excelencia de su pluma -no siempre esto anda reunido-, resaltan en sus poesías, especialmente en Esmaltes y Camafeos, y las distinguen de la lírica romántica. Son sus versos un primor de factura, pero no hay en ellos nada aparentemente rebuscado; no es posible variar un vocablo sin que desmerezcan, y se diría que el vocablo nació allí, sin esfuerzo. Había estudiado a fondo el lenguaje y, además, poseía el instinto artístico, sin el cual de nada sirve conocer miles de palabras sonoras y enhebrarlas en la rima.

Así, en cualquiera de sus poesías, de sus Interiores, de sus Fantasías, de sus Paisajes, brilla la perfección. Su doctrina del valor propio, sustantivo, de la forma y de la palabra -en esto procedía de Víctor Hugo, y no lo negó nunca-, fue aplicada en su poesía felizmente.

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El título de Esmaltes y Camafeos es gráfico, porque, como en loa hermosos camafeos griegos, en reducido espacio supo destacar el perfil de Apolo. Lo perfecto es grandioso siempre, aunque sea chico.

Hay quien reprende a Gautier por esta misma perfección, calificándola con el epíteto, intraducible en castellano, de virtuosité; es decir, exceso de primor de ejecutante, alarde de dificultad vencida. Le hubiesen querido más sencillo, más apasionado, menos pagano. Y entonces no sería Gautier; sería Musset, por ejemplo. No cabe alterar la figura de Gautier sin desnaturalizarla. Le comprendemos así, grabando en piedras duras, esculpiendo, limando y cincelando el flotante ensueño, hasta incrustarlo en el resistente bloque.

He ahí por qué pudo decirse que, suponiendo que fuera el francés una lengua muerta, profesores y lingüistas no la estudiarían en las obras de los poetas sentimentales y fáciles, y se regocijarían con los afiligranados poemas de Gautier, que no sólo ostentan toda la riqueza del idioma, sino que lo enlazan con sus elementos tradicionales, con el lenguaje de los poetas de la Pléyade y otros, de fresco y lozano verbalismo.

Y aun cuando por su paganismo sensual, pudiera Teo ser un Chénier, es la misma perfección de la forma, es el culto de lo pintoresco, lo que le separa de los clásicos. Él lo afirmaba, diciendo que su parte en la conquista romántica era esa; que su papel en la revolución literaria   —278→   estaba señalado de antemano. La conquista de los adjetivos, las metáforas eslabonadas, el oro de lengua fundido en versos que vivirán «más fuertes que los bronces».

Es preciso confesar que ningún hombre de nuestros días puede ser enteramente pagano y helénico. Acaso nadie lo haya sido en mayor grado que Teo, pero su arte tenía el escollo del amaneramiento «natural», y no se engañaron los que incluyeron entre sus antecesores a Marini y a Góngora, un Góngora menos conceptuoso. Otra influencia española, por cierto muy poco pagana, es innegable en el autor de Tras los montes, que tan admirablemente hizo competencia a Zurbarán con la pluma, y a quien Valdés Leal casi llegó a infundir el «terror católico».

Es justo recordar que antes que Gautier y Hugo, había desestancado el idioma Mercier, grande enemigo de la tragedia clásica, que en su Neología intentó introducir millares de palabras nuevas. «Las lenguas pobres -decía- se oponen al pensamiento, y fijar el idioma, equivale a crucificarlo». Tampoco se eche en olvido a Chateaubriand, que ha logrado efectos sorprendentes con la magia de los vocablos. Pero Gautier hizo más, mediante el principio del valor propio de la palabra. Su teoría iba directamente a condenar aquella literatura vaga y fácil, contra la cual tronaba Nisard, prescribiendo al artista el respeto de su arte, el ardiente y difícil amor de lo perfecto, buscado como los caballeros andantes y los paladines   —279→   buscaban a la encantada princesa.

No es sorprendente que el mérito de Gautier, sobre todo como poeta, haya sido tasado en menos de su valor, por lo mismo que, esteta convencido, así como no quiso ver en el arte sino el arte mismo, tampoco aprovechó para el triunfo ningún recurso extraño al arte. En efecto, la historia privada de los desengaños amorosos de Musset (privada, es un modo de decir), acaso influyó en la resonancia de sus Noches; y no dudemos que al bastardo elemento político, tan burdo, debió Víctor Hugo admiraciones y aclamaciones para el artista desdeñables por completo.

El mismo anhelo de perfección de Teófilo Gautier dio base a las censuras de los que le rebajan a la categoría de poeta menor. Ya se adivina lo que le achacaron: atrofia del sentimiento. Díjose de él que poseía la sonoridad de las cosas vacías, la hueca vibración de esas bellas corazas de Milán nieladas, repujadas e incrustadas de oro, pero detrás de las cuales no palpita un corazón.

Y el caso es que Gautier, teórico de la impasibilidad olímpica, no tuvo nada de impasible en su carácter. Dice Spronck en su interesante libro Los artistas literarios, que el escritor que tanto contribuyó a matar el lirismo romántico, fue por dentro más lírico y desesperanzado que todos los Renés, Manfredos y Adolfos del mundo. Sin que influyesen en él los acontecimientos políticos como en Chateaubriand, ni las decepciones pasionales como en Musset,   —280→   padeció también el devorador «mal del siglo», plaga de las civilizaciones gastadas.

Fruto de la decadencia latina, Gautier, lo repetimos, no era un pagano sereno -si estos paganos existieron, que por mí lo dudo-. Ya en el colegio, prefería a los autores sanos, Cicerón y Tácito, los delicuescentes manidos, Apuleyo y Petronio. «Soy -decía de sí mismo- como el niño que rechazase el seno de su nodriza y sólo quisiese mamar aguardiente, y, mientras llevo una vida morigerada y metódica, me siento tan cansado y tan harto de todo, como si hubiese realizado las monstruosas y abusivas hazañas de un Sardanápalo».

Quizás de esto mismo se derive lo «marmóreo» del escritor. Petrificado por el tedio, ni aun se digna quejarse; el que se queja, como Musset, es consolado por la Musa. El caso de Gautier es morboso, y sintomática la exasperación misma del culto estético y sus extravíos, como la monstruosidad de la androginia, que se revela en La señorita de Maupin. Habremos de volver a hablar de este libro, el más famoso de su autor; especialmente, recordaremos su prólogo; pero no quiero desaprovechar la ocasión de hacer notar que el tema del andrógino vendrá a ser, más adelante, favorito del arte decadente.

Nada está tan cerca del ascetismo como el hastío grande e incurable. Teófilo Gautier, pagano frustrado, sintió, al fin, este impulso, que en otros siglos le hubiese empujado al claustro, única salvación, como él mismo declara   —281→   y reconoce. El admirador de Zurbarán; el que probó, ante Valdés Leal, el estremecimiento hondo de la Segadora y el frío de su guadaña, exterioriza el impulso ascético declarando que desearía sepultarse en una Cartuja, en una hórrida soledad, como las que buscaban para sus mortificaciones los santos: «dans quelque Sierra bien sauvage, ou jamais voix d'homme ne vibra...», con la palabra Sierra en castellano, para que no dudemos cuál fue la comarca del mundo que infundió a Gautier este anhelo...

De todas suertes, la nota íntima, de sentimiento y hasta de dolor profundo, que recojo en la obra de Gautier, no se parece a la queja romántica. Es más interior, más viril.

No ha de negarse que al proscribir con severidad indignada la ostentación y profanación del sentimiento, al dejar fuera del arte todo fin útil y docente, los artistas puros, a la manera de Teófilo Gautier, seguramente se exponen a aislarse de la humanidad, que abandona a los iniciados en sus torres de marfil y en sus templos alabastrinos; porque la humanidad -al menos desde el advenimiento de Cristo- propende más al culto del Bien que al de la Hermosura, y se diría que la general tendencia ética tiene más prosélitos que nunca ahora, aunque se desvíe de los caminos cristianos para seguir los de las reivindicaciones colectivistas. Lo que hay de humano y piadoso hasta en los extravíos del siglo, es cristianismo, o genuino o adulterado; paganismo, nunca. Toda tentativa   —282→   de restauración pagana es arrollada por la impetuosa corriente utilitaria y moral, y la idolatría de la forma queda circunscrita a una minoría desdeñosa y misántropa, que no se digna descender hasta las multitudes, incapaces de entender el arcano. Algunas veces hasta serán cruelmente castigados por la ética general los paganos modernos, y un gran esteta habrá de dar vueltas a la rueda de su suplicio, no tanto por expiación de nefandos hábitos, como porque su arte era opuesto a los ideales morales de su nación y de su época.

El paganismo en arte, observémoslo, es de suyo antirromántico; lo fue con Andrés Chénier, antes del romanticismo de escuela, y lo es con Teo.

El romanticismo tuvo, desde su aurora, un fondo de sentimiento religioso, especialmente en la poesía lírica. A esto contribuyó la historia, con las persecuciones revolucionarias, y quien se puso al frente de la escuela del cristianismo poético, fue Lamartine. A Lamartine y a sus discípulos puede aplicarse lo de los versos trabajados en humo, lo que Gautier viene a proscribir con sus versos labrados en granito.

No era Lamartine, sin embargo, quien encarnaba la resistencia del romanticismo de escuela. Sorprende el vivo contraste entre los destinos de los dos poetas de nombradía universal, Víctor Hugo y Alfonso de Lamartine. Iguales, sin duda, en gloria, y hasta semejantes en que la política, durante un momento dado, vino a servirles de peana, el contraste   —283→   se establece al desarrollarse la curva de sus existencias, pues al paso que Hugo camina por la senda de una edad madura ardiente y activa a una ancianidad de fulgurante apoteosis, Lamartine, años después de sus primeros y deslumbradores triunfos, cae en esa esclavitud sombría del galeote literario, que también fue la de Balzac. Sólo que Balzac, esclavo y atado a su cadena y revolviéndose en el infierno de las deudas y del trabajo forzado, cumplió su grandiosa obra, no tal vez como hubiese soñado cumplirla si dispusiese de tiempo y tranquilidad, pero de un modo intenso, que se impone a la admiración; y Lamartine, en las horas de su lento ocaso, declinó de todas las maneras, dando el penoso espectáculo de la agonía de un cisne que se ahoga en una charca pequeña. He aquí por qué, si todavía en el período de la transición el nombre de Lamartine tiene que volver a sonar (aun cuando hayamos reseñado su labor al tratar del romanticismo), y si también su longevidad prolonga la ilusión romántica, en realidad es Víctor Hugo el que no sólo la continúa, sino que la perpetúa, y además la defiende con dientes y uñas, y como el duro viejo de Hernani, entierra a los jóvenes y se queda en pie.

Solemos situar el momento de triunfo del romanticismo militante en la fecha del estreno de Hernani y de la publicación de Nuestra Señora de París, como fijamos su caída en 1843, momento en que fueron enérgicamente rechazados Los burgraves; pero, en otro terreno,   —284→   otro romanticismo, no truculento, no hispanizante, no de motín y algarada, había triunfado plenamente desde la publicación, en 1820, de las primeras Meditaciones de Lamartine. Triunfo más legítimo, porque el romanticismo de Lamartine no era de escuela, aun cuando fuese un producto natural de la historia, fruto espontáneo de la reacción religiosa, lo que puede sentir un «hijo del siglo» que padece de melancolía y de mal de amor, pero sin tener el corazón envenenado, como lo tuvieron realmente, y dejando aparte afectaciones, Chateaubriand, Gautier y tantos otros. No en esto sólo se diferenció Lamartine de los románticos de estruendo: tampoco quiso plegarse a disciplinas y programas. Sin la ironía de un Musset, supo desdeñar la batalla oficialmente empeñada entre clásicos y románticos. No iba con él, que, salvo tímidos intentos juveniles, no pretendió los aplausos de la escena. De romanticismo agresivo y melenudo, no supo Lamartine. Y diez años antes de la resonante victoria de Víctor Hugo, había vencido en toda la línea aquella musa que tenía dos alas: el sentimiento y la fe.

Sostenido en ambas, atravesó la época de lucha, declarando que su romanticismo no era género Hugo, sino algo más íntimo, más verdadero, sin extravagancias de estilo ni de ropaje.

Desde que el romanticismo militante triunfa, y publicadas las Armonías, en que los idealismos juveniles se atenuaban y se proclamaba con mayor energía viril la creencia magnífica   —285→   en Dios, la preocupación literaria también cede el paso a la ambición política. Lamartine la sintió en alto grado, y tal vez fuese más apto para la gobernación del Estado que Víctor Hugo. Sin embargo, el autor de Las meditaciones no obtuvo, a la larga, la enorme popularidad que su único rival serio, el autor de Nuestra Señora. En cambio, Lamartine logró, en política, lo que nunca consiguió Hugo, a pesar de ardientes aspiraciones; verdad que a Hugo no se lo había pronosticado aquella moderna bruja de Macbeth, lady Esther Stanhope. Nótese que no se trata de una profecía a posteriori; que desde 1835 fue públicamente anunciado un suceso que no se realizó hasta 1848. Acaso la profecía de la vidente animó a Lamartine a la lid política.

El poeta, durante los años en que se desenvuelve el período de transición, se ha convertido en tribuno. Desde que regresa de su viaje a Oriente, la política le absorbe. Si hemos de creer a un crítico, Nisard, su política carece de importancia, y a los partidos les debe ser indiferente tener a Lamartine en pro o en contra, tan benigna es la oposición que hace, tan honrada e inofensiva su actitud. «Si Dios quisiese -añade Nisard- confiar los destinos de Francia a una mayoría de hombres o más bien de ángeles, cuyo arcángel fuese Lamartine, temo que desde la segunda sesión los diablos se los llevasen, o más bien los restituyesen al cielo».

Al servicio de sus aspiraciones políticas, las   —286→   más vehementes que parece haber sentido Lamartine, puso una oratoria de elocuencia maravillosa, porque el poeta poseía el don de la improvisación, y su campaña parlamentaria le ganó popularidad inmensa, y después de la revolución del 48, que arrojó del trono a aquellos Orleanes con quienes Lamartine tenía cuentas atrasadas que ajustar, Lamartine fue dictador, si no de nombre, de hecho.

Se realizaba la profecía de la vidente; allí estaba, después del gran trastorno, el también anunciado poder supremo. Nada tan halagüeño, nada tan deseado por el poeta, el cual, aunque parezca extraño -porque hoy nosotros sólo como poeta le recordamos, y nos es indiferente su papel histórico-; consideraba a los versos algo secundario y episódico, el canto de una hora, y sólo vivía y respiraba para las luchas civiles de su tiempo: y he aquí verdaderamente una diferencia entre Víctor Hugo y él. Víctor Hugo también aspiraba, y aun había de aspirar más ansiosamente después del golpe de Estado, al poder, a los puestos elevadísimos que las revoluciones pueden entregar a un burgués de la noche a la mañana, haciéndole árbitro de los destinos de una nación. Pero Víctor Hugo ni un momento dejó de tomar por lo serio la poesía, de ver en ella el fundamento de sus grandezas presentes y futuras. Lejos de profesar una especie de manso desdén hacia la gloria poética, como Lamartine, ya sabemos que sustentaba la doctrina del poeta guía y pastor de pueblos, y   —287→   que creía (de buena fe, es suponible) en su misión divina y providencial. Y de la indiferencia de Lamartine hacia la poesía se originó, en gran parte al menos, la decadencia de su arte, y con ella vino el alejamiento del público, que al principio había visto en él a un ídolo, y le había subido -especialmente las mujeres- a un pedestal fabricado con jirones de azul del cielo.

Todavía, en las Armonías, el poeta se cuida de la forma, y no se entrega por completo al «terrible don de la facilidad» que algún hada maléfica le otorgó desde la cuna; sin embargo, ya Nisard, el enemigo de la literatura fácil, señala, desde 1837 el escollo, y lamenta que las Meditaciones presenten esos «defectos de abundancia» naturales en quien se habitúa a escribir aprisa, al lápiz y al dictado. El torbellino de la improvisación le arrebata en sus alas. Y cada vez más -en esta época, en la transición del romanticismo- la poesía va dejando de interesarle profundamente; no consagra a la musa la savia de su vida; siempre será el Lamartine de la inspiración sublime y etérea; pero, si persisten los rasgos esenciales de su genio, los defectos se acentúan; la flojedad es demasiado visible; los períodos comienzan a pecar de extensos; se diluye la idea poética, porque, dice el crítico, no había de ser Lamartine el único que gozase del privilegio de construir sólidamente sobre arena. Eran arena las largas perífrasis, la falsa delicadeza de no llamar a las cosas por su nombre, sobre todo si   —288→   es un nombre familiar y llano, y el empeño de idealizarlo todo, con profundo desdén de la realidad, y los ripios no evitados, y las repeticiones de pensamientos y de bellezas cien veces aplaudidas, harto conocidas ya para que conmoviesen; y, por último, iba a ser el naufragio de la musa lamartiniana el propósito (con alguna mayor suerte, aunque no sin enfadosa prolijidad, realizado por Víctor Hugo después en La leyenda de los siglos) de escribir un poema inmenso, interminable, por el estilo del que con tanta gracia ridiculizó Alfredo de Musset; un poema indio, por contera.

El aldeano de Milly y de Saint Point; el ignorante encantador que sólo conocía su corazón, que sólo traducía su alma; el melancólico del Lago, enamorado tan tierno, tan voluptuosamente soñador, el creyente del Crucifijo, venía a parar en esto. Por fortuna, no llegó a realizar sus planes, y sólo quedaron como muestra del intento dos episodios, Jocelyn y La caída de un ángel. A esto se redujo aquel «poema de los poemas», que, en la mente de Lamartine, respondía a una inspiración de lo alto, había de costarle veinte años de su vida, y ser tan elevado como el cielo. Debía comenzar un día antes de acabarse el mundo, y, en una especie de «galope de los siglos» rehacer la historia de la humanidad, hasta que la llegada del Anticristo señalase el fin de la creación. Paralelismo de ideas entre Lamartine y el autor de la Leyenda.

Jocelyn es, sin duda, un hermoso episodio,   —289→   puesto que carácter episódico le atribuyó su autor. Aun hoy, que ha pasado de moda, tenemos que reconocer sus bellezas. Hay en Jocelyn lo más característico del genio lamartiniano: el sentimiento de la naturaleza, por el cual unas veces parece el mejor discípulo de Juan Jacobo, pero otras evoca el recuerdo de Virgilio; sentimiento que permanece cristiano, en medio de algunas tendencias panteísticas, más señaladas en las Armonías que en Jocelyn, donde se depura y afirma lo que podemos llamar no sólo el cristianismo, sino el catolicismo ingénito de Lamartine; lo profundo del amor impregnado de aromas de sacrificio; la resignación, el olor a incienso propio de la inspiración de este poeta, y aquella su filosofía platónica, no muy hondamente estudiada, filosofía de poeta al cabo, pero que le distingue y le eleva sobre las miserias terrestres.

Acaso no pueda decirse lo mismo de La caída de un ángel. La caída del ángel consiste en que, enamorado de una mortal, se hace hombre para lograr su amor. Pero el asunto se desarrolla en un ambiente antediluviano y, dice con gracia un crítico, es cosa ardua un poema antidiluviano, cuando no hemos estado en el Arca. Y Lamartine, desmintiendo su verdadera naturaleza, probablemente influido por sus ambiciones políticas, procede como pudiera proceder Hugo; y dejando a un lado sus suavidades idealistas, adopta nuevos medios de expresión, que no desdeñaría el creador de la Boca de sombra, ni el pintor belga Viertz, el   —290→   que emborronó los terroríficos lienzos donde la fuerza aplasta a los pequeños, a los débiles... En la ciudad de Baal (como en las deformes pinturas de Viertz), los Gigantes -reyes y poderosos de la tierra- aplastan y pisotean a los pequeños, al pueblo. Los palacios de los opresores están hechos de cuerpos humanos, y las alfombras de humanas cabelleras. La crueldad y la barbarie, ejercidas por la autoridad, hacen de la villa de Baal un sueño espantoso de iniquidad y de crimen. Y este cambio de estilo y de sistema poético, este asunto desarrollado de un modo tan poco lamartiniano y tan análogo, en cambio, a los procedimientos favoritos de Víctor Hugo, hay que atribuirlo a la imposición de las circunstancias históricas. Todos los que, en un momento dado, prefirieron al arte la popularidad y desempeñaron el papel de profetas de revolución, han tenido que caer en la misma zanja y emborronar los mismos telones efectistas.

La caída de un ángel no agradó al público, y Lamartine, interiormente, dio al público la razón. Sus ilusiones poéticas, menos ardientes que las políticas, sufrieron rudo golpe. Sin embargo, al publicar sus últimos versos, los Recogimientos, en 1839, alimentaba esperanzas de una acogida no inferior a la nunca vista que obtuvieron Las Meditaciones. No fue así. Veinte años antes las estrellas estaban en otra posición. Y desde 1839, la inspiración lírica de Lamartine se extingue. Muere porque el sacerdote de la poesía ha perdido la fe, porque   —291→   cree en lo social y lo político y descree de lo poético, porque dice y profesa que «un hombre que al cabo de sus días no hubiese hecho más que ritmar sus ensueños de poesía, mientras los contemporáneos riñesen la gran batalla de la patria y la civilización, sería una especie de payaso para divertir a la gente...». Y el caso es que de todos esos combatientes de «la gran batalla» nadie se acuerda ya, y Lamartine irradia aún, en su gloria, altísima de poeta lírico, realizándose el dicho de Gautier «los versos persisten, más fuertes que los bronces...».

Como sabemos, Lamartine, después, escribe sus novelas idealistas -amén de sus libros de historia, y de tantas páginas en que especula con su talento de escritor elocuente-. El poeta lírico ha concluido. No importa: hizo lo suficiente para la inmortalidad. Acaso sea prueba de buen gusto retirarse a tiempo, y no ser, hasta la senectud, tercamente, aunque genialmente, el Inspirado -como Víctor Hugo-.

En el primer tomo de esta obra, El romanticismo, he concedido más atención a los dramas de Víctor Hugo que a su poesía lírica. No porque la desdeñase: ¿quien pudiera no reconocer el valor intrínseco y extrínseco de las Odas y baladas; de las Orientales, que señalaron tantos rumbos y acaso determinaron la vocación de Teófilo Gautier; de las Hojas de Otoño, de los Cantos del crepúsculo, de las Voces interiores, de Rayos y sombras? Pero sin duda la esencia de la revolución romántica estuvo en el drama, y Víctor Hugo, siempre gran poeta   —292→   lírico, se creció, cultivó más intensamente sus facultades prodigiosas, cuando, derrotado en la escena y comprendiendo que allí no podía sostener la lucha, la poesía lírica fue para él a la vez fortaleza en que el romanticismo se atrincheró y prolongó su defensa, tribuna donde propagó sus ideas políticas y sociales, y cátedra donde desarrolló su filosofía peculiar. Más tarde, cuando la novela lo invada todo, Hugo intentará apoderarse de la novela y lanzará Los miserables, Los trabajadores del mar, El hombre que ríe, Noventa y tres; pero la cumbre de su lírica, la cima de su gloria, son, sin género de duda, Los castigos y Las contemplaciones, fechados en el período más caracterizado de la transición, o mejor dicho, cuando la transición está en sus postrimerías: del 53 al 56.

No era Víctor Hugo, del año 40 al 60, el único superviviente famoso de la gloriosa generación romántica; pero era seguramente el visible en Europa, y el que no había adjurado ni modificado sus procedimientos, sino que continuaba por los mismos caminos de la juventud, siendo los frutos de su otoño desarrollo natural de las flores de su primavera. Digo que no cambió sus procedimientos; no digo que sus fines. Sus fines fueron otros: renunció definitivamente a ser el «poeta pensativo», el «sagrado soñador», para convertirse en el vidente y profeta político, en el Isaías jacobino, que truena y relampaguea desde su escollo contra la tiranía, en favor del pueblo, de los humildes, de los miserables -como su héroe,   —293→   el hombre que ríe, tronaba en la Cámara de los Lores, o Ruy Blas ante el Consejo de los Reyes de España. Este avatar de la musa de Víctor Hugo fue hábil; le permitió situar estratégicamente la resistencia del romanticismo, y conviene añadir que, si Zola, por ejemplo, al realizar otra evolución análoga en los últimos años de su vida, perdió las peculiares cualidades de su talento, Víctor Hugo las desenvolvió plenamente en la tempestuosa región donde le plugo situarse. He aquí por qué la supervivencia romántica va unida estrechamente a la supervivencia del genio de Víctor Hugo. Nótese que no pretendo asegurar que a la conducta de Víctor Hugo presidiese un cálculo, ni aun el cálculo semiconsciente del artista, para mantenerse dentro de la actualidad. Digo sólo que el romanticismo, nacido con el primer Imperio, se defendió bajo el segundo desde el destierro y por la oposición al régimen.

No hay más recurso que referirse a la biografía; ella explicará en breves renglones lo que largos párrafos de comentario crítico tal vez no esclarecieran. Víctor Hugo, que en sus albores había sido legitimista hasta llegar al «vendeanismo» de su madre, se convirtió, durante un período en que no escribía, o por lo menos no publicaba mucho, hacia 1843, en el más celoso y adicto palaciego de Luis Felipe Orleans. El rey burgués y su familia halagaban al poeta, le recibían cordialmente, y, además, le hacían vizconde y par de Francia, cosa que ligaba perfectamente con la personalidad académica   —294→   de que iba revistiéndose el antes melenudo autor de Lucrecia Borgia, burlador de las «pelucas». En tiempos anteriores a la regia merced, el poeta ya se hacía llamar vizconde, satisfaciendo así su antigua y del todo gratuita aspiración a la sangre azul o gentilhommerie -y envidiaba esta prez a otro vizconde de cepa vieja, el bretón Chateaubriand-. Todo ello sería una leve vanidad humana muy común, que no merecería la pena de recordarse, si no contrastase demasiado con actitudes e intransigencias posteriores, con diatribas en que los míseros nobles y palatinos salen que no hay por donde cogerles. Antes de contemplarle fulgurando apocalipsis desde los islotes de Jersey y Guernesey, conviene que nos le figuremos de calzón corto, en la más cortesana y palaciega de las actitudes.

La política, que va a ser su inspiradora, le lanza entonces a la tribuna, donde aparece como orador ministerial, monárquico y dinástico ferviente. Cuando cae Luis Felipe, en 1848, y sobreviene la República, Víctor Hugo sufre dos graves desazones: en primer término, le falta su amparador, el bondadoso rey; en segundo, Lamartine, otro poeta, su rival, sube al puesto más alto de popularidad y poder, mientras el autor de Hernani, a pesar de un manifiesto electoral suplicante, no sale diputado en la asamblea constituyente hasta elecciones complementarias. Cuando publicó sus discursos de aquel período, los corrigió, no sólo en la forma, sino en el fondo. Hízolo porque   —295→   había militado (sin destaque) entre los adversarios de la República, abogando por la dictadura, la ley marcial y los consejos de guerra -cosas que después estigmatizó y maldijo-. Poco después creó el Evénement, que puso al servicio de Luis Bonaparte, aspirante a príncipe Presidente, ya próximo a ser Napoleón III, y más tarde, por obra de Víctor Hugo, Napoleón el chico.

Había sido Lamartine un político activo si los hay, pero exceptuadas las visiones apocalípticas de La caída de un ángel, que revestían un carácter demasiado vago y general para ir contra nadie especialmente, no puede encontrarse rastro de sus luchas políticas en sus versos. Él mismo lo dijo en uno de sus poemas más hermosos, respondiendo a la acusación de Barthélemy, y vindicando a su Musa:


«Non, je n'ai pas coupé les ailes de cet ange
pour l'atteler hurlant au char des factions...».
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

y todo lo que sigue, la noble protesta del poeta que ha «perfumado su corazón para que la Musa resida en él». Veintidós años después, Hugo realizaba exactamente lo que no consentía Lamartine que se creyese que él era capaz de realizar; injuriaba con la lira de Orfeo, arrojaba nombres para que fuesen pasto del vulgo, y convertía a la Musa, a la sacerdotisa, en Némesis. Y, al hacerlo, producía algunos   —296→   de sus versos más esplendorosos, y realizaba, no puede negarse, una obra genial.

La decepción de que Bonaparte no le diese la anhelada cartera de Instrucción pública, produjo en Hugo el rencor personal, exhalado después en Los castigos. Hay que reconocer que Napoleón anduvo torpe en hacerse enemigo tal. Su campaña causó al segundo Imperio tanto daño como la expedición de Méjico, y acaso contribuyó a los desastres en que se hundió el régimen.

Fue su sátira terrible ariete contra un poder mal arraigado y sorda o abiertamente combatido, y sus versos fustigadores y su prosa sañuda corrieron de edición en edición y de boca en boca, por lo mismo que no contenían ningún programa político definido, sino la vaga y declamatoria aspiración a la libertad, en la cual todas las oposiciones coinciden.

Los castigos es un libelo, pero un libelo de excelso poeta. De su virulencia no pueden darnos idea otras poesías políticas: ni los Yambos, ni menos nuestros Gritos del combate, acaso porque ni Barbier ni Núñez de Arce rimaron bajo el estímulo de un odio intenso, o porque no todos pueden odiar así. Y el odio es lo que brota en chorros furiosos de hiel y de bilis en Los castigos, con repulsiva belleza de Medusa, hacinando metáforas sobre metáforas, imágenes sobre imágenes, símiles sobre símiles, insultos sobre insultos, maldiciones sobre maldiciones. Su retórica es ya enfática, ya populachera, callejera, y hasta podríamos decir   —297→   encanallada, si no la salvase la magnificencia del verbo, la misma impetuosidad iracunda de la forma, y algunas estrofas magníficas, como la dedicada a las viejas banderas del Imperio, rotas y cubiertas de glorioso polvo. Para el objeto transitorio de amarrar a la picota a Napoleón III y sus gobernantes, Los castigos eran lo que se proponían ser. Literariamente, aparte del interés de curiosidad que encierra el manejo de la jerga popular o caló (antes del Assommoir) por un escritor de tal altura, no creo que Los castigos señalen una fecha, como la señalaron a su hora, con todos sus defectos, Hernani o Nuestra Señora de París.

El período del destierro, o mejor dicho, de los dos destierros, forzoso y voluntario, de Víctor Hugo, comprende casi veinte años, durante los cuales la transición se cierra, el naturalismo adviene con ímpetu arrollador. Mientras el poeta se encarama como en un pedestal en los peñascos de Jersey y de Guernesey, el mundo literario marcha; pero el secreto de la fuerza, de la enérgica resistencia encarnada en Víctor Hugo, está en que no lo ve, o hace como si no lo viese. Víctor Hugo residió en Jersey tres años, del 52 al 55, agriado, tronando contra el coup d'Etat: es la época de Los castigos -y también de las Contemplaciones-. Al soltar Hugo estos «libracos imprevistos», como les llamó Flaubert, no era él quien tronaba o cantaba armoniosamente desde su islote; era el propio romanticismo, el muerto inmortal, el que reaparecía, sin haber   —298→   hecho concesión alguna a todo lo que el siglo venía reclamando, y, por su intransigencia, una vez más, vencedor.

En las Contemplaciones hay una parte que es anterior al destierro, y que no difiere de otras colecciones de poesías de la primera época lírica de Víctor Hugo. La parte inspirada ya por la soledad y el espectáculo del Océano, asociado para él a las ideas más trágicas, señala, en opinión de algunos críticos, la segunda manera de Víctor Hugo; pero esta manera, que pudiéramos llamar rembranesca a riberesca, de exageración del contraste entre el claroscuro y la luz, es tanto como la anterior, y no sé si más, una manera romántica. Su grandiosidad, que puede llamarse sublime, es la grandiosidad romántica, elevada a la suma expresión por el innegable genio lírico de Víctor Hugo. Y estas Contemplaciones, escritas ante el mar, desde lejos, como si el poeta se hubiese colocado más alto que Europa y que el mundo, son lo mejor, lo más poderosamente poético de cuanto Hugo rimó, el ápice de su genio y el fruto de su inspiración más sincera, en armonía, no sólo con su estado de ánimo especial -mérito que también debe reconocerse a Los castigos-, sino con la verdad ambiente, y hasta con el color local de la peana de escollera, sobre la cual se alzaba la lírica majestad del desterrado. Un solo individuo genial, hace observar un crítico, basta a veces para atajar la corriente de los tiempos. Por Hugo, en contemplación ante la inmensidad, el romanticismo reaparecía como   —299→   en sus días de oro. Sólo que ya no era el romanticismo un fenómeno universal: y Víctor Hugo, obscureciendo con su enorme sombra el horizonte, se parecía al titán o coloso del aguafuerte de Goya, detrás del cual, mal que le pese, amanece la luz de un nuevo día.

Las Contemplaciones, que señalan el grado máximo del genio de Víctor Hugo poeta, pueden considerarse también obra culminante de la tendencia romántica, ya por todas partes combatida. Desde las Contemplaciones, dígase lo que se diga en elogio y defensa de la Leyenda de los siglos, Víctor Hugo desciende; comienza aquel declinar suyo que en los últimos años del existir tan lastimosamente se acentuó. No obstante, el efecto de la Leyenda de los siglos fue prestigioso; pero no olvidemos que otro efecto semejante lograron producir Los miserables y hasta El hombre que ríe. Hay obras cuya resonancia momentánea no implica influencia durable ni relación de mérito literario. Desde Los castigos, desde las Contemplaciones, cuanto publicase Víctor Hugo había de alcanzar proporciones de acontecimiento mundial. Su figura crece con el destierro, con la protesta, con su actitud de profeta que, a semejanza de los antiguos de Israel, hace frente al poder y concita al pueblo contra los malos pastores.

En la Leyenda de los siglos, Víctor Hugo aspira a crear una epopeya, un largo y complicado poema rico en episodios, y lo mismo que los poetas épicos de otras edades, pretende   —300→   ejercer dictadura sobre las almas, siendo el mago, el adivino, el poseído del espíritu de Piton, que lleva en la frente una llama, y cuyos labios purificó el carbón encendido de la Musa.

Todo este aspecto de la labor de Hugo se explica por las ambiciones desmesuradas, que, no satisfechas en lo que tenían de concretas y hasta de mediocres (cartera de ministro con Napoleón III, presidencia de la república después de Sedán), se agigantaron y no reconocieron límites en lo abstracto. La óptima opinión que siempre tuvo de sí mismo el poeta, la conciencia individual exaltada, se transforma en el sueño afanoso de los grandes conquistadores, sea de reinos, sea de almas, en el impulso del camellero Mahomed fundando una religión para dominar el mundo. Que se domine por el alfanje, por la palabra o por la idea, la raíz de la aspiración es la misma, y Víctor Hugo, en su bella actitud de Guernesey, rehusando la amnistía, arrojando volúmenes sobre Europa, fue un compañero de Bonaparte I en la quimera.

Todavía afirmaré que la pretensión de Víctor Hugo es más ilimitadamente ambiciosa que la del Otro: como que Napoleón I sólo pretendió el dominio material, y Víctor Hugo soñó ser el maestro, el guía, el director absoluto de conciencia de su época -de su larga época-. De ahí nació su romanticismo filosófico, enunciado como doctrina revelada al poeta. Y la Leyenda de los siglos, que parece epopeya, no es sino   —301→   el desenvolvimiento simbólico de esa filosofía, por cierto asaz elemental, aunque revestida de oropeles y ropajes ostentosos.

La filosofía de Víctor Hugo no es indagación paciente y sistemática de la verdad: es sensación reflejada, imaginativa y pintoresca, agrandada líricamente. Podrá decirse otro tanto de la de Leopardi; pero Leopardi es una naturaleza meditabunda, honda, un hombre muy culto, muy sabio y muy desdeñoso de la muchedumbre. Su filosofía nos retrotrae al Eclesiastés. Nadie creerá que estas señas sean aplicables a Víctor Hugo.

Víctor Hugo filosofa con la fantasía, en la cual una catástrofe horrenda imprimió huella duradera, imborrable. Sus versos de la segunda época, cuando no expresan el odio político, expresan el terror del misterio, de la muerte, de lo infinito, de los «universos que se hacen y deshacen en la espléndida y siniestra espiral del cielo». Terror, espanto ilimitado y vago, asombro ante la creación y el «terrible creador» que arma «flotas de soles» en el espacio... La creación se le aparece desatada y monstruosa, con la lucha por la vida y entre los seres todos... «Cada fauce es un abismo; el que come asesina; el animal tiene garras, raíces el árbol, todo agarra, todo abraza para morder, y el orden es un crimen universal y monstruoso... Un odio inaudito colma la inmensidad». Por este camino negro, Víctor Hugo llega a profesar la sustantividad del mal, el agnosticismo, y ese maniqueísmo dualista contrario a la generosa   —302→   afirmación de San Agustín «que no hay naturaleza ni sustancia mala, en cuanto son sustancia y naturaleza».

No se puede negar la belleza sombría y lúgubre con que Víctor Hugo desarrolla su nueva concepción del mundo, su nihilismo, que podemos llamar desesperado, su querella de los males del vivir, que a veces recuerda, sin haberlos imitado, por la intensidad, pasajes del libro de Job... ¡y no es pequeño elogio! Su imaginación dolorida, herida, entenebrecida, le sugiere imágenes de horror goyesco. «La sombra no es ni siquiera humo; es el fúnebre silencio de la nada...». Y el grito se exhala del pecho.


«Nous aimons. A quoi bon? Nous souffrons. Pourquoi faire?
Je préfére mourir et m'en aller. Préfére».

No pensaba Víctor Hugo positivamente en el suicidio; sin embargo, hay tanta sinceridad en esta convicción de que la muerte es mejor que la vida, como había en amarguras muy análogas de Salomón. Su nihilismo, con magnífica imagen, increpa a la ciencia, comparándola a la pollina que lleva su carga al molino, bajo el hocico y turbio el mirar, e ignorando si portea un saco de trigo o un saco de ceniza. Y, en efecto: el desdén y hasta la burla de la ciencia es una de las notas características de este romanticismo filosófico; y, no obstante, en otros pasajes, parece un iluminado de la ciencia, de la «obra de Prometeo». ¿Pero quién le va con contradicciones a Hugo? En el momento en que   —303→   los métodos de la ciencia se infiltraban victoriosos en todo, el último caudillo del romanticismo les escupía su desdén, aquel desdén satírico, ultrajante, con que había abofeteado a Napoleón III. La ciencia, que estudia y enseña, ¿vale algo al lado del vidente que vaticina? ¿Qué importa lo que puede decir el afanoso laboratorio, ni aun el modesto gabinete de estudio del pensador, al lado de lo que dice «la boca de sombra»? Y la boca de sombra dice, no cabe duda, entre cosas absurdas, estrambóticas y peregrinas, en convulsiones de estro, cosas sublimes, de estupendo vuelo lírico. Para el caso basta... Bueno pondría Víctor Hugo a quien le pidiese la explicación lógica, la carne de verdad de sus afirmaciones, de sus símbolos, de sus mitos.

Naturalmente, es Víctor Hugo resuelto individualista, a pesar de sus himnos democráticos y efusiones de amor universal hacia todas las cosas, desde el mineral al hombre, y hasta hacia los seres repulsivos y odiosos, como la araña y el sapo «de ojos dulces». Antes que se tratase doquiera de nietzscheísmo, Hugo habló de hombres más que hombres, super, hombres, como diríamos hoy. Mal podría decir otra cosa: al defender «el prodigio del grande hombre», defendía causa propia o creía defenderla, que es igual. La «suprema inteligencia, espíritu jefe, inteligencia guía, y seres solares» eran él mismo... Es, sin embargo, nuevo, dentro del personalismo romántico -a pesar de haberlo ya profesado Lamartine en Las   —304→   Armonías-, ese panteísmo de Hugo, que no se contenta con ver en los animales hermanos menores, sino que ve a veces algo superior a la humanidad cruel y fiera; concepto semibudista que se oye repetir frecuentemente a los adversarios de las corridas de toros. Todo, según opinión del poeta, tiene alma, hasta las rocas; en los escollos ve una faz, y la sombra gime. La creación entera, no sólo piensa, sino que siente, lucha, odia, ama, sufre epilepsias y convulsiones. ¡Cuán distinta la metafísica romántica de Hugo de aquella pagana, serena, marmórea, trágica concepción de Leopardi, de una naturaleza sorda, indiferente, que no se cuida del bien, sino del ser!

Cuando empleamos la palabra «locura», no nos damos cuenta de que es la más elástica, y sería preciso enriquecer el idioma con un centenar de vocablos nuevos para expresar sólo las gradaciones palpables, los marcados matices de esa palabra. La clasificación médica es muy somera, y sobra decir que no encuentro en ella lo que para este caso necesito. Al leer a ciertos escritores románticos, y a Víctor Hugo en las diferentes épocas de su producción, no acierto a rechazar la idea de que se gradúa en él, lentamente, una especie de delirio lúcido. Víctor Hugo, que tuvo un hermano loco, estaba perfectamente cuerdo en los demás aspectos de su vida; era, según dicen, hasta sensato, excelente administrador de su fama y gloria, normal en todo y de psicología muy natural y corriente; pero sus libros parecen, en muchas   —305→   ocasiones, penetrados, no ya de ese desequilibrio de exaltación personal que caracterizó al romanticismo, sino de una insensatez de iluminado, lo cual explica la violencia de las extrañas y absurdas imágenes, el sentimiento de espanto místico, las ideas delirantes, el vértigo, la alucinación, la pesadilla, la vida siniestra que el poeta cree percibir alrededor de sí, la sensación de abismo abierto, «el vago horror de los contactos hostiles de lo invisible», la «penetración de lo impenetrable» y tantas y tantas impresiones semisobrenaturales que se revelan en los versos y la prosa de Víctor Hugo, con creciente intensidad y frecuencia. Para decirlo lo más brevemente posible: el cerebro de Víctor Hugo, sano en la vida real, adolece de una especial insania -a la cual debemos muchos versos soberbios y no pocas divagaciones extravagantes- desde que coge la pluma o, mejor dicho, desde que entra en «su isla de Patmos» y ve «las olas profundas del prodigio». Y así puede explicarse que no en él, sino en su literatura, falte la sanidad. Su literatura tiene momentos de extravío alternando con otros de un acutismo portentoso, no porque descubra jamás verdades nuevas, sino por el modo soberano, estremecedor de puro vidente, con que expresa las ya mil veces repetidas. Creyérase, por ejemplo, que los grandes escritores místicos no han dejado nada que decir sobre la muerte, agotando este tema profundo. Al ver cómo lo trata Víctor Hugo, en estilo sólo comparable algunas veces a la música de Wagner,   —306→   supondríamos que es él el primero que lo ahonda, y que nadie después de él podrá volver a tocarlo siquiera.

En la primera parte de la Leyenda de los siglos, Víctor Hugo interrumpe sus divagaciones filosóficas y se dedica a buscar el elemento dramático y el colorido de los paisajes históricos. Su inspiración se acerca a la de Los mártires o Atala. La diferencia es que el tiempo ha pasado desde los primeros años románticos, que la necesidad de la exactitud en el color local se ha impuesto, que el realismo se ha infiltrado hasta donde jamás creeríamos que consiguiera infiltrarse, y que no puede existir comparación, desde este punto de vista, entre las Orientales, y, por ejemplo, La rosa de la infanta, donde aparece el precioso cuadro que todos llaman velazqueño, pero donde hay algo más delicado y psicológico que en Velázquez, algo sólo comparable a los mejores sonetos de Heredia. Esta clase de labor, realista y poética a la vez, es siempre excepcional en Hugo; y su existencia basta para demostrar que, a pesar suyo, parcialmente, el representante de la resistencia romántica paga tributo a la evolución de la literatura. Igual curiosa transformación involuntaria encontraremos en sus novelas de la misma época, las correspondientes al período de transición, en que Hugo, creyendo luchar por la libertad y el progreso, lucha por sostener el pasado y cerrar con él el camino, no sólo a lo presente, sino a lo que después asoma con fórmulas de libertad excesiva y absoluta.



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ArribaAbajo- XIII -

La crítica: su importancia creciente.- Teófilo Gautier: orígenes del impresionismo.- Sainte Beuve: su servidumbre y emancipación.- Su elasticidad.- Influencia de Vinet.- Sainte Beuve impopular.- La política.- El método de Sainte Beuve


Durante la transición, la crítica, no sólo evoluciona, sino que cambia profundamente, porque deja de ser dependiente: adquiere el valor sustantivo de la obra de creación, y pretende además convertirse en ciencia. Puesta hasta entonces al servicio de dos escuelas en lucha, o al de los intereses sociales que representa la moral; arma de combate, baluarte de las teorías, al disgregarse el romanticismo y empezar a prevalecer la noción de que sobre la estrechez dogmática y exclusivista de los sistemas están la libertad y el vigor de los temperamentos artísticos, la crítica, a su vez, aprovecha esta desvinculación fecunda, y ahondando o remontándose, se embebe de arte, de sentimiento, de filosofía y de realidad.

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Mejor se definirán semejantes tendencias cuando, más tarde, la aparición de una escuela ambiciosa, exclusivista, de pretensiones dominadoras, el naturalismo, impulse a la crítica a darse cuenta de la extensión de sus conquistas y de la tarea que le incumbe, de defender fórmulas amplias, donde quepan toda la belleza y complejidad, y hasta toda la miseria y dolor del hombre. Puestos a definir los caracteres esenciales de la crítica desde la transición, diríamos que son un ansia insaciable de asimilarse e interpretar todo esfuerzo artístico, y, al través del arte, todo fenómeno humano, y un propósito de fundamentar los juicios literarios y artísticos sobre la base de los conocimientos adquiridos, la riqueza infinita de la indagación realizada. Y son las dos corrientes: la intuición y la erudición.

Sin duda, el género que más prosperó, en los dos últimos tercios del siglo XIX, fue la crítica. Los nombres ilustres que la honran ya no son secundarios, como los de la época imperial y de la Restauración; entonces, si es cierto que los más insignes también se metían a criticar, hacíanlo en defensa de sus propias obras. Durante la transición, empiezan los nombres de los críticos a nivelarse con los de los creadores, y aquel desdén militante contra los Zoilos y Aristarcos (desdén en que entraba no poca parte de afectación), va convirtiéndose en respeto y en admiración legítima.

Los maestros de la crítica que van a surgir -excepto Sainte Beuve, que es de la misma   —309→   generación que Víctor Hugo, un año más joven- nacen cuando el romanticismo se alza invasor y triunfante: de 1823 a 1829. Su labor se cumple, pues, dentro del período de transición y del realista y naturalista, del año 45 a la guerra franco-prusiana.

Al tratar del naturalismo, habremos de volver a encontrar a algunos de ellos; pero si consideramos la transición desde su verdadero punto de vista de época fertilísima en direcciones, tendencias y escuelas varias, todavía no fraccionadas atomísticamente por el egoísmo anárquico, en ella habremos de emplazar las figuras de los grandes críticos literarios, revestidos con el arnés de la erudición filosófica, la ciencia positiva, y, sobre todo, con el sentido, ya despierto, de las profundas realidades humanas y sociales a que la obra de arte responde.

Nótese que la obra de arte había sido juzgada como algo externo, desligado de su autor; la crítica va a empezar a establecer relación estrecha, la misma que estableció la naturaleza, entre ambos datos, y a buscar, al través de la obra de arte, acaso con sobrado exclusivismo, al hombre.

No todos, sin embargo, de los que modificaron en aquel período la doctrina estética, sintieron esta curiosidad ardiente y caritativa del alma humana. Si recordamos lo que hemos dicho de Teófilo Gautier y cuyas ideas estéticas, realmente, quedan ya reseñadas en el anterior capítulo, veremos hasta qué punto su crítica, unas veces formulada en crónicas y folletones,   —310→   otras expresada en sus versos, se diferencia de la de un Sainte Beuve, y no digamos de la de Taine. Mientras estos escrutan la psicología, y no sólo la psicología, sino los riñones y las vísceras, Gautier quisiera convertir la carne en mármol, desdeñoso de sus bajas funciones y sus ínfimas necesidades fisiológicas; prendado únicamente de lo hermoso, lo inalterable, lo perfecto de la forma, de la labor artística intensa y tenaz. Según Gautier, la psicología del artista que labró la Venus de Milo nos es indiferente; sólo nos importa la obra, la Diosa erguida en su peana, y que, como dice Pablo de San Víctor, pertenece a la raza lapidaria de Deucalión, y no a la progenie de sangre y lágrimas de Adán. La Belleza, para Gautier, es la gran impasibilidad luminosa del arte eterno. Y el arte paga tributo a la exigencia científica por el cultivo de la técnica, por la selección justa de las palabras con que ha de expresarse el pensamiento, y, en poesía, por la perfección impecable de la rima; al trabajar con tanta lealtad, se busca lo que Teodoro de Banville llamaba «ciencia profunda, sólida y universal», y sin la cual no creía que se pudiese ser poeta.

Incapaz de adaptarse a los procedimientos de sutil análisis de un Sainte Beuve, resuelto mientras vacilaba Sainte Beuve, Teófilo Gautier, al hacer crítica propiamente dicha, seguía la corriente de su inclinación y de su gusto, sirviéndose de los recursos de las artes plásticas. Sobre el tema de un cuadro o de una estatua, creaba él otra estatua u otro cuadro; y al tratar de versos   —311→   o prosa, en vez de disecarlos, pintaba con la pluma su contenido y su relieve.

En Gautier está, pues, contenida virtualmente la crítica individualista y la impresionista; el crítico recibe de una obra de arte profunda vibración de la sensibilidad, y con arreglo a esa sensibilidad íntima, propia, sin ley, habla de aquella obra de arte, no ajustándose al valor y significado que el común juicio pudiera atribuirle, sino según el choque sufrido, y las prolongaciones y ondas que en su interior ha determinado.

Tal es, en rigor, la verdadera crítica romántica, y aunque se ha dicho que en ella se procedía por admiración, la verdad es que en el impresionismo cabe la admiración, pero también la negación furiosa. Cuando un famoso literato español, a la hora de la muerte, confiaba aquel secreto de su repulsión y aburrimiento ante la Divina Comedia, formulaba un juicio impresionista.

Releyendo ahora el prólogo de La señorita de Maupin, escrito en 1834, encontramos en él todo el dogma crítico de Gautier, o mejor dicho, toda su herejía libertaria, envuelta en la divertidísima diatriba contra la escuela de la moralidad... Y es curioso ver como transcurrido un tercio de siglo, Gautier, el inmoralista, ante la patria invadida por el extranjero, se esfuerza en vindicar a Francia de la nota de nación inmoral y escandalosa.

Ante todo, Gautier protestaba contra la idea de la distinción entre lo útil y lo inútil. La literatura   —312→   se cuenta entre las cosas que declara inútiles el vulgo, pero Gautier no cree que existan tantas cosas útiles sobre la faz de la tierra, empezando por vivir, cosa cuya utilidad no demostrará sabio alguno. Lo útil es lo feo, porque lo útil responde a necesidades materiales humanas, innobles y repulsivas. Tal es la protesta de Gautier contra una de las tendencias de su época, el fin docente en el arte.

Y como buen romántico impresionista, cree más que en los críticos, en los autores; les considera más capaces de juzgar las obras. Si Lamartine o Chateaubriand, nos dice, hiciesen crítica, comprendo que la gente se pusiese de rodillas, que les tributase acatamiento. ¿Pero a los señores X, V y Z? De estos hace Gautier un retrato en caricatura: plagiarios, pesados, ignorantes de la gramática y hasta del idioma, sin gusto y sin medula... Y sin embargo, ya escribía Sainte Beuve, y había nacido Taine.

No obstante, si de una idea crítica se ha de juzgar por su eficacia, por la huella que imprime y el surco que abre, hay que confesar que el impresionismo de Teo ha cundido, y todavía cunde hoy, reinando generalmente en las críticas diarias de la prensa, recogidas luego en libros. Nadie contará la progenie del gran pintor de la palabra, numerosa como las arenas del mar; por desgracia, sus discípulos no se le asemejan en el arte de transformar la impresión recibida. Han tomado de él lo fácil, el dejarse llevar de la sensación, el criticar con los nervios, con el mal humor, con la simpatía   —313→   o la antipatía, y no digo con la envidia, porque no era envidioso Gautier, aunque sus descendientes lo sean; pero mal pudieran imitarle en aquella su maravillosa aptitud para rehacer la obra juzgada, bocetando otra quién sabe si tan hermosa, proyectando a lo exterior lo extraordinario de una organización y de unos sentidos que enciende la belleza en fuego vivo.

Al hablar de Sainte Beuve, experimento impresión de semejanza entre la obra total de este crítico y la de Balzac, el novelista. Consiste, a mi ver, tal semejanza, en la riqueza documental, en la vasta galería de retratos, el caudal de vida, y el sentido épico, pues ambos son, sin duda, historiadores, aunque de ello no hagan profesión. Me refiero al conjunto, y salvo todas las diferencias de temperamento y de estilo, que saltan a la vista.

Sainte Beuve era de familia modesta; su padre tuvo aficiones intelectuales y literarias. En la adolescencia, la sensibilidad de Sainte Beuve se revela exaltada y sus creencias religiosas lo mismo. Nacido en provincia, en Boulogne-sur-Mer, pasó a París a completar sus estudios. Algún tiempo siguió la carrera de medicina, y más tarde, en su crítica, aparecen señales de esta influencia, frases anatómicas, reminiscencias clínicas. Para Sainte Beuve la crítica es «un curso de fisiología moral».

Suele emplearse, y se ha empleado ya hasta la ignominia refiriéndose a la crítica, la metáfora del escalpelo. Al pensar en Sainte Beuve, tránsfuga de la cirugía, no se puede menos de   —314→   evocarla. Si Teófilo Gautier pintaba con la pluma, Sainte Beuve disecaba, y disecaba hasta al pintar, que también sabía hacerlo, aunque no con la pasta y el colorido del autor de Espirita.

A los veinte años renunció a la medicina y se consagró a las letras, escribiendo en El Globo. Esta labor es laque ha sido coleccionada bajo el título de Primeros lunes. Inferior a lo que después produjo, descubre, sin embargo, ya completas las dotes peculiares del autor, que luego desarrolló tan cumplidamente. En esos artículos, que Sainte Beuve al pronto no quería reimprimir, desdeñándolos, pues sólo al fin de su vida autorizó la publicación, existen ya la erudición discreta y como velada por gasas de buen gusto, y la insaciable curiosidad de las cosas del arte y del espíritu, vistas al través de los caracteres, las pasiones y los tiempos. Asoma, aunque todavía en la penumbra, el precursor de Taine.

Descúbrese en esta colección de primeros escritos la afición de Sainte Beuve a escudriñar en Memorias y Confidencias los móviles escondidos y verdaderos de la labor literaria, y le vemos en medio del torbellino romántico, que también le arrastra, contenerse y juzgar atinadamente las exageraciones, las afectaciones, que no perdonó ni a Víctor Hugo. Y notamos también el arte de insinuar la restricción bajo el elogio; de ser siempre dueño de sí, a mil leguas de la crítica, extática y balbuciente como una oración, de los románticos genuinos.

  —315→  

En sus campañas de El Globo, Sainte Beuve se puso en relación con los intelectuales ilustres: Merimée, Jouffroy, Cousin, Villemain, Rémusat. Aunque sin entusiasmo, figuró entre los adeptos de la escuela doctrinaria. Poco después, y por efecto de los artículos que consagró a las Odas y baladas de Hugo, se conocieron él y el poeta, y, el mismo crítico lo confiesa; durante cierto período, enajenó voluntad y juicio «por efecto de un sortilegio». Sobre el tal sortilegio se ha hablado mucho, y tan claramente, que no hay temor de incurrir en indiscreción. Sainte Beuve era mujeriego y enamoradizo, y hay quien supone que la pasión de su vida la representó acaso Adela, la joven esposa del autor de Hernani. Otros creen que fuese Adela solamente un episodio más, entre muchos y varios. No tenía, sin embargo, Sainte Beuve exterioridad de Tenorio: era feo y regordete.

Sea como quiera, en la correspondencia de Sainte Beuve y en sus versos, como en la no muy entretenida novela Voluptuosidad, hallamos vestigios de complicaciones sentimentales que coinciden con la etapa de su diaria asistencia al Cenáculo y su estrechísima, fraternal intimidad con Hugo. Y aquel momento fue también el que se ha llamado de su conversión al catolicismo.

En El Globo había aprovechado el roce intelectual; en el Cenáculo el hervor artístico. No cabía mejor escuela para quien había de ejercer la crítica. Un tesoro de observaciones, una   —316→   mina inagotable de recuerdos y de anécdotas, una educación admirable del juicio, depurado por la misma exageración ambiente, que el sentido crítico reprueba y ridiculiza.

Sin embargo, al pronto y por bastante tiempo, sabemos que Sainte Beuve permaneció alistado en las filas revolucionarias; como que se propuso entroncar a los románticos de 1830 con Ronsard y la Pléyade, para que tuviesen su árbol genealógico como cada hijo de vecino. No habremos olvidado tampoco que realmente Ronsard era más bien un clásico. Pero en medio de su adhesión a la nueva escuela, conservó Sainte Beuve su transigencia, su ductilidad. No sería él quien injuriase a los padres del clasicismo, quien les tratase de pelucones y de fósiles.

La señal más clara de su penetración fue que, cercado de románticos, vinculado a Hugo por el «sortilegio», no quiso nada con el drama y guardó sus elogios para la poesía lírica. Y nótese que el anhelo de Sainte Beuve era ser poeta lírico, y estaba realizando su encarnación en el personaje imaginario del vate tísico José Delorme.

También en aquel momento, rezumando romanticismo, sentía la inquietud religiosa, acerca de la cual escribió a su constante amigo el abate Barbe: «Después de bastantes excesos de filosofía y duda, espero haber llegado a creer que aquí abajo no se descansa sino en el catolicismo ortodoxo, practicado con inteligencia y sumisión». Este estado del alma tiene   —317→   su fecha, el año 1830, y aun tardó algún tiempo Sainte Beuve en volver a acordarse de que era discípulo de Dupuytren, Destutt Tracy y Condillac, de que había mamado del mismo pezón materialista. Por entonces, bajo el influjo de la pasión y del sufrimiento, publicaba su segundo tomo de poesías, titulado Consuelos.

La revolución de Julio impulsó a Sainte Beuve hacia la política. Todos atravesaron esta etapa, empezando por Hugo y Lamartine; pero Sainte Beuve, que no tenía capacidad de ilusión para soñar altísimos puestos, como andando el tiempo soñaron los dos poetas, y Lamarne realizó, mostró en el terreno político, no esa actividad rectilínea que acaba por imponerse al fanatismo de las masas, sino la ágil y movible curiosidad intelectual, el interés por las manifestaciones del pensamiento, donde quiera que asomen. Peregrino al través de las ideas y los sistemas, sin domiciliarse en ninguno, recorre Sainte Beuve comarcas exóticas trabando conocimiento, nuevo Gulliver, con pigmeos y gigantes.

Todos quieren catequizarle, pero no era fácil empresa, a pesar de que en tal fecha, según confesión propia, «el crítico no había nacido en él todavía». No lo consigue Pedro Leroux; no lo consigue, a pesar de algunas concesiones y apariencias, Saint Simón; menos Enfantin; no lo logra el batallador y aristocrático Armando Carrel; no el vehemente y concentrado Lamennais; y tampoco lo habrán de conseguir los salones, influencia más insinuante,   —318→   más sinuosa, más en armonía con la personalidad complicada de Sainte Beuve. Y digamos la verdad. Una inteligencia realmente crítica lleva en sí misma el germen indestructible de la independencia intelectual. Puede una inteligencia crítica prestarse, pero no se entrega, y menos se esclaviza. Hasta los sortilegios no logran dominarla sino de un modo transitorio, y sin que ignore que anda por medio brujería.

Se ha repetido mucho que la condición de Sainte Beuve era femenina, maleable y permeable, y que toda convicción virilmente expresada abría huella en su espíritu. Así sucedía un momento; pero poseía Sainte Beuve el don de elasticidad. Cribaba las ideas y soltaba el residuo. Pareciendo ceder, y hasta entusiasmarse y colorearse vivamente al rayo rojo o dorado que caía sobre él, resguardaba -como sucede también a la mujer- lo interior, el santuario. Además, a fuer de fino enamorado del buen gusto y la mesura, las actitudes violentas y excesivas, las afirmaciones y los arrebatos, le escandalizaban. Tal le sucedió con Las palabras de un creyente, de Lamennais. El salto mortal desde tendencias un tanto democráticas al radicalismo, le aturdió, y sus consejos al sacerdote rebelde a la Iglesia fueron los que le hubiese dado el más grave y piadoso Obispo. Y por eso Lamennais, más tarde, con resquemor de agravio viejo, osó decir que los escritos de Sainte Beuve no eran sino parloteo ingenioso. Y hoy, los escritos de Lamennais son los que yacen olvidados; esos escritos que un momento,   —319→   merced a la política de circunstancias, parecieron formidable ariete, que alarmaron al Pontífice, y que volvían locos a los cajistas de la imprenta, trémulos, como si estuviesen componiendo un Evangelio redentor.

Hay que distinguir en la obra total de Sainte Beuve. Los versos, la novela Voluptuosidad, y acaso el mismo Port Royal, donde hay tanto de la vida íntima del autor, de sus amores, sus creencias y descreimientos, no resisten al tiempo como la labor del crítico y del historiador literario.

Si hemos de creer a los que parecen bien informados (por ejemplo, al autor de Sainte Beuve y sus desconocidas), y creerles más en lo que insinúan que en lo que narran, diez años duró, en Sainte Beuve, la repercusión del sortilegio consabido. Todo se explica por él: las melancolías verterianas de José Delorme, la crisis de fe y de resignación que dictó Los consuelos, el análisis autobiográfico y los enredijos sentimentales de Voluptuosidad y el rezago de misticismo que llevó a Sainte Beuve a explicar, ante los estudiantes suizos, la vida y las ideas de los austeros solitarios de Port Royal. Desde el año 30 al año 37 gira el alma de Sainte Beuve sobre el eje de un amor que, aun no pareciéndose en sus arrebatos al de Antony, no deja de ser romántico puro, del romanticismo eterno, que no depende de escuelas ni sistemas literarios. Al sobrevenir el enfriamiento y la ruptura de la íntima amistad con Víctor Hugo, es cuando las creencias religiosas de   —320→   Sainte Beuve se extinguen del todo. La resistencia de la fe, o al menos del sentimiento que no quiere morir, la representa Port Royal.

En el curso de este largo estudio, Sainte Beuve hizo exploraciones por terrenos nuevos y se puso en contacto con elementos protestantes. Ciertamente, el protestantismo, igual que el sansimonismo, no se avienen con la índole del talento de Sainte Beuve. No le concebimos puritano o jansenista. Pero de eso, como de todo, recogió únicamente lo que necesitaba en aquel momento para el punto de vista de su tema. Y aquí aparece en escena un personaje nuevo, a quien Sainte Beuve conoció en Lausana, formando parte del auditorio, que todo se volvía oídos para sus conferencias. Llamábase Alejandro Vinet y era pastor protestante. No ha salido su nombre, a decir verdad, de la penumbra, a pesar del magnífico elogio que de él hizo Brunetière, proclamando que no hay historiador literario a quien tanto deba, y que justamente ha dejado de leer sus libros al caer en la cuenta de que, siempre que él, Brunetière, concebía una idea, se encontraba con que a Vinet ya se le había ocurrido antes.

Reconocido como maestro por Brunetière, el pastor suizo lo había sido también por Sainte Beuve. Alejandro Vinet no fue, ensálcenle cuanto quieran sus amigos y discípulos, un gran escritor. No lo fue ni en la forma, ni acaso en el fondo, y Brunetière lo reconoce, viendo en Vinet a uno de esos hombres que tienen la propiedad de fecundar el campo literario sembrando   —321→   en él puntos de vista que luego no les es posible desarrollar, y que otros recogen y aprovechan. Pensador en el terreno de la crítica literaria, Vinet concibió el plan y trazó el boceto de la historia de la literatura francesa, historia que Sainte Beuve (en opinión de Brunetière), a fuerza de huronear y pescudar, más enredó que esclareció. Supo Vinet sintetizar, con elevación de concepto, el curso de una literatura dos veces desviada de su cauce, en el siglo XVI por el Renacimiento pagano, por la Enciclopedia atea en el XVIII. Porque -y he aquí lo que distingue a Vinet de tantos críticos, del mismo Sainte Beuve, tan superior a él en facultades- para Vinet había una ley, una armonía, una razón secreta y alta en el desenvolvimiento de las letras; y siendo -aunque protestante- tolerante y amplio en su modo de apreciar la producción estética, su crítica tenía un fondo absolutamente cristiano y estrictamente moral, sin que su religiosidad le impidiese profesar teorías nuevas al plantear los problemas filosóficos que suscita la literatura, ni reconocer y proclamar todos los derechos del arte. Vinet sustentaba que, siendo las palabras expresión de las ideas, por el valor de las ideas ha de juzgarse la obra literaria; y que siendo la literatura expresión de la sociedad, no pueden la crítica ni la historia separar el arte y la vida, que le inspira, le penetra y le presta calor. Así, afirmaba Vinet, escribir, no es tan sólo sentir o soñar; cada escrito es acción; y la obra escrita, destacándose de su autor, vive con vida   —322→   propia. Hoy esto lo ha dicho todo el mundo; Vinet lo dijo primero.

Sainte Beuve se reconoce deudor a Vinet del conocimiento del cristianismo interior, sobre el cual le habían hecho meditar sus estudios acerca de Pascal y el jansenismo. Vinet debió a Sainte Beuve, en cambio, el ser estimado en Francia, a cuya literatura consagró varios libros, alternando con trabajos de propaganda y predicación religiosa.

Después de residir en Suiza, Sainte Beuve viajó por Italia. Por entonces o algún tiempo después, soñó otro sueño amoroso, lícito, y la formación de un hogar. Se malogró el proyecto, y disipada la última ilusión, nació verdaderamente el crítico. «Estoy difunto -escribía a su amigo Vinet-; y sin emoción ni turbación, me veo así. Sobre este cementerio, luce la inteligencia como una luna también muerta».

A la luz de tan esplendoroso satélite -muerto o no- vemos al crítico Sainte Beuve. Es la hora de la colaboración activa en la Revista de Ambos Mundos y los folletones de los Lunes. Nacen los Retratos literarios, con la encantadora sección de los Retratos de mujeres, y se revelan la verdadera originalidad y soltura del temperamento: Sainte Beuve está en su elemento, en su agridulce madurez. Por esos lindos estudios de mujeres, tan delicados, tan sinuosos, tan acariciadores, pudo decir de sí mismo Sainte Beuve, que había «introducido la elegía en la crítica». Y he aquí como su sagacidad le enseña, que la crítica es siempre   —323→   obra de sentimiento y de arte, bajo capa de erudición.

Por entonces trabó Sainte Beuve cariñosa y fiel amistad con una señora medio literata, madama de Arbouville, y volvió a frecuentar las tertulias aristocráticas, de matiz intelectual. Es el período, nos dice un biógrafo, del «Sainte Beuve de salón, algo mundano». El ingreso de Sainte Beuve en la Academia no fue cosa llana. Víctor Hugo, ya su enemigo, votó contra él once veces, y fue, sin embargo, el encargado de contestar a su discurso.

La revolución de Febrero, la caída de los Orleanes, desagradaron a Sainte Beuve. No era afecto al Gobierno, y hasta casi figuraba en la oposición, pero le horrorizaban el desorden y la anarquía revolucionaria. Amigo de la tranquilidad, de la paz fecunda, de lo duradero, le parecía prematura la revolución. Aceptó las proposiciones que le hacían desde Lieja y salió de Francia, para profesar un curso de literatura. El asunto fue Chateaubriand y su grupo literario. No falta quien vea en este estudio dureza, ensañamiento con el poeta, muerto hacía poco, y a quien Sainte Beuve, en vida, ensalzó calurosamente. La cuestión es, cuando menos, discutible. La hora de la muerte pide al creyente oraciones para el alma; pero para el crítico, señala el momento en que se puede hacer la autopsia, disecar fibra por fibra. No llego a persuadirme de que Sainte Beuve, ni en ese trabajo ni en artículos posteriores, ejercitase sañuda venganza contra Chateaubriand, de quien   —324→   ninguna queja tenía. ¿Por qué no se ha de reconocer que, ante la posteridad que ya empezaba para el autor del Genio del Cristianismo, obedeció Sainte Beuve a su naturaleza de crítico, a quien le pica la lengua cuando tiene sin decir una verdad?

Al volver a Francia, en 1849, empezaron sus Pláticas del lunes, publicadas en El Constitucional, y luego en el Monitor, ya bajo el segundo Imperio. Poco después, sobrevino el episodio de su profesorado en el Colegio de Francia y las tumultuosas manifestaciones de la juventud escolar contra él. Fueron tan brutales, tan ofensivas, que el curso no pasó de la segunda lección. Sin duda Sainte Beuve, como todo crítico serio, habíase creado enemigos, y mortales; pero la demostración obedecía a móviles políticos; silbaban al literato acusado de estar a bien con Napoleón III. A razones de tal índole responden esas algaradas, eterna vergüenza de las mocedades sin cultura, sin nociones de veneración intelectual, que no se han enterado del valor del talento en grado genial, ni sienten el peso de un cerebro enriquecido con los dones de la sabiduría.

No buscan estas muchedumbres, en apariencia ilustradas y en realidad inferiores al pueblo analfabeto, sino aquello que halaga sus fanatismos, y acaso hablen de Inquisiciones históricas, siendo ellas, en puridad, la Inquisición de la ignorancia. Sainte Beuve, en aquella ocasión, llegó a temer por su vida, y no salía a la calle sino armado de un puñal. Sin llegar a   —325→   tales extremos, iremos viendo en otros hombres muy ilustres franceses la presión de la multitud, que pocos saben desdeñar, como la desdeñó Taine.

El curso que no pudo profesar Sainte Beuve, lo coleccionó en un libro sobre Virgilio. Hecho lo cual, y dando un adiós definitivo al profesorado, continuó sus trabajos de literatura; pero no tardó en emprender otra campaña menos digna de recuerdo: la anticatólica, situándose al lado de los librepensadores en las cuestiones pendientes y debatidas entonces entre Roma y el imperio francés.

Se ha sospechado, y acaso con razón, que si un espíritu tan literario, tan refinado como el de Sainte Beuve, se decidía a tomar partido en semejante pleito, era que buscaba la popularidad, no obtenida en nuestros tiempos sino a condición de besar la pezuña de macho cabrío del sectarismo. Es la historia de muchos, y no dejaría Sainte Beuve de haber notado el incremento de la fama mundial de su antiguo amigo Hugo (a quien él calificaba de «naturaleza bárbara»), mediante la política. No comprendía Sainte Beuve que para lograr ciertas apoteosis era él demasiado letrado. No dominaba el lenguaje burdo y expeditivo de las propagandas, a pesar de intentar asimilárselo y de incurrir a veces, voluntariamente de fijo, en groserías y faltas de tino y gusto, en sus ataques a Lacordaire -su antiguo colaborador en la novela Voluptuosidad-, a Falloux, a Bossuet, a Bourdaloue, a glorias francesas que debiera   —326→   respetar, ya que no como patriota, como crítico fino y buen catador de prosa noble y bella.

De esta época es su colección de Retratos contemporáneos. Triste es decirlo: de allí a poco las campañas contra los que (ni más ni menos que el cancionero Béranger) llamaba los «hombres negros» le valían lo que no le valieron tantos servicios a las letras: un aura de popularidad, el puesto en el Senado. Convengamos en que si la «juventud» había sido brutal con Sainte Beuve, los poderes públicos y el mismo Emperador no se acordaron mucho del santo de su nombre. Se le hizo desear la senaduría, se le brindó a cambio de complacencias humillantes. Napoleón III, un día, le dijo sonriente: «Le leo a usted mucho en El Monitor». Y hacía tres años que Sainte Beuve no escribía en tal periódico.

En el Senado se significó con un discurso en defensa de Renán o, como se dijo entonces, del ateísmo en la enseñanza. A esta apología siguió la de Rousseau, Proudhon, Voltaire, Jorge Sand, a quien se quería excluir de las bibliotecas públicas. Y entonces los estudiantes y los normalianos se mostraron entusiastas del escritor a quien quisieron antes arrastrar. Naturalmente, Sainte Beuve exageró la nota, y su campaña política y social se acentuó en contra de la Iglesia. Sus cánticos a la ciencia y contra la libertad de enseñanza; el crudo y achatado materialismo de que hizo gala en la tribuna, le ganaron prestigios. No sé si Sainte   —327→   Beuve estaba de buena fe al arreglarlo todo con la ciencia.

Por tal camino, su prestigio fue en aumento y llegó al colmo cuando ya, poco antes de la guerra franco-prusiana y la caída del último Bonaparte, percibiendo con sagaz olfato la desorganización del régimen, lo atacó y señaló de antemano sus faltas y sus errores. Si vive Sainte Beuve dos o tres años más, tal vez forma Ministerio, como otros, al proclamarse la república, ante la invasión extranjera y el desastre. Pero se acercaba silenciosa la Segadora, y el año 69, en Octubre, se presentaba a Sainte Beuve. La última voluntad del gran crítico era un acto de sectario: un entierro civil.

Tal fue el hombre: y sobre su carácter y las flaquezas de su alma, los juicios son generalmente duros. No intento una apología, ni esto tiene nada que ver con que Sainte Beuve -rencoroso, egoísta, sensualista, lo que se quiera-, sea acaso, en el terreno de la crítica estética y de la historia literaria, el único crítico que se tiene de pie ante la posteridad. No haber logrado la fama, ni aun la consideración que merecía; haber visto surgir, fundadas el absurdo, en pugna con el buen sentido, reputaciones estruendosas, mientras la suya sólo alcanzaba a merecer una cencerrada de estudiantes, pudo pervertir y agriar su corazón. Los hombres se forman a sí propios, cuando son de tan alto valer, pero también los forma su época, la suma de error e injusticia de sus contemporáneos.   —328→   He aquí lo que puede alegarse en abono de Sainte Beuve.

Y viniendo a lo que debe elogiarse sin restricción, y a lo que tan profundo surco ha abierto, diré que, eclipsado un momento por Taine, hoy vuelve a ser su más ilustre y quizás victorioso rival, porque, según la frase de Armando Carrel, que aplica a la literatura, Sainte Beuve tuvo la suerte o el instinto de no afiliarse, y no lleva el peso muerto de un sistema cerrado. Todo cuanto ha deslumbrado, pareciendo novísimo, en Taine, lo había formulado claramente Sainte Beuve, pero sin asomos de rigidez sistemática, con esa flexibilidad y esa mezcla de reserva y malicia, que son la flor de la comprensión en tales materias. Porque, como la historia, la crítica, que busca en las letras la más alta y profunda expresión social, no será nunca una ciencia análoga a la química, la física y las matemáticas.

Sainte Beuve, atraído en su juventud (sabemos cómo y por qué) al romanticismo, acertó a juzgarlo y supo zafarse de él a tiempo, sin caer por eso ni en un clasicismo anacrónico, ni sumarse a los moralistas, ni encerrarse en el esteticismo de Gautier. De todas estas direcciones recogió algo su mente, ávida de conocer, capaz de entender, servida por una erudición nutridísima, que le ha permitido legarnos un monumento. Hay quien sólo estima, en la labor de Sainte Beuve, sus juicios sobre literatura moderna, la reseña que hace del movimiento literario desde el romanticismo al triunfo del   —329→   realismo. Si Sainte Beuve no estuviese preparado por trabajos de crítica retrospectiva, no hubiese podido dominar su época. El que ignora lo pasado, no entiende lo presente. Sin duda, existió en Sainte Beuve predilección por los clásicos, y alguna severidad, confitada en comprensividad, hacia los contemporáneos -estoy hablando de sus últimas etapas-; pero, ¿quién sabe si esta tendencia no es señal de la percepción del crítico, convencido de la inevitable inferioridad de una época en que la tradición nacional se ha roto?

Hasta tal punto sentía Sainte Beuve que el pasado es la raíz necesaria de lo presente, que cuando quiso hacer campaña por el romanticismo, se dedicó, como sabemos, a buscarle antepasados, genealogía. Y es que para él las letras, según las enseñanzas de Vinet, eran profunda realidad humana. No las concebía sin raíces, sin enlace estrechísimo con las demás grandes corrientes de la vida.

Díjose de Sainte Beuve que era un buen juez, pero sin código, y él protestaba: tenía su código, vaya si lo tenía, dictado por la práctica, por la observación. Y ese código prescribe no aislar la producción literaria del productor, y procurar conocer, en los autores, la tierra natal y la raza, los atavismos, los datos de familia, las influencias de sus estudios y de sus compañerismos, sus ideas religiosas, su modo de ser en cuanto al amor y al dinero, sus debilidades y sus vicios. Al recordar que Sainte Beuve fue el primero en formular principios   —330→   que de tal modo han cambiado las orientaciones de la crítica, y reconocido lo glorioso de la novedad, no quisiera, sin embargo, admitir la infalibilidad del método; desearía, una vez más, poner en claro lo que por científico se entiende; porque si ese método, tan análogo al de Darwin en la filosofía natural, fuese verdaderamente científico, daría resultados exactos, y dista mucho de darlos, aunque sea asombroso instrumento de indagación. Se fomenta un engaño, no distinguiendo bien las atribuciones y límites de las que indistintamente se llaman ciencias. La ciencia, es la certeza del dato adquirido. Lo demás, mera investigación, subjetivismo acaso.

Que cualquiera de nosotros -un autor- repase su vida, concrete sus gustos, sus aficiones, sus antecedentes de familia y raza y tierra, y mil particularidades más que conoce, como no puede conocerlos el crítico más sagaz, y diga si de todo ello se sigue necesariamente que haya escrito lo que ha escrito y no otra cosa. Hasta es frecuente el contraste entre los antecedentes de la obra y la obra misma. No cabe clasificar los espíritus como se clasifican las plantas o los animales, a lo Cuvier; hay en el alma humana algo inclasificable. El hombre no se conoce ni a sí mismo, y en la libertad y espontaneidad de su psicología reserva sorpresas -capa tras capa-, de agua profunda.

Por otra parte, con el método de Sainte Beuve, por Taine sistematizado, no podríamos aplicar la crítica a las obras maestras del genio en   —331→   la antigüedad; seguramente ignoramos, o conocemos por dudosas leyendas, los datos exigidos. Aplicado con prudencia y delicadeza, el método da fruto, y sobre todo, desde que se ha proclamado, hay que contar con él; no se hace la crítica como se hacía antes; no la hace ni el más refractario a los procedimientos preconizados por Taine y Sainte Beuve. No se ha extendido solamente a la crítica literaria: su acción, quizá más enérgica, transciende a la historia.

Es preciso recordar nuevamente a Vinet, que pensaba como Sainte Beuve, y antes, que lo que importa descubrir bajo la obra de arte es el hombre. Sólo que -agregaba- el hombre es la combinación de cualidades que distingue a uno de entre los demás y hace que no se confunda; la individualidad, en resumen. Y la individualidad es cosa rara, más rara de lo que parece. Ni todos se distinguen por un sello propio, ni siempre el talento es signo de individualidad, ni la individualidad, fuerte y marcada, señal de talento. Distinción y observación exactísimas. Y, sigue diciendo, la necesidad de buscar al hombre en el escritor tiene por objeto la penetración más íntima de la obra. Vamos tras los efectos de esa individualidad que, como nota perfectamente Brunetière, si puede proceder de influencias de medio y de raza, a su vez habrá de ejercerlas sobre la raza y sobre el medio.

Entendido así el método de Sainte Beuve, se elevaría sobre el nivel de la curiosidad psicológica,   —332→   y poseería una regla firme de crítica, la comprobación de la originalidad, que en la individualidad se basa, y acaso está identificada con ella.

Los que acusaban a Sainte Beuve de carecer de código, pudieran decir más bien que carecía de convicciones. Gautier, por ejemplo, las tuvo; creía en la estética. Sainte Beuve, ni aun en eso. Y, mírese como se mire, hay que relacionar este vacío de Sainte Beuve con la extinción de sus creencias religiosas. Al hacerse escéptico en religión, contrajo también el escepticismo estético. No sintiendo el temblor de la hermosura, quedole, para fundar su crítica, el gusto, la exquisitez del tacto, la percepción; los dones meramente críticos, que poseyó como ningún otro.

Tenía el mérito de la constancia en el trabajo y la probidad de lastrar sus artículos, preparándolos con incansable indagación. Nadie fue menos pedante, y nadie se informó más honrada y seriamente que Sainte Beuve. Y este caudal de noticias, seleccionado y depurado con el tino admirable, con el sentido de la proporción y la oportunidad que poseen las inteligencias luminosas y analíticas, hace que la labor de Sainte Beuve, macerada en los jugos de la sabiduría, sazonada con todas las especias raras y gustosas del ingenio, no haya perdido, para los amigos de lecturas sustanciales y educadoras, nada de su sabor y encanto. Ora trace con segura mano un retrato de cuerpo entero; ora evoque una figura histórica o un episodio literario,   —333→   Sainte Beuve es siempre el juez esclarecido, el anatómico certero, el guía incomparable. Ajeno al proselitismo y a la declamación, fértil en insinuaciones, en advertencias indirectas; corrigiéndose a sí mismo antes que tenga tiempo el lector de corregirle; rico en sentencias y en moralejas de experiencia amena, sin el tono fastidioso de la vejez, debemos aplicarle lo que de la lectura en general decía madama Roland: «Cuando nos limitamos a leer, nada aprendemos; hay que cocer en su propio jugo las cosas que nos interesa conservar, y penetrarse de su esencia».

Entre los aciertos de Sainte Beuve debe contarse su penetración para darse cuenta de la evolución literaria que se preparaba y que iba cumpliéndose durante los años de la transición. Él, a quien solían calificar de «realista», comprendió el advenimiento del realismo y la tendencia positiva que se iniciaba, y entonó un cántico a la realidad. «Eres», decía, «el fondo de nuestra existencia, y tus mismas asperezas y rudezas tienen hechizo». Y a renglón seguido, con la perspicacia peculiar de los que desconfían, añadía, profetizando: «Y, sin embargo, realidad, acabarás por ser repulsiva; se hartarán de ti. A menudo eres achatada, vulgar, aburrida. Nos basta con encontrarte en la vida a cada paso; queremos que en arte, sin dejar de estar tú presente, haya algo más que tú. Necesitamos algo que te complete, que te haga cristalina, admirable y bella; necesitamos lo que se llama el ideal».

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Existen individualidades -pocas ciertamente- en quienes la inteligencia hace veces de corazón, de conciencia, de moralidad y de todo. Sainte Beuve es de ese número escaso, escogido. Por la inteligencia llegó, en su prosa, no sólo al idealismo, sino al sentimiento, a la emoción, a la sensibilidad. Musset, Jorge Sand, no han escrito sobre el amor un párrafo más bello que el de Sainte Beuve, que encontramos en los Retratos de mujeres, en el estudio consagrado a madama de Pontivy.

Todo lo que voy diciendo es un juicio de conjunto; no trato de discernir a Sainte Beuve la infalibilidad. Que sus juicios sean rectificables... Lo contrario sería lo asombroso. Cuando la labor de un escritor representa el material más rico para gran parte de la historia literaria de su país; cuando nos lega unos sesenta volúmenes de valor incontestable, una copia de datos y apreciaciones deslumbradora, ¿no han de tener nada que añadir y que corregir los venideros?

Y cuando ese mismo escritor ha intervenido tanto en las luchas literarias de su época, ¿cómo exigirle una equidad estricta, un acierto absoluto en las opiniones, casi nunca serenas, acerca de los contemporáneos? Injusta o no, la declaración de un testigo ocular -y un testigo como Sainte Beuve- tiene siempre inmenso valor, y yo también lamento que no nos haya legado una Historia del romanticismo, para la cual poseía tantos documentos.

Leyendo hoy a Sainte Beuve, no causa la   —335→   impresión de «viajero errante», de criterio sin unidad. La unidad de Sainte Beuve está justamente en su misma condición, en su repugnancia a entregarse y a moldearse cual los demás quisieran; en lo que él llamaba «acercarse al tocino, pero no caer en la ratonera nunca». Esa era su individualidad y, por tanto, su originalidad, de la cual anhelarían privarle, al pretender que cambiase, que se parase, que fuese un seide y un vinculado.

Detractores los tuvo muy apasionados Sainte Beuve, y hemos visto que careció, hasta poco antes de su muerte, de esa aura de popularidad que defiende los errores literarios. Mientras Víctor Hugo era endiosado, recordemos cómo se trataba a Sainte Beuve. Sin ir más lejos, los incondicionales partidarios de Hugo, los que ven en las letras un medio de propaganda política y social, y quieren que se escriba «para elevar al pueblo», «para mejorar la condición humana», estuvieron contra Sainte Beuve. Es, ¡oh dolor!, una de las formas de la sandez contemporánea. Se le acusó de indiferentismo, de venganzas pequeñas, de omisiones voluntarias y, para decirlo de una vez, de envidia; los unos no le perdonaban que no hubiese sido «guía y consolador de la humanidad» como fueron Hugo y Quinet; los otros clamaban por que elogió a Claudio Bernard más que a Balzac. Zola, indignado con tal injusticia, supone una antipatía natural entre el autor de la Comedia humana y el autor de Los Lunes. Sería más natural suponer un error de óptica, de esos que   —336→   se cometen por ver los objetos demasiado cerca.

Respecto a Balzac, la escasa benevolencia de Sainte Beuve es tanto más sorprendente, cuanto que el monumento de la Comedia humana y el de la crítica de Sainte Beuve se completan, y la evolución de ambos escritores es la misma, hacia la realidad, hacia el documento, hacia el ambiente, hacia el hombre, hacia las individualidades. Naturalmente, en Balzac ha de predominar lo dramático y lo pintoresco, y en Sainte Beuve lo analítico y lo erudito. Los dos gloriosos escritores son, sin embargo, los que abren a la literatura y al arte caminos nuevos y diferentes; los que, sin combatirlo, procediendo de él, dan al romanticismo el golpe mortal, preparan la nueva etapa, y con su ahincado análisis, en medio de yerros, de desorientaciones, el porvenir. Ni en la novela, ni en la crítica, se irá más allá de Balzac y de Sainte Beuve.

Los que le increpan por no haber construido el sistema que Taine fabricará aprovechando las ideas de Sainte Beuve; los que le quisieran humanitario, cosido a los faldones de algún utopista; los que le piden que tartamudee de veneración y de asombro ante Víctor Hugo; los que, en suma, le desean tan distinto de sí propio, pretenden, sencillamente, robarle su yo.

Al defenderlo, al obedecer a su naturaleza crítica y compleja y elástica, Sainte Beuve es el representante genuino de la transición.