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ArribaAbajo- XIV -

La crítica.- Los discípulos de Gautier: Pablo de San Víctor, Montégut, Schérer.- Una influencia general: Francisco Sarcey.- Hipólito Taine: el momento; los primeros «intelectuales»; la invasión de la ciencia.- El sistema de Taine.- Digresión.- Objeciones.- Personalidad de Taine.- Juicio de Sainte Beuve.- Taine filósofo.- Sus mejores obras.- Renán.- ¿Es un crítico?


Aunque Teófilo Gautier, de influencia tan extensa y prolongada, no fundó escuela, y ni los parnasianos, más adelante, le reconocieron por jefe, hay un crítico, que es abiertamente discípulo suyo: Pablo de San Víctor, Conde de San Víctor, secretario de Lamartine, crítico dramático y de arte en varias grandes publicaciones, y escritor prestigioso, brillante, exaltado, de imaginación que chispea, y capaz de hacer creer, cuando habla de una obra o de una persona, que está revelándonos ignoradas y magníficas bellezas, hechizos del arte nunca sentidos. De San Víctor se dice que nadie tuvo   —338→   más hallazgos de estilista; que es el don Juan del estilo, a quien no se le resiste frase alguna. Lamartine exclamaba que, después de haber leído a Pablo de San Víctor, se encontraba a sí mismo apagado completamente.

Enamorado del arte con sinceridad, Pablo de San Víctor hizo viajes para conocer bien la pintura en España, en Italia, en Alemania, en Holanda; y, como no podía menos de suceder -es el sino de los escritores franceses que nos visitan-, en el estudio sobre Carlos II y su corte, recargó el colorido y buscó, antes que la información exacta, la nota pintoresca e impresionante, y la encontró, porque es la cualidad que en él resalta, la naturaleza de su prosa refulgente. Sus páginas sobre la Venus de Milo (que se presta a ser vista al través del éxtasis de la admiración), son un modelo en el género, el cual puede y debe discutirse, sin negar el talento del cultivador, que lo tiene, y en alto grado.

A Emilio Montégut, crítico no muy famoso, aunque sí estimadísimo, deben las letras francesas el servicio de la relación establecida con otras literaturas: por Montégut fue conocido en Francia Emerson, que tanto ha actuado sobre el pensamiento contemporáneo, y mucha parte del movimiento literario inglés, con otros nombres y aspectos de las letras extranjeras -la italiana, la española, la norteamericana-. Montégut, empapado de estudios ingleses, sucesor en la Revista de Ambos Mundos del severo Gustavo Planche, es realmente, más que un crítico   —339→   a la francesa, un ensayista al modo británico: su cultura era copiosa, amplia, bien digerida; sus juicios, fundados y sin exceso de pasión, sin himnos; tenía el gusto educado, delicado y propio, y era, en suma, uno de los excelentes críticos que surgieron, al adquirir el género la altura y la importancia que probablemente no ha de perder. Tenía Montégut puntos de vista originales, forma elegante sin exageración de factura artística, y, sobre todo, un estilo sobrio e incisivo, que comparó a la hoja de un cuchillo Edmundo Schérer.

Edmundo Schérer es un parisiense, oriundo de Suiza, y recriado en Inglaterra. Hombre de serios estudios, no sólo estaba familiarizado con las letras extranjeras, sino con la teología y la filosofía, y embebido de hegelianismo más aún que Taine; su primera labor fue filosófica y religiosa. Como Renán, perdió la fe, y como Renán apostató de la Iglesia católica y se desvió de los sacerdotes, sus educadores en San Sulpicio, separose Schérer de sus maestros, los teólogos protestantes, escandalizándolos -según hace notar Sainte Beuve en su artículo sobre la Miscelánea de crítica religiosa, de Schérer-. La tendencia de Schérer hacia los trabajos de hebraísmo, la crítica teológica, la filosofía, le aproxima a Renán; pero la índole de su ingenio le distancia de él. Así como en Renán, separado del catolicismo, permanece siempre algo y aun algos de la unción y de la gracia católica, en el estilo, en las formas del sentimiento, Schérer nunca pierde la rigidez y   —340→   violencia calvinistas. Con donaire llama Sainte Beuve a la lectura de Schérer andar sobre guijarros; y Gautier hubiese añadido que esos guijarros están, como los que empedraban las calles de Madrid, «cuidadosamente colocados con lo puntiagudo afuera».

Schérer era profesor de exégesis en la Escuela evangélica de Ginebra: al abandonar el protestantismo, dimitió y fijó su residencia en Estrasburgo, trabajando desde allí en sus investigaciones de religión y de crítica, hasta que pudo, conocido ya su nombre en Francia, volver a París, donde más tarde intervino en la política. El crítico que dio realmente a conocer a Schérer en París fue el tolerante Sainte Beuve, «porque» es su frase, «gusta de dar la primer campanada».

Bastante distaba Schérer, por cierto, de poseer ese don de la comprensión, en Sainte Beuve tan visible. Las injusticias de Sainte Beuve, no quitan a su comprensión; no nacen, como las de Schérer con de Maistre, con Teófilo Gautier, con Veuillot, de la limitación del gusto, quizás explicable por antecedentes de raza, familia, creencias y educación intelectual. No podía asimilarse, no acertaba a reconocer las individualidades, y, en los escritores, se fijaba, para condenar o absolver, en las ideas generales. De ahí el sello de aspereza y amargura que se nota en su crítica, que, tiene el sabor acerbo de las disputas escolásticas. Es una crítica cerebral, que conduce, como se ha notado reiteradamente, al nihilismo. Mirándolo   —341→   todo al través de la moral y de la filosofía, acababa Schérer por negarlo todo. Con una independencia que Sainte Beuve le envidiaba, pero que ciertamente no hubiese utilizado en echar abajo tantas obras de arte, Schérer demolía, o como se dice aquí, reventaba concienzudamente a cuantos no seguían el camino que él juzgaba único y salvador. Y lo curioso era que ese camino no conducía a ninguna parte. «Schérer -dice Faguet- infunde gran tristeza a quien lo lee... Su teoría es que no se mueva la pluma sino para buscar la idea, y no lleve más fin la idea que buscar la verdad. Y, por otra parte, está convencido de que la verdad, que debe buscarse siempre, no se encuentra nunca». Escritores semejantes producen una sensación mitad intelectual y mitad física, como las que causaría la frialdad membranosa y oscura de un ala de murciélago. No sé explicarlo de otro modo.

Francisco Sarcey, que no es filósofo ni teólogo, ni estilista, ni erudito, aunque conoce bien la literatura, es un crítico que ejerció y sigue ejerciendo una influencia no estética; sino práctica, aunque no se le ha tratado muy cariñosamente al juzgarle. Las imágenes que se emplean a propósito de Sarcey, tienen poco de halagüeñas: generalmente salen a relucir la férula, la palmeta, el pedagogo y el dómine. Sarcey no es, sin duda, un águila; hombre de equilibrio y de sanidad, nada complicado, suficientemente lastrado de cultura, sin ambición libresca, consagrado a su folletón dramático,   —342→   sin otra mira general ni otra pretensión sino la de que el público se enterase, hizo una crítica baja de vuelo, por un lado familiar, por otro técnica y doctrinal, de éxito seguro, por coincidir con la opinión de las medianías, del vulgo que concurre al teatro.

Las cualidades de Sarcey no son de artista, pero sí de escritor con personalidad -una personalidad normal, de hombre robusto y alegre, sin nervios y sin inquietudes-. «Sarcey está vivo y muy vivo, y ese es el don supremo» declara Lemaître. Puede objetarse que hay muchas maneras de estar vivo, y que no está nunca muerto Sainte Beuve, el complicado, el «sutil Escoto»; y Lemaître lo comprende, aunque no lo diga.

Aquella cualidad esencial que, según Taine, hay que determinar en el escritor, es en Sarcey la cualidad esencialmente francesa: el buen sentido. Por ese don nacional (un don sanchopancesco, en prosa), Sarcey conquista al público, el cual rara vez se va con los refinados que andan buscándole el pelo al huevo. Al buen sentido se unen necesariamente una serie de condiciones secundarias, que, todas reunidas, dan por resultado una crítica que se difunde y se lee y forma opinión. La lucidez en exponer; el enlace de las ideas; la persuasión, que se obtiene con la familiaridad; la realidad diaria, con sus limitaciones, pero con su solidez; la llaneza; la noción de la utilidad; nada de esto faltó a Sarcey en sus críticas. Trató, es cierto, innumerables cuestiones de que no se relacionan   —343→   con el arte; cuestiones del orden práctico, a veces menudas, que Schérer, por ejemplo, tendría a menos tratar. Sus volterianismos, sus anticlericalismos -que tanto mitigó después, ante las terribles lecciones de la guerra y del desastre- quizás son nota propia de un tipo tan gaulois y tan procedente del siglo XVIII como era Sarcey.

Las ideas de Sarcey sobre el arte dramático son las que han corrido y se han implantado fuertemente, hasta en España, en las reseñas de la mayor parte de los diarios, y, desde luego, en las combinaciones de taquilla, en esa influencia que ejerce el empresario sobre el autor, y que no es idealista nunca. Según Sarcey, el teatro es un género especial, sometido a reglas necesarias que se derivan de su naturaleza y esencia; y las obras dramáticas se escriben, no para representarlas delante de una minoría intelectual, sino ante una muchedumbre. Exigiría demasiado tiempo la refutación de esta teoría, fatal para el arte, con la cual se declina hacia el melodrama, el vaudeville y la comedia policíaca. En este sentido, Sarcey el bonachón es todo un vándalo. El gusto del público, además, no es un dato fijo; cambia, y oscila, por ejemplo, de Lucrecia Borgia y Autony a La mujer de Claudio, pasando por La Dama de las Camelias. Aunque el público no sea nunca un grupo de intelectuales, ello es que un grupo de intelectuales puede variar la orientación del público, y de hecho la varía cada veinte años, cada diez, hoy que van tan   —344→   aprisa los muertos. Más tal vez que los otros géneros, el teatro evoluciona, lo cual demuestra que empíricamente, como Sarcey, no es fácil establecer las bases de un sistema dramático. La fortuna de las opiniones de Sarcey consiste acaso en que facilitan hasta la ignominia la tarea del crítico: con decir «esto es teatral» de lo que se aplaude, y «esto no es teatro» de lo que no gusta; y con el duendecillo del «don teatral», quisicosa indefinible, han salido del paso. Han sido, en este respecto, una peste, una mala hierba indesarraigable, las teorías de Sarcey.

De Caro apenas se debe hablar como crítico propiamente dicho; es un filósofo, un ecléctico, de la escuela de Cousin; pero es ya caso frecuente que se entremezclen los estudios filosóficos con los críticos, y se considere la obra de arte con vistas al pensamiento. Taine no hará otra cosa; sólo que lo hará con la impronta genial; lo hará desde la altura.

Con Hipólito Taine, lo que Sainte Beuve llamaba su método, se convierte en sistema cerrado, y la crítica aparece dominada por una concepción filosófica. Y los que sentimos el arte, no como un teorema, sino como algo viviente, humano y libre, a pesar de todo nos quedamos con Sainte Beuve.

Taine nació en 1828. Aplicándole someramente sus propios principios, hay que tomar en cuenta el momento en que vivió, la época a que pertenece y las influencias que actuaron sobre su juventud, en los años formadores.

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El momento en que Taine formula sus ideas críticas y conquista su celebridad, es aquel en que, en medio de la variedad de escuelas que caracteriza a la transición, se destaca la realista, de la cual surgirá presto el naturalismo, si virtualmente no ha surgido ya. Taine, en cuyos escritos han de hallar su código los partidarios del «documento humano», nota la crisis profunda, la disgregación del ideal, y, en una palabra, la decadencia, bajo apariencias de una vitalidad bullente en el ingenio, más que en el genio -si a Balzac se exceptúa-. La penetración que habrá de demostrar en tareas de verdadero historiador, le mueve ya a reflexionar sobre tristes verdades. Todo individuo superior (excepción hecha de alguno que, como Benito Espinosa, vive dentro de sí mismo exclusivamente) considera lo que hay en torno, y, entre el remolino de los hechos insignificantes, propende a indagar las leyes profundas que rigen la vida colectiva; lo que regula los destinos de un pueblo. Un hombre como Taine, inclinado a las concepciones generales filosóficas, al notar los fenómenos esenciales y significativos de cada período, había de observar, en la Francia del 48 al 50, síntomas de lo que se preparaba y estalló veinte años después. Debilitada y acaso lesionada en los órganos y centros importantes, Francia, después de un vano ensayo de gobierno del pueblo por el pueblo, en el cual cupieron los sistemas socialistas y comunistas más extravagantes, vio cómo la segunda república acababa por la dictadura   —346→   y el cesarismo, pero no vio la gloria; no vio la epopeya grandiosa del primer Imperio. El que va a ejercer el poder no devolverá a Francia su aureola militar, ni aun afianzará la paz, y hará de Francia, en lugar de una nación respetada y vigorosa, una agradable fonda internacional y un activo taller de modistería.

A un francés genial, que cuenta veinte y pico de años al establecerse el segundo Imperio, y que se fija en el aborto de tantas aspiraciones ambiciosas y heroicas; que no tiene fe religiosa, que desdeña la política menuda, que comprueba la caducidad de lo que parecía llamado a ser eterno; que se encuentra, además -y este es un móvil humano-, hechas y aun perfeccionadas las demás formas de crítica (hasta la misma que él, realmente, va a proclamar) -¿qué asidero le queda?-, sistematizar y fundir en el troquel científico, uniéndolas, tantas dispersas escuelas y formas de arte. El sistema que trajese Taine tenía que ser científico, porque en aquel momento, hacia mediados del siglo, entre ilusiones perdidas y sueños malogrados, se alzaba la ciencia como astro que surge en el horizonte; y la ciencia se presentaba prometiendo seguramente mucho más de lo que está en sus medios realizar, pero brindando ya realidades magníficas.

Por las aptitudes varias de su talento, varias tenían que ser las influencias sufridas por Taine, desde sus primeros años de estudiante asiduo. Brillante alumno de la Escuela Normal, sabemos que cursó con ardor fisiología y psicología,   —347→   empezando así a unir la tendencia filosófica a la naturalista y experimental. Renunciando a seguir la carrera del profesorado, Taine resolvió dedicarse a las letras; pero ¡qué cambio!, ¡qué diferencia tan capital, entre el muchacho que en 1825, por ejemplo, tomase esta decisión, y el que la adopta hacia los años 50! El primero hubiese empezado por rimar estrofas, por emborronar un drama. El segundo -Taine-, se ha preparado a la carrera de las letras con esos estudios fatigosos, que empalidecen la sien, rodean de ojeras los ojos, abstraen a la juventud y la desvían hasta del amor. En el prefacio de sus Filósofos clásicos del siglo XIX, Taine describe su vida en el barrio latino, en 1852, en compañía de cinco o seis muchachos «aficionados a leer». ¡Qué muchachos tan poco parecidos a los que en 1830, con luengas crines merovingias, corrían al estreno de Hernani, resueltos a morir como espartanos, degollando «pelucones»! Estos otros (Taine nos lo refiere) se pasaban el día en bibliotecas y anfiteatros, y, de noche, se divertían, no en atizarse bocks y enamorar grisetas, sino en raciocinar. Uno, muy versado en lenguas orientales, trabajaba en una historia de las matemáticas. Otro, al cual le daba por la botánica, escribía la fisiología de las orquídeas. El de más allá, que era médico, estudiaba el papel que desempeña la herencia en las enfermedades. El de más acá afirmaba que la historia de las costumbres se encuentra en el departamento de las estampas de la Biblioteca   —348→   Nacional. Unos estaban fuertes en derecho, otros en química. Se discutía por escrito para apretar mejor el razonamiento. Y, entre paréntesis, en esta exigencia del razonamiento apretado, enteramente escolástica, se encierra un aspecto de la personalidad de Taine, y no el menos típico. Por la manía de argüir y discutir, los «muchachos» de la trinca de Taine volvían a ser unos estudiantes de la Edad Media, encerrados en el circuito de la Universidad parisina; unos discípulos de Pedro Abelardo o de Nicolás de Clemengis.

El intelectualismo nacía en esas capas sociales, embriagadas de una ilusión de certidumbre, que disfrazaban tal vez de escepticismo filosófico. Otro ideal, pero ideal al fin. Filosofando acerca de todo, los muchachos de la trinca creíanse enemigos de la filosofía, «porque», nos dice Taine, «todos habían practicado alguna ciencia». Declarábanse positivistas, y la enseñanza de Cousin, de Jouffroy, de los espiritualistas, les parecía elegante y retórica vaciedad.

Así como los treinta años anteriores habían sido espléndidos para las letras, la ciencia ahora quería absorberlo todo. En vez de la historia romántica, concebida como un poema, los estudios especiales: la egiptología, la asiriología, el semitismo, todo el orientalismo, la India, donde acaba de descubrirse una literatura, y lenguas maravillosas; el velo que cubre las civilizaciones asiáticas, China y la Tartaria misteriosa, desgarrándose; los grandes viajes   —349→   y las exploraciones geográficas por mar y tierra, el vuelo portentoso de las matemáticas, que van tomando posesión del mundo; las maravillas novelescas de la astronomía; las ilimitadas esperanzas sugeridas por la extensión de las aplicaciones de la electricidad; el avance perseverante de la química; las conquistas de la zoología y la botánica, y, sobre todo, las de las ciencias médicas, que parecieron a los positivistas el verdadero ariete contra el espiritualismo: histología, anatomía, la cirugía enriquecida con los anestésicos, que al suprimir temporalmente la conciencia anulan el dolor; esa era la contemplación de los intelectuales, en vez de las torres de Nuestra Señora, iluminadas por la luz de la luna. El desarrollo científico de Francia, no inferior al de Alemania, y en el cual brillan nombres tan ilustres, se había iniciado sin duda desde Napoleón I; pero, durante la transición, se afirmaba, sobre las ruinas de tantas cosas; y en la estudiosa y severa juventud de Taine, disipada la heroica embriaguez de las epopeyas, y demostrada la insania de las revoluciones impregnadas de misticismo económico, era el camino que se presentaba para que un pueblo y una raza luchasen y se conociesen a sí mismos. Y Taine, al empezar a escribir, traía su sistema, como sabemos: un sistema revestido de científico aparato.

Antes de considerar el papel de Taine en el desarrollo y evolución de la crítica literaria y artística, debemos advertir una vez más que su   —350→   predecesor es Sainte Beuve, y que aun antes de Sainte Beuve, y sin salir de los románticos, encontramos los gérmenes del sistema famoso. La explicación de la obra por el medio, la herencia, el momento histórico, etc., flotaba, por decirlo así, en el aire, esperando a convertirse en cuerpo de doctrina.

Madama de Staël, haciendo observar los caracteres peculiares de las literaturas del Norte; Chateaubriand, con su color local americano, falso y todo, y sus evocaciones de las luchas entre los galos y los francos; Walter Scott, con su intuición de lo ancestral, de la tradición amasada con el terruño; Thierry, aplicando ya a la historia documental el criterio de razas; Fauriel y los popularistas, buscando los orígenes del arte y de la poesía, y encontrándolos en el alma de los pueblos, en la sugestión de la tierra natal y sus influencias oscuras y persistentes; Villemain, estudiando los caracteres de las diversas épocas literarias, y, por último, Sthendal y Balzac, el primero disecando el espíritu como se diseca en la clínica la carne, haciendo de la novela una experiencia de laboratorio, y Balzac, sintiendo plenamente y describiendo ahincadamente las localidades y los individuos, sometidos a las leyes naturales de la herencia, del ambiente, de la sangre, de la casta, son más de lo necesario para que, sin retroceder a Montesquieu y prescindiendo hasta de Sainte Beuve, se explique dónde encontró Taine los fundamentos de su concepción filosófica del arte.

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Sin protestar de estos antecedentes, y reconociéndose discípulo de Sainte Beuve y de Stendhal, Taine prefería descender de naturalistas y fisiólogos, de Cabanis, de Bichat, y en filosofía, de Hegel, de Espinosa. También el prurito de querer proceder de científicos flotaba en el aire. Nos acercamos al momento en que veremos a la novela alardear de inspirarse en Claudio Bernard y su Introducción a la medicina experimental. La ambición de Taine es escribir la «historia natural» de los creadores en arte o en letras. En esto ve el fin sumo de la crítica, definitivamente elevada a ciencia. Y, en su entender, es la fórmula misma de la imparcialidad, pues así como el científico no conoce pasión, ni se cree en el caso de juzgar y condenar, bastándole estudiar a fondo la materia y aportar los datos que recoge, el crítico, no menos sereno, analiza las obras, sin preferencia ni amor. «Como el botánico que estudia con igual interés el naranjo y el pino, estudia el crítico toda obra humana».

Aplazando las objeciones que acuden a granel -no hay nadie que escriba sobre Taine sin objetar-, sigo indicando las líneas generales del sistema, visible ya desde las primeras obras; pues Taine no sólo entró en la liza completamente revestido con el arnés de la erudición y la sabiduría, como si fuese un viejo, dueño de los idiomas clásicos y contemporáneos, sino con su teoría perfectamente premeditada, dispuesto a formularla sin tanteos ni vacilaciones, de esas que los mayores talentos y aun los genios   —352→   sufren al empezar a buscarse a sí propios. En vez de asomarse, como Sainte Beuve, a todas las ventanas, Taine se encerraba en su concha recia y luciente, en su prisión de carey, transparente y duro.

Su sistema, ya lo sabemos, se funda en la teoría de la raza, del medio y del momento, y lo que concede a la individualidad, es la facultad directiva o principal, pero restringiéndola, y otorgando siempre más importancia a las causas generales que al individuo. Otra ley más, la de la mutua dependencia, viene a reforzar la tesis, presentando cada tipo de civilización y cada época histórica como un todo, unido por una correlación necesaria. Las civilizaciones y las épocas tienen también su carácter dominante, esencial. Por estos caracteres se reconocen las diferencias hondas, irreductibles, entre las razas humanas, entre los grandes pueblos. Dado tal modo de entender la crítica, Taine había de suponer que el valor de una obra literaria es proporcional al grado de permanencia, y generalidad de los caracteres que significa. Y con este criterio está escrita la Historia de la literatura inglesa.

Aunque sea incurrir en digresión, es preciso, al exponer el sistema de Taine, recordar el nombre de Darwin y también el de Haeckel. No quiero insinuar que el sistema de Taine proceda del del naturalista inglés; antes de la publicación del Origen de las especies, el sistema de Taine, contenido en el método de Sainte Beuve, estaba formulado. Si acude el recuerdo   —353→   de Darwin, es porque también la doctrina de la evolución, fecundo venero de puntos de vista preciosos y exactos, fracasa al extremar sus consecuencias, pues no tiene medio alguno que no sea conjetural de explicar el misterio, lo absoluto de la creación. Así Haeckel, después de probar triunfalmente las semejanzas, a veces las identidades del embrión de los animales superiores y el humano, no puede ni insinuar solución satisfactoria para el problema de cómo un embrión igual produce seres tan distintos, uno que ladra y otro que compone la música de La Walkiria.

Muchos años hace que, escribiendo sobre el asunto del darwinismo, decía yo (que en estas cosas soy, claro es, profana), que esperaba, para estar de acuerdo con Haeckel, un solo dato: el eslabón famoso del mono antropomorfo al hombre. Y lo estoy esperando aún. La antropología prehistórica se ha enriquecido con inestimables descubrimientos, con indagaciones soberbias, interesantísimas, pero la cadena evolutiva sigue rota. Y aun suponiendo que el eslabón se encontrase en forma de esqueleto o de huella fósil, quedaría pendiente la explicación formidable, aterradora como un abismo, del por qué, con los mismos órganos, y a veces con órganos menos poderosos que los del animal superior, posee el hombre una conciencia y un espíritu que le dan un puesto único en la escala de los seres. Acabo de leer, casualmente, una fantasía literaria de Eça de Queiroz, una descripción del Paraíso, donde Adán es un   —354→   mono antropomorfo, que se baja de un árbol, se pone de pie, mira al cielo y empieza su evolución humana. El eminente novelista portugués refiere cómo Adán va perdiendo el vello, cómo se le va achicando la mandíbula; lo malo es que no dice cómo adquiere inteligencia y sensibilidad humanas, y por qué sus congéneres, los demás monos, se quedan en los árboles, y desde allí se divierten en tirarle cocos y piedras.

A la literatura se le permite todo scherzo. En lo rigurosamente científico, hay derecho a exigir pruebas positivas.

Una vez más, declaremos que la raza, la herencia, el medio, las circunstancias, en fin, que rodean al escritor, actúan eficazmente sobre él; y desatender este aspecto de la realidad, sería privarse de una ayuda inestimable y una luz muy clara para la crítica. Lo que no conviene es poner como límite estos datos. Hay algo que va más allá, que rebasa. No puede la necesidad hacer que nazca un Lucrecio, ni un Cervantes; ambos son hombres de su época y de su ambiente, y lo expresan en rasgos generales; pero otros hombres, con iguales circunstancias, no escribieron La naturaleza de las cosas, ni el Quijote.

Figurémonos que llegase a demostrarse, como ahora se pretende, que las obras dramáticas de Shakespeare pertenecen, en realidad, al Canciller Bacón. No sería flojo apuro para Taine poner de acuerdo el capítulo IV del tomo II de su Historia de la literatura inglesa,   —355→   donde trata del autor de Otelo, con el final del capítulo II del tomo I de la misma obra, donde trata del autor del Novum Organum.

Los ejemplos pudieran multiplicarse, y sería inútil, pues hace tiempo que se ha venido a tierra, desde su arrogante altura, el sistema tainiano.

Su nota más exagerada, la que pareció resumir, para el vulgo de las clínicas y de las aulas, la esencia de su doctrina, fue aquella célebre frase «el vicio y la virtud son productos químicos, como el vitriolo y el azúcar». A tal extremo se llega con los sistemas cerrados, y a esto llamaron los incondicionales admiradores de Taine «tratar como meras hipótesis lo que todos han tenido por verdades demostradas, no preocuparse de la indignación ni del terror que soliviantan a las multitudes y marchar derecho hasta donde conducen el análisis y la lógica».

Nota con gran acierto Brunetière, al considerar el sistema de Taine en sus aplicaciones a la crítica literaria, que el hecho de que una obra exprese y traduzca el pensamiento y la tendencia general de su época, lejos de contribuir a la inmortalidad del autor, le predestina al anonimato. Es más original e individual, y dígalo Carlyle, por ejemplo, desviarse de las corrientes generales.

Tampoco es seguro que el arte refleje siempre la época en que se produce. Lo demuestra la pintura holandesa, como observó Eugenio Fromentín en su precioso libro Los maestros   —356→   de antaño. Belicosa y movida como ninguna la historia del pueblo holandés en el siglo XVII, en constante guerra con España, con Francia, con Inglaterra, su pintura ni indicio da de tan graves sucesos; reproduce escenas caseras, de bodegón, de kermesa, de taberna y de sitios asaz peores -sin que por eso le falte fuerte originalidad-.

Y si está tan a la vista que el arte no sufre, por necesidad estricta, la influencia de la época ni aun del medio, tampoco es exacto que en la obra de arte nos importe, principalmente, el que la creó. El interés que puede inspirar el autor de una obra es legítimo, y la crítica dispone de ancho campo para explayarse en esa indagación cuando disponga de datos, que no siempre dispondrá; no obstante, la crítica propiamente dicha es la que atiende a la obra. La obra ahí está, con su valor, con su significación, con su parte de belleza o de eficacia, materia de juicio, de discernimiento, de clasificación; materia también de impresiones para la sensibilidad y tema profundo de estudio comparado en su relación con otras obras, que procederán de ella quizá, tanto si se afirman al negarla, como si la imitan o continúan. Y de este valor de la obra, superior al del autor y artista (en cuanto es un hombre más) se sigue que la belleza no depende sino de sí misma. Encontrar al hombre tras la obra sucede a menudo, involuntariamente; es un gentil hallazgo; pero o la obra vale más, o no vale nada.

Cuando volvamos a hablar de Taine, ya en   —357→   otra época y período literario, veremos cómo rectificó y mitigó lo mecánico de la fórmula.

Le alumbró su propio talento, y la sinceridad concienzuda que todos están contestes en reconocerle. Aquí hablo del Taine de 1853 a 1868, antes de la guerra, que es realmente el crítico literario y artístico; del autor del Ensayo sobre Lafontaine, el Ensayo sobre Tito Livio, el Viaje a los Pirineos, los Filósofos clásicos franceses del siglo XIX, la Filosofía del arte en Italia, la Historia de la literatura inglesa, y tantas páginas, sin duda, inmortales. Es justo decir que, si el Taine sistemático no ha prevalecido, el Taine escritor, hable de viajes o de pintura, analice las corrientes profundas de la nacionalidad inglesa al través de su literatura, o satirice y pulverice la filosofía ecléctica, figurará siempre entre los mejores. Con la insistencia de su indagación, tenaz y ordenada como una falange, nos enseña a ver, y nos familiariza con la historia, con la vida de otras edades, con la personalidad de los escritores, de los artistas; con los Museos. Es además un realista, y, al modo de aquel Van der Helst, más fiel que Rembrandt, causa la sensación de que conocimos a los personajes retratados, y sabemos hasta qué enfermedades padecían, si son linfáticos o sanguíneos, y tocamos su ropaje y adivinamos en sus rostros el alma.

La originalidad de Taine, es que estas condiciones de escritor van estrechamente unidas a una naturaleza de filósofo, de pensador incansable. Lo que tan aguda y sensualmente ve   —358→   con los ojos, con esos ojos que él calificó de «golosos como la boca», lo refiere siempre al intelecto. Se diría que tiene prisa de abstraer, y que no se perdona a sí mismo el deleite de percibir y sentir, que proclamaba en alto, cantándole himnos, Sainte Beuve. Con razón opina Bourget que Taine no es, si bien se mira, ni historiador, ni crítico literario, ni artista contemplador, por mucho elemento pintoresco que derroche en sus viajes y en sus lecciones sobre el arte en Grecia, en Italia y en los Países Bajos. Todo converge hacia la filosofía, señora de su mente. Y el signo de su condición de filósofo, es el propósito constante de referir lo individual a lo general, de formarse ideas de conjunto. Su estilo mismo -sigue diciendo Bourget- es un estilo sistemático: cada período, un argumento, cada cláusula una prueba, cada capítulo una tesis, cada descripción admirable, una insinuación serial de ideas. Y el autor de El Discípulo califica acertadamente este modo de ser de «embriaguez metafísica». El mismo Taine lo ha proclamado: «el sentido que menos se gasta, el más sensible, el que procura goces más varios, es el cerebro» -verdad muy grande, pero sólo aplicable a organizaciones privilegiadas y superiores-.

Con lo dicho debe bastar para que se convenga en que Sainte Beuve anduvo cuerdo al servirse de las ideas en que se basa el sistema de Taine como de instrumentos admirables, y al no encerrarse en él, y hasta al protestar de sus extremos. «El espíritu humano dice Taine   —359→   que corre como un río, impulsado por los sucesos. Sí, pero no. Un río se compone de gotas iguales entre sí, y el espíritu humano, de gotas diferentes. Las gotas humanas difieren en sus cualidades. En el siglo XVII, por ejemplo, sólo un alma podía escribir La Princesa de Cleves. Si un gran poeta fallece en la infancia, de fijo que no aparece otro que exactamente le reemplace. Pablo y Virginia no puede estar más marcado con el sello de su época, y sólo cabe que lo escribiese Bernardino de Saint Pierre. No hay nada más imprevisto que el talento».

Esta es la sana doctrina, la teoría de la individualidad (que no debe confundirse con la del individualismo) tan acertadamente formulada por Vinet.

Ninguna opinión más autorizada que la de Sainte Beuve para definir la índole del talento de Taine. Su juicio acerca del que iba a ser a la vez su continuador y su rival más temible, y por algún tiempo victorioso, tiene la importancia de un documento. Es un juicio que sólo abarca las primeras obras, y revela la impresión fuerte que causó al crítico de los Lunes la aparición del sapientísimo joven, que, aplicando la energía de su pensar a los asuntos más varios, se mostró en todos igual a sí mismo. Lo que ha querido Taine, eso ha hecho, declaraba Sainte Beuve, sorprendido de tanto arranque y tan inmensa preparación, y haciendo notar las ventajas de este lastre, que la mayor parte de los escritores, los que hacen su aprendizaje en periódicos, al azar, ya no adquirirán   —360→   nunca, viviendo y peleando desarmados.

Taine -continúa Sainte Beuve- sabe como nadie situar a los autores que estudia en su época y en su momento social; en ese marco los encierra, de esos preliminares los deduce; no es en él inclinación, sino método reflexivo, el proceder así. Pero a ese método, estricto y seco cual un silogismo, Sainte Beuve opone infinidad de reparos, sobre todo en el terreno, para él tan familiar, de la crítica literaria. Así, por ejemplo, da a entender que Taine ha desnaturalizado al amable y bonachón fabulista Lafontaine. Si Lafontaine leyese la tesis en que se le estudia, quedaría asombrado de las intenciones y transcendencia de su obra, explicada por Taine. Poesía y sistema, dice Taine, parecen cosas opuestas, y son una misma; y Sainte Beuve responde: sí, con tal que entendamos por sistema un todo viviente, animado, coloreado; si la palabra sistema quiere decir cosmos y mundo; no, si el nombre de sistema implica disección, abstracción. Sainte Beuve, el ondulante, el flexible, el hecho a las metamorfosis, no está a bien con que Taine, trate el asunto que trate, aplique su sistema, su modo de analizar; y llámese como se llame el personaje literario, Taine sólo busque la exacta relación con lo que le rodea. Es, pues, la cabeza de Taine, un crisol, donde se concentran los elementos de la crítica. Sometido a reactivos, el escritor célebre pierde su ser natural. Con estas imágenes de laboratorio, caracteriza el gran crítico de los Lunes a Taine.

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Y esas imágenes de laboratorio, antes que de clínica (la idea del laboratorio es más abstracta) definen bien a Taine. Si la forma y el estilo son en él vivientes, enérgicos, ricos de color, como un lienzo de Rubens, el fondo es escueto, como una fórmula química. A no poseer un talento de escritor de primer orden, Taine sería de los autores más difíciles de leer; y aun así, lo es a veces, porque obliga a seguirle en demostraciones demasiado enlazadas; otras, en cambio, subyuga irresistiblemente, y se le puede aplicar un calificativo harto prodigado: el de escritor prestigioso.

Hay que notar en Taine la sensibilidad especial, filosófica, si así puede decirse, que revela ante la obra de arte. Su emoción no es estética; lo que ve no es la belleza en sí; es la idea de aquella belleza, la serie de pensamientos y raciocinios que sugiere. Una obra de arte, supongamos la Gioconda, puede ser un milagro de hermosura; pero es también un documento acerca de un momento capital de la vida humana. Y Taine, bajo el influjo de su instinto de pensador, más bien la observaría desde el último punto de vista que desde el primero.

Podrá esta particularidad de Taine manifestar la índole esencialmente filosófica de su entendimiento y derivarse de la aplicación de su sistema; pero en cuanto crítico, le ha perjudicado a la larga. ¿Es un filósofo, es un crítico, es un historiador el que escribe? Al querer apreciar en conjunto la labor de Taine, la incertidumbre   —362→   crece: ¿cómo clasificarle? Reparamos, no sin extrañeza, que este gran escritor y vigoroso pensador, en quien suele verse, y perdónese el galicismo, un filósofo filosofante, se ha pasado la vida sin escribir de filosofía, excepto aquella impugnación con ribetes de sátira, en que pulverizó a la escuela espiritualista, que era entonces a la filosofía lo que las novelas de Sandeau y Feuillet a la literatura. Cabía esperar, y casi exigir, que después de tan hondo golpe, mortal de necesidad, Taine se creyese en el caso de exponer sus ideas metafísicas. En la advertencia a la tercera edición de sus Filósofos clásicos, Taine se excusa de no haber escrito una psicología, una lógica, una moral, por cuenta propia. No solamente no las escribió, sino que su libro contra Cousin fue el único en que expresamente trató la materia. Después y antes, se consagró a la crítica; en la última etapa de su vida le veremos dedicado a la historia.

Y es que (él lo confiesa también) la impugnación es más fácil que la exposición; que un libro de refutación no es un libro de teoría. Si llegase el caso, y no llegó, de teorizar, ¿qué novedad pudiera ofrecer Taine a los espíritus ansiosos de luz? Resucitar la vieja filosofía del XVIII, que era en verdad la suya; volver al eterno Condillac, que había influido en él más que Hegel y Espinosa; a la sensación transformada; pisar las huellas de Laromiguière, que había resucitado el método del autor del Tratado de las sensaciones. Porque conviene hacerlo   —363→   resaltar: con haber sido Taine un perpetuo esclavo del raciocinio, no puede decirse que tenga ninguna idea muy original, muy suya. Su sistema crítico, base de su celebridad, manaba de mil fuentecillas, antes de que él lo canalizase.

Hay que admirar la copiosa y recia labor de Taine, pero sin desconocer sus deficiencias. Por más que se haya repetido hasta la saciedad lo contrario, Taine no es un inventor, y los que le ponen en las nubes por haber intentado hacer de la crítica una ciencia exacta, a renglón seguido tienen que confesar que la tentativa estaba, desde abinicio, llamada a fracasar. Con esta tentativa llamada a fracasar, sin embargo, hizo Taine su reputación, y ninguna otra desenvolvió ni utilizó nunca; aun cuando, sin cantar explícitamente la palinodia, poco a poco fue admitiendo bastante de lo que había proscrito, y reconociendo no poco de lo que había negado. Sobre este punto podremos insistir, cuando lleguemos al Taine posterior al desastre, al Taine de los Orígenes de la Francia contemporánea.

El Taine de 1853 a 1868 es un titán por el trabajo, y si su fama se formó rápidamente, si el «momento y el medio», fueron que ni de encargo para él, justo era que pesase en la opinión el hombre que en poco más de quince años produce una serie de libros, entre los cuales figuran La filosofía del arte en Italia, el Viaje por Italia, el Ideal en el arte, los ensayos sobre Lafontaine y Tito Livio, la Historia de   —364→   la literatura inglesa. El momento y el medio contribuyeron a extender la influencia de Taine y a llevarla a la región del arte, donde se manifestó estruendosamente con la aparición de la escuela naturalista, predestinada, sin embargo, al fracaso final, como la crítica en cuyos principios se inspiraba.

Nunca una aspiración imposible, la de hacer de la crítica algo como una ciencia exacta, pudo encontrar mejor campeón, más sabio, más denodado, y a este propósito hay que recordar el dicho ingenioso y un paco irónico de Brunetière. «Taine ha dificultado considerablemente la tarea de los críticos venideros. Antaño, en los tiempos de Sainte Beuve y Villemain, para ser crítico, bastaba tener discernimiento, gusto, conocimiento del mundo, y acaso un poco de talento. Hoy es preciso conocer todas las ideas, estar tan enterado de las letras francesas como de las escandinavas, del arte chino como del italiano, y, además, formarse un alma griega para admirar el Partenón y un alma romana para sentir el Coliseo».

La verdad acaso se encuentre entre los extremos. La crítica literaria y artística no será nunca, en puridad, una ciencia, como no lo será la historia; pero tampoco -aunque por desgracia así se practique- puede ser un ejercicio de plumas sin doctrina, un juego de impresionismo inferior y barato. Como la historia, con la cual va teniendo, cada vez más afinidades, la crítica ha caminado hacia la ciencia, sin alcanzarla, y lo que se ve claro es que no la alcanzará nunca.

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Si me preguntan por la obra maestra de Taine -prescindiendo de su etapa de historiador-, respondería que sus Ensayos de Crítica, en que hay «trozos de pintura» de primer orden, y su Historia de la literatura inglesa, en cuya introducción están magistralmente expuestos el sistema y las ideas de Taine, y en cuyos capítulos se analiza con pasión, encarnizamiento y relieve maravilloso, el desarrollo y formación del carácter de ese pueblo, en el cual la civilización contemporánea ha visto un guía y un tipo superior, imitable (a pesar de que toda la obra de Taine demuestra, de la primer página a la última, hasta qué punto lo inglés es inglés, y, por lo tanto, inadaptable a otra raza que a la anglo-normando-sajona).

Parece que, al proponerse escribir la historia de una literatura y buscar en ella la psicología de un pueblo, Taine había pensado en la española, y desistió, porque, nos dice, la literatura española muere hacia mediados del siglo XVII. De una parte, sentimos que falte esa Historia, escrita de mano tal; de otra, el recelo constante y comúnmente bien justificado, que nos inspiran los escritores nacidos en Francia, y que tratan de España, nos consuela; y contribuye a sosegarnos ver cómo acepta Taine, sin la menor dificultad, todas las referencias de Madama de Aulnoy acerca de la vida y el carácter español. Madama de Aulnoy es un documento, pero no incontrovertible y del todo fidedigno. Si se trataba de estudiar la psicología de un pueblo, nuestra literatura, en su   —366→   misma decadencia del siglo XVIII, pudo servir para el caso, porque la decadencia también es expresiva y significativa; pero el tema sería mucho más arduo, las líneas generales mucho más discutibles, y el hecho grandioso y decisivo de nuestro desarrollo histórico, el descubrimiento y conquista de América, difícil de explicar mediante documentos de carácter literario. El ser Inglaterra una isla facilitó, más de lo que parece, la tarea del eminente crítico, concentrando, por decirlo así, y cociendo en su propio jugo las letras y los elementos históricos. Nosotros tuvimos los brazos más largos y la cautela más corta que Inglaterra; y además, tuvimos momentos de tal frondosidad literaria, con el teatro y con la mística, que la empresa de Taine, no diré que se hubiese dificultado, pero se hubiese complicado, y acaso deslucido. Para el lucimiento, la elección fue acertada, aunque se expuso Taine a deficiencias que le han restado autoridad ante los investigadores ingleses, severos con el libro (como no lo hubiésemos sido nosotros, que somos de buen componer), si Taine nos echa el pañuelo.

De Ernesto Renán empiezo por declarar que es un filólogo, un historiador, un comentarista, un exégeta, un teólogo, hasta 1868; y después de esa fecha es un filósofo ameno, y un autor dramático ya no tan ameno, y un intimista que cuenta con sumo encanto sus recuerdos de la juventud, al par que continúa sus estudios de historia religiosa y de semitismo; que es, en   —367→   suma, todo lo que se quiera -excepto un crítico-. En este volumen sólo cabrían, en todo caso, las primeras obras de Renán; y si cabrían cronológicamente, no estarían dentro del cuadro de estudios que aquí se desarrollan. Los libros que Renán publica, desde 1852 hasta 1865, son de filología, de exégesis, de historia religiosa. Habiendo empezado la carrera eclesiástica, que abandonó al perder la fe, seguían llevándole sus inclinaciones a este género de trabajos.

Averiguar la suma de ciencia que contienen, depurar esa ciencia, ni pudiera yo hacerlo, ni encajaría bien en este libro. La vida de Jesús, que tanto estrépito armó, no es tampoco nada que tenga que ver con la crítica, y no lo digo por satirizarla; no es un trabajo crítico, ni aun entendida la palabra en su sentido histórico; ha sido, en ese terreno, examinada y juzgada por teólogos muy serios, y se presta a censuras y observaciones severísimas, en cuanto a la información, y a la cronología y a todos sus elementos historiográficos.

La enorme resonancia del libro se debió a que condensaba las negaciones y las almibaraba románticamente, y el escándalo fue tal, que niña yo cuando llegó la noticia a España, recuerdo haber sentido una especie de miedo misterioso, algo que al solo nombre del libro impío me helaba la sangre. Y el caso es que ni estaba en edad de leerlo, ni lo leí hasta bastantes años después.

Y bien, insisto: si entre la abundante producción   —368→   de Renán no encontramos nada que pueda calificarse de crítica literaria, ¿qué hace aquí, al lado de Sainte Beuve y del mismo Taine, que, aun cuando crítico ya un poco desnaturalizado, perdido más de la cuenta en los boscajes de la filosofía y de la historia, nos ha dejado tan magníficos estudios, cuyo carácter literario y artístico nadie niega?

Lo ignoro. Le incluyo en este capítulo porque sus compatriotas, entre los críticos le cuentan, aun cuando Emilio Faguet, por ejemplo, diga textualmente: «La crítica de Renán no nos entretendrá mucho; muy poco se ha ocupado en este ramo. En el fondo desdeñaba este género de diversión... No leía a los críticos sino cuando eran pensadores, lo cual no ocurre a menudo, y cuando cultivaban las idas generales, y así, apreciaba mucho a Taine, sin estar de acuerdo con él en nada absolutamente. De los restantes críticos del siglo y de los siglos anteriores, creo estar seguro de que no ha leído ninguno. Para decirlo pronto, no le gustaba la literatura». No sólo no le gustaba, sino que hablaba de ella con desdén, y cuando sin remedio tenía que tocar un asunto literario, salían cosas indigentes y sin sabor, como las que dice de Hugo y de Jorge Sand.

Reconozco que ha influido Renán, y no poco; que ha hecho escuela, si no de estética, de sentimiento, antes de hacerla de ese diletantismo que en él vino a personificarse y que tanto se diferencia del enamoramiento estético de un Gautier. El diletantismo de Renán, del cual   —369→   volveremos a hablar, fue la mansa gangrena de aquel espíritu, cuyas arterias se endurecían poco a poco.

La primera época de Renán, es la que corresponde al estado de alma mediante el cual tanto ha influido sobre sus contemporáneos; el del hombre que, ante el problema más grave de la vida, que es el religioso, y habiendo perdido la fe, no puede desechar la inquietud, la preocupación constante de tan profunda cuestión; de lo único que, en efecto, importa, si se mira bien, y a la luz de cualquier filosofía que se mire. Por este modo de ser, Renán se diferencia de los enciclopedistas, de Voltaire (que es, sin embargo, uno de sus maestros). Negada la aquiescencia al dogma, el corazón queda embebido del sentimiento y deplorando, como deploró aquí Núñez de Arce en uno de sus poemas más conocidos, como lloró Alfredo de Musset en Rolla, la soledad interior, la melancolía infinita del templo arruinado, e impetrando el consuelo de creer, que es el mismo consuelo de amar... Renán lo proclamó, y en esto hay que alabarle: el hombre es religioso cuando es mejor; el hombre no está en lo verdadero sino cuando cree hallarse destinado a lo infinito. Ante estas y otras efusiones tan frecuentes en Renán, dijérase que había de seguir siendo uno de esos que Taine calificó de hombres interiores, y que, fuera del cristianismo, siguen la pendiente cristiana; que hacen converger toda filosofía y toda crítica al problema de nuestro destino ulterior; hombres que, al   —370→   perder las creencias, quedan sangrando con herida incurable; porque su creencia era pasión, y si el raciocinio les enseña a descreer, sufren como si les mandasen renegar de su padre. De estos, dignos de piedad y respeto, fue Jouffroy; y al principio, también Renán. Por bastante tiempo siguieron resonando en el fondo de su alma las campanas de las ciudades sepultadas en el mar, que los pescadores de Bretaña afirman que se oyen todavía; y pudo Renán, sin mentir, compararse a la lira de Orfeo, que después de muerto y despedazado su dueño, aún repetía: «¡Eurídice!». -Hasta que, al correr de los días, por ley necesaria, se le pudo aplicar lo que dice él mismo, hablando, por cierto con seductora elocuencia, de San Francisco de Asís: «Los siglos de poca virtud, como el nuestro, son esencialmente escépticos».





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ArribaEpílogo

En el período de transición, el germen morboso, ya tan visible en el romanticismo, entra en otra fase de su desarrollo: pero todavía hay esplendores que encubren la inminente decadencia. El mal no está circunscrito a Francia, ni pudiera, porque todavía Francia se difunde y derrama en Europa, a pesar del movimiento centrípeto de la novela y del teatro, repatriados y hasta localizados vigorosamente por Balzac. Las fuerzas de resistencia de los organismos actúan, en lucha contra tantas acciones tercamente desorganizadoras. Simultáneamente, durante la transición, aparecen las tendencias y las escuelas, predestinadas a corta vida. El ideal del Imperio y el ideal romántico, van pareciendo anticuados; las tesis de ayer han perdido su eficacia; pero las utopías, falsificadoras de ideal, tampoco han resistido a la prueba de la experiencia, y el año 48 es una fecha que hará sonreír a la nueva   —372→   generación revolucionaria, la que prepara la Commune. Bajo el segundo Imperio, entre una prosperidad económica e industrial que permitirá después restañar heridas, entre un desate de apetitos y de concupiscencias que la literatura habrá de reseñar y reflejar, camina Francia al desastre, fin de su hegemonía.

De las fuerzas de resistencia, sería la primera la escuela de la moralidad artística, si se basase en firmes convicciones, y de las esperanzas, fue la más vehemente la que se manifestó en la apoteosis de la ciencia, que invadió el terreno de las letras y del arte. Por desgracia para Francia, aplicó la ciencia a cuestiones en que no tiene fuero ni certidumbres que ofrecer, cuando hubiese sido tan conveniente aplicarla a tener un ejército perfectamente organizado, que la colocase en condiciones de superioridad ante los «bárbaros del Norte», prontos a salir de sus selvas, y, aunque bárbaros, sumamente instruidos.

No bastará, sin embargo, el desengaño; no se apreciará la terrible lección; la ilusión científica, en el período que se acerca, producirá un movimiento literario muy intenso, y ambicioso sin límites. Sosegada la nube de polvo que levantó el combate, ahora, a la luz del ocaso, vemos el aspecto del campo de batalla. El ocaso todavía tendrá arreboles, luces encantadoras, nubes rojas de formas extrañas; pero ocaso será. Sin exceptuar el segundo Imperio, siempre podrá un patriota francés afirmar que cualquiera tiempo pasado fue mejor.