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La literatura infantil en la construcción de la conciencia del niño


Juan Cervera Borrás






La acción de la literatura

Plantear un ensayo para establecer relación entre la Literatura Infantil y la construcción de la conciencia del niño implica, en principio, anunciar las reglas del juego1. Indudablemente este juego puede desarrollarse de varias maneras. Por eso, para que nadie se lleve a engaño, es necesario declarar los modos aquí escogidos para él.

En primer lugar, se parte de la Literatura Infantil como conjunto «de manifestaciones y actividades que tienen como base la palabra con finalidad artística que interesen al niño»2. El rasgo de «interés» suscitado en el niño insiste en el aspecto de libertad, por su parte, en la aceptación voluntaria de elementos que usará libremente también, para la construcción de su propia conciencia, en la línea del constructivismo cognoscitivo. Libertad que, en cualquier caso, no excluye la motivación. Se acepta, no obstante, que el niño construye su peculiar modo de pensar, de conocer, de modo activo, como resultado de la interacción entre sus capacidades innatas y la exploración ambiental que realiza mediante el tratamiento de la información procedente del entorno. En este caso la información del entorno no llega directamente, sino a través de la literatura, que no es canal de comunicación totalmente neutro. La Literatura Infantil intenta poner ante los ojos de los niños algunos retazos de vida, del mundo, de la sociedad, del ambiente inmediato o lejano, de la realidad asequible o inalcanzable, mediante un sistema de representaciones, casi siempre con una llamada a la fantasía. Y todo ello para responder a las necesidades íntimas, inefables, las que el niño padece sin saber siquiera formularlas; y para que el niño juegue con las imágenes de la realidad que se le ofrecen y construya así su propia cosmovisión. Nótese bien que el niño recibe imágenes -literarias, pero imágenes- de la realidad, no la realidad misma.

Si no temiéramos abrir aquí una vía de agua con riesgos de naufragio, tendríamos que inclinarnos ahora ante la necesidad que ha de acuciar al niño de comparar la realidad con sus imágenes servidas. Pero justo es invocar aquí otra regla del juego para no pretender el imposible de seguir dos caminos diferentes a la vez, en lugar de confiar que el niño, en su momento, realice tales comparaciones y saque las conclusiones lógicas.




La conciencia como objetivo

Acotados los conceptos de Literatura Infantil y de «construcción de la conciencia», según nuestros deseos, hay que hablar de la propia conciencia, ya que se trata de su construcción en el niño.

Desde el punto de vista psicológico, la conciencia se define como el conjunto de procesos cognitivos y afectivos que forman un gobierno moral interiorizado sobre la conducta del individuo.

Si se trata, como es el caso, de conciencia moral, habrá que admitir que es la misma conciencia psicológica, con la añadidura de la discriminación entre el bien y el mal y la implicación de la percepción de una obligación moral que se impone a la persona.

Fundir ambas definiciones en una sola parece recomendable, aunque sólo sea como hipótesis de trabajo. Lo cual incita a recordar que, para llegar a fórmulas sencillas y completas, el camino, a menudo, es largo, sobre todo si se han de tener en cuenta aportaciones filosóficas, psicológicas, éticas y religiosas que se implican en ellas progresivamente.

Es curioso que, desde los principios, con el nombre de conciencia moral o de otros equivalentes, se quiere hablar de algo que no es inoperante, sino que actúa en el ámbito de la conducta y de las costumbres, y ello de forma natural, a tal punto que, tras la Antigüedad clásica, los Padres de la Iglesia y muchos escolásticos entendieron la conciencia moral como una sindéresis, es decir, la capacidad de juzgar rectamente.

Esta conciencia moral, a la postre, nos advierte ante el bien y ante el mal, y, según la terminología catequista tradicional, remuerde, cuando se prefiere el mal al bien. No es menos sorprendente que el término remorder aparezca también en Descartes (remords de concience) y en Spinoza (conscientiae morsus), mordisco de la conciencia, si bien, en ambos casos, el remordimiento toma la forma de tristeza ante la duda de si lo que se hace es bueno o malo.

Locke y sus seguidores se definen algo más: la conciencia sanciona o corrige el comportamiento como la idea que anticipa dicha sanción. Y Kant se refiere claramente a la facultad que juzga la moralidad de nuestras acciones, facultad que se dirige al propio sujeto que juzga.

Habrá que llegar a Max Scheller para que la noción filosófica de conciencia moral se acepte como el eco dejado por la creencia religiosa. Con lo cual cabe aventurar que confluyen dos vías: la que procede del pensamiento filosófico y la que sigue el pensamiento religioso.

Freud y los psicoanalistas conceden a la conciencia lugar preeminente en sus teorías y la identificación con el super-yo, porción de la mente que constituye la estructura moral interna del individuo, opuesta a los agentes externos reguladores de su conducta.

El sentimiento de culpabilidad a que la asocian los psicólogos sociales, sin duda, guarda relación con el de pecado, que le atribuye la teología cristiana, aunque, como es obvio, por causas diferentes.

Nos encontramos ante una realidad, la conciencia moral o religiosa, que advierte sobre la bondad o maldad de la situación antes del hecho personal, actúa como juez después del mismo, y premia o castiga a la vez, siempre en la intimidad del individuo. La construcción de realidad tan compleja no es fácil ni puede darse por concluida en un momento determinado. En cada momento en que tiene que intervenir puede enriquecerse o degradarse. Si a ello añadimos que en la conciencia se integran conocimientos y sentimientos como consecuencia de procesos cognitivos y afectivos, que se aplican sobre valores, la complejidad crece.

La concienciación3 se conforma como una manera de liberación. Según Paulo FREIRE la educación liberadora consiste en desarrollar la toma de conciencia crítica que tiene lugar a partir del análisis e interpretación de la realidad. Para FREIRE la conciencia puede ser mágica, ingenua y crítica. La persona dotada de conciencia trágica capta los hechos de forma pasiva y los acepta, aunque sin comprenderlos. Quien posee conciencia ingenua tiene apetencia de cultura, pero se cree superior a los hechos y libre para entenderlos según sus criterios; pero es gregario, simplista y polemista en vez de dialogante. Colectivamente las consecuencias son la masificación y el fanatismo. La conciencia crítica implica profundidad en la interpretación; aceptación de lo nuevo y lo viejo en razón de su validez; admisión de la censura y de la crítica; conocimiento de las preocupaciones propias de su tiempo y compromiso para la elaboración del futuro desde una conciencia histórica real y trasformadora.




Valores e intenciones

Algunos analistas atribuyen a la Literatura Infantil muchos valores e intenciones. Los valores se dan en la literatura de forma natural. Casi sin voluntad explícita de sus autores. Las intenciones implican voluntad consciente del autor, aunque no siempre sea expresa, y pueden ir desde el adoctrinamiento a la manipulación. Un ejemplo ilustrativo del intento de descubrir valores en la Literatura Infantil lo ofrece el libro Literatura Infantil y valores4 editado por la Conferencia Episcopal Española. En sus páginas se desgranan títulos de libros, fragmentos de textos de los mismos y hasta sugerencias para el diálogo y el trabajo. La buena intención que anima a la publicación de tales libros no empece para reconocer que se incurre en una muestra arriesgada de instrumentalización de la Literatura Infantil, y no sólo por los trabajos insinuados. Esta afirmación suele hacerse cuando se toma la Literatura Infantil para otros fines y no como fin en sí misma. Los recelos se fundan en que los deseados contactos del niño con la Literatura Infantil se utilizan como medio para fomentar determinados valores -nocionales, actitudinales, morales- por encima del valor intrínseco, inefable e invaluable que encierra la Literatura Infantil para cada niño como respuesta a sus necesidades íntimas.

Entre los epígrafes alineados en el índice de dicho libro se señalan numerosos valores, que van desde los estrictamente religiosos -acogida de la Palabra de Dios, alabanza a Dios, admiración ante el misterio-, a los significativamente morales, incluyendo entre ellos los que abundan en la moral natural entroncada con los preceptos divinos -amor y ayuda a los padres, fraternidad, perdón-, y otros que podríamos calificar como laicos o simplemente humanos, como creatividad, libertad, lucha contra el fracaso, realismo o superación del miedo.

Por supuesto, sorprende en la relación de valores enriquecedores, una ausencia: la contribución a la construcción de la conciencia, que, tratándose de Literatura Infantil, ha de ser justamente la conciencia de los niños, en su acepción de conciencia moral o religiosa.

Al no recoger alusiones a la construcción de la conciencia del niño, el libro tal vez no incurre en olvido, sino que es una corroboración del olvido de los textos consultados.

Las intenciones en la Literatura Infantil se han atribuido preferentemente a los cuentos tradicionales. Tal vez porque en la literatura creada para niños las intenciones de los autores están más manifiestas. Los cuentos tradicionales, en atención a su sentido más críptico, han sido denostados insistentemente. Los han acusado de maniqueísmo, por ofrecer clara diferenciación entre el bien y el mal, y por pronunciarse sistemáticamente por el bien, incrustado en el final feliz. Han sido acusados también de alienación y de adoctrinamiento. Una crítica tenaz, y a su vez intencionada, ha querido ver en ellos la manipulación social que propone como modelo las formas burguesas de vida y pensamiento. Ni siquiera se ha querido ver que podría tratarse de virtudes y valores que encarnaban preferentemente las clases burguesas.

Del coro de voces que se aúnan para el análisis no siempre benévolo de la Literatura Infantil, cabe distinguir la del escritor anglófono Jack ZIPES5. Para entender el pensamiento de este autor en torno al tema, hay que destacar con él tres períodos. El que se refiere a los cuentos de hadas en el momento en que adquieren carta de naturaleza literaria; el que extiende su acción a la posteridad; y el de la creación de obras que, partiendo de los propios cuentos de hadas, los subvierten para buscar otros efectos en el lector.


Del nacimiento al reconocimiento

En cuanto al período de su nacimiento literario, que partiendo de Perrault, hay que fijar entre finales del siglo XVII y a lo largo del siglo XVIII, admite ZIPES que la burguesía francesa, para difundir las cualidades burguesas de honradez, de dedicación, de responsabilidad y de ascetismo, que constituyen un proceso civilizador, -el espíritu burgués intenta superar el espíritu cortés anterior- adopta como medio la socialización de la literatura.

Coincide este impulso con el momento en que se había reconocido la infancia como etapa autónoma y crucial en el desarrollo de la persona; prueba de ello es la especial atención que desde ahora se dedica a los hábitos, al modo de vestir, a los juguetes de los niños y a su educación.

Por eso, desde su posición conciliadora, e intentando situar la transformación de los cuentos populares de hadas en cuentos literarios, no tiene inconveniente en comparar la labor de Perrault y la nube de sus imitadores y continuadores con la de los pedagogos que, desde el siglo XVI al XVIII, se esmeran en difundir las buenas maneras y las virtudes hogareñas, desde Erasmo de Rotterdam, Giovanni della Casa, Calviac, Antoine de Courtin, François Callières y hasta San Juan Bautista de La Salle, cuyo libro Reglas de buena educación y urbanidad cristianas encuadra en la misma tendencia6.

«Para un miembro de la aristocracia y de la burguesía era imposible sustraerse a la influencia de tales manuales, que llegaron a formar parte de la educación formal o informal de todos los niños de las clases favorecidas. Estas mismas perspectivas fueron enseguida extendidas al campesinado»7.

Para ZIPES se trataría sencillamente de difundir formas externas, de afinar modales. De este modo, la burguesía contribuyó a la interiorización de las normas sociales mediante la presión social, en una operación «ni confesada ni tramada deliberadamente». En esto ZIPES discrepa profundamente de quien, como el chileno Hugo CERDA, afirma que todo estaba planeado «en términos extremos y unilaterales»8.




De la expansión al cansancio

Constituidos los cuentos de hadas en cuentos literarios y aceptada su transformación en narrativa escrita, frente a la narrativa oral anterior a Perrault, se abre para ellos un amplio período que llega hasta los inicios del siglo XX. Durante este período hay que sumar nuevos nombres que mantienen viva la llama de los cuentos de hadas. Y, lejos de ser éstos una insignificancia en el desarrollo de la Literatura Infantil, se convierten en el escenario por el que desfilan fuerzas decisivas para este desarrollo. Las implicaciones sociales y políticas nunca están ausentes y la visión de los cuentos de hadas como instrumento educativo, tampoco. Los resultados de la investigación de los cuentos populares quedan modelados por la creación de los autores.

Los hermanos Grimm, al principio del siglo XIX, representan la segunda gran afluencia. Su valoración reciente, a partir de los años 60, según ZIPES, ve en ellos el rechazo radical de las benévolas reglas que quisieron transmitir sus autores. Esta tendencia se expande entre autores persuadidos de que estos cuentos han contribuido al establecimiento de una falsa conciencia y han reforzado así un proceso de socialización autoritaria. Esta interpretación culmina en la Alemania Federal donde se llegó a considerar que los cuentos de los hermanos Grimm, y a su vez los de Andersen y otros autores, eran «agentes secretos» del sistema en materia de educación, con la intención de adoctrinar a los niños, inducirlos a aceptar los roles y funciones definidos por la sociedad burguesa, y bloquear así su desarrollo natural9.

H. C. Andersen, entre 1835 y 1875, completó la labor de los hermanos Grimm en la creación del canon de los cuentos de hadas para niños. Y, sobre todo, introdujo en ellos principios de ética protestante. Se creyó que los cuentos eran útiles para educar a los niños de todas las clases sociales, y se transformaron en modelo literario para la cultura occidental, mientras se difuminaban los prejuicios frente a la fantasía.

Por otra parte, Andersen, marcado por sus orígenes proletarios y por su admiración por las clases favorecidas, nunca se sintió integrado en ningún grupo social. «Odiaba ser dominado, aunque amara a la clase dominante»10.

Para Andersen existe un poder, que él presenta como divino, y sorprende, en comparación con otros autores de cuentos de su época, constatar la cantidad de veces que recurre a Dios y a la ética protestante para justificar y sancionar las acciones de sus personajes y las conclusiones de sus cuentos11

Su discurso es el del que acusa problemas de conciencia.

En la segunda mitad del siglo XIX el discurso socializador de los cuentos de hadas experimenta un fuerte cambio por parte del mundo anglosajón. Los británicos George Mac Donald y Oscar Wilde y el norteamericano L. Frank Baum utiliza ron el cuento de hadas como espejo radical para reflejar lo que les parecía falso en el discurso dominante sobre las maneras, las costumbres y las normas de la época, hasta alterar la especificidad del género.

Los cuentos de Perrault, Grimm y Andersen constituían una especie de freno para la evolución del discurso de los cuentos de hadas. Pero Mac Donald, Wilde y Baum invirtieron el orden en el mundo de estos cuentos clásicos, ampliaron su discurso sobre la civilización imaginando otros mundos y otros estilos de vida. La celebridad adquirida por estos autores afianzó sus contribuciones originales al género y se ofreció como ejemplo para los innovadores con temporáneos suyos y futuros.

Plantearon sus relatos desde la perspectiva de las clases desfavorecidas. Impulsaron así la necesidad de modificar y reordenar las relaciones sociales cuestionando la arbitrariedad de la norma autoritaria. Introducen, por tanto, la subversión del mundo por la esperanza. Su intención fue liberar a los niños del perjuicio que, según su opinión, les causaba el cuento tradicional.

Hasta estos autores, los cuentos de hadas plantean su discurso desde el punto de vista de la sociedad establecida, e interesa más la inserción del niño en el sistema, que la construcción de su conciencia. A partir de ahora que daba la puerta franca para hacerlo desde el punto de vista del niño y contra los propios cuentos de hadas, como sucederá con los intentos de concienciación que aparecerán en el siglo XX.

Resumiendo, se puede hablar de primera etapa, la de Perrault, que significa el bautizo literario de los cuentos de hadas. La creación de una determinada conciencia formal y de clase queda configurada. La segunda etapa -la de Grimm y Andersen supone el afianzamiento del cuento clásico con su definición de criterios educativos y religiosos. Mac Donald, Wilde y Baum se presentan como puente entre esta etapa y la siguiente, al anunciar como cambio la participación de las clases populares, del propio lector, en la construcción de la propia conciencia.




De la subversión a la autodestrucción

En la tercera etapa el afán de llegar por medio de la educación de los niños a la solución de problemas ha arrastrado a pensar que los cuentos de hadas, reflejo de sociedades patriarcales o semifeudales, carecen de ímpetu concienciador ante el peligro nuclear, ante la destrucción ecológica, así como para hacer frente a problemas sociales derivados de la industrialización o de las crisis económicas.

De ahí que hayan surgido en el siglo XX corrientes que han propiciado el cuento liberador para sustituir al tradicional de hadas e incluso se haya llegado a reescribir con elementos tradicionales de cuentos muy conocidos, subvirtiendo totalmente las situaciones.

Harriet Herman, las cuatro componentes del Movimiento de Liberación de la Mujer de Merseyside, en Liverpool, se han encargado de reescribir cuentos como Rapunzel, El príncipe y el porquerizo, Caperucita Roja, y Blancanieves, invirtiendo los papeles.

Caperucita Roja, en particular, ha sido objeto de varias experiencias desmitificadoras o liberadoras. Tomi Ungerer presenta la suya como «cuento rerrumiado», con su lobo vestido como un barón clásico y una Caperucita desconfiada que acaba casándose con el lobo, teniendo hijos y viviendo todos juntos muy felices.

Catherine Storr en Little Polly Riding Hood ofrece una versión en la que la pequeña Polly, habilidosa e independiente, engaña al lobo, ridículo, que utiliza el cuento de Caperucita Roja como manual de comportamiento.

Max von der Grün emplea su versión para atacar los prejuicios y el conformismo. Caperucita, a causa de su vestido rojo, es desterrada de su comunidad como si fuera judía o comunista.

Otros muchos autores han partido de Caperucita para sus experiencias. En España ha tenido excelente acogida editorial Caperucita en Manhattan, de Carmen Martín Gaite, que utiliza, muy distanciados, elementos procedentes de la Caperucita tradicional e incluso recursos de otros cuentos, aunque este libro no puede considerarse desmitificador ni infantil.

Otras manifestaciones desmitificadoras están representadas por las feministas italianas Adela Turín y Nella Bosnia, destinadas a los niños, mientras que el arte de la subversión ha alcanzado a otros muchos libros que apuntan a los lectores adultos.

En realidad se trata de una literatura más desmitificadora que concienciadora, aunque, a veces, sea ésta su intención manifiesta. Se destruye lo que se considera mito e instrumento de alienación, pero en su lugar no se coloca nada, sobre todo cuando se trata de literatura infantil. Así sucede, por ejemplo, en El hombrecito vestido de gris, de Fernando Alonso, duro alegato contra el final feliz.

Sobre estas experiencias se cierne una duda: ¿tendrán éstos la eficacia en la formación de la conciencia del niño que han demostrado los cuentos de hadas tradicionales? A juzgar por su aceptación y difusión, restringidas y efímeras, la impresión es negativa. Más bien parece que estas experiencias, más o menos comentadas, vuelven a ser superadas por los cuentos tradicionales. Y a este recambio contribuyen, sin duda alguna, la abundancia de modelos que ofrecen la literatura infantil y los medios de comunicación desde hace años, así como el hecho de que los ataques despiadados de que han sido objeto los cuentos de hadas han producido el efecto contrario. Muchos de estos ataques y experiencias se han situado más en el ámbito del adulto que en el del niño. ¿Pueden ser así infantiles? Tal es la duda que suscitan los intentos de anticuento como los de Ionesco12, que persiguen crear en el niño la conciencia de lo absurdas que resultan determinadas situaciones.






La recepción del niño

Estudiar la literatura desde el punto de vista histórico y cultural, sin tener presente el punto de vista del receptor, en este caso el niño, aboca indudablemente a una visión parcial de la misma. Sobre todo si se tiene en cuenta que los cuentos de hadas siguen vigentes para el niño actual, pese a su antigüedad. Y ésta es mucho mayor que la señalada por la fecha de su nacimiento literario de manos de Perrault. Por consiguiente, habrá que pensar en la complejidad de la recepción de la literatura por parte del niño a la vista de la reflexión psicológica y a la vista de la estética de la recepción.

Para Marisa BORTOLUSSI hace falta precisar la forma en que el niño recibe los elementos literarios del cuento y de la literatura en general y transforma la experiencia literaria en experiencia psíquica, y el modo en que esto influye en el Yo13.

En cualquier caso, el niño sigue atentamente los cuentos que se le cuentan y que, por supuesto, no siempre tienen para él el mismo significado que para el adulto o para otros niños. Cuando un niño tropieza con algún cuento que responde a alguna de sus necesidades íntimas, se aferra a él, y pide insistentemente que se lo repitan una y otra vez, un día y al siguiente, a menudo con sorpresa y alarma de sus padres, desconocedores de la situación y de las razones de su aparentemente caprichosa insistencia. Lo fácil es interpretar que los niños, además de bajitos, son tiranuelos. Pero hay mucho más.

Es ilustrativo el caso de un niño de unos tres años. Su padre y su madre trabajaban habitualmente fuera de casa por la noche. El niño, tanto si se quedaba en casa con sus hermanitas mayores o con sus abuelos, pedía reiteradamente el cuento de Las siete cabritillas, cuya cabra madre se ausenta, y se ven amenazadas por la visita del lobo. Todo termina bien con el regreso de la cabra a su hogar.

Cabe recordar también el caso de un niño de seis años, que todos los días requiere ver el vídeo de My fair lady. Se trata de un niño de mucha vitalidad, que en el colegio tiene frecuentes dificultades por sus no menos frecuentes peleas con sus compañeros de curso. Evidentemente recibe, por ello, las consiguientes reconvenciones y hasta castigos. Lo curioso es que este niño, al explicar espontáneamente por qué le gusta su vídeo preferido, confiesa que es porque es muy bonito y porque no hay en él peleas como en otras películas.

Es evidente que el niño mantiene interés por un cuento y pide su repetición, mientras le va sirviendo de respuesta a alguna de sus dudas o necesidades. Christa MEVES así lo reconoce: «Ese interés, en manera alguna fugaz, sino constante, esa necesidad e insaciabilidad ante la narración repetida del mismo cuento constituye un indicador clarísimo de la oportunidad de los cuentos como medio educativo»14.

Le intriga a veces al adulto saber cómo entiende el niño los cuentos. Para Bruno BETTELHEIM, los cuentos de hadas son «obras de arte totalmente comprensibles para el niño». Y «como en todas las artes, el significado más profundo de este tipo de cuentos será distinto para cada persona, e incluso para la misma persona en momentos diferentes de su vida. Asimismo, el niño obtendrá un significado distinto de la misma historia, según sus intereses y necesidades del momento»15.

El niño se ve a menudo asaltado por angustias, siente necesidad de ser amado, incluso de ser preferido, y experimenta temores de ser abandonado o no querido. Hay numerosos cuentos que, directa o indirectamente, apuntan a estas situaciones concretas. Hoy en día muchos niños no crecen en ámbitos de seguridad ofrecidos por la familia o comunidad perfectamente integrada. Por eso es importante proporcionarle al niño actual imágenes de héroes solitarios que superan todas las dificultades, relatos con final feliz y la victoria del bien sobre el mal. «El niño siente que el mundo funciona perfectamente y que se puede sentir seguro en él, únicamente si sabe que las personas malvadas encuentran siempre su castigo»16.

No puede escaparse a la observación sagaz que, en el cuento tradicional, la definición entre el bien y el mal está muy marcada, así como que su coexistencia está en función de la victoria del bien sobre el mal. Es una forma de iniciar a las jóvenes conciencias en la aceptación del bien y el rechazo del mal. Cuando la lucha se establece entre ambas fuerzas, entre ambas realidades de la vida, el niño observador pasa sus recelos y hasta su sufrimiento psicológico, mientras el mal se impone momentáneamente, pero disfruta y goza con la victoria completa del bien sobre el mal. Bruno BETTELHEIM, al confirmar esta situación, asegura que «el niño realiza tales identificaciones por sí mismo, y las luchas internas y externas del héroe imprimen en él la huella de la moralidad»17.

«Al presentar al niño caracteres totalmente opuestos, se le ayuda a comprender más fácilmente la diferencia entre ambos, cosa que no podría realizar si ambos personajes representaran fielmente la vida real, con todas las complejidades que caracterizan a los seres reales»18.

Hansel y Gretel son abandonados, pero luchan y vencen al mal que dimana nada menos que de sus propios padres, víctimas de la pobreza. Al final se restablece el orden natural familiar.

En el cuento tradicional, el triunfo del bueno sobre el malo se remacha con el castigo del malo. La bruja es quemada, el lobo y el dragón, vencidos y muertos. Y es que estas escenas literarias, ante las que se rebelan modernos ecologistas pusilánimes, son necesarias, ya que el castigo del mal es fuente de seguridad para la conciencia del niño, como se ha dicho ya. Pero Christa MEVES precisa más: «La destrucción cruel del mal, tal como acontece en los cuentos, lleva siempre en sí el acento de una defensa de emergencia inevitable existencialmente y, en la mayor parte de los cuentos, asume la forma de un juicio realizado por una instancia suprapersonal»19.

Es evidente que esta reflexión psicológica sigue el camino trazado por esta parcela de la Literatura Infantil para ayudar al niño en la construcción de su propia conciencia, del mismo modo que este proceso, de tinte constructivista, implica al niño de acuerdo con la estética de la recepción.

En un análisis superficial de los elementos que participan en la formación de la conciencia del niño hay que reconocer que intervienen conocimientos y sentimientos.

En la edad del cuento hay que distinguir dos fases. En la primera, de los dos a los cuatro años, el niño requiere cuentos realistas, que son relatos compuestos por imágenes de su vida cotidiana, relacionadas con los actos de levantarse, asearse, desayunar, jugar con el osito de peluche. Aquí los cuentos crean conciencia sobre el mundo próximo al niño que está descubriendo.

El cuento con anécdota literaria llega hacia los cuatro años y mantiene su interés hasta los siete o los nueve años, según Karl BÜHLER20. Christa MEVES habla de los cinco a los ocho años21. Este cuento contribuye a la formación de su conciencia en el aspecto de sentimientos y valores, puesto que pone a su alcance y reflexión conductas que le gustarán o le disgustarán, y provocarán así admiración o rechazo. Son los modelos o contramodelos que irán impregnando su pensamiento y ejercitarán el juicio, sin riesgo alguno.

Por supuesto que quienes nos dedicamos a la Literatura Infantil debemos tener la humildad de reconocer que hay otros muchos factores que intervienen en la construcción de la conciencia del niño, pero debemos ser bastante lúcidos para valorar las posibilidades y responsabilidades de la Literatura Infantil.

Marisa BORTOLUSSI toma la Literatura Infantil como creación de representaciones, como factor edificante del Yo22. Y acepta como evidencia su participación en la construcción infantil del mundo y del Yo, y de ello deduce, con interpretaciones de Jung y de Freud, la importancia de esta influencia en la vida del niño. «Cualquier elemento literario que suscita en el niño una reacción será integrado en su Yo»23.

Luis SÁNCHEZ CORRAL, en un sugestivo artículo, establece paralelo entre la actividad significante del discurso literario infantil y los procesos psicopedagógicos que describen las teorías constructivistas del aprendizaje significativo. Destaca que la adquisición de los significados, tanto estéticos como cognitivos, implica situaciones problemáticas que estimulan a los niños a descubrir por sí mismos la estructura de los significados y de los contenidos. Dicho de otra forma, «la polisemia estética constituye un itinerario didáctico de extraordinaria utilidad para planificar el aprendizaje»24.

Tanto la estética de la recepción como la reflexión psicológica convergen en el mismo punto ante las respuestas múltiples, cuando el niño entra en contacto con los textos: «ejercer la experiencia estética consiste esencialmente en asignar un sentido a las propuestas textuales»25.

Las coincidencias son claras y definitivas en la formación del pensamiento del niño.




La llamada concreta

La referencia que se ha hecho a los cuentos de hadas ha sido extensa, como corresponde a una parcela básica de la Literatura Infantil, vigente y sujeta a polémica. Ocuparnos ahora, aunque más brevemente, de la narrativa actual no es mero ejercicio de equilibrio, sino obligación inaplazable, dada su extensión y la intensidad de contactos del niño con ella. No obstante, ante esta narrativa actual, hay que precisar si se trata de cuentos o de novelas. Porque su sistema de escritura no es el mismo, ni la recepción tampoco. Sería injusto tratarlos indiscriminadamente.

En la moderna novela para niños, la que leen intensamente entre los 9 y los 12 años, el bien y el mal no aparecen tan esquematizados ni tan separados como en el cuento, tradicional o moderno. La conciencia del niño, a la que se le supone mayor discriminación, tiene que afinar mucho más en la elección. A menudo ésta no puede ser radical. El bien y el mal no están tan drásticamente encarnados en el protagonista y el antagonista, para decirlo de forma simplificada. Los mismos personajes, a lo largo del despliegue de su conducta, tienen rasgos de bondad y de maldad. Y el niño tiene que saber distinguir y matizar en cada caso o momento, con su aprobación o rechazo parciales. Su conciencia adquiere perspicacia y responsabilidad.

Cuando no existe tensión entre el bien y el mal, el relato queda en mera aventura, el interés decae y la aportación a la construcción de la conciencia no se produce. Así, en La tienda mágica26, de Manuel L. Alonso, al niño Javier, no contento con su escasa estatura, un mago le concede crecer a cambio de su imaginación. El lector adulto fácilmente establecerá paralelismo entre esta sencilla historia y la del pacto entre Fausto y Mefistófeles. Que Javier prefiera estatura a imaginación no plantea alternativa entre el bien y el mal. Por eso su arrepentimiento carece de grandeza, ya que sólo llega cuando descubre que está creciendo demasiado.

La tradición teatral para niños plantea sus situaciones con fuerte vinculación a sus protagonistas, al igual que los cuentos. Por su propia naturaleza el teatro es acción. Por consiguiente el juicio sobre el bien y el mal busca una situación de mayor desarrollo de la conciencia del niño. Para su afianzamiento se busca que el niño entre en contacto con el bien y el mal, convencionalmente representados, y que el niño, por su cuenta, sepa distinguirlos, pese a sus apariencias engañosas. Así sucede en la obra de teatro El viaje de Pedro el Afortunado, de Augusto Strindberg, (1892) y en El príncipe que todo lo aprendió en los libros, de Jacinto Benavente, (1909)27.

Ambos incitan a sus protagonistas a un periplo que ha de resultar esclarecedor. El paso sucesivo por distintos lugares o situaciones, con vuelta al punto de partida, permite contrastar lo aprendido. De este modo, a través de la experiencia, se configura la conciencia del protagonista. En El viaje de Pedro el Afortunado, de Strindberg, se trata de corregir la mala educación recibida. En El príncipe que todo lo aprendió en los libros, de Jacinto Benavente, el mundo de fantasías que se ha forjado el príncipe con la lectura de los libros, debe ser ilustrado por la realidad, muy diferente.

La llamada es cada vez más concreta. Tal vez se corre el riesgo de que la anécdota no tenga fuerza para trascender el aquí y el ahora de la narración. Pero, sin duda eso es problema de cada autor y su capacidad para provocar la respuesta múltiple y no permite comparar genéricamente la literatura actual con la del pasado, como a veces se hace precipitadamente. Cada vez la Literatura Infantil da mayor cabida a la aportación personal en la construcción de su conciencia. Pilar Mateos coloca a Jeruso, en su Jeruso quiere ser gente28, en situación de valorar justamente, distinguiendo apariencias de realidades. El aprendiz que, al pretender recuperar un paquete que supuestamente le ha sido sustraído, realiza un periplo de búsqueda durante el cual entra en contacto con varios sospechosos. Y descubre en todos ellos rasgos de bondad. Aquí ya no se trata de distinguir simplemente entre el bien y el mal, sino de descubrir el bien allí donde aparentemente sólo hay mal.

Vale la pena dar un salto atrás para encontrarnos con el P. Luis Coloma y su Periquillo sin Miedo. El mal puede estar encarnado en uno mismo y no saberlo. Sólo el examen de conciencia alertará de realidad tan nefasta. Periquillo es un muchacho de los que catalogamos como malos, cuando queremos decir traviesos. Anda siempre cometiendo fechorías contra unos y contra otros. Y, en un atisbo de empecinamiento, de encontrarse satisfecho en su desorden, -«el niño ama el orden, pero se complace en el desorden», dice de una máxima pedagógica no escrita- se pasea con su alforja al hombro y canta una seguidilla realmente malvada


En una alforja al hombro
llevo los vicios:
los ajenos delante,
detrás los míos.29



Y, claro, ve los de los otros, de los que hace burla. No ve sus vicios, aunque admite que los tiene.

Pero cuando, como consecuencia de una de sus trapisondas, lo tienen que intervenir quirúrgicamente, el cirujano le corta la cabeza, y luego se la suelda al revés: el cogote se alinea con el pecho, y el rostro, incluidos los ojos, con la espalda. Entonces descubre en la alforja sus vicios, los que llevaba en el jaque de atrás. Y, en consecuencia, espantado, echa a correr. Ha tomado conciencia del mal en sí mismo.

La verdadera prueba de la construcción de la conciencia llega cuando el propio niño tiene que decidir ante el bien y el mal, para incorporar a su conducta lo escogido. No se trata de un conocimiento teórico, sino de la puesta en práctica de algo que ya se sabe o se acaba de descubrir. De algo en lo que la voz de la conciencia dice lo que está bien, y se tiene que hacer, y lo que está mal, y se ha de evitar. No hay que olvidar que, según BETTELHEIM, «los niños saben que ellos no siempre son buenos; y, a menudo, cuando lo son, preferirían ser malos»30.

Cuando nuestro Javi, el de Javi, sus amigos y sus cacharros31, yendo por la calle con un amigo, descubre la tortuga que ha caído del balcón de otro amigo suyo, Gafitas, piensa en voz alta y se plantea el verdadero problema de conciencia. Guardarse la tortuga y no devolvérsela a Gafitas, su dueño, es «una guarrada», pero devolvérsela es «un fastidio», porque lo que les apetece es guardársela para ellos, aunque sea «una guarrada». Pero piensa que quedará más tranquilo, si acepta el «fastidio» de devolverla. Es una duda de conciencia que obliga a definirse entre el bien y el mal. Bien desagradable y mal gratificante. Bien y mal que no le son ajenos, sino que se involucran en su conducta. Y tiene que decidir.

Anabel SAIZ RIPOLL, en un documentado estudio sobre el discurso persuasivo de la Literatura Infantil en España, durante el siglo XX, realiza seis calas que se extienden desde 1875 a 198532.

Estudia, por este orden: varios cuentos de Calleja; El camarada, (1908), de José Dalmau Carles, -libro destinado al ejercicio de la lectura en el aula-; Antoñita la fantástica, (1948), de Borita Casas; Marcelino Pan y Vino, (1952), de José M.ª Sánchez-Silva; El polizón del Ulises, (1965), de Ana M.ª Matute; y La ciudad que tenía de todo, (1984), de Alfredo Gómez Cerdá.

Resulta difícil resumir las conclusiones de este estudio. Pero entre ellas, cabe destacar, en palabras de la autora, que «pese a las diferencias superficiales, la Literatura Infantil siempre nace en estrecha relación con una situación socio histórica determinada. Es decir, se da una correlación entre texto y contexto». Y «los autores de literatura infantil se han dedicado a transmitir al niño... un determinado ideal de mundo, de vida».

A la vista de lo cual cabe pensar que, de acuerdo con este espíritu del discurso persuasivo, el autor intenta instalarse en el niño como si fuera su propia conciencia, cuando lo que hará verdaderamente libre y responsable al niño es que él mismo se construya su propia conciencia con el ejercicio del juicio y de la decisión personal.

La Literatura Infantil ha de contribuir a ello. Si no existiera la convicción de esta posibilidad, no valdría la pena ocuparse del asunto. Y esta contribución tiene mayor interés, si se considera que el niño, en contacto con las experiencias literarias más arriesgadas, no tiene nada que perder; afirmación que no puede formularse sobre las experiencias personales. Por eso los propios padres tienen que convencerse de que ya desde «los cuentos de las buenas noches» y desde «las lecturas de regazo», la literatura nunca es totalmente inoperante. Quien le preste alguna atención, entre otras satisfacciones, tendrá la de estar colaborando a que los niños construyan su propia conciencia.





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