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La literatura infantil en la España de los noventa


Ana Garralón1






Nuestro jardín secreto

Nuestros estimados colegas franceses nos solicitan un panorama sobre la producción española de libros infantiles y juveniles: amable oferta por su parte que denota una curiosidad proveniente tal vez de la impresión de que aquí «ocurre algo», pero no se sabe muy bien qué.

Nuestras cifras no pueden dejar indiferente a quien las conozca, efectivamente algo ocurre: en 1998 se publicaron 5783 títulos (incluidas las reediciones), un 17% más que en 1997, ocupando un 9,6% del total de la producción de libros en España2 y, según datos del sector profesional3 el «subsector» de la literatura infantil es uno de los más estables, con más títulos vivos en catálogo (aproximadamente 29.000), con más de un 30% de reediciones, y con un gran porcentaje de negocio dentro de la edición general.

Sin embargo, todo este inmenso movimiento transcurre paralelo a la vida cultural: aquí podemos plantear una de las primeras evidencias: apenas se da reseña de este saneado sector en revistas o periódicos que no sean especializados. En los grandes rotativos, exceptuando fechas señaladas como Navidad o antes de vacaciones, no se reseña ni un 1% de la producción, ni un 0,5% de lo valioso que hay dentro de este jardín nuestro, tan secreto. Los premios apenas merecen un par de líneas y casi nada se informa de los acontecimientos más destacados.




Una mirada atrás

La literatura infantil en España, desde el denominado «boom» de los años 80 en los que la producción creció hasta alcanzar cotas máximas de cantidad y calidad, comenzó su declive cuando tuvo que enfrentar dos serios parones económicos a finales de los ochenta y principios de los noventa. Desde entonces la desaparición de colecciones y editoriales se consigna en las estadísticas como una producción a la baja en la que no está de más añadir el dato del índice del descenso demográfico, aunque, principalmente, se trata más de un lógico ajuste en la producción con el que se estabiliza la descompensación entre la oferta y la demanda.

De esta manera, con esos dos serios avisos económicos, la producción editorial a partir de los noventa se ha caracterizado, en general, por la falta de atrevimiento en las editoriales, por una moderación en la traducción de obras extranjeras (recordemos que España es uno de los países europeos tradicionalmente más receptivos en cuanto a traducciones), y un mayor protagonismo con las obras de autores nacionales, bien en español, bien abasteciéndose de las otras lenguas oficiales del Estado, donde se ha desarrollado últimamente un campo atractivo para la creación. Tres de los más recientes Premios Nacionales de Literatura Infantil, Xavier Docampo, Fina Casalderrey y Emili Teixidor, lo han sido por sus obras en gallego y catalán (Cando petan na porta pola noite, 1994, O misterio dos fillos de Lúa, 1997, L´amiga més amiga de la formiga Piga, 1996, respectivamente).

Sin embargo, a pesar de la prudencia a la que la economía ha obligado, la sensación general es que hay demasiada producción, escasos canales de promoción y casi nulos espacios de discusión y reflexión.

Esto nos lleva a la pregunta:




¿Qué buscan los editores?

En la actualidad, y en esto no hay grandes distinciones con el resto de Europa, lo que buscan los editores españoles es vender, y para ello aplican rigurosamente sus estrategias. Pero vayamos por partes. Es necesario diferenciar a los grandes editores de los pequeños. Dentro de los grandes podríamos hacer el apartado de los que tienen en sus fondos editoriales libros de texto y, por consiguiente, un canal directo con las escuelas, donde están Ediciones SM, Anaya, Alfaguara, Edelvives, Bruño o Edebé y los que no se ocupan del libro de texto como Ediciones B, Espasa Calpe. Entre los pequeños editores podemos citar Destino, Everest, Juventud, Lóguez, Lumen, Noguer o Siruela, entre otros.

Las grandes, cómodamente instaladas en el mercado cautivo que es la prescripción del libro en la escuela, con sus infraestructuras pesadas y amenazadas por la invasión que ha significado la creación de nuevas colecciones por otras editoriales, se han visto obligadas a buscar otros espacios de difusión paralelos a la escuela y, de esta manera, se observa, por un lado, la multiplicidad de colecciones dentro de un mismo catálogo, que buscan dar con la fórmula mágica e imposible para poner de moda una colección, y, por otro, presentan una variada gama de libros especialmente diseñados para librerías, bellamente editados con tapas de cartoné, con títulos sacados a veces de otras colecciones para ofrecer un producto con más presencia.

Las pequeñas, acostumbradas tradicionalmente a las librerías, también desean entrar en las escuelas y ofrecen propuestas para los maestros o crean también series aparte, como el más reciente caso de Siruela y su Colección Escolar de Literatura donde se presenta un texto y, en el mismo libro, un extenso prólogo y unas actividades capaces de satisfacer al maestro más perezoso.

Estas editoriales pequeñas, más exigentes en cuanto a la calidad de sus fondos, alimentan su catálogo mayoritariamente, con traducciones.

¿Y cómo hacen las editoriales para producir tanta cantidad de libros?, se preguntará tal vez alguno de nuestros curiosos lectores.

Desde hace escasos años se observa un fenómeno interesante: el rescate de buenos títulos de autores españoles ya descatalogados o agotados, libros publicados hace veinte años, como El misterio de la Isla de Tockland y Escenarios fantásticos, de Joan Manuel Gisbert; Crónicas de media tarde, de Juan Farias (que recoge su trilogía sobre la Guerra Civil española: Años difíciles, El barco de los peregrinos y El guardián del silencio); Las otras minas del Rey Salomón, de Paco Climent, o El hombrecillo de papel, de Fernando Alonso, por citar algunos. También se rescatan textos perdidos como la emocionante historia Los niños numerados de Juan Farias, publicada a principios de los años 60 con la censura de la época y reeditada en versión íntegra, donde se relata la dura vida en un reformatorio de la época franquista.

Pero el mayor y más efectivo sistema de abastecimiento de autores y novelas proviene de los premios convocados por las editoriales. Me aventuraría a destacar que debemos de ser uno de los únicos países del mundo en el que casi cada editorial posee un premio propio y que el 90% de los premios en España es concedido por editoriales. Por dar una idea del número y cantidad de premios, la revista especializada Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil (CLIJ) publica un número al año en exclusiva para recopilar los premios habidos. Los premios, cuyas cuantías oscilan entre las 500.000 pts. -3.000 euros- y los 3 millones -18.000 euros- (y, en general, más cercanos a esta cifra que a la otra), son el mercado cautivo de los escritores, que recurren a ellos cuando consideran que tienen una obra de suficiente calidad o cuando necesitan el dinero o el prestigio. Con los premios, las editoriales tienen un pequeño espacio en las noticias del momento, tal vez en la gran prensa nacional, quién sabe si en la televisión, y obtienen, no sólo un ganador y un finalista, sino también unas cuantas novelas más que, sin ser merecedoras del premio, una vez revisadas, añaden unos cuantos títulos más al catálogo. A los premios se presentan autores noveles, que comienzan de esta manera con una buena entrada en la literatura infantil y juvenil, como por ejemplo la joven de 21 años Laura Díaz con su novela Finis Mundi, una narración fantástica ambientada en la Edad Media, o El cuerno de Maltea, de José A. Ramírez Lozano, un retrato del contraste entre la vida de pueblo y la ciudad protagonizada por un joven empeñado en llevarse su cabra al nuevo piso donde vivirán; pero también se presentan muchos escritores ya consagrados que no necesitan de los premios para publicar como es el caso de los más recientes Premio Jaén obtenido por Gonzalo Moure con la novela El bostezo del puma, el recorrido por el Camino de Santiago de un adolescente atormentado por la muerte de su novia; o el Premio Editores Asociados ganado por Jaume Cela y su historia Silencio en el corazón, donde retrata la vida en un pueblo durante los comienzos de la Guerra Civil. Hablamos aquí de novelas destacadas, bien por el tema, o bien por el enfoque escogido por el autor para tratarlo, pero no siempre se da esta calidad en los libros premiados.

Así, alimentando un catálogo con premios o con la insistencia a escritores ya consagrados para que entreguen novedades, los editores, obligados en general por una sobreproducción a la que se ven abocados por sus planes de lectura o la presión de sus comerciales para tener novedades, mantienen el ritmo de novedades.

La literatura infantil en España no escapa a las tendencias generales de la cultura y, en estos momentos, las editoriales buscan hacerse un hueco en los medios de comunicación masivos, periódicos y televisión, y para ello no dudan en proponer a nombres reconocidos y famosos de la literatura que escriban novelas juveniles, como se observa en la colección de Alfaguara, Alfaguay, donde firmas como Rosa Montero, Manuel Vázquez Montalbán o Enriqueta Antolín se prestan a escribir libros de encargo con las consignas: pandilla, aventuras, diálogo y pocas páginas, con resultados generalmente de escasa calidad. Zoe Valdés o el recientemente fallecido Gonzalo Torrente Ballester se incluyen en los catálogos no por su interés literario sino por la atención inmediata que acapara en la prensa cualquier noticia referida a ellos. Algo que pudimos comprobar con el libro de Carmen Martín Gaite, cuyo único libro infantil, Caperucita en Manhattan, fue un éxito en las listas de ventas durante meses. Mención merece también el caso de Elvira Lindo, escritora aupada mediáticamente (por la radio, donde trabaja, y el diario El País que pertenece al mismo grupo donde publica sus libros) que, con unos textos poco originales que nos recuerdan El pequeño Nicolás o el tan popular cómic español Zipi y Zape, leídos mayoritariamente por adultos, consigue vender más de un millón de ejemplares.

En fin, llegados a este punto, no nos queda más remedio que preguntar:




¿Y qué hacen los escritores?

La mayoría de los escritores que comenzaron a publicar en los años 70 y 80 y que ya entonces consiguieron un reconocimiento en cuanto a la calidad de su escritura, siguen haciéndolo ahora también. Unos, continuando líneas de trabajo similares a las de entonces, como es el caso de Juan Farias (A la sombra del maestro, Los caminos de la luna, La posada del séptimo día), o de Fernando Alonso (Las raíces del mar) o Paco Climent (El aprendiz de Stanley). Otros abordando nuevas líneas temáticas como Concha López Narváez quien además de sus libros históricos incursiona en la literatura de terror (La sombra del gato y otros relatos de terror, El visitante de la madrugada), o Joan Manuel Gisbert, calificado como escritor de ciencia ficción, algunos de cuyos más recientes títulos se mueven entre la intriga psicológica y los fenómenos paranormales (La mirada oculta, El secreto del hombre muerto); o Bernardo Atxaga quien, de aquel excelente texto Memorias de una vaca dirigido a jóvenes, ha pasado, en la actualidad, a concentrar su producción en textos para lectores más jóvenes tal y como lo hizo con sus primeros libros infantiles.

De los numerosos escritores que, a partir de finales de los 80 y principios de los 90, han dedicado obra para niños, algunos se distinguen por la especial manera de considerar la literatura infantil, bien porque abordan temas pocos frecuentados, bien porque su escritura es más innovadora y se contagia, tal vez, de las tendencias más progresistas de la literatura infantil. Gonzalo Moure, por ejemplo, quien con una primera novela de ciencia ficción, Geranium, conquistó un espacio que ha ido manteniendo con libros interesantes (Lili, libertad; ¡A la mierda la bicicleta!; El bostezo del puma), o Mariasun Landa, que aborda con mucha sensibilidad problemas familiares contemporáneos (Cuando los gatos se sienten tan solos; Mi mano en la tuya). También sobre temas realistas escribe Asun Balzola y, gracias a la ironía y el humor con que trata situaciones y personajes convierte sus libros en frescas lecturas (Babi es Bárbara; Marta, después de aquel verano).

Pero lamentablemente en estos momentos resulta difícil poder recomendar de manera general autores de literatura infantil y juvenil, en el sentido de autores que publican una obra coherente y rigurosa con su producción anterior, donde casi cualquier libro tomado al azar satisfaría una lectura de calidad. Sí podemos decir que, entre la gran producción de menor nivel literario que ve la luz cada mes, se encuentran obras de alta calidad, de autores apenas conocidos o que se inclinan profesionalmente por otros sectores de la creación. Esto dificulta enormemente la difusión de dichas obras al quedar prácticamente sepultadas frente a la producción, y al estar menos solicitadas por los mediadores.

No es nuestro cometido aquí indagar en las razones por las que muchos autores producen obras comerciales, así como tampoco podemos hacer nada por aquellos escritores que escriben obras sin tener ambición literaria, sin ganas de experimentar, sin necesidad de transgredir los moldes gastados una y otra vez.

Lo que está claro, y en este artículo sí que podemos reflejar, es la tendencia mayoritaria hacia una literatura menor: una literatura que no se plantea conflictos y que busca llegar a un sector mayoritario de lectores con gusto literario poco formado y escasamente exigente. Los ambientes de estas historias mayoritarias son conocidos (escuela, familia); los personajes, planos y estereotipados; la acción, demasiada y superflua; los desenlaces, previsibles y los recursos literarios, inexistentes. La escritura es, en general, directa y eficaz y los autores no tienen interés por innovaciones formales, así como tampoco por revisar el pasado o buscar temas que se salgan de los tópicos manejados comúnmente para niños.

Uno de los acontecimientos que ha mejorado aparentemente esta tendencia fue la reforma de la ley educativa en 1995 que incluyó la obligatoriedad de la educación hasta los 16 años y provocó un aluvión de colecciones juveniles, nuevas o renovadas4, para llegar, a través de la escuela, a este público potencial. Estas nuevas colecciones están dando la oportunidad de conocer nuevos talentos y también de ver cómo en la literatura juvenil se constata igualmente un molde de tópicos (lo que a los jóvenes les gusta, lo que los jóvenes leen) que se repite una y otra vez. Esto ocurre, por ejemplo, con las novelas de Andreu Martín y Jaume Ribera que han sabido aprovechar bien el éxito de No pidas sardina fuera de temporada, un entretenido libro urbano de detectives juveniles, y han continuado desarrollando la misma línea de libro policíaco en Todos los detectives se llaman Flanagan, El cartero siempre llama mil veces, No te laves las manos Flanagan, etc. En general, digamos que el modelo imperante es una novela juvenil donde hay protagonistas que son jóvenes contemporáneos, donde hay algo que resolver (un misterio, el pasado turbio del padre), donde el amor se encuentra expresado de manera casi infantil (como por ejemplo en las novelas de Martín Casariego, autor por otra parte de mucho éxito entre lectores juveniles) en las que se procura incluir algún toque cosmopolita como que la acción sea en el extranjero o que haya extranjeros como protagonistas, y suelen terminar con un final convencional y feliz.

Sorprende no encontrar libros que transgredan algún tipo de frontera, bien formal o de contenidos: nada de tocar los tabúes típicos españoles como sexo5, religión o política. Tal vez se encuentran ahora algunos libros más sobre la Guerra Civil como El caminero de Pilar Mateos, Patio de corredor de Montserrat del Amo, Tiempo de nubes negras, un emotivo recorrido por la España de los perdedores en una gran ciudad y que contrasta con la vida rural del ya citado Silencio en el corazón de Jaume Cela, pero que, en el conjunto, resultan casi una anécdota.

Algunos de estos escritores para jóvenes, algunos provenientes del periodismo o de la edición y escasos conocedores de la literatura infantil y juvenil contemporánea, eligen tomar un recuerdo infantil o juvenil autobiográfico para describir con él su infancia y, con ese recurso, desatar una cascada nostálgica sobre los paraísos perdidos, algo que a los lectores de hoy no puede resultarles más que aburrido.

Frente a estos temas dedicados a jóvenes de hoy, con problemas contemporáneos, están los escritores que optan por algo menos arriesgado y, también, más fascinante: el género histórico, en general el muy lejano. En España este género ha sido cultivado por varios escritores, el más relevante es Concha López Narváez que publicó recientemente Las horas largas, ambientada en la trashumancia; y a él se asoman otros escritores que recrean magistralmente una época y un momento como es el caso de Antonio Martínez Menchén -quien publicó hace años una trilogía sobre la Guerra Civil- con su excelente La espada y la rosa, ambientada en la Edad Media y el Camino de Santiago, o El misterio Velázquez, de Eliacer Cansino (Premio Lazarillo 1997), ambientada en la corte española con un protagonista tomado del cuadro Las Meninas, de Velázquez. Destaca especialmente dentro de esta corriente histórica, aunque no se le puede denominar estrictamente histórico: Los zapatos de Murano (Premio Lazarillo 1996), de Miguel Fernández-Pacheco, una deliciosa narración que nos recuerda los cuentos clásicos, ambientada en la Venecia de finales del siglo XII, donde el autor ha escogido inventarse el cuento de la Cenicienta. Una novela con una intensidad narrativa y una ambición literaria tan especial que se diría que no es para jóvenes. Y de hecho se publica en la colección Las Tres Edades de la editorial Siruela, que recoge otros libros en los que se busca la innovación estilística y se encuentran otras novelas que se salen de los prototipos al uso. Como Inciértico de Marta Echegaray, una novela llena de juegos con el sinsentido y el humor, o No soy una novela de José María Merino, una inteligente reflexión sobre la creación literaria. También Miquel de Palol, más conocido por sus novelas para adultos, publica de vez en cuando novelas para jóvenes que resultan inusuales y muy refrescantes en nuestro panorama, como La fortuna del Sr. Filemón donde retoma la tradición de la novela picaresca para presentar una sátira costumbrista ambientada en la España contemporánea.

De libros especiales se podría escribir mucho porque entre los cinco mil títulos publicados al año no resulta tan difícil entresacar algunos valiosos, como el curioso Txoriburu, cabeza de chorlito de Asun Balzola, que incursiona con esta novela en un género escasamente cultivado en España: las memorias de infancia. Con su Txoriburu entramos en el Bilbao de los años cincuenta con humor, sensibilidad y buena escritura.

No quisiera dejar de mencionar uno de los libros más bellos publicados en los últimos tiempos: Auliya de la escritora mexicana Verónica Murguía, una cuidada narración que recrea el mundo maravilloso de Oriente, con la historia de una niña que encontrará su propio camino en un mundo que le ha vuelto la espalda.

Y, para terminar, resulta obligado citar la escasa presencia de escritores latinoamericanos. Lamentablemente, nuestro país sigue siendo poco receptivo en cuanto a propuestas de autores de allí, y no se trata solamente de dificultades lingüísticas por las diferencias del español, sino más bien por una actitud cultural de distanciamiento e indiferencia propia de los países hacia sus ex colonias. Pero esto ya sería materia de otro artículo.

Resulta difícil cerrar un recorrido como éste donde nos hemos visto obligados a ordenar de alguna manera la dispersa y enorme producción y a mantener el entusiasmo recordando los buenos libros que, tal vez, gracias a esta variedad, han encontrado espacio y que, esperamos, lo sigan haciendo.





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