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La mirada perdida de Don Antonio

Guillermo Carnero

La etapa inicial de Antonio Machado -la colección Soledades (1903), luego convertida en Soledades. Galerías. Otros poemas (1907) -está constituida por textos a los que se puede llamar «mágicos y dolientes», utilizando un título de ese primer Juan Ramón con el que tanto tiene en común el primer Machado, poeta doliente en el espíritu becqueriano de fracaso y renunciación que expresan los símbolos que permiten calificar de mágico su discurso poético. «El alma del poeta / se orienta hacia el misterio. / Solo el poeta puede / mirar lo que está lejos...», dice el primer poema de Galerías. Son las «historias viejas de melancolía», la «ilusión cándida y vieja» de quien tiene las galerías del alma «desiertas, mudas, vacías».

Tenemos un testimonio inmejorable y estrictamente contemporáneo acerca de la percepción de esa magia de lo simbólico, en un artículo de Ortega y Gasset dedicado al poeta Maurice Maeterlinck, titulado «El poeta del misterio» y publicado en El Imparcial de 14 de marzo de 1904:

«Algo» es la única palabra para decir esa cosa ignota e indeterminada que flota sobre nosotros, porque es la única palabra que afirma existencia sin marcar límites, sin poner un nombre. Mil cosas pasan en nuestro derredor que no acertamos a explicar; nos envuelve lo desconocido [...] En cuanto nos quedemos solos se erguirá a nuestro lado el misterio como un compañero sombrío [...], nos acosará, nos atormentará, murmurará en derredor como un enjambre de abejas invisibles [...] Y es que existe una vida que está bajo la conciencia; en ese oscuro recinto inexplorable alientan instintos que no conocemos; allí llegan sensaciones de que no nos damos cuenta; [...] La palabra solo puede expresar cosas limitadas, conocidas, es decir muy poco interesantes. Nuestros más hondos sentimientos y deseos, nuestras más admirables concepciones, al ser dichas con vocablos pierden toda su sinceridad, su fuerza y su verdad. [...] Esas cosas que están más allá de la palabra y acaso más allá del pensamiento, esos vagos instintos inexpresables, esas suposiciones imprecisas de que está acaeciendo en derredor nuestro algo que no conocemos, que en vano intentaríamos conocer, esas esperas de advenimientos misteriosos, todas esas fuerzas, [...] son la materia de los dramas de Maeterlinck.


Y también, sigue Ortega, lo son de la mística, instalada en la frontera de lo desconocido, en el ensueño y el éxtasis. Y por supuesto, podemos añadir nosotros, lo son de la mentalidad del primer Machado; si el zumbido del «enjambre de abejas invisibles» era, según Ortega, el sonido de lo simbólico, en el corazón de Antonio Machado anidaban doradas y soñadas abejas («Anoche, cuando dormía, / soñé, bendita ilusión, que una colmena tenía / dentro de mi corazón», SGP), y a él volvían desencantadas (en uno de los sonetos finales de Nuevas canciones: «Tuvo mi corazón, encrucijada / de cien caminos...»).

La doliente magia de Soledades. Galerías. Otros poemas está fundada en la eficaz articulación de un «bosque de símbolos» -como dice literalmente el tercer verso del soneto «Correspondencias» de Charles Baudelaire- que se potencian mutuamente, y con cuya enumeración no pretendo descubrir nada. El viaje a larga distancia representa el riesgo y la esperanza de todo proyecto humano; en «El viajero» tenemos el retorno de ese supuesto hermano en quien se desdobla aquel cuyos objetivos no se han cumplido, y que detiene su andar en espera de la muerte. El parque abandonado en otoño o en invierno, con su vegetación sin vida y su fruta podrida: «parque mustio y viejo», «solitario parque» con «hiedra negra y polvorienta», «pálida rama polvorienta» del «limonero lánguido», «la amapola que calcinó el verano», «las hojas amarillas y los mustios pétalos». El ciclo natural de lo vivo que brota, se degrada y muere: el campo «adolescente» y «apenas florido» después de las nevadas del invierno. El jardín ubérrimo y el árbol cargado de las frutas de la inocencia y la ilusión periclitadas, o de la esperanza de su retorno: «los naranjos encendidos / con sus frutas redondas y risueñas», «la fruta bermeja», «el tibio huerto en flor», las «flores amarillas, blancas, rojas», el «fresco naranjo del patio querido», «de frondas y aromas y frutos cargado», las hojas sobre las que brillan «las frescas lluvias de abril». El camino, el río, la noria, la lluvia, el reloj, el crepúsculo, la primavera, el sueño, el barco de la vida y la barca de la muerte. La ciudad muerta: «el viejo paredón sombrío», «la calle vieja» y la casa en ruinas que «enseña / el negro y carcomido / maltrabado esqueleto de madera», las «confusas calaveras» que parecen atisbar tras las ventanas de «la desierta plaza». La fuente, símbolo de símbolos en el universo machadiano como espacio de la ilusión utópica de ayer y de hoy, cuyo sonido formula crueles preguntas sin respuesta; la que en su tiempo detenido y líquido ofrece la imagen soñada de los «frutos de oro» del pasado.

La mirada a la que debemos Soledades. Galerías. Otros poemas es la de quien navega por estados de ánimo de imprecisión, indecisión e inercia, es decir, una mirada que se nutre de símbolos y que convierte en simbólico aquello en lo que repara: «La tarde se ha dormido / y las campanas sueñan»; «En la glorieta en sombra está la fuente / con su alado y desnudo Amor de piedra, / que sueña mudo. En la marmórea taza / reposa el agua muerta». Es la mirada de quien permite que sus ojos se relajen y dejen de concentrarse en un punto focal común: quien abandona así el empeño de mirar y descifrar la realidad, y la percibe, como si de un lienzo impresionista se tratara, como un borrón de colores esfumados y formas indecisas. Es la mirada perdida de quien, no viendo con claridad lo que tiene precisamente delante, se adentra por la imprecisión de su mundo interior, en un trueque de ganancia infinita en amplitud de horizonte y en intensidad.

Unos años más tarde, en Campos de Castilla (1912, ampliado en Poesías completas de 1917), esa mirada se ha modificado sustancialmente. Los poemas, antes alojados en imprecisas coordenadas espaciotemporales que les conferían un valor de universales psíquicos, suelen ahora adoptar un tono narrativo que parece evocar situaciones localizadas en un espacio y un tiempo reales y concretos. Así ocurre en el segundo poema del libro, «A orillas del Duero». El caminante comienza dando cuenta de un paisaje oteado desde la posición elevada de un cerro, y en el verso 18 aparece un ingrediente cuya novedad se percibe de inmediato: Machado identifica los accidentes orográficos con «harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra», metáfora continuada acto seguido al asociar el meandro del Duero con una ballesta, y definir la ciudad de Soria como «una barbacana». El imaginario militar (armadura, ballesta, torre), que puede tener su origen y el nódulo inicial de su significado en las formas del paisaje unidas al recuerdo del icono y el lema del escudo de la ciudad, orienta inmediatamente en otra dirección el primero de sus elementos, los pedazos de armadura (llamados impropiamente «harapos», dicho sea de paso). Una armadura desmembrada representa el vencimiento y la muerte del guerrero que la vistiera y el fin de su poder y su fuerza, lo cual, tal como Machado lo encauza, convierte el poema en un alegato sobre la Historia de España, que desemboca en la visión censoria de un presente entendido como decadencia. Castilla -como toda España-, madrastra de los «humildes ganapanes» que ocupan el lugar de los capitanes de antaño (el Cid, los conquistadores de América), merece el calificativo de «miserable, ayer dominadora», y suscita la pregunta de si «recuerda la fiebre de la espada», fiebre correspondiente a un pasado en que las armaduras no andaban arrumbadas ni despedazadas. La Castilla actual está constituida por «campos sin arados», «decrépitas ciudades», «atónitos palurdos sin danzas ni canciones» obligados a buscar su supervivencia en la emigración; y cierran la estampa las viejas enlutadas que acuden a rezar el rosario, menos gratas que las graciosas comadrejas que corretean tras salir de su madriguera.

«Por tierras de España» continúa enumerando los males de la patria como lo haría un diputado partidario de la reforma agraria. El campesino, en su pobreza, se ve obligado a incendiar los bosques para extender la superficie de un cultivo de baja productividad, lo cual provoca la desertización al arrastrar las lluvias torrenciales las tierras de cultivo: «la tempestad llevarse los limos de la tierra / por los sagrados ríos hacia los anchos mares». El atónito palurdo es ahora «el hombre malo del campo y de la aldea / capaz de insanos vicios y crímenes bestiales», habitante de un páramo «por donde cruza errante la sombra de Caín». En la misma línea se encuentran otros poemas cuya materia es la España negra y profunda: «El dios ibero» (informe antropológico sobre la religiosidad primitiva del pueblo cavernario que teme a un dios al que bendice o del que blasfema, según le vayan las cosechas); «Un criminal»; «Un loco», poema que anticipa la proclamación superrealista de la excelencia moral del demente, entendido como un rebelde que huye de la realidad -con «la terrible cordura del idiota», escribe Machado-, tan incapaz de pactar con la norma represiva como de modificarla por falta de distanciamiento crítico.

Por otra parte, el alcance crítico de Campos de Castilla incluye, como es sabido, la censura del señoritismo andaluz, tan condenable como la ruindad del campesino («Del pasado efímero», «Coplas por la muerte de don Guido»), y la esperanza en un futuro de redención: «El mañana efímero». No se crea, con todo, que la crítica machadiana esté realizada desde un punto de vista que implique desdén o desprecio. Ahí está para demostrarlo el poema «Recuerdos», que termina confesando su solidaridad con «la desesperanza y la melancolía» de Soria, y diciéndole: «mi corazón te lleva».

No faltan en Campos de Castilla poemas que nos recuerden al primer Machado («En abril, las aguas mil», «Noche de verano», «A José María Palacio», los dedicados a Leonor), pero se ha producido el cambio fundamental que señala el verso 46 de «A orillas del Duero» con profunda clarividencia: «Cambian la mar y el monte, y el ojo que los mira». En efecto, la mirada de don Antonio ha cambiado radicalmente desde el libro de 1907. La desrealización simbólica ha dado paso a la narración y la descripción; el punto de mira se ha desplazado desde la exploración de los estados de ánimo en el ámbito de lo individual egocéntrico, a lo histórico, social y político de alcance colectivo; la indefinición y la imprecisión de quien vagaba entre la niebla es ahora el enfoque y la certeza de quien censura y acusa. El oro de lo simbólico se ha convertido en el cobre de lo alegórico.

Campos de Castilla es además, a mi modo de ver, un libro de heterogeneidad imposible de integrar, al incluir junto a la alegoría política el farragoso y melodramático excurso que es «La tierra de Alvargonzález», esos proverbios, cantares, coplillas y saetas cuyo encanto y profundidad no soy capaz de alcanzar, y los poemas de circunstancias dedicados a Alonso Cortés, Azorín, Giner de los Ríos, Juan Ramón, Ortega y Gasset, Rubén Darío, Unamuno, Valle-Inclán... Es, en fin, un libro donde la ausencia de autocrítica y la complacencia en el acarreo conducen en ocasiones a la falta de calidad de quien se olvida a sí mismo para convertirse en «un hombre al uso que sabe su doctrina»: «Una España joven», por citar un solo ejemplo. Campos de Castilla da la razón a Cernuda cuando, en sus Estudios sobre poesía española contemporánea, afirmó que la mejor poesía de Antonio Machado es la temprana.

Quien aprecie y admire Soledades. Galerías. Otros poemas, habrá de preguntarse qué modificó y degradó tras él la poesía de su autor. Dos explicaciones verosímiles son la preocupación patriótica, crítica y regeneracionista, y la pulsión folclórica y populista que era en Machado, como es sabido, asunto y tradición de familia. Ambas arraigaron, sin duda, en el mismo territorio de la creatividad machadiana, colonizado por la emergencia de lo ideológico. Don Antonio emitía así, en voz propia, la crítica de la realidad social y política española, desde la solidaridad con un pueblo cuya supuesta voz, traída desde la cantera folclórica, asumía y remedaba al mismo tiempo.

Hay asimismo una tercera explicación que merece ser indagada: la ambigüedad de don Antonio en lo tocante al simbolismo, al que debía, en mi opinión, sus mejores logros poéticos.

A este respecto no faltan las contradicciones en el Corpus de sus escritos teóricos. Un pasaje de Los complementarios, titulado «Sobre las imágenes en la lírica», justifica el empleo del símbolo (que hemos de suponer designado en el uso impreciso de los términos «imagen» y «metáfora»):

Hay hondas realidades que carecen de nombre, y el lenguaje que empleamos para entendernos unos hombres con otros solo expresa lo convencional, lo objetivo -entendiendo por objetivo lo vacío de subjetividad, es decir los términos abstractos en que los hombres pueden convenir por eliminación de todo contenido psíquico individual. En la lírica, imágenes y metáforas serán, pues, de buena ley cuando se emplean para suplir la falta de nombres propios y de conceptos únicos que requiere la expresión de lo intuitivo, nunca para revestir lo genérico y convencional.


Más clara resulta esa conciencia en una observación incluida en el ensayo «Reflexiones sobre la lírica», dedicado a Moreno Villa:

Lejos estamos aquí [...] de la concepción romántico-simbolista del paisaje como mero estado de alma, y de las cosas como símbolos de nuestro sentir.


Cabe incluso la posibilidad de que don Antonio asignara la mayor eficacia expresiva a lo que podríamos llamar, de acuerdo con Jung, símbolos del subconsciente colectivo. Así pudiera deducirse de la yuxtaposición de sendos pasajes del prólogo a las Páginas escogidas de 1917, y de Los complementarios:

Los conceptos son de todos y se nos imponen desde fuera en el lenguaje aprendido; las intuiciones son siempre nuestras.

Lo inmediato psíquico, la intuición, cuya expresión tienta al poeta lírico de todos los tiempos, es algo ciertamente singular, que vaga azorado mientras no encuentre un cuadro lógico en nuestro espíritu donde inscribirse. Pero esta nota sine qua non de todo poema necesita, para ser reconocida como tal, el fondo espectral de imágenes genéricas y familiares sobre el que destaque su singularidad.


(En «El Simbolismo» se retoma ese pasaje pero se suprime el adjetivo «espectral», que me parece tan relevante como inapropiado e incoherente en ambos casos el adjetivo «lógico»).

Machado muestra así afinidad con el simbolismo y reflexión sobre él; pero sin embargo son mucho más numerosos aquellos en los que manifiesta disentimiento y rechazo. Leemos en Los complementarios:

No tienen otro valor [las metáforas] que el de un medio de expresión indirecto de lo que carece en el lenguaje ómnibus de expresión directa. [...] Mallarmé vio a medias esta verdad [...] pero en su lírica y aun su preceptiva se advierte la creencia supersticiosa en la virtud mágica del enigma. [...] Los enigmas no son de confección humana: la realidad los pone, y allí donde están los buscará la mente reflexiva con el ánimo de penetrarlos, no de recrearse en ellos. Solo un espíritu trivial [...] puede recrearse enturbiando conceptos con metáforas, creando oscuridades por la supresión de nexos lógicos...


Observemos -a ello habrá que volver más adelante- que en Machado se mezclan las consideraciones sobre el simbolismo -con minúscula, procedimiento expresivo del ámbito de la literariedad- con las que se refieren al Simbolismo -con mayúscula, corriente literaria de fines del siglo XIX y comienzos del XX-.

Sigamos con Mallarmé en Los complementarios, en el fragmento titulado «El material», dentro de la serie «Los problemas de la lírica». Las palabras, anota Machado, son el material de la lírica; pero un material que, a diferencia de lo que las piedras de la cantera suponen para el escultor o el arquitecto, aporta un significado previo a la elaboración a que lo somete el poeta. Sigue Machado exponiendo lo que llama «la parte negativa del problema del lenguaje»:

La palabra es valor de cambio, convencional moneda de curso; el poeta hace de ella medio de expresión, valor único de lo individual; necesita convertir la moneda en joya. Mas el aurífice hará una joya con el metal de una moneda, fundiéndola e imprimiéndole nueva forma. Para labrar su joya el poeta no puede destruir y borrar la moneda. Porque su material de trabajo no es lo que en la palabra correspondería al metal de la moneda, esto es el sonido, sino aquellas significaciones del humano que la palabra, al hacerse moneda, pretende objetivar.


Y vuelve a lo mismo en la versión aquí incluida del estudio sobre Colección de Moreno Villa:

El simbolismo declara guerra a lo inteligible, y pretende una expresión directa de lo inmediato psíquico, para lo cual según ellos no sirve la palabra sino empleada como símbolo. En efecto, si la palabra es producto de objetividad, de convención entre sujetos, moneda corriente para uso de todos, será preciso borrarle el valor que tiene en la conciencia humana, su significación léxica, si ha de expresar el hondo monólogo de cada espíritu. Borrado el cuño a la moneda, solo quedará el metal. El metal de la palabra es el sonido. «Parler n'a trait á la réalité des choses -dice Mallarmé- que commercialement», y Verlaine: «de la musique avant toute chose». Ambas sentencias, que hoy empiezan a parecemos blasfemias, encierran el mismo concepto. Claro es que Verlaine es un poeta que -a pesar de su estética- logra una expresión integral de su mundo emotivo, y Mallarmé un teorizante que no siempre consigue una realización poética. Pero el culto a lo irracional, que hace al uno blandamente caótico y al otro deliberadamente enigmático, es común a ambos.


En estas consideraciones resuena el eco de una reflexión de Mallarmé, la parte final del texto titulado «Crisis de verso», que Machado debió de conocer tal como aparece en el prólogo al Tratado del verbo de René Ghil (1886), o en las recopilaciones publicadas por Mallarmé con el título de Pages (1891) y Divagations (1897). En ella, frente a la palabra en bruto instrumentalmente empleada, que sirve para narrar, educar o describir y equivale a «dejar silenciosamente en la mano del prójimo una moneda» según la «función de numerario fácil y fiduciario» que le asigna el uso cotidiano del vulgo, realza Mallarmé la función poética en que la palabra recobra su más auténtica naturaleza de «sueño y canto».

Machado contrapone la moneda a la joya, ambas fabricadas con el mismo metal. La moneda, constituida por ese metal acuñado, sirve para intercambiar un valor predeterminado y universalmente reconocido y aceptado por el pacto social que la ha tipificado y puesto en circulación. Análogamente la palabra, en la lengua funcional, meramente utilitaria y vehicular, es un signo para intercambiar un significado dotado de las mismas características que el valor de la moneda.

La moneda puede fundirse y su precioso metal ser utilizado en joyería; entonces ese metal adquirirá una función decorativa y suntuaria, y su función será crear belleza, no transmitir valor monetario. Las palabras son combinaciones predeterminadas de componentes fónicos, a las que se asigna un significado; pero si las fundimos solo nos queda un magma fónico, insignificante según Machado, porque el lenguaje no está articulado en el nivel fonemático. La conclusión del pasaje que comentamos, en otras palabras, es que la elaboración poética del lenguaje, cuando pretende alejarse de la comunicación habitual, convierte ese lenguaje en retórica decorativa, y dinamita toda comunicación posible. Ese es para Machado el error y la blasfemia de Mallarmé, y también de Verlaine por su insistencia en la musicalidad y el ritmo de la palabra poética.

Al margen de que olvidemos -don Antonio fue hostil a toda manifestación vanguardista- la fonosemántica, que Futurismo y Dadaísmo convirtieron en campo de experimentación en las fronteras del lenguaje, Machado ha establecido una oposición radical -que no está, por supuesto, en Mallarmé- entre moneda y joya, es decir, entre comunicación y ornamentación, como si funcionalidad y literariedad fueran incapaces de síntesis.

Don Antonio insistió más de una vez en atribuir al simbolismo el oscurecimiento de la comunicación, por complacencia tanto en lo decorativo como en lo individual autista. En «El Simbolismo» leemos: «El dogma simbolista (la poesía de antes de ayer) fue la inconmensurabilidad entre el sentir individual y el lenguaje ómnibus, el lenguaje como moneda circulante para uso de todos». «Gerardo Diego, poeta creacionista» se refiere a «la oscura mazmorra simbolista» y a la voluntad de «disolver, anublar y esfumar» las imágenes, tras dejar caer que Verlaine «por medio de narcóticos creaba en sí mismo un estado comatoso cerebral», para concluir que «los simbolistas se encerraban en el caos afectivo de su mundo interior». En «Reflexiones sobre la lírica» escribió don Antonio:

Los simbolistas, grandes descubridores en poesía, fueron teorizantes menos que medianos, y creían que la lógica era cosa de mercaderes. [...] Se ignoraba o se aparentaba ignorar que un poema es [...] antes que nada un objeto propuesto a la contemplación del prójimo, y que no sería tal objeto, que carecería en absoluto de existencia, si no estuviese construido sobre el esquema del pensar genérico, si careciese de lógica, si no respondiese de algún modo a la común estructura espiritual del múltiple sujeto que ha de contemplarlo.


El texto reclama a continuación la necesidad conjunta, para significar, de lo conceptual y lo intuitivo, y distingue en el presente dos corrientes poéticas: la producida «al margen de toda emoción humana, por un juego mecánico de imágenes» (es decir, el Purismo) y «la de aquellos otros para quienes la lírica, al prescindir de toda estructura humana, sería el producto de los estados semicomatosos del sueño», es decir -estamos en 1925- el Superrealismo, heredero por lo tanto de las desviaciones del Simbolismo, con el que Machado lo identifica poco después al considerar que este último «aspira a la expresión pura de lo subconsciente».

En la encuesta sobre la juventud literaria española, propuesta por La Gaceta Literaria en 1929, Machado llama a los simbolistas «hondos y turbios». Según el «Proyecto de un discurso de ingreso en la Academia de la Lengua», la hipertrofia y la decadencia del Romanticismo -«el culto al yo, a la pura intimidad del sujeto individual», «el solipsismo del Ochocientos»- supusieron la exacerbación autista del yo y la descreencia en la comunicación. El Simbolismo francés, efecto del «culto un tanto supersticioso de lo subconsciente», desembocó en el egocentrismo y la vacuidad de lo no significativo, conducidos a sus últimas y aberrantes consecuencias en Joyce y el Superrealismo. Según Juan de Mairena: «La oniroscopia no ha producido hasta la fecha nada importante»; «todavía no han comprendido esas mulas de noria -los "suprarrealistas"- que no hay noria sin agua». El camino certero para Machado está en la búsqueda y la expresión de lo comprensible teñido de emoción vital, una síntesis alejada por igual de lo intelectual frío y deshumanizado y lo irracional caótico, las dos orientaciones de una Vanguardia que condena en bloque.

¿Qué le ha ocurrido al Antonio Machado que, en el primer poema de Galerías se inclinaba sobre «el profundo espejo de sus sueños», y afirmaba que «el alma del poeta se orienta hacia el misterio», al Antonio Machado de la revista Electra, al que en una nota autobiográfica de 1913, dirigida a Juan Ramón Jiménez y publicada por Ian Gibson en su biografía de 2006, escribió: «Recibí alguna influencia de los simbolistas franceses, pero ya hace tiempo que reacciono contra ella»?

Pudieron distanciarlo de su inicial simbolismo -con minúscula- la densidad erudita y el neobarroquismo de algunos poetas del Simbolismo -con mayúscula; y también -habida cuenta de su puritanismo moral- la vecindad, que para los contemporáneos era en ocasiones una identidad indisociable, entre Simbolismo y Decadentismo. Sea por la razón que fuere, en mi opinión la estatura poética de don Antonio Machado se redujo cuando su mirada, antes perdida en el misterio y en la niebla, se concentró en la alegoría ideológica, el prurito de comunicación y de sencillez, y el popularismo.