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La novela española actual (Tentativa de entendimiento)

Ignacio Soldevila Durante






- I -

Pasado el primer momento sincrónico de la literatura española en nuestro siglo, gracias al primer tirón de adaptación europea de la sociedad española, la proclamación de la República significa en 1931 la consecuencia del aumento indudable de la clase burguesa. Burguesa fue la República, oponiéndose como tal, no a las formas tradicionales de la burguesía, sino al predominio de la aristocracia latifundista y agraria. Pero entre los republicanos de 1931 había una esencial heterogeneidad, aplazada en la coalición antimonárquica, y que surgirá apenas pasada la euforia del triunfo. El hecho de llevar un retraso de más de medio siglo la promoción de la burguesía, hizo que ésta no viera, en medio de su debilidad, más camino hacia el poder que la alianza con las fuerzas sociales y políticas nacidas precisamente del antagonismo de sus clases serviles. La convivencia imposible de la clase burguesa y de los partidos obreros da razón de lo que fueron los años de la República.

Nueva posibilidad para la novela española es esa situación de enfrentamiento de la burguesía liberal y el socialismo. No otra es la situación europea contemporánea, y uno mismo el mantillo del que la novela, secuela de las realidades sociales, brota. Incluso los movimientos intrascendentes del vanguardismo, que es en realidad un desprendimiento de retina social y por eso, y no por su estilo, abocados a mal fin, están declinando en España después de sus años floridos -los de la Dictadura de Primo de Rivera. Es perfectamente normal que surjan por los años de la República los primeros intentos válidos y los primeros frutos maduros de novela social, que Eugenio G. de Nora ha analizado con acierto en su ya clásico estudio de la novela española contemporánea. Tampoco es extraño que, después de los novelistas del 98 -pensamos en Baroja- sean vascos los primeros análisis irónico-jocosos de la mentalidad burguesa (J. A. Zunzunegui), frente al tono cordial y guiño cómplice que aparece en las críticas de un Fernández Flórez, o los cotilleos teatrales de Benavente. En cambio, tanto la obra de Sender como la de Arconada o Benavides apuntan ya a la demolición crítica de la burguesía acaparadora de un poder conseguido con la ayuda de los partidos obreros. Y si una explicación hay para la escasa cantidad de novelas abiertamente antiburguesas entre 1932 y 1936, hay que buscarla en esa complicidad en el poder de ambas clases, todavía no enteramente convencidas de su incompatibilidad en el ejercicio del mismo. Desde una postura claramente revolucionaria y socialista, El reparto de tierras de C. M. Arconada, O. P.; Siete domingos rojos y La noche de las cien cabezas de R. J. Sender; Un hombre de 30 años de M. Benavides, atacan la sinrazón y el barullo de la política republicana, sin olvidar lo que les parece romanticismo nihilista del anarquismo. Sería demasiado simplista, por otra parte, querer señalar un hito cronológico preciso para la aparición de las nuevas tendencias, así sea tan significativo como el de 1931. Las semillas, ya lo apuntábamos, de la demolición crítica pueden señalarse en parte en algunos escritos de Baroja, y en los esperpentos valleinclanescos -recuérdese que Martes de Carnaval se publica en 1930. Pero es evidente que su postura política no tiene la claridad de otros escritos menos valiosos pero más significativos publicados con anterioridad a 1931, entre los que habría que señalar las dos novelas de Julián Zugazagoitia -El botín y El asalto-, Las columnas de Hércules, de Luis Araquistain, y las novelas antimilitaristas de Sender -Imán- y Díaz Fernández -El blocao.

En los escasos cinco años de la segunda República, la burguesía acaba por desgarrarse, buscando apoyo, como antes del 31, en otros grupos sociales, pero esta vez, partida en dos tendencias. Por sus más altas capas, busca la alianza con las clases desposeídas por la República, con los estamentos cuyos intereses habían sido desatendidos o lesionados por el gobierno republicano. Por sus capas más modestas, así como por su componente intelectual más joven, la alianza se establece con los partidos obreros de nuevo, aunque, como tal burguesía, no pueda dejar de sentirse en íntimo desacuerdo con la revolución social de sus aliados. Así llegarán, encadenados, un gobierno coaligado de las derechas, una reacción de Frente Popular, y la consiguiente rebelión armada de la alianza opuesta, anticipándose en tres años a la correspondiente segunda guerra mundial, en la que también aparecerán aliadas las clases de la revolución social con la pequeña burguesía, frente a las clases aristocráticas y altoburguesas de la alianza fascista. Característica de la segunda guerra mundial será en Europa precisamente la de ser a un tiempo guerra civil. Junto a la más aparatosa guerra de frentes, es no menos real y sin duda importante la guerra intestina. Todo ello preludiado en la guerra civil española, donde se polariza un voluntariado de clases mucho más que de países, enfrentándose en la península los franceses que luego se dividirán entre Vichy y el «maquis», los alemanes del exilio socialista frente a los hitlerianos, los socialistas y comunistas italianos frente a las tropas mussolinianas, los rusos blancos frente a los rusos soviéticos, lucha que se mantiene también en las polémicas políticas y periodísticas de todos los países de Europa y América, y que se repetirá igualmente durante la segunda guerra mundial.

El problema de los intelectuales en estas luchas es de tipo dilemático: el apego filial a la clase burguesa de la que la inmensa mayoría procede, o el reconocimiento de la preeminencia ideológica a la que su condición de observadores de la realidad histórico-social les conduce fatalmente, en la medida de su capacidad analítica. De ahí que el fascismo pudiera apelar con cierto éxito a la inteligencia y obtuviera parciales ecos en ella, pretendiendo hacer una política de evolución y aun revolución social desde arriba, y ofreciéndole un papel en la misma.

Por lo que se refiere al género novelístico en particular, es este el momento de la novela panfletaria, de exaltación política o guerrera, que diferencia claramente la postura del novelista ante la guerra española de la que fue ante la primera guerra europea. No ha habido un Erich María Remarque de la guerra civil española, y precisamente las primeras novelas de exaltación guerrera tienen una postura antiremarquiana evidente. Hay que esperar quince años desde el final del conflicto para encontrar novelas de la acción guerrera española en donde la desilusión y el horror de la muerte indiscriminada ocupen un lugar preeminente (pensamos, entre otras, en Cuerpo a tierra, de Ricardo Fernández de la Reguera, y las novelas de Castillo-Puche). En España, debido precisamente al doble confusionismo creado por el socialismo fascista y el socialismo de masas por una parte, y al conflicto civil geográfico, que sitúa a los escritores en una u otra zona por simple capricho del azar, una gran parte de ellos va a interrumpir su labor, o busca salir al extranjero. Esa es, consecuentemente, la oportunidad para que los novelistas segundones o los aspirantes de la más joven generación se alcen -o lo intenten- con el santo de la fama, y algunos con la limosna de las ediciones patrocinadas por los Ministerios de Propaganda de ambos bandos. Así se explican las promociones fulgurantes de «El Caballero Audaz», o el remozamiento de «viejas glorias» como Ricardo León y Concha Espina del lado nacionalista, y del lado republicano los triunfos de Eduardo Zamacois y Antonio de Hoyos. Entre los jóvenes, baste mencionar la escalada de Giménez Caballero, Agustín de Foxá, Luis Antonio de Vega, Felipe Ximénez de Sandoval de un lado, y de otro la de J. Herrera Petere, A. Sánchez Barbudo o Arturo Barea.

Más o menos a partir del segundo año de guerra, y coincidiendo con la aparición de las primeras novelas de la guerra española por novelistas extranjeros, surge una serie de novelas testimoniales, escritas por segundones o por improvisados, todas más o menos autobiográficas de sus respectivas desgracias durante la guerra -los llamados «casos». A medida que se hace más evidente la victoria nacionalista, la unanimidad se va haciendo por lo que se refiere a la reivindicación de una postura política ortodoxa en los novelistas, y al despliegue de una lista de «sufrimientos por la patria». Esto fue particularmente sensible en los escritores que vivieron la primera parte de la guerra civil en la zona republicana, y a medida que podían salir de ella o -en el peor de los casos- que su lugar de residencia pasaba a manos nacionalistas. Es este un tipo de novela de caracteres «tremendistas» por los cruentos sucesos narrados incluso con ciertísimos ribetes de complacencia sádica, de carácter panfletario por sus manifestaciones políticas, y maniquea en su simplismo caracterológico -los «buenos» y los «malos». Ejemplos típicos y tópicos son ya Chekas de Madrid de Tomás Borras, Madrid grado de Francisco Camba, Cristo en los Infiernos de Ricardo León, Luna de Sangre de S. González Anaya, Una Isla en el mar rojo de W. Fernández Flórez, Retaguardia, de Concha Espina, La casa del Padre de Julio Romano, Adán, Eva y yo de R. López de Haro, etc.




- II -

Al terminar la guerra con la victoria de las tropas de Franco, se produce un éxodo masivo de combatientes, dirigentes políticos e intelectuales de la zona republicana. La casi totalidad de estas gentes -más de medio millón de personas- va a pasar en Francia de uno a dos años, una gran parte de ellos en improvisados campos de concentración en los departamentos franceses del sur. De ellos, la criba de la guerra mundial hará mil suertes. Nos interesa aquí la de los intelectuales, que en su inmensa mayoría acabarían emigrando por caminos lícitos e ilícitos hacia las repúblicas hispanoamericanas, donde por sus capacidades de creación y de trabajo se integraron en la vida cultural. Su eficaz labor en las ciencias y las letras es ya tan evidente en la primera década, que en Estados Unidos se puede publicar una bibliografía -a pesar de todo muy incompleta- para los años 1936-19451.

Entre los escritores, nos interesa aquí señalar la notable y nutrida aportación narrativa. Cabe distinguir, en primer lugar, un extenso grupo de escritores improvisados o segundones, que publican uno o dos volúmenes provocados, también ellos, por el deseo de contar su «caso» y justificar a la vez la derrota. Su valor social e histórico no corresponde en general al literario, y sólo un escritor realmente notable aparece en ese grupo: Arturo Barea, cuya Forja de un rebelde ha sido universalmente estimada, a partir de su primera edición en inglés. Su muerte prematura no permite confirmar su talento en otras producciones, ya que las narraciones reunidas en El centro de la pista y su novela La raíz rota son de calidad inferior a la trilogía. No vamos a insistir aquí en el análisis de las obras de estos novelistas. Lo ha hecho ya con notable acierto José Ramón Marra-López en Narrativa española fuera de España2, dedicada particularmente a los novelistas de mayor producción. Se le puede objetar lo incompleto de su información para los pequeños novelistas (por causa de la dificultad de información para un estudioso en España) y el tono a veces excesivamente laudatorio o destructivo a ultranza -véanse respectivamente la parte dedicada a Virgilio Botella y a Benjamín Jarnés.

A las tres vetas fundamentales en torno a las que gira la labor narrativa de los exiliados señaladas por E. G. de Nora -evocación de memorias lejanas de la España anterior a la guerra, novelación de episodios vividos o imaginados de la guerra, novelación de la experiencia en los nuevos países- hay que añadir, como hace acertadamente Marra-López: la novelación del imaginado retorno, y la persistencia en la novela minoritaria y de introspección -lo cual es, en modo genérico, una forma de evocación o permanencia en la España lejana.

A la primera veta cabe señalarle dos orientaciones distintas: la que se remonta a la infancia y la adolescencia, y la que se centra en torno a la vida adulta de la preguerra. Ni en unas ni en otras falta el análisis social y político que a posteriori busca la comprensión y la explicación del destino nacional y personal.

Ramón J. Sender, uno de los mejores novelistas españoles de hoy, ha dedicado toda una serie de novelas, englobadas originalmente en el título de «La Jornada», a este tipo de evocación. De ellas destaca Crónica del Alba, cuyo título ha acabado por imponerse como el general de la serie, según vemos en la edición definitiva de New York, 1963. A este tipo de evocación hay que asimilar el primer tomo de la trilogía de Arturo Barea, y la primera parte de La Arboleda perdida, de Rafael Alberti. Aunque emigrantes de anteguerra, sería útil mencionar aquí por la identidad de sentimientos manifestados, La Catedral y el niño de Eduardo Blanco-Amor, y La vida que nos dan, de José Blanco-Amor.

De los últimos años de la monarquía testimonian igualmente Ramón J. Sender en algunos volúmenes de Crónica del Alba, y en especial en Hipógrijo violento. A través de biografías imaginarias se pasa revista a aquella época en El verdugo afable, de Sender, en Las buenas intenciones y La calle de Valverde de Max Aub, en La llanura, El vencido y El destino de Lázaro de Manuel Andújar, y en el segundo tomo de la trilogía bareana.



De los años de la República y en particular de la guerra civil testimonian las mejores novelas de Max Aub -todas las comprendidas en su «Laberinto Mágico»-; El rey y la Reina, Requiem por un campesino español, así como Los cinco libros de Ariadna, de Sender; la mejor novela del malogrado Paulino Masip -El diario de Hamlet García-; las noveladas memorias de María Teresa León -Contra viento y marea-, Cumbres de Extremadura de José Herrera Petere; el tercer tomo de la trilogía de Barea; El cura de Almuniaced de José Ramón Arana; Cristal herido de Manuel Andújar, algunos excelentes relatos de Francisco Ayala -en La cabeza del cordero y Los usurpadores-; y de Segundo Serrano Poncela -en La Venda, La raya oscura y La puesta de Capricornio. La lista puede continuar casi interminablemente hasta hoy, pero nos limitamos aquí a un selecto número, entre los ciento y uno publicados.

De la vida de los españoles en Francia y en los campos de concentración cabe señalar: el Manuscrito Cuervo y varios relatos coitos incluidos en Cuentos Ciertos y en No son cuentos, la novela Campo francés (en forma de guión cinematográfico) y los relatos Librada, El remate y El Cementerio de Djelfa, estos tres desde una lejanía mexicana, fronteriza y argelina, respectivamente. Todos ellos de la mano del impar Max Aub. De Herrera Petere es Niebla de cuernos; los magníficos fragmentos del Diario, de Benjamín Jarnés. De la vida civil del exiliado son testimonio Perico en Londres de Esteban Salazar Chapela (m. 1964); las novelas de Clemente Cimorra Gente sin suelo y La simiente; La vida provisional de Víctor Alba; y Bambú de Gudari Foe, todas éstas de mayor interés histórico que literario. Destacan las obras más recientes de Roberto Ruiz -El último oasis-; de Otaola -El cortejo- y la parcialmente publicada de José de la Colina3, de mayor calidad literaria y que coinciden en la mayor juventud de sus autores. Es significativo que los escritores exiliados sientan una cierta resistencia a tratar este tema del acomodo -o del desarraigo- en las sociedades de adopción en la forma directa que exige la novela; en cambio son abundantes las manifestaciones líricas de lo que es en los mayores evidente desarraigo nostálgico.

Un imaginario regreso a España -o a sus lindes, éste cierto- es base de dos de las citadas novelas de Sender Requiem por un campesino español (también editado anteriormente con el título de Mosén Millán) y Los cinco libros de Ariadna -este último en una dimensión totalmente futurista. También su entretenimiento La tesis de Nancy sitúa su regocijado escenario en la España de hoy. Ya hemos citado La raíz rota de Barea. Relatos así orientados son «El regreso» de Francisco Ayala (en La cabeza del cordero) y «El retorno», «Amore amaro», «El íncubo» y «Un susto» de S. Serrano Poncela (en La venda) así como la larga narración titular de La puesta de Capricornio. El tema central del ya citado relato de Max Aub, El remate, es el mismo, como lo es la cómica y desengañada utopía de La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, que contará entre los mejores relatos contemporáneos.

Abundantes y notables son las novelas y relatos basados en la realidad hispanoamericana. Destacan entre los mejores Muertes de perro y El fondo del vaso de Francisco Ayala, Epitalamio del prieto Trinidad y Novelas ejemplares de Cíbola de Sender, los Cuentos mexicanos y algunos relatos de Ciertos cuentos de Max Aub y de Juan Chabás en Fábula y vida. También aquí la lista queda incompleta por la necesidad de síntesis, en espera de más extensa publicación de nuestros datos. Mencionemos, entre las novelas inspiradas por otras realidades europeas, el excelente Desnudo en Picadilly de Salazar Chapela.

Como ejemplo de persistencia en la novela minoritaria o introspectiva se suele citar a Benjamín Jarnés (Eufrosina y la gracia, La novia del viento), aunque su prematuro fallecimiento dejara inédito su libro de Memorias y su novela de la guerra. Su línea de fuego, de los que sólo conocemos los fragmentos aparecidos en Nuestra España, revista de exiliados que apareció en Cuba bajo la dirección de A. de Albornoz, y en la no menos rara Hora de España, aparecida en la zona republicana durante la guerra. Esos fragmentos nos descubren otro Benjamín Jarnés bien distinto del menospreciado por Marra-López. Todo nos hace creer que sus relatos de estilo «cagarrita» estaban escritos con anterioridad a la guerra, y que por perentorias necesidades económicas fueron publicados en el exilio.

Más típicos que el de Jarnés son los ejemplos de Rosa Chacel -Memorias de Leticia Valle, La sinrazón, Ofrenda a una virgen loca- en donde nada transparenta del mundo circundante si no es por la obstinada renuncia a él, que no deja de ser sintomática. Lo mismo ocurre en las excelentes Memorias e invenciones de Félix Muriel de Rafael Dieste, ya regresado a España, o en las novelas de Clemente Airó desde Bogotá (La ciudad y el viento es su más valiosa obra) y que sólo en una vieja improvisación teatral -No pasarán- tocó el tema de la guerra.

No quisiéramos terminar esta revisión de novelistas y novelas «del éxodo y el llanto» sin mencionar algunas notables obras de escritores catalanes. La rarísima y extraordinaria novela de Pedro Calders Unitats de Xoc, meditación lúcida, poética, de la guerra civil, que es sin duda una de las mejores obras sobre el tema escritas mientras el conflicto duraba; Xabola, relato largo y lleno de poesía de Agustín Bartra; y las novelas de Xavier Benguerel El desaparegut y Els Fugitius; y algunos relatos notables de Manuel Valldeperes, César Augusto Jordana y, sobre todo, de Pedro Calders.

Uno de los tópicos de la crítica española actual es precisamente dilucidar la importancia de la narrativa española fuera de España, y su influjo en la creación literaria peninsular, así como el problema de su «continuidad». Segundo Serrano Poncela, a quien hemos citado como uno de los más notables narradores del exilio, afirmaba hace años:

«Lo grave de la situación del escritor emigrado aumenta cuando se considera que las generaciones españolas exiliadas son generaciones a extinguir, alguna de ellas ya en el escalafón de las cuentas incobrables. La última generación más joven está dejando de ser española»4.



Basándose en esta afirmación, el excelente novelista y crítico Gonzalo Torrente Ballester insistía posteriormente:

«Si es cierto, la continuación de nuestra historia literaria por esas generaciones tiene un plazo, y después que se cumpla, habrá de ser juzgada irremisiblemente como rama apartada, como sucursal efímera de la historia que, cualesquiera que sean sus condiciones y su valor, sólo se continúa, orgánicamente, sobre el suelo nacional»5.



De la lectura de estos textos es fácil concluir una confusión o identificación entre las generaciones literarias y biológicas. Estas últimas están indudablemente emplazadas en su exilio: los viejos mueren en tierra ajena, los jóvenes se identifican con ella, los niños nacen en su patria americana. Es esa una tragedia humana que ya ha utilizado con extremo acierto Max Aub en su Homenaje a Lázaro Valdés. Quien, por otro lado, va más lejos en el análisis de todos los aspectos de esa tragedia: en muchos casos, los hijos de los exiliados quedaron en España; hoy, su extrañamiento de los mayores es tan físico y sentimental como ideológico. Léase El remate, otro extraordinario relato de nuestro fecundo novelista. Pero una generación literaria no se transmite, no se continúa como una generación biológica. Y si es cierto que la generación literaria del exilio podía quejarse aún hace pocos años de la ignorancia en que los jóvenes escritores de España se encontraban respecto de su obra, es ese un fenómeno pasajero que nada tiene que ver con la duración biológica de los escritores. Quede deshecho el equívoco. Y añadamos algunas precisiones sobre este punto.

Los escritores exiliados no constituyen una generación, sino parte de ella -o de más de una, para ser exactos- cuyos miembros se dividieron entre España y el exilio, sin que esta división indicase necesariamente un antagonismo político, ni menos aún literario. Muchos de los exiliados han vuelto a España, otros la visitan periódica o esporádicamente, a algunos se les ha rechazado el visado.

El hecho del desconocimiento de sus obras es evidente y casi total en España hasta bien avanzada la década del medio siglo, y se debió a las prohibiciones de importación y de edición de la casi totalidad de ellas. El caso de Historia de Macacos (Madrid, 1955) de Francisco Ayala es excepcional. De todos modos, algunos ejemplares de esas obras circularon en los medios literarios, y hasta se podían comprar subrepticiamente en algunas librerías. A este desconocimiento contribuyeron de modo a nuestro entender, y seguramente al de la posteridad, imperdonable los escritores y críticos compañeros de generación de los exiliados, que conocían perfectamente su existencia y sus publicaciones, y las silenciaron a las nuevas generaciones que en ellos buscaban ejemplo y guía. Serán los críticos procedentes de rstas últimas, y el primero de ellos Eugenio G. de Nora, quienes en los primeros años de la presente década publiquen artículos y libros sobre los exiliados. (No olvidemos, evidentemente, la crítica realizada fuera de la península, que tampoco llegaba a ella). Seguirán Juan Luis Alborg y José Ramón Marra-López, con sendos libros. Desde entonces se sabe el valor de estos escritores y se leen sus obras en mayor número, si bien la situación opresiva del país no haya mejorado hasta el punto de consentir una libre circulación de todas ellas. Y ocurre así, paradójicamente, que se conozca más la obra de Francisco Ayala y de Max Aub por los estudios publicados sobre ellas en España que por sus obras mismas. Con todo y contra corriente, el proceso de reintegración a España de estos escritores, como el progresivo conocimiento de su obra, irá acentuándose en los próximos años, sin que pueda influir en esto último la desaparición de algunos de ellos. Que hayan muerto Paulino Masip o Esteban Salazar Chapela, que se le niegue la entrada en España a Max Aub, nada importará para la creciente difusión y estima del Diario de Hamlet García, de Desnudo en Picadilly o del Laberinto Mágico. No habrá ni rama apartada ni sucursal efímera. Los escritores, en parte, no volverán. Su obra está volviendo, y a través de su conocimiento, las jóvenes generaciones asimilarán e integrarán a la continuidad histórica de nuestra literatura todo lo que de válido hay en ella. Tampoco nos encontramos ante el primer caso de emigración, y nadie duda del entronque de los exiliados románticos con nuestra tradición. Precisamente el paralelo entre éstos y la actual emigración constituye, y aun lo desequilibra, gran parte del contenido de Perico en Londres, de Salazar Chapela. Vicente Lloréns, ensayista y profesor del mismo grupo, ha publicado ya un libro sobre la emigración romántica y nos prepara otro sobre la actual, que esperamos con gran interés. Sólo los miembros de esos grupos disponen del material y del conocimiento vivo de los hechos, y lástima sería no verles producir fruto.

Debemos ahora mencionar un fenómeno menos observado pero de gran significación. Desde el fin de la segunda guerra mundial, numerosos escritores de las generaciones nuevas han ido saliendo a Europa o a América en exilio voluntario, muchos de ellos por disconformidad o ruptura con el régimen español, otros atraídos también por el eterno espejismo de París, algunos por simples razones económicas. Mencionemos a Enrique Azcoaga y Cecilio Benítez de Castro, Ricardo Bastid y Manuel Lamana emigrados a Buenos Aires entre 1944 y 1950, José Manuel Castañón y José Antonio Rial a Venezuela, José Luis Villalonga, José Corrales Egea, Xavier Domingo, Fernando Arrabal y Juan Goytisokf a París. Algunos de ellos, como Goytisolo, siguen publicando parte de su obra en España; otros en editoriales americanas, y algunos han acabado adoptando el francés, después de haber sido traducidos, como Villalonga o Domingo. Caso aparte es el de Miguel del Castillo, que por su formación francesa y su extremada juventud al salir de España se ha integrado a la literatura francesa, aunque por su temática persistentemente española siga enraizado a su país natal.

En último lugar citaremos el hecho de la publicación fuera de España de un considerable número de obras escritas por novelistas radicados en España y que por razón de la censura o por haber participado en concursos literarios fuera de España, han sido publicados por los editores españoles de París o por editores hispanoamericanos. Este fue el caso de la primera edición de La colmena de C. J. Cela; Fiestas y La resaca de Goytisolo; Sin camino de J. L. Castillo Puche; El libro de Caín de Victoriano Crémer; Año tras año de Armando López Salinas. Muy reciente aún la publicación de Los vencidos de Antonio Ferrés en París, y de El capirote de Alfonso Grosso en México. No creemos que nadie dude de la pertenencia de estas novelas a la literatura española, y su entronque no parece comprometido con su publicación fuera de España. No creemos que influyeran menos los Sonetos del destierro y De Fuerteventura a París que El Cristo de Velázquez, bien al contrario, siendo éste publicado en España y aquéllos en el destierro parisino de Unamuno.

Evidentemente, si toda la producción exiliada fuera de mediocre valor, cabría entonces discutir su posible influjo, pero eso es independiente de su publicación en el extranjero. No hay polémica posible en la valía de la obra exiliada. Nos bastará con mencionar el criterio del menos sospechoso de los historiadores de la literatura española actual, evitando las afirmaciones de críticos abierta o solapadamente comprometidos con las ideologías políticas que los exiliados personifican, y por consiguiente proclives al ditirambo irreflexivo. Citemos a Gonzalo Torrente Ballester:

«Es posible que la actividad intelectual de los emigrados, en lo que al conjunto se refiere, no sólo no haya perdido calidad, sino que conserve todavía, al menos cuantitativamente, cierta superioridad sobre actividades paralelas realizadas desde la Península»6.






- III -

La actividad literaria de los primeros años de la post-guerra, a pesar de que sigan publicando escritores tan importantes como Pío Baroja y Azorín, se centra en la creación poética, en torno a poetas de la generación del 27 -Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso- y de los más jóvenes de la promoción -Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Leopoldo Panero-, así como por los «jóvenes creadores» desde la revista Garcilaso. Período muy activo en lírica y prosa poética, particularmente centrada en temas amorosos, paisajísticos y sicológico-esencialistas que, salvo las rigurosas excepciones, huyen de toda referencia a la realidad social y política.

Entre 1939 y 1941 siguen apareciendo mediocres novelas de escritores de segundo orden y «espontáneos», inspirados -si podemos abusar del término- en el tema de la guerra civil. Aparte de las ya mencionadas anteriormente en este trabajo, recordemos Alas invencibles y Luna roja de Concha Espina (la primera es un refrito en salsa bélica de su cuento de 1914 Talín); La novela número 13 de Wenceslao Fernández Flórez; Luna de plata y El camino invisible de González Anaya; Fuego en el bosque y La herida en el corazón de Rafael López de Haro (todavía reincidente en 1955 con Entredós); La ciudad de los siete puñales de Emilio Carrere; Carlos V, hombre extraño de Felipe Sassone; Héroes de Otoño y Armas de Caín y Abel de José Andrés Vázquez; La revolución de los patibularios de «El Caballero Audaz»; y por descontado, la que a nuestro meditado entender, debe llevar el sambenito de la peor novela escrita sobre la guerra civil, La monja fugitiva de Francisco Ferrari Billoch, junto con su novela corta La Innominada. Reconozcamos que le disputan tan dudoso mérito las novelas de Fernando Cermeño Soriano -véase como muestra Ciudades de la retaguardia- y las de Francisco Contreras Pazo, exiliado en Montevideo. Ejemplos tipo del arribismo ideológico y de la comercialización del tema de la guerra son las ya mencionadas e innumerables obras de José M.ª Carretero («El Caballero Audaz»), conocido en la anteguerra como pornógrafo y «sensacionalista»; fuera de España podemos señalar el novelón de Ángel Samblancat, también expornógrafo, Caravana nazarena. Otros casos igualmente significativos de esos giros de 180 grados son las novelas nacionalistas de antiguos militantes radicales o de izquierdas, entre los que destacan Joaquín Pérez Madrigal, Cristóbal de Castro, Julio Romano.

Pero sobre todo es el silencio de los mejores o su repugnancia a tratar novelísticamente el tema lo que da lugar en España al triunfo editorial de tanta mediocre novela, cuya lista hemos abreviado en gran manera. Tampoco se debe olvidar el gusto por el sensacionalismo, la sangre, el horror y la muerte que en muchos españoles habría de quedar como poso de tres años de lucha fratricida. Así lo debió entender algún dirigente del gobierno español, ya que hacia 1940 circuló una consigna de abandonar el tema de la guerra, y de la que se hicieron eco la crítica y algunos editores (Cfr. Nicolás González Ruiz en La Novela del Sábado, 13-I-1940). De esta laudable consigna de silencio se van salvando excepcionalmente algunas novelas. El impulso era tal vez demasiado grande y los intereses editoriales demasiado evidentes para que el silencio se hiciera absoluto de inmediato. Pero ni siquiera las novelas escritas por autores integrados en el régimen rebasan la fecha tope de 1942. Sirva de ejemplo La fiel Infantería, premio nacional José Antonio de 1943, de Rafael García Serrano, que la Editora Nacional publica, teniéndose que retirar la edición al día siguiente de su puesta en venta, por orden gubernamental. (Ha sido repuesta en circulación en 1963.) Ejemplo típico es también Javier Marino de Gonzalo Torrente Ballester, aunque trata indirectamente el tema y que, editada por la misma casa, sufre idéntica suerte7. El autor no ha querido que se reponga en venta en la presente década. Es prácticamente imposible hallar novelas que traten el tema de la guerra entre 1942 y 1950. De 1943 es un relato corto incluido en Mis amigas eran espías de Luis Antonio de Vega (autor en 1938 de otra novela de tema guerrero, Como las algas muertas). Unas páginas de Ay estos hijos, de J. A. Zunzunegui. José Vicente Torrente publica su IV grupo del 75/27 en forma de folletón en El Español (1944); Vicente Escrivá toca de pasada el tema en Un hombre en la tierra de nadie (1946). De 1949 es Los Pimentel, de Pedro Álvarez Fernández, relacionado en parte con el tema. Un episodio de la «intrahistoria» literaria de 1949 es particularmente significativo: Ana María Matute concurre al premio Nadal con su novela Las luciérnagas inspirada en la guerra, y se le excluye de la votación última ante la imposibilidad de editarla. (Es la novela que años más tarde publicará muy deformada y disminuida bajo el título En esta tierra).

En 1950 J. A. Zunzunegui aborda, si bien de pasada, el tema que nos ocupa en Las ratas del barco. De 1950 es también Monte de Sancha, primera novela de Mercedes Fórmica, que relata episodios de la guerra en Málaga.

Rafael García Serrano -otro obseso del tema- publica en 1951 Plaza del Castillo, sobre el movimiento nacionalista en Pamplona, y, en fin, en 1953, José María Gironella obtiene su primer gran éxito editorial con Los cipreses creen en Dios, de marcada inspiración nacionalista. Es éste el acontecimiento comercial que lanza la nueva boga del tema. Entre 1953 y 1966 aparecerán más de cincuenta novelas ambientadas en la guerra civil, y quizás otras tantas permanecen inéditas. Sociológicamente, el fenómeno tiene sin duda una base comercial, y coincide a la vez con la entrada en madurez de nuevas generaciones de lectores, motivadas en su interés por el persistente recuerdo de la guerra, vivida por ellos como adolescentes o niños. La guerra es para estas generaciones una insistente obsesión, hasta el punto de que los escritores de ellas surgidos escriben inspirados siempre, cuando no directamente, de modo subconscientemente conexo con la historia bélica de aquellos tres años, y es abundante el tratamiento de temas tan directamente ligados a ella como el del odio entre hermanos. Sin temor a exagerar, se puede afirmar que en la novela española actual, por alusión, sombra o elusión, la guerra civil está siempre presente.



Volvamos atrás: al momento crítico de 1942 en que, por las razones señaladas y las que indicaremos, desaparece de la circulación editorial el tema y el tratamiento directo del mismo. En ese momento aparece La familia de Pascual Duarte, primera novela del entonces joven escritor y ex-combatiente Camilo J. Cela. Se ha dado en atribuir a esa novela la iniciación del llamado tremendismo, cuyas raíces literarias son perfectamente señalables, no sólo en la tradición literaria española (el gusto de lo truculento va desde Gonzalo de Berceo a Quevedo), sino en la obra contemporánea de Valle-Inclán, Eugenio Noel y Gutiérrez Solana, sin mencionar la tradición pictórica y escultórica, que no necesita glosa. A pesar de las reticencias de Juan Luis Alborg, según el cual «en los primeros meses de su aparición tuvo tres mil críticas y trescientos compradores»8, la segunda edición se agotó ya en 1943. La aceptación fue unánime, no sólo en la crítica, sino entre muchos jóvenes aspirantes en busca de manera, que ahí la creyeron encontrar novísima. Los escritores en potencia se debatían, en efecto, ante un doble problema: el tema truculento y fácil de la guerra se les escapaba tanto por consigna oficial u oficiosa como por fatiga de un gran sector de lectores, la mayoría harta de tan monótono pasto, y no pocos por acallar sus fatigadas conciencias, cuyos posos, de aún reciente depósito, venían a remover los recuerdos de la guerra (nada ficticio el Torres de la antológica Cabeza del cordero de Francisco Ayala). Pero por otra parte, los paladares andaban ya estragados por los platos fuertes, tanto los que proporcionara la realidad histórica como los que había ido sirviendo la versión novelesca entre 1938 y 1942. En esta situación, ¿qué y cómo escribir? Imitar a los escritores de las viejas generaciones estaba descartado. Los escritores jóvenes ya en plena guerra se daban cuenta de que los valores establecidos antes de 1936 se habían convertido en valores históricos. Zunzunegui decía en 1938, analizando una obra de Samuel Ros: «Después del 18 de julio, los de más de cuarenta y cinco años salvo rarísimas excepciones, tienen un aire tutankaménico». Y el mismo Ros, en 1940, remachaba de manera menos expresiva pero igualmente evidencial: «Toda creación literaria producida antes del Movimiento permanece ante nuestros ojos en una lejanía que no es ya la del tiempo preciso sino la del suceso histórico». Tragedia de pan llevar que sintió muy vivamente el maestro Azorín según se muestra en su alegoría novelesca El escritor.

Una primera posibilidad resolutiva se ofrecía en el escape de la realidad, que ya hemos señalado en las tendencias poéticas de la misma época, y que en la prosa va a adquirir preferentemente caracteres humorísticos -particularmente, el absurdismo de los escritores formados en torno a «La Ametralladora» y su secuela de postguerra, «La Codorniz». Conviene aquí señalar una vertiente muy semejante del humorismo entre los escritores del exilio, pero no «de forma sorprendente y misteriosa» como señalaba Marra-López, sino por idénticos orígenes del «estilo Codorniz». En efecto, ese tipo de humorismo disparatado nos llega a la península a través de revistas ilustradas italianas. Por otra parte, un curioso dato nos hace ver la relación entre ambos grupos de humoristas con anterioridad a la guerra: Álvaro de Albornoz, autor precisamente de las obras que suscitan la atención y el comentario de Marra-López9, publicaba ya en vísperas de la guerra civil, una novela humorística donde se encuentra, no ya en germen, sino plenamente desarrollado, ese estilo. El título mismo es típico: El vampireso español. La portada lleva una divertida ilustración, y una firma: Mihura. El mismo Mihura que en el mismo año escribía otro modelo del estilo en su farsa Tres sombreros de copa. Señalemos de pasada que la inspiración estilística de Mihura, Tono y Herreros, los tres dibujantes satíricos de «La Ametralladora» y luego de «La Codorniz», viene directamente de las revistas italianas. Se pueden ver en los primeros números de «La Ametralladora» -que lleva al principio el título de «La Trinchera»- reproducciones de caricaturas italianas de las que son copia fidelísima los primeros dibujos de Herreros, o las Cien Tonerías (1938?). Álvaro de Laiglesia, sucesor de los anteriores en «La Codorniz»; hace también sus primeras armas en «La Ametralladora».

Otro tipo de escapismo a todas luces inferior (en el fondo, el humorismo codornicesco acabó siendo la única sátira social permitida en España durante largos años de postguerra), es la llamada «novela rosa», del nombre de la más famosa colección del género. Aunque de valor literario nulo, el incremento del interés por el género en la postguerra tiene un carácter sintomático, precioso para el analista sociológico. No resistimos a la tentación de retroceder en el tiempo para señalar que la novela rosa prolifera durante la guerra en torno a editoriales sevillanas y burgalesas, y en las páginas de revistas como «Domingo», de San Sebastián. No hemos encontrado una sola editada en zona republicana. Creemos que el dato es altamente significativo como índice del estado de ánimo y las costumbres en las respectivas retaguardias.

Otra forma de escape de la realidad se introduce con el incremento de la actividad traductora en las editoriales españolas. Son años de gran renombre en España para novelistas como Lajos Zilahy, Cecil Roberts, Somerset Maugham, Mazo de la Roche, Vicky Baum, Daphne Du Maurier, cuya problemática, sin ser tan dulzona como se ha pretendido luego, conseguía difuminarse con el extrañamiento geográfico de sus escenarios, sus personajes y sus costumbres. En esos años sigue dominando en el teatro la comedia «conversacional» benaventina, analista benévola de la sociedad burguesa. Y el cinematógrafo se convierte por los mismos tiempos en el gran espectáculo de la burguesía, la pequeña clase media, calando en fin a todos los estratos sociales. El estupefaciente de la comedieta americana intrascendente y «high life» y la violencia del «western» o del serial policíaco-fantástico hacen olvidar siquiera sea durante noventa minutos, las más desagradables realidades de la postguerra.

Frente a estas soluciones, adoptadas por la inmensa mayoría, la ofrecida por La familia de Pascual Duarte es aceptada por las minorías letradas y el escaso público lector. Nunca se insistirá demasiado, cuando se habla de literatura española, recordando que el mundo de los lectores de novela en España -si descartamos los infragéneros de consumo tranviario- es, desgraciadamente, apenas una mayoría de la minoría. Y en ese sentido, los trescientos compradores señalados por Alborg son realmente una suma muy respetable, sobre todo si consideramos las costumbres de préstamo españolas, que nos dejan entrever más de un millar de lectores para los primeros meses que cita el crítico. Es la de Cela una obra cargada con fortísimos ingredientes, capaces de excitar los paladares estragados. Servía el mismo plato fuerte de violencia desatada, de furia irracional, de muerte imprevisible que los españoles habíamos probado, de grado o de fuerza, durante el conflicto civil. Pero lo servía eludiendo todo parentesco inmediato con los temas bélicos. Así, las mismas conciencias que rehusaban el recuerdo, absorbían el estupefaciente que ya les faltaba. Camilo José Cela es elevado por su corta novela al pináculo de la novedad, produciendo una inmediata reacción imitativa, de la que ni él mismo podrá ya librarse, y que llega a impregnar incluso la poesía: ese tipo de poesía que el crítico José Luis Cano no ha dudado en calificar paralelamente de «tremendista».

Ejemplos de novela tremendista, aparte las del mismo Cela, pueden ser Los hijos de Máximo Judas de Luis Landínez; El bosque de Encines de Carlos Martínez Barbeito; La llaga de Marcial Suárez. Quizás lo más positivo de esta manera tremendista sea el expresionismo de la prosa, que ejercerá, con su fuerza y capacidad significativa, un excelente papel de lazo de unión entre su primer creador (Valle-Inclán) y las nuevas generaciones de escritores.

Paralelamente al «garcilasismo» poético, proliferan en la novelística los escritores dedicados casi exclusivamente al acicalamiento de la prosa, diluyendo anécdota o intención en el malabarismo estilístico. Este tipo de novela -y de novelista- se da entre los escritores que podríamos llamar «mayores» entre los nuevos: Pedro Álvarez (1909), cuya novela Nasa (1942) exige el manejo continuo del diccionario; Carlos de Santiago (1916), autor de La encrucijada antigua (1946); y Pedro de Lorenzo, el mejor de ellos, autor de La quinta soledad (1943) y La sal perdida (1947). Es bastante notable que a partir de 1950, más o menos, estos escritores se esfuerzan loablemente en atenuar los excesos de estilo. El hecho es perfectamente comprobable en Una conciencia de alquiler (1952) y Cuatro de familia (1956) de Pedro de Lorenzo. Punto aparte constituye la descabellada verbosidad de Bartolomé Soler, cuyos desafueros estilísticos se explican -si no se justifican- por su confuso autodidactismo y porque, a fin de cuentas, hay gente en España que lee sus obras, y aun les da el premio nacional de literatura, como ha ocurrido con Los muertos no se cuentan, sombra chinesca y espejo cóncavo, del tirulo a la fecha, de Un millón de muertos. Se repite, a pocos años de intervalo, la historia anterior de Madrid de corte a cheka de Foxá, y Chekas de Madrid de Tomás Borras.

Coexisten con estas formas novelescas, excelentes muestras de novela introspectiva y de análisis psicológico, en que es usual una preocupación estilística sin excesos. Mencionemos las novelas de Paulina Crusat (1900): Mundo pequeño y fingido (1953), Aprendiz de persona (1956) y Las ocas blancas (1959). Otras mujeres destacan en este tipo de novela: Eulalia Galvarriato (1905), autora de Cinco sombras (1947), y Elena Soriano (1917), autora de la trilogía Mujer y hombre (1955). Mencionemos también la novela de Carlos Martínez Barbeito, Las pasiones artificiales, que bucea en un personaje de hechura noventayochesca.



En esta misma línea de análisis e introspección abundarán los escritores jóvenes -nacidos entre 1915 y 1925. En general, el análisis va acompañado en su caso con una intención testimonial de la época en que les toca vivir, y su análisis busca justificaciones, acusando indirectamente a la sociedad en que viven, de sus frustraciones y malandanzas. Esta tendencia, en sus primeros ejemplos, es posterior en dos años a la primera novela de Cela, y nace prácticamente como uno de los más resonantes éxitos editoriales de los últimos treinta años: el ocasionado por la joven de veintitrés años Carmen Laforet, al obtener el primer premio Nadal con su novela Nada. Su triunfo fue uno de los más fecundos, no sólo en la orientación de la novelística española hacia la llaneza y la intencionalidad del estilo, sino en alentar la vocación literaria de las mujeres españolas. La propaganda y el revuelo revistero en torno a Carmen Laforet fue en gran parte responsable del «atrevimiento» de las mujeres, unido a las facilidades que ofrecía el premio Nadal concediéndose a inéditos y, en general, a noveles10. Concurrentes o ganadoras del premio Nadal, o de su secuela el Planeta, han sido todas las que hoy forman esa extraordinaria pléyade femenina de la novela española. Ganadoras del Nadal, tres novelistas que, a nuestro entender, han alcanzado el más alto nivel: Elena Quiroga, Ana M.ª Matute y Carmen Martín Gaite. Lo ha sido también Dolores Medio. No ha faltado tampoco entre la promoción femenina el montaje ficticio de una novelista: María Luisa Forrellad.

Este tipo de novela a la vez introspectiva y acusadora de la circunstancia constituye, a nuestro entender, una de las dos más notables contribuciones a la literatura española contemporánea, y un caso indudable, por primera vez quizás en el siglo, de precursión en el dominio de la creación literaria europea. España ha sido -ya lo hemos dicho- escenario de los primeros episodios de la guerra mundial, y su postguerra coincide con la dimensión europea y luego mundial que fue adquiriendo el conflicto. No puede extrañar consecuentemente, que el fenómeno literario que se ha dado en llamar neorrealismo aparezca primero en España, e infunda la tendencia novelística más rica, y aun a toda una generación poética. Intentemos un análisis del fenómeno. Como ocurre siempre después de toda guerra, se declaran en quiebra una serie de valores espirituales, y otros pasan del campo de la teoría -puro- a la puesta en práctica, resolviéndose la incógnita de su viabilidad en el contraste del poder. Como, además, en las formas civiles de la guerra permanece, a pesar del exilio y de las depuraciones, un gran núcleo de vencidos, éstos entran -sobre todo en sus promociones más jóvenes- en la realidad contemporánea con la desilusión y la nostalgia propias de quienes ven relegados sus valores espirituales, y denigrados diariamente por los vencedores. Posteriormente, los nuevos retoños de estas generaciones sentirán parecidas reacciones por reflejo, en la contemplación de sus mayores vencidos, que deambulan desorientados y desencantados en un mundo hostil. Si a esto se añade que en el poder adquirido, las formas de gobierno ideal se va desmoronando en la política práctica y en las dificultades ineludibles de una postguerra, la posición crítica de una gran parte de la juventud, ya inclinada a la nostalgia de lo perdido, ha de resultar inevitable. Pero las manifestaciones críticas no pueden realizarse en forma política, debido a las circunstancias dictatoriales. Ni literariamente puesto que el aparato censor controla totalmente el negocio editorial. En tercer lugar, la contemplación de la derrota de sus mayores tampoco permite demasiadas ilusiones en nuevas formas ideales. Y la observación, en fin, del desenfreno moral y el egoísmo de la clase media durante la postguerra, el fenómeno de la carestía, el hambre y el mercado negro completan un panorama desalentador que no deja otra salida más que el testimonio puro y simple. El novelista -como el poeta- sienten que basta con decir: «esto está pasando, esto estamos haciendo», y en cuanto a la manifestación de sentimientos, la expresión sobria de un vago desencanto, aparentemente inexplicado, y de una angustia. Formalmente, este tipo de literatura excluye todo tipo de refinamiento estilístico, puesto que los aspectos lúdicos a los que corresponde literariamente el juego formal, están ausentes de su mundo. Con respecto al realismo clásico, el neo-realismo es una depuración de formas y de contenido total; tampoco la contemplación de la realidad objetiva está mantenida: las descripciones de lugares y de cosas se reducen a un estricto mínimo funcional en la medida en que contribuyen a aclarar la expresión del sentimiento o a dar razón del ambiente. Las cosas en función del hombre. Los episodios alegres están excluidos, el humor ausente. En algunos casos aislados, es la ironía punzante, sangrienta, la que reemplaza al humor. Pero se trata, insistimos, de excepciones. El tono habitual elude incluso esa «degradación» del humor. Y en cuanto al naturalismo, es evidente que el neo-realismo no pretende analizar, ni tiene ninguna ilusión terapéutica o siquiera acusatoria. Sería casi una forma de realismo fotográfico si no existiera esa constante presencia de los sentimientos, aunque éstos se manifiesten tan discretamente. Y si se analiza estructuralmente la novela, aparece como muy evidente la renovación de la técnica presentativa, caracterizada ahora por un gran predominio de la presentación directa, y evidente también resulta la discontinuidad linear del relato, así como el cambio de planos sin recurso a explicaciones u otro tipo cualquiera de aclaración transitiva. Toda esta renovación está justificada por la formación cinematográfica de la imaginación, ya manifiesta en los escritores de las nuevas generaciones, habituados al cine desde la infancia o la primera adolescencia. Este fenómeno de la imaginación audiovisual no hace prácticamente su aparición hasta la novela neorrealista en España (existe en la novela americana, y en la de escritores españoles particularmente conocedores de la técnica del guión, como Max Aub). Actualmente ya se pueden vislumbrar las consecuencias que para las formas de la imaginación tiene la introducción de la televisión en el interior de los hogares, y el número de horas que, desde su infancia, están pasando las nuevas generaciones ante la pantalla. En cuanto al cuidado de la prosa, la exclusión del juego formal no significa, ni mucho menos, descuido en la corrección ni ausencia de cierta «garra» expresiva que hace particularmente grata y fluida la lectura.

El «neo-realismo» novelístico tiene una gran variedad de manifestaciones, debido precisamente a lo general de sus premisas, y al hecho de que, siendo consecuencia de una realidad social, a él se han ido asociando, no sólo las nuevas generaciones, que han aportado nuevos aspectos formales y, por consiguiente, de contenido, sino también muchos escritores entre los idealistas jóvenes usufructuadores de la victoria militar, y entre los hijos de los hombres en el poder, desencantados de la realidad. El triunfo de la burguesía tradicional ha ido lentamente arrinconando a los primeros hacia el descontento y la desilusión, y ha hecho evidente a los ojos de los segundos la esencial hipocresía de su medio y el brutal materialismo de los verdaderos objetivos a que tiende la sociedad posesora. Citando a los más antiguos, ¡qué camino el recorrido por Gonzalo Torrente Ballester desde El viaje del joven Tobías hasta su trilogía de Los gozos y las sombras, sin duda una de las mayores creaciones novelescas del medio siglo! Camino paralelo al recorrido por el propio escritor, desde puestos importantes del falangismo, hasta su retiro de profesor en Pontevedra, y su extrañamiento final a una universidad extranjera. Precisamente ejemplar también es Torrente Ballester porque generación biológica y literaria coinciden en su familia, con el joven novelista G. Torrente Malvido, en abierta rebeldía con el régimen, y exiliado en Francia.

Nos parece conveniente anotar las formas del nuevo realismo en sus tendencias más evidentes, todas unidas, como las varillas del abanico, por el idéntico paisaje en ellas reproducido, y por el anillo metálico de la opresión que las arracima en su extremo:

1) La novela de ambiente pequeño-burgués y ciudadano, de la que es primer ejemplo Nada, de Carmen Laforet; Sobre las piedras grises de Sebastián Juan Arbó; Mi idolatrado hijo Sisí y La hoja roja de Miguel Delibes; Algo pasa en la calle de Elena Quiroga; El empleado de Enrique Azcoaga; y Funcionario público de Dolores Medio; La noria de Luis Romero, etc. Dentro de este mismo grupo cabe mencionar la vertiente irónico-sarcástica, a la que pueden adscribirse importantes novelas como La calle de Echegaray de Marcial Suárez; y La colmena, así como excelentes relatos cortos (Santa Balbina 37, gas en cada piso) de Camilo José Cela.

2) La novela de tema -no de ambiente- rural, siempre con las características de severa observación de la realidad, ausencia de comentarios y manifestación discreta de los sentimientos-desilusión, inquietud, angustia. Excelentes ejemplos son el Tino Costa de Sebastián Juan Arbó; El camino y Las ratas, lo mejor sin duda de Miguel Delibes hasta hoy; Hicieron partes, El vengador, y gran parte de Con la muerte al hombro, de Castillo-Puche (ambos, Delibes y Puche, cuentan entre los «desencantados» del falangismo). Luis Romero contribuye con un excelente relato, El cacique, en el que no es difícil descubrir una proyección simbólica de mayor dimensión; La boda y Tierra para morir, en que se va afirmando la vocación, involuntariamente tardía de Ángel María de Lera; Cerco de arena del mayor nihilista de la generación, el médico Enrique Nácher, etc.

En esa línea persisten escritores de la más reciente promoción, quizás más preocupados por la originalidad en la estructura formal y el estilo, impregnado de caracteres poéticos: Jesús López Pacheco con Central Eléctrica; los insuperables relatos de Jesús Fernández Santos, Los bravos y En la hoguera; Los Abel y Los hijos muertos de Ana María Matute; Antonio Ferrés con Las manos vacías; Manuel Arce con La tentación de vivir; José M. Caballero Bonald con Dos días de septiembre; Alfonso Grosso con El capirote. Es notable el hecho de que casi todos estos novelistas -hoy en la treintena- utilizan el tema rural de manera dramática, es decir, contrastándolo en la presencia de elementos ajenos al mundo rural; esta presencia sirve tanto para resaltar la extrañeza de ciudadano y campesino como la condición de uno y otro.

3) La novela de retroceso analítico en el pasado, buscando explicaciones al devenir contemporáneo, y cuya ambición y modelos más o menos confesados están en Tolstoi y en Galdós. Inicia la serie Ignacio Agustí (n. 1913), autor de una serie de novelas cuyo título general, La ceniza fue árbol, da idea del carácter nostálgico de la evocación y del sentimiento de la decadencia de los valores humanos en la burguesía, y particularmente en la barcelonesa. Entre la primera de la serie -Mariona Rebull (1944)- y la última publicada en 1965 -18 de julio-, un estudio concienzudo y obsesivo del tema, a través de una familia representativa, los Rius. La misma intención, aunque remontando menos en el tiempo, a cambio de una mayor ambición panorámica, anima la ingente trilogía de José M. Gironella, que pretende abarcar el proceso histórico de España en los últimos cuarenta años. El éxito editorial de las dos primeras -Los apreses creen en Dios y Un millón de muertos- es excepcional en la historia de nuestras letras contemporáneas, y hay que remontar al triunfo internacional de Vicente Blasco Ibáñez para encontrar el equivalente, no sólo en el aspecto editorial sino en la ola de ataques maliciosos y aun abiertamente denigratorios que ha levantado la segunda de ellas. La tercera, ya completada en 1965, no ha sido editada en el momento de escribir estas líneas, ni creemos que lo sea en la España de hoy, por lo menos en la versión cuyos fragmentos hemos tenido oportunidad de conocer. Su virulencia contra las actividades del régimen español en la postguerra da un ejemplo más del desviacionismo progresivo de un escritor originalmente adicto al régimen, ex-combatiente con las tropas de montaña de los nacionalistas, y que hizo sus primeras armas en las letras con un pequeño relato bélico hoy olvidado: Caballeros de la nieve (al servicio de España). En la misma línea historicista están los Episodios Contemporáneos de Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March, que remontan hasta 1898, y la serie iniciada por Alejandro Núñez Alonso con Cuando reinaba Alfonso XII.

Entre este análisis del pasado y el tipo de novela joven mencionado antes, de tema rural contrastado con un personaje o un ambiente ciudadano -y casi siempre intelectual- está la excelente trilogía de Torrente Ballester ya mencionada, y que se sitúa cronológicamente en los años de la República, pero que, en cuanto a modernidad formal, corresponde netamente a la novela joven, así como por el citado planteamiento dramático. Supera a muchas novelas de jóvenes en la riqueza de los planos considerados, incluyendo un análisis extraordinario del sentimiento religioso, y en la capacidad de crear personajes con dimensión casi corpórea, inolvidables.

4) Con motivos paralelos de búsqueda de explicación a la condición española y humana, otros novelistas han intentado el camino de la retrospección y el ahondamiento en el ser y en su tiempo interno, aunque la alusión a la realidad histórica exterior no se evite, y aun se haga imprescindible en ocasiones para ese ahondamiento en el ser-aquí. Carmen Laforet escribe por ese camino La isla y los demonios, apuntando hacia sus años adolescentes, y La mujer nueva, en torno a la mujer madura. Elena Quiroga consigue un análisis de los sentimientos de culpabilidad en La careta, de los del fracaso en La última corrida, y en fin un ambicioso recorrido por la memoria de su tiempo personal, que origina sus dos mejores novelas: Tristura y Escribo tu nombre. Un gran poeta del neorrealismo, Gabriel Celaya, ya ha contribuido con dos novelas importantes: Lázaro calla y Lo uno y lo otro.

Después de buenos tanteos en este tipo de novela (La gota de mercurio, Segunda agonía), Alejandro Núñez Alonso consigue una obra clave del género en Pecado original, que aporta ingredientes nuevos al mismo, como una finísima ironía, y una estructura de complicado «suspense», analizando las obsesiones e inhibiciones sexuales de la pequeña burguesía ciudadana, así como la amoralidad esencial de las conductas.

En la misma línea de ahondamiento en las raíces del ser en el tiempo están las novelas de Ana María Matute, cuyo estilo poético está repleto de símbolos oníricos y subconscientes; sus novelas, frente a la personalidad aparentemente tranquila de su creadora, bullen en una complejidad de caminos y sugestiones sin comparación en nuestra prosa contemporánea. Primera memoria y, sobre todo, Los soldados lloran de noche, son dos extremos ejemplos de lo que decimos.

5) Precisamente la persistencia de la memoria infantil es lo que caracteriza una gran parte de la producción novelesca de la última generación, debido al traumatismo de la guerra civil que, bien como tema central consciente o subconsciente -a través de símbolos- aparece en esos relatos de la niñez. Ya hemos mencionado a Ana María Matute, en cuya obra es omnipresente ese trauma hasta el extremo de la obsesión, manifestándose incluso en narraciones aparentemente ajenas a la guerra, como Los Abel. Hay que señalar entre las novelas de este tipo Duelo en el paraíso de Juan Goytisolo; Han matado un hombre, han roto un paisaje de Francisco Candel; Los inocentes de Manuel Lamana; Baal Babylone de Fernando Arrabal; L'Exil intérieur de Miguel Salabert; También se muere el mar de Fernando Morán; y relatos de Jesús Fernández Santos, Ignacio Aldecoa, Fernando Guillermo de Castro, José M. de Quinto, Francisco García Pavón, T. Luca de Tena, etc.

6) La forma más usual del neo-realismo actual, entre las nuevas generaciones, es la llamada novela social, de idénticas características a las formas ya mencionadas hasta ahora, pero encaminada a dos fines distintos y complementarios: el testimonio de la situación de la clase obrera, y el testimonio de la decadencia moral de la burguesía española a través del ocio y el gasto ostensibles a que se entregan desenfrenadamente los retoños de la última generación. A esa actitud se le ha bautizado con el título de un film de Federico Fellini, La dolce vita que precisamente se enfrenta con el mismo tema.

Las novelas del primer grupo mencionado se caracterizan por la disminución de las constataciones de la vida interior, debido al supuesto simplismo mental de los protagonistas, y el aumento correspondiente del behaviorismo, es decir, del proceso externo de la conducta humana. A partir de Central eléctrica de Jesús López Pacheco, aparecen La mina de Armando López Salinas; Historias de la cuenca minera de Manuel Pilares, sobre los mineros; Gran Sol de Ignacio Aldecoa; y Testa de copo de Alfonso Grosso; El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio afronta con el acierto que se sabe los problemas del obrero y el pequeño empleado madrileño. Los títulos de novelas que tratan de la situación de los trabajadores del campo, del infraproletariado de los suburbios madrileños y barceloneses, del pequeño funcionario, y aun de grupos sociales de infraservicio como las prostitutas o el mundo pobladísimo de los hombres en los lindes de la ley o abiertamente a su margen, pueden multiplicarse indefinidamente. Y entre los autores de dicho tipo de novela se pueden citar, no sólo a los escritores de las jóvenes generaciones, sino a escritores algo mayores en edad, como Luis Romero, Ángel María de Lera, Tomás Salvador, e incluso nombres como J. A. Zunzunegui. El hecho es significativo, y a nuestro entender corresponde a uno de los fenómenos más descuidados en el análisis de la realidad literaria: el influjo de las tendencias literarias de las jóvenes generaciones en las de sus mayores. Parece ser que el comportamiento en estos casos tiene más de la emulación que de la imitación, y del hecho, sobre todos, del envejecimiento mucho más lento a que están sometidas las generaciones intelectuales, frente a las biológicas. El concepto de vejez no se aplica sino rara vez a los escritores maduros, y el término de «escritor acabado» corresponde más bien al escritor que se repite a sí mismo que al hombre de edad avanzada. Es evidente que persisten diferencias inevitables en la manera de afrontar un tema determinado, por ejemplo, el ya mencionado del infraproletariado y el mundo del hampa, entre un Zunzunegui -La vida como es-, un Tomás Salvador -Cuerda de presos-, un Ignacio Aldecoa -Con el viento solano- o un Juan Goytisolo -La resaca. Aparte la búsqueda de una perfección estilística que reside sobre todo en la estructura formal, frente a la idea de perfección al nivel de la sintaxis y del léxico de los escritores mayores, los jóvenes no intentan acusar o inculpar, sino únicamente levantar testimonio, ser testigos de una causa en la que ellos no quieren ser jueces.

En el segundo grupo de novelas, acerca de la decadencia moral de la burguesía, puede decirse otro tanto, para señalar una diferencia entre las novelas de Zunzunegui o Agustí, precursores indudables en cuanto a la temática, y las de los más jóvenes escritores. Y aun habría que añadir que los mayores están inmersos, aunque sólo sea por su edad, en las generaciones biológicas que suben al banquillo, y su manera de ataque es una acusación a sus contemporáneos, frente a los que ofrece en contrapartida la nostálgica visión de unos antepasados enérgicos y representativos de las buenas virtudes burguesas; los hijos de esa generación a la que los novelistas pertenecen y acusan, sólo aparecen indirectamente y como consecuencia. En cambio, en la visión de los jóvenes, ha desaparecido esa nostalgia por unos posibles y lejanos antepasados que ignoran. Ellos son, o creen serlo, las víctimas del materialismo egoísta, de los vicios sórdidos de sus padres, y presentan a la nueva generación en toda su vaciedad. Juegos de manos inaugura la serie en 1954. Seguirán Ramón Eugenio de Goicoechea con Dinero para morir (1958), Juan García Hortelano con Nuevas amistades (1959) y Tormenta de verano (1962), Juan Marsé con Encerrados con un sólo juguete (1960); reincide en el tema con Fin de fiesta y La isla Juan Goytisolo. Y se suceden Oficio de muchachos de Manuel Arce, Dos días de septiembre de J. M. Caballero Bonald, cuya riqueza de contenido, unida a una extraordinaria intensidad narrativa hacen de ella una obra significativa no sólo de estos aspectos sino del mundo español contemporáneo; Tiempo de silencio de Luis Martín Santos y Ritmo lento de Carmen Martín Gaite cuentan sin duda entre las mejores novelas del momento. Entre los más jóvenes escritores mencionemos en fin Vía muerta (1964) de Ramón Nieto, y Hombres varados (1964) del ya mencionado Gonzalo Torrente Malvido que inciden -de manera sobria y serena el uno, con un exceso temperamental el otro- en el tema.



Hemos pretendido abarcar en este reducido espacio la materia variada y en muchos puntos dispar de la novelística contemporánea española. A pesar del poco apretar y de los muchos aprietos en que el intento se resuelve, nos queda la impresión de haber entendido, no comprendido, algunos de los hechos fundamentales en torno a los que se mueven la narrativa y los narradores contemporáneos de España, dentro y fuera de ella. Nuestra última impresión es la de estar viviendo la novelística española un tiempo de notable nivel medio, en donde el escritor improvisado, realmente desprovisto de todo valor, que todavía por los años cuarenta podía abrirse camino hasta la imprenta, queda hoy relegado a las excepciones rigurosas, frente a la cantidad cada vez mayor de novelistas de seguro oficio y certero instinto para la selección y el desarrollo de su obra. En cambio, rara vez podemos permitirnos celebrar la aparición de obras maestras. Lo cual, frente a la posición predominantemente pesimista de muchos críticos actuales, es un fenómeno positivo, puesto que se debe a la excelente calidad del conjunto, del que, por ello, resulta difícil destacar. Y en fin, las condiciones en que la novela española vive actualmente, están aún lejos de la óptima situación a partir de la que, un día no lejano, el creador podrá enfrentarse a su tarea y a su público lector con la libertad esencial que el pleno desarrollo de las artes exige.





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