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La novela regeneracionista en la última década del siglo


Leonardo Romero Tobar





La capacidad de sugestión contenida en los universos imaginarios de los textos narrativos ha sido un inapreciable recurso que han utilizado abundantemente los escritores a lo largo de la historia del género novelístico. En unos tiempos, esa capacidad ha potenciado la imaginación o la fantasía de los lectores; en otros, ha servido como vehículo difusor de problemas morales y políticos. La novela española del siglo XIX, heredera en este aspecto de su antecesora del XVIII, se señaló por una notable proclividad hacia la propaganda de contenidos de todos los tipos. Es una tendencia constante en la narrativa anterior a la Revolución de 18681, de la que se contamina en parte la novela realista posterior a esta fecha. La torpeza en el dominio de los recursos técnico-novelístico -entre otras razones- hizo posible una abusiva intervención del autor decimonónico en el texto narrativo. Y si, por otra parte, recordamos cómo los presupuestos estéticos de la generación de escritores realistas se basaban el primado de la sociedad presente como materia novelable, tendremos como obvia conclusión que la problemática general del país no fue materia ajena a las novelas del último cuarto del siglo XIX.

El reflejo de los problemas nacionales en las novelas es una constante de la novela decimonónica. El acierto en su forma de presentación varió al compás de la evolución del género y de la transformación de la historia colectiva. Como comprobación de lo dicho, este trabajo se propone una visión de conjunto de la producción narrativa que se hizo eco de la crisis histórica protagonizada por el sistema de la Restauración canovista a partir de la última década del siglo.

Si resulta arriesgado someter la complejidad de un proceso histórico-literario a la tiranía de una etiqueta definidora, tal procedimiento se revela como ineficaz a la hora de acercarse al estudio de la novelística española de los últimos años del XIX. Los marbetes utilizados por la crítica aportan orientaciones parcialmente satisfactorias, pero ninguno de ellos -realismo, naturalismo, novela regional, regeneracionismo, literatura del 98, modernismo...- reúne los adecuados márgenes de comprensión para la explicación total del fenómeno. La situación de encrucijada que presenta la novelística de los años finiseculares presenta un denso tejido de fenómenos residuales y de rasgos innovadores, cuya explicación mejor, prima facie, es la descripción de los mismos.

En las páginas que siguen no se ofrece ni un exhaustivo análisis de la totalidad de las novelas producidas en estos años2 ni una explicación global del conjunto de estructuras que definen la muestra de novelas que han sido objeto del estudio. La finalidad de este trabajo reside en la indagación sobre un tema de vital actualidad en su momento -la crisis de la España restauracionista- tal como fue planteado en un grupo de textos narrativos contemporáneos. El método utilizado es, preferentemente, el empírico descriptivo, lo que sitúa los resultados del estudio como una contribución parcial y complementaria a la brillante bibliografía que, desde diversos ángulos de enfoque, intenta la profundización explicativa de los orígenes de la segunda Edad de Oro de la literatura española.


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La literatura española en los años del «Desastre»

Según Fernández Almagro, la llamada «literatura del desastre» nace con el famoso artículo de Silvela «Sin pulso» (publicado en El Tiempo, 16-VIII-1898) y de ella arrancan múltiples manifestaciones artísticas que, en el terreno literario, abarcan desde las réplicas poéticas, producto de las circunstancias (Balart, Vicente Medina, Núñez de Arce, Emilio Ferrari, Salvador Rueda, Rubén Darío), hasta las juveniles creaciones literarias de la nueva generación («Azorín», Baroja, Unamuno...)3. Esta observación cronológica merece, con todo, algunas anotaciones, pues como el mismo Fernández Almagro ha afirmado en otro lugar4, la literatura de estricto sentido regeneracionista cuenta con antecedentes señeros en la historia del ensayo político5.

La significación del año 98 ha contribuido a simplificar el entendimiento de la marcha real de los acontecimientos literarios. El aparente agotamiento de las generaciones literarias anteriores y la vivaz reacción de los jóvenes escritores contribuyeron a la creación de esa imagen de fecha fundacional que muchos críticos han atribuido al citado año. Rubén Darío, al evocar sus impresiones españolas en esta fecha -que es la de su segundo viaje a la Península- las contrapone a las que había recibido en 1892:

«He buscado en el horizonte español las cimas que dejara no ha mucho tiempo, en todas las manifestaciones del alma nacional, Cánovas, muerto; Ruiz Zorrilla, muerto; Castelar, desilusionado y enfermo; Valera, ciego; Campoamor, mudo; Menéndez Pelayo... No está, por cierto, España para literaturas, amputada, doliente, vencida...»6



Pero no todos los observadores contemporáneos quedaron deslumbrados por la emotividad de la fecha del Desastre. Algo inédito estaba germinando en la cultura española de los años inmediatamente anteriores que hubiera salido a la superficie, quizás, sin la concurrencia de los acontecimientos bélicos. Un escritor alemán afincado en España -Ernesto Bark- lo señalaba en sus escritos:

«Los desastres coloniales no han creado este anhelo de salir del marasmo, sólo han dado mayor empuje a las tendencias reformistas, extendiendo su acción de la literatura a las anchas esferas sociales y haciendo de una corriente limitada a determinados círculos intelectuales, un movimiento ampliamente nacional»7.



Con mayores pretensiones de exactitud cronológica apuntaba Miguel de los Santos Oliver:

«Desde 1890 empieza a despuntar el intelectualismo, que no fue en sus comienzos más que una forma del espíritu nuevo y la aparición de un criterio libre de sectarismos o de imposiciones de partidos y orientado según los fueros de la verdad científica»8.



Las opiniones de estos críticos se confirman con un mínimo repaso de la producción literaria de la última década del siglo. Con anterioridad al año 98 estaban llegando a la Península las nuevas tendencias artísticas europeas9 y se había difundido el pensamiento filosófico de mayor fuerza incitadora10; la mayor parte de los problemas sociales y políticos del país se habían manifestado con el relieve preciso de sus complejas implicaciones; los mismos escritores estaban dando fe de vida del contradictorio y lacerante panorama nacional. Así pues, en el estado actual de la reconstrucción crítica correspondiente al período finisecular resultan hechos probados la aparición de una conciencia «noventayochista» avant la lettre, la inflexión evolutiva, ante los impulsos renovadores de la nueva literatura, que experimentaron algunos autores consagrados, la suma complejidad, en fin, que encierra el grupo literario canónicamente consagra do como la «generación del 98»11.

Tal como han señalado recientes trabajos históricos12, la crítica de la Restauración pudo hacerse de forma explícita cuando el sistema consiguió un cierto grado de integración. Tanto escritos políticos de circunstancias como ensayos o trabajos de envergadura abordaron la denuncia del sistema canovista y de los problemas estructurales que aquejaban a la sociedad española -singularmente lo que, en la terminología de la época, se denominó el «problema social» y la «cuestión regional». El conjunto de los escritos que persiguen la comprensión de los problemas nacionales es conocido bajo la denominación de literatura regeneracionista, literatura que, en su mayor parte, estuvo planteada en términos de un positivismo alicorto y de efectos inmediatos13. Contra esta tendencia pragmática reaccionaron las cabezas más clarividentes, como el «Clarín», que motejaba a los regeneradores de «dictadores con tienda abierta»14 o el Unamuno que lamentaba el desencadenamiento de «todos los lugares comunes del progresismo práctico»15.

Otra corriente del regeneracionismo, saltando por encima de los accidentes coyunturales y de los permanentes problemas estructurales, ofreció una visión simbólica de los «males de la patria» que, siendo cuestionable en su compromiso moral con los problemas reales, se tradujo en creaciones literarias de valor indudable. A esta tendencia simbólica corresponde la acuñación unamuniana del concepto de intrahistoria, cuya eficacia poética ha sido señalada en la obra lírica de Antonio Machado16 y en la prosa azoriniana17. La utilización trivializada de este fecundo factor de carácter poético encontró su correspondencia aminorada en un ahondamiento del costumbrismo local, entreverado con la catalogación de los hechos menudos de la vida política y social de las pequeñas comunidades; este es el caso de la obra narrativa de Macías Picavea18.

El sustantivo regeneración y sus correspondientes derivados forman una familia léxica clave para el entendimiento de la cultura española de finales del XIX. La larga frecuencia en el uso intensificado del término regeneración -unos cincuenta años aproximadamente- enriqueció la palabra con matices significativos singularizadores. Sin pretender hacer una historia de la memoria semántica de la misma y manejando una limitada documentación lexicográfica, podemos establecer varios momentos sucesivos en el enriquecimiento significativo de la palabra.

En textos del último tercio del siglo, anteriores a 1890, su empleo parece relativamente frecuente, aunque referido al sentido anotado en el Diccionario de Autoridades («volver a engendrar - Usase sólo en sentido moral»). Encontramos, pues, usos de la palabra en una estricta referencia intelectual o ético-religiosa:

«Podrá abandonarse por completo esta enseñanza [primaria] a las corporaciones populares cuando se hayan dado los primeros pasos en una gran reforma; cuando queden sentadas de un modo irreductible las bases de la regeneración intelectual»19.

«Algo retrasadas andaban estas medidas de regeneración; pero nunca es demasiado tarde para abrir a Dios la puerta de casa, después de haber barrido de ella al demonio»20.

«Acababa de rechazar [Bonis] todas estas hipótesis, contra las cuales protestaban todas las letras de segunda enseñanza que él había leído de algunos años a aquella parte, con el propósito (que le inspiró un periódico hablando del progreso y de la sabiduría de la clase media) de hacerse digno hijo de su siglo y regenerarse por la ciencia»21.



En un sentido físico, referente a la renovación del organismo, aparece la palabra en el artículo de Luis Taboada «Regenerémonos», en el que el periodista, a propósito de un nuevo instrumento eléctrico que «plancha la epidermis», comenta humorísticamente: «Hay que creer que el nuevo sistema podrá regenerarnos a todos y que lograremos la belleza absoluta sólo con que nos apliquen un alambre a las articulaciones»22.

El empleo restringido de la palabra como equivalente de profundo cambio político y social corresponde a los textos de los escritores políticos citados en la nota 13; a partir de estos usos, la mitificación de la palabra adquiere connotaciones de 'actividad palingenésica de resultados milagrosos'. Su uso indiscriminado provocó las versiones satíricas o paródicas, bien en poemillas efímeros:


«Ya que Cuba y Filipinas
nuestro honor apabullaron...
Ya en fin, que todo se vuelve
manejar esos vocablos
de «Administración», «Justicia»,
«Moralidad» y otros cuantos,
con lo que algunos pretenden
la obra de regenerarnos,
es preciso declarar
que estamos de falsos hartos;
que el socialismo se impone
(según dicen más de cuatro);
[...]23



bien en textos de mayor trascendencia:

«Este establecimiento tenía sobre la puerta de entrada un rótulo que decía: A LA REGENERACIÓN DEL CALZADO. El historiógrafo del porvenir seguramente encontrará en este letrero una prueba de lo extendida que estuvo en algunas épocas cierta idea de regeneración nacional, y no le asombrará que esta idea, que comenzó por querer reformar y regenerar la Constitución y la raza española, concluyera en la muestra de una tienda de un rincón de los barrios bajos, en donde lo único que se hacía era reformar y regenerar el calzado»24.



En el marco de una abundante producción escrita marcada por la preocupación nacional se inscriben muchos textos narrativos, cuya correspondencia con los textos regeneracionistas y, en último término, con los problemas reales del país les confieren una homogeneidad temática que ha sido, hasta la fecha, desatendida por la crítica y la historiografía literarias. El reflejo de los problemas contemporáneos en las obras narrativas abarca una amplia gama de cuestiones que, si no corresponden con exactitud a la compleja realidad histórica, sí dan un plano aproximado de ella.

De los problemas relacionados con la estructura política pasan a las novelas, funcionando en ocasiones como tópicos temáticos, el tema del caciquismo y el del funcionamiento de los partidos políticos. Macías Picavea -en El problema nacional- explicaba con una imagen literaria la distancia escandalosa que separaba la teoría constitucional de las prácticas corrompidas de la realidad política:

«Hemos concluido con la ficción y llegado a la realidad. La verdad va a sustituir a la comedia. Estamos en pleno y macizo naturalismo. ¡Es que todas esas instituciones que de analizar acabamos son puro papel pintado, con paisajes del sistema parlamentario; y el caciquismo, la verdadera pared maestra de cal y canto, bárbara fábrica de nuestro habitáculo gubernamental!»



La divulgación de la fórmula costista (la oligarquía produce el caciquismo) tiene un eco nada desdeñable en la producción novelística, singularmente en las obras de Macías Picavea, Queral o Nogales25. Y aunque la figura del tipo social del cacique haga fugaces apariciones en textos de la literatura moderna anteriores a estos años26, es ahora cuando se elabora un arquetipo -similar a los de la literatura costumbrista- de copiosa productividad. El modus operandi de los novelistas, a la hora de enfrentarse con el tipo, reproduce los viejos clichés de la narrativa pre-galdosiana en cuanto al abocetamiento del personaje que lo encarna y en lo tocante a la simplicidad del bagaje teórico con que se pretende explicarlo27.

Un relieve menos señalado presenta el tratamiento de otros temas conflictivos, como la cuestión religiosa, la lucha de clases, las nacionalidades o el deplorable estado de la educación y la cultura. La cuestión religiosa se condensa en la condena de los eclesiásticos comprometidos en la política partidista (el anticlericalismo de algunos textos de Blasco Ibáñez, como La araña negra, 1892, es un producto residual del folletinismo progresista). El problema de la cultura queda diluido en referencias episódicas y el tratamiento del problema social también está lastrado por el legado de la novela de consumo popular anterior a 1870; sólo los autores más jóvenes -Baroja, Blasco Ibáñez, «Azorín»- desvelarán, en algunas de sus producciones de los primeros años del siglo XX, el hondo conflicto de clases sociales que sacude al país. En contraposición con la levedad de la presencia de estas graves cuestiones nacionales, el problema de las nacionalidades avanza a un primer plano en la preocupación de los novelistas. De todas formas, la primera impresión es engañosa, puesto que la exaltación de las regiones tiene una finalidad costumbrista y poética bastante alejada de los términos reales con que se planteaba entonces el problema de las nacionalidades peninsulares. Sólo Unamuno y Campión aproximaron de alguna manera su punto de vista a la realidad vascongada.

Las guerras ultramarinas desataron una prolífica actividad literaria de la que recientemente García Barrón28 ha exhumado textos muy expresivos en el campo de la producción versificada. En abril del 98 se estrenó el juguete cómico lírico Aún hay patria con una encendida acogida de los espectadores, pues como comenta el gacetillero de La Época29 «el público se entusiasmó mucho en los arranques de Romea, vestido de soldado y con las coplas que disparaban contra los acorazados yankees». En el terreno narrativo el tema fue tratado en novelas, cuentos y memorias biográficas, como El rey de los campos, de Rafael Guerrero Carmona (1898); ¡El desastre!, de Manuel Corral (1899), o Últimos días de España en Cuba, de Waldo Álvarez Insúa (1901).

El conjunto de las novelas de temática nacional que se publican durante la última década del siglo manifiesta una vez más el punto final de la evolución del género narrativo durante el XIX, puesto que junto a las obras elaboradas con una decidida voluntad de estilo -y que son las que, en definitiva, han salvado el olvido del tiempo- se dan los textos de mediocre hechura, anclados en las más fugaces técnicas del momento -costumbrismo local, naturalismo, folletinismo decadente- y que dibujan el conjunto del plano literario en su expresivo, pero imprescindible, contraste entre las cumbres y las vaguadas, entre las «obras maestras» y las «obras vulgares».

La exacta valoración sobre la difusión de lectura y el alcance público de unas y otras obras es tarea pendiente de realización. Algunos indicios, con todo, nos permiten estimar que ciertas obras de escasa calidad debieron gozar de un mínimo grado de aceptación cuando se publicaban por editoriales cuidadosas de la rentabilidad de su circuito de consumo, como Henrich, Rodríguez Serra, Gili, Fe, la toledana Biblioteca de Novelas Militares o Mauci. En la nota «al lector» que esta última casa editorial incluye como colofón a El rey de los campos justifica la empresa, con razones patrióticas, su dedicación a los temas relacionados con la guerra ultramarina:

«Honrada y lealmente ha publicado y continúa publicando esta casa editorial los episodios, leyendas, datos históricos, etc., que se relacionan con la guerra de Cuba, y si alguien, más experimentado que nosotros nos convenciese de que estas publicaciones pudieran perjudicar en lo más mínimo a nuestra patria querida, dejaríamos de imprimir en el instante, porque por encima de los intereses particulares, están para nosotros los generales de la nación».






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Los escritores de la generación realista

Como es suficientemente conocido, la consolidación de la novela moderna en España es un fenómeno tardío que no se produce hasta los años posteriores a la crisis histórica de 1868. En la última década del siglo los autores más significativos de la novela realista están aún en plenitud creadora y no permanecen insensibles ante los problemas que aquejan a la nación española. Como confirmación de la teoría historiográfica que postula el análisis de los hechos literarios en el espacio cronológico real en que éstos se producen, encontramos en estos años finales de siglo la confluencia de varias promociones de escritores que reaccionan con sus propios medios ante estímulos comunes, es decir, la crisis de la restauración canovista. En las páginas que siguen consideraremos brevemente la réplica novelística de tres escritores tan significativos como Galdós, Valera y la Pardo Bazán.

La producción narrativa de Valera se configura como una anomalía en el marco de las pautas realistas que rigen para la novela del último cuarto del siglo XIX. El empeño estético del escritor por conseguir la «ficción libre» de que ha hablado Montesinos30 se traduce en un acercamiento oblicuo a la realidad descrita en sus novelas, con el correspondiente desvío estilístico y técnico-narrativo en relación a los paradigmas fictivos de sus contemporáneos. El cacique de Juanita la Larga o las elecciones que se vislumbran en Doña Luz apenas si resisten, por su ingravidez, el contraste con tipos o situaciones semejantes descritos en otras novelas contemporáneas.

La novela que enraíza al novelista Varela con el camino general de la narrativa de su época es, precisamente, su última producción, Morsamor (1899), aunque la conexión se verifique -como no podía ser menos- por modo indirecto y a discusión de los críticos31.

Dejando fuera de nuestra atención los aspectos estilísticos y el análisis de fuentes de esta novela, lo que sí queremos recordar ahora son sus rasgos de obra simbólica y de controvertible alegoría política, cuestiones que, junto a las antes citadas, han ocupado de forma preferente a los estudiosos interesados por ella.

Parece hecho indiscutible que la densidad de elementos culturales sobre la que se entreteje la estructura del texto32 acerca a Valera -en una comunidad de esfuerzos compartidos con Galdós y la Pardo Bazán- hacia la novela modernista de principios del siglo XX. Pero no ocurre lo mismo en lo que se refiere a la interpretación de la virtual alegoría política contenida en Morsamor.

La fecha de la publicación de la novela (1899) y algunas observaciones de la dedicatoria han llevado a apresuradas interpretaciones, que ven la novela como una respuesta idealizada de un desengañado hombre de mundo ante el trágico conflicto en que se debate la realidad del país. J. I. Ferreras es, entre los críticos recientes33, quien ha apurado al máximo esta interpretación «regeneracionista» de Morsamor, hasta el punto de considerarla como una prefiguración de «las ensoñaciones terriblemente contemplativas, pero que para él eran quijotescas, de Unamuno», cuya prédica estribaba para el citado crítico, en un «consolador inmovilismo» censurable.

La cronología de esta novela no parece apoyar de forma terminante una interpretación tan restringida. Cyrus C. De Coster ha publicado un fragmento de una primera versión de esta obra que permite situar su primera composición entre los años 1887 y 189234; sabemos con certeza, por otro camino, que en 1896 Valera había escrito ya siete capítulos de la obra35. Si a todo ello añadimos que el teosofismo y la impregnación de pensamiento oriental que empapa la novela son muy antiguas preocupaciones del escritor, y cuya documentación se puede fijar en varios textos de la anterior década, se ha de deducir como plausible conclusión que los grandes acontecimientos políticos de los años finales del siglo no fueron condiciones determinantes ni en la génesis ni en la intención original de la obra. La compleja sensibilidad literaria de Valera no era el filtro adecuado para producir la transfiguración literaria de una realidad mecánicamente asimilada. Esta novela, como sugirió Eduardo Gómez de Baquero36 y ha sostenido recientemente su moderno editor Avalle-Arce, es algo así como el Persiles de Valera, la summa artis al par que la summa vitae del escritor; un mosaico magistral de los saberes culturales, de la profunda experiencia autobiográfica y de las reflexiones sobre la realidad, a través del prisma del humor desengañado, de don Juan Valera.

Pero, a pesar del libérrimo y lúcido entendimiento de la finalidad del arte de que hizo gala Valera, el historiador de la novela española no puede olvidar la situación de este texto valeriano en el mapa de la narrativa contemporánea y, sobre todo, algunos notables elementos de su estructura. Dos, de modo especial, merecen algún comentario complementario: el molde de la novela histórica adaptado por el novelista y la primacía que el barroco tema del desengaño ocupa en la obra. A través de estos elementos podemos hallar indicios del oblicuo modo de acercamiento a la realidad del que antes he hablado.

La forma de la novela histórica -casi paradigmática en la época anterior a 1868- había sido prácticamente arrumbada por los narradores de la generación realista; la gran excepción a este hecho la constituyen las dos primeras series de los Episodios galdosianos37. Parece que en los años finales del siglo rebrota la forma de la novela histórica, hipertrofiada ahora por los objetivos de carácter didáctico (historia, magistrae vitae). En este contexto de historia literaria, la obra del escritor egabrense -sin llegar a los extremos de las taraceas arqueológicas que encontraremos en la obra narrativa de un Costa- no puede ser un puro divertimento sobre el pasado hispano; la circunnavegación del globo en la dirección opuesta a la de Magallanes y El Cano, que realiza el protagonista de la obra no puede ser un elemento casual, tiene todo el aspecto de una clave interpretativa que traslada al lector hacia el envés del tapiz dibujado por los grandes fastos del imperio hispano-portugués del XVI. Son acontecimientos históricos que la sencilla configuración externa de la novela coloca bajo la luz crepuscular del anciano Miguel de Zuheros -contrafigura, al unísono del deán de Santiago del Lucanor, de Segismundo y Fausto-, nuevo desengañado en un sueño. La experiencia del desencanto del pasado es una lección de ironía distanciada que puede proyectarse sobre el presente, tal como lo afirma expresamente don Juan en los párrafos finales de la dedicatoria:

«A fin de vivir contentos en esta forzosa Arcadia, recordemos nuestras pasadas glorias, no superadas aún por los pueblos más pujantes y engreídos que hay en el mundo, y compongamos, con dichos recuerdos y con el buen humor que no debe abandonarnos, historias como la que yo te ofrezco, la cual, si no es amena, es por su benigna y candorosa intención digna de todo aplauso»38.


Sobre ese humor amargo que, a la altura de su longevidad, Valera hipostasia al pasado nacional, se proyectan las miserias del presente en el momento de concluir la novela («mis penas patrióticas al considerar a España tan abatida»), pero en un uso del tiempo acrónico que funde en un punto sin circunstancias el dolor de todos los tiempos históricos; un uso del tiempo mítico -al fin y al cabo, Morsamor no es un ensayo regeneracionista, sino una excelente novela- sobre el que espejea la reacción íntima del escritor ante el Desastre.

Para Benito Pérez Galdós la última década del siglo corresponde a la fase creadora que la crítica ha denominado la etapa «espiritualista». Son los años de las novelas de Torquemada, de La loca de la casa, Nazarín, Halma, Misericordia, textos en los que la preocupación del narrador por la intimidad de los personajes los aproxima al teatro y a la novela de conciencia que, a punto de aparecer en la literatura española, velan sus armas entre las tendencias simbolistas del fin du siècle. La inevitable presencia -en las novelas galdosianas- de las clases populares, aunque revista tonos de denuncia sobre la miserable situación del proletariado marginal, ofrece un peculiar tratamiento de atenuación o adelgazamiento hasta el punto que un moderno crítico niega expresamente la función social liberadora que pueden representar estas novelas, ya que los dos héroes evangélicos Nazarín y Alama «tratan prácticamente de retrasar con la caridad particular el advenimiento de la justicia social»39.

La novela «en cinco jornadas» El abuelo (1897) supone un desvío aún más llamativo de la pauta del anterior realismo galdosiano. Si por el tema central, esta novela perfila más acusadamente que las anteriores la exaltación del espíritu y de su libertad de acción, por su forma narrativa dialogada nos traslada una vez más a los experimentos narrativos del Galdós que bucea en la conciencia de sus personajes, prescindiendo al máximo de todo material ajeno a la palabra hablada40. La veta simbolizadora del autor se extiende fastuosamente a lo largo del diálogo con toda suerte de claves interpretativas. La toponimia fantástica de la novela corre paralela a su ucronía, de manera que la síntesis hegeliana con que concluye (jornada V, escena última) se convierte en gran principio o Idea rectora de la cosmovisión del novelista41.

Después de esta obra no precisó mucho tiempo la fecundidad noveladora del escritor canario para imprimir una inflexión correctiva al curso de su actividad creadora. Según las anotaciones del propio Galdós, la primera novela de la tercera serie de los Episodios -Zumalacárregui- fue escrita en los meses de abril y mayo de 1898; la décima -Bodas reales- entre septiembre y octubre de 1900. El laborioso escritor volvía a la actividad frenética de sus primeros años. Poco nos interesa aquí la inmediata motivación económica que pudo tener la reanudación de esta parcela de su proyecto novelesco, pero sí es pertinente para el tema que se persigue en este estudio el constatar la correspondencia de fecha de la tercera serie y del desastre colonial.

Regalado García42 ha realizado un pormenorizado análisis de las novelas de la tercera serie, a la que considera como «mediocre esfuerzo de arte y pensamiento»43, que solamente consigue levantar su vuelo en la siguiente. Sin discutir, por ahora, las calidades novelísticas de estos textos, sí debemos pensar en su relación con la crisis del 98.

Las circunstancias exteriores del argumento de varias novelas -las guerras carlistas- deparan al narrador la oportunidad de inquirir acerca de la constitución interna del país:

«Tanta iniquidad, injusticia tan cínica y desvengonzada me sublevaron. Pero ¿España es así y ha de ser siempre así? ¿Es en ella mentira la verdad, farsa la justicia y únicos resortes al favor o el cohecho? ¿Y sobre ese terreno, más bien charca cenagosa, se quiere fundar cosa tan grande como la paz?»44


o de profundizar en el concepto de la «intrahistoria» unamuniana:

«Apenas ha dejado rastro de sí, como no sea el descubierto con no poca diligencia por el que esto refiere; rastro apenas visible, apenas perceptible en el campo de la historia anónima, es decir, de aquella historia que podría y debería escribirse sin personajes, sin figuras célebres, con los solos elementos del protagonista elemental, que es el macizo y santo pueblo, la raza, el Fulano colectivo»45.


De una selección de textos entresacados de esta tercera serie pudiera formarse una expresiva antología de temas regeneracionistas. Destacamos, a vía de ejemplo, un repertorio mínimo:

Juicios desdeñosos sobre el sistema caciquil:

«Cierto que Mendizábal tuvo alguna idea grande, y que su ambición en vez de limitarse, como la de otros, a prolongar todo lo posible las maniobras caciquiles, picaba en los altos fines nacionales»46.


Reclamación de orientaciones políticas prácticas y eficaces:

«Ese sentimiento indefinido viene siendo la energía que mueve toda la máquina social y política; pero, ¡ay!, andaremos mal si no se traduce pronto en ideas, en hechos pacíficos, pues no vive un país con el solo alimento de entusiasmos y cantatas»47.


Pesimismo por la derrota desgranado en las novelas al hilo de los acontecimientos; en Luchana, refiriéndose a la primera guerra civil, escribe: «Desgraciada era España, pero tenía hombres». Esos hombres podían ser o los personajes ficticios simbolizadores del patriotismo químicamente puro -Santiago Ibero- o los personajes históricos transidos por una fiebre de generosa idealidad, como el Montes de Oca meditador, en su paseo nocturno por las calles de Vitoria, de un programa ortodoxamente regeneracionista:

«¿Por qué no habíamos de ser lo que fuimos, nación de santos y de héroes? ¿Por qué no habíamos de restablecer las grandezas de la sangre y de la inspiración, del militar coraje y de las virtudes sublimes? Al par que esto, deseaba la ilustración, la libertad con medida, la práctica de todas las virtudes domésticas y públicas y el cultivo de las artes y las letras. La grosería le enfadaba; la irrupción de las muchedumbres ignorantes, que imponer querían su fuerza, su garrulería y su suciedad, le sacaban de quicio, y por encima de todo poder, ponía el histórico»48.


Y aunque la incisión de la cala galdosiana en los males nacionales se perfeccione y tome otros matices de complejidad en las dos series siguientes, queda como aportación indudable el retorno del escritor a la realidad que le circundaba. Recordemos, a este propósito, unas palabras de Casalduero: «Es imprescindible aprehender el enlace de la generación del 98 con la visión galdosiana del mundo y de España. Así no perderemos el sentido de continuidad de la cultura española»49.

Entrado el siglo XX, Galdós continúa con su preocupación por el problema de España en las series históricas que corresponden a los acontecimientos vividos en su juventud -Revolución de septiembre y Restauración- y en la, por tantos motivos, importante novela El caballero encantado (1909). Queda fuera esta novela del marco cronológico que nos hemos propuesto como objeto de nuestro estudio, pero no puede olvidarse que con ella llega Galdós a la cima de su tendencia simbólica y a la más estremecedora operación quirúrgica a la que sometió su constante preocupación por los problemas nacionales50.

Harto conocida resulta la voluntad de intervención pública de la condesa de Pardo Bazán. Lo que referido a sus experimentos de innovación cultural llevó a Menéndez Pelayo a minusvalorar su «prurito de aparecer siempre al tanto de las últimas palabras del arte y de la ciencia» no podría admitirse con justicia a la hora de valorar las preocupaciones de la escritora gallega por algunas cuestiones de trascendencia social. Uno de los aspectos más destacados de esta vertiente pública de la Pardo es su militancia feminista dirigida, de modo fundamental, a la elevación de la cultura de la mujer51. Hitos señalados de su campaña feminista fueron el artículo «La Mujer en España» (publicado en inglés en The Fortnightly Review y, en versión española, en La España Moderna), su intervención en el Congreso pedagógico de 1892 y en el Congreso feminista de París en 1900, la botadura de la colección de libros Biblioteca de la Mujer.

El temperamento inquieto y polémico de la escritora tampoco podía permanecer ajeno a la preocupación política de los años finales del siglo. El interés por la cosa pública -manifiesto desde las jóvenes veleidades carlistas-, el ahondamiento crítico o apologético sobre el problema de España, la aceptación del reformismo patriótico, se convierten en importantes preocupaciones en la fase post-naturalista de doña Emilia. Sus colaboraciones en la prensa periódica, a lo largo de la década 1890-1900, incrementan paulatinamente el tratamiento de los temas regeneracionistas hasta llegar a la sentida explosión del bienio 1898-1900.

En una reseña dedicada al libro El país de las castañuelas, del norteamericano Chatfield Taylor, censura la superficialidad impresionista con que los viajeros extranjeros se ocupan de las cosas españolas; se trata de una apología castizista que preludia tonos más fuertes de escritos posteriores52. La serie titulada «la vida contemporánea» que publicó en La Ilustración Artística desde 1895 y los artículos recogidos en el libro De siglo a siglo, ofrecen el dietario patriótico-sentimental de la Pardo en vísperas del Desastre y en fechas posteriores. Algunas de las páginas de estos trabajos periodísticos pueden formar parte de la más exigente antología noventayochista:

«...En efecto, lo más trágico en mi entender, fue la insensibilidad de la muchedumbre, cuando la historia de España acababa en punta y nuestro sol ya no se eclipsaba, que se borraba en el horizonte. Nunca olvido cierto día, de fecha luctuosa, en que, al entrar en una casa, alguien se fijó en mis ojos hinchados y me preguntó:

-¿Se le ha muerto a usted algún pariente?

A lo cual contesté:

-Se me ha muerto el mismo pariente que a ustedes todos...»


Al comentar la sesión de la apertura de Cortes en abril de 1898 -institución, por otra parte, que no despierta ningún respeto reverencial en la escritora53- traza un curso completo de regeneracionismo. Comienza el trabajo aludiendo a las «circunstancias especialísimas en que se abren estas Cortes del 98», para plantear su constante reivindicación feminista a propósito de la exclusión de las mujeres en los órganos decisorios del poder político; denuncia, a continuación, el naciente imperialismo norteamericano y concluye con este párrafo:

«Las naciones son fuertes cuando desarrollan sus músculos por igual; cuando con su ejército guarda proporción su industria, su comercio, su cultura, su acertada administración y régimen; cuando saben economizar y gastar discreta y oportunamente; cuando disciernen las cuestiones de verdadero y vital interés de las cuestiones baladíes, indignas de que se hable de ellas media hora; cuando se preocupan mucho de la instrucción pública; cuando no asfixian a la producción con tributos y vejámenes; cuando organizan su administración de justicia, y cuando para conseguir todo esto se reponen virilmente contra los abusos que cohonesta la política, y no confían a manos pecadoras el mandato en Cortes, camino de la poltrona ministerial»54.


Días antes de su conferencia parisina de 1899 informaba a sus lectores sobre la bibliografía reciente dedicada al tema del desastre español. Entre los libros que utiliza, los españoles «en su mayor parte llevan nombre de autores, si no por completo desconocidos, al menos no muy nombrados anteriormente». Todos ellos son el diagnóstico oportuno del la «atmósfera letal en que agoniza España»55.

Pero quizás el texto más representativo de las preocupaciones de la escritora sea el de la conferencia dictada en la Sala Charras de París el 18 de abril de 1899. Invitada por Mauricio Spronk, a finales del año anterior, para que preparase una exposición sobre una cuestión artística o literaria56, prefirió la condesa sintetizar sus sentimientos y sus juicios acerca del momento histórico por el que atravesaba el país. La conferencia fue atentamente comentada por los periódicos franceses y apasionadamente por los españoles. Su autora, al publicarla al mes siguiente -La España de ayer y de hoy es su título- se vio precisada a la confraternización con plumas aquejadas por sentires cercanos a los suyos -prólogo de Campión y citas de las obras de los jóvenes Maeztu, Hacia otra España, y Unamuno, En torno al casticismo-. En la conferencia enfrenta las dos perniciosas leyendas que se han cernido sobre la moderna historia española, la leyenda dorada del patriotismo a ultranza y la leyenda negra fomentada por «esa asquerosa prensa amarilla» de los Estados Unidos. A la hora de definir sus simpatías políticas del momento, compendia su ideología -«una gran intensidad de patriotismo»- en Costa.

La producción narrativa de la Pardo recoge las preocupaciones trascendentales de su autora57, que en el tema social abarcan desde el tratamiento del status ciudadano de la mujer española contemporánea hasta las denuncias de los errores políticos existentes en las estructuras del sistema canovista. En este último sentido concede una notable importancia a la institución caciquil. En las novelas de la primera época -La Tribuna, El cisne de Vilamorta- había prestado atención a problemas que, sin dejar de perder fuerza, habían sido desplazados por otros de nueva aparición58 y de los que, además, la condesa conocía el óptimo rendimiento en su Galicia natal. El inmediato contacto con el caciquismo de su región puede ser la razón que explique la localización de este fenómeno en las novelas de ambientación gallega. El análisis de las elecciones en que fracasa don Pedro -Los Pazos de Ulloa (1886-87)- puede pasar por una acertada disección del funcionamiento del sistema, representado por los dos primates lugareños, de nombre tan significativo como Barbacana y Trampeta. Idéntico cuadro, aunque mejorado en documentación y matices, ofrecen las dos novelas Una cristiana (1890) y La prueba (¿1900?). En esta breve serie narrativa destaca la novelista los tres escalones de la intervención caciquil, coronados por el gran santón protector de la región, don Vicente Sotopeña, personaje omnipresente en todos los pasajes políticos de las dos novelas, pero cuya presencia física no se hace necesaria para la economía narrativa de las mismas59. Las discusiones mantenidas en ambos textos por los dos jóvenes copartícipes en el punto de vista del narrador -Salustio y Portal- retrotraen repetidos tópicos de la discusión política del progresismo posterior al 68 (se trata de la contraposición entre la concepción política de los republicanos Pi y Margall y Castelar):

«Los dos, republicanos, se comprende; pero él, castelarino, embolado, oportunista, casi monárquico a fuerza de concesiones, y yo, radical, de los de Pi, convencido de que en España no es lícito transigir ni un punto con lo pasado; al contrario, debemos entrar resueltamente y de una vez por la senda de la transformación honda y progresiva».


(Una cristiana, cap. II.)                


En la producción narrativa inmediata al principio de la última década del siglo surgen nuevas inflexiones pardobazanianas en el tratamiento de los temas políticos. Resulta curioso observar, por otra parte, que el cauce utilizado ahora para la exposición de dicha problemática sea el diálogo de los personajes; no se trata del diálogo rápido de la conversación entretejida con nerviosas intervenciones de los personajes, sino de un diálogo casi retórico, en el que la seriedad de los temas tratados es paralela al fraseo hipotáctico de un período sobre abundante en juicios y razonamientos.

Insolación (1889), desenfadada narración cuya petite histoire se enmarca en un mitigado naturalismo, presenta un curioso personaje que por sus características personales puede ser el trasunto de un ilustrado dieciochesco o una adivinación de un pre-noventayochista avant la lettre. Se trata del comandante de artillería don Gabriel Pardo de la Lage, «cumplido caballero, aunque un poquillo inocentón y, sobre todo muy estrafalario y bastante pernicioso en sus ideas», según lo califica, desde su punto de vista, la protagonista de lo novela. En las calculadas intervenciones de este personaje (cap. II, tertulia de la duquesa de Sahagún, y caps. XIII y XIV, paseo nocturno con la protagonista) manifiesta las ideas «estrafalarias» que chocan escandalosamente con los valores establecidos de Asís Taboada. La primera intervención corresponde a una prolongada diatriba contra las incivilizadas costumbres de España, que «es un país tan salvaje como el África central»: la afición a la fiesta taurina, los achabacanados festejos populares, la necrosada vida colectiva de la España canovista. Los párrafos finales del parlamento del comandante resultan harto expresivos:

«Convénzanse ustedes: aquí en España, desde la Restauración, maldito si hacemos otra cosa más que jalearnos nosotros mismos. Empezó la broma por todas aquellas demostraciones contra don Amadeo: lo de las peinetas y mantillas, los trajecitos a medio paso y los caireles; siguió con las barbianerías del difunto rey, que le había dado por lo chulo, y claro, la gente elegante le imitó, y ahora es ya una epidemia, y entre patriotismo y flamenquería, guitarreo y cante jondo, panderetas con modroños colorados y amarillos y abanicos con las hazañas y los retratos de «Frascuelo» y Mazantini, hemos hecho una Españita bufa, de tapiz de Goya o sainete de don Ramón de la Cruz».


(cap. II)                


La piedra angular (1891) es una novela de tesis en la que el humanitarismo de la escritora sirve de trampolín para la divulgación de las ideas criminalistas de Concepción Arenal (singularmente del folleto El reo, el pueblo y el verdugo o La ejecución pública de la pena de muerte, 1867) y de las tesis correccionalistas de Dorado Montero. El esquemático abocetamiento de los personajes que representan la defensa de la pena de muerte («la piedra angular para la defensa de la sociedad») y del mismo verdugo Juan Rojo, sobrepuesto a ciertos toques de mecánico naturalismo en las descripciones, no arrojan un saldo favorable sobre los aciertos artísticos de la obra. Pero a fin de que la intencionalidad docente de la misma resalte con superior eficacia, en el capítulo intermedio de la novela (IX), sitúa el narrador las pormenorizadas exposiciones del doctor Moragas y el letrado Febrero, los partidarios -según motivaciones diferentes- de la supresión de la pena de muerte. Aunque la ambientación marinedina confiere al ambiente de la novela un aire de documento inmediato, tiran del narrador con tanta fuerza los excursos genéricos y abstractos sobre la pena capital, que las referencias a otras cuestiones de la problemática nacional y regional permanecen ausentes.

Después de estas novelas la versión narrativa de sus preocupaciones político-nacionales de la Pardo Bazán hay que buscarla en sus cuentos, puesto que los relatos Doña Milagros (1894) y Misterio (1902) son ejercicios de entretenimiento preliminares a la fase modernista que inaugura La quimera (1905). El año del desastre vuelca en algunos de sus cuentos -Cuentos de la Patria- sus doloridos sentimientos patrióticos y sus esperanzas en la regeneración nacional. Los relatos de la serie citada60 forman un grupo perfectamente individualizado en el inmenso conjunto de los relatos breves de la escritora. En algunos cuentos acentúa la exaltación de sentimientos básicos, como el pacifismo -Vengadora- y el nacionalismo hispano -El catecismo, El rompecabezas (cuento que pertenece a la serie de Navidad y Reyes)-. En otros, la lección patriótica va mucho más exquisitamente elaborada en un argumento de carácter simbólico -La armadura, La exangüe61-; critica en otros las inveteradas lacras nacionales, como el aislamiento entre el poder político y el pueblo -El palacio frío, El torreón de la Esperanza-; propone, en fin, remedios de activo entusiasmo -El milagro de la diosa Durga- o la eficaz terapéutica del trabajo manual, como en El mandil de cuero -de la serie Cuentos antiguos-, o en El caballo blanco. En este último cuento un labriego reclama el caballo de Santiago «para uncirlo al arado y que ayude a destripar terrones», reclamación paralela a la política de reformas concretas que predican Costa y sus seguidores.




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Las novelas «regeneracionistas»

El reflejo de los problemas nacionales y de las posturas políticas arbitradas para su remedio se concentra de modo muy especial en un grupo de novelas publicadas durante la última década del siglo. La importancia de estos textos no radica en su calidad estética -desde un punto de vista técnico y estilístico se limitan a reproducir esquemas y estructuras de la narrativa decimonónica-, sino en el papel de documento histórico complementario de los ensayos regeneracionistas. Lo fundamental de estas novelas es la denuncia de problemas -el caciquismo, la corrupción administrativa, la inoperancia de los organismos públicos, la decadencia agrícola o cultural, la quiebra de la moral nacional...- y los posibles remedios aplicables para su desaparición. Se trata, pues, de novelas de tesis fieles a los problemas del momento y cuya importancia en la historia literaria consiste sólo en ser los antecedentes inmediatos de la narrativa «noventayochesca»; al fin y al cabo, la inoperancia estética en que quedaban encerrados los graves temas ideológicos a los que servían de excipiente actuó como fermento germinador de otros textos cuyo valor artístico no se pone en duda.

De este grupo de novelas al que, simplificadamente, denomino «regeneracionistas», destacan algunas por la calidad de su forma -siempre dentro de las pautas del realismo decimonono- o por la densidad en el tratamiento de los temas regeneracionista; de éstas -desconocidas o prácticamente ignoradas hasta ahora- haré un análisis pormenorizado. De los textos menos significativos me limitaré a exponer una síntesis de conjunto.

La figura del oscense Joaquín Costa es la clave arquetípica del regeneracionismo. Su profusa actividad pública y la abundante producción escrita salida de su pluma han llegado a producir una imagen confusa de su significación histórica en cuanto precedente de actitudes políticas autoritarias nada acordes con el talante liberal. La más reciente bibliografía dedicada al estudio de esta apasionante personalidad ha vuelto por los fueros del Costa independiente y liberal, trágico en la impotencia de sus años finales62. No es éste lugar para resurgir apresuradamente el pensamiento costista, tarea realizada cumplidamente por varios autores. Conviene recordar, con todo, que en el pensamiento de Costa ocupa un lugar no desdeñable su concepción de la literatura -especialmente de la de tradición y consumo popular- como fuente importante para el estudio de los fenómenos sociales. La concepción procede de la escuela histórica alemana, y de ella hizo Costa uso abundante en diversos trabajos63. Todo ello no pasaría de ser un importante capítulo de la teoría literaria española del XIX si Costa no hubiese traspasado los umbrales de la creación literaria. Ahora bien, la producción estrictamente literaria también atrajo al polígrafo oscense con un interés especial por la forma narrativa.

Las novelas de Costa traducen a un discurso culto los presupuestos teóricos del historicismo que considera la literatura como expresión de un espíritu colectivo; resultan, por tanto, un esfuerzo extraordinario por cohonestar la intuición del protagonismo anónimo de la colectividad que va implícito en la idea de la «intrahistoria» con la privilegiada facultad de ideación y responsabilidad de los protagonistas individuales, entre los que se inscribe el propio escritor, al apuntalar sus tejidos narrativos con un asombroso cúmulo de notas sabias y eruditas64. El curioso capítulo de la novela ideológica de España al que aludía Pérez de la Dehesa65 tiene en los relatos de Costa su más representativa figura.

De modo análogo al Galdós que concibió una representación novelesca de la realidad española a partir de la doble visión de la novela histórica y la novela contemporánea, Costa debió albergar parecidos propósitos, aunque no pudo llevarlos a cabo de una forma definitiva. El reflejo novelesco de los males que aquejaban a la sociedad coetánea tendría que ser objetivo primordial de la narrativa realista; y puesto que el sumo mal consistía en el dominio del caciquismo, a combatirlo debían dedicar sus esfuerzos los escritores que pretendiesen una finalidad comprometida con su tiempo histórico. Así se expresa en el prólogo a La Ley del embudo de Queral:

«La ley era una misma para todos, pero con la unidad del embudo, que le permitía obsequiar con la parte ancha a los unos y oprimir con la estrecha a los demás. Tal es el fenómeno social que el Sr. Queral y Formigales se ha propuesto representar en acción, aplicando los procedimientos constructivos del bello arte a este aspecto de la vida pública española de que se habían mantenido alejados casi en absoluto, contra toda razón, los grandes maestros de la novela contemporánea, y coadyuvando por tan sublimada manera a la obra científica de los Azcárate, Giner, Posada, Silvela y demás que, como Zugasti, han aplicado su labor al estudio de aquella inmensa llaga del caciquismo, cuya naturaleza y diagnóstico están aún por precisar y cuyo tratamiento no se lleva quizá por buen camino».


Los textos narrativos de Costa que se conservan inéditos son los siguientes: la algunas veces citada erróneamente novela Soter, que en realidad, según apunta Cheyne66 no «pasó del estadio de preparación de materiales y redacción de cortos episodios»; esta novela hubiera podido ser una reelaboración de su otro proyecto narrativo Justo de Valdediós, del que se conservan siete cuadernillos manuscritos67; las Novelas Nacionales -seis cuadernillos68- y otros leves esbozos (hojas sueltas) que Cheyne ha reseñado con exacta fidelidad.

Tanto los cuadernos conservados de Justo de Valdediós como los de las Novelas Nacionales presentan forma parecida; cuadernos manuscritos en los que Costa anotaba, sin un orden preconcebido, las diversas ideas o referencias que hubieran podido serle útiles caso de haber redactado definitivamente las novelas. Las hojas de los cuadernillos no están numeradas, entre ellas se intercalan hojas sueltas y cédulas con toda clase de anotaciones. El estudio y ordenación definitivos de estos materiales ha de quedar para otra ocasión, aquí nos limitamos a dar una relación sumaria del contenido de cada proyecto novelístico importante. Las anotaciones importantes corresponden a pasajes previstos para la obra -en algunas páginas, Costa escribe en un estilo próximo al modo narrativo-, a los personajes o fenómenos históricos que han de ser tocados en el escrito definitivo y a las fuentes bibliográficas cuya consulta o referencia sugiere.

Justo de Valdediós69, según las anotaciones manuscritas del autor fue redactada entre 1874 y 1883. La página inicial del primer cuaderno -colocado bajo el lema «Revol[ució]n y Patria»- detalla el contenido de la obra: «Parte primera: Independencia y libertad. Parte segunda: restauración de la libertad. Conclusión: últ[im]os días del sabio, nuevos albores de la lib[erta]d»70. El protagonista de la obra -según vamos leyendo en el mosaico de fragmentos del argumento- es un símbolo español y de la humanidad que se opone frontalmente al intrascendente «sabio francés» desde el arranque cronológico de la obra. Éste se situaría en la Revolución francesa -momento en el que Justo es «perseguido y torturado en París por defender a la par de las reformas hechas, la vida del rey y de los nobles» para pasar seguidamente a la corte de Carlos IV -donde aparece «Godoy rodeado de sabios, con cuyo motivo se da a conocer una porción de sabios desconocidos en España»- y continúa durante la guerra de la Independencia, en el curso de la cual Justo aparece sucesivamente como maestro de jóvenes y solitario eremita. La acción de la segunda parte correspondería a los años del trienio liberal, aunque los elementos argumentales anotados son mucho menos explícitos que los de la primera.

En una página fundamental del cuaderno tercero resume Costa el alcance de este proyecto novelesco. La página se titula Buscapié o crítica del Justo y consiste en una relación esquemática de los principales puntos de la obra71. En algunas de las inconexas apuntaciones encontramos testimonios inapelables de la intencionalidad patriótica que mueve la pluma del joven escritor: «(Es) Novela (continuación de la reina Aquileida, Urbs victrix Orca, etc.) por el estilo de las de Erckman Chatrian y de Walter Scott y de Víctor Hugo, para hacer popular la Revol[ució]n española y levantar a los héroes y sabios y los hechos de aquella época a la altura que supieron conquistarse en la Historia pero que no se les han reconocido todavía -Norte América: Washington / Sud América: Bolívar-». En lo referente a las influencias literarias, aparte las consignadas en el párrafo transcrito, debemos tener en cuenta que en otra anotación -ésta de referencias bibliográficas- leemos: «P[ar]a episodios de Justo guerrillero-Juan el Empecinado y demás novelas de Galdós», y, a continuación, apunta sobre el estilo que «será llano, continuo, levantado».

Los seis cuadernillos de Novelas Nacionales72 corresponden al ambiciosísimo provecto de novelar la historia de España desde los tiempos mitológicos. En la hoja preliminar que envuelve estos cuadernos escribió Costa: «Episodios Nacionales-Con el nombre de Novelas Nacionales proyecté desde 1874 (hace treinta años) además de Justo de Valdediós novela del siglo XXI, cinco o seis novelas sobre los períodos más culminantes de la historia de España. ¿Antes que Pérez Galdós?» Las apuntaciones de estos cuadernillos nos permiten reconstruir con mayor precisión la idea original, puesto que en el que lleva el título de Novela Nacional / Su carácter y Número / Datos sueltos y dispersos encontramos una exposición de la concepción costista sobre la novela histórica y un resumen detallado del plan de la obra:

Novela Nacional

«Sería de suma importancia -escribe Costa- este género para restablecer el concepto del país en el lugar que la Historia no sabe darte y que de justicia la corresponde. Walter Scott y Victor Hugo y Bullwer, etc., han desarrollado la novela histórica. Maine Reid, Julio Verne, etc., la científica: una combinación de ambas puede ser la novela nacional. Aunque parece confundirse con la histórica, tiene sin embargo, un distinto carácter y propio fin, pudiendo por tanto formar época y escuela. Toma un siglo o período histórico determinado, y sin sujetarse precisamente a rigor cronológico, aproxima los nombres y las ideas, los sucesos y las invenciones, les pone en acción mediante el argumento y los representa de bulto en el grabado, haciendo popular y agradable, en vivo y animado cuadro, lo que los libros nos presentan difuso y fragmentado, o no nos presentan de ningún modo. El texto ha de estar empedrado con los retratos de los personajes más notables de la época que se pinta, justo tributo de agradecimiento a su mérito o a sus virtudes y sufrim[iento]s, y medio único de imprimir en la fantasía el número e importancia de los héroes y sabios y santos de la Historia nacional, y por lo tanto, de infundir aliento con la meditación de las pasadas grandezas. Nuestra historia política, social, científica, religiosa, literaria y filosófica, es desconocida; los tratados especiales o no existen, o son incompletos, o no se estudian, ni en mucho tiempo se estudiarán. La novela histórica, en los límites y con el carácter que hasta aquí ha tenido, es insuficiente. La novela nacional viene a llenar estos vacíos (...)».


La extensión de la cita está justificada no sólo por lo que tiene de exposición general de las ideas novelísticas de Costa, sino también como importante documento teórico-literario acerca de un género literario de tanta raigambre decimonónica como la novela histórica. El plan costista de Episodios Nacionales constaría de las siguientes novelas:

Aquileida: Aquiles, persiguiendo a Eneas es arrojado por una tempestad a Tarragona, «donde sirve de tronco a la gran familia ibero americana».
V. V. Osca: («aún estaban calientes las cenizas de Numancia cuando sucedió la indep[endenci]a de la Península bajo Sertorio»)73.
Expedición de los almogávares.
Visigodos.
Córdoba en el siglo X.
Moros y Cristianos74.
El siglo XVI de España.
De 1812 a 1823.

De esta sumaria noticia sobre las novelas inéditas de Costa75 se deducen varias evidencias. En primer lugar, la temprana -desde 1874- atracción del polígrafo aragonés por la novela histórica, motivada fundamentalmente por las virtualidades didácticas y patrióticas que pueden configurarla; en segundo lugar, la significativa función de réplica a las novelas galdosianas de las primeras series y, en último término, la construcción de un héroe novelesco -Justo, híbrido de Marchena y Gabriel de Araceli- que constituye un pormenorizado diseño del héroe de las novelas regeneracionistas que veremos a continuación y cuyos rasgos más señalados son su ubicuidad, su energía moral y competencia técnica, la dedicación total al alivio de los males de la patria, su destino trágico o escasamente halagüeño. Un arquetipo novelesco de estas características transcribe de modo parabólico los afanes regeneracionistas con sus miserias y sus grandezas y, especialmente, con el sesgo de incapacidad o frustración final que marcó la trayectoria real de los regeneracionistas más calificados, entre los que sobresale el propio Joaquín Costa.

La única novela de Costa que vio la luz pública lo fue bajo el título de Último día del paganismo y primero de... lo mismo en el volumen XIV de la Biblioteca Costa76. La redacción de esta novela, a juzgar por los datos externos, debe situarse hacia 1908-190977, fecha que la coloca fuera del alcance de nuestro estudio, aunque por la significación excepcional de su autor haremos algunas observaciones sobre ella.

Último día... es un texto caracterizadamente «arqueológico», no sólo por su ambientación en la Edad Antigua, sino por el esfuerzo de documentación sostenido por el autor. En lo que se refiere al primer aspecto hemos de tener en cuenta el auge de la novela arqueológica en la literatura europea de la segunda mitad del XIX (Los últimos días de Pompeya, Fabiola, Ben-Hur, Quo Vadis...) y su versión española de principios del XX (Sónnica la cortesana, de Blasco Ibáñez 1901; Syncerasto el Parásito, de Eduardo Barriovero, 1908). Pero el arqueologismo del relato no es sino un recurso didáctico con el que se persigue el extrañamiento del lector en relación a su tiempo presente -España de principios del XX-, que ha de redundar en un efecto beneficioso a la hora de aplicar a la actualidad las benéficas lecciones del pasado78. El pasado, en la novela de Costa, es un tiempo histórico real del que se desprenden más fácilmente los corolarios morales, no es el tiempo mítico de Morsamor o El caballero encantado; didactismo inmediato del escritor regeneracionista, y transfiguración literaria por parte de los narradores de la generación 1868.

Lo publicado no es la novela completa; lo recuerda el editor: «Su texto quedó por la mitad». En la lectura de lo publicado se echan de ver desproporciones entre las partes, saltos sobre vacíos narrativos, precipitaciones. En cualquier caso, el texto impreso tiene las mínimas articulaciones internas que lo permiten pasar de las fases de apuntes en que se quedaron las otras novelas de Costa. Su argumento es el siguiente: Numiso -noble romano de origen hispánico- viaja desde Ilerda hasta Cauca a fin de asistir a la celebración mortuoria en memoria del general Theodosio, víctima de las intrigas del palacio imperial. El hijo de éste -amigo de Numisio- recibe a los invitados, entre los que se cuentan el general Magno Clemente Máximo y el obispo Prisciliano. La celebración es interrumpida por las graves noticias que llegan sobre la derrota del ejército oriental, a cuya jefatura el emperador Gratiano invita a Theodosio. Las victorias obtenidas por éste sirven para exaltarlo al solio imperial de Oriente; éste es el momento que el nuevo emperador aprovecha para recibir el asesoramiento de Numisio, quien cambia su paisaje habitual -Hispania, Roma- por el de Tesalónica, Tracia, Bizancio. Las diferencias de criterios entre el emperador y Numisio van en aumento hasta el punto que éste no puede admitir la tolerancia con que Theodosio recibe la sublevación de Máximo contra Gratiano y la usurpación del imperio occidental. Numisio regresa a sus posesiones de Turnovas (en la Tarraconense), de donde sólo se moverá para asistir, en Italia, a la derrota del usurpador. Retirado en sus posesiones, proyectando reformas agrarias e iniciativas industriales, muere de un accidente después de descubrir el telescopio, instrumento con el que se ha podido asomar a los linderos del más allá.

En esta novela hay elementos autobiográficos que trasparentan la intimidad del «león de Graus». El editor de la novela aludía a que «acaso representaba la verdadera última voluntad de Costa». Nos limitamos a señalar algunos evidentes: el nacionalismo que rezuma el texto (los hispánicos, según el relato, eran los únicos ciudadanos del imperio romano que podían salvarlo); el escepticismo hacia las religiones positivas (con el complemento de la denuncia de la confusión de las dos esferas política y eclesiástica que los cristianos heredan del imperio pagano)79; el temblor recogido ante el misterio que evidencia el capítulo final de la novela.

La documentación arqueológica del relato llama tan poderosamente la atención del lector que, muchas veces, parece estar leyendo un tratado de instituciones romanas o de Historia del Bajo Imperio. Numerosas notas a pie de página confirman, more academico, lo enunciado en el curso de la novela; las autoridades aducidas alternan los escritores de la Antigüedad (Lucrecio, Valerio Máximo, Diodoro Sículo, Plinio, Columela...) con los modernos historiadores o arqueólogos (Duruy, Friedlander, Hübner, Gibbon, Leclerq, Hinojosa, el propio Costa...). Desde la estricta perspectiva del recreo cultural, el festín de personajes llena un catálogo interminable que recoge desde los hombres de Iglesia -Papa Dámaso, Juan Crisóstomo, Ulfilas, Prisciliano...- hasta los escritores Ausonio, Prudencio, Agustín de Tagaste...- y, por supuesto, las personalidades de significación política o militar.

La conservación fragmentaria de la novela no nos permite hablar de una estructura narrativa determinada por el autor; lo publicado ofrece una disposición linealmente cronológica (último cuarto del siglo IV d. J. C.) de los acontecimientos, dispuestos en torno a tres centros de organización:

  1. Itinerarios hispánicos de Numisio (caps. I-IV).
  2. Viajes orientales de Numisio (caps. V-XI).
  3. Retirada de Numisio a sus posesiones de Turnovas (capítulos XII-XIV).

Numisio aparece como un arquetipo del regeneracionismo de finales del XIX; heredero de una familia de la clase poseedora, dueño de un espíritu de justicia y generosidad, educado en la práctica más que en la teoría80, militar ilustre y promotor de beneficiosas empresas agrarias e industriales. La exposición de todos los problemas morales y políticas se hace a través de su punto de vista, en el que, como se ha señalado antes, hay que leer el del propio Costa.

En las primeras páginas de la novela -camino de Coca- aparece el paisaje de la meseta, entrevisto desde la sensibilidad del regeneracionismo de la política hidráulica:

«Muy otras eran las nobles cavilaciones de Numisio. Evocando las llanuras feraces, ahora mustias y amarillentas, que acababa de recorrer, y aproximándoles el canal de riego de Piniana que fertilizaba sus posesiones de Turnovas y las de su amigo Sura, entre el Noguera-Ribagarzana y el Segre (...) Pero que el río pase de largo, como el Eresma pasa, rígido el cauce, extraño a las tierras que lo encajonan y oprimen, y todos esos convoyes de riquezas sin fin van a perderse por el vertedero del Duero en el mar, mientras allá quedan a la espalda la desnudez y el hambre con su horrible séquito de lágrimas y de maldiciones, de crímenes y suplicios (...)».


(pp. 22-23)                


Las cavilaciones, las conversaciones y la actividad del personaje son un completo resumen de la temática regeneracionista. Los males del imperio acechan en la amenaza de un pueblo nuevo -los godos- que, con su anhelo expansionista, y ante la incapacidad de las clases dirigentes, amaga la ruina romana:

«conocías la máquina del estado, ahora vas conociendo el spiritus intus (...), el toque no está sencillamente en castigar la insolencia de los godos y reducirlos; hay que reducir además, y muy en primer término, al emperador y a sus ineptos y deslumbrados ministros».


(p. 125)                


Los planes de regeneración han de basarse en una ósmosis de los dos pueblos en pugna -romanización de los godos y gotización de los romanos-, para la que el esfuerzo de Ulfilas ha sentado los presupuestos iniciales; «el problema de la gobernación pública es hoy ante todo y sobre todo fundamentalmente problema de educación, en el exterior lo mismo que en el interior»81; las reformas agrícolas -en la organización de la propiedad y en la técnica de producción- son medidas también inexcusables. Y todo ello ha de ser llevado a cabo desde un espíritu de tolerancia y de respeto absoluto a la libertad de conciencia.

Los capítulos finales presentan el fracaso práctico del reformador; la regeneración del imperio ha sido imposible; pero, al menos, la libertad interior propicia el nacimiento de nuevos proyectos. En último término queda el hombre interior -aspecto fundamental en la obra narrativa de Ángel Ganivet- capaz de ensanchar el horizonte de sus esperanzas y sus ideales. La accidentada muerte de Numisio ocurre como un colapso emocional subsiguiente a su descubrimiento del Cosmos:

«Había visto cara a cara al Dios de Plinio, el Cosmos infinito y eterno, padre de toda criatura, antes de todos los progresos de la civilización».


(p. 523)                


La virtualidad significativa de esta novela reside, sí, en su valor de documento íntimo de Joaquín Costa, pero también en su función de clave explicativa de los anhelos y frustraciones de la más noble corriente del pensamiento regeneracionista.

La influencia del pensamiento costista en la novela de temática regeneracionista no pudo producirse a partir del estímulo de su narrativa -inédita o póstuma-, sino desde el ingente esfuerzo desarrollado por el oscense en el terreno del ensayo político, de la investigación científica y de la actividad pública. Las novelas que veremos a continuación no son, pues, secuelas de la narrativa de Costa, pero no se pueden explicar sin acudir a la impronta marcada por el gran escritor.

El aragonés Pascual Queral y Formigales compuso desde septiembre de 1894 hasta abril de 1896 una extensa novela que apareció publicada en Madrid, por Fernando Fe, en 1897 y dividida en dos volúmenes. Las citas introductorias de la novela dan ya algún indicio de las preferencias ideológicas del novelista: el evangelio (cita en exergo de Mateo VII, 12) y la obra de Gumersindo de Azcárate (al que dedica la obra). Costa escribe un prólogo entusiasta, en el que, a vueltas con los elogios para la política del conde de Aranda, reconoce la exactitud de la pintura del sistema caciquil y la entrañable localización oscense de la novela.

Sin la afirmación topográfica de Costa no nos atreveríamos a sostener que la Infundia de La ley del embudo sea la ciudad de Huesca, aunque los rasgos de ambientación costumbrista y las caracterizaciones lingüísticas de los personajes populares sugieran estas zonas geográficas. En esta ciudad de nombre simbólico tienen lugar las actividades y cogitaciones de dos hermanos moralmente opuestos por el vértice. Wenceslao -inteligente, culto y valetudinario- es el contrapunto de su hermano Augusto (o Gustito) quien, desde los años anteriores a la revolución de septiembre ha ido conquistando la función de sumo cacique provincial. En sus primeros escarceos políticos apoyose sucesivamente en los conservadores y en los revolucionarios locales; cuando ha tenido fuerzas suficientes para volar por su cuenta organiza su propio partido -el «parasitismo»- que prospera al socaire del aparato político de la Restauración. Gustito remata su ascenso social al contraer matrimonio con una viuda rica, cuya joven hija, Amparito, se convierte en la mejor presa de su domicilio privado. Un joven catedrático del Instituto -Gonzalo Espartaco- va levantando, con envidiable habilidad, la derrotada moral pública de los habitantes de Infundia. En él y en su hermano Wenceslao tiene Gustito a sus consumados rivales, incluso en el afecto con que aquél protege a la hija de su esposa. Para oponer un freno al grupo regenerador que capitanea Gonzalo, arbitra Gustito la solución de proponer a don Emeterio Gorgias (Don M.) -gran figura de la política nacional- como su candidato a la representación provincial ante el Congreso de Diputados. La protección que el gabinete conservador dispensa, desde el «encasillado» de Gobernación, a este candidato de la oposición posibilista hace fácil el triunfo del personaje. De todas formas, los progresos del partido «liguero» que capitanea Gonzalo minan de forma tal el poderío de Gustito que éste organiza, en la siguiente campaña electoral, un recorrido de Don M. a través del distrito, lo que origina situaciones divertidísimas y conversaciones estimulantes. De una forma precipitada, Gustito planea el asesinato de Gonzalo, y la seducción violenta de Amaparo. Por una carta del hidalgo Atienza a su viejo amigo Don M. tiene el lector noticia del fracaso de los propósitos del cacique.

El esquema argumental de la novela es una réplica del triángulo melodramático que dibujara Galdós en Doña Perfecta e, incluso, más allá, en la estructura profunda de las novelas de folletín. Los toques de ambientación corresponden literalmente al fácil costumbrismo de la «novela regional»82; las descripciones y estudios de caracteres no pasan de los moldes trivializados de la novela galdosiana; un rasgo personal de la novela es el abundante empleo de un humorismo grotesco -al estilo de las caricaturas de Ortego o de los escritores del Madrid Cómico-, conseguido a base de exagerar deliberadamente anécdotas de la vida provinciana, situaciones jocosas o episodios inocuos83.

La toponimia simbólica en que se encuadra la acción de la novela -Infundia es la capital de Hectópolis84- contrasta con la exacta localización del centro nacional de las maquinaciones caciquiles, Madrid. En este claroscuro de símbolo y realidad, el tiempo histórico desvela alguno de sus flancos: la acción de la novela comienza «en 186...» y se desarrolla en el tiempo restauracionista. No hay coordinadas espacio-temporales míticas, como en Morsamor o El caballero encantado, pero tampoco referencias a un aquí y un ahora determinados. ¿Herencia de la narrativa realista? Tiendo a pensar que se trata más bien de una función narrativa que potencia la validez general del fenómeno abstracto que el novelista se ha propuesto viviseccionar, y este fenómeno no es otro que el sistema caciquil.

En uno de los numerosos excursos reflexivos del autor, de que está plagada la novela, éste recuerda la productividad novelesca del adulterio, y contrapone este fenómeno al del caciquismo como tema para la novelización:

«Vicio éste, plaga social de infinita más trascendencia que el adulterio, mientras éste ha tenido poetas, filósofos y moralistas, que lo han anatematizado merecidamente en todos los tonos, llenando bibliotecas inmensas, de aquél, entre nosotros a lo menos, y con los caracteres perniciosos que hoy reviste, no sabemos lo hayan tratado tan detenidamente y en forma adecuada Nota: Conocemos varias obras que tratan el asunto. Los maestros Pereda y Galdós, entre otros, se han ocupado de ello; pero en nuestro sentir no le han dedicado aún todo el partido de que es susceptible el asunto en manos de tan peregrinos ingenios».


(vol II, pp. 166-17)                


La ficción novelesca es una extensa parábola del funcionamiento y estructura del caciquismo. Las plataformas desde las que actúan los caciques son el prestigio social, los medios de comunicación y los cargos políticos de elección popular (Ayuntamiento y Diputación). Los medios más frecuentemente utilizados son el falseamiento de la vida pública y el terror. Cualquier procedimiento es válido para el falseamiento, desde el trucaje de las papeletas en las votaciones hasta la remisión en blanco de las actas electorales. La mejor ilustración del falseamiento de la vida pública está en la elección de diputado Don M.85: el Gobierno precisa en el Congreso de una muestra de la oposición; Gustito ha menester de una protección política prestigiada, de donde se desprende que el representante provincial del Gobierno (gobernador civil) facilite la candidatura de la persona en la que coinciden los intereses generales (del Gobierno) y particulares (de Gustito). Y si estos recursos, derivados de la corrupción del sistema político, no dan los suficientes resultados, puede intervenir una variante de considerable eficacia, como es el terror producido por la mano larga de los caciques: provocadores que desatan un motín contra los impuestos de consumos o bandoleros a sueldo que secuestran a los enemigos políticos peligrosos.

La función del cacique se explica como la del intermediario entre la Administración y los administrados; aquél fomenta el clientelismo con el gracioso y calculado reparto de protecciones (empleos, negocios por contrata oficial, complacientes tolerancias...) y penalizaciones dosificadas (dificultades en las tramitaciones administrativas, recargos en la adjudicación de impuestos...). El cacique y el sistema al que éste da vida no tienen nada que ver con las cuestiones ideológicas, sino que están en dependencia del anómalo equilibrio del edificio social. Así lo expresa Queral en diversos momentos del relato -aparte del obvio simbolismo que denota el título-. Resume en una ocasión:

«No hay que ponderar cuánto con este admirable sistema prosperaban los adeptos de Gustito, que podían ser de cualquier bando político, reaccionarios o avanzados, no necesitaban abjurar de sus ideas; allí no habían de adquirirlas; podían continuar en cualquier fracción digna y concienzudamente, el caso era que sirviesen los intereses del tubernaculismo; en el fondo no se trataba de formar un bando político definido, sino un partido que estuviese dentro de todos, mejor, que los tuviese a todos, nutrirlo de la sabia de los demás, para crear una agrupación de mucha vida no hay como agrupar a todos los vividores, y para esto nada de ideales (...)».


(vol. I, pp. 42-43)                


Al lado del pormenorizado desmenuzamiento del sistema caciquil al que asiste el lector de esta novela tienen escaso relieve otros temas propios de la literatura regeneracionista. El viaje de propaganda electoral del Don M. sirve para que éste entre en contacto, en primer lugar, con la realidad de la vida campesina y con la limpieza moral y sentido común del hombre rural86; más tarde, con el arquetipo del hidalgo práctico -un viejo compañero de estudios- que hace compatible el ideal de la vida geórgica y la contemplación intelectual. La amplificación excursiva del viejo ideal horaciano que ocupa buena parte del segundo volumen adelanta reflexiones parejas a las que Unamuno estaba volcando simultáneamente en su En torno al casticismo:

«En estos rústicos bancos germina, generación tras generación, esa raza de hombres sobrios, útiles y sufridos que se llama pueblo, que da el héroe anónimo de Juan Soldado, o el más anónimo aún de Juan Cualquiera; allí hacen toda su escasa vida de reposo y nutrición, allí confortan sus miembros entumecidos por la lluvia, ateridos por la helada o la ventisca; allí comen, si comen en casa, allí duermen, si por conveniencias del trabajo no aceptan otro dormitorio menos cómodo (...)».


(vol. II, p. 154)                


Poco tiempo después un catedrático del Instituto de Valladolid, Ricardo Macías Picavea, publicaba otra novela fundamental en el recorrido de la ideología crítica a la Restauración. La actividad educativa y política de Macías Picavea tuvo su marco de acción en la ciudad pinciana, razón por la que su novela tiene una singular impregnación de costumbrismo castellano que algún crítico contemporáneo saludó alborozadamente: «Leídos los dos tomos de Tierra de Campos, puede decirse lealmente que Macías Picavea es, en el campo de la Literatura, el Pereda de la cuna de las comunidades»87. Por otro lado, la descripción frecuente del paisaje de la paramera rescata para la memoria crítica la siguiente impresión de otro coetáneo: «Los caracteres se destacan con firmes trazos sobre el fondo leonado y mustio de la meseta castellana»88. Más finamente exigente, el anciano «Azorín» rechazaba la pretendida dimensión estética del paisajismo de Picavea: «Macías Picavea no me da nada sensación de campo»89.

En una inicial Advertencia al que leyere el novelista da cuenta de que entre los papeles del difunto y pintoresco castellanista Barcia Palomar ha encontrado un cuaderno en el que se contiene un «estudio experimental de psicología social»; Macías, animado por sus amigos, se decide a novelar sobre las anotaciones de dicho manuscrito, ya que la novela -para él- es puro retratismo, «un género de arte literario objetivo o realista (...) exento de mezclas naturalistas, parnasianas, diabólicas, ibsenianas, rusófilas...».

El viejo recurso de los papeles encontrados por el narrador no da más de sí que las referencias contenidas en el prólogo; el único punto de vista que narra y reflexiona es el de la tercera persona omnisciente que, sin distanciamiento alguno, interpreta la postura del propio escritor.

La peripecia de la novela se proyecta sobre dos focos organizadores que corresponden a cada uno de los dos volúmenes en que se divide la obra. En la primera parte el narrador describe el enfrentamiento -en el vallisoletano pueblo de Valdecastro- de los dos partidos políticos tradicionales: reaccionarios y progresistas. Al frente de este bando está don Ildefonso Bermejo, viejo hidalgo idealista cuyo hijo Manolo, experto en «administración militar», regresa al pueblo con el propósito de cultivar la hacienda familiar ayudado de los más modernos recursos de la técnica agrícola. El otro sector político corresponde a los partidarios de la unión del trono y el altar y su cuadro dirigente resulta más complejo que el de los ingenuos progresistas. En el vértice del poder del bando reaccionario se encuentra el matrimonio Garzón, don Venancio y doña Presenta, y, como ejecutores inmediatos del mismo un pequeño grupo de personas allegadas, entre las que ocupa un puesto principal su sobrino y secretario del Ayuntamiento local, Fidel Larrea. Las espontáneas relaciones amorosas surgidas entre Manolo y Maruja, la hija de los Garzones, precipitan el inestable equilibrio sobre el que se mantenían los dos partidos pueblerinos: don Venancio fallece víctima de una «congestión cerebral» y don Ildefonso abandona el pueblo, momento que aprovecha doña Presenta para constituirse en patrona de «los intereses de la verdad, de la religión y de las sanas doctrinas».

Sólo la segunda parte de la novela -como ha sugerido Tierno Galván90- es una transposición del productivo esquema estructural de la Doña Perfecta galdosiana. Han transcurrido seis años desde la boda de los jóvenes herederos y de los acontecimientos dramáticos con que concluía el volumen primero. El tío Blas, anciano campesino fiel a la causa de los Bermejo, se hace eco informador del patético conflicto familiar en que se halla Manolo. Efectivamente, según va informando el narrador la incomunicación del matrimonio es casi total; la esposa ha derivado hacia las inquietudes místico-poéticas y el marido vive pendiente de su proyecto de tecnificación agrícola, resumida en el anhelo de convertir en regadíos las tierras de secano. Contra estos proyectos ofrecen una ciega oposición los Garzones, capitaneados por doña Presenta; para sus fines consiguen la complicidad administrativa del gobernador provincial, hasta el punto que Manolo se ve precisado a acudir al préstamo usurario. Manolo construye una balsa, cuyo caudal pone a la disposición de todos los labradores. La torpeza con que éstos hacen uso del agua embalsada provoca una hostilidad general contra Manolo. Después de su fracasada intervención en la Asamblea agrícola castellana, celebrada en la capital de la provincia, tiene que hacer frente a la enemiga del pueblo. En estos difíciles momentos cuenta con la compañía de fray Carlos- el evangélico y desapasionado párroco de Valdecastro-, a quien secunda en sus caritativas tareas asistenciales. Estas actividades humanitarias posibilitan el reencuentro del matrimonio, efímero por demás, puesto que Margarita fallece víctima de una epidemia que asola la región. Doña Presenta arroja a su yerno de la cámara mortuoria, y mientras éste huye del pueblo en busca de nuevos y lejanos horizontes, el viejo tío Blas se hunde en la arcilla pantanosa de la Tierra de Campos.

La topografía de esta novela no es una invención simbolizadora ni una caracterización regional aproximativa. La ciudad no es aquí la lejana capital de la nación, sino la cabecera de una región provincial, los nombres de los pueblos resultan verosímiles y, en ningún caso, producen efectos connotativos, como los de Infundia, Vetusta, Villaruin... El tiempo histórico de la novela se afianza en determinaciones cronológicas precisas: el movimiento de los propietarios rurales paralelo al de las Cámaras Agrícolas del Alto Aragón que promoviera Costa y el inicio de las nuevas hostilidades en la isla de Cuba91. Esta casi exacta fijación de las coordenadas espacio-temporales de la novela explica la pretensión del novelista por hacer llegar al lector la emoción de un paisaje real, el de los campos mesetarios.

Macias Picavea siente una singular emoción ante el paisaje castellano y los hombres con los que convive día a día; dos rasgos del paisaje atraen poderosamente su atención: la dureza inmisericorde de la tierra y la anchurosa limpieza del cielo. Veámoslo en algunos textos:

«Por todas partes el barro compacto y denso, que parece oprimir y ahogar a veces, como si el aire mismo fuera a solidificarse en arcilla. Sólo una salida existe a la emancipación de aquella asfixiante pesadilla de una infinita materia terrosa: ¡el cielo! El cielo castellano, limpio, azul, hondo, abierto, de ilimitados horizontes».


(vol. I, cap. IV)                


«La llanura se extendía monótona, desnuda, terrosa, bajo un cielo no menos indefinido y escueto. No se podía decir si punzaba más la piel el frío del ambiente, o el alma la desnudez de todas las lejanías; planicie que daba ganas de pensar en un astro desalquilado. Sólo se descubrían por todas partes cavones revueltos por el arado. Ni un árbol, ni una zarza, ni un tono verde. Un tinte amarillo sucio con degradaciones grises era la única coloración que manchaba la extensión sin límites».


(vol. I, cap. I)                


[El cuerpo del tío Blas atenazado por el barro]: «Del seno de aquel montón monstruoso y semoviente partieron algunas guturaciones poderosas, desesperadas, como de náufrago que pide el último socorro; después pudo advertirse un chapoteo atáxico, descompuesto, entre el barro vivo y el barro inerme; siguieron algunos coletazos y latidos de la espantosa alimaña, reproducción de los ensueños zoológicos esbozados en las viejas edades telúricas; por último todo quedó inerte... ¡Dios sólo sabe la agonía por dentro del alma allí enterrada...!»


(vol. II, p. 313)                


Dejando de lado la impertinencia de algunas construcciones lingüísticas que hemos de interpretar como clichés de la prosa retórica del XIX, nos encontramos con que la adjetivación -«monótono», «desnudo», «asfixiante», «terroso»... y algunas imágenes de los textos transcritos -«astro desalquilado», «agonía... del alma allí enterrada»- son familiares para los lectores del paisajismo castellano de los «noventayochistas» -Unamuno, «Azorín», Antonio Machado-. Pero, de todas formas, el paisaje de Picavea muestra un exceso de fórmulas aprendidas, una aparatosa intención simbólica y ninguna atención por el pequeño detalle.

Los temas regeneracionistas tienen en esta novela una amplia representación. Picavea denuncia la inoperancia práctica del bando progresista, la intolerancia ideológica de los «neocatólicos» -representados en la figura de doña Presenta92- y los intereses parciales que descaradamente defienden unos y otros. Basa las explicaciones del espíritu colectivo en intuiciones psicológicas más que en vagas razones metafísicas93 y, de modo fundamental, se centra en la exposición de los problemas del campo castellano.

A propósito del último tema recordemos cómo Manolo sintetiza su programa de reforma agraria:

«Mi revolución en todo caso es otra. ¿No se trata de agricultura?; pues, ¡una revolución agrícola! Que se acabe de una vez con estos cultivos de kábilas marroquíes, con estos arados contemporáneos de los faraones, con estas bárbaras explotaciones de secano que, después de haber consumido el suelo español, hállanse a punto de concluir también con la raza, con ese producir trigo a treinta reales fanega mientras en el mundo civilizado se produce a poco más de quince, con estas labranzas desatinadamente dirigidas por leguleyos o feudalmente expoliadas por rentistas señoriales, con esa población agrícola sierva tres veces de la rutina embrutecedora, de la ignorancia villanesca y del explotador cacique, con estas aldeas rurales, en fin, habitación donde toda miseria, barbarie y desamparo tienen su asiento».


(vol. II, pp. 50-51)                


Los recursos que propone para el mejoramiento óptimo de la producción son el empleo de nuevas máquinas y de abonos químicos -proyecto que caricaturizarán sus enemigos políticos- y la construcción de depósitos de agua con los que se pueda aliviar la penuria endémica del líquido elemento. Para la consecución de estos recursos no serán eficaces -según el protagonista- los tradicionales partidos políticos, suplantadores de los intereses generales, sino un auténtico «partido nacional» decididamente involucrado en los objetivos agrarios.

De esta prédica prolija -es el tema recurrente en las conversaciones y los monólogos del protagonista- emergen dos ideas clave en el pensamiento regeneracionista: la «política hidráulica» en el orden de los planteamientos concretos y la aglutinación eficaz de los intereses de las «clases neutras» como esfuerzo de clarificación de la vida política nacional. No hace falta insistir en la estrecha relación que tiene esta última propuesta con la actividad política de Joaquín Costa, puesto que la Asamblea agrícola vallisoletana de la novela es una trasposición narrativa de los bienintencionados proyectos de la pequeña burguesía finisecular.

Desde el punto de vista novelístico, tanto La ley del embudo como Tierra de Campos son secuelas del realismo decimonónico. En ambas novelas la imagen recibida por el lector se carga de opacidad a base de prolijas ambientaciones, tejidas a la «fábula» en aras de un verismo convincente, de descripciones minuciosas, impotentes para la evocación, y de una flagrante suplantación de la perspectiva del narrador por la voz del propio novelista. No ocurre lo mismo en otra obra sumamente representativa también del regeneracionismo novelesco; se trata de la novela Blancos y Negros del escritor vascongado Arturo Campión94, que fue presidente de la Sociedad de Estudios vascos y estudioso de las tradiciones y la lengua euskeras.

La novela de Campión desarrolla en tonos líricos el tema de las nacionalidades españolas, hecho que le valió acres censuras de algunos críticos contemporáneos95, aunque otros observadores más atentos al latido histórico del momento expresaron su estimación favorable de la obra.

Unamuno, en carta a Ganivet fechada el 14 de octubre de 1898, se dirige a su amigo granadino en estos términos: «¿Conoce usted Blancos y Negros de Campión? Un libro hermosísimo, que merece leerse; algo fuerte, vigoroso, sólido. Léalo usted. Con muchas novelas como la de usted [Los trabajos], la de Campión y algo así, se borrará el efecto de los Reyes y otros semejantes pintores de panderetas»96. Pero si el texto del catedrático salmantino quedó confinado en la esfera de las manifestaciones privadas, no ocurrió lo mismo con el clarividente juicio de «Andrenio», para quien «Campión y Unamuno son, de la nueva generación de novelistas, los que más prometen»97. Y no andaba descaminado este crítico al emparejar dos novelas de ambos escritores vascongados (Paz en la guerra y Blancos y Negros, de significativo subtítulo Guerra en la paz); la visión lírica del paisaje y la exaltación de la tradición eterna de la raza que en ambos relatos ocupan un plano tan destacado, son otros tantos factores de caracterización individualizadora. Precisamente la desviación del regionalismo narrativo, tan en boga durante los años finales de siglo y que Unamuno personificaba en el autor de Cartucherita, la consiguen Campión y Unamuno con una radical fidelidad a sus raíces telúricas, objetivada por el segundo en su coetánea acuñación conceptual de la «intrahistoria».

Blancos y Negros presenta la pugna política entre las dos Españas del XIX, vista en el marco de una arcádica villa vascongada, Urgain. El bando liberal está capitaneado por Juan Miguel Osanbela, escribano y cacique local enriquecido de modo apresurado. El símbolo del bando carlista es la familia de Ugarte -aunque sus miembros se mantienen por encima de la política del partido-; «los Ugarte eran el bosque centenario; los Osanbelas el hongo efímero sin raíces, que nace de la corrupción de la tierra».

Perico, hijo de Juan Miguel, joven médico de ideología federalista, pretende a María Isabel Ugarte, hija menor de la mayorazga de los Ugarte. Juan Miguel Osanbela y su hija Robustiana facilitan, en un primer momento, los proyectos de Perico; pero el orgullo de clase y la dignidad personal de doña María Isabel Ugarte le llevan a negar su autorización para el proyectado matrimonio, hecho que provoca una crisis violenta entre ella y su hija. Paralelamente, su hijo y heredero, Mario Ugarte, es víctima de una fatal coincidencia de circunstancias confusas y calumnias interesadas; su negativa a participar en los manejos del bando carlista le granjean la animadversión de los antiguos correligionarios de la familia; su caballeresca protección de la casera Josepantoñi Oyarbide desata la máquina de los celos y las envidias femeniles del lugar. La tensión que todos estos acontecimientos han ido acumulando explota el día de las elecciones a diputado foral, ocasión que los liberales quieren convertir en un triunfo fraudulento ante la violenta expectación del bando carlista. Aprovechando un momento de algarabía en que las gentes de Urgain rodean entusiásticamente a Mario Ugarte, Casildo -joven azuzado por los celos y los rencores políticos- lo apuñala impunemente. La muerte del heredero precipita la ruina de los Ugarte; Osanbela ejecuta judicialmente los bienes de la familia al par que consuma la degradación moral de su propia familia y del grupo al que representa. En contrapunto a este miserable y desolador panorama humano, emerge la esperanza en el hermoso idilio surgido entre la joven pareja formada por Josepantoñi Oyarbide y el labrador José Martín.

A pesar de la originalidad afirmada líneas más arriba, la novela de Campión no supone una solución de continuidad con las técnicas narrativas dominantes durante el pasado siglo. Así, la confrontación entre dos planos sociales de personajes -los que pertenecen a la clase acomodada y los que corresponden a la clase popular- tiene su correspondencia estructural en el protagonismo de los primeros y su traducción lingüística en el torpe intento por reproducir el habla vulgar o dialectal. Este último aspecto -el tratamiento de la expresión castellana de los personajes populares vascongados- recibe análoga formulación que en otras muchas novelas de la época; no encontramos en los coloquios de los personajes vascos ninguno de los rasgos caracterizadores del «habla de vizcaíno» que los escritores del XVI sabían captar con percepción y habilidad notables98. Del tenor del diálogo reproducido seguidamente son las intervenciones en registro popular; tal incapacidad expresiva, en el caso de un novelista experto en los temas vascos, no puede deberse sino a la fijación del cliché estilístico que configuró la presentación literaria de las peculiaridades locales y regionales durante el siglo XIX. La conversación mantenida por varias mujeres de Urgain se desarrolla con estas fórmulas lingüísticas:

«Calla, mal pensada. José Martín, el de Goenaga, la pretende pa casarse, como yo, que también me casaría a gusto. Pero a él le luce el mesmo pelo camí. Más le vale, que si no...

¡Claro!

¿Qué ices?

Lo que oyes, ¡claro!

No me vengas con retintines, tengamos la fiesta en paz. Mira, hoy estoy de humor pa deslomal al mesmo lucerico del alba.

¿Y si te escuece?

Que me escuezga.

A tú y a Martín os luci al mesmo pelo porque sois del mesmo pelaje. Oléis a femo.

¡Otra! y ella, ¿a qué güele?

A femo también, quió. Mas ya sa cansau, y aura busca la colonia; por eso se frota con el señorico».


(pp. 202-3)                


Las fórmulas descriptivas son frecuentemente de acarreo («el cuarto, alto de techos, lucido con cal y entarimado de roble, revelaba la profesión del propietario, sus opiniones políticas y ciertos instintos de comodidad, ni melindrosos ni elegantes»). Pero, junto a la reiteración inerte de manoseados recursos expresivos aparecen momentos de auténtico lirismo en que la naturaleza se humaniza o lo humano se animaliza con imágenes que prefiguran la prosa modernista, como en este pasaje en que se describe la muerte de un niño deforme y huérfano:

«(...) Después de un ligero estremecimiento que corrió por todos sus miembros, como la ondulación que a los trigos imprime la brisa, Martinico permaneció inmóvil. Sobre la cara del niño acababa la muerte de poner la máscara escuálida y rugosa del viejo (...). Juana Miguel permanecía aun más inmóvil que el muerto. Brillaban sus ojillos pardos bajo la ceniza de las revueltas cejas, fijos con intensa atención sobre la cara esmirriada de Martinico. La tristeza y estremecimiento iban desvaneciéndose; la indiferencia y estupidez le sucedían: la faz humana degeneraba en hocico del animal huraño. Movió los hombros, mascó palabras incoherentes y acabó por acurrucarse, canturriando. La abuela se había evaporado, como una personalidad fugaz y postiza: quedaba la borracha».


(p. 275)                


El conflicto superficial que enfrenta a los dos grupos políticos de Urgain reproduce el irreconciliable esquema carlistas/liberales, tan intolerantes en su exclusivismo que son incapaces de admitir matiz diferencial alguno. Juan Miguel Osanbela increpa a su hijo con palabras desdeñosas para el liberalismo democrático («tú y los sabihondos de tus maestros, debíais estar enjaulados en el Ateneo de Madrid, que es la primera casa de locos que hay en España»); el clérigo trabucaire que trabaja en favor del pretendiente aplica al joven Ugarte el apelativo insultante de «mestizo» por haberse negado a participar en la política electorera.

Los temas fundamentales de la novela no son, sin embargo, las caricaturizaciones ofensivas de los dos bandos en liza. Aparece, en primer lugar, el tema regeneracionista de la denuncia del cacicazgo rural ejercido por advenedizos, desprovistos de las virtudes patrimoniales privativas de la clase señorial. Este estamento, representado por la familia Ugarte y, tangencialmente, por un personaje episódico -doña Rosa de Altolaguirre-, está configurado con los rasgos ennoblecedores de una aristocracia patriarcal, orgullosa de sus privilegios y sus obligaciones sociales -dignidad, hospitalidad, generosidad, desdén por las operaciones dinerarias...-. La nueva clase dirigente carece de estos atributos; ya sean sus representantes miembros del partido liberal -los Osanbela, el indiano don Santiago-, ya de la facción integrista -el abogado pamplonés Ortiz-, todos se mueven por un brutal anhelo de dominio, condensado en los intereses económicos. La caracterización socio-moral de los personajes retrotrae la novela de Campión al universo cerrado y nostálgico de los hidalgos peredianos y de la ya inactual sociedad estamental, en la que el primer privilegio de la condición nobiliaria implicaba un profundo sentimiento de las obligaciones públicas.

El nuevo tema que aparece en esta novela es, como ya he anotado de pasada, el tratamiento del problema vasco en acercamiento entreverado de lírica emoción e inconcretas sugerencias políticas. La descripción de los paisajes y de los tipos vascongados está realizada desde un punto de vista de rendida exaltación:

«Mario saboreaba la honradez y la rústica poesía de aquel hogar feliz. Opinaba que las instituciones y costumbres, el lenguaje nativo y las tendencias étnicas naturales que semejantes ejemplares de clase popular producen, se habían de conservar y defender. Su amor a la alma tierra euskara, templábase en los cuadros familiares que veía».


(cap. X)                


La apología de la tierra vasca -de probable raigambre taineana- se acentúa en el contraste ensombrecedor de los personajes, las costumbres y las modernas instituciones introducidas desde las tierras lejanas a los valles. Un primer enemigo está personificado en el maestro don Bernardino, «hijo de pobrísimos labradores», que había buscado su vida en el desamor a su patria natal:

«Como nunca tomó libro que le hablase de su tierra, disipose el saber de la patria nativa. La patria de sus amores era la patria política, la que él halló enaltecida y celebrada por sus autores favoritos. Era la suya de las almas modeladas por la guerra de la Independencia, madre verdadera del unitarismo español. Profesaba al regionalismo el odio de jacobino, y entre todas las manifestaciones de la vida local ganaban la palma de sus antipatías los idiomas. Singularmente detestaba al baskuence, recordando, acaso, las burlas que le valió cuando comenzaba a chapurrear el castellano que hoy, con su criterio de maestro de escuela, estimaba ser la lengua más sonora, majestuosa, rica y perfecta del orbe. Su execración al baskuence fermentaba con el furor del renegado, del parricida. Aunque montañés, por sugestión literaria le entusiasmaban los horizontes despejados, las llanuras inmensas, el cielo azul, el sol radiante y los demás lugares comunes de las bellezas de España».


(pp. 208-9)                


Otro elemento corruptor del insobornable fondo moral de la intrahistoria local es el sistema político traído por la Restauración99, con su secuela del bipartidismo generador, en el país vasco, de una sorda guerra que prolonga las contiendas civiles. Los liberales y los carlistas forman dos grupos irreconciliables, tienen sus propias tertulias, sus cafés y tabernas independientes, incluso su autárquico mecanismo de matrimonios endogámicos. Pero cuando el conflicto sale a la superficie es en el momento de las elecciones políticas -«el diablo en Urgain», según el título del capítulo correspondiente.

Campión enfoca su análisis del procedimiento electoral desde el pequeño ángulo anecdótico de las alteraciones lugareñas; la intervención de los poderes externos -el pretendiente carlista, los primates del partido liberal- es algo simplemente sugerido. Para los cabecillas de este último partido las elecciones deben ganarse a toda costa, bien por el fraude en las actas100, bien con la más descarada compra de los votos. A estas pretensiones y maniobras responden los carlistas con métodos parecidos: la denominada orientación del voto, canalizada por los clérigos del partido, o la violencia organizada que impida a los votantes el cumplimiento de sus propósitos electorales. Todo ello provoca en los honrados hombres vascongados un sentimiento pesimista de escepticismo y abandono ante la cosa pública, tal como lo expresa el narrador en monólogos impersonales:

«...La voz de libertad, era esclavitud; la de religión, matanza; ambas, saqueo. Claro es que varios de los escamados eran carlistas desde el fondo del alma: por abolengo, por tema, por presión social, por influjo del cura, por amor a la religión y a las cosas antiguas. Pero, vencidos o vendidos, hombre a hombre y pecho a pecho, ¿a qué disputar a los liberales los votos, inventados por ellos? ¿A qué prolongar la lucha en un terreno donde habían de ser derrotados, aunque triunfasen? Los liberales, pese a quien pese, mandan; suyos el rey, los ministros, los jueces, los generales y hasta los obispos. ¿Acaso podían cambiar ese estado de cosas los votos de Urgain, ni aun los del distrito?».


(p. 381)                


Contra tanta corrupción y como salvación de la previsible abulia política, aparece en la novela una tímida fórmula que no llega a explicitarse de manera concreta. Frente a los candidatos y la política convencional -carlistas, liberales- surge una nueva iniciativa, ajena a las banderías, defensora de los fueros locales y de la lengua nacional. El representante de esta tendencia será el candidato al que apoye Mario Ugarte, para que el simbolismo político resulte más atractivo. Quizás Campión no pudo ir más allá en su programa particular de regeneracionismo vascongado, porque en los momentos en que él escribía la novela estaban gestándose las primeras formulaciones del moderno nacionalismo vasco.

Las novelas hasta aquí consideradas tienen un relieve singular, bien por razones extrínsecas a las obras mismas -sus autores son nombres imprescindibles en la historia del ensayismo regeneracionista-, bien por causas internas, como es -en la perspectiva que aquí nos interesa- el que en ellas se haga una exposición sistematizada de algunos males nacionales y de los posibles remedios que podían aplicarse para su desaparición. En otras muchas novelas de los años finales de siglo aparecen también los mismos o cercanos problemas, pero no tienen la fuerza de tesis apologética que en las novelas anteriores.

En las obras que consideraremos a continuación la virtualidad de los temas regeneracionistas está muy atemperada por la hechura desmedrada de la novela misma; el sesgo costumbrista o regionalista vacía de fuerza probatoria el hipotético alegato dirigido contra el caciquismo o los partidos turnantes, elementos estos últimos que suelen ser los datos de la vida política actual que con más frecuencia se repiten en la novelística fin de siglo. En otros casos, el atropellado discurso ideológico favorable o contrario al anarquismo, remata estructuras novelescas en las que la simplificada estructura del folletinismo pretende reverdecer nuevos laureles.

De todas formas, todas las novelas en que de alguna manera se recogieron los tópicos del regeneracionismo o el reflejo de los problemas graves de la España contemporánea forman el panorama completo de la novela de intencionalidad política sobre el que se proyectan las obras más representativas. Mi revisión de las novelas de menor entidad, configuradoras del ciclo narrativo regeneracionista arroja un balance -en ningún caso exhaustivo- de varios autores y novelas que, en su gran mayoría, han permanecido olvidados o desconocidos.

Abre la nómina de autores estudiados el marginal «Silverio Lanza» con su novela de rasgos experimentales y de obvio simbolismo político Noticias biográficas acerca del Excmo. Sr. Marqués del Mantillo101. Tal como ha sostenido su moderno editor, «Silverio Lanza» pretendía que sus novelas fueran fragmentos de su personal interpretación de la España de la Restauración y de la Regencia102. Su plan de transcripción literaria, en forma de una topografía fantástica, de la vida miserable y asfixiante de las ciudades españolas traspasa los límites de la preocupación por los efectos nacionales de la política canovista; este último aspecto es la lección elíptica que se desprende de sus Noticias biográficas103, novela de humor y sátira, en buena medida precedente de las indisciplinadas narraciones barojianas de la trilogía La vida fantástica.

La novela Los vencidos del hispanizado escritor alemán Ernesto Bark ofrece, sin duda, elementos autobiográficos, pero su principal interés reside en su pintura de los movimientos europeos de liberación obrera, vistos a través de la óptica pequeño-burguesa de intelectuales y periodistas. El ambiente cosmopolita de la novela -Rusia, Austria, la emigración eslava en Suiza...- y los temas que preocupan a los personajes constituyen una llamativa novedad en las novelas españolas de la época; un soplo de europeísmo penetra con ella de la mano de un escritor que conoce directamente los ambientes y lugares descritos. Desde esta obra tendremos que esperar a las narraciones barojianas de ambiente extra-peninsular para recibir una imagen directa de los ambientes intelectuales y pequeño-burgueses de la Europa finisecular104.

Un grupo de mediocres novelas que citamos a continuación dan el tono medio de la novelística de consumo popular durante los últimos diez años del siglo. En estas obras perduran mecánicamente las fórmulas de la narrativa folletinesca -maniqueísmo radical en la construcción de los personajes, tesis ideológica defendida por el autor sin ningún rebozo, situaciones melodramáticas...- o del naturalismo hispanizado en la fórmula conservadora de la novela regional. ¡Destrucción!, de Gómez Humarán105 presenta una tumultuosa y folletinesca versión del movimiento obrero; Un cacique, de Rizo y Peñalva106, delinea la odiosa figura del tipo político-social a que da título la novela. La tierra redentora, de Pérez Nieva107, y ¡Patria!, de Jaime de Santa Cilia108, son las réplicas tradicionalistas al tratamiento novelesco de dos instituciones tradicionales, como la familia y el ejército. La primera de ellas describe el proceso de regeneración moral experimentado por una esposa infiel que acepta someterse a los procedimientos reformistas de una institución asistencial para mujeres marginadas; ¡Patria! sirve, bajo la inverosímil fábula de una contemporánea guerra franco-española, la apología de la institución militar frente a los alegatos anarquistas. El indiano de Valdella, de Gustavo Morales, repite una vez más el viejo tópico de la antinomia campo-ciudad, superpuesta a la actualidad temática de los enlaces matrimoniales efectuados entre personas de orígenes sociales contrapuestos109.

La constelación de los problemas regeneracionistas reaparece en las dos narraciones extensas de José Nogales (más adelante habrá de considerarse su obra cuentística). Nogales publicó en 1901 dos novelas -Mariquita León y El último patriota110- que, al parecer, tenía escritas con anterioridad a la fecha de su publicación, puesto que Antonio Corton, en un artículo del periódico barcelonés La Vanguardia (6-II-1900), aludía a la existencia de las entonces todavía inéditas novelas de José Nogales111.

Las dos novelas de Nogales forman, en realidad, un ciclo único, puesto que una es la temática de ambas y múltiples las referencias cruzadas de ambientación y localización topográfica. La acción de Mariquita León transcurre en Venusta, símbolo de la España muerta, de la sordidez codiciosa y materialista; la acción de El último patriota se desarrolla en Oblita, emblema del patriotismo verbalista e inoperante. Ambas ciudades son vecinas la una de la otra; los habitantes de ambas son sendos muestrarios de la decadencia nacional. La indiferencia de unos y otros ante las noticias del Desastre dan una medida de la impasibilidad con que aquellos grupos de españoles encaraban los males permanentes: el caciquismo, el atraso cultural y económico.

La fecha tope de 1900 zanja abruptamente una línea de preocupaciones que se prolongan durante los primeros años del siglo XX. En un estudio sobre la novela decimonónica no podemos extendernos sobre la evolución del género durante la siguiente centuria, pero tampoco resulta pertinente el corte convencional de una secuencia histórica. La novela de temática regeneracionista continúa durante el presente siglo; las más altas muestras del género -más tarde volveremos sobre ellas- entran de lleno en este tiempo histórico en el que también se incluyen otros textos menores, hoy prácticamente olvidados. De esos textos narrativos recordaremos la novela Reposo del historiador Rafael Altamira112.

Nuestro acercamiento a la incompleta nómina de novelas regeneracionistas que acabamos de citar eludirá todas las cuestiones de interés particular que algunas, como las de «Silverio Lanza», Ernesto Bark, Nogales o Altamira, ofrecen; quede su estudio individualizado para otra ocasión. Dada la finalidad que perseguimos con este trabajo, lo que ahora nos interesa es la visión sintética de los temas regeneracionistas que se recogen en ellas o de los que se hacen eco.

El tratamiento que reciben los «males de la patria» en este grupo de novelas no difiere, en su conjunto, de los esquemas individualiza dos que hemos encontrado en las novelas hasta aquí consideradas. Desde la denuncia del poder político clerical hasta la de la ineficacia de los partidos políticos de oposición113, la novela de Bark depara un amplio repertorio de problemas contemplados por la pupila de un espectador distanciado.

La derrota de la escuadra española aparece recogida en alguna con versación -ya lo vimos en Tierra de Campos-, como en la novela de Altamira:

«El abuelo no quiere oír hablar de lo de Santiago de Cuba. No, no quiere oír hablar y tampoco tú debías querer... Señorito -añadió dirigiéndose a Juan-: Casi todos estos estuvieron allí, mi hijo más pequeño, que es ese, dos sobrinos míos, que son esos rubios. Y se ríen de que yo me enfade de aquella traición; porque lo fue, señorito. Yo estuve en el Callao, y sé lo que son esas cosas. La marina española no la vence nadie, ¡rediós! si combate de veras».


(Reposo, p. 126)                


En esta misma novela insiste el protagonista en un programa de política hidráulica que repare la injusta situación que, en algunos lugares del campo levantino, supone la centenaria institución del «agua vieja»114.

La única nota explícita que sobre España y sus habitantes apunta el héroe de «Silverio Lanza» insiste en la impresión de la incapacidad para la acción productiva que tienen los españoles:

«Entre tanta riqueza y tanta hermosura vive el español soñoliento, melancólico y aburrido. Quéjanse los naturales de que los extranjeros sólo nos ocupemos de sus toreros o sus frailes, pero hay poco en España que no huela a vino o a cera. Para mí, España es una hermosa mujer dormida, cuyo sueño vela un fiero león hambriento. Hermosa, pura, honrada y santa, pero inútil para el placer y el trabajo».


(Noticias..., p. 101)                


Pero el tema que se repite infatigablemente en casi todos los textos es el de la institución caciquil y las prácticas con ella conectadas, especialmente, las actividades electorales. El esquema descriptivo que Costa dio sobre el fenómeno caciquil se repite con notable exactitud en las novelas de corte realista: el máximo grado de la pirámide del poder lo ocupan los primates de los partidos, por debajo de ellos se escalonan los caciques locales de primero o segundo grado y, como órgano de comunicación entre el aparato de la Administración y las redes del clientelismo político, los gobernadores civiles. Ya hemos visto funcionar este modelo en apunas novelas de la Pardo Bazán y en las de Queral y Macías Picavea; en el grupo de novelas que ahora consideramos aparecen todas las variables posibles del esquema. Una de ellas está totalmente dedicada a la descripción y «fisiología» del cacique; se trata de la escrita por Rizo y Peñalva. El figurón de esta última novela -don Heliodoro de Santagera- es el cacique de Venterella; capitanea un grupo de personajes que constituían lo más brillante de la localidad:

«Algunos pobres de levita, desahuciados de la Universidad; plaga de perezosos o de imbéciles, sin otra ocupación que murmurar y aprovecharse de lo que pueden para ir tirando de la vida a la sombra del campanario (...) Uníanse a éstos los empleados de todas categorías que residían en el pueblo, los que deseaban figurar, los que apetecían mercedes, y en esfera más apartada, la mayoría de los hombres pudientes de Venterella, unos por sencillos, otros por conveniencia, algunos por indiferentes».


Los intereses egoístas de clase que defiende don Heliodoro quedan expresamente denunciados por la contraposición con que se describe la actividad de la contrafigura del cacique:

«La propaganda de las ideas democráticas, la indiferencia por las religiosas, el propósito de crear escuelas nocturnas de adultos, sociedades de trabajadores para el socorro mutuo, cooperativas y otras instituciones que, según Ricardo, eran el medio de cultura y de adelanto para los pueblos, los juzgaba don Robustiano [el vicario del pueblo] como intentos maléficos de un ambicioso vulgar que, a pretexto de beneficiar a las clases pobres, quería formar un partido que le ayudase a subir».


Aparte de los rasgos de villano de melodrama que individualizan al cacique, su preeminente posición intermedia entre el gobierno central y los electores del distrito le permite realizar toda clase de atropellos contra la moral y contra las leyes, de las que el narrador se muestra sumamente respetuoso.

La función de intermediario que desempeña el cacique, en un parcialísimo patronazgo ejercido en favor de sus «amigos políticos», es desvelada con toda claridad en los textos novelísticos regeneracionistas. Para citar un texto breve y expresivo, recordaremos una descripción incidental de un personaje secundario que aparece en la novela de Timoteo Orbe, Guzmán el Malo (1902):

«Aquel es don Juan Pacheco, diputado por el distrito rural, donde radican las mayores propiedades de don Diego Guzmán. Es lo que se llama un hombre de acción, un parlamentario que obra más que habla, un agente de negocios que lleva por patente un acta. Corretea los Ministerios pidiendo cosas para el distrito, paralizando la acción de expedientes por ocultación de riqueza y defraudación contributiva. Dicen que tiene la gracia de Dios para revestir de forma legal a un chanchullo»115.


Los actos electorales son las situaciones en que se ponen en óptimo rendimiento las facultades ejecutivas del cacique y en las que, por tanto, se trasparenta de forma meridiana la interrelación existente entre el «carisma» social del cacique y la superestructura gubernamental; en Mariquta León, de Nogales, llega un momento de la acción novelística en que tanto los caciques desalmados -«Brevas» y «Larán-Larán»- como el benéfico -la viuda dama cuyo nombre da título a la novela- coinciden en ejercitar su protección sobre el candidato gubernamental a una diputación menor. El sistema del «encasillado» es descrito por Queral con mano maestra en su novela116, cuando los rectores madrileños del partido canovista deciden posponer la candidatura de su correligioniario infundiense por la del tribuno posibilista que representará en el Congreso la ficción opositora.

La aplicación de los trucos vulgares y zafios que modifican los resultados de las elecciones locales abarca desde la alteración de las agujas del reloj por el que se rige el horario de la votación -véase el divertido episodio de Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, en que Ganivet ironiza sobre este recurso malicioso- hasta la utilización de urnas de doble fondo, fórmula ingeniada por el cacique de la novela de Rizo. Todos los procedimientos resultan aceptables con tal que el sistema parlamentario dé la impresión de representar las opiniones y los intereses del mosaico nacional.

La puesta en cuestión de la inexistente representatividad democrática que conlleva el sistema oligárquico-caciquista de la Restauración sólo aparece formulada en términos radicales en la novelita de temática anarquista firmada por G. Humarán, en la que su protagonista lamenta la participación obrera en la pugna electoral:

«Florencio no podía reprimir su rabia al ver a los desheredados caminar por ese fatalista sendero, que los conducía irremediablemente a la degradación y a la impotencia. Pues suponiendo que parcialmente triunfasen, que es bastante otorgar, ¿qué iban a conseguir sino la enervación de unos cuantos sujetos en el corrompido ambiente del poder? Que encumbrasen a algunos de los suyos, ya verían el resultado que les daba. Bien pronto, olvidados de la masa escalante, sofocados por todas las miasmas del miedo, no serían más que unos ejemplares añadidos a la molicie general».


(Destrucción, p. 81)                


Otro imprescindible capítulo del ensayismo regeneracionista corresponde a las «soluciones prácticas» para los problemas nacionales. Las medidas regeneradoras que propone este grupo de novelas articulan toda la gama de recursos arbitristas que inventó o exhumó el ensayo regeneracionista.

Los helicenses -habitantes de la Oblita de El último patriota- sentían la debilidad patriótico-sentimental por las nostálgicas evocaciones del pasado glorioso («la antigua Hélice seguía soñando con fantásticos Lepantos y nuevas ediciones de Sagunto y Zaragoza») y, cuando un personaje experimenta la necesidad de lanzarse a la acción directa, se adscribe a una partida de carlistas que terminará siendo sofocada por la Guardia Civil; Nogales, por su parte, propone la regeneración basada en el trabajo personal; singularmente, en el cultivo óptimo de las cosechas; se trata de la misma tesis expuesta en el famoso cuento Las tres cosas del tío Juan. La preocupación por las cuestiones agrarias es, con mucho, más destacada que la referida a otros aspectos de la estructura económica. Política de regadíos reclaman las novelas de Costo, Macías Picavea y Altamira.

El Marqués del Saltillo de «Silverio Lanza», dada su condición de embaucador, pocas cosas serias podía ofrecer en su programa político; debe destacarse, con todo, su propuesta abolicionista de la pena de muerte y la reforma fiscal apuntada en su Carta al Papa y consistente en la imposición de fuerte gravámenes a los propietarios de terrenos baldíos.

La experiencia periodística de Ernesto Bark lleva a este escritor a la propuesta de la Prensa como filtro regulador de las injusticias y desajustes del sistema parlamentario117. También denuncia este autor los defectos del sistema educativo -incompetencia del profesorado oficial de idiomas extranjeros-, flagrante deficiencia que los grandes novelistas -Campión, Galdós, Ganivet- sitúan en la base de la organización escolar, al aludir a las bajísimas retribuciones económicas de los maestros de primeras letras.

Los programas de reforma -de las instituciones políticas, de la organización económica, de los instrumentos culturales- están puestos en boca de los protagonistas de estas novelas, cuya misión consiste en galvanizar la abulia, el escepticismo o la inoperancia de las llamadas «clases neutras». Las iniciativas regeneradoras parten, pues, de héroes individuales que, tanto por su procedencia social como por el alcance de sus propuestas, canalizan las expectativas y los deseos de la pequeña burguesía contemporánea. El Numisio de Costa es un ilustre ciudadano del imperio; el Gonzalo de Queral, un catedrático de instituto; los héroes de Bark y Altamira, escritores; abogado, el Ricardo Fontera de la novela de Rizo; médico, el don Jacinto de Mariquita León; agricultor y experto en temas de «administración militar» el portavoz de Macías Picavea; pertenecientes a la vieja clase señorial los protagonistas de El último patriota y Blancos y Negros; un self-made-man, el indiano de Valdella...; solamente figuran como protagonistas novelescos personajes de la clase obrera en las dos obras más señaladamente tendenciosas -aunque de tesis contrapuestas- que hemos estudiado, ¡Patria! y ¡Destrucción!

El arquetipo del héroe novelesco regeneracionista dibuja la figura de un hombre joven de la clase media, en alguna manera distanciado de los compromisos y mediaciones de su medio social, competente en los aspectos técnicos e intachable en su comportamiento privado; hombre, en fin, capaz de emprender una empresa reformista cuyos resultados escapan al alcance de sus intenciones. El fracaso de los proyectos abrirá un horizonte de evasión egocentrista de irónico pesimismo. El éxito, redondea la silueta del héroe de novela romántica que solapan muchos de estos personajes.

La contraposición entre los personajes novelescos monolíticos de la pura novela de acción y los caracteres enriquecidos con el estudio de sus motivaciones interiores no escapaba a Ernesto Bark, que, en uno de los muchos excursos didácticos de su novela, rompe una lanza en favor de la novela psicológica cultivada en aquellos años por Paul Bourget:

«La novela moderna es ante todo psicológica; pinta acontecimientos interiores, revoluciones de carácter y de ideas, y se distingue en esto esencialmente de la novela de nuestros padres que leían con vivísimo interés las novelas de Montecristo. Sin embargo, más difícil es para el lector seguir y comprender el desarrollo de un carácter y el concepto del mundo de uno o varios protagonistas que seguirles por las aventuras en países extraños o en conflictos horripilantes con asesinos y piratas. No sólo exige el novelista moderno atención mayor de sus lectores, sino más aún, una ilustración poco común y entendimiento de los fenómenos psicológicos».


(Los Vencidos, p. 119)                


De todas formas, el psicologismo de la novela francesa del fin de siglo no halló un eco fulgurante en las novelas que aquí hemos considerado. El comportamiento de los personajes, en cuanto entes de ficción, se atiene a las pautas de la narración realista más ortodoxa y las prédicas regeneracionistas se yuxtaponen a los personajes en forma de discurso expositivo. El conservadurismo técnico-narrativo de estas obras es total, exceptuando la modernidad de «Silverio Lanza», capaz de dotar a sus Noticias biográficas... de un irónico perspectivismo, inusual en los otros relatos contemporáneos.

Un rasgo lingüístico que confiere a este grupo de novelas una cierta homogeneidad estilística es el frecuente empleo que hacen los escritores de formas vulgares, incluso dialectales, del castellano, muy en consonancia con la tendencia paralela que se da en la poesía regionalista de esta época. Manual Alvar, al estudiar este último fenómeno literario desde el punto de vista del dialectólogo, ha afirmado que los rasgos lingüísticos tendentes a subrayar la peculiaridad regional del texto nunca son dialectales en sentido lato, sino castellanos con dialectalismo en sentido estricto118. En el campo novelístico que hemos estudiado nos atreveríamos a sostener -aunque es afirmación impresionista- que los rasgos regionalizantes son estrictos vulgarismos comunes al ámbito general del español hablado. Ya Galdós quiso dotar de verismo lingüístico el habla de los personajes bilingües de sus novelas, pero todo ello no pasaba de ser un fácil toque de ambientación local más que la exacta percepción de las variedades dialectales de la expresión lingüística castellana119. En Los trabajos, de Pío Cid encontramos andalucismos, aragonesismos en La ley del embudo y peculiaridades del habla de la Montaña en El indiano de Valdella, cuando los personajes campesinos dialogan; pero son mucho más abundantes los vulgarismos generales que encontramos también en las novelas de Picavea o de Campión.




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La temática regeneracionista en los cuentos

Un rango singular ocupa la narrativa breve en el conjunto de la prosa de ficción decimonónica. El auge que experimentó el cultivo del relato corto a lo largo del siglo pasado es un hecho de historia literaria que ha sido subrayado de forma definitiva por Baquero Goyanes120, quien, entre otras muchas precisiones sobre la historia del género, ha puesto en relación las dos vertientes de «apasionado artículo periodístico y de emotivo argumento novelesco» que se dan en el cuento español del pasado siglo. Interesa, por tanto, para el enriquecimiento del tema aquí considerado -y, singularmente, en unos años de expansión de una prensa gráfica nutrida con colaboraciones literarias- tener en cuenta el peculiar tratamiento que los temas nacionales recibieron en la producción cuentística de la última década del siglo.

Baquero Goyanes ha sintetizado la clasificación del fondo cuentístico dedicado al tema nacional afirmando que los narradores ligaban el cuento «al hecho histórico concreto» o «lo presentaban bajo argumento intencionadamente simbólico». Esta distinción, basada en el punto de vista del acercamiento al tema, es válida también para las novelas estudiadas en las páginas precedentes.

En la esfera de los hechos históricos, los cuentos sobre las «guerras de Ultramar» ocupan un lugar muy destacado; Emilio Sánchez Pastor, Alfonso Pérez Nieva, Emilia Pardo Bazán, José de Roure, López del Arco, Rafael Torromé, Miguel Ramos Carrión, Emilio Sánchez Pastor, Federico Urrecha, Leopoldo Alas son otros tantos nombres de escritores que dedicaron breves textos narrativos a las guerras coloniales del final de siglo121.

En el campo de los fenómenos políticos, la narrativa breve ofrece el tratamiento de los mismos problemas que hemos encontrado antes en las novelas: la vacuidad de los políticos, la corrupción de la administración, el imperio del caciquismo.

En el cuento de Juan Ochoa Rodríguez Chanchullo122, la ficticia «interview» a un «ilustre y famoso estadista» depara el retrato moral del político profesional, hinchado de vanidad, grandilocuente en su estereotipado vocabulario y entregado a las menudencias y solicitaciones de sus clientes políticos. El periodista sólo precisa tomar nota de algunas palabras de la perorata del personaje -«coadyuvar», «todos y cada uno», «entiendo yo»...- para entenderlo e interpretarlo:

«Salí a la calle pensando cosas tristes... De hombres así es de quien debe esperar la patria... ¡Oh gran Carlyle, también en política lo absorbe todo la gran calabaza rotatoria de que tú hablaste!...»



El capitán español destacado en Roma, en tiempos de Carlos IV y que, olvidado de la Administración, esperaba en 1849 órdenes superiores, es el argumento de un cuento de Altamira sobre los vicios de la burocracia ministerial123. El dominio ejercitado por el cacique local y la atmósfera opresiva de las pequeñas poblaciones son otros temas complementarios que resaltan en otras narraciones. En la mítica geografía literaria inventada por «Silverio Lanza» aparecen dos localidades personificadoras, una de la tradición reaccionaria -«Valdezotes»- y otra del egoísmo industrial -«Villarruin»-, y que actúan como los oportunos telones de fondo para el funcionamiento de las estructuras caciquiles. Denuncias contra este sistema encontramos en cuentos de este último escritor, como Juan Boduque y La mejor recomendación124.

La penetración de las tendencias literarias simbolistas y, quizás también la intencionalidad alegórica de la moralización supra-circunstancial explican la vertiente de los cuentos simbólicos, en la que ocupan un puesto singular las narraciones de «Clarín» -Un repatriado- y de la Pardo Bazán125. El más famoso cuento de este estilo es el de José Nogales Las tres cosas del tío Juan.

El galardón obtenido por Nogales con el citado cuento aupó en el prestigio periodístico al hasta entonces poco conocido escritor onubense126. El Liberal de Madrid había convocado, en enero de 1900, un concurso de cuentos cuyo primer premio estaba dotado con quinientas pesetas. Al certamen concurrieron 667 cuentos, cuyo mérito literario fue dictaminado por un jurado de tres miembros: Valera, Echegaray y Fernández Flórez. El primer premio fue adjudicado a Las tres cosas del tío Juan, y el segundo a La chucha, de la Pardo Bazán. Al concurso acudió también Valle-Inclán con Satanás (Beatriz, en otras versiones)127. El clima de expectación que rodeó la celebración del concurso incrementó el éxito del texto galardonado, que se publicó en el periódico El Liberal y, posteriormente, en cinco ediciones distintas128, según alcanzan mis noticias. La acogida de la crítica fue, en general, favorable, si descontamos los inevitables toques satíricos de Gedeón y el Madrid Cómico. «Clarín» publicó en esta última revista (10-II-1900) un artículo elogioso para el cuento; aunque el mejor indicio estimativo nos lo proporcionan las palabras de Rodríguez Marín en el homenaje que los escritores sevillanos dieron a Nogales el 15 de febrero de 1900129; el elogio del cervantista se basaba el contenido patriótico y castizo del cuento premiado: «Esto -dijo- no es regionalismo, es españolismo».

La prosa «a la manière» cervantina y el argumento costumbrista del cuento sitúan al lector ante un cuadro de ambientación local cuya significación trascendente se explicita, al modo alegórico, en la segunda parte del texto. Las «tres cosas» que el tío Juan -laborioso propietario campesino- exige al joven y ocioso Apolinar -pretendiente de la hija de aquél- son otros tantos esfuerzos que contribuyen a la disciplina del trabajo corporal, materialización -al igual que ocurría en el cuento El caballo blanco de la Pardo Bazán- en que se concretaba para Nogales la terapéutica regeneracionista. El pretendido trascendentalismo del cuento queda subrayado didácticamente en el parlamento final, puesto en el habla «popular» del tío Juan:

«¿Sabéis lo que soñé esta noche? -dijo el tío Juan-, ¿pues que yo era el Padre Eterno, y esta mi cordera era la España, y yo se la daba a una gente nueva, recién venía no sé de aónde, con la barriga llena, los ojos relucientes, con callos en las manos y el azaón al hombro».



La visión nacional que se desprende de este cuento, al igual que de los cuentos simbólicos que la Pardo Bazán escribe por estos años, conecta con el tema de la España eterna, de capacidad regenerante, que, desde distintos planteamientos, se despliega en las novelas de Unamuno, Campión o Joaquín Costa.




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La novela regeneracionista de la última promoción literaria del XIX

El cliché historiográfico «generación literaria del 98» hace cierto tiempo que ha entrado en una irrecuperable crisis de credibilidad. Las argumentaciones ex post factum que, desde los memorables artículos de «Azorín», han pretendido delimitar los exactos contornos del fenómeno cultural aludido con la mentada denominación resisten con dificultad las objeciones de toda clase que se han levantado contra aquél. Los fundamentos teóricos del concepto «generación» resultan cuestionables, y la aplicación empírica de este concepto a la fenomenología histórico-cultural a caballo entre los dos siglos termina resolviéndose en un casuismo subjetivo dependiente del particular índice de refracción del crítico. El canon «noventayochista», sobre resultar incompleto, prescinde de los rasgos caracterizadores que no encajan en la teoría previa. La esquematización crítica que con lleva el marbete «generación del 98» es un caso más de los desniveles existentes entre lo que Rodríguez-Moñino llamó construcción crítica y realidad histórica.

Una tendencia de la crítica más reciente, al revisar el fenómeno de la «generación del 98» y sus episodios particulares, insiste en la pertinencia de la inserción de lo conocido bajo la mentada denominación en el marco de un movimiento artístico internacional contemporáneo cual es el Modernismo130. No vamos a entrar en el estudio de esta sugestiva orientación, pero sí, de modo complementario, insistimos en el hecho de que las más jóvenes promociones literarias de finales de siglo se encontraban inmersas en el clima real de la crisis restauracionista y, consecutivamente, en el fondo de las preocupaciones regeneracionistas. El fenómeno resultaba tan obvio que no había podido pasar inadvertido para la crítica; las páginas que Rafael Pérez de la Dehesa dedicó a la exposición sintética de la influencia costista sobre la «generación del 98» resultan modélicas a este propósito131. En lo que se refiere a los objetivos buscados en este trabajo, hemos de limitar nuestra consideración de la pervivencia del regeneracionismo, entre los más jóvenes escritores de la última promoción del XIX, referido el estricto campo de la literatura narrativa que aquí venimos considerando.

La prolija obra narrativa de Vicente Blasco Ibáñez ofrece, en su multiforme variedad, elementos de todas las tendencias formales y temáticas posibles en el horizonte de la narrativa contemporánea; folletinismo versus anticlericalismo, novela histórica como pervivencia romántica, moderno naturalismo en función de la problemática regional son las tres grandes líneas de la fabulación decimonónica del escritor valenciano. En sus narraciones de los primeros años del siglo XX dirige la lente de su hiperbólico verismo hacia el lacerante problema de la situación del proletariado. Las cuatro novelas de su ciclo de denuncia pública -El intruso, La Catedral, La Horda, La bodega (1903-5)- abordaron, como ha estudiado Blanco Aguinaga para La bodega, graves tensiones reales de la sociedad española rigurosamente coetánea.

La obra narrativa que mejor resume y sintetiza el regeneracionismo narrativo es la del granadino Ángel Ganivet. Su agudeza de percepción de los problemas, su capacidad de transmutación simbólica y filosófica, la distancia física, incluso, con que vivió los últimos pasos de la crisis nacional del 98 son condiciones y circunstancia que avaloran la significación de sus piezas novelescas.

La figura del granadino Ángel Ganivet (1865-98) ocupa un primer plano en el panorama literario de la última década del siglo XIX. El relieve «contenidista» de su obra132, el aparente sentido contradictorio de la misma, su colocación de vanguardia ante los llamados noventayochistas son rasgos destacadísimos del escritor que han llamado la atención, desde sus amigos y contemporáneos hasta la crítica más reciente. En la admiración de su íntimo Navarro Ledesma se reflejan opiniones favorables de otros coetáneos -Ortega Munilla, González Serrano, Menéndez Pelayo133-, que, con matizaciones diversas -Ortega, D'Ors, Azaña-, llega a su más cumplida expresión en los trabajos críticos posteriores a la biografía de Fernández Almagro134. En la tradición de la crítica ganivetiana pueden observarse unas constantes de las que, según los objetivos que persigue nuestro trabajo, debemos señalar dos: las contradicciones de aparente diseño paradójico existentes en el contenido de los trabajos de Ganivet y la unidad sistemática que puede establecerse entre todos ellos.

El rico epistolario ganivetiano, cuya guadianesca publicación configura gradualmente las diversas interpretaciones avanzadas por la crítica135, explica, desde el ángulo autobiográfico, el sentido de sus obras más relevantes: el Idearium, las dos novelas y la tragedia El Escultor de su alma; pieza esta última que, como apunta Javier Herrero en su sugestiva monografía136, fue concebida como elemento componente de la segunda parte de Los trabajos del infatigable creador Pío Cid137. El conjunto de la obra ganivetiana sintetiza un aspecto subjetivo trascendental y un entramado de cuestiones conectadas con la realidad histórica en que se inscribió la vida del escritor. Sobre el primer matiz Olmedo Moreno y Javier Herrero han elaborado sugestivas hipótesis explicativas que, en una aproximación panorámica, resultan independientes de la problemática circunstancial que ahora nos interesa138; serán, por tanto, los síntomas del documento histórico el núcleo de nuestra apretada revisión del ciclo narrativo sobre Pío Cid.

Ganivet publicó La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid en 1897. La recepción de esta novela fue favorable por parte de la crítica contemporánea al autor y de la posterior (Fernández Almagro, Entrambasaguas, Agudiez, entre otros); en la impresión de la mayor parte de las críticas se subrayan las notas de excepcionalidad y ausencia de un plan determinado. Resulta también un inevitable lugar común el afirmar la importancia decisiva que juega en la novela el personaje protagonista -Pío Cid-, cuya original personalidad ocupa también el primer plano de la segunda novela de la serie. Francisco García Lorca139 aludió al carácter misterioso de este personaje, muy cercano, por otra parte, al de su propio autor. Pío Cid resulta un alter ego del novelista y, a la vez, un símbolo complejo de su visión histórica; pero, además, el personaje Pío Cid se construye en el curso de las dos novelas como un auténtico héroe novelesco edificado sobre la indefinible frontera que limita el mundo de la realidad del mundo de la ficción.

Como ha señalado la crítica, el simbolismo patriótico del nombre del personaje resulta francamente obvio. La práctica de la simbolización de los nombres de los personajes se remonta, en la prosa del XIX, a la literatura costumbrista, pero en Ganivet este uso sufre una inflexión peculiar. El escritor granadino no desecha del todo la vieja práctica -Pío Cid, Alma Dura, Arimi140 -, pero prefiere sustituirla por otra técnica de nominación impresionista, según sostiene el propio Pío Cid: «Yo no le pregunto nunca a nadie cómo se llama, ni necesito saberlo. Cuando veo a una persona, yo mismo la bautizo y le pongo el nombre que se me antoja para entenderme, y este nombre es más expresivo que los que ponen en la pila, que, por regla general, no tiene relación con quien los lleva»141. También ha insistido la crítica en los múltiples indicios de la transposición autobiográfica que Ganivet realiza en el personaje novelesco; de todos ellos sólo recordamos uno de patente evidencia: los hijos de Pío Cid y de Martina se llaman del mismo modo que los hijos de Ganivet y Amelia Roldán, Natalia y Ángel.

Desde el punto de vista de la técnica narrativa es sumamente pertinente la elaboración del personaje novelesco. En La Conquista Pío Cid aparece definido familiar y laboralmente en párrafos del primer y último capítulos con los mismos rasgos que reaparecen en Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (origen familiar, convivencia madrileña con una hermana viuda, destino en la Dirección de la Deuda...). Pero en la segunda novela el personaje adquiere nuevos perfiles significativos que van desde el enriquecimiento de sus actividades laborales hasta el adensamiento de su intimidad; la actividad de Pío Cid pasa de la aventura externa (conformación de un sistema de convivencia política) a la faena interior (noli foras ire...), lo que supone una mutación importante del personaje y un ostensible cambio en el punto de vista de la narración. En Los trabajos gravita la experiencia africana de Pío Cid, pero de una forma velada y elusiva; para el protagonista, aquélla está significada por su replegamiento hacia las actividades de la regeneración subjetiva; para los otros personajes o el lector, por la ilusión perspectivística -de clara progenie cervantina-, según la cual, la primera novela se incorpora como tal al fluir de la segunda:

«(...) pero sé por Rosita que ese Pío Cid es un hombre terrible, que tiene cometidas las mayores crueldades que se puedan concebir.

Esos son cuentos de vieja -afirmó Adolfo.

Rosita lo ha leído en un libro, y desde entonces le tomó horror a ese hombre -dijo Consuelo.

¡Cállate! -exclamó Adolfo-. ¿Si será ese el libro que dice Pablo del Valle que compuso Pío Cid, y del que tiene el único ejemplar que hay en España un cura que dice misa en San Ginés? Si es así, no me extraña lo que dice Rosita, porque el cura no ha querido prestarle a Valle el libro a causa de las herejías que contiene»142.



La lectura del epistolario ganivetiano que se ha publicado confirma la impresión crítica acerca de la concepción anárquica de La Conquista. Puede datarse el inicio de su redacción hacia 1893, cuando desde Amberes comunica a Navarro Ledesma su interés por los libros de viajes. La conclusión de la obra ha de fijarse en los meses finales de 1895. Por carta de 17 de febrero de 1897 sabemos que la obra estaba ya impresa, que la edición había costado mil doscientas noventa pesetas y que el autor no había decidido aún el sistema de distribución del libro143.

La curiosidad por los libros de viaje de que hablaba a su amigo Navarro proporciona las pistas más seguras para la localización de las principales fuentes de la obra: las obras de Henry M. Stanley Through the Dark Continent (1878), In Darkest Africa (1890). No deben olvidarse, a propósito de este problema, la capacidad de sugerencia de la colonización belga contemporánea ni las huellas de dos clásicos de la utopía política, Defoe y Swift144.

La influencia de los libros de viajes no determina en La Conquista una estructura narrativa de libro de viajes o de aventuras. Estas sólo aparecen como simple realce en los capítulos iniciales (hasta la suplantación del Igana Iguru por Pío Cid, cap. III) y en los finales (regreso de Cid a Europa, caps. XXI y XXII). El cuerpo central de la obra está constituido por la narración del sistema de cambios sociales con que Pío Cid experimenta los efectos del cambio social en una sociedad primitiva. Muchas sabrosas anécdotas jalonan el discurso expositivo de las reformas, pero de todas ellas la única que desempeña una función primaria como elemento vertebrador de la trama novelística es la revolución capitaneada por Viaco y su fracaso posterior (caps. VIII y IX), hechos que condicionan de manera determinante el curso de las reformas posteriores.

El interés de la novela reside, pues, en la exposición utópica de un nuevo sistema de conquista y civilización, para el que el contraste irónico y crítico con los sistemas de cultura occidental resulta un obligado punto de referencia:

«Lopo [el primer reformador de los mayas] tuvo relaciones con los navegantes portugueses que por aquel tiempo arribaron a diversos puntos de la costa occidental de África, y no es aventurado suponer que les acompañase hasta Europa, y que de las impresiones de su viaje compusiera una religión acomodada a las necesidades de su patria (...) Esta suposición explica el origen de las reformas religiosas de Lopo, y nos ofrece el medio de conocer, en su curiosa invención de los cabilis, las impresiones y juicios de un hombre de África sobre la sociedad europea de fines de siglo XVI»145.



La estructura de la novela se sustenta sobre un parvo repertorio de recursos técnicos, entre los que resultan más destacables la casi inexistencia de descripción y diálogo, la proliferación de un vocabulario pintorescamente autóctono -y que Ganivet tomó de las obras de Stanley- y la hábil dosificación del tratamiento irónico en retratos, calificaciones y juicios valorativos. Por la peculiar productividad de este último recurso, como potenciador del contrapuntismo cultural antes aludido, recordaremos algunos pasajes expresivos146.

El peculiar humanitarismo de Pío Cid le lleva a realizar una sustitución de los sacrificios humanos por una secularizada corrida de búfalos de la que se podía prever su transformación en genuina fiesta nacional. El fomento y desarrollo de las bellas artes sugiere al conquistador de Maya la idea de que «la banda y el orfeón aprendiesen el himno de Riego, que, una vez pegado bien al oído, se convirtió en himno nacional, cuya letra, naturalmente, no era la del himno nacional español, sino una apología de las reformas de Usana, entre las que yo hábilmente enumeraba las mías para darles el indispensable sello tradicional». Apuntemos, en fin, que el texto novelístico va acompañado de dos mapas apócrifos que corresponden al reino de Maya antes de la conquista y después de la conquista por Pío Cid.

Ya en 1939 aludía F. Elías de Tejada al sentido satírico de esta novela ganivetiana, concebida como una caricatura crítica de la España de la Restauración147, rasgo que se presenta desde las primeras páginas del texto narrativo. En la época del aprendizaje mercantil del protagonista, éste enfoca la visión de los organismos políticos de su país como si se tratase del mejor de los mundos posibles, aunque al final de la reflexión no falta el rasgo «técnico» del regeneracionismo:

«Bien que, vista desde muy lejos la organización interior de mi patria, me parecía tan perfecta que no necesitaba de piezas tan inútiles como mi persona para seguir funcionando con regularidad: una monarquía constitucional con arreglo a los últimos adelantos de la ciencia política; ministros responsables oportunamente sustituidos en cuanto se nota que se hallan bastante desgastados; y dos Cámaras siempre ocupadas en renovar la legislación, acomodándola a la naturaleza humana y a las exigencias diarias de la opinión, y ocho grandes focos administrativos irradiando sus efluvios luminosos sobre toda la faz del país. Sólo notaba yo algunas deficiencias en el cultivo de la tierra y en las industrias...»148.



La anterior referencia se confirma desde el ángulo de la confidencia amistosa del autor:

«La conquista es mi primer engendro, y fue compuesto en el verano de 1893 en Amberes durante una epidemia de cólera. Aunque tú creas que no te he hablado del particular, dedicamos varias cartas al asunto, pues yo te hablé de la obra, que pensé escribir con el título de Cánovas sive de restauratione. Después cambié españoles por mayas, estudié algo de cosas africanas... y salió el mamarracho ese, en el que el simbolismo está tan oculto que no hay medio de descubrirlo, de lo cual me congratulo, pues así no se dirá que yo he querido insultar a las instituciones»149.



Efectivamente, la concreción hispánica de la novela no puede pasar inadvertida, puesto que ya desde el título alude Ganivet al «último conquistador español». Reaparece el tema discutido de la empresa conquistadora de España, pero revestido de tales variaciones que poco en común puede tener con el debate histórico secular. La idea de la colonización -y en esta cuestión, como en tantas otras, reitera planteamientos del Idearium- la concibe el granadino como una expansión cultural o económica que produzca frutos aprovechables. Este es el sentido del parlamento simbólico -a mitad del camino entre el idealismo convencional y el interesado pragmatismo de las modernas potencias colonizadoras- con que la sombra de Hernán Cortés despacha al Pío Cid, paseante en uno de los patios de El Escorial: «Los grandes pueblos y los grandes hombres, pobres han sido, son y serán; y las empresas más grandiosas son aquellas en que no interviene el dinero, en que los gastos recaen exclusivamente sobre el cerebro y el corazón»150.

Al descender al plano de las referencias anecdóticas la novela se convierte en un relato en clave de las múltiples situaciones enfermizas de la España del momento: estructuras familiares, papel de la mujer, organización caciquil del poder, enseñanza verbalista, concepción pesimista de la existencia. Frente a todo ello se yergue la potencia de la vida interior, según interpreta el propio Ganivet a su amigo Navarro: «Lo de menos es Maya, lo esencial es la mutación de Pío Cid que entrando sin saber a lo que va, sale hecho un hombre muy salvaje, pero purificado por el contacto de una naturaleza primitiva»151. La sugestiva lectura de Olmedo Moreno (Conquista de Maya = historia moderna de Europa) enriquecería desde un ángulo de visión más amplio la interpretación de los problemas estudiados en este ensayo.

La segunda novela de la serie, Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, fue publicada en 1898, en dos volúmenes. En carta a Navarro Ledesma de 12-IV-1897 hablaba Ganivet de la nueva obra que aún carecía de título. El plan general de la obra, según lo han confirmado los textos inéditos publicados por Gallego Morell152, respondía al mitológico esquema de los doce trabajos de Hércules; en los seis trabajos publicados pueden rastrearse correspondencias entre el mito clásico y la ficción ganivetiana, de las que resulta trasparente la contenida en el segundo trabajo, «Pío Cid pretende gobernar a unas amazonas».

Los elementos autobiográficos de esta novela son más numerosos y llamativos que los utilizados en La Conquista153. La identificación de Martina con Amalia Roldán, la de los cofrades del Avellano del trabajo V (adelantada ya por Fernández Almagro), la correspondencia Cándido Vargas = Navarro Ledesma, los viajes del protagonista a los pueblos y la serranía granadina son otras tantas claves autobiográficas que hoy nos resultan de muy sencilla interpretación.

La estructura de Los trabajos obedece a un diseño acumulativo de acontecimientos, entre los que cabe distinguir una primera fase (los tres primeros trabajos) de acción interior encaminada a la salvación de las personas individuales (doña Paulita, Purilla, los estudiantes de la pensión, Martina y su familia...), y una segunda (trabajos IV a VI) en que el protagonista se lanza a la plaza pública con un afán de redentorista político paralelo al que había mantenido en La Conquista. La candidatura de Pío Cid y las peripecias de su elección deparan la doble posibilidad de emprender una disección del sistema caciquil y de realizar otra evocación literaria de la tierra granadina. Es digno de tenerse en cuenta el hecho de que su trabajo por «la reforma política de España» se inicie en la provincia natal del novelista, cuando la preocupación de éste por el problema de las «regiones históricas» se matizaba en sus cartas particulares en términos inequívocos:

«Ahora que nos quedamos sin colonias van a comenzar a gallear los regionales (...) Yo soy enemigo del regionalismo político; pero en las circunstancias actuales el único camino para asegurar la unión de España es crear muchos diversos en el país, que restablezcan el equilibrio (...) Considero, pues, que en mi pequeñez hago política trascendental. Si hubiera en Granada quien hiciera lo que yo hago, yo no lo haría, pero no hay quien lo haga y lo haré yo»154.



También en su correspondencia había manifestado Ganivet su admiración por Galdós. En Los trabajos, como ha insinuado Robert Ricard155, se hace patente la influencia de la técnica narrativa del escritor canario. El estudio de pequeños grupos humanos -la familia de Martina del trabajo II-, las situaciones de conflictos sentimentales -la crisis de celos del trabajo VI-, los relieves de síntomas psicológicos y costumbristas de los diálogos -mucho más importantes ahora que en La Conquista-, la misma bonhomie del protagonista son algunos rasgos de cuño galdosiano que podían ser estudiados en profundidad. Con todo, puede señalarse otra influencia notable ejercida sobre Los trabajos, que bien pudo matizarse a través de la mediación galdosiana. Se trata de una presencia cervantina rastreable en la inserción de elementos ajenos a la estructura novelesca -poemas, cuentos, discursos-, en el quijotesco viaje a la sierra del «trabajo IV» y, de modo singular, en el empleo de un perspectivismo sintomático en el punto de vista del narrador.

Los «trabajos» de Pío Cid son narrados en primera persona por un tal Ángel, periodista que ha conocido al personaje ficticio en la redacción de El Eco, publicación dirigida por el común amigo de ambos, Cándido Vargas. El múltiple juego de identificaciones narrador = personaje = autor y las ostensibles deficiencias técnicas que todo ello produce constituyen otro aspecto especialmente significativo de la novela ganivetiana. En cualquier caso, nuestro objetivo actual reside en otras dimensiones de la obra.

Al estar situados Los trabajos en el ambiente de la España contemporánea al novelista, las referencias circunstanciales y la compleja problemática de la vida hispana del momento no reciben la iluminación oblicua que el lector encuentra en la primera novela de Ganivet. Sin llegar a ser una novela regeneracionista de tesis y programa articulados, Los trabajos es una obra que recapitula algunos de los temas más familiares en la aludida tendencia narrativa.

La apelación costista al «cirujano de hierro» sufre un tratamiento degradador muy en consonancia con el mito clásico en que se alberga la estructura de la obra:

«Haría falta en España un nuevo Hércules -agregó Sierra- que volviera de arriba abajo la nación.

Pues yo creo -añadió don Pío- que si Hércules resucitara no querría cuentas con nosotros (...) Pero aquí lo que tendría que hacer sería limpiar los establos por doce veces, y aún quedaría materia para otros doce [trabajos]; y esta operación me parece más propia de un basurero que de un héroe semidivino»156.



El desdén del protagonista por las estructuras políticas de la Restauración es permanente y cobra particular interés en sus conversaciones con los Gandaria y en el pintoresco episodio de las elecciones trucadas. La explicación regeneradora que da Pío Cid al narrador sobre su participación en esta operación queda compendiada en la afirmación del protagonista: «A mi parecer, los diputados son inútiles, y creo prestar un servicio a la nación trabajando para que haya un diputado menos, puesto que si yo lo soy es lo mismo que si no lo fuera»157.

Pero la propuesta seria de la transformación española tiene su núcleo generador en la preocupación de Ganivet por la educación individual y colectiva. La conmovedora réplica con que Pío Cid justifica sus enseñanzas a la criada Purilla es, sin lugar a dudas, uno de los pasajes de la novela de mayor contenido simbólico-político:

«A ratos pienso que quien está a mi cabecera no es una pobre sirvienta, sino España, toda España, que viene a aprender a leer, escribir y pensar, y con esta idea se me va el santo al cielo, y me explayo como si estuviera en una llanura sin horizontes, en vez de estar, como estoy, encerrado en esta jaula»158.



La personal concepción ganivetiana de un proceso educativo que armonice la adquisición de conocimientos generales con la instrucción operativa -y de la que es buen ejemplo el sistema pedagógico que Pío Cid aplica al hijo de la duquesa de Almadura- es el mejor reflejo del voluntarismo espiritualista del escritor, que por el camino de la ascética individual se inició -según la tesis de Javier Herrero- en el descubrimiento de una experiencia mística salvadora.

La cristalización literaria de otra aventura de salvación individualista -la de Unamuno- se registra en los años iniciales de este siglo. La obra unamuniana que se produce en los momentos finales del XIX159 corresponde a una fase previa a la más conocida imagen agónica del escritor.

Entre las influencias filosóficas y políticas que la juvenil permeabilidad del vascongado permitió que calara hondo en los estratos íntimos de su conciencia está, sin lugar a dudas, la de Joaquín Costa. Pérez de la Dehesa lo ha señalado nítidamente en varias ocasiones, recordando cómo el costismo de Unamuno fue desde la colaboración monográfica para el volumen Derecho consuetudinario hasta la adopción de actitudes de búsqueda de raíces nacionales a las nuevas corrientes sociales y políticas160; aunque, coherentemente con el proceso evolutivo de Unamuno, llegara un momento en que éste habría de rechazar «aquella hórrida literatura regeneracionista».

La novela Paz en la guerra entra con pleno derecho en el marco cronológico de nuestra inquisición y, lo que es mucho más decisivo, en las líneas generales de preocupación nacional que hemos encontrado en los narradores de aquellos momentos. Las ocasiones posteriores en que Unamuno evocó la fase creadora de esta novela -diez años de maduración y acopio documental- revelan el singular cariño con que, en todo momento, la vio su creador. El resultado de tarea tan demorada fue una obra muy compleja que a las facetas más externas de temática histórica (historia contemporánea) y autobiográfica (el Unamuno desdoblado en dos personajes, Ignacio y Pachico), une la elaboración plástica del concepto de «intrahistoria», connotado con una amplia gama de asociaciones explicativas, como esta de riguroso cuño literario:

«Hacía una temporada que le había dado a Ignacio con ardor por comprar en la plaza del mercado al ciego que los vendía, aquellos pliegos de lectura, que sujetos con cañitas a unas cuerdas se ofrecían al curioso; (...) Aquellos pliegos encerraban la flor de la fantasía popular y de la historia; (...) Eran el poético sedimento de los siglos, que después de haber nutrido los cantos y relatos que han consolado de la vida a tantas generaciones, rodado de boca en oído y de oído en boca, contados al amor de la lumbre, viven, por ministerio de los ciegos callejeros, en la fantasía, siempre verde, del pueblo»161.



La peculiar técnica narrativa de la novela que, en la andadura de una prosa cortada sobre modelos sintácticos decimonónicos, rehuye la descripción minuciosa y notarial para transformarla en una poética sensibilidad ante el paisaje bilbaíno y en una sugerente pincelada descriptiva que evidencia la uniformidad de los personajes, configura lo que un hispanista ha entendido como el «realismo socialista» del primer Unamuno162.

Un trascendental problema histórico que el novelista no ha eludido en su obra es el del reflejo de la problemática política y social vascongada de los momentos inmediatamente anteriores a la Restauración -en lo que coincide con la novela de Campión antes comentada. Documentación valiosa -que ya ha sido utilizada por la crítica- ofrece Paz en la guerra acerca del ascenso de la clase burguesa, personificada en el espíritu mercantil de la familia Arana, y sobre el alcance profundo de los distintos partidos políticos, incluido el carlismo de raigambre popular. El retorno a las aguas profundas de la intrahistoria cotidiana que supone el final de la guerra civil, parece dejar las cosas como antes de la guerra, pero no de la misma manera. El narrador da cuenta de un difuso y nuevo sentimiento patriótico que, saltando por encima de los nacionalismos, persigue el logro de nuevos lazos de comunión en el seno de una Humanidad hermanada:

«Por debajo de las nacionalidades políticas, simbolizadas en banderas y glorificadas en triunfos militares, obra el impulso al disloque de ellas en razas y pueblos más de antiguo fundidos, antehistóricos, encarnados en lenguajes diversos y vivificados en la íntima comunión privativa de costumbres cotidianas peculiares a cada uno (...) Es el inconsciente anhelo a la patria espiritual, la desligada del terruño (...) Tales corrientes étnicas de debajo de la historia son las que, aunándose al proceso de las grandes nacionalidades históricas, hijas de la guerra y de ella sustentadoras, las impele al concierto de que haya de surgir la humanidad pacífica»163.



El vitalismo optimista que exhalan muchas páginas de la novela unamuniana desaparece en otras páginas narrativas de excepcional calidad que se publican pocos años después. Los efectos deprimentes de la derrota militar y diplomática, las crisis de los partidos, la agudización de las tensiones sociales hacen variar no sólo el panorama externo de la vida española, sino también el horizonte de expectativas de escritores e intelectuales164. En consecuencia, el tema español, en la narrativa de los inicios del XX, adquiere un sesgo antes inexistente, aunque presentible. La exacerbación de la denuncia seguirá transitando por los caminos del naturalismo decimonónico hasta que, bien entrado el siglo, se constituya una «novela social» estéticamente original; los experimentos narrativos valiosos y renovadores se pliegan, sin embargo, a las actitudes subjetivas y evasivas frente a la realidad histórica.

Novelas como Reposo (1903), de Rafael Altamira; Queralt, hombre de mundo (1905), de Fernando Antón del Olmet; La voluntad, de Martínez Ruiz; las trilogías barrojianas de La vida fantástica o La lucha por la vida se inscriben en la corriente del desencanto individualista. Los protagonistas de estas obras, en contraposición a los héroes de las novelas regeneracionistas, son en muy escasa medida, hombres de acción capaces de trasponer al plano del compromiso eficaz las preocupaciones interiores; la evasión o la contemplación lírica serán los rasgos determinantes de estos personajes; mientras que, como hemos recordado, en las novelas de finales de siglo los héroes buscaban -a pesar de los titubeos de los Pío Cid, los Pachico o Ignacio unamunianos- una contribución práctica a la solución de los «males de la patria». Semejante cambio en la concepción del héroe novelesco tiene su correlato en la revolución técnica que experimenta simultáneamente el instrumento narrativo, pues como ha escrito E. Inman Fox: «Ya no se podría mirar el mundo de arriba a abajo, de izquierda a derecha sin perder un detalle, o contemplar la vida cronológicamente desde la niñez a la madurez, colocando episodio tras episodio para acabar con todo resuelto, con todos los cabos atados. El hombre ya no concebía la vida de tal manera»165.

Tal como ha señalado Pérez de la Dehesa, Baroja fue el escritor de su grupo que menos recibió la influencia de Joaquín Costa166; por contra, Baroja heredó del siglo XIX las técnicas más eficaces de la narrativa folletinesca167. Observemos, con todo, que las dos novelas protagonizadas por el barojiano personaje -de tan simbólico nombre- Silvestre Paradox reproducen, a la inversa, el ciclo de la saga ganivetiana. Las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (edición por entregas de 1900-1901, edición en volumen de 1901) reproducen un ambiente madrileño cercano al de los Trabajos piocidianos. Las pensiones familiares, el clima bohemio, las autobiográficas referencias en clave literaria de las dos novelas ofrecen curiosas correspondencias. La valoración desdeñosa de ambos personajes sobre la vida política contemporánea también presentan algún paralelismo168. Y si la situación madrileña de Pío Cid era el corolario de una experiencia de regeneración política intentada en la primera novela de la serie (La Conquista), Silvestre Paradox ensayará en la segunda novela de su serie la colonización liberadora de un pueblo salvaje169; colonización que, como ha señalado Joaquín Casalduero170, es un breve paréntesis entre la barbarie primitiva en que vivían los africanos y la barbarie posterior que introduce la civilización europea.

En ese conflicto que opone vida a civilización se inserta la tercera novela de la trilogía de La vida fantástica, Camino de perfección (1902), aunque en ella el novelista acerque a un primerísimo plano el combate personal de un héroe solitario, arquetipo del decadente finisecular. La pugna entre la opresión de la civilización -estudios universitarios, academicismo pictórico, agobio de la gran ciudad, asfixia del cristianismo institucional...- y el vitalismo liberador de la vida en la naturaleza, se resuelve en el hallazgo de una paz interior apuntalada por un sórdido fracaso. El feroz sarcasmo con que concluye esta novela radiografía el estado de ánimo de muchos jóvenes escritores del momento, para los que los anhelos regeneradores se han ido transmutando en desdén y desencanto por la práctica de la política al uso:

«Fernando se olvidó de que era demócrata, y maldijo con toda su alma al imbécil legislador que había otorgado el sufragio a aquella gentuza innoble y miserable, sólo capaz de fechorías miserables»171.



Constituye un lugar común de la crítica literaria la aproximación entre esta novela de Baroja y La Voluntad azoriniana, publicada también en 1902. Desde los comentaristas contemporáneos -Bernardo G. de Candamo, Emilia Pardo Bazán- hasta los críticos más recientes -Inman Fox, Mainer, Ares Montes, Miró172- se ha insistido con acierto en la innegable correspondencia que existe entre las dos novelas, exponentes de lo que se ha dado en llamar el «espíritu del 98». Los citados críticos han ahondado en los múltiples elementos comunes de ambos relatos (literaturización de experiencias vividas por los escritores, estructura y sentido de la conclusión de ambas piezas, construcción homogénea de un protagonista conflictivo, antinomia temática entre la vida y la impotencia de la evasión contemplativa...); siendo muy plausible todo lo apuntado por la crítica, debemos resaltar ahora el matiz diferencial que presenta el Antonio Azorín de La Voluntad.

Inman Fox ha sostenido con razones convincentes la homogeneidad de ciclo temático que relaciona tres relatos azorinianos, como son Diario de un enfermo (1901) La Voluntad (1902) y Antonio Azorín (1903)173. En el primero de los tres relatos el escritor levantino ha superado por completo las técnicas narrativas -realismo, psicologismo- que Ernesto Bark predicaba para la novela contemporánea. El puntillismo impresionista de la primera obra supone una revolución formal en la evolución del género y en la trayectoria del propio Azorín, pues como ha mostrado Lily Litvak: «El Diario de un enfermo es la primera obra donde Azorín cambia de estilo y de estética, abandona la literatura a (sic) tesis y se vuelve hacia un arte esteticista despojado de cualquier fin utilitario. Ello es debido en gran parte a su desilusión en la lucha social»174.

El Antonio Azorín de La Voluntad es el modelo de llegada de la utopía regeneracionista; el medio ambiente ha vencido sus destellos de iniciativa crítica, pues, como escribe su heterónimo J. Martínez Ruiz, «en otro medio, en Oxford, en New York, en Barcelona siquiera, Azorín hubiese sido un hermoso ejemplar humano, en que la inteligencia estaría en perfecto acuerdo con la voluntad». Nada efectivo pudieron producir los programas del D. Antonio Honrado (= Joaquín Costa), cuya tarea quisieron prolongar los tres amigos (Baroja, Maeztu, el propio «Azorín»), habitantes de la panglosiana Nirvania, a pesar de los deseos y los amagos de acción175.

Pero no todas las obras narrativas continuadoras de la temática regeneradora conllevan una experiencia tan paralizante del fracaso. El Reposo que Altamira publicó en 1903 es todo un alegato contra el dolido desencanto de las «novelas del 98». Al igual que en Camino de perfección y La voluntad, el mito del viaje reparador organiza la estructura de la novela, cuyo protagonista -un joven escritor desalentado de la lucha por la vida en el marco ciudadano- es capaz de sacar de su flaqueza las fuerzas morales suficientes para intentar una reforma del sistema de propiedad de las aguas de regadío vigente en una indeterminada zona del levante español. El fracaso de su empresa noble, planteada en los términos de política de cosas que caracterizaba las novelas de fines del XIX, no le impide reanudar, al final de la novela, su anterior vida de combate intelectual176.

Continuar una búsqueda de los textos novelísticos de principios del siglo XX en que cristalizan las diversas reacciones de los escritores jóvenes ante el tema nacional, sería prolongar desmesuradamente el marco de nuestra investigación inicial. Si hemos aludido a algunos textos, singularmente representativos, ha sido por su doble significación de secuelas atemperadas de la narrativa anterior en su aspecto temático y de revulsivos estimulantes en la evolución del género novelesco. Pero de todo lo visto se desprende, también, que la novela de los jóvenes escritores no fue un salto en el vacío en relación con todo lo anterior, sino que se levantó, en buena medida, sobre tanteos, ensayos y adivinaciones del siglo anterior.







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