Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

La novela y sus técnicas

Mariano Baquero Goyanes





En dos ensayos publicados en Arbor -Tiempo y «tempo» en la novela y Sobre la novela y sus límites1- hube de rozar problemas de construcción narrativa que hoy desearía tratar con más amplitud.


Teatro y novela. Acción y narración

Si precisar lo qué es una novela resulta ya tarea difícil, no lo es menos tratar de describir cómo es una novela, es decir, cuál es su estructura, cuáles son las comunes características del género que permitan, ya que no definirlo, sí al menos intentar describirlo, sin pretender llegar a su esencia. Pero también la descripción -la sencilla descripción formal- entraña dificultades, y entre ellas no es la menor la de elegir un tipo de novela frente al que encararse y del que extraer una serie de características valederas para la descripción de la especie. Tarea ésta casi imposible, dada la variedad de tipos, de formas novelísticas.

Fue precisamente esta variedad la que me llevó a plantear en el segundo de los citados ensayos, la casi total imposibilidad de señalar unos límites a la novela que la diferenciaran claramente de otros géneros literarios.

De entre estos géneros es el dramático el que siempre ha venido utilizándose para, contrastado con la novela y negativamente, poder llegar a una definición de esta última, basada esencialmente en el hecho de que mientras en el teatro hay acción y diálogos, en la novela hay narración.

La distinción -como todas las distinciones excesivamente simplistas- tiene su lado valedero, y tiene también su flanco atacable, ya que todos sabemos cómo en no pocas obras dramáticas contemporáneas la técnica empleada es casi novelística, narrativa, poniendo sobre la escena a un narrador -esa tan decantada voz en off o en visible primer plano- que nos cuenta hechos y cosas, al tiempo que éstos van adquiriendo corporeidad ante nuestros ojos. Esta modalidad sólo resulta teatral en cuanto es representada, es decir, en cuanto adquiere esa corporeidad dada por los actores y por el tiempo y el espacio conjugados sobre las tablas de la escena. Leída, una obra de ese tipo casi equivale a una novela.

Esto no quiere decir que los perfiles del género dramático, en cuanto medio expresivo perfectamente aislable, resulten borrosos. Únicamente quería señalar cómo en ocasiones no es fácil deslindar con toda nitidez la obra teatral de la novelística, debido a las interferencias entre una y otra. Interferencias tan curiosas a veces como en el caso de Strange Interlude, de O'Neill, en donde el recurso de dar voz al pensar interior de los personajes es esencialmente la traducción teatral de una técnica novelística. Con ese recurso O'Neill ha ampliado, indudablemente, el poder expresivo del teatro, al no necesitar del convencional aparte en el que el actor acercándose a las candilejas expone al público su íntimo pensamiento, inaudible para los restantes personajes. O'Neill ha suprimido el aparte, o, para decirlo mejor, le ha dado una nueva categoría, una nueva función, abusando casi de él, y haciendo que junto a la acción dramática encarnada en los diálogos que los protagonistas tienen entre sí, fluya otra subterráneamente, sólo perceptible para el público.

Aun cuando -repitámoslo- O'Neill maneja este recurso con limpia técnica teatral, su oriundez es indisimulablemente novelística. En la novela conocemos no sólo lo que dicen los protagonistas, sino también lo que piensan, ya que el narrador puede describirnos sus estados espirituales sin necesidad de que éstos encarnen en diálogo.

Esto que no parecía posible, o que resultaba difícil en la obra teatral, ha sido resuelto por O'Neill mediante un convencionalismo, una acentuación del aparte que, de ser tal, pasa a soliloquio. Pero no un soliloquio de signo semejante al del monólogo, sino soliloquio fluyendo junto a otros íntimos soliloquios, y alternados todos con diálogos audibles no sólo por el espectador, sino también por los protagonistas. Este constante jugar con dos planos -voz interior y voz exterior- resulta de gran efecto dramático en la obra de O'Neill. Pero quizá llegara a ser insoportable la adopción de un recurso normal en la novela, ampliado a toda clase de obras teatrales.




Narración y diálogo

Me he detenido con cierta insistencia en este ejemplo para señalar cómo el teatro actual roba recursos expresivos a la novela, y cómo, por consiguiente, a veces no resulta fácil separar rotundamente uno y otro género, atendiendo estrictamente a valores como el diálogo, la acción y la narración.

Por haber tratado en uno de mis anteriores ensayos del valor del diálogo en el teatro y en la novela, no voy a repetir aquí los ejemplos entonces utilizados, limitándome ahora a señalar que junto a los dos tipos fundamentales de diálogo, el teatral y el novelesco, existe alguno más, próximo al segundo, aun cuando se da en obras difícilmente encuadrables como novelas.

Me refiero, sobre todo, a ese tipo de diálogo humanístico que aparece en obras del estilo del Viaje de Turquía, en que el diálogo más que un elemento narrativo, es un marco erudito de imitación erasmista. Encuadrar el Viaje de Turquía dentro del casillero novela resulta algo forzado, aunque, por otra parte, tal vez sea éste el género literario en el que encaje con menos violencia.

Pero en esta obra -como en El coloquio de los perros cervantino- el diálogo además de ser un marco humanístico y erasmista, es también un soporte para la narración.

Realmente, el Viaje de Turquía podría estar todo él narrado en primera persona, y si el autor presenta a Pedro de Urdemalas contando sus aventuras a sus dos amigos Juan de Votadiós y Matalascallando, no es tanto porque estas dos figuras le interesen e intervengan en la acción, sino porque le sirven para reforzar contrapuntísticamente algunos temas puestos en boca de Urdemalas, y sobre todo porque le sirven para justificar la narración de éste, de manera semejante a como la presencia de Cipión justifica en la obra cervantina el relato en primera persona de Berganza.

Es decir- y a esto es a lo que quería llegar-, el diálogo en el Viaje de Turquía y en El coloquio de los perros no tiene un valor esencialmente novelístico. La natural forma novelística de una y otra obra hubiera sido la autobiográfica -de hecho lo es-, y si esta forma ha sido sustituida por la dialogada, fue, más que por una necesidad surgida de la misma índole de los temas, por una concesión a una moda erasmista que tenía un entronque humanístico con la literatura clásica.

La Dorotea de Lope de Vega nos ofrece, por el contrario, el caso de un diálogo puesto al servicio de la narración. Como en La Celestina, en esta barroca obra lopesca -casi una novela naturalista del siglo XVII- pesan más los valores novelísticos que los teatrales, según puede advertirse examinando, por ejemplo, la expresión del tiempo y del espacio.

La narración ha cuajado en diálogos tal vez porque Lope no dominaba bien el arte narrativo, y, por el contrario, encontraba en el diálogo -en esos apretados, secos y sentenciosos diálogos de La Dorotea- el instrumento adecuado para dar cuerpo a una acción fundamentalmente novelística.




Cervantes: La novela como categoría del diálogo

Si ahora recordamos lo que Ortega y Gasset decía aludiendo al Quijote, y considerando que el diálogo es en la novela lo que la luz en la pintura2, llegaríamos a la conclusión de que obras como La Dorotea no deben quedar al margen de la novela, sino que han de ser consideradas como tales. La novela como categoría del diálogo lleva a Ortega a ver en el Quijote la novela por excelencia, la novela en pureza. A este propósito recuerda Ortega cómo ya el Avellaneda del segundo Quijote decía del de Cervantes que en él casi todo era comedia, es decir, casi todo diálogo.

No le faltaba razón a Avellaneda -fuese quien fuese- al ver en la máxima novela cervantina una obra apoyada esencialmente en el diálogo entre el hidalgo y el escudero, diálogo sustentador de la restante arquitectura novelística.

En buena parte de la producción cervantina podría distinguirse como núcleo esencialmente novelístico un diálogo entre dos personas, o entre un personaje y un coro. Sobre estos diálogos Cervantes construye sus novelas, caracterizadas entonces -según ha visto bien Casalduero- por la presencia de dos protagonistas.

Las dos doncellas es tal vez el más revelador ejemplo de este juego de monólogos y diálogos sobre los que se erige la acción toda. En Rinconete y Cortadillo el diálogo inicial de los muchachos es el sustentáculo sobre el que Cervantes construirá la animada escena del patio de Monipodio, escena cuya acción es esencialmente teatral -casi entremesística- y no sólo por su ritmo, por la disposición -entradas y salidas- de los personajes, sino también por el valor de los diálogos.

En El licenciado Vidriera el diálogo se establece entre el protagonista y un coro variado, heterogéneo. No hay apenas acción y toda la novela es diálogo, pero no diálogo como pretexto para una narración autobiográfica -según hemos visto en El coloquio de los perros-, sino diálogo sin más, sucesión de ingeniosidades cuyo conjunto no cuaja en una estructura novelística.

El prólogo mismo de El coloquio, El casamiento engañoso, es también una narración autobiográfica provocada por un diálogo, el del alférez Campuzano con el amigo que encuentra al salir del hospital.

En el Persiles subsiste la pareja central en torno a la cual convergen y se agrupan los restantes episodios que integran el relato; episodios puestos muchas veces en boca de sus mismos protagonistas, y enlazados todos por la intriga nuclear de la novela y por la presencia de Persiles y Sigismunda.

La función novelesca del diálogo no ha desaparecido en el Persiles, sino que ha sido barrocamente complicada. Y si el Quijote se abría con una plácida descripción, la novela bizantina se inicia con los gritos de un prisionero, con un dolorido monólogo. La voz humana, en soliloquio o en diálogo, es el máximo soporte novelístico en la obra cervantina, es la engendradora de la narración, y de ahí que Ortega, tomando como punto de partida el Quijote, viese en la novela la categoría del diálogo.

Como siempre, la existencia de diversos tipos de novela invalida parcialmente la afirmación orteguiana, emitida a la vista de una obra lomada como paradigma y cuyas características han sido extendidas a todo el género literario. Pero el Quijote, aun cuando sea la primera novela moderna y contenga en germen toda la posterior novelística, no pasa de ser, literariamente considerado, un tipo de narración perfectamente diferenciable de otras caracterizadas por la total o casi total ausencia de diálogo. Novelas en las que todo es narrado -objetiva o subjetivamente- y en las que es empleado el estilo indirecto para reflejar conversaciones.

De todas formas, el diálogo tiene una función novelística, y ya que tal vez resulta excesivo ver en la novela la categoría del diálogo, sí cabe considerar que éste es un elemento importante, rotundamente diferenciable del diálogo teatral.

En el teatro el diálogo no sólo tiende a reflejar las psicologías de los que se expresan hablando, sino que es también, y esencialmente, acción.

En la novela la acción nos es dada más narrativa que dialogadamente. El diálogo sirve para que el lector conozca las psicologías de los personajes. (Las almas se desnudan hablando, se ha dicho). Conocemos, pues, a los seres novelísticos por lo que dicen. Lo que hacen puede sernos ofrecido a través del diálogo, pero el caso más corriente es que el novelista recurra entonces a la descripción de acciones, a la pura narración.

Esto no quiere decir que no sean novelas aquellas en las que se emplea el diálogo como único procedimiento narrativo desde el principio al fin. En el segundo de mis anteriores ensayos cité ya algunos ejemplos de novelas completamente dialogadas de Galdós y Baroja, tratando de explicar el significado e intención.

Obras hay, como Humillados y ofendidos, de Dostoyevski, en las que tienen esencial importancia las conversaciones de los protagonistas, creadoras del clima novelesco y suplidoras, muchas veces, de las descripciones que faltan.




Significado del diálogo en las novelas cervantinas

La presencia y el valor del diálogo en las novelas cervantinas no son fáciles de explicar, ya que todo intento de justificación pecará de subjetivo y provisional. Sin embargo, cabe pensar que Cervantes intenta nada menos que novelar por primera vez en castellano, según afirma en el prólogo de las Novelas ejemplares. Novelar es narrar. ¿Y cómo se ha narrado hasta entonces?

Esencialmente, se habían cultivado ya en España los tipos fundamentales de narración: la puramente objetiva, la dialogada, la epistolar, la autobiográfica. Los ejemplos están en el recuerdo de todos, y aquí bastaría con citar títulos tan significativos como los del Amadís o la Diana, la Celestina, la Cárcel de amor y el Lazarillo.

Cervantes no podía ignorar la existencia de todas estas obras y, sin embargo, se autocalifica de primer creador de novelas, como si las anteriormente escritas no lo fuesen. Tal vez pudiera darse una explicación a esto teniendo en cuenta que, al declararse primer autor de novelas en castellano, Cervantes tenía puesta la vista en los modelos italianos, en un concreto género literario, la novela corta, que él trata de aclimatar en España con las Ejemplares, considerando -y no se equivocaba- desafortunados los rudos intentos de los cuentistas españoles del Renacimiento, como Timoneda.

Pero tal vez Cervantes, al afirmar que introducía la novela en nuestras letras, no se fijaba tanto en las dimensiones de un concreto género de oriundez y nombre italianos, como en lo que de artístico y creacional había tras la palabra. Puede que novelar equivaliera para Cervantes más que a narrar, a inventar.

Cervantes descubre el casi milagroso poder de crear mundos, vidas y seres, y de jugar con ellos desde la realidad a la ilusión, manteniéndose en ese doble plano tan claramente perceptible en el Quijote. Para Cervantes la novela no es ya el apasionado relato autobiográfico a que equivalía la novela sentimental del siglo XV, pero tampoco es la vana fantasmagoría de cualquier libro caballeresco.

Ni realidad ni ilusión: fusión de ambas, entrada del autor en la obra, pero entrada clandestina, disimulada. Desconcierto del lector ante el relato, en el que es difícil distinguir cuándo habla el autor y cuándo los personajes. (Sirva de muestra las tan traídas y llevadas interpretaciones de Cervantes como erasmista o no -por citar una solamente-, difícilmente precisables en ocasiones, precisamente por ese no saber si es el narrador el que habla o solamente- sin trasfondo- el personaje, y si es en serio o en broma).

Evidentemente, este doble juego de realidad-ilusión es el que permite a Cervantes -según ha visto bien Ortega- crear la novela moderna.

Cervantes está unas veces fuera y otras dentro de la narración, pero siempre disfrazándolo con arte exquisito, con esa tan decantada ironía suya.

El diálogo es -así consideradas las cosas- un poderoso instrumento, y en él reside esencialmente ese poder saltar de uno a otro plano (realidad-ilusión, objetividad-subjetivismo) característico de la obra cervantina.

Con los diálogos de sus personajes Cervantes tiene en su mano un denso haz de recursos. Con esos diálogos puede descubrirnos -a su través- las almas de los seres novelescos, y puede también darnos a conocer sus propias, personales opiniones. Asimismo el diálogo -según hemos visto ya- es el resorte con el que salta a la narración autobiográfica.

Tal vez todas estas consideraciones pudieran contribuir a justificar el porqué de creerse Cervantes introductor de un género nuevo, y a justificar también la definición orteguiana de la novela como categoría del diálogo. Definición sólo válida -repitámoslo- aceptando el Quijote como paradigma novelístico. Con Cervantes, el diálogo deja de ser un elemento novelesco más y alcanza la máxima importancia.

De todas formas, quizá fuera conveniente señalar cómo Cervantes en su madurez, si bien sigue concediendo importancia al diálogo como decisivo elemento novelístico, presta también gran atención a lo descriptivo, a lo puramente narrativo. En el Persiles, el nítido esquema de dos protagonistas, cuyos diálogos son el eje y la causa de la narración, ha sido complicado con la añadidura de nuevos elementos, entre ellos el peso de lo descriptivo, de lo ambiental.

Si a Flaubert leyendo el Quijote le era fácil imaginarse los caminos españoles, dados más por alusión que por descripción directa, ahora, frente al Persiles, el lector encuentra algo más que alusiones o breves cuadros descriptivos. El paisaje, de marco o insignificante sustentáculo de unas acciones humanas, ha pasado a ser -barroca, románticamente- un protagonista más.




La narración objetiva. La impasibilidad naturalista

Más consideraciones podrían hacerse aún sobre el valor novelístico del diálogo, pero es preferible pasar ya a otros aspectos del problema planteado en este ensayo.

No sólo es haciendo hablar a los protagonistas como un escritor puede escribir una novela -puede narrar una acción-, sino que existen también otros recursos, otras técnicas, en cuyo examen voy a detenerme brevemente.

A propósito del diálogo de Cervantes en sus Novelas ejemplares recordaba líneas arriba los diferentes tipos de novela cultivados en España con anterioridad a la obra cervantina, y advertía cómo esos tipos venían a ser los fundamentales dentro del género.

Tal vez el más antiguo narrar sea el objetivo, propio de la antigua épica, en la que el poeta pide voz y aliento poético a los dioses o a las musas, y narra lo que ha visto o ve desde fuera. Sin embargo, al poeta le resulta, a veces, difícil mantenerse en ese plano de objetividad, y no puede evitar el introducir su voz en el relato, declarando sus simpatías, matizando de subjetividad la acción que transcurre fuera de él, pero en la que él interviene afectivamente.

El novelista hereda esta forma épica, y con ella toda la tentación y todo el riesgo de romper la objetividad del relato con la introducción de su voz. El mismo Cervantes, aun cuando se sirve del diálogo para disfrazar sus personales opiniones, expresándolas a través de sus seres novelescos, gusta también de hablar por cuenta propia e incluso se permite detener la acción -caballero y vizcaíno, espadas en alto-, reanudándola luego. (Este recurso -suspensión de la acción- habrá de ser luego muy utilizado. Sterne, en su Tristán Shandy, presenta en una ocasión a un personaje golpeando una puerta, y solamente varios capítulos más adelante le permite entrar).

Pero es, tal vez, en los años románticos cuando la presencia del escritor en la narración objetiva se acentúa más, e incluso llega a convertirse en un amaneradísimo artificio. En nuestras letras, Fernán Caballero, Trueba, Alarcón -entre otros-, no sólo se permiten introducir su voz en la acción, glosando y subrayando episodios, anticipando hechos y fichando moralmente a los personajes, sino que incluso llegan a fingir diálogos con el lector, con lo cual este último interviene también en la narración.

Se comprende que, por reacción, los escritores naturalistas propugnaran la total impasibilidad, el completo apartamiento del narrador, el cual debía presentar hombres y acciones, absteniéndose de todo comentario y evitando manifestar simpatías o antipatías. La novela como documento humano, como impasible fotografía, fue el ideal de estos hombres; ideal que era poco menos que una entelequia inalcanzable.

Resulta curioso -y ya en otra ocasión lo he comentado- que esta técnica naturalista, esta fotográfica objetividad coincidan con la aparición de la llamada novela de tesis o novela tendenciosa. No se proponía, pues, el escritor naturalista relatar desnudamente hechos, sino que llenaba esos hechos de intención y se servía del relato novelesco para expresar sus inquietudes sociales, políticas, religiosas, etc. Lo que el naturalista hacía era evitar la moraleja, limitándose a describir los hechos con toda su crudeza, y confiando en que el lector descubriera la intención, la tesis en ellos entrañada.

Por otra parte, no todos los naturalistas supieron mantener en sus novelas esa plena objetividad -tal vez Maupassant sea en las letras francesas el que más cerca estuvo de alcanzarla-, y así, Andrés González Blanco observaba cómo a los naturalistas españoles -excepto a Blasco Ibáñez- se les escapaban latiguillos del tipo de nuestro héroe, como dijimos en otro capítulo, etc.3

El esquema del relato objetivo puede, pues, resultar incómodo para el narrador excesivamente personal, al que le resulta difícil ocultar su voz y sentimientos. Pero también puede ser éste el esquema más fácil para el narrador al que no le interesa en absoluto incrustar su personalidad en la obra. En ciertos tipos de novela que casi podrían calificarse de neo-naturalistas -tan cultivadas en la actual literatura norteamericana- este esquema narrativo sigue siendo el más usado. Estas novelas objetivas no pretenden ser impasibles fotografías y, sin embargo, casi lo resultan. Precisamente la pretensión de una rotunda objetividad, unida a una violencia combativa y a una serie de prejuicios ideológicos, privó a las novelas naturalistas del siglo XIX del tono cruelmente impasible que hoy han logrado algunos narradores norteamericanos al elegir asuntos que no les interesaban como alegatos políticos o sociales, sino simplemente como asuntos humanos, relatables sin antipatía o simpatía.

Por otra parte, la presencia del narrador -perceptible en algunas expresiones- puede, a veces, ir unida a una extraordinaria objetividad narrativa. En El espanto en la montaña, de Ramuz, el narrador no es ninguno de los protagonistas, pero parece estar siempre presente en la acción, aun cuando ésta no transcurra ante sus ojos, y en ocasiones nos deja percibir su presencia precisamente a través de expresiones del tipo de nuestro presidente, semejantes a las que censurara González Blanco.

El narrador más que en singular habla en plural: hemos salido todos afuera del pueblo; echándonos al camino, ya se nos echaba encima, etc. Parece como si el narrador hubiera asumido el papel de coro; un coro que no habla, pero que asiste a los hechos e incluso interviene en ellos.




La narración en primera persona. El narrador como protagonista

De todas formas, y pese a los naturalistas, la narración objetiva no siempre resulta la más apropiada para conseguir un aire de verosimilitud y una ausencia de artificios, precisamente por esa tan desarrollada tendencia a introducirse el autor en la acción, bien con su voz o a través de la de alguno de sus personajes.

Resultado último de esta tendencia es la novela narrada en primera persona, recurso que permite al autor expresar su personal punto de vista sin romper la verosimilitud artística. Este relato subjetivo, autobiográfico, puede adoptar diversas formas, que van desde la pura narración en primera persona a las memorias, cartas, diarios, etc. La llamada novela epistolar vendría a ser, por tanto, una subespecie del tipo que ahora describimos, y en la cual la acción nos es conocida a través de las cartas de uno o más protagonistas.

Páginas atrás quedó citada, como uno de los más antiguos ejemplos de novela epistolar, la que Usoz calificó de Werther medieval, nuestra Cárcel de amor.

Pero es realmente La nouvelle Héloise la que pone de moda este tipo de relato, que tan grato va a ser a los escritores románticos.

Si el Romanticismo suponía, entre otras cosas, una exaltación del yo, parece natural que los novelistas de ese tiempo gustasen de una técnica narrativa que les permitía poner en un primer plano de pasión y con toda la intensidad necesaria sus doloridas voces de incomprendidos. La novela autobiográfica en forma de diario, de memoria o de cartas es el cauce adecuado en el que verterán su angustia todos esos dolientes seres atacados del mal du siècle a lo René, a lo Werther, a lo Obermann.

Pero no siempre la narración en primera persona tiene ese aire romántico, pasional, de confesión en puro grito. En ocasiones el narrador adopta el relato subjetivo, no porque éste le dé pie para expresar su pasión, sus afectos, sino porque desea darnos una visión lateral, personalísima y deliberadamente subjetiva de su mundo.

Quizá el mejor ejemplo de esta clase de narraciones vendría dado por nuestras novelas picarescas, caracterizadas por la forma autobiográfica. Si el pícaro narra sus propias aventuras, no es porque carezca del cronista que seguía al caballero para relatar sus hazañas, sino porque el autor quiere ofrecernos, a través de la confesión del protagonista, una visión irónica de su mundo, de su época. (El espejo stendhaliano puede ser un espejo deformador: los ojos del Buscón ven la realidad transformada en esperpento).

Claro es que, en ocasiones, esa mirada del pícaro tiene la fría impasibilidad del Lazarillo de Tormes, el cual no se permite interponer nada entre sus ojos de espectador y los seres en ellos reflejados.

Por el contrario, en las más representativas novelas picarescas posteriores, barrocas y muy distintas, técnica e incluso espiritualmente del Lazarillo, se ha interpuesto ya algo entre los ojos del pícaro y el mundo de su alrededor; algo que puede ser la ya citada cruel y humorística tendencia a caricaturizar -a esperpentizar- la realidad, o algo que simplemente se llama desengaño, ese barroco desengaño que lleva a Guzmán de Alfarache a extraer consecuencias morales de sus propias miserias.

La adopción de la forma narrativa en primera persona tiene, pues, un signo muy distinto en la novela picaresca, comparada con la novela autobiográfica romántica. En ésta el escritor utiliza la primera persona porque narra desde la pasión subjetiva, porque sólo su yo le interesa y a él quiere acercarnos por medio de su relato. En la no vela picaresca no es tanto el yo, la personalidad del pícaro, lo que interesa, como el mundo en el que ese pícaro se mueve y que vamos conociendo desde sus ojos, instalados en esa visión picaresca de la vida, que comunica nuevo color y nueva perspectiva a lo que desde otros ojos parecería completamente distinto. El yo del pícaro es sólo la atalaja con la que asomarnos a una sociedad, a una época. En la novela romántica todo viene dado en función del yo del narrador, pero a diferencia de lo que ocurre en la picaresca, el interés se concentra en ese yo y no en lo que le rodea.




El narrador como espectador

De todas formas, es conveniente insistir en que el pícaro no es sólo espectador, sino actor también, y el más importante en las novelas de esta clase.

Existe, por el contrario, otro tipo de novela en la que el narrador es un ser pasivo que se limita a contar lo que ve, sin que él intervenga decisivamente en la acción.

Al escritor le interesa, en ciertos casos, que el relato no sea ni objetivo ni subjetivo. Le interesa presentar al protagonista visto desde una subjetividad, la de un espectador de sus hechos, al que se confía el papel de narrador. Esto permite crear perspectivas deliberadamente deformadoras o confusas, como la que Alan Fournier presenta en su delicada novela Le grand Meaulnes. La historia de un adolescente contada por un amigo, niño también, y vista desde el recuerdo, adquiere un aire irreal y poético.

La deformadora perspectiva que supone el relato de unos hechos presenciados por un espectador niño es hoy recurso utilizadísimo en la moderna novelística. Obras como La balada y la fuente, de Rosamond Lehmann, podrían servir de ejemplo.

En ocasiones no es necesario que el autor adopte la narración en primera persona para conseguir esa deformadora perspectiva infantil, sino que ésta es alcanzable incluso en la narración objetiva.

Huracán en Jamaica, de Richard Hughes, es uno de los mejores ejemplos que conozco, en cuanto a narración de unos hechos vistos con toda la indiferencia y la inocente crueldad de la infancia. La presencia de determinados conceptos con mayúsculas, la increíble impasibilidad con que se narra la muerte de uno de los niños -una alusión nada más- definen bien esa perspectiva infantil desde la que es enfocado todo el relato.

Un mayor virtuosismo técnico supone la narración puesta, no ya en boca de un niño -para contrastar, frecuentemente, su inocencia con la dureza del mundo circundante-, sino en boca de un animal doméstico, de cuyos ojos se sirve el novelista para narrar lo que a su alrededor sucede. Como en el caso anterior, no siempre es necesaria la narración en primera persona. Flush, de Virginia Wolf, es un relato objetivo en el que, sin embargo, todo está narrado desde las sensaciones de un perro.




Complejidad de la técnica narrativa

En ocasiones, la multiplicidad de planos subjetivos produce deliberada oscuridad y confusión respecto a la acción o a las psicologías de los personajes centrales. Recurso bastante utilizado en la actual novelística es este de darnos una visión prismática de un mismo personaje, enfocado por los distintos ojos de otros personajes de la narración. En las Sagas de los Forsyte, de Galsworthy, la figura principal, Irene, nos es dada a conocer primeramente a través de los ojos de otros seres novelescos, resultando difícil al lector aprehender una imagen definitiva de esa figura principal; tan variadas son las opiniones.

Aldous Huxley maneja con extraordinario talento y gracia este que podríamos llamar perspectivismo novelístico, en narraciones como la tan famosa Contrapunto o en Those barren leaves. (El mismo Huxley ha demostrado un extraordinario virtuosismo técnico en Eyeless in Gaza, barajando acciones en distintas fechas -1933, 1934, 1926, 1902, 1903- y dándonos así a conocer una acción y unos protagonistas sin más solución de continuidad que la que el lector va extrayendo del deliberado desorden cronológico).

La complicación aumenta cuando el personaje, conocido a través de otros varios, es un personaje inexistente, muerto o desaparecido. La leyenda de Magdalena Grey, de Clémence Dane, es el mejor ejemplo de esta técnica, al presentarnos a unos cuantos seres charlando acerca de una mujer cuya personalidad nunca llegaremos a comprender, y de la que únicamente nos son dados rasgos diversos a través de la conversación de los otros personajes.

Claude Houghton ha demostrado también gran afición a este tipo de novelas con personajes inexistentes, o de los que se habla durante toda la novela y que sólo al final aparecen.

En ocasiones, la presencia de más de un plano subjetivo en un mismo relato no pretende crear confusión respecto a alguna figura o hecho, sino que es simplemente un virtuosismo técnico con el que sólo se pretende insinuar un paralelismo o una disonancia. En las Ideas del gato Murr sobre la vida simultanea Hoffmann el diario de Murr con el del músico Kreisler, fingiendo que el primero se encuentra escrito en las páginas que había en blanco en el otro, y encontrando así un pretexto para la mezcla de ambos relatos.

El paralelismo de dos acciones puede ser narrado también objetivamente, simultaneando dos planos, dos relatos, como ocurre en Las palmeras salvajes, de Faulkner, o en Las viñas de la ira, de Steinbeck.

E incluso dentro de un solo relato con unidad puede obtenerse un efecto de desdoblamiento narrativo, tal como lo consiguió Ramón Pérez de Ayala en El curandero de su honra al presentar en una misma página, en dos columnas verticalmente paralelas, el fluir separado de las vidas de la pareja protagonista.

Pero a nada conduce ya continuar citando ejemplos que denuncien esa complejidad técnica propia de la novela y, sobre todo, de la de nuestros días.

Estamos ante un género literario que por su flexibilidad y características permite los mayores atrevimientos técnicos. La novela es hoy -junto con el teatro, cuyas posibilidades expresivas tanto han aumentado en nuestros días- el género literario que más fácilmente se presta a toda clase de ensayos y experiencias. Quizá no otra sea la causa de ese tono -insoportable a veces-, como de novela de laboratorio que presentan tantas narraciones contemporáneas, en contraste con el más puro y despreocupado narrar que caracterizó la novelística de siglos anteriores.

No se crea, sin embargo, que las acrobacias técnicas realizadas sobre la novela como campo de experimentación han comenzado en nuestro siglo. Citamos ya antes el Gato Murr, de Hoffmann, como ejemplo de virtuosismo narrativo con la fusión de dos relatos en una misma obra.

En 1838 publicó Karl Lebrecht Immermann su Münchhausen, novela que ofrece la particularidad de comenzar con el capítulo XI. Siguen a éste otros varios -en riguroso orden-, al cabo de los cuales aparecen unas cartas cambiadas entre el autor y el impresor acerca de esa equivocación, introduciéndose entonces los diez primeros capítulos.

No es, pues, tan original y moderno como algunos creen el recurso de alterar el orden de los capítulos -a la manera de la ya citada novela de Huxley, Eyeless in Gaza, donde el normal orden cronológico ha sido violentamente trastrocado- o incluso de permitirse comenzar la novela por el final, haciendo del primer capítulo el último.

Todos estos, en última instancia, trucos novelísticos evidencian tal vez un momento de decadencia. El puro narrar comienza a no atraer excesivamente al lector, y es necesario recurrir a la complicación técnica, a la ingeniosidad con que satisfacer las necesidades de unos lectores tan intelectualizados ya que no saben acercarse a la novela narrada y construida lineal, ordenadamente, tal como nuestros abuelos las compusieron y leyeron en una época en la que parecía interesar más lo que se narraba que cómo se narraba.

No cabe aquí discutir si corresponde a ellos el acierto, o si, por el contrario, hay que adjudicárselo a los novelistas y lectores de nuestro tiempo, más exigentes estéticamente, pero carentes ya de aquella capacidad creadora y receptora que permitió a Dickens crear -ya que contaba en todos los pueblos del mundo con un público idóneo- uno de los más maravillosos mundos novelísticos de la literatura universal.




Novela minoritaria y novela de masas

En cualquier caso, lo que sí parece cierto es que en la novela de nuestro tiempo comienza ya a darse el fenómeno de partición en dos campos que hasta ahora parecía sólo dable en la poesía lírica y en el teatro.

Un hombre del siglo XIX no hubiese comprendido del todo la diferenciación entre novelas minoritarias y novelas multitudinarias, ya que en esa época la novela era un género popular y minoritario a la vez, y lo mismo leía a Zola, a Maupassant o a Galdós el intelectual que el hombre de la calle.

La novela parecía ser el único género literario en el que la partición masa-minoría -tan clara en la poesía desde hace bastante tiempo, y advertible luego en el teatro- no podría tener lugar. La acentuación de esos virtuosismos técnicos a que acabo de referirme ha traído como consecuencia la perfecta separación de dos núcleos de lectores de novelas, equiparables con los dos grandes grupos de espectadores de teatro o de aficionados a la poesía. Por un lado, los que aún gustan de Pereda, de Galdós, de Dickens, alineables junto con los que en teatro y en poesía están aún en Benavente o en Rubén Darío. Del otro lado, los lectores de Joyce, de Kafka, de Proust, agrupables junto con los de Cocteau, de Giraudoux, O'Neill, Aragon, Elouard, Neruda, etc. Son dos mundos perfectamente diferenciables y que no siempre cabe reducir a diferencia generacional, a diferencia de edad, aunque sí muchas veces.

Creo que el hecho cultural de esta bipartición de campos existente en la poesía y en el teatro, y ahora en la novela, tiene una trascendencia extraliteraria, sobre todo en el caso del último género, considerado siempre -tras la experiencia decimonónica- como el más popular.

El que la novela, que se tenía por género de minorías y de masas a la vez, haya sufrido el mismo fenómeno diferenciativo dado en el teatro y en la lírica, es hecho cuyo alcance no me toca ahora desentrañar, ya que, planteado en toda su amplitud, me llevaría a consideraciones propias de un campo tan ajeno como el de la sociología.

Desde un punto de vista estrictamente literario he apuntado ya cómo el probable origen de la diferenciación, la causa de la aparición de una novela minoritaria, está en el predominio de lo formal, en la acentuación de la técnica.

Y como éste es un ensayo sin moraleja, queda a juicio del lector extraer la que él crea conveniente. Al crítico literario sólo le corresponde observar atentamente la evolución de la literatura de su tiempo y confiar en que, con o sin virtuosismo técnico, minoritaria o multitudinaria, la novela seguirá siendo una de las más bellas creaciones del espíritu humano.







Indice