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La novela

Domingo Ynduráin




Preliminar

Como tantas veces se ha dicho, el resultado de la guerra civil supone un corte muy profundo con la tradición inmediatamente anterior; en lo que respecta a la novela, quedan rotas o abandonadas las tendencias renovadoras y aun experimentales impulsadas por Baroja, Unamuno o Valle-Inclán. Ni siquiera las propuestas más próximas de Pérez de Ayala, Gabriel Miró, Benjamín Jarnés, etc., tienen continuadores en los años cuarenta. Parece como si la novela de posguerra entroncara con el realismo de la segunda mitad del siglo XIX.

Hay, pues, por parte de los críticos, una conciencia -más o menos oscura- de encontrarse ante una situación inédita, diferente y poco definida. Prueba de ello es el madrugador libro de Martínez Cachero [1945] titulado significativamente Novelistas españoles de hoy, donde lo reducido del período considerado no permite organizar el material en corrientes o tendencias, sino en obras y nombres singulares. Ahora bien, no se trata solamente de imperativos cronológicos: parece como si los críticos no tuvieran otra posibilidad; así, las primeras obras de interés a nuestro propósito son recopilaciones de reseñas «al día» (por ejemplo, Darío Fernández Flórez agrupa en un libro una serie de crónicas radiofónicas, y lo mismo hace Federico Carlos Sainz de Robles con sus reseñas periodísticas). De una u otra forma, los libros de crítica que se publican hasta bien entrados los años sesenta van a mantener este esquema, caracterizado por el estudio individual e independiente de obras sueltas o de autores sin contexto. Esto último es lo que hace Juan Luis Alborg [1958 y 1962] cuando agrupa una serie de apreciaciones monográficas sobre novelistas del momento, sin atender apenas a otra cosa que a la descripción y crítica de los autores en cuestión, cuyas obras se estudian como hechos específicos, autónomos.

Pronto, sin embargo, hay algunos intentos de presentar la novela de posguerra desde una perspectiva más amplia y dentro de un proceso histórico: es el caso -parcial e inevitablemente provisional, dada la fecha- de Max Aub [1945], de los libros más ambiciosos y completos de F. C. Sainz de Robles [1957] y, muy en particular, Eugenio G. de Nora [1962] o de la serie dirigida por Joaquín de Entrambasaguas y realizada por María del Pilar Palomo [1963-1971]. En todos estos casos, la unidad predicada por los títulos recubre, sin embargo, una tajante división en el contenido, separando novelas y novelistas de pre- y postguerra; la división es perceptible incluso en la presentación material, ya que es frecuente la utilización de un tomo o de un apartado sólo para la novela posterior a la guerra civil: todavía en [1973], José Domingo acudirá a esa distribución en La novela española del siglo XX; en una situación parecida, arrancando de la República, se había situado Rafael Bosch [1971].

Los intentos de presentar como un conjunto la novela del siglo XX no hacen sino poner de manifiesto la ruptura que se ha producido entre 1936 y 1939. Quizá sea la existencia de una fecha tan marcada, de un cambio tan radical, unida a la evidencia de enfrentarse con otro sistema social y político, lo que lleve a mantener a ultranza la ordenación cronológica en los estudios dedicados a la novela española de estos años. Así, da la impresión de que para los críticos la novela cambia o evoluciona con el paso del tiempo, por oleadas, pero que cada oleada, cada momento temporal es homogéneo (salvando, claro está, las inevitables diferencias de carácter, personalidad, etc.). A este respecto, la unanimidad de la crítica resulta tan sorprendente como la unanimidad de los fenómenos descritos. El caso es que la novela se ordena de acuerdo con la teoría de las generaciones, como hace, por ejemplo, Antonio Iglesias Laguna [1969], o por la fecha de nacimiento de los autores, como Rodrigo Rubio [1970], o por la fecha de aparición de las obras, caso de Rafael Bosch [1971], etc. Pero el ejemplo más claro y cabal de esta organización basada en criterios cronológicos y, dentro de cada grupo, en exposiciones de tipo individual, es la obra de Martínez Cachero [1979 a], que constituye el más completo repertorio de novelas y novelistas aparecido hasta la fecha.

Indudablemente, el esquema generacional o directamente cronológico está en el fondo de todos los estudios de conjunto dedicados a la novela de posguerra. Sorprendentemente, la norma es que los críticos se ocupen casi en exclusiva de los contenidos de las obras, dejando el estilo, la organización del relato, etc., en el olvido o, en el mejor de los casos, como factores secundarios a los que no dedican más que ligeras observaciones de pasada. Aparte los casos de incapacidad o de desinterés, el fenómeno parece responder a la convicción de que la novela de esos años posee una rara homogeneidad estilística -el realismo-, que libraría al estudioso de analizar en cada caso ese aspecto de la creación literaria. Aunque esta homogeneidad formal no se declare en todos los casos de manera explícita, me parece que no otra es la causa de tal olvido y de la correspondiente preferencia por los contenidos. Preferencia que viene además impulsada por motivaciones ideológicas o directamente políticas: como en el siglo XIX, la novela es -o se convierte, o la convierten- en arma de combate. Y ello hasta tal punto, que no se puede entender la novela de estos años (ni la crítica de esa novela) prescindiendo de los planteamientos políticos, esto es, de la circunstancia social en que nace y respecto a la cual cobra sentido (por ejemplo, un rasgo significativo en la crítica es la inclusión o exclusión en los estudios generales de las novelas y los novelistas del exilio).

Ya entrados los años sesenta, y quizá como reacción ante el marcado formalismo de la novela hispanoamericana, o por otras causas concomitantes (evolución interna de la crítica, más amplia perspectiva histórica...), empiezan a aparecer estudios que, a la mera organización cronológica, añaden otras consideraciones. Así, Juan Carlos Curutchet [1966] divide la novela en dos tendencias, realismo histórico y realismo crítico; Ramón Buckley [1968] distingue entre objetivismo, selectivismo y subjetivismo, etcétera. La necesidad de superar la organización externa, cronológica, se hace sentir con fuerza en estos años: hay una clara tendencia a la abstracción encaminada a obtener los comunes denominadores que permitan agrupar las novelas en corrientes o en series literarias. A esta necesidad responden los libros de Juan Ignacio Ferreras [1970] y de S. Sanz Villanueva [1972], significativamente titulados ambos Tendencias de la novela; ese intento de sistematización se puede percibir también en la obra de J. Corrales Egea [1971], José Domingo [1973], etc. Que los resultados estén más o menos alejados del objetivo es algo que habría que ver en cada caso; pero de lo que no cabe duda es de la novedad de estos enfoques, que, a pesar de ello, mantienen, en algunos casos, los esquemas cronológicos y, en todos, la preferencia por los contenidos como factor distintivo y determinante de las clasificaciones. Esto último es algo que, al parecer, queda indisolublemente unido a la visión de la novela que se escribe hasta los años sesenta; me refiero a la primacía del fondo a la hora de analizar las novelas escritas entre 1939 y, más o menos, 1960. A partir de 1960 o 1962 el criterio de la crítica cambia, o puede cambiar, siempre que se analicen también obras posteriores a esas fechas. Caso ejemplar es el de Gonzalo Sobejano [19752], que si hasta la época citada señala tres tendencias o, mejor, tres temas (novela de la guerra civil, novela existencial y novela social), caracteriza el último período como «novela estructural». Algo parecido hace Ignacio Soldevilla [1980], cuando estudia con obvios criterios cronológicos la generación de la preguerra (arranque que también había adoptado Ferreras [1970]), la generación de la guerra civil y la de los años cincuenta; pero, a partir de ahí, cambia de registro y ofrece una última parte titulada «otras vías de renovación». En todos estos planteamientos es perfectamente perceptible la coincidencia entre el cambio que los críticos notan en los años sesenta y la correspondiente modificación que ellos realizan para adaptarse a las nuevas circunstancias (en general, véase R. Cardona [1976] y Anales [1976 ss.]).

Hasta la fecha, el balance crítico se cierra con la última obra de Sanz Villanueva [1980], y la novela social a la que tanta atención ha venido dedicándose queda caracterizada por esa primacía del contenido que se suele atribuir a todos los realismos. Quizá la nueva perspectiva con que la crítica se ha visto obligada a encararse con las novelas posteriores a 1962 lleve a analizar desde esa misma perspectiva las novelas anteriores a Tiempo de silencio y, en consecuencia, a descubrir tendencias o familias dentro de cada generación o grupo cronológico.






Los últimos años

Habitualmente se viene considerando el año 1962 como la fecha en que el realismo de posguerra decae para dar paso a nuevas tendencias. En 1962, en efecto, aparece Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, y La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, recibe el premio Biblioteca Breve, iniciándose así la invasión de la novela hispanoamericana que tanta influencia va a tener en las letras peninsulares (aunque Marco [1972] matice esa influencia, o la limite a casos concretos [1977]). Pero la fecha de 1962, como cualquier otra, no deja de ser convencional y aproximada, ya que, como señalan Martínez Cachero [19792], Sobejano [1975 2] y Soldevila [1980], la renovación había empezado ya antes.

El hecho es que, ante los aires renovadores venidos de fuera y el cambio de ambiente en el interior, algunos novelistas de la «generación del medio siglo», lo mismo que otros de la «generación del 36», parecen mantener un silencio expectante y reflexivo; los más jóvenes, sin embargo, publican obras más o menos experimentales; recordemos en esos años los nombres de Antonio Martínez Menchén (Ortega [1973]), Gonzalo Suárez, Jesús Torbado o Héctor Vázquez Azpiri. Los escritores activos en la situación anterior tardan algunos años, como hemos señalado, en decidirse en uno u otro sentido; a este respecto, resultarán ilustrativas algunas fechas: López Pacheco, Central eléctrica (1958), La hoja de parra (1973); Caballero Bonald, Dos días de setiembre (1962), Ágata ojo de gato (1974); Juan Goytisolo, La isla (1961), Señas de identidad (1966); C. J. Cela, La catira (1956), San Camilo, 1936 (1969).

Las nuevas formas no se impusieron sin resistencia: frente al auge de la novela hispanoamericana reaccionan de manera teórica, en declaraciones y conferencias, Alfonso Grosso, Ángel María de Lera (Heras [1971]), Martínez Menchén, Isaac Montero (Tola [1971], Marco [1972], Amorós [1975]); y frente al experimentalismo autóctono, lo hacen Martínez Menchén e Isaac Montero, desde los presupuestos del realismo social (Montero [1970, 1972]). Hay autores que no se incorporan a la corriente, como en el caso de J. Fernández Santos, el cual -según Sobejano [1975 2]- es uno de los novelistas «que mejor representan las virtudes de la novela social y más lejos se ha mantenido de sus habituales escollos». Entre los escritores de la generación anterior, Gaya Nuño sigue una línea tradicional con su Historia del cautivo (1966), obra excelente pero, por desgracia, poquísimo conocida (no figura en el libro de Martínez Cachero [1979 a]). Otros autores, como Delibes, dan la impresión de efectuar una escapada -bastante escéptica, por otro lado-, para volver después por donde solían. A pesar de todo esto, hacia 1966 o 1967, se puede afirmar que la balanza se ha inclinado del lado de los renovadores y, sobre todo, que el realismo social es un movimiento definitivamente acabado aunque tenga un retorno tardío con novelistas como R. García Cano, Isabel Álvarez de Toledo o J. Mª. Álvarez. El cambio se ha visto favorecido e impulsado de manera decisiva por la incorporación de escritores acreditados en otras maneras de hacer novela, especialmente, Cela, Delibes y Goytisolo.

Al mismo tiempo, la novela social era combatida por otra corriente, por la llamada «novela metafísica»; García Viñó [1967], promotor de ese tipo de literatura, la define por cinco rasgos, de los que podemos retener el tratamiento culto del lenguaje y de los temas, y la consideración de la realidad invisible o de las repercusiones espirituales como tema. Se trata, en definitiva, de una novela espiritualista de militancia (en gran parte política) contra el realismo social. La valoración de la «novela metafísica» por la crítica más autorizada ha sido muy negativa, en ello coinciden tanto Tena [1979] como Martínez Cachero [1979 a], y, sobre todo, Sobejano [19752] y Esteban [1971-1973].

El agotamiento de la novela tradicional y la subsiguiente renovación se produce, según Martínez Cachero [1979 a], «por cansancio de un cierto modo de realismo, harto repetido; la irrupción de la novela hispanoamericana; el conocimiento de la obra inmediata y mediata de los narradores exiliados; la proliferación de los premios y la alarmante degeneración de algunos, etc.». Para J. Marco [1972], sin embargo, es el fruto del «desengaño», que alcanza tanto a las formas del contenido como a las formas de expresión e, incluso, a la palabra misma; así este crítico señala la tendencia de la nueva novela hacia el formalismo y el expresivismo lingüístico, que se manifiesta en «una revalorización de la imaginación (Álvaro Cunqueiro), una atención hacia el estilo (M. Delibes, R. Sánchez Ferlosio, J. Goytisolo), un cuidado por la estructura (J. Marsé, J. Benet), una manera poemática (Ana María Matute)...». Para algunos de los protagonistas (J. Goytisolo, Caballero Bonald, M. Vázquez Montalbán) el cambio se debe al fracaso de la literatura como arma política.

Así, en un primer momento, y desde la perspectiva de 1970, más o menos, el panorama de la novela española parece bastante claro: por una parte estarían los continuadores de la novela social; por otra, la novela experimental; así, al menos, lo ve Sobejano en 1970. Otros críticos, aunque no realicen una clasificación explícita, parecen estar de acuerdo con la dicotomía propuesta por Sobejano, representada, dentro de los renovadores, por Últimas tardes con Teresa (1966), de J. Marsé, en cuanto continúa la problemática social (dejando ahora interpretaciones posteriores, referidas al sentido de la obra y a la personalidad del autor, como plantea Curutchet [1973]), y por Volverás a Región (1967), de Juan Benet (véase Gullón [1973]) que, en este momento, «representa la posición extrema frente al realismo tradicional español del que se aparta radicalmente», en palabras de Guillermo y Hernández [1971]. Cabría señalar, quizá, la fecha de 1966, año en que aparecen Últimas tardes con Teresa y Las corrupciones, de J. Torbado, o el año siguiente, en que se publica Fauna, de Vázquez Azpiri, como momento de aparición de unas obras que reflejan con distinta óptica los problemas de la sociedad en esa época: desmitificación del proletariado y del compromiso burgués, por un lado, y, por otro, la educación de posguerra presentada como confesiones y con uso sistemático de la segunda persona.

En cualquier caso, el desarrollo de las tendencias apuntadas ya desde 1962, hace que el panorama de la novela española se diversifique y se complique de manera notable. En cierto modo, la dicotomía realismo / experimentalismo resulta insuficiente, lo que obliga a organizar el material de otra manera. Para ello hay tres criterios fundamentales: uno, el más sencillo, consiste en tomar como guía los nombres más conocidos y seguir la evolución de cada uno de ellos, cosa que hace Soldevila [1980]; otro procedimiento es clasificar las novelas por su temática o por su forma (o combinar los dos principios), como Marco [1972] y Sobejano [1975 2]; el tercero, quizás el más esclarecedor, se basa en la fecha de publicación de las obras y, al mismo tiempo, en la edad de los autores, y es el que sigue Basanta [1979]. Esta variedad de criterios indica que las cosas han cambiado y que la realidad no se deja organizar tan fácilmente. Por ejemplo, Sobejano, que en 1970 sólo distinguía dos grupos, se ve obligado en 1975 a añadir un tercero, el que llama «novela estructural», que incluiría desde Martín-Santos a J. Benet; Sobejano explica: «la denominación que yo le doy, novela estructural, podría ser aceptable teniendo en cuenta estos tres aspectos: el relieve de la estructura formal (disposición de las partes en una figura que se presenta como nueva), la indagación de la estructura de la conciencia personal (habitualmente del protagonista) y la exploración de la estructura del contexto social. Novela estructural quiere decir, por tanto, que la estructura está, en este tipo de novelas, más acentuado, formal y sistemáticamente, que cualquier otro elemento». Esto significa, entre otras cosas, que J. Benet se convierte en representante privilegiado de la vanguardia, de la avanzadilla renovadora; quizá porque desde su primera novela se encarriló por esta vía, lo que proporciona un conjunto más coherente que el de otros autores de historia más larga y variada (Duran [1974]; Ayala [1977], pp. 133-188; Gimferrer [1978]; Rodríguez Padrón [1979]).

Lo cierto es que entre 1966 y 1972 o 1973, la situación de la novela -si no de la crítica- se ha consolidado, y lo que era vanguardia se ha convertido en literatura establecida y generalmente aceptada. La elección de esas fechas se basa en el año de publicación de la segunda novela «renovada» de los escritores del «medio siglo» o del «36» que habían cambiado su trayectoria para adaptarse a la nueva situación. Esta segunda novela, más arriesgada, en general, que la primera, da fe de que el camino emprendido se veía con confianza. Así, Cela ha ido de San Camilo, 1936 (1969) a Oficio de tinieblas-5 (1973); J. Goytisolo edita Reivindicación del conde don Julián en 1970, Juan sin Tierra en 1975 y Makbara en 1980; Benet Una meditación (1970), Una tumba (1971), Un viaje de invierno (1972) y Saúl ante Samuel (1980); A. Grosso, Inés Just Coming (1968), Guarnición de silla (1970) y Florido mayo (1973); J. Marsé, La oscura historia de la prima Montse (1970), y Si te dicen que caí (1973); Luis Goytisolo publica Las afueras en 1958, y en 1973, comenzando su trilogía «Antagonía», aparece Recuento, que tendrá como prolongación Los verdes de mayo hasta el mar (1976) y La cólera de Aquiles (1979). A estas novelas habría que añadir la parodia del sistema que es Parábola del náufrago (ya en 1969) de Delibes.

De los escritores que forman el grupo renovador, hay algunos cuya adscripción a él es más aparente que real, sea porque parodian, sea porque desmitifican el mismo procedimiento que están utilizando. Es lo que ocurre, como recuerda Basanta, con La parábola del náufrago respecto a las técnicas de los hispanoamericanos; por su parte, Torrente Ballester publica en 1972 La saga / fuga de J. B., obra de tono paródico y ambiente fantástico parecido, en parte, al de Don Juan y al ambiente de la novela de Cunqueiro, por ejemplo, Un hombre que se parecía a Orestes (1969); en la Saga / fuga de J. B. hay, como señala J. Marco [1977], «una burla metafísica, como en la complejidad del discurrir vital hallamos también la burla del método estructural». Vemos que no bien aparecida la «novela estructural» surge la crítica paródica y desmitificadora.

Al mismo tiempo que se producía el rápido éxito y la consolidación de la nueva novela, algunos críticos señalaban ya los puntos débiles y dejaban entrever una cierta reticencia ante determinados aspectos de ella; así, J. Marco [1972] denuncia lo que de «manera» y de «verborrea expresiva gratuita» hay en las últimas obras (entonces) de Juan Benet; y en sentido contrario, saluda como novedad positiva la mayor facilidad con que se lee Una tumba (y que ahora se advierte aún más en El aire de un crimen, 1980): «aunque el autor sigue prescindiendo de una trama o evolución argumental, la narración se intensifica en varios momentos orgánicamente trabados», para concluir afirmando que la obra en cuestión sería un relato magistral «si hubiera cuidado con mayor atención unos recursos que tienden irremediablemente a convertirse en fórmulas». En efecto, este tipo de novelas se lee con gran dificultad ya que, como ironiza Darío Villanueva [1977], las obras en cuestión no se pueden leer: solamente pueden estudiarse; quizá por ello muchos lectores y algunos críticos echan de menos novelas que colmen el gozo (y el interés) de la lectura, la fruición que supone leer una obra de arte, no sólo el esfuerzo de resolver (a medias) un jeroglífico que -se sabe de antemano- no tiene solución. En cierto modo, las experimentales son obras cerradas, muchas veces farragosas, que en los mejores casos insinúan sin acabar de mostrar nunca: se trata de una constante frustración de las expectativas que mantiene al lector en tensión y que explica, en parte, el tono airado y agresivo de esta literatura.

Quizá por ello se ha notado la intransitividad de estas obras. Por ejemplo, Alicia Ramos [1979], a propósito de la Reivindicación del conde don Julián, advierte que, perdida toda esperanza de desalienación tanto a nivel personal como histórico, el novelista se ampara en la torre de marfil del lenguaje, que le permite forjarse un mundo a su antojo. Este mundo, por virtud de la magia peculiar de Goytisolo, contiene sus propias leyes y no necesita conformarse con pauta alguna del mundo exterior. En este reducto lingüístico, la lectura ya no sirve, ni menos pretende comunicar ni expresar testimonio personal alguno, pues la verdad está ahora dentro de sí, en el laberíntico lenguaje y no fuera. También Rodríguez Padrón [1979], tratando de Benet, ve al escritor como oficiante de un rito religioso y / o mágico en el que, frente a la narración, se subraya la importancia decisiva del narrador, su absoluta superioridad, manifiesta cuando pone al descubierto la falsedad de un lenguaje y la hipocresía de la colectividad que pretende utilizarlo como medio de comunicación. Darío Villanueva [1977] ya había notado la preponderancia del estilo sobre el asunto y llamado la atención sobre la construcción de nuevos mitos en esas obras. Spires [1978] opina «que la novela surge con un cambio de lenguaje referencial a uno autorreferencial». El proceso mitificador es señalado prácticamente por todos los críticos que se han ocupado del tema.

Si nos fijamos, tres son los autores más citados y analizados como representantes de este tipo de novela: Cela, Benet y J. Goytisolo. En ellos, la hipertrofia del método, la coherencia de la estructura, pone de manifiesto la ausencia de funcionalidad: la obra no remite a otra cosa. Queda, en consecuencia, como testimonio del autor, que refleja sus demonios en ella: los exhibe ante la sociedad a la que reprocha sus frustraciones. Por eso, las críticas de Blanco Aguinaga [1975] a Goytisolo o las que suscitó la dedicatoria de San Camilo no tienen sentido: se basan en la referencia a un problema social, objetivo, cuando lo que estas obras plantean son estados de conciencia.

Desde otro punto de vista, parece como si la corriente renovadora iniciada en 1962 y plenamente perceptible ya en 1966-1967, hubiera sido cubierta por una ola que la oculta y da la impresión de rebasarla; esta ola sería la obra de Cela, Goytisolo y Benet. Sin embargo, al refluir ese golpe de agua, notamos que la corriente sigue su movimiento, apenas modificado por aquélla, y llega más allá: advertimos entonces que se trata de fenómenos diferentes que sólo en un momento dado coincidieron. La crítica ha percibido la diferencia y la basa, en general, en la fecha de nacimiento de los autores; probablemente es así, si por edad se entiende los años de formación, las experiencias sufridas. Así, Rafael Conte distingue entre renovación del realismo anterior y subjetivismo experimental (cf. Sobejano [19752]); J. Domingo [1973] encuentra «renovados, nuevos y novísimos»; y Martínez Cachero [1979 a] tradicionalismo, renovación y experimentalismo. Clasificaciones que, en definitiva, coinciden con los grupos generacionales generalmente aceptados: los del «36», los del «medio siglo» (que puede verse también como un solo grupo, dividido entonces en experimentales y tradicionales) y, por último, los más jóvenes, que no participaron -o lo hicieron mínimamente- en la manera realista imperante hasta 1962: los escritores cuyas primeras obras se publican alrededor de 1965, excluido Benet, forman un grupo diferente al de los experimentales y al de la generación de medio siglo. Esto, por supuesto, no quiere decir que no haya realistas o experimentales entre ellos, pero no forman la vanguardia de la novela española de hoy.

Entre la novela actual tendríamos que las obras cuyo tema es la toma de conciencia personal o, mejor, la conquista de la lucidez, están centradas habitualmente en el recuerdo de la educación convencional y falsa recibida, y en el proceso de superación que lleva al descubrimiento de la realidad; es este un tema que se encuentra en Las corrupciones, de Torbado; Fauna, de Vázquez Azpiri; Memorias de un niño de derechas y Las ninfas, de Umbral; El infierno y la brisa, Diálogos del anochecer y Fabián, de Vaz de Soto; o Celia muerde la manzana, de María Luz Melcón. Al mismo tiempo, aparecen otras novelas, documentales y políticas, como las llama Basanta [1979], del tipo de Autobiografía de Federico Sánchez, de J. Semprún; Lectura insólita de «El Capital» de R. Guerra Garrido; La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza; La soledad del mánager, de M. Vázquez Montalbán, obras todas ellas que testimonian de la pérdida de la inocencia, en una u otra forma; entre un grupo y otro podemos colocar ciertas novelas en las que el pasado se ve desde el escepticismo del presente, del tipo de La noche en casa, de Guelbenzu. Y en un tono intimista, desesperanzado, la que para mí es la mejor obra de Umbral, Mortal y rosa (A. Amorós [1977]).

Por otra parte, la novela marginal (marginal en el sentido de que se difunde sólo entre las capillas de los iniciados) produce una serie de obras experimentales, a las que cabe vincular a J. Leyva, Germán Sánchez Espeso, el Vázquez Montalbán de Esperando a Dardé, Álvaro Pombo, F. de Azúa, Javier Marías, Juan Cruz Ruiz, Lourdes Ortiz...

Ante esta situación, los críticos opinan que el panorama de la novela en los años setenta es confuso y difícil (véanse los informes publicados en Amorós [1974-1979] y en Anales [1976-1979]): Soldevila ensaya una clasificación que da lugar a seis apartados diferentes; por su parte, Sobejano prefiere ahora [1979] un criterio formal para dar cuenta de un tipo de novela «cuyos rasgos determinantes, por el paralelismo o en confluencia, vendrían a ser la memoria en forma preferentemente dialogada, la autocrítica de la escritura y la fantasía» (claro que una misma novela -advierte Sobejano- puede pertenecer a más de un grupo).

Da la impresión, en cualquier caso, de que en la novela última hay dos grupos bien diferenciados. Por una parte la novela experimental de los «mayores», agresiva, mitificadora, desesperada a ratos, da cuenta de una alienación y de un fracaso resuelto en ruina o degradación: sustituye la realidad por la escritura como mundo autónomo y autosuficiente. Produce obras de tono trascendente y dolorido, en las que se pretende reemplazar el culto de la realidad por el culto al autor como oficiante de un rito o una ceremonia. En otra vertiente, Fernando Sánchez Dragó elige también el camino de la mitificación más o menos mágica y trascendente, que consiste en cambiar unos mitos por otros.

El otro grupo, oculto y distorsionado en ocasiones por el anterior, empieza a desarrollarse en la década de los sesenta; lo componen, en general, novelas escritas en forma autobiográfica, pero en ellas el protagonista es el arquetipo o representante de una generación perfectamente consciente de sus señas de identidad. Habitualmente, el tema es la superación de la adolescencia y los tabúes que impone la sociedad: es el testimonio de una situación desde la que se contempla una época pasada a la que ya nunca se volverá. El tono suele ser muy crítico, desmitificador de la realidad -personal y social-, lo que no impide, más bien exige, una cierta dosis de sentido del humor: tampoco era tan grave ni tan importante la peripecia vivida, parecen decir. Por último, tras una cierta dificultad inicial, estas novelas se leen bien, hay un desarrollo argumental coherente y un notable interés por la historia narrada y por el análisis de esa historia.





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