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ArribaAbajoEl jansenismo de Nicolás Rodríguez Laso


ArribaAbajoNicolás Laso y los filojansenistas españoles

No procede entrar en nuestro estudio analizar las diferencias entre jansenismo y regalismo y las varias especies de los mismos, ni extenderse sobre los rasgos diferenciadores del jansenismo español, cuya existencia ha sido negada o matizada por prestigiosos historiadores, como Teófanes Egido111 o Rafael Olaechea112.

La palabra «jansenista» se utilizaba desde 1641 para referirse a los defensores de la herética obra de Jansenio, el Augustinus113.

Conocido es el revuelo religioso-político causado por el Sínodo de Pistoya (18-28 de septiembre de 1786). Fue convocado por el obispo Scipione de Ricci, con la aprobación del gran duque de Toscana, Pedro Leopoldo II, uno de los principales miembros del josefinismo y bajo la dirección teológica de Tamburini. Promulgó decretos sobre la gracia, la oración y los sacramentos, que recogían las tesis jansenistas, y otros (infabilidad, no del papa, sino de los concilios, autoridad total de los obispos en sus diócesis), que incorporaban las ideas galicanas. El sínodo provocó la reunión de un concilio nacional en Florencia (1787) que no aprobó enteramente las decisiones adoptadas en Pistoya. Éstas (85 proposiciones) fueron condenadas por Pío VI (bula Auctorem fidei, 28 de agosto de 1794). En España, las proposiciones tuvieron gran audiencia (especialmente en las universidades de Salamanca, Toledo, Sevilla, en los Reales Estudios de Madrid y en círculos eclesiásticos muy extensos). A pesar de que no llegaron a publicarse en castellano, Carlos IV tampoco permitió al inquisidor Lorenzana que se promulgase la bula papal. Sustituido éste por Arce, con Urquijo el espíritu de Pistoya adquirió más fuerza (se llegó a promulgar un edicto episcopalista en 1799, a la muerte de Pío VI); sin embargo, Godoy, para reconciliarse con la Santa Sede, hizo publicar la bula y amenazó con el destierro a quienes defendieran la tesis de Pistoya (12 de enero de 1811).

Paula Demerson114 resume los rasgos comunes de los jansenistas españoles: la admiración por las enseñanzas de San Agustín sobre la predestinación, la necesidad de acudir a las fuentes verdaderas del cristianismo primitivo (período comprendido entre los tiempos bíblicos y el siglo VIII), la defensa de las tesis y libertades galicanas para restituir al episcopado su autoridad y lustre antiguo, la hostilidad contra los abusos de la curia romana, odio a los jesuitas, culpables de haber adulterado la religión con su laxismo y su moral acomodaticia, y el deseo de reducir las manifestaciones exteriores del culto porque la religión no consiste en la magnificencia de los monumentos, del decorado o de las ceremonias115.

Además deberíamos añadir aficiones comunes de los filojansenistas por la investigación histórica, en general, y eclesiástica, en particular. Son conocidos los trabajos de muchos de ellos, como Pérez Bayer o Mayans. Tomsich se ha fijado en fray Manuel Abad y Lasierra, monje archivero del Real Monasterio de San Juan de la Peña de la Congregación Claustral Benedictina, académico de la Historia e inquisidor general (1792-1794), quien dedicó gran parte de su vida a la investigación paleográfica116.

Isidoro Pinedo intenta averiguar si Roda fue jansenista y señala, siguiendo a Appolis, los cinco factores, «generalmente ortodoxos en sí mismos, pero cuya confluencia, favorecida por las circunstancias, acabará, sin embargo, por dar los nombres que en la Península se designarán bajo la etiqueta de jansenistas: 1) La lucha teológica contra el molinismo, 2) La aversión por la moral laxista, 3) el catolicismo ilustrado, 4) el regalismo, 5) la lucha contra los jesuitas»117.

Vamos a ver que, aunque no contamos con escritos doctrinales de Laso, sus relaciones sociales y la conducta en el viaje a Francia e Italia, cuadran perfectamente con este paradigma filojansenista.

En el seno del claustro de la Universidad de Salamanca hubo, desde los años setenta, una corriente minoritaria de signo regalista-jansenista o parajansenista, como le gusta llamar a Olaechea118. Los Libros de Claustros de dicha Universidad están llenos de incidentes entre esta minoría y la mayoría de los profesores conservadores. Como observó agudamente Jovellanos, el ambiente jansenista era grande entre los jóvenes: «en Salamanca toda la juventud es Port-Royalista, de la secta de Pistoya: Obstraect, Zuola y sobre todo Tamburini andan en manos de todos, lo cual permite esperar que los estudios mejorarán cuando las cátedras y la dirección de la Universidad estén en manos de la nueva generación, cuando manden los que ahora obedecen. Toda otra reforma será vana»119. En ella se inscriben estudiantes y profesores salmantinos como Nicolás Rodríguez Laso, Meléndez Valdés, Ramón de Salas o Mariano Luis de Urquijo120.




ArribaAbajoAmbiente filojansenista de Barcelona. Los lazos de Nicolás con el clero ilustrado valenciano y catalán

Nicolás Laso, adoctrinado en la Universidad de Salamanca de finales de la década de 1760-1770, donde había catedráticos como Antonio Tavira o el maestro fray Bernardo de Zamora, (propietario de la cátedra de griego, a quien sustituía Laso), madurado en contacto con Antonio Palafox en Cuenca desde 1771 y ambientado en el clima que la condesa de Montijo y el obispo Climent habían creado en Barcelona, se integró entre los intelectuales y clérigos catalanes y valencianos más progresistas de la España del momento.

El inquisidor Nicolás Laso apenas es mencionado por sus contemporáneos ni por los estudiosos actuales de los jansenistas españoles. Veamos brevemente las relaciones de Laso con los mismos, para caracterizar su personalidad.

La pertenencia de Nicolás Laso al grupo de intelectuales de la condesa de Montijo está fuera de toda duda, como demuestra el hecho de que el mismo conde de Montijo y su hermano Antonio Palafox testificasen en el expediente de limpieza de sangre de Nicolás.

También está demostrado que los hermanos Rodríguez Laso estaban en contacto con el grupo filojansenista valenciano, en especial con Felipe Bertrán y Pérez Bayer. La carta de Simón Rodríguez Laso a José Nicolás de Azara, al día siguiente de tomar posesión de su cargo de rector, presentándole a su hermano Nicolás, manifiesta el afecto de los Laso por Bayer:

«Muy señor mío y de mi mayor veneración: Ya escribí a V. S. desde Madrid que Su Majestad se había dignado nombrarme rector de este Real Colegio. Ayer tomé posesión de mi empleo. Lo participo a Vuestra Señoría para que me mande siempre en este destino. Yo espero que con las sabias instrucciones de Vuestra Señoría y su favor en cuanto pueda ocurrir, lograré desempeñar dignamente mi encargo.

Supongo recibiría Vuestra Señoría los libros que le remití desde Barcelona, por medio del padre Otranto, Religioso Mínimo, y me entregó el señor Bayer, en Madrid.

Monseñor Dugnani, Nuncio en París, manifestó la particular estimación que profesa a Vuestra Señoría; y mi hermano, Inquisidor de Barcelona, que ha venido conmigo, especialísimo amigo del Ilustrísimo Señor Obispo de Ibiza, dirá a Vuestra Señoría, cuando tenga el honor de verle en esa Corte, lo que a sí, dicho monseñor como el Conde de Fernán Núñez, encargaron para Vuestra Señoría.

Espero con gusto los agradables preceptos de Vuestra Señoría y pido a Nuestro Señor guarde su vida muchos años.

Bolonia, 16 de agosto de 1788. B. L. M. de V. San su más obsequioso y respetuoso servidor.

Simón Rodríguez Laso.

Señor Don Joseph Nicolás de Azara»121.



El primer bibliotecario de la Biblioteca Ambrosiana de Milán les pregunta el 5 de agosto de 1788, por el señor Bayer: «Nos preguntó el primer bibliotecario por el señor Bayer».

Es posible que Pérez Bayer, quien había sido «visitador» del Colegio de Bolonia, influyese en el nombramiento de Simón para tal cargo. Lógicamente Nicolás continúa sus lazos con los intelectuales valencianos desde su puesto de inquisidor de la capital del Turia.

Laso no coincidió con Climent, pero inmediatamente se hizo amigo de los clérigos filojansenistas, formados bajo su magisterio. El nuevo obispo, don Gabino de Valladares y Mesía, es calificado por Nicolás Rodríguez Laso como «mi especial favorecedor», el día 15 de junio de 1789, cuando se adelantó hasta Mataró para recibir a nuestro inquisidor que venía de Italia. Este Carmelita de la antigua observancia, fue elegido obispo de Barcelona desde 1775 hasta 1794.

Otro clérigo progresista del grupo de Climent, reconocido amigo de Nicolás, era el futuro obispo de Ibiza, el benedictino Eustaquio de Azara122, hermano de José Nicolás, nacido en Barbuñales, provincia de Huesca, el 20 de septiembre de 1727. Elegido obispo de Ibiza el 7 de abril de 1788, fue consagrado el 1 de junio del mismo año, en la Basílica de Nuestra Señora del Mar de Barcelona, por dos amigos confesos de Nicolás Laso, el obispo de Barcelona, Gabino Valladares Mejía, auxiliado por el obispo de Gerona, Tomás Lorenzana Butrón. Fue trasladado a Barcelona el 12 de septiembre de 1794, a la muerte de Gabino Valladares. Eustaquio muere el 24 de junio de 1797.

En Barcelona residían permanente o temporalmente dos de los personajes de ideología religioso-moral más progresista de la época, discípulos de Climent, con los que Nicolás se relacionó intensamente: la condesa de Montijo y el futuro arzobispo de Palmira y confesor del Rey, Félix Amat Palau y Pont (Sabadell, 1750-1834)123.

En Barcelona, se juntaron tres clérigos, Díaz de Valdés (inquisidor segundo)124, Félix Amat (amanuense, discípulo y heredero ideológico del obispo Climent) y Nicolás Laso (fiscal inquisidor), de la misma generación, abiertos a las novedades científicas, europeizantes y acusados, en algunos momentos, de jansenistas y regalistas, que soñaban con la pureza de la fe y de las prácticas religiosas y con una iglesia de costumbres austeras y sencillas. Había un clima de relativa libertad como demuestra el hecho de que se pudiesen publicar periódicos como El Censor (1781-1787) y el Mercurio histórico y político (1750-1816), portavoces de toda clase de reformas, incluida la propugnada por el sector filojansenista del clero español. Todavía en Madrid y antes de salir para Barcelona, Laso pudo leer, en el número de abril de 1782 del Mercurio histórico y político, la primera pastoral del obispo Ricci de Pistoya que se publicaba en España, cuyas similitudes con el pensamiento reformista de su amigo Antonio Palafox y con los sermones del obispo Joseph Climent eran evidentes125.

Esteban Carro Celada, en un artículo divulgativo, resume el ambiente barcelonés en el que se movían el joven y brillante secretario de Climent, Félix Amat, quien en 1785 pidió ser trasladado a Tarragona junto al arzobispo Armanyá, y su amigo Nicolás Rodríguez Laso:

«[Félix Amat en 1784] gusta acompañar por Barcelona a dos daneses, profesores de Gotinga, Daniel Maldenhawer y Thomas Cristian Tychsen. Son protestantes ¿y eso qué importa? Les conduce por bibliotecas, les introduce en museos y conocen hasta los de casas particulares, [...] Hablan de temas religiosos, de educación de la juventud y del gobierno de España. Los lleva a un lugar alegre, les presenta a un hombre espléndido y acogedor, a don Simón (sic)126 Rodríguez Laso, que abunda en la jovialidad y en dominio de ciencias naturales.

Con la ventana abierta a una Barcelona incipientemente fabril, Félix Amat comenta como quien no da importancia al suceso: Estamos en el tribunal de la Inquisición y este amigo es el inquisidor fiscal. Los daneses se miraron a los ojos, sosteniendo en las ojeras dos preguntas como llamas»127.



Carro Celada recoge este retrato de Nicolás Laso de los escritos del obispo de Astorga, Félix Torres Amat, sobrino de Félix Amat. El obispo Torres Amat, que escribió la biografía de su tío en plena revolución liberal, destaca el espíritu avanzado de este grupo. Los dos profesores daneses visitaron España en 1784 y se entrevistan, en primer lugar, con Pérez Bayer, quien los recomendó a los canónigos valencianos Segarra y Mayans, y éstos, a su vez, los recomiendan al grupo barcelonés. Félix Amat es el cicerone que lo acompaña a visitar los museos (en especial el de Ciencias Naturales) y bibliotecas (la de los padres Carmelitas) y les presentó a Nicolás Rodríguez Laso, el cual les causó una muy buena impresión y les disipó las ideas que tenían sobre la Inquisición, «cuyo solo nombre es un escándalo para otras naciones»128. El obispo Torres Amat añade otros rasgos de la personalidad de Nicolás: era «eclesiástico de no vulgar instrucción en las bellas artes y ciencias naturales» y amigo de Pérez Bayer129 y del mismo Félix Amat130.

El académico Nicolás Laso acudió poco por la Academia de San Carlos, pero casi siempre lo hizo en compañía de Manuel Monfort, otro amigo de Pérez Bayer, director del grabado de la misma, con quien simpatizaba por compartir aficiones artísticas y, tal vez, antiguas correrías madrileñas. Junto a Manuel Monfort realizó sus colaboraciones más destacadas. Por ejemplo, ambos confeccionan en el curso 1804-1805 el título que en adelante se entregaría a los académicos. Monfort puso el dibujo y Laso la leyenda, «y pareció muy bien a toda la junta»131.

La sintonía de Nicolás Laso con la atmósfera filojansenista del clero valenciano se mantuvo hasta que la intolerancia religiosa del partido clerical llevó a la cárcel o el destierro a los miembros más significativos del grupo (condesa de Montijo, Urquijo, Jovellanos, Meléndez Valdés, etc.). Entre 1794 y 1808 convivió con su colega Matías Bertrán, pariente del inquisidor general del mismo apellido. No tenemos documentada la amistad de ambos personajes, aunque hay indicios fundados de la misma desde los años estudiantiles en Salamanca, a juzgar por los currículos oficiales de ambos. Los dos inquisidores valencianos se adaptaron a los nuevos tiempos de temor a las innovaciones y no apreciamos hechos que denoten la continuación de la renovación del pensamiento religioso, que había llevado a Nicolás Laso a entrevistarse con Scipione Ricci el 22 de abril de 1789 en Pistoya.

Corts y Blay, biógrafo de Félix Amat, habla de un grupo de amigos «agustinianos» en Barcelona, formado por Nicolás Rodríguez Laso, el futuro inquisidor general el oscense fray Manuel Abad Lasierra, Pérez Bayer y el arzobispo de Tarragona, Francisco Armanyá Font132 (Villanueva y Geltrú, 1718-Tarragona, 1803). Grupo que estaba en contacto con personajes de ideología similar, como los canónigos valencianos Joaquín Segarra y Juan Antonio Mayans133.

Corts concluye con una intuición irónica: «Nicolás Rodríguez Laso debía ser una muestra de aquel período en el que la Inquisición -según Menéndez y Pelayo- estaba en manos de los jansenistas134.

Sin duda, los filojansenistas españoles formaron un clan, una secta rebelde y audaz dentro de la Nación, cuya fuerza y valor llegaron a inquietar a la monarquía (dimisión forzada de Climent) y a la Corte de la reina María Luisa y Godoy (persecución de Jovellanos, Meléndez Valdés y otros). Todos luchan desde sus cargos contra el inmovilismo de la religiosidad tradicional135. Una sección de esa secta jansenista estaba en Barcelona, ¿cuál fue el papel del inquisidor Nicolás Laso?

En opinión de Rafael Olaechea fue muy importante, pues dice que el inquisidor general Abad y Lasierra «había permitido la entrada en España de algunos libros de cuño netamente jansenista, tales como ciertos opúsculos de Pietro Tamburini, profesor de teología en el Pórtico Teológico de Pavía, y tampoco se opuso a que corriera por la Península la traducción de las actas del Sínodo de Pistoya (1788), que hizo clandestinamente el familiar de la Inquisición de Barcelona, don Nicolás Rodríguez Laso, el cual, en su viaje a Roma, visitó al cardenal Stefano Borgia y le regaló algunos ejemplares de su traducción, aparte del centenar de ejemplares que repartió a su paso por Milán»136. La afirmación de Olaechea, basada en fuentes jesuíticas, no ha podido se confirmada con otros datos, pero tampoco desmentida.

Como la traducción fue clandestina es difícil, en todo caso, llegar a una conclusión. Además hay ciertos problemas de calendario. El periódico Mercurio histórico y político da noticias detalladas de algunas sesiones del Sínodo de Pistoya en el número de abril de 1787 con seis meses de retraso, ya que la solemne ceremonia de apertura en la iglesia de la Academia Eclesiástica de San Leopoldo de Pistoya había sido el 18 de septiembre de 1786.

El sínodo provocó la reunión de una Asamblea Nacional en Florencia, de la que el Mercurio da noticia un mes después en el número de abril de 1787. Dicha Asamblea no aprobó enteramente las decisiones adoptadas en Pistoya, lo que provocó que el obispo Ricci le presentase la renuncia a la sede episcopal al Gran Duque en una carta del 28 de mayo de 1787, hecha pública en junio de 1788. En la carta le pide al Gran Duque que publique las actas del Concilio de Pistoya para aclarar las cosas y contrapesar la opinión contraria a dicho sínodo, dominante en la Asamblea de Florencia137. El Gran Duque no acepta la petición de renuncia y Ricci contesta con una carta pastoral que se publica el 5 de octubre de 1787, la cual aparece traducida en el Mercurio de julio de 1788, cuando Laso ya había emprendido su viaje y se encontraba en París.

Vemos que las Atti e decreti del Concilio diocesano di Pistoia estaban sin permiso de publicación a mediados de 1787. Al año siguiente, 1788, aparecen traducidas en varios idiomas en Pavía, bajo la dirección de Pietro Tamburini.

Como Nicolás Laso emprende su viaje el 15 de mayo de 1788, podemos deducir que es imposible que pudiese adquirir, traducir e imprimir las actas del Concilio de Pistoya en tan corto espacio de tiempo, salvo que utilizase una copia manuscrita simultánea a la que manejaba Tamburini.




ArribaAbajoLa conducta filojansenista de Laso durante el viaje

Parece que fue en Bolonia, en octubre de 1788, cuando Nicolás pudo ver impresas las actas del Sínodo de Pistoya e intercambiar opiniones con el arzobispo, pues anota el 16 de ese mes: «Por la noche, fuimos a visitar al señor cardenal-arzobispo, que nos enseñó el Sínodo de Pistoya y Prato, recién impreso y publicado con fecha del 3 del corriente, haciéndonos ver, al mismo tiempo, algunas notas que su Eminencia iba formando sobre algunas proposiciones que le parecían dignas de censura».

En la velada del 23 de octubre, en casa del cardenal-arzobispo de Bolonia, don Andrés Giovannetti, vuelve a conversar sobre Pistoya: «Por la noche, asistimos a la conversación del señor Cardenal-Arzobispo, donde se habló mucho de las cosas de Florencia, notándose que entre los boloñeses, sin embargo de ser del Estado Pontificio, hay muchos que opinan poco favorable hacia sus derechos».

La posibilidad de que Laso no fuese el traductor de dichas actas no disminuye en nada la importancia de su filojansenismo, puesto que cuando el día 22 de abril de 1789 se entrevista con el obispo Ricci, conocía perfectamente las ideas del sínodo, por haber leído las actas: «combinando las especies que tocó [el obispo Ricci] con las que vierte en el Sínodo, creo que su modo de pensar es copiado de los franceses que no pasan de 40 años de edad».

Su filojansenismo dio base a que se le atribuyese dicha traducción. ¿Fue un rumor que los ex-jesuitas de Bolonia hicieron correr para desacreditar al inquisidor Laso? Está claro que ni Laso como persona ni su visita del 22 de abril de 1789 al obispo Ricci les cayó bien a algunos ex-jesuitas como Lorenzo Foguet o Salvador Xea. Otros simplemente lo consideraban un espía jansenista: «A más de estos disgustos, tuvo algún otro el inquisidor Laso así en Roma como aquí, siéndole muy sensible lo que imprudentemente le dijo uno, y es que varios de los ex[jesuitas] le consideraban como un espía [...] Es innegable también que el mencionado inquisidor, vuelto de Roma, no mostró hacia nosotros aquella amistad y confianza que había manifestado al principio»138.

Parece que la conducta de Nicolás en Bolonia dio motivos para esta desconfianza, pues anota en el diario del 21 de agosto de 1788: «Deseoso de informarme de las ocupaciones literarias de los ex-jesuitas residentes en esta ciudad y en las demás de Italia, por lo que puede interesar a nuestra nación, hablé con don Ángel Sánchez, natural de Ríoseco, que ha publicado en Madrid varias traducciones de los libros sagrados con notas. Y conseguí noticia exacta de todos los escritores, especialmente de don Francisco Javier Alegre, natural de Veracruz, que acababa de morir aquí».

Esa desconfianza por parte de los jesuitas tenía su fundamento en la conducta de Nicolás Laso, pues no sabemos cuáles eran sus intenciones sobre unos documentos tan queridos por los jesuitas como eran los diarios del padre Larraz y del padre Luengo, cuando hace gestiones en Bolonia para localizarlos y, tal vez, apropiarse de ellos. El 24 de octubre anota: «Estuvo a visitarnos don Manuel de Acevedo, ex-jesuita portugués. Por la tarde encargué a don Manuel Sánchez me buscase el Diario139 y comentarios140 del viaje que hicieron los jesuitas cuando fueron expelidos de España, pues tenía noticias que, por lo que toca a la provincia de Aragón, los había escrito el padre Larraz, y por los de Castilla, el padre Luengo, ayudado de otros compañeros suyos» (Bolonia, 24 de octubre de 1788).

Cuando Laso visita a Ricci, éste no pasaba por sus mejores momentos, ya que era acusado de malversación de fondos eclesiásticos. El Mercurio de octubre de 1788 publica el motu proprio que el gran duque de Toscana había tenido que redactar en defensa del obispo Ricci.

Tomsich afirma que «es probable que las actas del Sínodo de Pistoya se vendieran ya por las fechas en que el padre Centeno escribía su Oración que en la solemne acción de gracias que tributaron a Dios en la Iglesia de San Felipe el Real de esta corte las pobres niñas del barrio de la Comadre asistentes a su escuela gratuita, por haberles vestido y dotado S.M. con motivo de su exaltación al Trono y Jura del Serenísimo Príncipe Nuestro Señor, dijo el P. Presentado en Sagrada Teología, Fr. Pedro Centeno, del Orden de San Agustín el día 20 de setiembre de 1789, en la que defendía a las Sociedades Económicas de Amigos del País y habla del cuerpo místico en un tono similar al del obispo Ricci141.

Desgraciadamente no hay datos para poder demostrar lo evidente: Nicolás Laso fue el inquisidor del grupo filojansenista que se formó en Barcelona en las dos últimas décadas del siglo XVIII, como se deduce de la visita que nuestro inquisidor le hizo al obispo de Pistoya, Scipione Ricci, el 23 de abril de 1789 y de la amistad entablada entre Laso y los hermanos Palafox Croy de Havre (esposo y cuñados de la condesa de Montijo y centro del filojansenismo español), desde 1771, sobradamente demostrada en el expediente de limpieza de sangre de los hermanos Rodríguez Laso (1779).

Laso evidentemente era regalista (aspecto político del jansenismo), pero parece que también era jansenista en su espiritualidad (jansenismo teológico), a juzgar por su admiración hacia la religiosidad interior de los cartujos: «El ir a la Cartuja es un paseo. Tenía grandísimo deseo de ver la de Bolonia, así por el afecto que profeso a estos solitarios, como por lo nombrado que es este Monasterio.» (Bolonia, 20 de agosto de 1788).

Hemos intentado confirmar la afirmación de Rafael Olaechea de que el fiscal inquisidor Nicolás Laso iba repartiendo las actas del Sínodo de Pistoya en su viaje a Italia, en especial en Roma y en Milán donde regaló un centenar142.

Hemos examinado detenidamente el diario del viaje del inquisidor Laso, pero no hemos encontrado alusión ninguna a la traducción de las actas del Sínodo de Pistoya ni a su regalo a los personajes italianos visitados. Lo cual no significa que no los repartiese, a juzgar por las visitas realizadas. En cualquiera de estos lugares pudo Laso regalar su traducción a los funcionarios imperiales, regalistas y pistoyanos, casi por definición.

En el diario de Laso son frecuentes las alusiones al obispo de Pistoya, sin duda suscitadas por su presencia. Por ejemplo, hay la citada referencia al jansenismo pistoyano en su conversación con la máxima autoridad de Bolonia el cardenal-arzobispo el 23 de octubre de 1788.

En Roma, el 5 de febrero del año siguiente, antes de comer con Azara, se trató «acerca de las cosas de Nápoles y del obispo de Pistoya».

Pero donde más claramente mostrará nuestro inquisidor su jansenismo es en la visita que realizará al obispo de Pistoya, con quien se entrevista el 22 de abril de 1798. Copiamos literalmente del Diario en el viage:

«Salimos de Lucca y llegamos a las once a Pistoya. Vimos al Obispo y el Seminario Conciliar, en que se educan de la Diócesis y fuera de ella. Los cuartos de los seminaristas están pintados a la Rafaela y muy aseados. No tienen cuadros ni estampas, y sólo un Cristo de bronce en una peana sobre la mesa de estudiar. El refectorio, donde entramos cuando comían, está servido como el del Seminario de Nobles de Madrid, esto es, en mesas separadas redondas, y no en tablas largas alrededor. La sala de Phísica Experimental es muy buena. El señor Duque ha regalado bellos instrumentos y máquinas. Dos jóvenes que nos la enseñaron y practicaron a nuestra presencia algunos experimentos, me parecieron instruidos y de una crianza excelente. En la capilla hay un altar con una cruz y sus candeleros y sólo vi dos o tres cuadros en las paredes de ella. Creo que uno era de San Joseph. Enfrente ha hecho el obispo un palacio hermoso que todavía no habita.

En el discurso que tuve con este obispo comprendí claramente que todas sus operaciones se dirigían a servir y poner en planta las ideas del Gran Duque. Demasiada franqueza en hablar de los procedimientos de Roma y un ardor en proponer sus reformas, más propias de un fiscal de la Cámara de Castilla que de un obispo que preside un sínodo. En pocas palabras me significó su plan y, combinando las especies que tocó con las que vi de éste en el sínodo, creo que su modo de pensar es copiado de los franceses que no pasan de cuarenta años de edad.

Después de comer salimos para Florencia a donde hicimos noche».



Es difícil describir con menos palabras la ideología del célebre Sínodo de Pistoya, cuya agresivo regalismo parece no contar con todas las bendiciones de Laso. Ante las palabras precedentes de Laso, uno de los máximos representantes del jansenismo español, al menos deberíamos calificar a nuestro jansenismo de moderado, que criticaba el francés prerrevolucionario, el de los «franceses que no pasan de cuarenta años de edad» en 1789.

Como buen jansenista no le gustan las manifestaciones de religiosidad exterior teñidas de superstición, aunque éstas se produzcan en el mismo Vaticano: «Por la tarde, volvimos a San Pedro, donde todos los viernes de marzo hay gran concurrencia y, según me pareció, poca devoción» (Roma, 27 de marzo de 1789).

No le parece bien la permisividad con los charlatanes de la religión: «Al ir a San Pedro vi junto a la plaza un charlatán con una efigie de un Capuchino, que parece murió en buena opinión, y refería sus virtudes y milagros, repartiendo anillos tocados al cuerpo. Me admiró que se permitiese esto casi a la vista del Papa» (Roma, 5 de abril de 1789).

También es jansenista el rasgo de censurar la relajación que las órdenes religiosas sufren en su disciplina: «Volvimos a comer a Nápoles y nos esperaba en la posada un monje Celestino, llamado don Felipe de Luna, hermano de uno que fue Guardia de Corps en Madrid. Este religioso suscitó un discurso sobre la disciplina monástica que me dio idea de las máximas que corren en el día en aquella Corte, y toda Italia; y del rumbo que toman algunos Regulares que se proponen vivir secularmente» (Nápoles, 21 de marzo de 1789).

El día 12 de junio de 1788 observa en París «que un hombre tenía un lienzo con milagros de Nuestra Señora pintados, y los explicaba como un predicador».

No les debió gustar nada a los hermanos Laso, las costumbres licenciosas de algunos obispos franceses. Por ejemplo, en la tarde del 19 de junio visitan, en París, el local del juego de la sortija, «y allí el obispo de Orange en frac, sentado con unas señoras, sobre lo cual hicimos alguna observación».

Nicolás se fija en las costumbres principescas de los cardenales romanos: «Esta noche, en dos horas, conocí demasiado las costumbres de los prelados romanos, de que tanto había oído hablar» (Roma, 19 de noviembre de 1788).

No le pasan desapercibido el nepotismo de Pío VI y las corruptelas de la corte pontificia, al describir al cardenal-arzobispo de Bolonia, Andrés Joanneti: «Debe su fortuna a la amistad que tuvo con el Papa reinante, siendo superior de un monasterio, en cuya ocasión le prestó una cantidad para salir de las cuentas de tesorero y ajustárselas con mucha diligencia. Su familia es de caballeros pobres y ahora acaba de casar una sobrina con el conde Sacchi, habiendo hecho canónigos de la catedral a dos sobrinos, hermanos de aquella» (Bolonia, 12 de agosto de 1788).

Cual moderno Lutero, la vertiente más regalista y política del jansenismo de Laso aparece en la tradicional crítica al negocio de las bulas: «Por la noche, vi en casa de Mendizábal las licencias, que dan los médicos impresas, para comer de carne en la Cuaresma y, según me informaron, brindan con ellas llevándolas en los bolsillos. A más de estas licencias dan las suyas, respectivamente, los Generales de las Órdenes Mendicantes. A la verdad este punto clama por reforma» (Roma, 24 de enero de 1789).

Laso va comparando la religiosidad de los extranjeros para extraer enseñanzas, aunque, a veces, es poco lo que pueden enseñarnos, dada su relajación. En Milán hace la siguiente reflexión: «En suma, visto esto, es preciso confesar que cuanto se dice del lujo y comodidades de los regulares en España no llega a lo más común de Francia y esto que vemos aquí» (Milán, 3 de agosto de 1788).




ArribaAbajoLaso, defensor de la causa del venerable Palafox. La pugna entre jesuitas y jansenistas

El cardenal Casanate fue el primer ponente de la causa de la beatificación de Juan de Palafox (Fitero, 1600-Burgo de Osma, 1659), proceso que suscitó una larga polémica entre sus promotores carmelitas y sus detractores jesuitas. Los ecos de esta disputa invadieron la centuria siguiente y forzaron la intervención de Carlos III ante la Santa Sede a través de su embajador, José Nicolás de Azara. Las controversias sobre la beatificación de Palafox agitaron el siglo XVIII143.

Nicolás Laso no es ajeno a esa lucha entre los antijansenistas y ex-jesuitas españoles de Italia, contrarios a la beatificación de Palafox, y los jansenistas y seguidores del Sínodo de Pistoya, partidarios de la misma. Si los jansenistas creían que «la Compañía constituía el obstáculo invencible para todo bien»144, el jesuita padre Luengo describe en varios pasajes de su voluminoso Diario esta pugna en términos no menos beligerantes: «Hasta expirar todos [los jesuitas], y mientras haya una uña de un jesuita en este mundo, les tendrán en contra estos astutos y malignos herejes jansenistas que de cien modos, y por diferentes conductos, maquinan siempre la ruina de la Iglesia y de la religión católica»145.

Respecto al cardenal Stefano Borgia, con quien Laso se entrevistó para felicitarlo por su ascenso a cardenal, el 31 de enero de 1789, dice el padre Luengo: «antijesuita acérrimo y jansenista furioso, siendo pública su amistad y correspondencia con el fanático jansenista Ilustrísimo Ricci, obispo de Pistoya». El diario de Laso es muy escueto: «Estuve esta mañana a dar la enhorabuena del capelo a monseñor Borgia, a propaganda» (Roma, 31 de enero de 1789). Ciertamente debía haber confianza entre Laso y el cardenal, pues repite la visita el 30 marzo: «Por la mañana fui a hacer un empeño con el cardenal Borja, hecho ya cardenal, para que admitiese un criado, y me sucedió una cosa que tendré presente toda mi vida». Laso no dice en qué consistió tal «cosa».

Laso había sido visitado por Borgia al poco tiempo de llegar a Roma, el 13 de noviembre: «Vino a visitarme monseñor Borja y hablamos de su Museo en Beletri y de su última obra sobre el Derecho de la Santa Sede a la Hacanea de Nápoles».

El 13 de noviembre, Laso le devuelve la visita: «Por la mañana visitamos a monseñor Borja en el Colegio de Propaganda, que debe su primer fundamento al español Vives. Nos lo enseñó todo y señaladamente la biblioteca y la imprenta. Tratamos con un obispo etíope que se acababa de consagrar y tenía 33 años». El 20 de noviembre vuelven a «Propaganda»: «Oímos misa en Propaganda, que celebró el obispo etíope».

El 2 de abril asiste a la ceremonia en que se le impone el capelo a Borgia: «Por la mañana fuimos al Vaticano y vimos el Consistorio que celebró su Santidad para hacer la ceremonia de poner el capelo a los cuatro Cardenales que se hallaban en Roma».

Sin embargo, el grado de tolerancia entre jansenistas y ex-jesuitas en 1788-1789 era grande. Laso se entrevistó con los jesuitas más destacados, incluido el futuro San José Pignatelli, restaurador de la Compañía146, de quien se despide muy cortésmente, el 24 de mayo, el día anterior a su salida para España147.

Pero esas buenas relaciones con los jesuitas no eran obstáculo para que Laso impulsase tenazmente la beatificación del obispo Juan de Palafox y Mendoza, antepasado ilustre del conde de Montijo, a quien los jesuitas aborrecían y cuyo proceso de beatificación lograron detener. En varias ocasiones visita el hospicio de Santa Ana de Carmelitas Descalzos, «donde está el Postulador de la causa del Padre Palafox, de la cual me hablaron bastante algunos religiosos», escribe el 26 de enero de 1789.

El 28 de enero, «por la noche estuve en el palacio de España, donde hablé despacio con monseñor Carlos Erskine, Promotor de la Fe, cerca de la causa del Venerable Siervo de Dios, don Juan de Palafox, y de la del Venerable Oriol, Beneficiado que fue de la Parroquial del Pino de Barcelona. Este Erskine es muy señalado por su buena latinidad. Es inglés de origen y nació en Roma, con motivo de haber venido su padre con el Pretendiente».

El 1 de abril repite la visita al Postulador: «Por la tarde fui a Santa Ana, hospicio de carmelitas españoles, a ver al postulador de la causa del Venerable Palafox. Y por la noche a casa del ministro [Azara]».

El 4 vuelve a la carga: «Por la mañana paseé con el Padre Postulador de la causa del Venerable Palafox por fuera de la Puerta Pinciana y me refirió el actual estado de la causa y el trabajo que estaban haciendo cuatro abogados de los más famosos en estas materias y, entre ellos, el viejo doctor Colmeta».

El Nicolás Laso de 1788 reúne en su persona todas las contradicciones propias de los conflictos religiosos y políticos del momento. Como jansenista se aliaba con los enemigos de los jesuitas, como inquisidor guardaba las formas con los miembros de la Compañía.

Por una parte, como filojansenista ligado al círculo de la condesa de Montijo era regalista y contrario a la ideología de los jesuitas. Por otra parte, la Inquisición era teóricamente aliada de los jesuitas, como había detectado Campomanes en 1768 («en el día, los tribunales de Inquisición componen el cuerpo más fanático a favor de los regulares expulsos de la Compañía de Jesús»), y continuaba siendo una fuerza antijansenista tan temible como la había sufrido Olavide el año antes de ingresar Laso en la Inquisición, y como la sufrirán todos los amigos de la Condesa de Montijo a partir de 1798. El viaje de Laso a Italia se realiza en 1788, justamente en el medio entre las persecuciones de Olavide y la del ministerio de los ilustrados de Jovellanos, Urquijo, Meléndez, etc.

Quizá sea esta ambivalencia lo que le permita a Nicolás sobrevivir a los avatares político-religiosos del período 1798-1820, sin salpicarle lo más mínimo. Cuando a partir de 1800 la condesa de Montijo y sus amigos jansenistas sean perseguidos por Godoy y el partido clerical, Laso continuará de segundo inquisidor en Valencia. Cuando Suchet conquiste la ciudad del Turia, don Nicolás soporta los nuevos tiempos, sin mayores dificultades. Cuando vuelva Fernando VII en 1814, Laso es el «inquisidor primero», como si, de manera lógica, le hubiese venido el ascenso por pura antigüedad. Y en 1814 se ganó la confianza del inquisidor fernandino, Francisco Javier de Meir, como veinte años antes se había ganado la del inquisidor Abad y Lasierra en 1794.






ArribaAbajoNicolás Rodríguez Laso, académico correspondiente (1779) y supernumerario (1782) de la de la Historia

Casi un año antes de ingresar en la Inquisición madrileña (6 de diciembre de 1779), Nicolás solicita, el 26 de febrero de 1779, ser admitido en la Real Academia de la Historia, dirigida por Campomanes:

«Ilustrísimo señor: Don Nicolás Rodríguez Laso, presbítero, secretario que ha sido de la cámara episcopal de Cuenca, visitador general y examinador de aquella diócesis y académico de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, deseoso de adelantar en los conocimientos de la historia de España,

Suplica a Vuestra Ilustrísima, con el mayor respeto, se digne admitirle por uno de sus individuos en la clase que tuviere por conveniente, a cuya merced vivirá eternamente reconocido.

Madrid y febrero, 26 de 1779.

Nicolás Rodríguez Laso [autógrafo y rúbrica]».



En el margen izquierdo se anota el acuerdo de la Academia del 26 de febrero de 1779:

«Pase al señor censor», el cual el 5 de marzo contesta: «El censor no encuentra reparo en que la Academia admita al pretendiente en la clase de sus individuos correspondientes. Madrid, marzo, 5 de 1779. Antonio Mateos Murillo».

El mismo día 5 es admitido como académico:

«Certificación. Don Miguel de Flores, etc. certifico que, entre los acuerdos de la expresada Real Academia, que existen en la Secretaría de mi cargo, hay uno de la Junta celebrada en 5 de este mes del tenor siguiente: "En vista del favorable informe dado por el señor Censor a la petición del señor don Nicolás Rodríguez Laso, secretario que ha sido de la cámara episcopal de Cuenca, visitador general y examinador sinodal en aquella diócesis y académico de la Real Academia de Buenas letras de Sevilla, contenida en el memorial presentado en la Junta antecedente sobre que la Academia se sirva admitirle por uno de sus individuos, se acordó su admisión en la clase de Académicos correspondientes y que se le diese el aviso en la forma acostumbrada con certificación de este acuerdo que le sirva de título en forma."

En cumplimiento de lo acordado doy la presente firmada de mi nombre y autorizada con el sello mayor de la Academia.

En Madrid, a 14 de marzo de 1779»148.




ArribaAbajoDiscurso de ingreso

Ingresa, pues, el mismo año que Jovellanos. El 12 de marzo de 1779, escribe su discurso de ingreso, que se lee en la Junta de la Academia de la Historia de ese mismo día. Está rotulado con el siguiente título: Oración gratulatoria del señor don Nicolás Rodríguez Laso, presbítero, secretario de la cámara episcopal de Cuenca, visitador general y examinador sinodal de aquella diócesis y académico de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla. Leída en la Junta de 12 de marzo de 1779149.

Es un breve pero clásico discurso. Después de un conciso exordio, pasa a la narración, que consta de dos partes: «Más debiendo ser este primer acto una solemne acción de gracias a este Ilustrísimo Cuerpo por haberme admitido en el número de sus individuos, me contentaré con decir algo, primero, de la alteza de este beneficio y obligación en que por él me considero y, después, del mérito de las actuales tareas de este Cuerpo y lo agradecida que por ellas debe estarle la Nación».

Nicolás siente una enorme satisfacción por ser académico: «¡Qué momento más feliz para un amante de la gloria es aquel en que su nombre, que de otra suerte quedaría oscurecido eternamente, llega a colocarse, por consentimiento de virtuosos ciudadanos, en un paraje iluminado tan de cerca por el esplendor del Trono!».

Juzga la elección como un «gran bien», inmenso e infinito, que hace que «nuestro nombre se conserve con honor y llegue hasta los tiempos más remotos de la posteridad».

Se considera un poco inmortal: «Así que séame lícito proferir, sin que parezca expresión altiva, que en el hecho mismo de haberme señalado un lugar en el catálogo de los Académicos, se me ha concedido un cierto grado de inmortalidad».

En señal de gratitud, hace la solemne promesa de «contribuir, por mi parte, al mayor lustre de la Academia, empleando desde ahora mis débiles talentos en su obsequio».

Después de elogiar al fundador, Felipe V, y a sus dos hijos reyes (Fernando VI y Carlos III), Laso, quien ya en 1768 hacía constar entre sus méritos que era «individuo de la Academia de Cosmografía que está sita en la Biblioteca de esta Universidad»150, pasa a la segunda parte del discurso («las actuales tareas» de la academia), fijándose exclusivamente en el Diccionario geográfico de España. Una obra, cuya publicación, acordada el año de 1772, era considerada como necesaria y urgente. Laso coincide plenamente con el concepto multidisciplinar de «geografía», que la Academia estaba dando a su diccionario: «el conocimiento geográfico de un país es de los más importantes para la vida del hombre, porque sin él no puede florecer el comercio y la navegación [...] En este Diccionario hallarás, Patria amada, un tesoro de los más estimables monumentos y noticias de su antigüedad y religión, su situación local y extensión, el clima y sus propiedades, genio y costumbres de los habitantes de cada provincia. Los progresos de artes y ciencias, agricultura y comercio. La descripción geográfica de cada reino y país, montes, ríos y campos, baños, minerales y otras producciones. El nombre y origen de cada una de las ciudades principales y menores poblaciones, los palacios, edificios, puentes, acueductos, teatros, bibliotecas, ritos eclesiásticos y todas las memorias y reliquias de la antigüedad»151.

Como no podía ser de otra manera, Laso hace un repaso erudito de la historia de los estudios geográficos: los Comentarios geográficos de Eratóstenes, los de Serapión e Hiparques, en la antigüedad. Entre los españoles cita a Pomponio Mela y Furannio Grácula, en el pasado remoto. Del siglo XV nombra a Nebrija, Barros, Fernández Tejeira, Lansol, Tenreiro, Román Guevara, Muñoz, Segura, Zamora, Pérez de Mera, Ruiz, Berrey, Sessé, Vasconcelos, Tribaldos de Toledo y Baltasar Porreno.

Como metodología para avanzar en los estudios geográficos, propone servirse «de las medallas antiguas griegas y romanas y árabes» y, sobre todo, de los viajes: «pedirá [la Academia de la Historia] a su generoso protector y monarca se sirva destinar algunos sujetos, que recorriendo personalmente la península, hagan cotejo de las cosas y monumentos mismos con las noticias y relaciones que se han dado».

Laso pone como ejemplo de este tipo de viajes los de Zenodojo, Teodoro y Policleto, quienes, en el consulado de Julio César y Marco Antonio, viajaron por mandato del Senado, con el designio de hacer formar una descripción geográfica más exacta de la que había hasta entonces. No es de extrañar que se subvencionen viajes oficiales como el famoso de Antonio Ponz.

Esta idea polifacética de «geografía», en cuya configuración es importante viajar, la manifestará el mismo Nicolás Laso en su Diario en el Viage, que escribirá diez años después, en el que procurará reflejar todos los aspectos de la sociedad de los lugares que va visitando.




ArribaAbajoElogio fúnebre del duque de Almodóvar

Nicolás adquiere la categoría de académico supernumerario tres años más tarde. El 27 de septiembre de 1782, el director Campomanes, quizá conocedor del próximo traslado de Nicolás a la Inquisición de Barcelona, lo asciende a «académico Supernumerario», según certificación del secretario:

«Don Josef de Flores, etc. certifico que de los acuerdos de la expresada Real Academia, que existen en la secretaría de mi cargo, consta que en la Junta de 27 de septiembre próximo, el Ilustrísimo señor director don Pedro Rodríguez Campomanes, conde de Campomanes, propuso para académico en la clase de supernumerarios a el señor don Nicolás Rodríguez Laso, individuo correspondiente de la misma.

La Academia se conformó con esta proposición, lo ascendió a la expresada clase y resolvió se le despachase por la secretaría la certificación acostumbrada que le sirva de título.

En consecuencia de lo resuelto, doy la presente, firmada de mi nombre y autorizada con el sello mayor de la Academia.

En Madrid, a 12 de diciembre de 1782».



Ciertamente Nicolás no pudo asistir mucho a las sesiones de la Academia, puesto que pasó la mayor parte de su vida lejos de Madrid. Las escasas temporadas que residió en la Corte fueron aprovechadas. La más larga fue en el período comprendido desde agosto de 1792 hasta septiembre de 1794, en el que Laso adquirió bastante relevancia, cuyo cénit podemos simbolizar en la Junta del 11 de julio de 1794, día en que leyó el Elogio histórico del Excelentísimo Duque de Almodóvar, director de la Real Academia de la Historia.

Es un elogio fúnebre bastante sincero y documentado sobre la figura del duque de Almodóvar. Aparece un Laso menos retórico que en el discurso sobre las Artes Valencianas, que pronunciará en 1798. Dice seguir el precepto del duque: Sé modesto en mis alabanzas, como lo fue mi carácter.

Laso pasa por alto su ilustre origen, los empleos y distinciones, «para presentar desde luego a vuestra vista una serie, no interrumpida, de acciones conformes a la virtud, en que no tuvo parte ni la casualidad ni el favor».

Narra la vida de don Pedro de Luxan, nacido en Madrid el 17 de septiembre de 1727, su instrucción en las humanidades, las matemáticas y su «irresistible pasión a los estudios» y al teatro, «que tanto influye en formar las costumbres de una nación».

Como el panorama cultural de España era desolador, Almodóvar «no halla otro recurso que acogerse a la biblioteca, que le dejó su padre con algunos preciosos manuscritos, y sin otra guía que su propio juicio, se dio a sí mismo la educación, mal satisfecho de la que le ofrecía entonces su siglo»152. Busca el trato de Montiano, Sarmiento, Flórez y otros eruditos e ingresa en la Academia Española.

Después de resaltar la utilidad de sus numerosos viajes, Laso analiza el paso del duque por las principales embajadas de España en Europa: «Así se preparaba para ser de provecho a la patria, y detestando el ejemplo de muchos de su clase, obscurecidos en el torpe ocio, cuyo nombre queda enterrado con ellos en el sepulcro, quiere dejar las dulzuras de esta Corte por los ásperos fríos de Petersburgo».

En 1759 se le nombra Ministro Plenipotenciario ante la emperatriz de las Rusias, donde «es testigo de aquella grande revolución que, por no haber costado una gota de sangre, carece de ejemplar en la historia, como el mismo nota en sus Memorias».

De aquí pasa a la Embajada de Portugal, en 1765, y en 1778 fue nombrado Embajador extraordinario en Londres, en unos momentos críticos y de guerra entre ambos países.

Vuelto a España, se retira mientras dura la guerra y publica su Década epistolar sobre el estado de las letras en Francia153, con la única aspiración de ser útil: «En esta obra brilla su fino discernimiento y su gran juicio. Reprueba en ella los planes, fundados en imaginaciones poéticas, con que ciertos filósofos-legisladores pretenden levantar aquel vasto edificio, en que suponen que todos los hombres podrán alojarse con igualdad»154.

Laso examina brevemente la producción literaria de Almodóvar: el Ensayo histórico sobre la Poesía Castellana, los Apuntamientos históricos, los Diálogos políticos, la Década epistolar, la Historia política de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas (1784), donde se esmeró en «corregir los malignos pensamientos, del que se jacta con tanta altanería de ser el defensor de humanidad, de la verdad y de libertad»155, es decir, refuta a Voltaire, quien, por otra parte, tanto y tan frecuentemente había hablado mal de la Inquisición156.

Concluye el Elogio glosando las características de Almodóvar como historiador y como presidente de la Academia. «Sabe este juicioso español sostener la verdad con firmeza y oportunidad. Como historiador filósofo, no se contenta tampoco con referir los hechos, sino que emplea felizmente su talento en averiguar las causas. En todas sus reflexiones reina una imparcialidad de buena fe»157.

Como académico, Almodóvar, «por la suavidad de sus costumbres, dulzura y docilidad de su ánimo, se iba ganando el corazón de todos. Con su continua asistencia y desempeño en los encargos literarios, llena completamente los deberes de académico; y una aclamación general le coloca en el empleo de director. ¡Que llama de honor discurre por sus venas cuando toma posesión de esa silla! Deseoso de corresponder a la confianza que en él se depositaba, añade energía a este Cuerpo, y procura nueva forma a sus tareas distribuyéndolas por clases. [...] De día, de noche, os era patente su ingeniosa actividad. En la Academia, en Palacio, en su casa, aprovechaba los instantes a beneficio de su amado Instituto»158.






ArribaAbajoLaso, académico de honor de la de San Carlos de Valencia159

En el Diario en el viaje, Nicolás muestra su admiración y conocimiento de las Bellas Artes, por eso no nos extraña que durante su estancia valenciana pronunciase un discurso sobre las mismas, en el seno de la Real Academia de San Carlos de Valencia, de la que fue nombrado académico de honor el 20 de junio de 1798.

Durante los más de veinte años que Laso estuvo ligado a la Academia de San Carlos asistió a cincuenta y dos juntas generales. Recodemos que la media era celebrar una junta general al mes. Se deduce que la máxima colaboración de Laso con la Academia de San Carlos fue el período comprendido entre los años 1801 y 1805.

Resumamos las asistencias. Dos en 1798 (las juntas generales de 14 de noviembre y la junta pública de 6 de diciembre, en la que pronunció el discurso antes citado). Dos en 1799 (27 de abril y 31 de diciembre). Ninguna en 1800. Nueve en 1801 (8 de febrero, 12 de julio, 12 de agosto, 18, 21 y 22 de octubre, 8 de noviembre, 28 de diciembre y 31 de diciembre). Diez en 1802 (20 de enero, 31 de enero, 14 de febrero, 4 de abril, 6 de junio, 11 de julio, 5 y 29 de septiembre, 3 y 7 de diciembre). Laso asiste a siete de las diez juntas que se celebraron en 1803 (9 de enero, 2 de febrero, 5 de julio, 7 de agosto, 28 de agosto, 6 de noviembre y 4 de diciembre). Seis en 1804 (11 de marzo, 27 de mayo, 29 de julio, 9 y 16 de septiembre y 8 de diciembre). Cinco en 1805 (10 de febrero, 28 de marzo, 27 de abril, 1 de junio y 2 de agosto). En la junta general del 10 de noviembre de 1805, a la que no asiste, Laso devuelve los «papeles» de varios encargos que le había hecho la Academia «diciendo que no los podía despachar por sus muchas ocupaciones»160.

Entre esas muchas ocupaciones y las turbulencias políticas de la revolución de la Guerra de la Independencia, Laso no asiste a ninguna junta general de los años 1806-1811, pero volvemos a registrar su asistencia el 28 de junio de 1812 en la Valencia ocupada por el mariscal Suchet. Vuelve a desaparecer hasta la junta general del 22 de abril de 1814. En 1815 asiste a dos juntas generales (12 de marzo y 9 de abril). Una en 1816 (3 de noviembre). Cinco en 1817 (2 de marzo, 6 de julio, 5 de octubre, 30 de noviembre y 31 de diciembre). El 1 de febrero de 1818 es la última asistencia de Laso a la Academia de San Carlos.

El Libro II de Individuos destaca dos hechos de Laso en la academia: «Dijo la oración en la junta pública de 6 de diciembre de 1798. Regaló una Venus de mármol»161.


ArribaAbajoLa asistencia de Laso a las juntas particulares

Menor fue la asistencia de Laso a las juntas particulares. Dos en 1801 (12 de julio y 18 de octubre). Una en 1802 (6 de junio). Cinco en 1803 (6 de mayo, 21 de agosto, 28 de agosto, 6 de noviembre y 4 de diciembre). Tres en 1804 (27 de mayo, 29 de julio y 9 de septiembre). Otras cuatro en 1805 (10 de febrero, 27 de abril, 1 de junio y 2 de agosto). En total quince asistencias a juntas particulares, agrupadas en los años 1803-1805.

Tampoco fueron grandes los compromisos que Laso adquirió en las juntas particulares. Intentemos justificar su presencia en algunas de ellas. Quizá asistió a la primera, 12 de julio de 1801, para apoyar el ingreso como académicos de honor de varios nobles madrileños, destacando el marqués de Ariza162, cabeza de la familia Palafox, donde Nicolás Laso tenía grandes amigos.

En la junta particular del 6 de junio de 1802, Laso acepta el único encargo que asumió en esta clase de juntas. La junta quiso servirse de las buenas relaciones madrileñas de Laso para hacer una consulta a la Academia de San Fernando y al Rey sobre la función que debería tener el nuevo director de grabado. El amigo de Laso, Manuel Monfort, había elaborado un borrador, pero se decidió tomar el ejemplo del plan de estudios, seguido en la Academia de San Fernando: «Oído este papel [el de Manuel Monfort] y tratado largamente el asunto, resolvió la junta restablecer la clase y uniformarse en todo a la práctica de la de San Fernando, como así está prevenido, para cuyo efecto se deberá hacer una consulta a Su Majestad por medio de la expresada Academia, adoptando el plan insinuado por el señor don Manuel Monfort, cuyo encargo se hizo y admitió el señor don Nicolás Laso de hacer la consulta insinuada y remitirse por medio de la de San Fernando a Su Majestad»163.

La asistencia a la junta del 27 de mayo de 1804 pudo estar motivada para apoyar la candidatura de su amigo, Josef Ortiz y Sanz, deán de San Felipe, donde el Santo Oficio tenía un canonicato, como orador de la oración de la próxima junta pública de distribución de premios. Ortiz fue elegido con el voto de Laso164.

Laso asistió a la junta particular del 29 de julio de 1804, tal vez para apoyar el ingreso de Juan Agustín Ceán Bermúdez, académico de la de San Fernando, autor del Diccionario de los profesores de las artes en España, amigo suyo de los tiempos madrileños.

A la junta particular del 1 de junio de 1805, presidida por el corregidor, Laso asiste tanto en calidad de aficionado a las artes como en la de funcionario inquisitorial, para exponer la nueva normativa sobre censura, a la que deberán someterse los grabadores. Esta advertencia es una de las últimas intervenciones de Laso, pues en la junta ordinaria del 10 de noviembre de 1805 le devuelve todos los papeles a la Academia y, aunque volverá a las juntas ordinarias a partir de 1814, no asumirá ningún protagonismo como académico.




ArribaAbajoLaso reflexiona sobre las Bellas Artes: Oración en la distribución de Premios generales que celebró la Real Academia de San Carlos de Valencia el día 6 de diciembre de 1798

Nicolás Laso gozó de cierta fama durante su vida como experto en Bellas Artes, a juzgar por el recuerdo que de él conservaba el obispo Torres Amat hacia 1835: «era eclesiástico de no vulgar instrucción en las bellas artes y ciencias naturales»165.

En el Diario en el viage, Nicolás muestra su admiración y conocimiento de las Bellas Artes, por eso no nos extraña que durante su estancia valenciana pronunciase un discurso sobre las mismas, en la solemne junta pública celebrada en el seno de la Real Academia de San Carlos de Valencia, el 6 de diciembre de 1798. De este discurso conservamos dos ediciones: Una en la que se da cuenta de la distribución de premios generales, el 6 de diciembre de 1798166, y otra de 1799, insertada en la Continuación de las actas de la Real Academia de las Nobles Artes, establecida en Valencia con el título de San Carlos167.

El acto fue preparado con todo detalle en la junta particular del 28 de noviembre, presidida por el corregidor:

«Estando ya todo pronto para poderse celebrar la junta pública de distribución de los premios adjudicados en las juntas generales, se resolvió para el día 6 del próximo diciembre, a las tres horas de la tarde, pasando primeramente el recado de atención al señor don Nicolás Rodríguez Laso, encargado de recitar la oración en dicha junta, por si tuviese alguna dificultad en este día señalado.

Pareció a la junta prefijar el orden con que debían recitar las poesías los sujetos que a este efecto las habían trabajado y estaban aprobadas.

Y se resolvió en esta forma: Excelentísimo señor conde de Contamina168, don Pedro Pichó y Rius, don Joaquín de la Cerda, Barón de Cheste, don Francisco de Bahamonde, don Joaquín Martínez, don Narciso Foixa.

Nombró la junta para recibir a los señores, que en la citada tarde nos favorezcan, al señor conde de Ripalda y al señor don Joaquín Martínez. Y para todo lo que se pudiese ofrecer para el mejor arreglo, quietud y lucimiento de la esperada junta y días que estará la casa abierta para el público, a los señores Barón de Frignestani y don Manuel Monfort.

Propuso el señor presidente para académicos de honor, y fueron recibidos y creados con mucho gusto de toda la junta: Excelentísimo señor don Antonio Cornel, capitán general, Excelentísimo señor don Ventura Caro, Excelentísimo señor Marqués de la Romana y don Juan de Dios de Nuebas»169.



En el discurso hay referencias sacadas del viaje a Francia e Italia, que Laso recordaría con el arzobispo de Sevilla, Antonio Despuig, de tránsito por Valencia, camino del destierro italiano por su oposición a Godoy. Es un elogio histórico de las Nobles Artes y de los artistas valencianos, pronunciado en el marco más solemne, según resume el acta de la sesión:

«Fue este día de mucho regocijo para la Academia y el que colmó a sus individuos de las mayores satisfacciones. El concurso fue de lo más distinguido de la Ciudad en literatura y en nobleza. El nuevo salón, sin añadirle más adorno que el que se halla colocado para siempre, tres arañas de cristal y cuatro medias de la misma materia a los dos lados de los dos nichos, quedó perfectamente decorado. Se pusieron dos sillas iguales en la misma forma que en la antecedente junta pública del año de 1795, porque asistió el Excelentísimo Señor don Antonio Cornel, Capitán General del Reino y nuestro académico de honor. Se colocó a la mano derecha del señor Presidente el señor don Francisco Javier de Azpiroz. Asistieron los señores consiliarios, viceconsiliarios, académicos de honor, don Josef Camarón, director general, directores, tenientes, don Josef Camarón y Meliá, teniente director con ejercicio de la de San Fernando, académicos de mérito y supernumerarios. Así que entró en la sala el señor presidente rompió la orquesta, prevenida a este efecto».



Se entregan los premios fallados los días 14 y 15 de noviembre y, enseguida, «el mismo Señor Presidente entregó a varios de los opositores no premiados las gratificaciones con que quiso animar su aplicación el Excelentísimo Señor Don Antonio Despuig, arzobispo de Sevilla, que hallándose de tránsito en Valencia, con motivo de renovar la memoria que tiene de este su Cuerpo y manifestarle el afecto que le conserva170, como tan amante que es de la prosperidad de las Artes e inclinado a favorecerlas, había concurrido a ella en la tarde del 27 de noviembre último, y visto con este motivo las obras ejecutadas para los premios generales. La Academia agradece como es justo la generosidad de este digno individuo suyo y el interés con que mira los progresos de sus discípulos. Concluido esto el señor D. Nicolás Rodríguez Laso, Inquisidor Fiscal del Santo Oficio y Académico de Honor, dijo en elogio de las Nobles Artes la oración siguiente»171. En total el arzobispo Despuig señaló 21 gratificaciones, repartiendo 160 reales entre los alumnos de primera categoría, 80 entre los de segunda y 40 entre los de tercera.

Laso manifiesta el tema de su discurso: «Mi propósito en estos breves momentos sólo va dirigido a presentaros la idea justa de unas Artes no menos elegantes que magníficas, la educación generosa y nacional que de ellas mana como un río de su propia fuente, los varios rumbos que han seguido desde su primera época, las ilustres hazañas que en los lienzos publican y pueden eternizar la gloria de nuestra patria, y los ejemplos de los distinguidos ciudadanos que la han honrado. Con esto me prometo inspirar nuevos ánimos a la Nobleza, a fin de que se dedique a conocer científicamente las bellas Artes, para que sepa admirar y proteger los Artífices»172.

El matrimonio León Tello ha entresacado las principales ideas de este largo y farragoso discurso173.

Respecto a la teoría de la belleza, Laso cree en la objetividad de la belleza, que tiene «sus reglas fijas y no caprichosas», establecidas por la Naturaleza («siendo la naturaleza nuestra maestra»), que es maestra tanto para el contemplador como para el artista («Los grandes artífices presentan en sus obras las facciones de la belleza natural»174), lo cual lleva a que todos los hombres tengan no pocos criterios universales de juicio estético: «Hay ciertas cosas y no pocas que agradan a todos igualmente, ved el efecto de alguna causa fija [...] Es preciso convenir que hay un principio común que excita este agrado prescindiendo del genio de los individuos [...] lo bello natural cierto [...] con razón agrada a todos porque es una perfección decidida, establecida y arreglada con un modelo inalterable»175. Consecuencia lógica de esta orientación idealista es la afortunada afirmación de la validez universal de los principios artísticos: «las artes son cosmopolitas. Si se inventaron por necesidad, todos tuvieron necesidad de ellas; y si por placer, el placer es natural a todos.»176 Garín critica la frecuente referencia de Laso a la «estética sedicente naturalista», porque «fue precisamente este riguroso y poco comprensivo preceptismo neoclásico academicista lo más antinatural que puede concebirse»177.

Nicolás Laso cree que el sensualismo y el racionalismo no explican suficientemente el fenómeno de la contemplación estética, la cual es un mecanismo psicológico complejo.

Sus preferencias neoclásicas se dirigen lógicamente hacia las obras de los artistas griegos, quienes aprendieron el arte de la Naturaleza, y hacia la eclosión renacentista y su vinculación con los maestros griegos («fueron para nosotros los antiguos lo que para ellos fue la naturaleza»). Estos artistas encarnaban el concepto estético fundamental: «El artista docto y enamorado de la verdadera belleza imitara a la naturaleza en su orden y disposición armoniosa y tomará de cada una de sus partes aquella gracia, aquel espíritu, aquella actitud que forma un nuevo todo, un nuevo complejo ideal de seres bellos y maravillosos»178.

Por el contrario, a Laso no le gustan los pintores holandeses: «Copien los Holandeses en sus cuadros, bellos por otras mil cualidades, aquellas sus figuras pesadas, aquellos movimientos sin gracia, aquellos sus hábitos groseros poco deleitosos a un alma inflamada de sublimes ideas».

Laso tenía una concepción aristocrática de los agentes artísticos, derivada del carácter racional de la contemplación estética. Cualquier persona no puede ser buen crítico de arte. En consecuencia define así las condiciones del buen crítico: «una mirada justa y segura, una imaginación fácil de inflamarse pero que conozca el dominio de la razón y un pensar pronto y tal que pueda abrazar a un tiempo las semejanzas de los objetos y notar las diferencias, un gusto puro y decidido que en cualquiera tiempo, en cualquiera edad y en cualquier estilo no se aparte jamás de lo verdadero y de lo bello, son las cualidades características de un espíritu destinado por la naturaleza para ser conocedor de las artes»179.

Laso no puede sustraerse a los condicionamientos sociales de su tiempo e identifica la cultura estética con la clase nobiliaria: «nobles, grande analogía hay entre vosotros y las artes que también se llaman nobles; y así como las mecánicas parece son para el común del pueblo, aquellas piden vuestro estudio y aún vuestra ocupación». Pero el reconocimiento de este privilegio comportaba la atribución de la obligación de su patrocinio de las artes y de las enseñanzas artísticas. Es comprensible que estimase que la forma más eficiente de ejercer este último fuera el apoyo a las Academias de Bellas Artes y que citase como ejemplo la eficacia alcanzada por la de San Carlos de Valencia en docencia artística180.

La ocupación en tareas artísticas era muy adecuada para los nobles. Cuando se encontró en Nápoles con el marqués Venuti, director del museo de Nápoles, anota: «El Marqués Venuti, que es el director, estaba pintando en su gabinete un cuadro muy bueno, cuando entramos a cumplimentarle. Ejemplo digno de imitarse, en todas las naciones, por los caballeros, que se contentan con malgastar sus mayorazgos» (Nápoles, 9 de marzo de 1789).

Laso, como buen neoclásico, admira la Naturaleza y cree que los artistas deben imitarla, pero se opone a la imitación literal: «el artífice que procurase imitarla servilmente sería un artífice estéril y, sin riqueza de imaginación». Estima que «ha de elevarse siempre sobre la materia a la esfera espiritual de las ideas», que ha de trascender las impresiones fenoménicas. Su idealismo no es abstracto, no queda reducido a un frío formalismo. Prescribe que se ha de animar la materia «imponiéndola a su modo las pasiones que son propias del espíritu; esto es algo de sublime; éste es indicio de la energía del alma»181. Por esto, en la formación de un artista debe conjugarse una buena formación técnica y «el cultivo del espíritu y del corazón, y sin entender el lenguaje de las pasiones, el mecanismo es inútil». Para ser simple copista de la Naturaleza basta tener agudeza sensorial, pero el verdadero artista necesita, además, talento para el raciocinio y el pensamiento, y viva imaginación que le permita asimilar y expresar la vida, los movimientos y las pasiones: «La ejecución mecánica es para los que no tienen más que ojos. Estos copian la materia y los cadáveres, mas la imaginación copia la vida, los movimientos y las pasiones»182.

La formación del artista debe ser lo más completa posible y debería abarcar el estudio de las costumbres, de la historia general, de la literaria y de las artes y los artistas y, por supuesto, del dibujo, en su doble vertiente, técnica y estética183. Garín destaca que el discurso de Laso es «digno de figurar entre las más eficaces apologías del valor didáctico del dibujo»184. No es la primera vez que Laso destaca la importancia del dibujo. Diez años antes escribió en el diario de su viaje, después de visitar el Hospicio de Nicolás Beaufon de París: «los niños aprenden, después de las primeras letras, el diseño indispensablemente, como fundamento para las demás artes, a que se quieran dedicar» (París, 10 de julio de 1788).

Un fiscal inquisidor no podía dejar de tocar el tema de las relaciones entre el arte, las costumbres y la moral: «Así entenderéis [las matronas valencianas] la conexión de las Artes con la moral del corazón y el influjo de ellas sobre las costumbres»185. Según Laso, el arte y la moral comparten las mismas virtudes cívicas y un principio básico (el orden): «Bajo el imperio de las Bellas Artes reposaron siempre la humanidad y las virtudes civiles, como bajo sombra apacible de benéfica rama, ya sea porque el entendimiento iluminado llame a concordia a los sentidos y los sujete dulcemente a las leyes de la razón recta y justa, ya sea que en el corazón humano hay ciertas semillas del orden y de la simetría de las acciones, cualidades tan necesarias en la conducta de una acción moral, como lo son para la excelencia de un cuadro»186. Laso establece una interesante relación entre la obra de arte y el orden moral, tanto por el tema como por los valores artísticos, al considerar que las artes contribuyen a producir «el amor habitual del orden», amor al orden que es una virtud del alma que recibe el nombre de «gusto», si hablamos de arte, o el de «virtud» si se trata de costumbres. No desestima la influencia nociva o edificante del cuadro por razón del tema, pero destaca la importancia de los efectos positivos ejercidos por los valores estéticos de la obra en el contemplador: «los ojos aun los más engañados, viendo los prodigiosos dechados de la escultura y de la pintura y observando los edificios magníficos, labrados con la más cumplida exactitud y los ánimos aún menos dispuestos a la virtud y a las gracias parece que se acostumbran sin querer a un cierto orden, delicadeza y regularidad, reconociendo las obras perfectas y las acciones de los héroes y forman el empeño de imitar los modelos de la simplicidad, de la rectitud y de la beneficencia que se extiende igualmente a todos».

Mientras las artes mecánicas tendrían por objeto remediar las necesidades del hombre, las bellas nacerían del contento, de la paz y de la abundancia y tenderían al perfeccionamiento del hombre; por este motivo, aunque no niega el interés de los efectos gozosos de la obra, considera que su finalidad trascendería la mera complacencia propia del pasatiempo y se insertaría en la esfera de los valores humanos más importantes. La misión educativa y social del arte se cumpliría de manera directa: «mana como un rocío de su propia fuente»187.

León Tello resume: «Rodríguez Laso planteaba la eticidad de la obra desde la esteticidad, porque veía en el orden un fundamento común a los dos valores: en la percepción de la obra no sólo se producía el goce inherente a la contemplación de sus propiedades calologicas, sino la asimilación moral de su significación estructural. Como puede advertirse, presentaba la cuestión con una mayor profundidad que otros autores neoclásicos»188.

Diez años después de realizar el viaje a Francia e Italia Laso continúa con los mismos criterios estéticos que nos mostró en la visitas a las distintas obras de arte, que, simplificando, consistía en mostrar poco agrado hacia la escuela holandesa, el arte medieval y barroco. Su concepción estética es incompatible con la de los siglos anteriores, en especial con la escuela de Churriguera. Por el contrario, sus preferencias, claramente neoclásicas, se dirigen hacia los artistas greco-romanos y renacentistas. Cita con especial elogio a Leonardo, Rafael, Correggio, Tiziano y a los Carracci y su escuela. Considera igualmente que «el estudioso Mengs y el franco Battoni dan una nueva luz como dos grandes luminares de aquel firmamento»189.

Como era lógico en una Oración en elogio de las Nobles Artes y de los artistas valencianos, la última parte del discurso está destinada a poner de manifiesto la importancia de la moderna escuela valenciana. Por un lado destaca el interés de las excavaciones de Puzol, Sagunto y Moncada; por otro, el valioso mecenazgo del Duque de Calabria y de San Juan de Ribera. Alaba a artistas valencianos como Conchillos, March, Ribera, Vergara, Esteve, Monfort, Palomino, Selma, Ballester y Fabregat «y otros muchos»190.

Felipe Garín resume el valor de este dilatado discurso: «Su pieza oratoria, engolada y altisonante como pocas, contiene no obstante algunos datos y observaciones de interés, más quizá que otras semejantes de actos análogos»191.






ArribaAbajoEl inquisidor Laso, bibliófilo y censor de libros

Sabido es que la única arma poderosa que le quedaba a la Inquisición a finales del siglo XVIII, potenciada por la reacción contra la propaganda revolucionaria francesa, era la de la censura. Ciertamente la mayor parte de la verdadera censura estaba bajo el control del Consejo de Castilla, pero la censura inquisitorial continuó existiendo paralelamente a la del Estado, como prueba la existencia de varios índices nuevos y numerosos edictos inquisitoriales.

Un trabajo constante que Laso desempeñó durante su larga etapa inquisitorial fue el de la censura de libros. En el viaje a Francia e Italia se nos mostrará como un gran bibliófilo. Desde dentro de la Inquisición podrá satisfacer su pasión de ver toda clase de libros.

Lógicamente la firma de Laso aparece junto a la de los otros dos inquisidores en la remisión al inquisidor general de tal o cual hoja o libro sospechoso o prohibido. Kamen resume que «de 1747 a 1807, la Inquisición condenó unos 500 títulos de libros en francés, correspondiendo la mayor proporción al período posterior a la Revolución Francesa»192. Una de las ocupaciones de Laso era la clasificación y cuidado de los libros aprehendidos que estaban almacenados de mala manera en los sótanos de los palacios inquisitoriales.

Laso no era uno de los clérigos ignorantes y de mentalidad estrecha que se hicieron con el aparato de la censura en el siglo XVIII, de los que habla Kamen193, sino más bien era uno de los que aprovechaban la censura inquisitorial para adquirir conocimientos, al menos hasta el 1800. Recordemos su dominio de la retórica y de idiomas: griego, latín, francés e italiano. Un golpe muy duro para don Nicolás debió ser el edicto del 12 de enero de 1801, que publicaba la bula Auctorem Fidei, en cuya cláusula 63 prohibía tajantemente leer o guardar las actas del Sínodo de Pistoya, cuya traducción española él mismo había realizado clandestinamente, según algunas fuentes.

Este incidente, que coincide con lo más álgido de la campaña del partido clerical y de la Inquisición contra los jansenistas, pudiera marcar dos etapas en la concepción vital de su función de inquisidor, por parte de Laso.

Desde hacía tiempo Laso sabía que la naturaleza de la censura era más política que religiosa. Sabía que más que a combatir herejías, se dirigía contra las ideas de libertad, igualdad y tolerancia de la Ilustración y de la Revolución Francesa. Eran muchas de las ideas que defendían él y los amigos de la condesa de Montijo. Por eso, el día 18 de mayo de 1788, observa que en el puesto fronterizo de Perpignan, el aduanero «leía en Pope», cuyas obras traducidas al francés serán prohibidas en 1804.

La firma de Laso aparece también en numerosos informes, generalmente favorables a la concesión de licencia para leer libros prohibidos. Por ejemplo, la del joven catedrático de la Universidad de Valencia, Nicolás María Garelli y Battifora (1777-1850), en octubre de 1802.

Paradójicamente, el único informe de censura, total responsabilidad de Laso, que hemos encontrado, no es en el ejercicio de inquisidor, sino como individuo de la Academia de la Historia, de la que era miembro desde 1779, como hemos visto. Fechado en Madrid el 12 de diciembre de 1793, deniega la publicación de dos manuscritos: uno intitulado Odinacions fetes per lo señor rey en Pere Ters, rey d'Aragó sobre lo regiment de tots los officials de la sua cort mol notables necessaries e profitoses, y otro, Estorias de los santos de España:

«Excelentísimo Señor: He reconocido el manuscrito intitulado Odinacions fetes per lo señor rey en Pere Ters, rey d'Aragó sobre lo regiment de tots los officials de la sua cort mol notables necessaries e profitoses, y siguiendo estas ordenanzas las mismas que se hallan publicadas en el tomo 22 de los Bulandos, parece excusado pensar en que se impriman por la Academia.

Tengo entendido que se hallan traducidas al castellano en la biblioteca de El Escorial, y siendo una traducción buena, se podría ver si convendría juntar esta obra con la otra manuscrita que posee la Academia, y he reconocido igualmente, intitulada Oficios de la casa real de Castilla, primera y segunda parte, su autor, Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, y publicarlas en algún volumen con alguna ilustración, pues uno y otro manuscrito tienen su mérito.

De este último corren muchas copias en librerías de Cuerpos y particulares; y así, en caso de resolver la publicación dicha, convendría cotejar la copia que tiene la Academia con las que pereciesen más exactas.

En cuanto al otro manuscrito, que también he leído, distribuido en dos tomos, intitulado, Estorias de los santos de España, hallo que, de sobre ser una copia mal hecha de alguna obra antigua, de que no he podido adquirir noticia ni en la Biblioteca Real ni en otra parte, no sería útil su publicación para los fines que se propone la Academia, pues ni trae vidas o historias de santos de España, sino de algún otro, siendo casi todas de santos bien antiguos y de festividades de la Iglesia, y escritas sin la crítica que se debe apetecer en estas materias, y sin interés particular por sus noticias para la historia de España.

En el tomo segundo se halla la Vida de San Ildefonso, arzobispo de Toledo, en metros, a diferencia de todas las otras, que están en prosa, pero esta singularidad no contribuye mucho a la publicación de la obra.

La Academia resolverá lo que tenga por conveniente.

Madrid y diciembre de 1793. Nicolás Rodríguez Laso [firma autógrafa y rúbrica]»194.



Por este informe vemos en Nicolás un censor exigente, pero justificando con datos su postura negativa, que debió crearle prestigio entre sus compañero académicos.

También ejerció el papel de censor respetado en la Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia. A la junta particular del 1 de junio de 1805, presidida por el corregidor, Laso asiste tanto en calidad de aficionado a las artes como en la de funcionario inquisitorial, para exponer la nueva normativa sobre censura, a la que deberán someterse los grabadores:

«El señor Nicolás Laso, como subdelegado de imprentas, presentó la Real Cédula de Su Majestad y señores del Consejo por la cual se manda que la autoridad relativa a las imprentas y librerías del reino se reúnan en un sólo juez de imprentas con inhibición del Consejo y demás tribunales, bajo las reglas que se expresan en el artículo 25, que dice: Los grabadores, sean de estampas o de mapas, deberán presentar los dibujos a este tribunal para su aprobación y antes de publicarlas entregarán un número de ejemplares especificados en el artículo anterior, so pena de perder las láminas.

El artículo 28 dice: Ningún cuerpo literario o político, Academia ni Sociedad podrá imprimir por sí cosa alguna ni aún las memorias, actas o programas de premios, pues para la impresión de éstas y cualesquiera otras obras deberá sacar licencia del juez de imprentas, entregando en su Secretaría el número de ejemplares especificado en el artículo 24, pero sin pagar derechos»195.



Ese mismo año de 1805 la función censora de Laso adquiere su máxima relevancia, pues jugó un papel importante en la publicación de las actas de la misma Academia de San Carlos. En la página 127 del libro Continuación de las actas de la Real Academia de las Nobles Artes, establecida en Valencia con el título de San Carlos y relación de los premios que distribuyó en su junta pública de 4 de noviembre de 1804196, se lee: «Imprímase Laso».






ArribaConclusión

La duda que nos surge es ver el alcance de la mordaza que el sistema inquisitorial supuso para el desarrollo de estas aptitudes personales en Nicolás Rodríguez Laso que enriquecían su personalidad. No cabe duda que hubo lucha en el espíritu de Nicolás Laso, por una parte, entre las ideas del jansenista y del partidario del progreso en todos los terrenos: artístico, pedagógico, social, técnico y moral, como se aprecia en el viaje a Francia e Italia y, por otra, entre la futilidad y la represión del sistema inquisitorial del que era un destacado servidor.

¿Por qué Nicolás no plasmó en más iniciativas y escritos sus ideas humanísticas y artísticas? El muchacho activo e inteligente, admirador de la cultura francesa y del jansenismo, que busca afanosamente destacar en sociedad, solicitando el ingreso en las academias de Buenas Letras de Sevilla y de la Historia, se va adaptando a las circunstancias, de manera que en los últimos años de su vida pudo sobrevivir alternativamente entre antijansenistas, revolucionarios afrancesados y liberales y contrarrevolucionarios fernandinos, y morir tranquilo en medio de la revolución liberal de 1820.

Creemos que la moldeable trayectoria vital del cauteloso Laso estuvo marcada por su alejamiento de la Corte, ya que prácticamente nunca salió de Valencia desde 1794, lo que le permitió pasar desapercibido y desmarcarse oportunamente del grupo de los filojansenistas madrileños, donde se discutían cuestiones políticas, teológicas, sociales o culturales, bajo la vigilancia de la Corte, que les llevó a la posterior persecución y desintegración de la secta. Además, la Inquisición sabía lavar en casa los trapos sucios de manera que «de los clérigos incriminados casi todos logran escaparse de las garras inquisitoriales»197.

Sin duda podemos aplicarle a Nicolás Laso el juicio que Félix Torres Amat le aplica a todos los de «Puerto Real» y sus aliados: «un alma superior a los halagos y a los reveses de la fortuna, una aplicación infatigable al estudio, mucho amor al retiro y costumbres severas»198. Pero a diferencia de la mayoría de los filojansenistas, Laso no pone ardor en participar en controversias estériles, sino que se limita a cumplir con las obligaciones propias de su oficio de inquisidor.



 
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