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La pervivencia del romanticismo literario en Cantabria: Tradiciones cantábricas de Gonzalo de la Torre Trasierra (1898) y Narraciones cántabras de Evaristo Rodríguez de Bedia (1905)

Borja Rodríguez Gutiérrez





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El movimiento cultural y literario que dominó la mentalidad europea desde finales del siglo XVIII y que recibió el nombre de romanticismo ha sido objeto de múltiples discusiones y debates, tanto sobre su naturaleza como sobre sus límites literarios. El debate se ha recrudecido cuando se trata del romanticismo español que es visto por algunos como una mera copia del romanticismo europeo sin ninguna originalidad, por otros como el auténtico precursor de la nueva mentalidad romántica en Europa y por otros más como la más genuina expresión del modo de ser y del carácter español.

Las diferentes teorías, propuestas, críticas, réplicas y contra réplicas se pueden resumir en cuatro corrientes que pasamos a resumir brevemente.


El Romanticismo como constante histórica de la literatura española

Es la interpretación más antigua del movimiento, latente ya en la polémica que mantuvieron en 1814 Nicolás Böhl de Faber, José Joaquín de Mora y Antonio Alcalá Galiano. Aunque pueden encontrarse declaraciones en tal sentido en diferentes estudios, la obra que desarrolla esta teoría de forma más completa y sistemática es sin duda la de E. Allison Peers, Historia del movimiento romántico español (1973) cuya primera edición en inglés es de 1940. La tesis de Peers es sencilla. La literatura española es esencialmente romántica en sus características. Después de un neoclasicismo de inspiración extranjera, ajeno a las «características primordiales» -para usar la expresión de Menéndez Pidal (XXX)- de la literatura española, los autores románticos vuelven los ojos al barroco y allí encuentran las características básicas de lo que sería la literatura romántica española. Este regreso al siglo de Lope y Calderón es lo que Peers llama el «renacimiento romántico». El anhelo de libertad, de superación de las reglas neoclásicas se concreta en este caso en una vuelta al Siglo de Oro. Paralelamente a este renacimiento se produce lo que Peers llama «rebelión romántica», una búsqueda de la libertad expresiva y literaria que rechaza toda regla, y que no plantea una vuelta al pasado sino una literatura personal. Peers afirma que ambas tendencias conviven y se manifiestan ya en el Siglo XVIII:   —232→   «Ambos movimientos se desplegaron, aunque algo lentos, durante la segunda mitad del Siglo XVIII, y se hallaban ya bastante avanzados hacia el último año de dicho siglo» (Peers, 1973; I, 40). Pero ambos movimientos van a fracasar muy poco tiempo después de producirse la «eclosión» del movimiento romántico (1834-1837). Peers apoya su declaración del fracaso romántico en cinco elementos: la desaparición de las tertulias, de las principales revistas románticas (El Artista, la más importante de ellas), el ocaso del drama romántico: «después de 1837 advertimos un descenso general así en la popularidad como en la calidad del drama romántico» (ibíd.; II, 15), multiplicación de las sátiras antirrománticas y, por último, críticas de la época que hablan del fracaso del romanticismo. El fracaso romántico supone la aparición y triunfo de un nuevo movimiento: el eclecticismo.

En medio de esta confusión surgió, hacia 1837 aproximadamente, un movimiento fuerte, aunque también algo informe, que halló una aceptación más general que la dispensada al romanticismo o al clasicismo, logrando el triunfo auténtico que les había sido negado a aquellas otras dos corrientes. [...] Este nuevo movimiento era un eclecticismo literario que aspiraba a establecer un «justo medio», a tomar de los ideales clásico y romántico lo que consideraba elementos de máximo valor y estabilidad, a suavizar la abierta antítesis entre aquellos ideales y a reconocer solamente la distinción entre arte y falta de arte, entre genio y carencia de genio, entre lo bueno y lo malo.


(ibíd.; II, 77-78)                


De todas formas Peers admite la pervivencia del movimiento romántico español hasta 1860 al menos. Por lo tanto la periodización literaria que Peers propone podría resumirse así: a) de 1750 a 1808 manifestaciones y testimonios que dan fe de la aparición de tendencias «románticas»1; b) de 1808 a 1833, un estado «latente» del romanticismo que no llega a desarrollarse por situaciones políticas (guerra de la independencia, reinado de Fernando VII), aunque en este período se encuentran acontecimientos importantes como la polémica calderoniana, la publicación de El Europeo, las tertulias de Olózaga y El Parnasillo, etc... ; c) el breve «triunfo» romántico (1834-1837); d) el fracaso romántico y la aparición y triunfo del eclecticismo (1837-1860), aunque con el mantenimiento del movimiento romántico, si bien en decadencia, durante esos años; y e) mantenimiento de las características románticas de la literatura española hasta el siglo XX.




El Romanticismo español como enfrentamiento de dos tendencias: liberal y conservadora

Las características específicas del romanticismo español estarían, según esta interpretación, determinadas por la confrontación ideológica y estética entre dos romanticismos uno liberal y otro conservador. La idea viene de antiguo. Díaz Plaja (1980, p. 33) recoge unas opiniones de Francisco Tubino en 1880 en las que hablaba de dos bandos románticos, uno «creyente, aristocrático, arcaico y restaurador» cuyo líder natural es Walter Scott, otro «descreído, democrático, radical en las innovaciones y osado en los sentimientos» acaudillado por Víctor Hugo (Para Tubino   —233→   estas dos manifestaciones del romanticismo son europeas y no meramente españolas); así como otras de Menéndez Pelayo que veía un romanticismo histórico nacional a cuya cabeza estaría el Duque de Rivas y un romanticismo subjetivo o byroniano cuyo máximo representante sería Espronceda. El mismo Peers admite esta diferencia cuando habla de «renacimiento romántico» -máximo inspirador: Walter Scott- y de «rebelión romántica» -modelo: Lord Byron-.

Esta idea, combinada con tres hechos «irrefutables» aducidos en un famoso artículo por Ángel Del Río (1942, versión española en 1989): la tardía aparición del movimiento romántico en España, su carácter exclusivamente extranjero, y la peculiar transformación que siguió en nuestro país, compone una visión del romanticismo que ha hecho fortuna. Un movimiento inexistente en España hasta la muerte de Fernando VII, procedente principalmente de influencias extranjeras, con una duración temporal muy limitada -se suele citar la década comprendida entre 1834, fecha de publicación de El moro expósito del Duque de Rivas y 1844 cuando aparece El Señor de Bembibre de Gil y Carrasco- y escasa fortuna literaria -habitualmente sólo Larra y Espronceda se salvan de la censura crítica- y que rápidamente desaparece por la oposición de unas fuerzas conservadoras de la literatura española, que van a conformar un romanticismo conservador que en buena parte es la encarnación de varias de las «características primordiales» pidalianas de la literatura española: austeridad moral, cristianismo, realismo, tradicionalismo. La contienda entre el romanticismo «disolvente» de origen extranjero y el «tradicional y católico» de raigambre español se resuelve con celeridad en favor del segundo.

La idea de la contienda entre los dos romanticismos se alimenta de obras como la de Vicente Llorens, Liberales y románticos, de 1954, en la que se estudia las actividades de los emigrados españoles en Londres durante la época de Fernando VII. Estos emigrados, neoclásicos en su origen como Mora y Alcalá Galiano -los adversarios de Böhl de Faber en la polémica calderoniana- y convertidos al romanticismo en el destierro, serían los portadores de las influencias románticas al volver a España a la muerte del Deseado. Y sigue siendo la guía de las opiniones de críticos como José Luis Varela que en 1982 dice que «no es válido [hablar del romanticismo] desde una sola de las dos corrientes ideológicas -la tradicionalista y la liberal, ambas perfectamente legítimas- que se disputan en el pasado la primacía» (Varela, 1989; 254).




El Romanticismo español, movimiento aparecido en el siglo XVIII

La tesis que Russel P. Sebold viene defendiendo en sus escritos niega uno de los pocos elementos comunes entre las ideas de Peers y los defensores de la ecuación «romanticismo igual a liberalismo»: la tardía aparición del romanticismo en España. Para Sebold «el romanticismo es un fenómeno que se produce evolutivamente, lo mismo en España que en los demás países de Occidente, merced a la interacción entre la poética neoclásica y la filosofía de la Ilustración, empezando   —234→   a manifestarse hacia 1770 y prolongándose, bajo diferentes variantes y paralelamente con otras tendencias literarias por espacio de unos cien años» (Sebold, 1983; 7). El romanticismo es una evolución de un tipo de pensamiento que proviene del XVIII y que es más antibarroco que barroco: «lo determinante de cualquiera de los períodos en que se agrupan los escritores es su espíritu literario o su cosmovisión y en este aspecto se acusa mayor afinidad entre el neoclasicismo y el romanticismo que entre este último y el barroquismo». (ibíd.; 43).

Sebold (1983; 127) sitúa un «primer romanticismo español» entre 1770 y 1800 Este romanticismo arranca con la obra de Cadalso, Noches lúgubres (1771) y con la anacreóntica del mismo autor «A la muerte de Filis» publicada en la colección Ocios de mi juventud (1773). En esta poesía encuentra Sebold «una amenaza a la misma esencia del pacífico género pastoril al que a primera vista pertenece» (1995; 177). Señala el investigador norteamericano la presencia de un «yo» desdichado que transforma los elementos de la realidad en manifestaciones de la torturada conciencia del poeta. Los «pámpanos de Baco» devienen en «lúgubres cipreses», el canto del «tierno jilguerillo» se convierte, en el oído del poeta, en «ronca voz del cuervo» y los corderos en «rebaños de leones».

Cadalso elabora este «Manifiesto romántico español de 1773», según Sebold, partiendo de una cosmovisión que ya es romántica y que ha penetrado en España gracias a las obras de Locke, Condillac, Buffon y otros filósofos y naturalistas. En las Noches lúgubres aparece un pesar personal, subjetivo y egoísta: el yo del poeta se convierte en centro del universo. Pero Sebold no se limita al caso de Cadalso. Encuentra en las obras de Meléndez Valdés suficientes características románticas para revisar la calificación crítica habitual de este poeta. En concreto afirma Sebold que en 1794, en la elegía «A Jovino el melancólico» Meléndez Valdés formula el nombre español del dolor romántico cincuenta y tres años antes que los alemanes y treinta y nueve antes que los franceses, y «no sólo acuñó su nombre para la congoja romántica [fastidio universal] sino que también dio una definición de ésta» (Sebold, 1989; 106).

La visión del romanticismo español para Sebold sería la de un movimiento literario iniciado hacia 1770, y por lo tanto, sin ningún retraso respecto al romanticismo europeo. Este movimiento quedaría en la sombra durante los primeros treinta años de la década de 1800 a causa de los condicionamientos políticos, y se desarrollaría de nuevo, con fuerzas renovadas, a partir de 1830, al menos hasta 1860, o más incluso, si se incluye al llamado «postrromanticismo»2.




El Romanticismo español, consecuencia de las ideas de Herder y los Schlegel

Derek Flitter (1995) ha enunciado pormenorizadamente esta teoría, aunque según el mismo admite, ya Juan Luis Alborg (1980) había destacado la importancia de los críticos de la década de 1820 en la gestación del romanticismo español.

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Para este investigador hay una idea nacionalista de la literatura española, que surge con fuerza en la polémica calderoniana de Böhl de Faber, Mora y Alcalá Galiano. Böhl de Faber es, según Flitter, un profundo conocedor de las ideas de Herder y los hermanos Schlegel y no el reaccionario barroquizante que otros críticos han presentado. Insiste Flitter en su idea haciendo notar que el escrito de Böhl que desencadena la polémica es una traducción directa de las conferencias de Viena de August W. Schlegel (ibíd.; 11). Para su defensa de Calderón, Böhl se apoya principalmente en las lecciones doce y catorce de las Vorlesungen über dramatische Kunst und Literatur del mismo A. W. Schlegel (ibíd.; 17). Flitter además insiste en la amplitud de los conocimientos de Böhl sobre la literatura romántica del momento. En un artículo de 1811 en alemán había estudiado la obra de tres poetas ingleses: Wordsworth, Burns y Southey y en el tercer Pasatiempo crítico (1819) se habla de Samuel Johnson y de Sismondi, se incluye una traducción de un artículo de la Edinburgh Review sobre las conferencias de Viena de A. W. Schlegel, un sumario de las ideas románticas que Madame de Staël desarrolla en De l'Allemagne, con la traducción del fragmento en que se alaba a A. Schlegel.

Flitter nos presenta a un conocedor de la literatura romántica europea, coincidente en muchos aspectos con el menor de los hermanos Schlegel, Fiedrich, en su valoración positiva del tradicionalismo y del catolicismo en la nueva literatura. Ese era el romanticismo europeo en esos momentos, y Böhl un buen conocedor de él. Insiste Flitter, comentando los múltiples reproches que otros críticos han hecho a Böhl por exponer una visón descafeinada del romanticismo, en que «el alemán no puede ser culpado por no haber podido traer a colación desarrollos que sólo se manifestaron en años posteriores» (ibíd.; 30).

Concluye Flitter, afirmando que la abundante evidencia revela la divulgación en España de una teoría historicista del romanticismo coherente durante la década de 1820 y en los primeros años de la década siguiente. Fundamentada en principios schlegalianos, se caracterizaba por su énfasis en el poder espiritual del cristianismo, por una visión idealizada de la Edad Media, y por la reivindicación del drama del Siglo de Oro y de la poesía popular. Hubo un acuerdo crítico general que hizo que, los que Flitter llama los «críticos fernandinos» (Durán, López Soler, Lista, Donoso Cortés, etc.), aceptaran estas ideas. En este contexto y ya en los últimos años del reinado de Fernando VII, antes de la llegada de los exilados se pueden anotar hechos relevantes de la historia del romanticismo español, como la publicación de Cartas Españolas, la tertulia del Parnasillo, la popularidad de Scott, Chateubriend y Ossian, y la publicación de «las primeras obras románticas escritas por españoles dentro de España» (ibíd.; 80).

El año 1834, el año del regreso de los exilados no cambiará gran cosa las tendencias según Flitter. Mora y Alcalá Galiano van a defender ideas que están en sintonía con las del romanticismo tradicionalista, y autores como Larra, Ochoa, Salas y Quiroga y Campo Alange todos «apuntan hacia una literatura nacional   —236→   característica y todos con aprobación» (ibíd.; 120). Mientras que la presencia de estos autores no va a hacer disminuir, ni mucho menos, la preeminencia e importancia de teóricos como Durán, Lista y Donoso Cortés.

Las cuatro diferentes teorías sobre el romanticismo que hemos vista generan, en pura lógica, diferentes concreciones temporales. Los hechos históricos, sin embargo, no pueden ser obviados por la teoría: la tiranía fernandina supone un desastre nacional y también un freno a la literatura que puede explicar, en buena parte, las discusiones que sobre fechas se han producido.

Llámese Prerromanticismo, Romanticismo dieciochesco o Romanticismo a secas, lo cierto es que hay un general consenso en que desde los últimos años del siglo XVIII se puede detectar en España un cambio de la sensibilidad puramente neoclásica. Peers opina que desde mediados del XVIII se aprecian ya los síntomas del renacimiento romántico y que hacia 1760-1770 el neoclasicismo pasó lentamente a la oscuridad (Peers, op. cit.; I, 36-39). Sebold, como ya hemos visto, habla del inicio del romanticismo propiamente dicho, en 1770. Consecuencia de las ideas de ambos autores, -recuperación de las características mas típicas de la literatura española para Peers; creación de un romanticismo español contemporáneo del europeo para Sebold- es la aceptación de estas fechas y de la relevancia de las características románticas del XVIII. Para los autores que identifican romanticismo con liberalismo se trata, si acaso, de un vago prerromanticismo, o de detalles sueltos que no crean escuela. Para Jean Louis Picoche el que algunos poetas pulsen a veces alguna cuerda de la lira romántica no es relevante. «Casos aislados no pueden constituir un auténtico movimiento literario» (Picoche, 1989; 282).

La fecha de 1830, es citada con asiduidad por los autores que defienden la unidad de Romanticismo y Liberalismo. La periodización que propone Navas Ruiz (op. cit.; 39) es perfectamente asumible para todos estos autores: hasta 1830 el final del Neoclasicismo, entre 1830 y 1850 el Romanticismo, de 1850 a 1875 el Postromanticismo. Los elementos anteriores a 1830 que examinan autores como Flitter no son considerados suficientemente importantes como para señalar el inicio del movimiento. Desde esta visión teórica la polémica calderoniana, la aparición de El Europeo y el Discurso de Durán no tienen entidad suficiente para iniciar el movimiento romántico español: no son obras de creación con enjundia suficiente para ello. La fecha de 1830, nacimiento de Isabel II, no corresponde tampoco a ninguna obra literaria, pero marca una inflexión en la política de Fernando VII que va a tener efectos considerables en la creación literaria. Los absolutistas del régimen van a posicionarse en contra de la heredera y de su madre la reina María Cristina. Pero no es hasta 1832, después de los sucesos de la Granja, cuando María Cristina firma el decreto que concede la amnistía a los liberales. Este regreso de los emigrados marca para muchos autores el comienzo del Romanticismo en España.

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Desde la perspectiva de Flitter y Alborg (no tan claramente expuesta en este último) la polémica calderoniana (1814) es el principio del Romanticismo español. El hecho de que el romanticismo se mencione ya y sea objeto de discusión y debate significa que es un movimiento ya presente, al menos a nivel teórico y crítico, en la sociedad literaria española. Si el romanticismo no aparece en forma de obras literarias de creación es debido a las circunstancias políticas de la época. M. G. Ticknor, por ejemplo, retrataba de esta manera la vida de los escritores españoles hacia 1818: «Su número es muy corto por efecto de las persecuciones políticas y además era difícil entablar relaciones con ellos, porque viven aislados, sin mutua comunicación y casi totalmente abstraídos del trato de la sociedad que los rodeaba» (Ticknor, 1851; I, 1) En tales condiciones es claro que la actividad de estos escritores no puede desarrollarse con normalidad.

La finalización del movimiento también está sujeta a polémicas y discrepancias. Las conclusiones de Peers, -el fracaso del movimiento romántico y el triunfo del eclecticismo-, van a influir en las posteriores opiniones de la crítica. Se hace necesario explicar la naturaleza específica del romanticismo español que posibilita la escasa entidad y permanencia de los aspectos más «extremos», -siempre salvando a Espronceda-, del Romanticismo. Por regla general se ha hablado de un «Postromanticismo», algo así como un Romanticismo descafeinado, que perduraría en España hasta la aparición de la generación realista. La fecha de la publicación de El Señor de Bembibre (1844), o de La Gaviota (publicada por vez primera por entregas en El Heraldo en 1849) han sido utilizadas, la primera como última obra importante del Romanticismo, la segunda como primera obra que avanza el Realismo. 1867, año de la publicación de La Fontana de Oro marcaría el inicio del Realismo propiamente dicho.

No obstante hay abundantes testimonios de que después de la publicación de La Fontana se siguen escribiendo obras claramente adscritas al movimiento literario romántico. Nadie discute la filiación romántica de autores como Bécquer o Rosalía de Castro, que desarrollan su carrera en plena época realista. Se admite por parte de los historiadores de la literatura que el prestigio de Zorrilla no menguó en ningún momento, y al final de su vida en 1889 «le cupo el extraordinario honor de ser coronado en Granada como poeta nacional en un acto de inusitada solemnidad al que se asociaron representaciones, instituciones y escritores de todo el mundo hispano» (Alborg; 1980; 559).

La pervivencia del romanticismo es un fenómeno que continua hasta bien entrado el siglo XX, una vez ya superado el realismo y cuando los escritores de la generación del 98 están ya en plena producción. Un buen ejemplo lo encontramos en las dos obras que nos proponemos estudiar: Tradiciones cantábricas de Gonzalo de la Torre Trasierra, publicada en Madrid en 1898 y Narraciones cántabras de Evaristo Rodríguez de Bedia, salida a la luz en Santander en 1905.

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Cuando Torre Trasierra lanza sus Tradiciones, en el año del desastre, lo mejor de la novelística realista ya ha aparecido. Alarcón, el realista más próximo al romanticismo ha muerto en 1891. Juan Valera ha publicado Pepita Jiménez en 1874, y casi todo el resto de su obra antes de la última y más extraña novela: Morsamor (1899). Pereda ha dejado de publicar novelas; su última narración, Pachín González es de 1895. Emilia Pardo Bazán consigue sus mejores novelas antes de esa fecha: La Tribuna (1883) Los pazos de Ulloa (1886), La madre naturaleza (1887), Insolación (1889)... La regenta de «Clarín», aparece en 1884. Después de 1898, Galdós sólo publica tres novelas y los últimos Episodios nacionales. El realismo es un movimiento que ya esta desapareciendo.

Siete años después, en 1905, el año en que aparecen las Narraciones cántabras de Rodríguez de Bedia, la desaparición del realismo es mucho más evidente. 1905 es un año literario dominado ampliamente por la Generación del 98 y por el Modernismo. Tres años antes, en 1902, han publicado ya cuatro autores del 98 cuatro importantes novelas: La voluntad de Azorín, Camino de perfección de Pío Baroja, Sonata de otoño de Ramón María del Valle-Inclán y Amor y pedagogía de Miguel de Unamuno. En ese mismo año el más importante poeta modernista español, Manuel Machado, publica Alma. No quiere decir esto que el libro de Rodríguez de Bedia fuera una obra marginal y sin éxito: tuvo el suficiente para volver a ser editada en 1920 por el Patronato social de las buenas lecturas. (Palau, XVII, 246).

Las dos colecciones de cuentos que estudiamos están, pues, muy retrasadas en el tiempo con respecto al movimiento romántico. Y, sin embargo, como luego veremos, todas sus características son románticas. Hasta el momento los diversos estudios sobre el romanticismo hablan de que a partir de 1860 su narrativa se continúa en el folletín y la novela por entregas. «Se produce así [...] un proceso de degradación que remata en paraliteratura lo que había comenzado como un proceso revolucionario romántico [...] Pudo influir [en la aparición de la paraliteratura] la difusión creciente de la técnica de las entregas, que crea una producción masiva industrializada de literatura popular. Es la época [...] de los talleres literarios que fabrican novelas como un producto de consumo». (Alborg, 1980, 688). Novela de consumo, paraliteratura, subliteratura... son los nombres que tradicionalmente se dan a la producción narrativa romántica más tardía: una literatura «degradada», dirigida a las clases más ignorantes y escrita por escritores profesionales, generalmente de clase popular y tan incultos como sus lectores. Ésta es la visión más generalmente aceptada.

Mas no es así en el caso de los dos autores que estamos estudiando. Ni en el caso de muchos otros autores cultos de la época. En 1883, Antonio Cánovas del Castillo pasa revista a las principales novelas de su época:

No hay que buscar aquí [en Cristianos y Moriscos] el interés irresistible y a prueba de inverosimilidades de Alejandro Dumas; no el análisis psicológico y fisiológico   —239→   de caracteres que han dado al autor de Les Parents Pauvres y del Père Goriot un renombre todavía mayor que lo que fue cuando vivía; no el vigor de intuición ni el alto y a veces fantástico vuelo de la autora de Indiana y Lélia; no la profundidad de observación de que, en Madame de Bovary, hizo alarde un escritor, poco ha, y a deshora, robado a las letras; ni siquiera la inventiva y riqueza de exactos detalles que, al cabo y al fin, disculpan algo la boga, indisputable, de L'Asommoir y sus hermanas, no obstante la impureza y fealdad del sistema literario con arreglo al cual están concebidas y ejecutadas.


(Cánovas, 1883, I, 323-324)                


Rechazo del Realismo y del Naturalismo. Supremacía del Romanticismo. Tiene claro Cánovas que «sin salir de la novela, si la naturalista se le mira como mero documento, tiene mucho menos valor que la histórica, pues que no difiere de ésta sino en que su materia es más fácil de estudiar, por referirse a espectáculos que están a la vista de todos». (ibíd., I, 170) La superioridad de la novela histórica estriba en la dificultad de encontrar los datos históricos en los que se basa, y en el hecho de resucitar tiempos ya pasados, mediante el don que tienen algunos novelistas de la evocación y la invención.

Quién comparará, bajo estos conceptos, ninguna de las novelas parisienses de Zola, con las maravillosas resurrecciones históricas de Walter Scott, de Herculano o de Manzoni? El poder de evocar, de poner de nuevo a la vista, de reconstituir las cosas muertas, no lo da Dios, ni con mucho, tan frecuentes veces, como el de tejer narraciones con hechos de todos los días [...] los cuales no pudiendo, en puridad, descubrirnos lo nuevo o lo útil, se limitan a despertar o avivar las vergonzosas pasiones y los instintos animales que suelen por rubor ocultar los hombres.


(ibíd., I, 171)                


Es pues, para Cánovas, la novela histórica, la forma más valiosa y difícil de la novela. Y su representante máximo es sin duda Walter Scott: «No se conoció novela histórica en las letras dentro no fuera de España, hasta que dio las suyas a la luz el nunca bastantemente loado Walter Scott, que si los autores pedían nombres a la historia a veces, nunca pensaron en representar los caracteres verdaderos, ni las verdaderas costumbres de los siglos pasados. Algunos de los dramas de Shakespeare son, quizá, los únicos precedentes ciertos que en el arte tenga la invención histórica del preclaro novelista escocés». (ibíd., I, 325-326).

No es inusual, como vemos, que a finales de siglo autores cultos, conocedores de la literatura y que no son consumidores habituales de la paraliteratura que antes se ha mencionado se inclinen por el Romanticismo contra el Realismo. Gonzalo de la Torre Trassierra y Evaristo Rodríguez de Bedia son buenos ejemplos de esta situación: Escritores pertenecientes a una clase social culta y con diversos intereses literarios y culturales, que se manifiestan claramente románticos en su creación literaria y siempre en la línea de ese Romanticismo conservador que definieron Del Río, Llorens y Navas Ruiz. Tanto Torre Trassierra, como Rodríguez de Bedia son prologuistas de obras del historiador regional de Cantabria, Mateo Escagedo Salmón. De la misma manera, Enrique Menéndez Pelayo presenta en una introducción una de las colecciones de cuentos de Rodríguez de   —240→   Bedia: El amigo de Dios. Pertenecen ambos a un grupo de intelectuales cántabros de fines de siglo, que oscurecidos por la gigantesca figura de Marcelino Menéndez Pelayo se dedican a la historia regional (en la línea del último director de la revista romántica Semanario pintoresco español, Manuel de Assas) y una literatura de índole claramente romántica. Dentro de ese grupo además de nuestros dos autores está el propio hermano de Don Marcelino, Enrique Menéndez Pelayo y otros autores: Amós de Escalante, Demetrio Duque y Merino, Mateo Escagedo Salmón, etc.

Gonzalo de la Torre Trassierra pertenece a una familia de añeja raigambre montañesa, cuya casa estaba en Comillas. La familia viene recogida en diversos estudios de genealogía y heráldica. (García Carraffa, 1962, T. 85; Escagedo Salmón, 1934, T. 8, p. 165). Su abuelo, Jerónimo de la Torre Trassierra fue oidor de la Audiencia de Zaragoza y aparece mencionado en el Plutarco montañés de Antonio del Campo Echevarría; su padre, Miguel de la Torre Trasierra, fue coronel de artillería y caballero de Alcántara. Su nombre aparece en el Índice de montañeses ilustres de Escagedo Salmón. Don Gonzalo fue magistrado del tribunal supremo. Casado con la hija del historiador Cesáreo Fernández Duro, fue muy aficionado a los temas de historia regional. «Reunió en su biblioteca de Comillas gran número de obras montañesas» (Escagedo, 1934, VIII, 165). Fue académico correspondiente de la Real Academia de la Historia, lo cual es lógico, pues en su talante hay mucho de historiador, como se echa de ver en Tradiciones cantábricas y en Cuéllar (1894), una amplia obra de investigación sobre la ciudad segoviana, con abundante reproducción de documentos que recibió el premio «Fermín Caballero». Su afición a la historia la corrobora Escagedo Salmón que varios años después de su muerte le dedica un emocionado recuerdo: «Dios le pague los alientos que siempre tuvo para animarme a mis estudios de historia regional en la que él era tan inteligente» (ibíd.).

Tradiciones cantábricas es una curiosa mezcolanza de literatura, historia y leyendas de exaltación familiar, patriótica y religiosa. Consta de cuatro artículos de recreación histórica: «Cantabria», «Valdáliga», «Los Monteros de Espinosa», y «El asalto de Madrid»; un cuento popular del pueblo de Udías, «Serva mandata»; tres romances de tema montañés, «Las peñas de Europa», «En el hondo del Cubón» y «El Torreón de la Rabia»; y un romance en el que Torre de Trassierra homenajea a Ignacio de Loyola y recuerda su educación con los jesuitas, «Caballero de la Virgen».

Donde encontramos a un autor plenamente romántico es en dos de los romances. «En el hondo del Cubón» cuenta una historia de amor desgraciado por una antigua rivalidad familiar. Hay un antiguo odio entre las familia Díez de Villegas y la familia Trassierra. El último descendiente de los Trassierra se enamora locamente de la última descendiente de los Díez de Villegas, y es correspondido. Pero el padre de la joven, resuelto a impedir el matrimonio decide hacer profesar   —241→   a su hija en un convento de monjas en Santillana. No contento con esto, en su viaje a Santillana atraviesa las tierras de Trassierra para mayor humillación de éste. El joven sale a su paso y le mata en duelo, pero la hija, ante su padre moribundo, promete que respetará la última voluntad de su padre e ingresará en el convento. El joven Trassierra, desesperado, ingresa en la orden de los templarios. El argumento de «El Torreón de la Rabia» es tan tópicamente romántico como el anterior: el protagonista vive aislado y solo en un viejo torreón, junto a la ría de la Rabia. Un día ve un incendio en una casa vecina, salva a una joven, se enamora de ella y se casa. Pero la joven esposa, enferma, muere al dar a luz a su primer hijo y el protagonista se suicida arrojándose de la torre. En «Las Peñas de Europa» se relata la batalla de Covadonga, atribuyendo esa hazaña a los cántabros y no a los astures. Esta reivindicación regionalista no es inusual. Por los mismos años dos autores vascos, que al igual que Torre de Trassierra y Rodríguez de Bedia cultivaban una literatura romántica de fuerte tendencia regionalista reivindicaban que los guerreros cántabros que combatieron contra Agripa y Augusto, eran en realidad vascos. Se trata de Juan Araquistain que publica en 1866 unas Tradiciones Vasco-cántabras y de Vicente Arana que en 1880 da a la luz Los últimos íberos, leyendas de Euskaria.

Torre de Trassierra se inspira para sus poemas más en el Duque de Rivas que en Zorrilla: Los romances históricos de Ángel de Saavedra son su fuente de inspiración. El autor es un poeta de limitadas facultades, atento sobre todo a la narración. El diálogo es escaso y con poca frescura; la descripción casi inexistente. Todos los romances del libro tienen la misma asonancia: «á-a».

Un solo cuento en prosa aparece en el libro: «Serva mandata». Según Torre de Trassierra es transcripción de un cuento tradicional de Udías. El cuento relata el origen de dos rocas que hay en las afueras del pueblo, que recuerdan a un carro y a un hombre que lo guía. Se trata de un labrador irreligioso que fue convertido en piedra por maltratar a su mujer, a su hija y salir a trabajar el domingo.

Evaristo Rodríguez de Bedia es un autor mucho más prolífico que Torre de Trassierra. Cejador (1915, IX, 492) le atribuye más de 400 narraciones publicadas en diversos periódicos y revistas desde 1888. Periodista, fue colaborador de El Atlántico de Santander, El Día de Madrid y director de El Carbayón en Oviedo. Además del libro que nos ocupa publicó otras tres colecciones de cuentos: El Señor Benito, (1906); Amigo de Dios, (1907); y Makofá, (1908).

Enrique Menéndez Pelayo corrobora la facilidad narrativa de Rodríguez de Bedia cuando habla de su «laboriosidad incansable» (1907, III). Enrique Menéndez caracteriza a Rodríguez de Bedia como un escritor especializado en temas históricos y exóticos, relacionando su obra con una leyenda de Bécquer: «El caudillo de las manos rojas». Le reprocha «cierto énfasis y tiesura en el diálogo» (ibíd., VII) y admite que su obra ya ha quedado retrasada en el tiempo: «dadas la caracterización   —242→   psicológica y la veracidad descriptiva que el gusto actual exige a las amenas letras, no hay que extrañar que parezca a veces desabrido y anticuado» (ibíd., VI).

En Narraciones cántabras Rodríguez de Bedia intenta una suerte de historia novelada de las glorias cántabras. Las diferentes narraciones se sitúan en momentos especialmente dramáticos de la historia. El primer cuento, «Flavio y Noela», recrea la resistencia de los cántabros frente a las tropas de Augusto a través de los amores de un centurión romano y una joven cántabra. A partir de aquí se aborda la batalla de Covadonga (que, como ocurre en Torre de Trasierra, se atribuye a los cántabros) en «Razzis y Ana» donde el moro Razzis se convierte al cristianismo por amor y colabora con los cristianos en la célebre batalla. «El saltador» es una historia de rivalidad amorosa, arrepentimiento y redención que se desarrolla durante la expedición de Ramón Bonifaz. En 1493 se sitúa «Un buen regalo» en la que dos jóvenes consiguen a sus amadas gracias a sus esfuerzos en la conquista de América. Las dos últimas historias tratan de la resistencia montañesa frente a los invasores franceses; «Un baile interrumpido» en 1636 y «El Mayorazgo del Valle» en 1808.

La simple elección de los momentos históricos por parte de Rodríguez de Bedia indica la intención patriótica del libro, que se acompaña en todo momento por la exaltación religiosa. Como todas las obras del romanticismo tardío, patriotismo y religiosidad son elementos fundamentales de la temática.

Es Rodríguez de Bedia un cuentista que sigue estrictamente los modelos narrativos que fueron acuñados por los autores que desarrollan el cuento romántico en las décadas de 1830 y 1840 en las principales revistas de la época: Semanario Pintoresco Español, El Artista, No me olvides, etc. Eugenio y José Augusto de Ochoa, Mariano Roca de Togores, Pedro de Madrazo y otros autores crean un tipo de cuento de estructura muy teatral, dividido en escenas, muchas de ellas dialogadas, escogiendo los momentos culminantes de la historia y prescindiendo de los enlaces, con tendencia al monólogo discursivo y al diálogo retórico, etc. Este tipo de cuento, que fue llevado a su máxima categoría por Bécquer, es el que Rodríguez de Bedia practica.

Como ya indicaba Enrique Menéndez, el peor defecto de Rodríguez de Bedia como narrador es el diálogo, que muchas veces degenera en una sucesión de exclamaciones y puntos suspensivos, por causa de esa teatralidad que ya hemos mencionado. Los argumentos siguen estrictamente las normas de la novela histórica romántica: personajes literarios que desarrollan sus historias personales y amorosas dentro de un marco y acontecimientos históricos.

Como hemos podido ver, dos autores plenamente románticos que desarrollan su obra mucho después de la fecha que la mayoría de las historias literarias dan como finalización del romanticismo.







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