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La poesía de Quevedo

Ignacio Arellano






Introducción


Perfiles de la época: historia, sociedad, cultura

La mayoría de los estudiosos que intentan apuntar un rasgo característico para el siglo XVII español se inclinan por señalar el pesimismo, la sensación de crisis, que suele asociarse a la pérdida de la hegemonía española. Se agudiza la despoblación y la pobreza. Las riquezas que llegan de Indias no producen bienestar: las disfunciones en el sistema económico impulsan el aumento de la inflación, y no existen inversiones productivas, bloqueadas por barreras sociales e ideológicas que consideran infame el trabajo manual hasta el punto de que sólo los plebeyos pueden ejercerlo. El general sentimiento de desorientación en distintas vertientes de la visión del mundo barroca, influye sin duda en la creación literaria.

Con la subida al poder de Olivares, a la muerte de Felipe III y la coronación de Felipe IV, la situación toma nuevos rumbos. En los Grandes anales de quince días recoge Quevedo algunos detalles de la transición del poder, llena de conflictos y de esperanzas. El Conde Duque de Olivares intenta poner en práctica un conjunto de medidas regeneracionistas, que despiertan muchas expectativas. La Epístola satírica y censoria de Quevedo es el mejor ejemplo literario de esta esperanza en una renovación de la patria, que no conseguirá verse materializada.

Los reinos de Portugal y Cataluña se sublevan en 1640, y la posición del privado se tambalea. El año de 1643 asiste a la derrota de Rocroi y a la caída de Olivares. La paz de Westfalia de 1648 marca simbólicamente el final del poder español.

Es el Barroco un periodo de honda crisis social. La discriminación de las castas venía de antiguo y sufría altibajos desde la Edad Media. En el XVII se produce un recrudecimiento de los conflictos. La expulsión de los moriscos en 1609 es una significativa manifestación. Para alcanzar determinados rangos y niveles sociales o ingresar en el clero, en los colegios universitarios o en las escalas del funcionariado palatino, es preciso demostrar que se es limpio de sangre, cristiano viejo, sin mezcla de moros o judíos. Frente a los marginados (moriscos, judíos, pero también negros -en el sur, Sevilla, sobre todo, abundan-, pobres, etc.) se erige la clase de la nobleza como cima de la estructura social.

A la vez que se desprecia ideológicamente el dinero (sobre todo el dinero que procede de los negocios, comercio, industria y actividades económicas no agrícolas) se subraya el poder del mismo, enorme sin duda, como siempre, pero sentido de manera extrema por la mentalidad barroca. Poderoso caballero es don Dinero, y el conflicto entre nobleza y riqueza perceptible, aunque sin duda los grandes títulos de la aristocracia concentran ambos.

La sensación de crisis histórica conduce a una solución situada en el plano de la contemplación ascética y el rechazo del mundo y sus tráfagos, con la notable frecuencia de los motivos del desengaño y la vanidad de la vida, la conciencia de fugacidad y fragilidad, la impalpable separación entre la realidad y la apariencia, el escepticismo fundado en lo vano de la existencia humana en este mundo. Replegado sobre sí mismo, el hombre del Barroco busca la paz en su despojamiento de las pasiones y de las ambiciones.

Una nueva dicotomía conflictiva se establece entre la llamada de los sentidos y calidad ilusoria de lo que certifican. Es significativo que una cultura con semejante conciencia de las dimensiones ilusorias de la experiencia, se aficione en extremo a los experimentos de ilusionismo, y en suma, esté marcada por lo que ha llamado Emilio Orozco el desbordamiento expresivo, y la teatralización de la vida. El artificio, la elaboración retórica, la sorpresa, todas las modalidades de figuras estilísticas basadas en la antítesis, la metáfora violenta, desempeñan funciones esenciales en los objetivos expresivos del periodo.

La estética barroca valora sobre todo el ingenio. Cuanto más difícil, mayor será la agudeza de un texto y por ende el placer en descifrarlo. Esta doctrina de la dificultad es esencial para modelar la actitud receptiva lectora.

Para descifrar un texto barroco (quevediano) necesitamos conocer las claves que lo han cifrado, tanto en su técnica literaria como en su complejo mundo histórico y cultural. Cualquier personaje, costumbre, objeto o vocablo puede tener para el oyente o lector del XVII un sentido evidente, pero oscuro para el receptor de hoy. Objetos como linternas, mangos de cuchillo, calzadores, o tinteros no podían pasar desapercibidos en su capacidad de aludir al cornudo, pues se hacían de cuerno. La palabra esperar o las menciones de tocino o cerdo aludían al judío, etc. Otra clase de elementos muy vivos en el XVII y bastante perdidos hoy son los materiales folklóricos, empezando por el refranero y siguiendo por alusiones a fiestas, cuentecillos, etc.

Añádase que el poeta del Barroco es generalmente un poeta culto que conoce bien la literatura antigua y quiere lucir su ingenio y su erudición. Quevedo es un caso extremo de esta densidad cultural. Es fundamental tener en cuenta la literatura grecolatina para la literatura moral y satírica; toda la poesía petrarquista italiana para los géneros amorosos; la Biblia y Padres de la Iglesia para la literatura moral, religiosa y de reflexión política; la lírica tradicional y el Romancero viejo como fuentes de textos parodiados o glosados y adaptados en el teatro y en las corrientes de la poesía de tipo popular...

En suma, la tarea de leer los textos del XVII es una tarea difícil, exigente, y que requiere una voluntad de indagación a la que intentarán ayudar, muy limitadamente, las notas al texto de la presente edición.




Vida y obra

El 17 de septiembre de 1580 nace en Madrid Don Francisco de Quevedo, de familia hidalga oriunda de la Montaña de Santander. Su padre, don Pedro Gómez de Quevedo, era secretario de doña Ana de Austria, mujer de Felipe II; su madre, doña María de Santibáñez, dama de la reina, también pertenece al ámbito de los servidores de la corte: es, pues, gente de mediana condición social y económica, hidalgos pero no de ilustre aristocracia, situados en un estrato de precisa definición ideológica y social a que responden buena parte de los rasgos que caracterizan al hombre y al escritor Quevedo.

Pablo Tarsia, autor de su primera (y fantasiosa) biografía lo evoca:

Fue don Francisco de mediana estatura, pelo negro y algo encrespado, la frente grande, sus ojos muy vivos; pero tan corto de vista que llevaba continuamente anteojos; la nariz y demás miembros, proporcionados, y de medio cuerpo arriba fue bien hecho, aunque cojo y lisiado de entrambos pies, que los tenía torcidos hacia dentro; algo abultado, sin que le afease; muy blanco de cara, y en lo más principal de su persona concurrieron todas las señales que los filósofos celebran por indicios de buen temperamento y virtuosa inclinación [...]



Se formó en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, y luego en las universidades de Alcalá y Valladolid: en esta ciudad, sede de la corte desde 1601, inicia su carrera poética y también su larga enemistad con Góngora. En Valladolid, según todos los indicios, redacta el Buscón. De vuelta a Madrid con la corte, va escribiendo algunas de sus obras de índole política y moral, a la vez que continúa con la vocación satírica y burlesca. Diversas crisis de conciencia se han señalado en su trayectoria vital, algunas reflejadas literariamente en obras como el Heráclito cristiano. Clave en su evolución personal es la estancia en Italia (parte en octubre de 1613), donde sirve de secretario y colaborador del Duque de Osuna, virrey de Sicilia y Nápoles. La política que pone en práctica le gana muchos enemigos a Osuna, que logran al fin su derrota: entre otras composiciones, Quevedo le dedica el espléndido soneto «Memoria inmortal de don Pedro Girón, duque de Osuna, muerto en la prisión», donde integra una desolada requisitoria contra la ingratitud y la mezquindad de la patria con sus héroes:


Faltar pudo su patria al grande Osuna
pero no a su defensa sus hazañas:
diéronle muerte y cárcel las Españas
de quien él hizo esclava la Fortuna.



Y es que el tiempo de los héroes, como encarnación de una empresa nacional, colectiva, ha terminado: ahora los héroes lo serán a pesar de su nación, y no apoyados en ella, figuras individuales que no encuentran un ámbito de actuación heroica colectiva como todavía era posible en el siglo anterior: el desengaño, más o menos estoico, se impone. Quevedo se retira durante algún tiempo en el pueblo manchego de La Torre de Juan Abad, por cuyo señorío mantiene larguísimo pleito.

En obras como Grandes anales de quince días y Mundo caduco y desvaríos de la edad narra y enjuicia los sucesos posteriores a la muerte de Felipe III, y apunta reformas y proyectos regeneradores que la subida al poder de Olivares podría promover. En su Epístola satírica y censoria, dirigida al nuevo valido, expone literariamente el deseo de un regreso a un utópico medioevo en el que los españoles, castos, severos, valerosos y llenos de las virtudes antiguas puedan vivir una nueva y militar edad dorada, lejos de las corrupciones y la molicia de su propia época.

Defiende también las medidas económicas de Olivares en opúsculos como El chitón de las tarabillas (1630). Pero las iniciales relaciones amistosas con el Conde Duque no perduran. Es una más de las luchas de Quevedo, una de sus múltiples enemistades.

Por el lado literario también acumula enemigos, que atacan sus obras, acusándolas de impiadosas, obscenas y revolucionarias: los autores del Tribunal de la Justa Venganza claman contra él. Luis Pacheco de Narváez, famoso maestro de esgrima del que se burla don Francisco a menudo, dirige en 1630 un memorial a la Inquisición en que denuncia Los Sueños, la Política de Dios, el Discurso de todos los diablos y el mismo Buscón. Quevedo multiplica libros serios, ascéticos y morales: La cuna y la sepultura, Introducción a la vida devota, La virtud militante, Marco Bruto... pero su imagen de hombre disoluto y escandaloso no desaparece en las polémicas que mantiene con unos y con otros por multitud de causas. Un matrimonio fracasado, en 1634, con doña Esperanza de Mendoza añade nuevas melancolías. La virulencia de los ataques políticos a Olivares se muestra ya con transparente clave en La hora de todos y la Fortuna con seso, donde saca a escena a un caricaturesco Pragas Chincollos (anagrama de Gaspar Conchillos, referencia evidente al privado).

La caída de Osuna, las maquinaciones de las camarillas políticas, el laberinto de las relaciones internacionales y de las ambiciones del poder en la corte de Felipe IV, definen un marco tormentoso en el cual naufraga Quevedo, arrestado definitivamente -tras una serie de destierros y marginaciones- por orden de Olivares y por causas no aclaradas del todo, a fines de 1639.

El poeta permanece prisionero en San Marcos de León hasta mediados de 1643. Solo con el final de Olivares (cuyo gobierno se derrumba en 1643) Quevedo conoce una breve libertad: enfermo y quebrantado cuando sale de su prisión, aguantará unos meses, hasta el 8 de septiembre de 1645 en que muere en Villanueva de los Infantes, en una celda del convento de Santo Domingo.

Hombre de cultura extraordinaria y de enorme erudición, Quevedo se precia de conocedor de lenguas, experto en teologías y filosofías, corresponsal de un humanista tan famoso como el belga Justo Lipsio, traductor de textos clásicos y bíblicos (Anacreonte, Focílides, Epicteto, Las lágrimas de Jeremías...). Sus obras están llenas de referencias, alusiones y citas de autores antiguos y modernos: Juvenal, Marcial, Séneca, Montaigne son algunos de sus favoritos.

De sus defectos físicos, y de otras inferencias psicológicas de discutible probabilidad -supuestamente manifestadas en complejos varios frente a las mujeres, enraizados también en ambiciones frustradas en la política y en la vida cortesana-, diversos biógrafos posteriores, y algunos críticos, han extraído la imagen de un Quevedo contradictorio y laberíntico, marcado por radicales actitudes ideológicas (antisemitismo, conservadurismo ideológico extremo) y por pulsiones psíquicas que entran en el terreno patológico (misoginia exacerbada, timidez excesiva, miedo a la mujer, latente homosexualidad dilaceradora de su psicología, obsesión escatológica...). Dámaso Alonso subrayó también la angustia existencial -tan moderna- que trasluce su literatura, una exasperación -el «desgarrón afectivo»- que es el centro en que habría de situarse el lector que hoy quisiera comprender su obra.

La distancia entre su faceta de poeta serio (con una poesía petrarquista, por ejemplo, ultraidealizadora) y la de poeta satírico y burlesco ha resultado también difícil de asimilar para muchos críticos. Para mí, dejando a un lado dudosas hipótesis indemostrables, lo más característico de su personalidad, sin duda compleja, sería, quizá, la exacerbación -personal y artística- que procede de una poderosa inteligencia y una omnívora curiosidad intelectual, atrabiliaria a veces, impaciente siempre, enfrentada a unas circunstancias a menudo intolerables para una mente lúcida y para una ética igualmente rigurosa, sin que fuera ajena a su actitud de continua violencia la ambición de la gloria literaria y el ansia de reconocimiento de su capacidad de poeta y de hombre público.

El cultivo de diversas áreas (seria, burlesca...) literarias me parece bastante normal en un poeta barroco, obsesionado por la mostración del ingenio y la capacidad de manipulación lingüística, y una vez que esta variedad es explicable, nada de extraño hay en la presencia de los diversos códigos involucrados necesariamente en esas variedades literarias por las mismas prácticas poéticas del tiempo: ninguna dislocación existe entre el poeta que canta a Lisi y el poeta que se burla de las sucias fregonas llenas de parches y de ventosidades, o de las prostitutas gafas y tullidas por la sífilis: si pretende cultivar el espectro de las especies poéticas del XVII habrá de usar tanto los códigos de la idealización petrarquista, como el bajo estilo de la sátira y la burla. Algunos ejemplos de espléndidos poemas en uno y otro terreno podrá el lector gustar en la presente antología.




La obra poética de Quevedo

Como apuntaba Borges, Quevedo «es menos un hombre que una compleja y dilatada literatura»: su obra es vasta y múltiple: su corpus poético recorre desde la poesía petrarquista de Canta sola a Lisi, hasta el degradado ambiente prostibulario de las jácaras, pasando por los poemas religiosos o los metafísicos. El paso del tiempo, la fugacidad de la vida, la belleza femenina, el amor constante más allá de la muerte, la entrega del hombre a los pecados capitales, el estoicismo del sabio frente a la fragilidad del humano destino, el arrepentimiento del pecador, la burla inmisericorde a los maridos pacientes, a las viejas carroñas, a las pidonas o a los caballeros chirles como los compañeros de don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán, que el lector del Buscón conoce... pasan ante los ojos del admirado lector de su poesía en un carrusel que Rafael Alberti evocó como un aquelarre interminable en el que la Muerte lleva el compás de la danza macabra.

Las clasificaciones que podemos aplicar a la poesía quevediana, son fundamentalmente de dos tipos: la moderna, representada en la magna edición de José Manuel Blecua, que responde a criterios temáticos, y que distingue poemas metafísicos, amorosos, morales, religiosos, poemas líricos a diversos asuntos, satíricos y burlescos, etc. y la clasificación reflejada en la edición del Parnaso español, preparada por José González de Salas, erudito amigo de Quevedo, que al parecer responde a las intenciones del propio poeta, de dividir su corpus en nueve secciones, cada una adscrita a una musa distinta según las advocaciones genéricas atribuidas.

Dejando a un lado las dificultades que plantea una clasificación, y de las que el propio González de Salas se hace eco en los preliminares del Parnaso, puede observarse en el variado corpus poético de Quevedo tres grupos centrales:

1) los poemas que pertenecen a una serie ética, y que elaboran motivos del universo religioso, de las corrientes neoestoicas de la filosofía moral en el Renacimiento, o del código de lo que podemos llamar poesía heroica,

2) serie amorosa, que continúa en su mayor parte la tradición petrarquista y recrea motivos del discurso amoroso renacentista, con innovaciones de diverso calibre, y

3) los poemas de la serie satírica y burlesca, caracterizados por el bajo estilo expresivo.

De estas tres tradiciones, la burlesca y satírica es la más representada cuantitativamente, con más del 40 % de la obra quevediana conservada.




El universo serio de los poemas morales y religiosos

La poesía moral y la satírica de Quevedo son complementarias en su relación con los contextos filosóficos y religiosos de la época. Están vertidas hacia realidades morales y sociales, y su finalidad sería producir efecto sobre esa realidad, colaborando a modificar y mejorar el ser humano.

Los límites que separan ambos tipos de poesía no son rígidos. Las diferencias se dan en el estilo adoptado según las convenciones de estos subgéneros: a la poesía moral corresponde un estilo más grave o elevado, un tono alejado de matices cómicos. El discurso satírico, en cambio, apela al estilo humilde: léxico coloquial y vulgar, todos recursos creadores de comicidad eran constitutivos del código.

Muchos motivos clásicos imitados en los poemas morales de Quevedo proceden de las sátiras latinas de Persio y Juvenal, que compartían la misma atmósfera cultural que las obras de Séneca o Epicteto, fuentes constantes de Quevedo. Nótense en su poesía motivos senequistas como la miseria y la brevedad de la vida, la inevitabilidad de la muerte y la necesidad de prepararse para ella, la defensa de la virtud y de los valores eternos, de la trascendencia, el rechazo de lo contingente, de los bienes materiales, el engaño de las apariencias. Podremos incluir, pues, en el apartado de la poesía ética y moral aquellos poemas que, sin tener una actitud propiamente crítica, reflexionan sobre el sentido de la existencia humana, la presencia de la muerte, la fugacidad o la fragilidad de la vida, es decir, aquellos poemas que han sido rotulados como poemas metafísicos en las ediciones modernas. En este grupo destaca el tema de la identificación vida/muerte que expresa la vanidad de las glorias mundanas y la debilidad de todo lo terreno:


En el hoy y mañana y ayer junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.



Nada de extraño que en esta perspectiva las ambiciones terrenas carezcan de sentido y revelen en quien las acoge, una desviación fundamental merecedora de censura moral: los poemas morales se organizan en el corpus quevediano según un esquema bastante perceptible, en torno a los siete pecados capitales.

Una pieza clave en la poesía moral es la Epístola satírica y censoria, dirigida al Conde Duque de Olivares, a quien le expresa la confianza en su poder regenerador, que aparte a los castellanos de la molicie presente y los reintegre a una nueva edad dorada, de heroísmo medievalizante y arcaico, donde el valor y la moderación sustituyan al afeminamiento y a los excesos frívolos de los cortesanos.

En otro estadio de este mundo serio se coloca la poesía religiosa. El conjunto de poemas que alguna vez se llamó Heráclito cristiano, y que después Quevedo parece reordenar en su corpus poético, deshaciendo la colección, viene a ser una serie a modo de cancionero religioso o libro de oraciones poéticas donde el poeta canta sus arrepentimientos y expresa el deseo de acercamiento a Dios.

Por su lado, en los poemas heroicos de la musa Clío Quevedo continúa con la tradición de poesía encomiástica a los grandes héroes de su época: reyes y nobles. Al sentido de tradición, de continuum literario en el que se hallaba inmerso, une Quevedo su propia ideología que le hacía añorar un pasado imperial más brillante con el que se sentía más identificado. En la Historia se hallan los modelos que imitar para engrandecerse y engrandecer la patria. En ella se podían mirar los gobernantes, los hombres de armas para llevar a buen puerto las guerras, los de estado para el buen gobierno de sus súbditos; es decir, tiene una utilidad pública como reconocían los humanistas como Justo Lipsio para quien el estudio de la Historia sirve para «adentrarse en el manejo de los negocios civiles». Por esa razón en ciertos poemas de esta época se elogia a héroes legendarios romanos, griegos o cartagineses, porque en ellos tienen los europeos de los siglos XVI y XVII modelos a los que imitar. Los reyes podían aprender de los errores y aciertos de los emperadores romanos y la misión de los escritores (poetas, historiadores, teóricos de la política) era la de presentar a los gobernantes estos modelos, estos consejeros del pasado que les ayudarían a tomar las decisiones acertadas.




Poemas amorosos

Uno de los tantos falsos problemas con que a menudo nos encontramos en las historias de la literatura y en la crítica literaria es el de la aparente contradicción entre los ataques misóginos de la poesía satírica, y los poemas de amor de Quevedo. Pero no hay incongruencia ninguna: en el ejercicio poético habitual de un poeta barroco, el cultivo de los diversos géneros lleva aparejado el cultivo de diversos registros temáticos y expresivos. Quevedo poeta, que es el que primordialmente aquí nos interesa, escribe, como cualquier otro poeta (mejor que la mayoría) poemas de amor, y también poemas satíricos. En un territorio se mueve dentro del código amoroso vigente; en el otro dentro de las modalidades de la sátira.

El conjunto de la poesía amorosa de Quevedo aparece definido por el rasgo de la multiplicidad o variedad. Las distintas interpretaciones de la crítica han subrayado el amor cortés o el petrarquismo, o han señalado la presencia de la tradición de la poesía erótica latina (elegía romana de Tibulo, Propercio u Ovidio), generalmente poniendo de relieve alguna de ellas como dominante (el petrarquismo sobre todo). La existencia de un cancionero como el Canta sola a Lisi, de innegable filiación petrarquista, decide a menudo la balanza en favor de considerar esta tradición la básica en el poemario quevediano, y se puede aceptar que un marco semántico central de esta lírica amorosa es esta tradición neoplatónica, como señalo con frecuencia en las notas a los textos. Amar en este código se diferencia de querer, que implica la posesión de la amada. La belleza de la amada es reflejo de la hermosura del alma, de su bondad, que a la vez trasunta la perfección divina…

Pero, según creo, Quevedo no escribe poemas de amor sobre un modelo determinado, sino que explora las diversas vías que se le ofrecen. Su poesía amorosa continúa la misma técnica dominante en el resto: la del conceptismo agudo basado en reescrituras múltiples de modelos poéticos, que adapta, imita, o niega a menudo en forma paródica. Si concebimos su poesía amorosa desde esta perspectiva, no habrá contradicción alguna entre diversas posturas que aparecen en sus versos, incluyendo en ellos también el corpus satírico dedicado a la burla del amor. Es, en suma, un corpus amoroso mixto, síntesis de modelos.

En la poesía amorosa aurisecular no se presenta la hermosura corporal de la dama, sino desde el punto de vista más respetuoso y platónico; es obvia la importancia del retrato femenino en la configuración sobre todo de los sonetos centrados en la amada. Este modelo de retrato es muy tópico (cabello de oro, rostro de nieve, rosa y jazmín labios de coral y clavel, etc.), pero lo que me interesa señalar es cómo Quevedo siempre toma el dato descriptivo como punto de partida para un juego de ingenio. El comienzo del soneto «A Aminta, que se cubrió los ojos con la mano» es significativo, en su estructura paradójica, de lo que digo:


Lo que me quita en fuego me da en nieve
la mano que tus ojos me recata,
y no es menos rigor con el que mata
ni menos llamas su blancura mueve.



El sentimiento dominante en la dama, desde la percepción del amante, es el desdén. Este amante es el protagonista más acusado de la poesía quevediana: voz quejosa y dolorida sometida a los embates de la cruel enfermedad amorosa. El dolor es el rasgo que define sobre cualquier otro al amante y al modelo amoroso quevediano en su conjunto. La violencia, la frustración, la destrucción, la hipérbole del sentimiento negativo. La imaginería corresponde a este universo; abundan símbolos de violencia como volcanes, prisiones y cárceles, infierno…




Poemas satíricos y burlescos

Las marcas del estilo satírico son la presencia de palabras y expresiones idiomáticas de la lengua coloquial y vulgar y la producción de burlas o humor. Es fundamental, pues, el tono burlesco de estas obras. El propósito es producir risa en el receptor. La fórmula más frecuente es desarrollar una serie de ingeniosas relaciones para degradar al objeto imaginario descrito.

La poesía satírica funciona, como la prosa de los Sueños o la Hora de todos, en las convenciones de la sátira de estados; encontraremos toda una galería de retratos: oficios de pasteleros, taberneros, sastres, zapateros; representantes de la justicia como los letrados venales, escribanos, corchetes y alguaciles, jueces; médicos y boticarios. Se incluyen además una serie de tipos que representan figuras de la marginalidad en el mundo de la corte y del hampa: pícaros, jaques, caballeros falsos, etc. Privilegiadas figuras de la marginalidad son los jaques y prostitutas de las jácaras, romances que narran la vida y milagros de estas gentes, en un lenguaje poético que integra de manera intensa el léxico de germanía o argot de la delincuencia.

Hay otros tipos que resultan de la figuración de vicios: la hipocresía, por ejemplo, que es central en este sistema porque atañe a la problemática de la oposición esencia-apariencia, genera una serie de máscaras como el viejo teñido, la mujer afeitada, etc. Muchas de estas máscaras rehacen motivos de la sátira clásica o de los epigramas de Marcial que denunciaban la perversión de las costumbres en la Roma imperial, la pérdida de los valores tradicionales y su reemplazo por formas del engaño y la corrupción.

Encabeza la lista de estas figuras repulsivas, la mujer en todas las variantes sociales concebibles: viejas, dueñas, pícaras, prostitutas, pidonas, alcahuetas, brujas: a veces se superponen diversas variantes en una misma figura, que compendia rasgos característicos de la misoginia inherente al género satírico.

En esta poesía se dan todas las variedades de la parodia: de versos aislados de autores contemporáneos, Lope o Góngora, por ejemplo, de versos del romancero, etc. Entra en el campo de la parodia la reducción cómica de fábulas y temas mitológicos, o de motivos y estructuras del subgénero amoroso, como el retrato de la vieja en el soneto «Rostro de blanca nieve, fondo en grajo», que arranca con los motivos del retrato petrarquista.

El ejercicio paródico más relevante y ambicioso es sin duda, el extraordinario «Poema heroico de las necedades de Orlando el enamorado», parodia de los poemas caballerescos italianos, y probablemente, junto con la Gatomaquia de Lope, el poema paródico más importante del Siglo de Oro.

Desde el punto de vista de la experimentación expresiva, la poesía satírico burlesca, es uno de los capítulos más importantes de la obra quevediana. Desde la fonética burlesca a la onomástica ridícula, del neologismo a la metáfora ingeniosa, de la parodia de lenguajes y jergas múltiples a todas las clases de juego de palabras, Quevedo explora todas las formas del ingenio y todos los mecanismos de la lengua.




Opiniones críticas

La abundancia, pues, del pensar y enriquecer de conceptos sus poesías alcanzó tan felizmente que a mi entender no existe escritor antiguo ni moderno que en ella le compita. Mucha es la variedad de argumentos y asuntos en que ejercitó su pluma, y quien en ellos no reconociere esta fecundidad superior y rara, muy turbado ha de tener el órgano del juicio.


(González de Salas, preliminares de El Parnaso español)                


No sé qué inmensa pesadumbre nos quiere expresar a través de los siglos la poesía de Quevedo. Entrar en su arte es penetrar en un recinto sombrío, traspasado de lívidas llamas, donde gimen enormes masas aherrojadas, hercúleas, y se hunden como pozos sin fin, vacíos o socavones de reprimidos sollozos. El alma del lector moderno, ahíta de literatura [...] en busca, través de los siglos, de otra alma, ¡qué pocas veces se siente sacudida! Allá, hacia el final de la Edad Media, está la fosca y turbia pasión de Ausias March, y aquí, en el principio del siglo XVII, el grito febril de Quevedo.


(Dámaso Alonso, «La angustia de Quevedo»).                


Grande es el ámbito de la obra poética de Quevedo. Comprende pensativos sonetos que de algún modo prefiguran a Wordsworth; opacas y crujientes severidades, bruscas magias de teólogos [...] gongorismos intercalados para probar que también él era capaz de jugar ese juego; urbanidades y dulzuras de Italia [...] variaciones de Persio, de Séneca, de Juvenal, de las Escrituras [...] chocarrerías; burlas de curioso artificio; lóbregas pompas de la aniquilación y el caos.


(Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones).                


La expresión poética de Quevedo no se detiene ante ningún obstáculo y es apta lo mismo para explicar maravillosamente una pena amorosa que las burlas más procaces o la angustiosa idea de que la vida consiste en ser y no ser [...]. El vocabulario poético de Quevedo es tan extenso que difícilmente se hallará una palabra de la lengua española de la época que él no haya empleado en su obra, como dice René Bouvier.


(José M. Blecua, prólogo a su edición de Poesía original de Quevedo).                


Francisco de Quevedo se alza como una cumbre muy singular en nuestra literatura, en la que no faltan por cierto los escritores cuyos mayores méritos son formales. Pero es probable que ningún otro escritor admita ser caracterizado por el hecho de que sus impulsos artísticos corran esencialmente por los cauces del idioma, de que tengan a éste como efectivo coautor. Piensa y siente con extraordinaria potencia; pero siempre aliado con el sistema lingüístico en que su pueblo ha ido decantando durante siglos y siglos sus juicios y prejuicios, la visión española del mundo condensada en la lengua. Ésta se le presenta como una red colocada ante la verdad; permite verla a trozos, pero, a trozos, la obstruye o la equivoca. Quevedo trabaja primordial y fanáticamente en el lenguaje, para que de él emerja el mundo de dentro tal como es.


(Fernando Lázaro Carreter, «Quevedo, la invención por la palabra»).                


La poesía moral de Quevedo surge de una sostenida reflexión sobre el individuo y su papel en la sociedad, propugnando, por un lado, el predominio de la razón sobre las pasiones, por otro, el gobierno justo y la reforma. En este sentido, Polimnia -junto con las silvas morales- constituye la simultánea manifestación de un lírico y un pensador, que unas veces se pronunció sobre problemas de dimensión universal y otras veces se refirió a situaciones específicas de su época.


(Alfonso Rey, Quevedo y la poesía moral española).                


Quevedo fue un portentoso genio verbal, que llevó la lengua literaria española a cimas de agudeza insospechadas, en un laboreo insaciable con el idioma que le hizo arrancar sentidos inéditos y hallazgos lingüísticos no superados [...]. Como un Atlante, con su prodigiosa capacidad conceptual sostiene Quevedo la literatura anterior, que lleva sobre sus hombros a lugares donde ella no había llegado aún, ni llegó después de él.


(José María Pozuelo Yvancos, Introducción a Quevedo, Antología poética).                









Bibliografía


Ediciones

  • Antología poética, ed. J. M. Pozuelo Yvancos, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999.
  • El Parnaso español, monte en dos cumbres dividido..., ed. J. González de Salas, Madrid, por Diego Díaz de la Carrera, a costa de Pedro Coello, 1648.
  • Las tres musas últimas castellanas, ed. P. Aldrete, Madrid, Mateo de la Bastida, 1670. Ed. facsímil de F. Pedraza y M. Prieto, Madrid, Edaf-Universidad de Castilla-La Mancha, 1999.
  • Musa Clío del Parnaso Español, ed. I. Arellano y V. Roncero, Pamplona, Eunsa, 2001.
  • Obra poética, ed. J. M. Blecua, Madrid, Castalia, 1969-1981, 4 vols.
  • Poesía moral, ed. A. Rey, Madrid-Londres, Tamesis, 1992.
  • Poesía original, ed. J. M. Blecua, Barcelona, Planeta, 1981.
  • Poesía selecta, ed. I. Arellano y L. Schwartz, Barcelona, PPU, 1989.
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Estudios

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