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La política matrimonial de los últimos Trastámaras1

Alfredo Alvar Ezquerra


Académico Correspondiente de la Real Academia de la Historia.
Profesor de Investigación del CSIC



Era el mes de abril del año de 1488 cuando un humanista italiano, Pedro Mártir de Anglería, recién venido a la Península Ibérica en agosto de 1487, escribía a un amigo en Roma explicándole las razones de su abandono de Italia y su venida a España.

«Medita [...] la situación de Italia: las olas que bullen, las rebeliones que se suceden, e investiga en qué suelen parar estas cosas y me tendrás más envidia que compasión por haberme venido a España».



El mismo día dirigía otra epístola al Obispo de Pamplona, Alonso de Carrillo en que las alabanzas a su nueva patria eran más bien de carácter social:

«No quisiera vivir en ninguna otra parte, de no ser en España. Me agradan sobremanera tus Reyes, lo mismo que la nobleza española. Del pueblo no me preocupo».



En una tercera anunciaba sus propósitos bélicos y los deseos de enrolarse en los ejércitos que iban sobre Granada:

«Me agradaría tomar parte en esta guerra santa que se prepara [...] Sigamos ahora a Marte, supuesto que nos llaman a una guerra tan justa».

Tres son, por lo tanto, los grandes logros que en fecha tan temprana como la de 1488, a los catorce años de reinado y con menos de nueve años de paz interior, han logrado los Reyes para España. Tras dos reinados anteriores de enormes convulsiones e inestabilidades, los de Juan II y Enrique IV, parecía que Isabel y Fernando encauzaban las cosas por los caminos del orden, de las correctas relaciones sociales y en fin, de la Reconquista. Que los inicios del reinado hubieran sido inquietantes, acaso irregulares, y con una guerra civil, ahora ya empezaba a no importar.

Esa era la fama de la Reina joven en Italia. Por ello, continúa el humanista, decidió conocerla en persona:

«Yo en persona te vi, yo escuché con avidez las vivas palabras que de tu boca salían. Es evidente que bajo esa cobertura humana se esconden virtudes celestiales. Esto es, altísima señora, lo que siento acerca de ti sin el menor asomo de adulación».

«Yo declaro que me advierto tan preso en la serenidad de tu rostro, que no siento la menor nostalgia de mi patria ni tengo libertad para mover un pie de aquí».


Trasladémonos al 3 de octubre de 1504. La Reina está agonizando. El humanista ha tomado de nuevo la pluma y se dispone a redactar la misiva 274 de las de su epistolario. La dedica al unísono al Arzobispo de Granada y al Conde de Tendilla. «¡Ay de España entera!», porque en esas fechas «los médicos han perdido las esperanzas» sobre la recuperación de la Reina.

Anota por vez primera, ciertas disensiones que empieza a haber aun cuando la reina está viva. «Ya se están haciendo cábalas de lo que acontecerá una vez que ella falte».

Y mientras la Reina empeora, se van aclarando las facciones nobiliarias, porque unos quieren que se llame a Felipe y que se mande a Fernando el Católico, rey de Aragón, «a los reinos de sus abuelos»; otros, los más sensatos en el decir de Anglería, creen que debe gobernar Fernando y autorizar su retiro si él quiere. Mientras, se opina que Fernando gobernará y que Juana rehusará y así podrá subir al trono el nieto Carlos. Dicen también que Isabel abominó de Felipe por el trato inferido a Juana y por no considerarlo preparado para gobernar en Castilla; mientras tanto, en fin, «los nobles rugen, aguzan los dientes como jabalíes espumareantes...» y definen sus posiciones, las más lógicas: a reino revuelto, a rey débil, mejoras para la nobleza, a la que lo que mejor le va es la inestabilidad política:

«Abiertamente proclaman que sus antepasados por este camino reunieron y aumentaron su patrimonio, afirmando que siempre hay ganancia cuando muchos andan desacordes acerca del mando».

¿Qué estaba ocurriendo en la Cámara Real aquel noviembre de 1504? Que la entrega de la herencia de Isabel la Católica se iba a saldar de manera frustrante para los deseos de la Reina, y de más de uno. No obstante y para entenderlo, debemos retroceder treinta años, e ir al preciso instante en que algunos consideraron que empezaba a reinar Isabel I de Trastámara.

Alcázar de Madrid. 11 de diciembre de 1474. Enrique IV, rey legítimo de Castilla acaba de fallecer, en una patética muerte.

Segovia. 13 de diciembre de 1474, día de Santa Lucía. Sobre un cadalso en la iglesia de San Miguel, junto a la catedral y a la Plaza Mayor, acaba de concluir la ceremonia fúnebre en honor del rey muerto. Pero acaso los asistentes no han podido acabar de respirar, la Infanta o la Princesa, depende para quién, se despoja de los lutos y jura defender a la Iglesia y sus mandamientos, jura cuidar bien de sus súbditos y sus territorios y jura guardar sus fueros y privilegios.

Acto seguido, los ciudadanos y nobles allí reunidos, la aclaman, «¡Castilla, Castilla, Castilla por la reyna e señora nuestra, la reyna doña Isabel, e por el rey don Fernando, como su legítimo marido!».

No están presentes las ciudades con voto en Cortes, porque, claro no les había dado tiempo de llegar; tampoco la nobleza segundona; faltan cabezas visibles. Faltan porque todo se ha hecho demasiado deprisa: había que proclamarse antes que la otra legítima heredera, Juana. En Segovia están los afectos a Isabel, sus leales, los que la aconsejaron muy atinadamente que no asaltara al poder en Guisando para no violar -entonces- ninguna legitimidad. Pero por faltar gente, falta hasta el mencionado esposo, Fernando. Todo ha sido muy rápido. Excesivamente deprisa como para que pensemos que Isabel actuó así sólo presurosamente. No, Isabel sabía muy bien qué hacía. Para empezar, en la agonía de Enrique, se había retirado a Segovia, en donde estaba el Tesoro real. Se ha dicho que Isabel se autoproclama con un golpe de Estado. Otros usarán un discurso más benévolo y hablará de proclamación audaz.

A Zaragoza llegan las noticias de Castilla. El día 19, Fernando se pone urgentemente en marcha hacia Segovia. Parece ser que, sintiéndose marginado de tan trascendentales acontecimientos, desconfía de su esposa y de sus consejeros: él quería ser rey y muchos castellanos veían lógico, por muchos motivos, que así fuera: entre otros, porque era Trastámara y más aún, varón.

Por el camino de Aragón van y vienen las noticias. A Fernando, que las dudas le deben ir reconcomiendo las entrañas, le informan que Segovia no está preparada para recibirle y que ha de esperar fuera, en Turégano. Allá acuden los grandes señores isabelinos.

Al fin la Reina de Castilla va a recibir a su esposo el 2 de enero de 1475. Él jura los fueros de la ciudad en la puerta de San Martín y, desde allí, a la catedral. Se siente, al parecer, rey de Castilla. La comitiva regia se dirige al alcázar y allí, al fin, se entrevistan los esposos.

Problemas de género y jurídicos obligaban a que hubiera que pactar, ese sabio instrumento político tan reiteradamente propuesto y usado por los castellanos en su Historia. No hay duda de que en las primeras semanas de Segovia todos hablaron y discutieron. No sabemos el contenido de aquellas reuniones, pero sí hay certeza de que las hubo y que fueron valientes: se asumió la incomodidad de la presencia de Fernando y que había que darle un espacio político en Castilla, tanto como a Isabel en Aragón.

Allá sepan ellos de qué o cómo se habló en esas dos intensísimas semanas. Precedentes para preparar un documento los había: en las capitulaciones matrimoniales de Cervera (7 de marzo de 1469), entre otras cosas, se había estipulado que -además de que Fernando pasaría a ser rey de Sicilia y que a Isabel se le entregaban ciertas rentas aragonesas- Isabel sería tenida en su día por reina, y ella -según lo recuerda Luis Suárez- se avenía a que «a mí mandéis lo que quisiereis que haga, pues lo tengo de hacer». También en 3 de diciembre de 1474 en Segovia -sigo a Suárez- (en 27 de diciembre según Azcona), en medio del bullicio y la confusión política reinantes, varios aristócratas castellanos, Mendoza, Velasco, Enríquez, Pimentel, se coaligaron para apoyar a Isabel, tenida por «reina» y a Fernando, «su legítimo marido». Es muy importante tener presente esta distinción, ya que consta explícitamente que los nobles otorgaban a Fernando un papel subsidiario en aquel entramado institucional. Algunos nobles más suscribirían más adelante el documento. ¿Quién iba a controlar a quién en aquellas fechas, la nobleza a la Monarquía, o la Monarquía a la nobleza?

El caso es que a 15 de enero de 1475 se había preparado un documento por expertos aragoneses y castellanos para definir el futuro de aquel matrimonio y sus líneas políticas.

El original de ese importante documento de nuestra Historia que se tituló Acuerdo para la gobernación del reino está en Simancas (PR, 12-22). No llegan a diez puntos los más sobresalientes glosados por Tarsicio de Azcona: todos los documentos reales, así como monedas y sellos, serían comunes, antecediendo en las fórmulas el nombre de Fernando al de Isabel y el de Castilla a Aragón. Las fortalezas de Castilla rendirían pleitohomenaje a Isabel. Las rentas de cada reino se destinarían a cada reino y en caso de sobras, Isabel y Fernando decidirían el destino de esos excesos. Isabel sería la que concedería las mercedes, privilegios y oficios de Castilla. En la medida de lo posible administrarían Justicia unidos. Los Corregidores, o presidentes de los ayuntamientos en Castilla, serían nombrados al unísono.

El Acuerdo de Segovia salvaguardaba nítidamente la esencia de Castilla, por un lado, y la de Aragón por otro. Si los castellanos profernandinos hubieran triunfado en aquellos ajetreados días, Isabel-Castilla se habrían plegado a los designios de Fernando-Aragón y otro gallo nos hubiera cantado en la Historia. O, por el contrario, podía ocurrir que ambos reinos ratificaran sus independencias institucionales. Y, en fin, otro gallo cantó.

Ni que decir tiene que ha habido historiografía que ha denunciado aislacionismo en esa actitud de los isabelinos e incluso se ha escrito, «Castilla contra la unidad».

Mas quisieron las circunstancias políticas que, inmediatamente, hubiera que alterar el Acuerdo de Segovia. El 28 de abril Isabel hubo de reconocer que, por la guerra civil, tenía que obrar «transfiriendo en él, según que por la presente le transfiero, toda aquella potestad, e aun suprema, alta e baja, que yo tengo e a mi pertenece como heredera e legítima subcesora que so de los dichos reynos e señoríos».

De lo ordinario, a lo extraordionario. Y luego, a lo cotidiano. Quiero decir, de Segovia a la guerra y, en fin, a los viajes y la presencia real por toda España, a los hijos, a Granada, América, al reinado en fin. Pero en ningún lugar -jurídico, institucional- sino en los deseos reales queda reconocido institucionalmente que Fernando sea rey de Castilla, o Isabel de Aragón con igualdad y absolutos poderes y por encima de un deseo dinástico. Es decir, no se creó una unidad institucional. Desgraciadamente, porque de ella habría podido nacer la cultural, la económica… Por ello, tiene sentido leer detenidamente el Testamento de la Reina.

Concluida la guerra civil (1474-1479) con el rey de Portugal y con la heredera legítima, Juana, se consolidó el reinado, el más importante de la Historia de España, y de cuyos claroscuros todos tenemos noticia, acaso demasiado politizada, vulgarizada.

Isabel de Trastámara, una mujer, una reina, acaba de expirar. Es el 26 de noviembre de 1504. Ha muerto porque es mujer y, como probablemente le haya advertido su confesor en el crucial, emblemático y apoteósico momento del trance, nada hay más verdad en esta vida que tan pronto como nacemos, a morir empezamos. O como consta en la leyenda de una cruz -que no sé ni de dónde ha salido, ni quién la puesto allá- en San Juan de los Reyes,


«Oye la voz que te advierte
Que todo es ilusión,
Menos la muerte»



Hace ahora unos días sus labios resquebrajados por la fiebre, acaso la tez pálida y las oquedades de los ojos hundidas y grisáceas, ha dictado su codicilo, documento final que completa aquella otra confesión ante Dios y los hombres que llamamos testamento.

En el testamento se han de dejar atadas todas las cosas. Y aquella triste mujer lo hace. Decían por aquel entonces, lo decía fray Alonso Martín de Córdoba, que una de las obligaciones de la mujer era, junto al varón «multiplicar el humanal linaje» y que una de las funciones sociales de la mujer era el que fuera empleada para que los hombres hicieran paz entre sí: «acaece que han contienda los grandes señores sobre partimiento de tierras y de lugares y con una hija hacen paz, traban parentesco».

Nuestra triste mujer, acaso alegre porque se acaba la vida en la tierra y va a contemplar a Dios, ¿había cumplido con su función de mujer? Viendo el testamento, así lo parece, porque incide en que se cumplan las capitulaciones matrimoniales de dos hijas, María y Catalina y hace mención a cosas específicas de su posición social; ordena la herencia. Así es. La que muere es la Reina de Castilla, Isabel de Trastámara y debe organizar correctamente el proceso sucesorio. Éste es un grave problema porque en aquel 1504 en la Península Ibérica hay tres reinos principales desde Levante a Poniente, el de Aragón, el de Castilla y el de Portugal. Cada uno tiene su rey, Fernando, Isabel y Manuel. Todos son, por tanto, independientes entre sí. No obstante, por encima de las apetencias de las oligarquías territoriales, las casas reinantes quieren sellar -cumpliendo con una de esas funciones de la mujer- alianzas y pactos de paz que hagan más fuertes a sus reinos. Así, aquel rey de Aragón, Fernando, se ha casado con su prima, que reina en Castilla: es de suponer que si la sensatez se impusiera, el heredero, fruto de aquel matrimonio, reinara como rey único de ambos reinos. Por otro lado, aquellos dos reinos unidos, podrían unirse con el tercero, Portugal, también por vía conyugal: podría darse el caso que, no en esta generación, pero sí en la siguiente, todas las coronas recayeran en una misma persona y entonces se lograra la unidad dinástica de la Península y, si hubiera suerte, se planteara la fusión institucional de todos, tan añorada por tantos.

Pero un golpe en la mesa ha provocado que las piezas del ajedrez se caigan del tablero, porque como en el juego, las reglas están claras, a veces se pueden adivinar los movimientos del otro, pero en ocasiones, las estrategias más asentadas se pueden venir abajo porque la Fortuna decide.

Aquella yacente era mujer y reina: tenía que haber dado a luz y tenía que dejar fijada la sucesión. A su favor pesaba que todo estaba ordenado por la ley y la costumbre. Todo era tan sencillo…

Mas en el testamento, se habla de tres hijas, féminas pues y sin varones, de las que las dos más jóvenes parecen haber casado lejos de casa, en Portugal y en Inglaterra. La mayor es, pues, la que debería ser reina. Pero, ¿antes que su padre? En efecto, porque éste era el pacto, cada uno rey de lo suyo y no co-rreyes de lo ajeno para no violar los fueros particulares territoriales. Por tanto, muere la madre y la Corona no pasa al esposo, en este sentido un rey extranjero, sino al heredero mayor, a falta de varones, mujer. Pero ¡ay! Que la heredera parece que no rige, aunque tampoco ha sido desahuciada aún.

Y esto fue así y no de otra manera, aunque se haya querido que fuera de otra manera.

Era en Medina otro 12 de octubre, esta vez el de 1504. Isabel de Trastámara, Isabel I de Castilla, desde 1494 la Católica, acaba de firmar y mandar sellar su testamento.

Es un texto especialmente significativo. Tiene, claro está, muchas fórmulas reiteradas, diplomáticas; pero me atrevo a decir que es un documento en el que transpira el temor. Temor no a Dios, sino a lo que los hombres pueden hacer: no voy a presentar una exégesis del testamento, tan brillantemente hecha ya por muchos otros. Voy a fijarme sólo en un par de cláusulas. En primer lugar, en la XXIII:

«Conformándome con lo que debo e soy obligada de derecho, ordeno e establezco e ynstituyo por mi universal heredera de todos mis regnos e tierras e señoríos e de todos mis bienes raíces después de mis días, a la illustrísima princesa donna Juana, archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña, mi muy cara y muy amada hija primogénita, heredera e sucesora legítima de los dichos mis regnos e tierras e señoríos».



Continúa la cláusula obligando a su cumplimiento a todos sus vasallos y apostilla, que se le deben los mismos honores al «príncipe don Felipe [...] como a su marido».

Por fin, una cláusula trascendental, la XXVII:

«Por quanto puede acesçer, que al tiempo que Nuestro Señor desta presente vidsa me llevare, la dicha princesa, mi hija, no esté en estos mis reinos, o después que a ellos viniere, en algund tiempo aya de yr e estar fuera dellos, o estando en ellos no quiera o no pueda entender en la gouernación dellos, e para quando lo tal acesçiere», en atención a lo que le pidieron en las Cortes de Madrid y Alcalá de 1503, en las que los procudaroes le había suplicado que ordenara sobre ello, dispone la Reina que «que el Rey mi señor rija, adminsitre e gouierne los dichos mis reinos e señoríos, e tenga la gouernaçión e administración dellos por la dicha princesa, segund dicho es, fasta en tanto que el infante don Carlos, mi nieto [...] sea de hedad legítima, a lo menos de veynte annos cumplidos, para los regir e gobernar».

Don Fernando no es rey de Castilla porque la propietaria era su esposa. Y así de claro queda, en la misma cláusula: «E suplico al rey mi señor, quiera aceptar el dicho cargo de gouernaçión». En seguida vuelvo sobre ello. Pero ¿es que no hay varones?

Permíteme, lector paciente, un exordio. Suele acontecer que cuando volvemos la vista atrás para aprender, o deleitarnos, o preocuparnos por la Historia, sabemos qué pasó y qué camino se anduvo y, por tanto, parece que lo que ocurrió acaeció porque era lo único que podía pasar.

Sin embargo, es un ejercicio intelectual, imaginativo, interesante, el intentar situarse en el momento histórico que nos apetece conocer, borrando de la memoria lo que sabemos para conformarnos sólo con saber lo que se estuviera sabiendo en el momento. Por tanto, te invito a que, para seguir el hilo argumental de mi exposición, vayas situándote un día antes, unas fechas antes de cuanto comento y no quinientos años después. Así y sólo así podremos comprender en su plenitud las angustias que nos dejaron escritas o dibujadas nuestros predecesores de aquellos siglos; así y sólo así, podremos entender plenamente, aunque nos salgamos de esta página web, el por qué Tiziano o Velázquez se empeñaron en tan brillantes óleos en mostrar la dinastía y su feliz continuidad, en los dos siglos posteriores a los acontecimientos que ahora narro. En efecto, el que en el Juicio Final aparezcan Carlos V, la Emperatriz Isabel y Felipe II; el que vuelva a representar la continuidad dinástica en Felipe II ofreciendo al príncipe Fernando a Dios, más aún tras la tragedia de don Carlos; o todo el programa iconográfico del Salón de Reinos del Buen Retiro por Velázquez con las representaciones de Felipe III y Margarita de Austria, amén de Felipe IV, Isabel de Borbón y el heredero Baltasar Carlos, son sólo algunos ejemplos de cómo durante generaciones no ya el miedo, sino el pavor a los problemas sucesorios de la Casa reinante fue una constante de nuestra historia que se hizo tragedia con la esperpéntica vida de Carlos II.

Ahora pretendo recordar algunos acontecimientos acaecidos en España en la transición del siglo XV al XVI y que han marcado radicalmente el devenir de nuestra existencia. Antes de empezar, me gustaría que nos situáramos -definitivamente- en aquella fría Valladolid de 19 de octubre de 1469, cuando se velaron y consumaron el matrimonio Fernando e Isabel, en el Palacio de los Vivero, a escondidas, entre otras cosas porque están incumpliendo una parte de los compromisos de Guisando.

No voy a introducirme en los avatares de aquella boda, del «ese es», sino recordar, como puso de manifiesto Luis Suárez que no eran tiempos agradables para los príncipes recién esposados: «es preciso dejar constancia de que los meses del verano de 1470 marcaron las horas más bajas en ese camino difícil de Fernando e Isabel hacia el trono» y en términos similares, Tarsicio de Azcona, que habla de que «la primera guerra que tuvo que sostener [Isabel] no fue, como se cree, la de la sucesión a mano armada, sino la guerra contra la impopularidad».

Casi nadie daba, en Castilla, nada por ellos. En Aragón hubo más celebraciones porque la estabilidad sucesoria era mayor. Sin embargo, veinte años más tarde, todo está tan cambiado, a un ritmo tan vertiginoso, que adivinar que se está abriendo una trascendental nueva fase de la Historia de España es sencillísimo.

Isabel y Fernando tuvieron cinco hijos que llegaran a edad adulta. Isabel, Juan, Juana, María y Catalina. No creo que en una familia haya habido tanta desolación, pena, muerte, reinos e imperios.

La mayor casó dos veces con portugueses, con el príncipe Alfonso y con el rey Manuel. De este segundo matrimonio nació la esperanza de la Península: Miguel, que habría heredado Portugal, Castilla y Aragón. De no haber muerto a los dos años de edad en Granada en 1500. Su madre murió en 1498 en el parto. Ella fue por dos veces jurada princesa heredera. La primera, porque era la única hija de los reyes; pero al nacer Juan, el Principado de Asturias le pasó a él. Sin embargo, al morir este, volvió a ser proclamada.

El segundo hijo, Juan, murió en Salamanca en 1497.

La tercera hija fue Juana…, en fin, Juana.

La cuarta, María, que casó con Manuel, el viudo de su otra hermana. Fue la madre, entre otros, de Isabel de Portugal, la esposa de Carlos V.

La quinta, Catalina, al final casada con Enrique VIII, repudiada y abandonada por todos en Inglaterra, llegó a pasar estremecedoras penurias. Yace hoy donde murió, en el centro de aquellas frías islas, en Peterborough.

Se cuenta que, desde 1500, aproximadamente, tras las muertes de Juan, Isabel y Miguel «vivió sin placer la dicha reina doña Isabel, muy necesaria en Castilla, y se acortó su vida y salud» (Andrés Bernáldez).

Como decía antes, el 30 de junio de 1478 nació en Sevilla el hijo mayor y varón de los Reyes. Durante tres días y tres noches hubo fiestas en Sevilla, fue bautizado (el 9 de julio) por el cardenal Mendoza y se le llamó Juan. Siempre se tuvo pavor a su enfermiza salud y así, se hizo un exvoto con su cuerpo para ponérselo a la Virgen de la Antigua de Sevilla tras restablecerse de una enfermedad. A la altura de 1491 se buscaron tortugas por todo el reino. Se le mandaban con asiduidad desde Medina, Valencia y Córdoba y es que, al parecer, el jugo de su carne era bueno contra la endeblez del príncipe.

Por su especial situación política, fue objeto de negociaciones matrimoniales, que no trataré ahora, sólo el matrimonio que se celebró:

En 1496 se preparó un matrimonio doble, entre Juan con la princesa Margarita de Austria y de Juana con el archiduque Felipe. En verdad que, aun antes de la conquista de Granada, la apuesta de los Reyes por situar políticamente a sus hijos, no era vulgar, por ejemplo con Portugal. Sin embargo, aquella alianza conyugal múltiple que se convirtió en «la vía dolorosa de la reina», abría la Península de manera espectacular a la Europa Central y del Norte.

La formación del niño fue completamente principesca, cuidada, humanística: Anglería; Diego de Deza (cobraba el doble que los maestros de las infantas); García de Padilla -como confesor- y don Juan de Zapata y Juan Velázquez -como ayos; su primera Corte se instaló en Almazán.

Conocía los avatares contra el reino nazarí porque desde 1485 estuvo, sobre todo con la madre, por Andalucía. Fue armado caballero en 1490, en el sitio de Granada, en cuyas inmediaciones permaneció hasta la rendición e incluso se le dio el mando sobre cien caballeros de las Ordenes Militares: asistió con papel de protagonista, a la entrega de las llaves de la ciudad que pasaron por sus manos. Se mantuvo siempre con la itinerancia cortesana de tal manera que en Barcelona no sólo asistió a la espectacular bienvenida a Colón, sino que también apadrinó a los primeros indios.

En 1496, al cumplir los dieciocho años, se le puso Casa propia, modélica, por otro lado. Tan es así que cuando Carlos V va a constituir la de su hijo Felipe, encarga a Gonzalo Fernández de Oviedo que redacte un texto explicando la de don Juan, para imitarla: la primera versión del escrito del humanista fue de 1535 y la segunda de 1547. Don Juan fue instruido en las letras y en las armas, como correspondía a un príncipe del Renacimiento.

Desde 1488 en adelante se le instruyó en las justas y torneos, capítulo vital que culminó en 1490 al ser nombrado caballero en Monclín. El buen caballero, además, debía ser un avezado cazador y él lo fue, como lo demuestran las partidas de gastos para halcones, gavilanes, perros y aderezos de cetrería en particular y caza en general. El caballero cortesano tenía que entender de música y el niño tuvo un monocordio y libros de música; sabía jugar al ajedrez y a los naipes; alguna vez asistió a espectáculos taurinos, aquellos tan desagradables a su madre.

Como decíamos antes, se concertó su matrimonio con Margarita que se bendijo en Burgos en 1497 y cuyo uso y abuso -dicen- acabó con la vida del muchacho en Salamanca el 6 de octubre de 1497. Yace en Santo Tomás de Ávila. En Santo Tomás, lugar de tales calidades y de tan expresivo recogimiento, que quien no lo haya visitado, quien no haya deambulado alrededor del frío mármol del Príncipe, a buen seguro es afortunado, porque todavía podrá reflexionar sobre el sentido de la vida y la muerte, el día que se acerque a ese monasterio.

Al parecer los resultados de su educación no fueron baldíos si creemos al cronista Fernández de Oviedo. Los sudores del dominico Deza dieron fruto, porque le «enseñó leer y escribir y gramática al Príncipe y mediante el buen ingenio de su alteza y la industria de tan sabio y prudente maestro, el Príncipe salió buen latino y muy bien entendido en todo aquello que a su real persona convenía saber. Especialmente fue muy católico y gran cristiano y muy amigo de toda verdad e inclinado a la virtud y amigo de buenos». Mas no sólo se interesó por su educación Deza. En 1488 el humanista Anglería escribe a Velázquez, uno de los ayos, respondiéndole a la pregunta de que cómo veía al Príncipe. Anglería es franco, «le considero muy interesante» y apostilla «posee aquellos tres dones naturales que hacen a los hombres consumados y perfectos si se cultivan mediante una educación conveniente, como son la agudeza de ingenio, la memoria y la grandeza de alma».

Cuando el alemán Münzer acude ante él, lo califica como «excelente retórico y gramático». Narra de cómo le habló en latín «que oyó con grande atención y se veía bien que hubiera querido darme la respuesta por sí mismo». Sin embargo, una dolencia en la lengua y el labio inferior, le imposibilitaban el habla; «mandó a su ayo [Deza] que me contestase».

La reina Isabel le fue enseñando a ser caritativo con sus criados, a no ser «escaso» (tacaño). En 1487 el limosnero de la reina anota en su libro de control del gasto: «Di de vestir a una niña, que me lo mandó el señor Príncipe». Por esas mismas fechas, cuando su madre aún le llamaba «mi ángel», mandó que una vez al año (el 30 de junio) se levantara inventario de toda su ropería y que la repartiera entre sus servidores.

Pero de este joven lo que ha pasado a la Historia es su matrimonio y su muerte. No el ser la esperanza fracasada de los Trastámaras o que en el caso de haber sobrevivido, nuestra Historia habría sido otra muy distinta de la de las sangrías en Europa promovidas por la Casa de Austria. Su muerte, recordémoslo fue por amor... Pero ¿por qué hablar de amor cuando en realidad se quiere hablar de sexo? La verdad es que es más fácil pensar que murió por un cuadro general de debilitamiento producido fundamentalmente por una debilísima complexión que, ligada a mala nutrición, falta de cuidado personal y también a los excesos sexuales, pudieron provocarle cualquier cosa.

La leyenda de la muerte por los excesos carnales arranca del siglo XVI. Münzer en 1495 afirma que murió por caerse de un caballo; Anglería hace las primeras alusiones a la cuestión sexual. Poco después, quedó bien arraigada la leyenda porque venía muy bien usar su caso como ejemplificador de la represión necesaria. Escuchemos al mismísimo Carlos V:

«Habéis ya de pensar que os hacéis hombre y que con casaros tan presto y dejaros yo en el gobierno que os dejo, anticipáis mucho el tiempo de serlo, antes que por ventura, vuestra corpulencia y edad lo requieren [...] Conviene mucho que os guardéis y que no os esforcéis a estos principios, de manera que recibiésedes daño en vuestra persona, porque además de eso, suele ser dañoso, así para el crecer del cuerpo como para darle fuerzas; muchas veces pone tanta flaqueza que estorba a hacer hijos y quita la vida como lo hizo al príncipe don Juan, por donde vine a heredar estos Reinos.



Luego que hayáis consumado el matrimonio, con cualquier achaque os apartéis [de vuestra esposa] y que no tornéis tan presto ni tan a menudo a verla y cuando tornáredes, sea por poco tiempo...», etc.

Su enfermedad la han descrito su confesor, fray Diego de Deza; el humanista Pedro Mártir de Anglería y el médico Antonio Ortiz.

De nuevo es Anglería quien nos va a guiar. Sus escritos son totalmente sobrecogedores. El ritmo de la narración es un valor literario, y sabe introducirnos bien en el ambiente. Está a mediados de octubre de 1497, cuando escribe varias cartas. Los príncipes se han retirado a Salamanca, ciudad patrimonial de ellos, en donde el 28 de septiembre han sido recibidos con inenarrables agasajos. Los reyes, por su parte, están yendo a la frontera de Portugal para entregar a Isabel a Manuel. Sin embargo, dice Anglería, hay «hados adversos y aves infaustas».

La entrada en Salamanca fue clamorosa. Así es como aquella ciudad universitaria esperaba los más altos dones de su príncipe «porque [él] amaba y cultivaba las letras». Sin embargo, a los tres días de haber llegado a Salamanca... «oh, cruel madrastra, ¿a qué te ensañas con los que elegiste como hijos?». Inmediatamente se prepararon correos que fueran a Valencia de don Juan a comunicar el inquietante estado de salud del príncipe a los reyes y la decisión que se toma es rapidísima también y muestra la preocupación por tal cuestión de Estado: «Acude el rey a marchas forzadas y encuentra al hijo, aunque en las últimas, en plena lucidez de sus facultades». El padre habla al heredero de la fortaleza de espíritu, de que no se venga abajo, de que la esperanza da vida, pero el hijo le habla rendido ya «que sentía acercársele la muerte».

Al parecer el hijo se siente satisfecho de su paso por acá, ya que ha leído bastante, como un maduro, a «Aristóteles, además de otros muchos [volúmenes] de diversas materias». El padre solloza y asiste perplejo a la «senil entereza del joven hijo». Y el cronista declara la objetiva veracidad de todo lo que narra. Cargado de humanidad nos lo dice así a los que vengamos después de él:

«Estaba también presente yo [...] Me es imposible referir esto sin dominar las lágrimas. ¿A qué más, pilar de nuestra religión? A los trece días nos fue arrebatado. Aquel infausto día 6 de octubre llenó de profundo luto a España entera, privándola del único ojo que tenía»



Al parecer el rey intenta ocultar a la reina el fatal desenlace, dándole largas en los correos (¡qué lástima que toda esta correspondencia se haya perdido!). Sin embargo, un día hay que comunicarle la infausta nueva «y lo mejor que pueden, tratan de consolarse mutuamente. ¡Oh, qué escena más desgarradora nos cuentan que fue quienes a ella asistieron! ¡Destrozaba el dolor a los presentes, no tanto por los infelices padres que acababan de perder a su único hijo, sino por la calamidad que se les había de seguir a causa de su muerte!». En efecto, no se perdía sólo al hijo, sino al único heredero varón crecido.

Como sigue diciendo el humanista, «dejaba encinta, cuando murió, a Margarita: si da a luz un hijo, nos traerá alguna esperanza, aunque a largo plazo, por ser tan pequeña».

Por su parte, cuando la Reina hubo oído la otra relación del médico Alfonso Ortiz, en que se hacía hincapié en que había muerto santa y sosegadamente, cayó de rodillas y lloró mientras rezaba: a Dios daba gracias por la buena muerte del hijo; a la Virgen le recordaba el dolor que padeció ante la muerte de su Hijo y le rogaba que ya que estaba en la misma situación, le ayudara. También le requería fortaleza para abominar de los bienes terrenales, para defender la fe y para gobernar rectamente.

Y así, entre llantos y consolaciones, los Reyes pasaron la primera noche juntos tras reencontrarse. Al alba «con el lucero mensajero del día», rezaron juntos para conciliar el sueño. Como dijo la Reina, «reposemos con el sueño nuestros cuerpos».

Quedaba el consuelo del embarazo de Margarita, el triste embarazo en el que había depositadas buenas esperanzas. Pero abortó.

La pena inundó completamente aquella Corte y al reino entero, un reino que dejó en coplas populares y de género más culto, la narración de los hechos. De nuestra cultura que evoluciona y se pierde, acaso el de la muerte del príncipe don Juan sea uno de los temas más relevantes, aunque parezca mentira. Más relevantes y más hermosos. A mediados del siglo XX entre los cantos de muerte de los sefardíes de Salónica y de Tetuán, aún se cantaba una endecha que recordaba aquel suceso. Lo hermoso es ver cómo la canción seguía viva a mediados del siglo XX y que era la misma que se cantó en Castilla a finales del XV. Se ha conservado, claro está, por el corte cultural producido en 1492 que implicó la ruptura evolutiva de las formas de pensar y su fosilización. Mi padre, en Tetuán y en 1951, oyó esta versión de la endecha:


«Malo estaba ese rey, ese rey de Salamanca,
malo está de calentura, otro mal no se le añeda.
A meatá de aquel camino del sielo cayó una carta.
Malo estaba ese rey, ese rey de Salamanca,
Malo está de calentura, otro mal no se le añeda.
Mandara por los dutores, dutores de toda España,
Unos le mira en el purso, otros le mira la cara,
Sino era el más chiquito que Sebastián se yamaba:
"Perdón, perdón, mi señor rey por estas tristes palabras,
tres horas tiene de vida, la una y media ya es pasada".
Como eso oyera su padre, tiró mano a la su barba;
Tiró mano a la su barba, pelo a pelo la pelara.
Por ahí entrara su madre, su madre la desdichada.
"¿Dónde estabas tú, mi madre, mi madre la desdichada?"
"Pidiendo iba yo a Dio del sielo que cambiara alma por alma".
"Tarde recordati, madre, la sentensia ya está dada".
Ellos en esta palabra, su mujer por aí entrara,
Toda vistida de negro y un velo negro en la cara.
"Dónde estabas, mi mujer, mi mujer la desdichada?,
apartay, conde y duque, pasará esta desdichada;
por esta se ha de yamar ante vibda que casada;
a todo esto mi madre, la infanta queda preñada:
si pariere una niña, reina será de Salamanca,
y si pariere un niño, rey será en toda España".
Ellos en estas palabras, el güé rey entregó el alma».



También Juan del Enzina recogió un romance en su Cancionero, aunque ni fue el único romance, ni el único autor (como nos ha enseñado tantas veces Miguel Ángel Pérez Priego), porque los romances abundaron, así «Nueva triste, nueva triste...» o «Villanueva, Villanueva/ ¿qué se cuenta por España?». Escritores que lloraron por sus plumas fueron Garci Sánchez de Badajoz, Alonso Ortiz, fray Íñigo López de Mendoza.




Romance que lamenta la muerte del Príncipe don Juan


Triste España sin ventura,
Todos te deven llorar.
Despoblada de alegría,
Para nunca en ti tornar.

Llora, llora, pues perdiste
Quien te havía de ensalçar.
En su tierna juventud
Te lo quiso Dios llevar.

Llevóte todo tu bien,
Dexóte su desear,
Porque mueras, porque penes,
Sin dar fin a tu penar.

De tan penosa tristura
No te esperes consolar.



El dolor fue de los reyes, del reino y del fiel perro de caza del príncipe, Bruto. Fernández de Oviedo cuenta que en Salamanca, después de depositado el cadáver, el lebrel se fue a la cabecera de la tumba y de allí no se movió. Si lo quitaban, si lo retiraban de la iglesia, volvía. Por ello, finalmente, le dejaron estar con un cojín hasta que lo recogió doña Isabel que lo tuvo siempre consigo».

La Meseta norte contribuye a los funerales de Salamanca. Se necesitan tejidos de luto, cera, maderas, clavos para el ataúd y para el catafalco, más ropajes para los vecinos, zapatos para calzar a los cien pobres escogidos. En Toledo no obedecen a la reina y hacen unos funerales mucho más intensos que lo que ella quiere; en Córdoba no se permite danzar, ni adornarse los cuerpos con afeites, ni celebrar bodas ni otro tipo de fiestas, en tanto duren los lutos.

La sucesión quedaba en el aire. Manuel e Isabel vienen a toda prisa desde Portugal, porque sobre ella recae ahora tal responsabilidad. La cuestión ya la hemos sintetizado: nace Miguel y muere la madre en el parto y él a los dos años. La sucesión vuelve a quedar en el aire.

El 6 de noviembre del año mítico de 1479 nació Juana de Castilla, a la que se le conoce vulgarmente por Juana la Loca. Se sabe que durante su infancia visitó en reiteradas ocasiones a su abuela también enajenada y encerrada en el castillo de Arévalo desde 1454 hasta 1496. La herencia genética pudo jugar una mala pasada en aquella niña, en la reina que nunca reinó.

Las conductas irregulares de Juana se intentaron explicar por el tema de los celos, que los habría heredado de su madre. Es de sobra sabido el fuerte enfrentamiento entre Isabel y Juana, para más desdicha, La Loca, por esas cuestiones ya que, en definitiva, no puede ser que la esfera de lo privado supere lo público: la reina, esperan sus vasallos, no pueden tener esas debilidades. Enseguida volveremos sobre ello.

En 1496 Isabel la Católica decidió montar la Casa de Juana tras el pacto matrimonial con el archiduque de Austria y duque de Borgoña; Ladero Quesada acaba de estudiar las flotas que fueron a Flandes desde Laredo. Allá están la madre y los hermanos que han acudido a despedirla. Llena de ternura, la progenitora decide pasar la última noche embarcada con su hija para darle el cariño y la confianza imprescindibles ante semejante aventura, que con el tiempo se convirtió en un cambio de nuestra Historia. Juana iba a meterse en mundos hostiles, hostiles lingüísticamente, hostiles meteorológicamente, hostiles personalmente porque el joven apuesto que iba a ser su marido, se convirtió en su torturador psicológico. Desde que Juana llegó a Flandes hasta que fue saludada por su futuro esposo transcurrió cerca de un mes, porque él estaba en Tirol. ¿No podría haber esperado más cerca a la que iba a ser su esposa?

El hecho es que la misma noche que se vieron por vez primera los archiduques se desposaron, esa misma noche consumaron el matrimonio y al día siguiente se casaron. Se ha insinuado que todo fue tan rápido por un calor sexual que llevó a los jóvenes a casarse con el primer cura que encontraron. La verdad es que los casó el capellán mayor de la archiduquesa y que se consumó el matrimonio antes de la velación, como era costumbre. Nada alarmante, nada extraño.

Ha pasado un año y en Castilla apenas hay noticias de Juana. Isabel decide mandar a un fraile a Bruselas, fray Tomás de Matienzo, que no es bien recibido porque no se entiende a qué va. Poco a poco podemos ir descubriendo los recelos: de Juana se decía en Castilla que tenía poca devoción. Y para más y más, resulta que niega el quererse confesar el 14 de agosto. En ese momento debió subir de tono la conversación y el dominico la increpó, «le dije todo lo que Vuestra Alteza me mandó» y Juana, la joven Juana, se desmoronó: el ánimo «lo tenía tan flaco y tan abatido que nunca vez se le acordaba cuán lejos estaba de Vuestra Alteza, que no se hartase de llorar en verse apartada de Vuestra Alteza para siempre».

En 1498 en Lovaina dio a luz a su primera hija, Leonor; en Gante, en 1500, a su segundo hijo, Carlos; en 1501 a Isabel; de momento dejamos aquí sus alumbramientos.

A finales de enero de 1502 Juana y Felipe entraron en Castilla. Este viaje se había concebido para ser jurados Príncipes herederos de Castilla y Aragón. Como es bien sabido, la Reina estaba ya enferma y la Princesa embarazada. A finales de abril se iban a encontrar en Toledo los reyes y los infantes, pero Felipe enfermó y Fernando acudió a visitarle a Olías. Mantuvieron una entrevista de la que fue intérprete Juana y en los días siguientes, repuesto el flamenco, al fin Isabel pudo dedicarse a su hija, seis años después de haberla perdido de vista, tras la muerte de dos hijos y la retirada de otras dos hijas a sendas cortes europeas; todo ello en el año anterior.

El caso es que Felipe, una vez jurado príncipe, decidió volverse a Flandes contra la voluntad de sus suegros y contra el apasionamiento, también, de su esposa. Estamos en el otoño de 1502. A Flandes no se podía volver ya por mar y había que hacerlo por tierra. Pero resulta que se estaba en franca hostilidad con Francia por el dominio de Nápoles. Felipe, sin embargo, opta por atravesar Francia planteando un gravísimo desaire diplomático a los Reyes que tanto se habían empeñado por el control del Mediterráneo y el cerco hostil a Francia.

Poco a poco, Juana va perdiendo más el juicio, ante la impiedad de su marido, que además hace oídos sordos a las súplicas de las Cortes de Castilla y de Aragón. Al fin, en enero de 1503, parte para Flandes quedando Juana sumida en una profundísima depresión, «cabizbaja, desesperada, sin querer hablar palabra, día y noche pensativa» escribe Anglería que añade que sólo gime y llora; «es una mujer simple, aunque sea hija de una mujer tan grande». En esas condiciones dio a luz a Fernando, el nieto dilecto de Fernando V, el hermano expulsado por Carlos I al llegar a España. Y Juana decide marcharse de una vez por todas a Flandes tras los pasos de su marido, a la búsqueda de sus hijos lejanos: vuelve a describirlo Anglería, «solicita solo por su marido, vive sumida en la desesperación, meditabunda día y noche, sin proferir palabra»; los médicos, «duerme mal, come poco y a veces nada, está muy triste...»: ¿bulimia, anorexia nerviosa?

Isabel la retiene como mejor puede aunque le promete que emprenderá el viaje tan pronto como sea posible y se calme la situación crítica con Francia.

Nada se puede hacer para retener a la hija en Castilla. Para colmo de males, cae enferma Isabel en Segovia. Decide, drásticamente, prohibir el viaje de su hija y es entonces cuando todo se desborda.

«La princesa cuando lo supo quiso salir a pie de la fortaleza [La Mota] do posaba e ir así a pie y sola por las calles y por los lodos hasta la posada de las jacaneas. Entonces el obispo, por estorbar que no hiciese cosa tan fuera de razón por la autoridad y estimación de su persona, a vista de los naturales y extranjeros que aquí estaban en la feria y en lugar tan público, hizo cerrar las puertas de la fortaleza, de que ella tuvo tanto enojo, que porfiando que le abriesen la puerta, se estuvo en la barrera de la casa toda la tarde y noche y el otro día hasta las dos horas a la humedad y sereno en descubierto, una de las más frías noches que ha hecho este invierno y jamás quiso volver a su aposentamiento, antes después que se lo hubieron suplicado todos los que con ella estaban, se metió en una cocina que está allí en la barrera, donde estuvo otros cuatro o cinco días que por muchas cartas que yo escribí, ni porque yo envié al arzobispo de Toledo [Cisneros] y a don Enrique [el Almirante Enrique Enríquez] para que trabajasen que saliese de allí y volviese a su aposentamiento, nunca con ella se pudo acabar».



Tan dramática situación empujó a Isabel a desplazarse a Medina,

«con más trabajo y prisa y haciendo mayores jornadas de que para mi salud convenía; y aunque le envié a decir que yo venía a posar con ella, rogándole que se volviera a su aposentamiento, ni quiso volver ni dar lugar a que me aderezasen el aposentamiento, hasta que yo vine y la metí, y entonces ella me habló tan reciamente, palabras de tanto desacatamiento y tan fuera de lo que hija debe decir a madre, que si yo no viera la disposición en que ella estaba, yo no se las sufriera en ninguna manera».



Así las cosas, la Reina informaba a su yerno Felipe de que Juana iba para allá, pero que no gobernaba correctamente sus actos. Isabel la Católica reconocía ante su yerno Felipe la enajenación mental de la hija, ¡menudo error! ¡Qué días tan tristes y duros!

De la carta que contesta Felipe, entresaco sólo una hipócrita frase: el párrafo del arrepentimiento, que las cosas de la familia no parecían bien encaminadas: «Pluguiera a Dios que yo no fuera partido de Castilla como partí porque creo que no fueran acontecidas estas cosas y otras que han sucedido». Con la esposa desequilibrada y lograda la reconciliación con los suegros, ¿quién iba a sucederles? La estrategia parece clara y el error de Isabel al reconocer ante su yerno los problemas de Juana, evidente. Felipe es un perfecto hipócrita. Maltratador de su esposa, enamorada y demente.

En fin, la carta se cerraba con la expresa autorización de don Felipe a doña Isabel para que dispusiera todo lo que quisiera en relación con la pobre Juana, que todo lo haría bien y que esperaba la partida de la Princesa, «por la venida de la princesa acá pienso que será remedio para su enfermedad, y cuanto más presto, tanto me parece que será mejor», lo cual fue agradecido de nuevo por correo por Fernando e Isabel a final de mes.

Mas las cosas no podían acabar ahí. El bochorno, la vergüenza ajena, se apoderaron de Felipe el Hermoso. Es lo que cuenta el embajador a la Reina, «De esto, ni a mos de Villa ni al conde de Nassau no ha querido dar parte; antes me dijo que él estaría el más corrido [de vergüenza] del mundo si ellos ni nadie lo supiesen». Igualmente, había ido a cazar después de oír las noticias de Medina «y todo el día anduvo pensativo y apartado, sin tomar calor en la caza, lo cual él no suele hacer». En el fondo, como declara en otra carta específicamente escrita para la Reina («me parecía que debía escribir a vuestra alteza para más certificarle mi voluntad»), le reconocía el «maternal amor» que mostraba y le prometía infinito respeto por tal actitud así como ofrecimiento «de serviros y obedeceros así como hijo debe servir y obedecer a su madre y señora y poner mi estado y persona y todo cuanto Dios me dio, sin reservar ninguna cosa, por vuestro servicio».

No es el momento de comentar la desesperación creciente de Juana, que al llegar a Flandes, como dice Anglería «se dio cuenta que el corazón de su esposo estaba muy distante de ella, sospechando mediaba una amante [...] Aquella serpiente de fuego le hizo estallar en turbulentas llamaradas, y se dice [...] la emprendió a golpes contra una de sus damas que sospechaba era la amante y ordenó le cortaran a rape el rubio cabello que tanto agradaba a Felipe». La respuesta del esposo fue patética, «nunca más volvió a estar con ella». Y la madre volvió a sufrir por la hija: «La indignación de la Reina, que la llevó en sus entrañas, ha sido aún mayor y sufre grandemente, asombrada de la violenta reacción del norteño». Tan pronto como se supo que murió la Reina, Felipe se volvió en tierno custodio de su esposa. Es que ella era Reina de Castilla.

Juana se había ido a Flandes sin su hijo recién nacido Fernando; volvió de nuevo en 1506 como reina de Castilla, que no de Aragón y con un panorama político bien revuelto. La triste despedida de Laredo en 1504 de sus tierras españolas, el impresionante enfrentamiento con su madre, la pena, presagiaban malos momentos para ella.

Y la madre, entristecida, había redactado en el testamento (cláusula XXVIII): «Ruego y encargo a los dichos Príncipe y Princesa, mis hijos, que así como el Rey, mi señor, y yo, siempre estuvimos con tanto amor, unión y concordia, así ellos tengan aquel amor y unión y conformidad como yo dellos espero...». Lo demás ya se sabe, en el mismo testamento Isabel duda de la capacidad de su propia hija y por ello, en su caso, propone el nombramiento de Fernando como Gobernador y así el desheredamiento del yerno; la designación como heredero a Carlos; el enfrentamiento del padre y del esposo; la expulsión de Fernando (1506), la muerte de Felipe (1506); el abrazo de Tórtoles (1507) entre el padre y la hija; el encierro en Tordesillas (1509), su designación como heredera universal en el testamento de Fernando... pero todo eso son páginas de otra biografía.

Volvamos, en fin, al testamento de Isabel I de Castilla.

El conflicto estaba servido: Juana, es verdad que estaba enajenada, pero a buen seguro que si hubiera sido hombre, en vez de mujer, no se habría tenido su enajenación como algo tan preocupante. Además, no se le habría «sobre-enajenado» como hizo su esposo: él sabía que la debilidad de carácter de su esposa podía ser dañada a su gusto. Y así obró, buscando un fin, ser él el gobernante por la incapacidad de ella. Con lo que no contó Felipe fue con la presencia de Fernando. Por eso, tuvieron que entrevistarse, negociar y él, Fernando, antes que enfrascarse en una frustrante guerra, claudicar y retirarse a sus reinos de Aragón y a Nápoles, bien lejos, a poner en orden las cosas de su reino mediterráneo.

Mientras, se negoció el matrimonio con Germana de Foix, que se aceptó en Blois (1505). Ella quedó embarazada y dio a luz en Valladolid el 3 de mayo de 1509 a un varón, Juan de Aragón, que murió poco después. Hasta la muerte de este niño, todo volvía a estar como en 1474 o como en 1469 antes de la Concordia de Cervera.

Castilla en manos de una reina, Juana; Aragón en las de otro rey con descendencia... y además, varonil.

Mas la Muerte volvió a visitar las cámaras reales: Felipe murió en 25 de septiembre de 1506 en Burgos, a los meses de la exaltación al trono y la reina paseaba el cadáver de su esposo por Castilla. Castilla pidió el amparo de Fernando, que, enfrascado en las Guerras de Italia, retrasó el regreso a la desagradecida Corona.

Por fin, ante las súplicas de Cisneros y de Castilla en general, tuvo a bien hacerse cargo de la gobernación, tras recluir a Juana en Tordesillas. No había más que esperar unos cuantos lustros, hasta que el nieto Carlos cumpliera los veinte años. Mientras, y por si acaso, Fernando iba y venía por todas partes con el otro nieto, nacido en Alcalá en 1503 y que llevaba su nombre, Fernando, y era español, no como el heredero legítimo, Carlos, extranjero en todo.

Tan es así que hubo un primer testamento en el que Fernando proponía al nieto de Alcalá como sucesor en el trono. Era tal disparate la disensión que podría haber, que se reabrirían las hostilidades entre unos y otros. Por eso, en vísperas de su muerte, destruyó ese texto y dictó un nuevo testamento: Cisneros gobernador, Carlos heredero. Y se pactó la salida del niño Fernando. Nada más llegar Carlos a Castilla mandó expulsar a Fernando a Flandes, primero, a Austria después. Se dijo que muchos de los que le acompañaron en ese exilio a aquel niño de trece años se unieron a los comuneros.

Y es que, evidentemente, tras la muerte de Isabel, se abrió, de nuevo un largo paréntesis de inestabilidad política que no se cerró hasta Villalar: entonces quedó claro el pacto, y lo recogen las peticiones de Cortes y las actuaciones del ya Emperador: varón, hispanizado, casado con portuguesa, la nobleza alta entretenida en guerras en Europa, la segundona en África y América... El fracaso hereditario de Isabel pudo, al fin, darse por concluido. La tranquilidad volvió a reinar en la Península cuando en Valladolid, en 1527 una mujer de cuajada belleza y clarividente sentido político, dio a luz a otro primogénito varón, con lo que quedaba asegurada la continuidad dinástica y con ella, la estabilidad de las Coronas de Castilla y Aragón. Con rigor y seriedad. Aunque algunas oligarquías de ambas Coronas mantuvieron los recelos y las espaldas dadas durante los siglos siguientes, aun a pesar de las necesidades comunes recíprocas.





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