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La Quema de Judas

Mario Halley Mora



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Por fin sonó la campanilla.

Las doce. Los ordenanzas con ese entusiasmo con que todos los ordenanzas dan por terminado el trabajo, cerraron las pesadas puertas del Banco.

Quedaban algunos clientes rezagados, pero a Dios gracias, no en su ventanilla.

Con gesto mecánico corrió la puertecilla corrediza, y arrojó, como si fueran un manojo de basuras, los billetes del último depósito que había recibido.

Miró el cesto, estaba lleno hasta los bordes.

Calculó que le llevaría una hora, y puso manos a la obra.

Lo de todos los días. El balance de Caja. La entrega del dinero y los comprobantes, la firma de las planillas. El conforme del Tesorero. Y a casa.

Mirando el montón de dinero, pensó con cierta esperanza que bien se merecía una diferencia a favor. Como la que saliera en febrero del año pasado.

Treinta mil guaraníes.

Fue una locura callárselo. Pero se calló.

Un reclamo en estos casos es cosa seria. Por eso   —6→   hay que curarse en salud como quien dice, e incluir la diferencia en el parte diario.

Pero él se había callado, barajando bien las posibilidades. De haber reclamo, las cosas se pondrían peligrosas. El negaría, claro. Y sería su palabra contra la del depositante idiota que había traído su dinero mal contado.

Lo malo es que la palabra del depositante tenía una seriedad en razón directa a su importancia como cliente. Así son los Bancos.

No le hubiera costado el puesto, desde luego, pero sí una observación negativa en su carpeta de la Sección Personal, después de entregar la diferencia reclamada, y arreglar la forma en que él iría pagándola en cuotas al Banco.

Él no quería aquella observación negativa.

Pero treinta mil guaraníes abandonados ahí por alguien tan tonto como para no darse por enterado. Valía el riesgo. Y se calló.

La primera semana pasó pendiente de un hilo. A la segunda ya respiró mejor. Y al mes cerró los ojos y se lanzó al agua. Gastó los treinta mil guaraníes.

Mientras apilaba los billetes de mil guaraníes, imaginó lo que hubiera hecho un cajero de película del dinero, y lo que había hecho él. Sonreía para sí. Un cajero de película lo hubiera gastado todo en una rubia. El no. Le gustaban las rubias, desde luego, pero estaban catalogadas en su casillero mental como «Artículos en los que es mejor soñar y nada más».

De modo que se compró un combinado. Telefunken.   —7→   Su sueño de años. Y los discos de Gardel. Toda una colección de discos de Gardel.

Naturalmente, le gustaba el otro tipo de música. Pero eso sí, que fuera accesible. Había oído hablar de Mozart y de Chopín y de las Sinfonías de Beethoven. Y con toda buena voluntad se compró unos discos, los escuchó y trató de entender aquello, pero le daba sueño y se dormía, y los discos resultaron plata malgastada.

Pero Gardel era otra cosa. Sabía decir aquellas historias de amores grises, de regresos tristes a la luz de un farolito que arranca destellos de plata a los cabellos encanecidos. Y estaban también las heroínas de aquellos tangos, pecadores, sensuales, mujeres de otro mundo que emergían de la cadencia de la música con un vaivén de caderas, tomaban forma, nombre y presencia, y se acostaban con él, en un inofensivo acto de masturbación sentimental.

Había comprado aquellos discos, como quien compra un trozo de existencia nunca vivida pero intensamente deseada siempre. Gardel producía en él algo así como un milagro. Escuchándole tenía recuerdos de lejanos pasados. No los recuerdos reales de un pasado real, sino de días y noches, de amores y dolores que estaban envasados ahí, en esos discos que había comprado.

Entonces, en la soledad de su cuarto, con la sola iluminación del dial del aparato, era él quien regresaba después de veinte años, bajo la llovizna, con los zapatos rotos y el sombrero embozado, buscando la novia antigua, que al fin hallaría bajo la losa humilde de una tumba   —8→   en el cementerio.

Vivía intensamente aquello, hasta el punto de sentir los ojos húmedos de lágrimas.

No hacía mal a nadie. Ni a sí mismo. Había leído en alguna parte sobre la rebeldía expresada en un millón de formas. Pues bien, la suya era vivir el drama envasado en los discos de Gardel. Era una forma de dar intensidad a lo vacío y un poco de colorido a lo monótono. Era su protesta contra el encasillamiento de su vida, con punto de partida en una infancia en que trataron de convencerle que la cima de la felicidad era la Primera Comunión, y él sabía, pero callaba, que sería más bien una Legnano de carreras.

Y era también su forma de rebeldía contra una juventud ahogada en la preocupación de recibirse de contador público, apenas endulzada después por un noviazgo desoladoramente formal, y un casamiento donde todos decidieron todo, y él se conformó con cumplir su papel.

Su esposa había muerto veinte años atrás después de darle un hijo varón. Al principio, trató de encontrar en su viudez un elemento de tragedia con el cual romper la monotonía. Pero todo había sido prosaico y corriente. La peritonitis fulminante, el entierro, su soledad inicial violada por un íntimo y culpable sentimiento de liberación.

Cierto es que a veces, especialmente en los primeros años, lloraba al recordarla, pero sabía, o adivinaba, que su llanto no era un tributo a ella, sino una concesión a sí mismo, o una forma de madurar artificialmente un dolor que deseaba protagonizar. Pero no se hacía presente realmente.

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Por fin los billetes estaban contados y apilados. El balance final le dio una exacta equivalencia entre números y numerarios, y volvió a cargar el cesto, pero esta vez poniendo el dinero en orden, como disciplinados escolares que regresan a clase del recreo y se enfrentan a la maestra severa.

El tesorero le dio el conforme, firmó el recibo y se marchó con el dinero a las profundidades de la Caja General. Y allí terminaba todo por ese día, para repetirse mañana, y pasado, y siempre.

Se deshizo de la blusa de trabajo y vistió el saco. Cuando salía, notó que don Roberto, el de la Caja Nº 11, apenas iba por la mitad de su arqueo.

-¿Dificultades, don Roberto...?

-No. No, un atraso. Nada más.

Trataba de quitarle importancia, aunque sudaba a pesar del aire acondicionado. Deseó ayudarle, pero pensó que aquello no le incumbía y se marchó, con la imagen de don Roberto flotando en una leve inquietud.

El viejo estaba cambiando. Algo le pasaba. Ganaba bien, desde luego. Y hasta mejor que él, porque don   —10→   Roberto era mucho más antiguo, tanto que parecía haber nacido en el Banco.

Tal vez estuviera enfermo. O tendría dificultades con la esposa, a quien recordaba bastante grosera e insatisfecha.

La conoció un domingo. Hacía muchos años. Don Roberto, vaya a saber por qué razón, le había invitado a comer tallarines en su casa. El fue, desde luego, un poco por los tallarines y otro por curiosidad. Durante años había visto al hombre pegado a su ventanilla, formando casi una sola unidad, y nunca se le ocurrió que don Roberto pudiera estar sentado a la sombra de una parralera, leyendo un libro, o escuchando música, o jugando con un amigo al ajedrez. Cuando pensaba en él y en su casa, la costumbre le jugaba una mala pasada y lo veía, allá también, detrás de una ventanilla.

Le había invitado a comer tallarines. Quizás porque el pobre era un hombre sin amigos y trataba de conquistar uno, el más cercano, el compañero de la Caja Nº 10.

Fue a la casa de Don Roberto. Y conoció a la mujer. No era fea por aquel entonces, o mejor dicho, conservaba algo de cierta belleza juvenil, pero era agria por donde se la mirara.

Desde el principio deseó no haber ido, porque se olía en el aire que aquella invitación era una de esas que los maridos no formulan con el beneplácito conyugal, sino las arrancan a la fuerza. «¿¡Cómo!? ¿Y desde cuándo se te ocurre traer a desconocidos idiotas a comer? Como si ya no tuviera suficiente trabajo toda la semana!», o algo   —11→   por el estilo.

Durante la comida la mujer se había encerrado en un enfurruñado silencio, como acumulando reproches para descargarlos cuando él se fuera. Y la conversación se redujo al cumplido, bastante estúpido, que hiciera él sobre la calidad del tallarín, y la respuesta, con cierto retintín irónico de ella, aclarando que lo compró ya preparado.

Después, en la salita recargada de miniaturas baratas donde fueron a tomar el café a solas, don Roberto había tratado de disculparse.

-La pobre anda un poco nerviosa. La menopausia...

Ni siquiera tuvieron hijos. Poco a poco don Roberto fue soltando su historia. Ella había sido bastante bonita cuando joven, pero tonta. Claro que en aquella lejana época, él sabía que era así, pero no la sentía tonta a secas, sino «encantadoramente tonta». Nunca había valorado él la calibración que ella hacía de un pretendiente que era cajero de Banco. Asociaba el cargo con el manejo de mucho dinero, sin detenerse a pensar que era dinero de otros.

Soñó con buena casa, buena ropa y tal vez una estola de piel para ir a las recepciones que ofrecían los directores del Banco. Pero después se enfrentó con la realidad. Le costó comprender que en las actividades sociales de los directores del Banco no se contemplaba la participación de los cajeros, y menos de sus esposas.

-Desde entonces creo que empezó a odiarme...

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No podía ser de otra manera. Los niños y las esposas que no maduran odian a quienes les defraudan. Y así corrían los años, sin acompañarse pero tolerándose mutuamente, él con paciencia, ella con rencor.

-Pensé que trayendo un amigo a casa...

Y el elegido había sido él. Don Roberto había creído, que iniciar nuevas amistades crearía nuevos intereses. Pero no resultaba. Se olía en el aire.

Aquella visita había sido años atrás. Y nunca se repitió. El intento de amistad murió aquel día. Casi como si se hubieran puesto de acuerdo, don Roberto no reiteró la invitación, y él, en el fondo, se lo agradecía.



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Cuando llegó a la esquina de Chile y Estrella, calculó que el ómnibus tardaría unos veinte minutos más, y decidió correrse hasta la casa de discos de la otra esquina. Deseaba comprobar si aquel disco de Gardel que le tenía preocupado (era el último ejemplar) aún estaba allí. Pensaba comprarlo a fin de mes, como un regalo especial a sí mismo, pues era de las pocas colecciones que contenía aquel tango «Cuesta Abajo» cuya letra le prometía un verdadero banquete de emociones dolorosas, especialmente en aquella parte: «Si aquella boca mentía el amor que me ofrecía - Por aquellos ojos brujos yo habría dado mucho más»

El disco aún estaba. Iba a pedir que lo pasaran por el tocadiscos de prueba, pero le dio vergüenza. Después de todo, su afición era un secreto, no porque la considerara vergonzosa, sino poco digna, como diría el Padre Rafael si se enterase.

En sus relaciones con él tenía un verdadero cargo de conciencia. Respetaba al Padre Rafael y el cura lo quería, desde luego, como lo confirmaba aquella «Medalla del Buen Cristiano» que le había correspondido a él en el   —14→   semestre anterior, pero nunca se había animado a confesarle su afición a los tangos.

Se consolaba pensando que oyéndolos, no se hacía tanto daño como se haría don Crisóstomo - Premio Medalla del Buen Cristiano - 2º Semestre de 1962 - leyendo revistas pornográficas. Porque los leía. Y por lo que él tenía sabido, nunca lo había confesado.

Pero, bueno -se decía- el pecado de otro, con ser más grande que el mío, no me lo anula.

Sin embargo, quedaba en pie la cuestión sobre si realmente era pecado escuchar tangos. Con sinceridad creía que no. En sí mismo aquello era inocente, pero el placer sensual que él derivaba de sus noches imaginarias con las heroínas, era una forma de lujuria, contenida pero en cierto modo ejercida. Naturalmente, eso era menos grave que la única vez que leyó el Cantar de los Cantares y se sintió tan excitado que salió a buscarse una prostituta para pasar la noche. La coincidencia de nombres (la prostituta se llamaba Salomé) la había llenado de aprensión, y se confesó con el Padre Rafael.

-Vuelve a leerlo una y mil veces hasta que te sientas indiferente a la tentación -le recomendó el cura. Y él así lo hizo, pero era inútil, pues la lectura le actualizaba todas las sensaciones agradables que le vendiera aquella meretriz de nombre bíblico.

Cuando salía de la casa de discos volvió a su mente la figura de don Roberto. Don Roberto y su soledad que pedía socorro en silencio, apenas con la tristeza de su mirada acuosa. Deseó haber intimado más con él, como   —15→   para poder recomendarle que se comprara un tocadiscos y algunas colecciones grabadas. Eso realmente acompañaba. Él lo sabía, aunque sería difícil explicar a alguien que la soledad puede curarse teniendo por amigos a Dios y a Gardel. A Dios para sentirse seguro, atado a la misa de los domingos, al Comité de Mejoramiento Parroquial, al Padre Rafael con su fácil capacidad de comprender y perdonar, a los amigos, a las procesiones, y al toque de las campanas que él escuchaba desde su pieza, sintiéndolas un poco suyas, como si el badajo golpeara también las paredes de su corazón que adoraba a Cristo Nuestro Señor, y a María, y a San Cristóbal que atravesaba un río con el Niño Dios en hombros.

Mientras subía al ómnibus, determinó que sería realmente de buen cristiano acercarse a don Roberto y ofrecerle su ayuda, aunque desde luego, tendría que averiguar primero en qué consistían sus males.

Sospechaba que podía ser algo físico. Varias veces sorprendió aquella cara vieja inundada de sudor, y en los ojos algo así como un miedo hondo, especialmente cuando el trabajo era más intenso, los cheques a pagar se acumulaban sobre el mostrador, y la fila de depositantes impacientes era como una serpiente de mil ojos clavados en las manos del cajero.

La enfermedad, o la angustia, o lo que sea, incidía hasta sobre su trabajo, como ocurriera aquel día en que él notó más pálido, más ansioso, más desamparado que nunca a Don Roberto. Pagó mal un cheque, como si el documento tuviera un cero más del que tenía. A Dios   —16→   gracias, el cliente era una persona honrada y devolvió la diferencia. Él desde su Caja 10, había asistido a todo, pero fingió no ver nada, ni oír el agradecimiento balbuciente del viejo. Después, durante toda la mañana, don Roberto se había pasado mirándolo a hurtadillas, como esperando de su parte un comentario o la punta de una charla que le diera la oportunidad de averiguar si el compañero de trabajo había sorprendido aquel pecado mortal bancario.

Tal vez le haría bien a don Roberto -pensó- una charla con el Padre Rafael. Pero el problema estaba en cómo decírselo sin parecer entrometido. De que don Roberto era católico le constaba desde su antigua visita en pos de los tallarines. Al pasar a la sala, había entrevisto en el dormitorio un Crucifijo en la pared, sobre la cama. Lo recordaba bien porque le causó una impresión triste. Al Cristo le faltaba un brazo, y al perder el apoyo en ese lado, el cuerpo se había desplazado hacia adelante dando la impresión de que aquel ya no era un Cristo crucificado, sino un Cristo mutilado que tironeaba para salirse de la cruz. Algunas veces se preguntó sobre la razón para dejar así la imagen y se le ocurrieron mil explicaciones, desde una forma sutil de venganza de la mujer insatisfecha, hasta la infeliz pretensión de don Roberto de tener un Cristo más suyo por más distinto, y por consiguiente, más interesado en su suerte, o en su mala suerte. No descartó tampoco que la causa podría ser pura y llana indiferencia. En cualquiera de cuyos casos estaba mal, y era cruel, tanto como la pesadilla que le produjo una noche el recuerdo de la imagen mutilada. Soñó que el Cristo estaba vivo, y que   —17→   los tirones hacían sangrar su mano clavada y que sus ojos le miraban a él, pidiéndole ayuda. En el sueño, deseó intensamente ayudarlo, pero siempre encontraba algo más importante, como ordenar una montaña de dinero ajeno o pasar la pana encerada sobre los discos de Gardel, o salir a buscar a Salomé para pedirle que cambiara de nombre, y que usara otro que hiciera posible el acostarse nuevamente con ella, o correr hasta agotarse delante de los que querían arrebatarle la Medalla del Buen Cristiano del próximo semestre.



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El ómnibus arribó a su esquina de siempre, y descendió. Ahora, a caminar exactamente 386 pasos hasta su casa, partiendo desde la columna. Una vez lo contó por curiosidad, le dio esa cifra, y al día siguiente jugó el 86 a la cabeza ganando ocho mil guaraníes, que invirtió exclusivamente en cenar durante toda una semana en «La Preferida», gozando por igual las excelencias de la perdiz en escabeche y la cortesía servil de los mozos, tan exactamente dosificada para que uno se sintiera todo un señor.

Aquello fue divertido, tanto que se lo contó a su hijo en una carta más extensa de lo acostumbrado. Pero el muchacho, en su respuesta, no compartió la parte risueña de aquella aventura inocente, y hasta le dejó entrever que un hombre de su edad debería ser más formal. No ocultó su molestia y le escribió otra carta bastante agria diciéndole que se lo había contado a un hijo, para compartirlo, y no a un juez para que lo juzgara. Le dijo además que él, su hijo, tenía la suerte de no vivir en soledad, como su padre, que destinaba exactamente la tercera parte de su sueldo para mantenerlo estudiando en Buenos Aires.

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Desde aquel intercambio un poco ácido las cartas de él se espaciaron por unos meses, hasta retomar después el ritmo habitual, dándole la pauta de que el muchacho había olvidado la reprimenda, de la que por otra parte, él no se rectificó.

Sus relaciones con Emilio, su hijo, nunca fueron tan estrechas como él lo hubiera deseado. La culpa podía ser suya, por permitir que su suegra se lo llevara cuando murió su madre.

Cuando el chico quedó huérfano, con apenas tres años de edad, él se forjó una imagen de sí mismo, la del hombre que queda sin la compañera, con un hijo pequeño, y convierte su vida en una abnegada dación al niño huérfano, siendo padre y madre al mismo tiempo, sujeto a una vida monástica que en cierto modo, fuera un ejemplo de conducta ante la desgracia que pudiera exhibir el Padre Rafael en uno de sus sermones. Pero aquello no marchaba, sobre todo, cuando no atinó a determinar dónde terminaba su afán exhibicionista y dónde empezaba su amor al chiquillo. Además, él tenía su trabajo durante el día, y las obligaciones de la parroquia, y más que todo eso, el derecho que le asistía de gustar la inesperada libertad que le ofrecía el tránsito de su mujer al cielo.

De modo que cuando su suegra se lo pidió, él no se opuso, aunque cuando se lo llevó, como correspondía, no pudo contener una lágrima por el desprendimiento del último trozo de la familia que bastante trabajo le costara integrar.

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Por fuerza entonces, sus relaciones con Emilio se hacían a distancia. Le fijó una mensualidad y nunca se olvidó de su cumpleaños, ni de los Reyes. En realidad, durante todo el tiempo le había estado abrumando de regalos, que no lograban romper esa paulatina incomunicación que los iba separando cada vez más, hasta convertir su paternidad en la obligación de cumplir un calendario fijo, con una u otra variante como la Primera Comunión, la fiesta del Sexto grado, su colación como bachiller, actos a los que él concurría, pero, lo reconocía en el fondo, satisfacían su conciencia, pero le dejaban vacío el corazón.

Para ese estado de cosas, no descartaba la intervención de la abuela, que nunca le había perdonado su ausencia cuando la peritonitis abatió a la mujer. Ella se había sentido mal aquella tarde, pero ningún marido en el mundo puede esperar que una mujer que se siente mal a la tarde, deba morirse a la noche. Además, la pobrecita siempre se estaba sintiendo mal. De modo que se fue al Básket femenino, para ver aquella final de Campeonato donde él, como siempre, gozaba la confusa mezcla de su pasión deportiva con la contemplación de aquellos muslos blancos y llenos que emergían entre los calzones prietos y las altas medias masculinas.

Desde tiempo atrás, entonces, se acostumbró a la idea de que entre Emilio y él se interponía la abuela, como un filtro que no dejaría realizarse un intercambio completo, y aceptó la situación sin atreverse nunca a enfrentar el hecho de que también Emilio podría tener conciencia   —22→   de su culpabilidad por la muerte de su madre. Sencillamente pensaba que eso sería monstruoso de parte de Emilio, y lo descartaba como el mejor expediente para no pensarlo dos veces.

Sin embargo -solía repetirse- el punto merecía una consideración más amplia, que él se acostumbró a ir postergando, como una visita al dentista. La cuestión -pensaba- estaba «en-hasta-qué-punto» Emilio tenía conocimiento de lo que pasó aquella noche. Bien podía haberle dicho la abuela que dos meses antes, el médico recomendó una operación, sin detenerse a pensar, médico al fin, si uno está o no en condiciones de pagarla. De modo que la operación se postergó. En ese tiempo, él estaba ahorrando para la compra de la heladera, y el dinero había, es cierto, pero uno no puede estar adivinando la gravedad de un mal, sobre todo cuando la paciente tiene apenas 22 años, una edad en que las operaciones parecen superfluas.

Su suegra, desde luego, hizo cuestión de vida o muerte de que el dinero se gastara en la operación, pero, estaba seguro, más por el placer de privarle de la heladera que por preocupación maternal. La vieja nunca le había mirado con simpatía, y al fin y al cabo, la muerte de su hija le habría venido de perillas para ampliar su rencor a través del nieto, cosa que no debería prolongarse más, y que él se tomaría el trabajo de dejar bien aclarado en cuanto tuviera tiempo suficiente para escribir una carta tan larga como el tema se merecía.

Cuando llegó a su casa, ya lo estaba esperando, sentada en los escalones del zaguán, Cecilia, la sirvientita   —23→   de la pensión que le enviaba su almuerzo. A su lado, sobre el escalón reposaba la fuente de ensalada con el asado que ya estaría frío y la sopera enlozada que sudaba vapores. Mientras abría la puerta y daba paso a la jovencita, se fijó bien en ella.

-Está... «casi» -pensó- contemplando la punta erguida del seno incipiente. Era realmente tentador. Alguna vez se lo tocaría, a ver cómo reaccionaba, y según...

Mientras se lavaba las manos y oía el ir y venir de la chiquilla poniendo el mantel y los cubiertos, dejó que su imaginación resbalara por un tobogán erótico, forjando sueños en los que el cuerpecillo moreno y joven ocupaba el centro de sus deseos. Salió del baño y se sentó a la mesa.

-¿Ya comiste, mi hija?

-Todavía no. Yo como cuando termino de repartir la vianda.

-¿Querés un pedazo de asado?

-No señor.

La pobrecilla decía «no señor», pero su mirada decía que sí. Podía forzar un poco más y sentarla a la mesa, pero pensó que es mejor ir despacio, con paciencia, sin producir desconfianza alguna.

-Entonces, porque sos buena chica, tomá.

Le pasó un billete de cincuenta guaraníes. Una fortuna que la jovencita tomó con el aliento en suspenso.

-Gracia.

-Y ahora andate...

La chica se iba, cerrando el puño sobre el billete...

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-Ah... pero cuidadito con darle el dinero a tu novio, eh? ¿O no tenés novio? ¡Seguro que sí!, ¡pícara!

Cecilia se había ruborizado, con la vista baja, clavada en los dedos de sus pies desnudos.

-Tenés o no tenés novio, ¿eh?

-No señor...

-Y ¿qué esperás? Con lo linda que sos. ¿Porqué no tenés novio?

-Y... yo no sé.

-Después vamos a hablar de eso, mi hija. Andate nomás. Y no le digas a tu patrona que te di el dinero. Gastalo vos solita, mi hija. ¿entendés?

-Sí, don Jorge.

-Muy bien, a lo mejor mañana o pasado hay otro más grande, entonces.

-Sí, don Jorge. Hasta mañana.

-Hasta mañana, mi hija.

El asado, aunque frío, le supo mejor. En estas cosas hay que andar con sutileza y con inteligencia, reflexionaba, imponerse al fin por superioridad intelectual y por el peso de la propia personalidad que se lleva por delante las debilidades ajenas. El mundo era como era, y él no lo había hecho, por cierto. Y eso podría decírselo al mismo Padre Rafael, si tuviera coraje para hacerlo y si no le importara la interferencia de semejantes ideas en su ascensión hacia la próxima Medalla.

Mientras se limpiaba los dientes trató de imaginar la respuesta que le daría el Padre Rafael. Hacía un encuadre mental del rostro del cura, pero a pesar de sus   —25→   esfuerzos el rostro permanecía mudo. Se consoló pensando en lo difícil que es imaginar el proceso mental de un sacerdote, y se fue a la cama, dispuesto a prolongar su siesta hasta las cuatro y media, por lo menos.

Sin embargo, aún en la cama, con el calor del verano irradiando de las paredes e invitando a la modorra servicial de una buena digestión, el Padre Rafael se negaba a marcharse de sus pensamientos. Se molestó consigo mismo por imaginar esa cara con una expresión de reproche. Hizo un esfuerzo y pensó en un rostro sonriente. Lo consiguió al fin, aunque sin sentirse totalmente satisfecho, porque intuía que no era de buen cristiano jugar así con la cara del prójimo y, menos, con la del Padre Rafael. De manera que -pensó- mejor es dormir, y en el mejor de los casos, soñar con Cecilia, o por lo menos con Salomé.



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No soñó con Salomé, lo que no obstó para que al despertar considerara que bien podría ir a buscarla esa noche. Aquella Cecilia semi raquítica le había impresionado en realidad, y eso de ir a Salomé no estaba mal pensado.

Consideraba a Salomé una tipa rara. Un ejemplar especial de prostituta, un poco demasiado inclinada a una charla enredada, sin pausas, como chorreando sin orden de una desesperada intención de justificarse. «Yo no soy como esas otras...» era su latiguillo eterno. Él, al principio, se había reído, y hasta trató de hacerla callar diciéndole que era exactamente igual a «esas otras», pero ella persistió en diferenciarse, en contar su caso como una versión especialísima y exclusiva de la caída hacia el «oficio».

-Bueno, oíme -había tratado de cortar aquello- si vos no tenés la culpa de lo que sos. ¿Quién la tiene?

-En este momento, vos. Y antes, todos los demás...

Había elaborado la peregrina teoría de que ella era lo que era, y que todas eran lo que eran, por la simple razón de que existían hombres que pagaban. Trató de explicarle   —28→   que eso era tan idiota como pensar que había pan porque existían personas a quienes les gustaba comerlo con el café con leche.

-Entonces, decime -había replicado ella, con su cabello revuelto sobre la almohada. ¿Por qué creés que soy así?

-Por la simple razón de que sos una degenerada -le contestó con mal humor.

-¿Se nace degenerada?

-¡Qué se yo!

-Yo no. Esas otras sí pueden ser...

-¡Otra vez!

La charla le resultaba insufrible. Y se hizo el firme propósito de no volver. Después de todo, uno paga, sin obligación alguna de aturdirse con una verborrea sin sentido.

Pero aquella vez se quedó. Y volvió tres veces, pensando que ese cuerpo aún joven y bien dócil valía la pena de un sacrificio auditivo.

Madurada su decisión de visitar a Salomé esa noche, recordó que algo había quedado en suspenso, desde su última visita. Una apuesta bastante tonta.

-Comprame una máquina de coser y vas a ver cómo cambio, Jorge. Mirá, el asunto de la «personalidá» -decía «personalidá» dándole un significado que ella sola entendía- es según cómo viene el dinero hasta uno, para poder vivir. Viene hasta vos porque robás y sos ladrón. Viene porque trabajás y sos honesto. ¿Entendés? Entonces, cuando una es como yo, por ejemplo, hay que   —29→   procurar cambiar el camino, por donde viene el dinero, para cambiar la «personalidá». Si vos me comprás una máquina de coser, hay otro camino para venirme el dinero, y yo cambio, porque las personas son según qué hacen para mantenerse y todo eso. ¿Entendés?

Nunca la pobre muchacha le pareció más estúpida. Pero le siguió la corriente prometiéndole, sin la más remota intención de cumplir, que le compraría la máquina de coser, y apostándole que la bendita máquina no cambiaría nada.

Se arrepintió un poco de la broma, cuando notó la intensa alegría que iluminaba el rostro de Salomé. Pero... ¡Una máquina! Habría de estar rematadamente loco.

Se bañó, se afeitó y terminó de vestirse. El viento le trajo las seis campanadas del reloj de la Iglesia, y ajustó a hora su reloj pulsera. Las seis. Tenía tiempo de darse una vuelta por el centro y tomar el ómnibus para Sajonia, donde vivía Salomé.

Era apenas las seis y treinta cuando llegó a la esquina de Chile y Estrella. Demasiado temprano para todo. De manera que decidió ir a sentarse en uno de los bancos de la plaza. Mirar pasar a la gente, era también una distracción, y bastante barata.

Se resistía a comprar una revista, cuando vio pasar a Aquino. Un antiguo conocido. Se alegró un poco, pues se aburría solo. Pero Aquino pasó de largo. Estaba seguro que había fingido no verle, actitud bastante censurable desde luego, si se consideraba lo bien que él se portara con   —30→   el hombre tres o cuatro años atrás, cuando Aquino alquilaba la casa vecina a la suya.

Aquino, a edad bastante madura, se había casado con una mujer aún más entrada en años, como una larga culminación de una larga historia de esperas y postergaciones. En un momento de espontaneidad, Aquino se había explicado:

-Esto, ya no es tanto un matrimonio. Es más bien, una ilusión de familia.

Como un tributo a esperanzas juveniles que no se pudieron realizar.

A esa ilusión que debía mantenerse a toda costa, atribuyó él la decisión del matrimonio Aquino de adoptar legalmente un chico. Cuando llegó el bebé y se hizo prácticamente dueño de la casa y de sus padres, el cuadro familiar se completó. En cierto modo, el matrimonio Aquino se había rebelado contra la suerte que les jugó una mala pasada. Y los tres, esposo, mujer e hijo formaban una familia perfecta, aunque un poco tardía.

Pero allá por el 58, alarmó a la ciudad un brote de poliomielitis. Y una de las primeras víctimas fue el chico de los Aquino, que entonces contaba cuatro o cinco años.

Él siguió de cerca la abnegada lucha de los padres contra la casi mortal enfermedad. El muchachito no murió, y lo que es mejor, se salvó del sillón de ruedas, pues aprendió a caminar de nuevo con unos soportes fijos a las piernas. Pero el matrimonio Aquino quedó prácticamente en la calle, debiendo mucho más dinero del que podía pagar en varios años.

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En el curso de la enfermedad que también fue el curso del desastre económico, él había ayudado en todo lo posible. Y ni siquiera fue necesario que se lo pidieran, pues cuando llevaron al chico al Hospital de Infecciosos, él, espontáneamente, le había entregado al padre cinco mil guaraníes, y más aún, tuvo la elegancia espiritual de marcharse rápidamente, cortando el balbuciente agradecimiento del atribulado vecino. Lo que hizo, lo hizo por caridad. Por auténtica caridad, y en esos casos, queda mal quedarse a escuchar las gracias. Él no quiso oírlas, y se marchó con la conciencia en paz y considerando que estaría bien pagado si alguna vez Aquino se acordara de contárselo al Padre Rafael. Después de todo, la Medalla debía ser «para-el-buen-Cristiano».

Pero esos cinco mil guaraníes no fueron los únicos. Por tres veces consecutivas Aquino le había solicitado un préstamo. Y en total, la cosa le salió en cuarenta mil guaraníes, en el curso de tres meses y medio.

Él, desde luego, siempre había sido cuidadoso con el dinero. Y en otra emergencia le habría parecido una locura estar debilitando sus ahorros de esa manera. Pero a su pesar, algo de la fervorosa lucha de los Aquino por la vida del hijo, se le había contagiado. De alguna manera, interviniendo en esa lucha se sentía como bien equipado para hacer frente a ciertos recuerdos que tenían relación con la muerte de su esposa, aunque Dios bien sabía que nada tenía que reprocharse. Y Dios sabía también, que nunca hubiera solicitado la devolución del dinero, máxime, después de que la esposa de Aquino comentara su generosidad   —32→   y el rumor llegara a la Parroquia, donde los hombres de la Acción Católica tomaron la determinación de entregarle un pergamino.

La iniciativa partió de Aquino mismo. Lo visitó una noche, trayendo en la mano una escritura de propiedad. El documento, se refería al terreno de veinte por cuarenta que había comprado en mejores épocas con la intención de edificarse una casita propia, tal vez para hacer más completa la ilusión familiar en que se hallaban empeñados.

-Yo y mi mujer -le había dicho Aquino- sabemos que todo lo que hizo por el chico, lo hizo de buen corazón. Pero usted también es pobre, don Jorge, y queremos pagarle de alguna manera...

Y al decirlo, hacía girar en sus manos nerviosas el documento convertido en un gastado cilindro de papel.

Por encima de las palabras, los dos sabían íntimamente que aquello era un gesto por el gesto mismo, y que Aquino deseaba intensamente que todo siguiera en palabras, y que él, don Jorge, dijera las frases adecuadas al caso, alguna consideración sobre la solidaridad humana, y al final, que Aquino se marchara a casa con la conciencia tranquila y con la escritura de regreso al cajoncito superior del ropero.

Pero en esta vida, los hombres que actúan por impulso son los que fracasan. En determinados momentos y ante situaciones dadas, es necesario analizar las cosas con frialdad. Al final de cuentas, la vida es una lucha por la supervivencia, y el porvenir es un verdadero   —33→   enigma. Además, aquellos cuarenta mil guaraníes, en sí mismos y con abstracción de su origen, habían permitido que el chico siguiera viviendo. Aceptó el documento tratando de no mirar la cara desconcertada de su vecino, y cinco días después se firmó la nueva escritura.

Como no necesitaba el terreno lo volvió a vender en setenta y cinco mil, de los cuales, gastó tres mil en obsequiarle al chico de los Aquino un aparato que vio en un remate, y servía para ejercitar las piernas pedaleando como una bicicleta. El resto lo cambió en pesos argentinos y se lo envió a su hijo, en Buenos Aires, con la secreta convicción de que gestos como ese eran los mejores para desvirtuar algunos de los infundios que la abuela podía haber injertado en la mente del muchacho.

La respuesta de Emilio, siempre había sido motivo de reflexión para él. «Me has enviado, querido papá, una suma que por cierto no necesitaba. Con tu generosa mensualidad me basta y sobra. Además abuela también se preocupa de enviarme algún pequeño refuerzo mensualmente. Pero de cualquier manera, el dinero ha sido útil. Aquí en el Colegio (en ese tiempo estaba en el Colegio) trabaja un viejo profesor que me ha tomado cariño y se interesa por mí hasta el punto de darme clases particulares gratuitamente, cuando como siempre, el álgebra y la trigonometría se resisten a todos mis esfuerzos mentales. Pues bien, el hombre, que mantiene a una familia bastante numerosa, andaba en aprietos buscando medios para operarse de cataratas. Con mucho trabajo conseguí que aceptara en préstamo el dinero, y Dios   —34→   mediante, todo ha de salir bien.

A través de esto que te cuento, papá, echarás cuentas sobre el concepto que me merece el dinero. Para la lucha con el mal, o contra los males, sean cataratas o apendicitis, es el instrumento ideal. De manera, papá, que te ruego me perdones por el destino que le di a tu envío, si es que no estás de acuerdo con lo que hice con él...»

Magnífico. Viril. Cristiano. Pero... ¿Por qué esa referencia al apendicitis?

Mucho reflexionó sobre el punto y en cada oportunidad, la conclusión final, era que el muchacho había escrito «apendicitis» como pudiera haber escrito «cálculos biliares» o «amigdalitis», es decir, sin la menor intención ulterior. Era su hijo, su sangre, su raza, y de tener algo que decir, lo diría derechamente, sin apelar a las entrelíneas.

Llegada a esa conclusión, lógicamente, el asunto de la carta debía haberse olvidado. Pero por una razón u otra, cada tanto, volvía a pensar en lo mismo, para llegar infaliblemente al resultado ya previsto, es decir, a la convicción de que la referencia había sido fortuita, de modo que nunca consideró necesario escribir al chico y salir de dudas. Eso podía dar el resultado opuesto al deseado, es decir, remover inútilmente cosas que él y su hijo debían dar por definitivamente terminadas.



  —35→  

Las 7:30 horas de la tarde. Se levantó del banco y subió hasta Oliva para esperar el ómnibus a Sajonia. Vio con desagrado que el vehículo venía repleto, pero decidió que Salomé bien valía el sacrificio, y se acomodó como pudo en la plataforma.

Salomé vivía en una habitación que alquilaba en los fondos de un caserón, asiento de una familia numerosa. Para llegar a la pieza de la muchacha, debía entrarse por un camino cochero que no se usaba. Golpeó la puerta, pero nadie le contestó. Insistió hasta convencerse de que ella no estaba, y volvió a salir dispuesto a esperarla en la esquina.

Sacó un cigarrillo, pero lo volvió a guardar en la cajetilla al comprobar con cierto desagrado que había olvidado de traerse los rubios, y no saldría de su costumbre de fumar sólo negros en el trabajo y rubios en ocasiones como ésta.

Vio a Salomé desde una cuadra de distancia, y se dio cuenta que la mujer también le había visto, pues ella apresuró perceptiblemente el paso. Sonrió halagado. Suelen decir que mujeres como éstas, de repente quieren   —36→   de verdad, y entonces si que...

Pero la ansiedad de Salomé tenía una razón distinta. Sin darle tiempo para saludar, agitada y nerviosa, le disparó:

-La máquina... ¿Me compraste la máquina?

¡Todavía con eso! ¡Este sí realmente era un carácter emperrado!

-Mirá, vamos a tu casa y conversamos de eso...

-No. Yo quiero saber. ¿Compraste la máquina?

Tal parecía que el mundo giraba alrededor de la máquina. Se sintió molesto, parado ahí con esa mujer de vida airada, bajo la luz de mercurio de la esquina, entreviendo el vecindario que sacaba sillas a las aceras y empezaba a curiosearlo todo.

-Te digo que vamos a hablar de eso. ¡Vamos!

Intentó tomarla del brazo, pero ella se resistió. Estaba haciendo ya un espectáculo. Y empezó a sentirse asustado.

-Me prometiste. De noche veo en mis sueños esa máquina. Gasté dinero para comprar catálogos y revistas de labores. Aquí en mi cabeza ya soy modista, ¿sabés? Y vos ¿qué me decís cuando te pregunto por la máquina? Que me vaya a mi pieza y me tire en la cama. No, nunca más con vos, si no me compraste la máquina.

Tenés que esperar un poco más. No soy rico y...

-No. Nunca más con vos.

La muy perra -observó aterrorizado- empezaba a moquear. El espectáculo sería escandaloso. Trató de calmarla.

  —37→  

-Escuchame mi hija...

-No escucho nada -gritaba y sollozaba- ¿Qué te creés que soy yo, desgraciado? ¿Como cualquiera de esas otras? No, mi hijo. Yo no soy así, ni soy para el capricho de ningún puerco como vos, ¿entendés?

Todo el vecindario contemplaba el incidente. Y hasta empezaba a formarse un corro de divertidos chiquillos. Deseaba irse, pero la mujer le había asido de la corbata y le escupía palabrotas ofensivas.

-Desgraciado, badulaque... Vos no te acostás más conmigo, ¿sabés? así que cuando estás caliente, te hacés la p...

Su puesto. Su dignidad. Debía irse a toda costa. Dio un empujón a la mujer que trastrabilló soltando la corbata.

Al sentirse libre, sencillamente, corrió tratando de que no se le viera la cara, y todavía con los oídos llenos de los gritos soeces de la mujer. Corrió en forma humillante, viendo a su paso rostros burlones de madres de familia gordas y de esposos malignamente satisfechos de su situación.

Corrió, llevándose detrás, como un cometa su cola, un cortejo de divertido griterío infantil que se le pegaba implacablemente a los faldones del saco

Por fin, seis cuadras más adelante se detuvo, con la respiración ahogada y el corazón golpeando furiosamente. Sin consideración alguna por sí mismo, se sentó en los cordones de la acera, en un sitio que le pareció acogedoramente fresco y obscuro. Sentado allí odió con toda su alma a la mujer. Un odio sin forma, pero total, que se   —38→   desprendía de su orgullo maltrecho y de sus deseos burlados. Imaginó mil formas de venganza letales y malignas, que la llevarían a podrirse en una agonía sin fin. La acusaría. Tenía amigos. Hablaría con el mismo Padre Rafael. Aquella tipa era un caso de Buen Pastor, o de Manicomio, que ya no debía andar por la calle desparramando perversidades y humillaciones. Se deleitó imaginándola loca entre las locas, vestida de harapos, ambulando sin rumbo por el gran patio sombrío. Así debía terminar. Dios se encargaría de eso, estaba seguro, aunque él no moviera un dedo con sus amigos o con el Padre Rafael.

Caminando de nuevo hacia el centro, volvió a pensar en la posibilidad de castigar a la mujer recurriendo a los amigos. Pero la alejó de su mente, aceptando que era una idea nacida en el calor del momento. Tales cosas se deben decidir con serenidad, y sobre todo teniendo en cuenta el grado de perjuicio moral que le acarrearía a él, aún desempeñando el papel de víctima.

Conforme con esta última consideración, siguió caminando hasta desembocar en Colón. Allí se detuvo, echando una mirada desconsolada a la noche en blanco que se le presentaba. Prácticamente, no tenía adonde ir, y se sentía bastante solo.

Era triste. Fracasar en un encuentro con una mujer de la calle y no tener adonde ir. Desde luego tenía pocos amigos, porque no los quería, claro está. Tenía un concepto de la independencia bien afirmado. No admitía interferencias en su vida. Cada uno a lo suyo era su lema,   —39→   y siempre le había dado buen resultado. Sin embargo, aceptaba que en determinados momentos, uno tiene necesidad de alguien, y que no se puede andar por la calle con la mandíbula apretada. Pero, esos eran momentos de debilidad. Lo esencial es la norma que uno se impone y lo cumple con virilidad, sin hacer concesiones a ese llorón escondido que todos llevamos adentro, y a veces despierta para obligar a uno a desear un hombro ajeno para derramar algunas lágrimas.

Con todo, esta valiente inflexibilidad no anulaba el hecho de que se sentía solo, y que la soledad era opresiva. Deseó que su hijo estuviera en Asunción, y fuera con él como todos los hijos son con sus padres, corazones en comunicación, conversaciones después de la cena, a través de la mesa sembrada de pedazos de pan y de cáscaras de banana, identificación, simpatía y proyectos de comprar una deslizadora y un motor fuera de borda, o algo parecido que entusiasmara a los dos.

¿Había hecho mal en cederle al chico a la abuela?

Creía sinceramente que no. El mal no estaba, no estuvo nunca en la cesión del chico. Sino en la muralla interior que edificó la abuela en torno al niño, hasta convertir al padre no sólo en un extraño, sino tal vez en el hombre malo que había hecho daño a su madre.

De haber tenido tiempo, hubiera luchado contra aquello. Desde que el chico tenía cinco a seis años, pudo observar que Emilio se replegaba como en actitud defensiva en su presencia. Eso le dolió, y se hizo el firme propósito de iniciar la reconquista; pero uno trabaja, se   —40→   debe a su trabajo, y el maldito tiempo se consume en el cumplimiento de obligaciones que no se pueden soslayar. Por consiguiente, la lucha fue postergando hasta que el muchacho ganó la beca para estudiar el bachillerato en Buenos Aires, y se marchó. Ahora era todo un universitario de Ingeniería, cosa que le enorgullecía, teniendo en cuenta por encima de todo que la mensualidad que él le pasaba, era la base firme de esa carrera de tan buenas perspectivas.

Caminaba hacia el centro por la suave pendiente de Colón, cuando vio el accidente. El coche corría a excesiva velocidad, con su reluciente y poderoso aspecto de cohete espacial. La mujer, embarazada con la canasta llena de pescado que llevaba sobre la cabeza, no tuvo tiempo de salirse. Escuchó el patinazo de la frenada tardía y cerró los ojos para no ver, pero escuchó el golpe y el grito. Después, ya vio a la mujer tendida cerca de la acera, lejos de su canasta, rodeada por los plateados pescados desparramados sobre el asfalto.

Él también, entre otros muchos curiosos, se acercó. La mujer se movía y gemía. El conductor, palidísimo, pidió ayuda para ubicarla en el auto, pero un señor de aspecto serio se opuso, explicándole algo así como que se podría producir lesiones internas graves si se la movía, y que lo mejor era llamar una ambulancia. Alguien del vecindario ofreció llamarla por teléfono y se marchó, mientras el conductor, con ademán tonto, secaba la sangre de la frente de la mujer con un blanco pañuelo de bolsillo.

  —41→  

Jorge escuchaba los comentarios. Todos coincidían en la culpabilidad del conductor. Y él, lo afirmaba más que ninguno. Había sido testigo de su imprudencia. La pobre mujer era una víctima más a la que debía indemnizarse bien, no tanto en la dimensión de su desgracia como en la dimensión de la fortuna personal de ese hombre capaz de comprar semejante coche. Miró con simpatía a la mujer y deseó saber algo de medicina para hacer algo por ella.

Cuando llegaron el oficial de policía y los agentes, se apartó un poco tratando de no llamar la atención. El asunto ya estaba terminado, por lo que a él concernía. Pronto vendría la ambulancia y el oficial tomaría nota de lo que correspondía hacer para que la mujer fuera indemnizada. Se fue alejando a paso lento, y lo último que escuchó en aquel conglomerado de gente donde hablaban todos al mismo tiempo, fue la pregunta del oficial:

-¿Alguno de ustedes vio cómo sucedió el accidente?

Él lo había visto, pero no era cuestión de hipotecar su tiempo en largos compromisos de declarar en la policía y los Juzgados. Además, una citación que fijara audiencia para una hora de trabajo causaría mala impresión en el Banco. La Justicia, por cierto, llegaría sin su intervención. Para esos casos, Dios tiene sus designios y sabe proveer para que el humilde salga bien librado de sus dolores.

Cuando alcanzaba la calle Estrella escuchó a lo lejos la sirena de la ambulancia que se llevaba a la mujer y mentalmente, le deseó buena suerte.

  —42→  

Eran las 8:30 y despertaba su hambre. Entró en un copetín y pidió dos emparedados de lomito y una botella de cerveza helada. La comida le hizo bien, y mejor aún la cerveza, que siempre le daba una sensación de bienestar y satisfacción.

En la calle, con el mondadientes, bailándole en la boca, se sintió en paz con todo el mundo, inclusive con Salomé, a quien se sentía inclinado a perdonar, ya que a pesar del escándalo, él no había sido reconocido por nadie y la cosa no tendría trascendencia. Por un momento, le tentó la idea de volver a casa de la mujer y explicarle con serenidad quitándole de la cabeza esta idea malhadada de la máquina de coser, y haciéndole ver que la vida es la vida, y el destino el destino, y que nadie puede cambiar su suerte comprándose semejante adminículo, ni ningún otro.

Sin embargo, decidió postergar la visita para otro día. En esa tarde que ya se hacía noche, estaban sucediendo demasiado cosas, y lo mejor era volverse a casa.

Miró su reloj pulsera. Eran las nueve. Una hora temprana para dormir, y en cuanto a los discos de Gardel, le traerían al magín cosas como el rechazo de Salomé, y después no podría dormir, y finalmente, mañana iría a su trabajo con cara de mal dormido, lo que haría suponer quién sabe qué cosas al Tesorero General.

Tomó el tranvía para regresar con menos premura y darse tiempo de tener sueño. Cuando descendió en la esquina de la Iglesia, vio luz en la casa Parroquial, y supuso que el Padre Rafael todavía estaría despierto.

  —43→  

Cuando se disponía a entrar a saludarle, su mente volvió a la enojosa escena con Salomé, y en la suciedad que traía encima. Se trataba -se dijo- de un sacerdote, un hombre que merece el respeto de los demás, y no quedaba bien eso de ponerse a conversar tranquilamente con él, teniendo la conciencia tan cargada como la tenía en ese momento.

Por un momento, sopesó la idea de confesarle al Padre Rafael lo que había intentado hacer esa noche. Sería heroico de su parte, y el cura sabría valorar el coraje que se necesita para desnudar semejante vergüenza. Mas, desechó la idea. Después de todo -se dijo- por encima de los sacerdotes está Dios, y si fue su designio que él no pecara esa noche ya no tenía necesidad de un intermediario para perdonar lo que con tanta sabiduría había evitado. Él, ya supo proveer lo que correspondía, y todo lo que hiciera al respecto, ya no tendría sentido.

Confortado con estos pensamientos, se introdujo en la Casa Parroquial.

-Buenas noches. Padre.

-Hola, don Jorge. Pase y agarre una silla, que ya termino esto.

El Padre Rafael escribía afanosamente, y él se sentó en un rincón.

El velador de mesa solo iluminaba el papel, dejando en la penumbra la cabeza inclinada del sacerdote. Sin embargo, don Jorge entreveía la calvicie en gestación y los cabellos grises y secos del Padre Rafael. Al mirarlos, recordó que el cura le había dicho unas semanas atrás   —44→   que apenas tenía treinta años. Pero parecía tener cincuenta, sobre todo por el hombro caído y flaco, como una percha de la que colgara la sotana bastante raída.

Ese era un aspecto que en el fondo, no estaba dispuesto a perdonar al Padre Rafael. La Parroquia, era una buena Parroquia, con una feligresía de gente bastante acomodada entre la cual podría citarse a un Gerente de Banco, un coronel que mandaba un Regimiento y tres o cuatro altos empleados de la Administración Pública, todas personas creyentes y preocupadas por el prestigio y el buen aspecto material de la iglesia. En consideración a eso -pensaba- el Padre Rafael debería cuidar un poco más su aspecto personal, siguiendo el ejemplo de otros curas que nada perdían en santidad vistiendo con discreta elegancia y hasta disponiendo de un automóvil para las necesidades de su ministerio.

Una vez había tratado de tocar el tema con el Padre Rafael, que no hizo otra cosa que reírse divertido, como si el punto no tuviera realmente la importancia que tenía.

-Mire, don Jorge -le había dicho-. Si Cristo murió desnudo, yo no hago mal en servirle mal vestido.

La alambicada respuesta le hubiera hecho reír a su vez si no hubiera provenido del Padre Rafael. No rió, desde luego, pero se permitió llamarle la atención sobre el hecho de que si bien Cristo había muerto desnudo, ahora estaba en el cielo, vestido de una blanca túnica que resplandecía con el brillo de las nubes y las estrellas.

-Es que el Cristo que a mí me preocupa -contestó el sacerdote- no es el que está en el cielo, sino el que está   —45→   en la Cruz- Y dio por terminada la conversación, pero no dejó de pensar en el tema, como quedó demostrado el domingo siguiente, cuando su sermón versó sobre el significado de Cristo en el madero.

En la ocasión, sin poder evitar una puntilla de vanidad personal, se había dado cuenta de que el sermón, en cierta manera estaba dedicado a él, a quien el Padre Rafael le recordaría sin duda la paternidad sobre el tema, lo que a su vez daría una medida de su preocupación religiosa, y por extensión le acercaba más a la próxima Medalla.

-Bueno, don Jorge, Ud. me ha sido como enviado por Dios...

El Padre Rafael había terminado de escribir y le miraba sonriente, mientras doblaba el papel de oficio cubierto de su cuidadosa caligrafía.

-¿Sí, Padre?

-Tengo un trabajo para Ud. Se trata del domingo de Gloria. El Comité de Mejoramiento ha decidido realizar una quema de Judas en forma, ¿sabe?

-Buena idea, Padre -contestó.

-Pero esto tiene que ser distinto, don Jorge. Lo he estado pensando mucho. Después de todo, soy el Consejero del Comité. Tenemos que salirle al paso a la costumbre, porque la costumbre generalmente borra el verdadero significado de las cosas. ¿Me entiende?

-Si no se explica mejor, Padre...

-Es sencillo. Cuando se hace una quema de Judas... ¿qué viene a ver el gentío, eh? Nada más que un muñeco   —46→   relleno de paja y de petardos que arde y estalla. Se divierte casi con alegría pagana, pero no piensa en Judas, ni en su traición a Nuestro Señor, ni en el significado del fuego que le consume, que no es otro que el del infierno donde el mal discípulo cayó por codicia. ¿De acuerdo?

-Si Ud. lo dice. Padre...

-Así es, y... bueno, se me ha metido entre ceja y ceja que esta quema debe ser especial, y no sólo sirva de diversión sino haga pensar a la gente en el significado del acto. Nunca hay que desperdiciar una oportunidad de hacer reflexionar al prójimo sobre Cristo y su martirio, ¡aunque sea a través de Judas! De modo que debe ser un Judas realista, con un rostro malvado de traidor, la túnica sucia y la barba descuidada. Y nada de petardos. Los petardos le quitan dignidad al fuego, ¿sabe?

Para don Jorge aquello se estaba complicando demasiado. Desde su niñez había asociado la quema de Judas a cierta alegría de tipo circense. Y he aquí que de repente, al Padre Rafael se le ocurre cambiarlo todo y quemar un muñeco que ardiera sin pena ni gloria. De manera que se arriesgó a apuntar:

-Está bien, padre. ¿Pero no se le ocurre que va a resultar una quema un poco tonta?

-No. Tonta no. Desprovista de espectacularidad sí, y aún así, va a resultar, porque tengo pensado instalar un altavoz, y mientras el fuego consume el muñeco, iré leyendo y explicando algunos pasajes del Nuevo Testamento que se refieren al caso. ¿Qué le parece, eh?

Se notaba que el sacerdote estaba entusiasmado   —47→   con su idea. Don Jorge, sin estar completamente convencido, decidió que nada perdía con llevarle la corriente. Total...

-Bien, ahora que estamos de acuerdo -prosiguió el Padre Rafael- viene lo principal. Que es Ud. don Jorge.

-¿Yo, Padre?

-Sí Ud. que va a pagar tributo a su habilidad manual. ¿Quién adereza las carrozas con más arte que Ud. para las procesiones? Nadie. Ud. como empleado de Banco, como el hombre que maneja millones exactos y bien sumados, es un perfeccionista. De modo que Ud. me hará la imagen de Judas como yo quiero. Realista, ¿eh? y no me diga que no, porque ya está pillado. No me olvido la obra de arte que hizo recomponiendo la cara de nuestro San Antonio, cuando se vino abajo. ¡Quedó como nueva! Pues bien, ahora le toca reconstruir el rostro de Judas, y el aspecto de Judas.

-Padre, ¿cómo voy a reconstruir algo que nunca he visto?

-¿No están las pinturas? ¿No vio la Última Cena en millones de reproducciones? Además, no se trata de copiar una cara. Los que pintaron a Judas no hicieron su retrato. Sólo reconstruyeron su cara partiendo del conocimiento que tenían de su alma. Pues bien, don Jorge... ¡He aquí a Ud. convertido en artista! Imagine, explore y sáqueme el rostro de Judas...

Don Jorge sonrió.

-¡Y me llamó a mí perfeccionista, Padre! Ud. se   —48→   pasa de la raya también.

-Bueno, ¿me hace el trabajo...?

La idea empezaba a tentarle, especialmente desde que el Padre Rafael descubriera que tenía tan presente sus méritos de verdadero trabajador de la Parroquia. Además, si aquello resultaba un éxito él tendría su parte, casi en igual medida que el Padre Rafael.

-Está bien. Voy a hacer lo que pueda...

-¡Así me gusta, don Jorge... y manos a la obra!

Poco después, se retiró, luego de rechazar la invitación a cenar que le formulara el sacerdote.

Marchando por la calle silenciosa, iba imaginando cómo sería en la realidad aquella innovación que deseaba introducir el Padre Rafael en la quema de Judas. «Hacer pensar en Cristo aunque sea a través de Judas» -había dicho-. La ocurrencia del cura le daba en qué pensar porque parecía un reproche velado y un poco amargo que de una u otra forma le alcanzaba también a él. Sin embargo -se consolaba- los curas no tienen por qué andar con subterfugios, y cuando tienen algo que decir lo dicen derechamente.

Volviendo al Judas realista que quería el párroco, don Jorge no alcanzaba a comprender claramente eso de que los petardos quitan dignidad al fuego. Por el contrario, lo avivan y hasta le dan un sentido más diabólico, cuestión que debía tenerse presente si se entendía que el fuego que devoraba al muñeco era la representación de la condena infernal.

Además -ya se sentía un poco resentido- el querer   —49→   dar un matiz un poco más religioso al acto, no era gran obstáculo para ponerle un poco de petardos, y alegrar en algo la función.

Pero había que resignarse y seguir las instrucciones del Padre Rafael, aunque veía en la innovación algo así como una pequeña traición a su propia infancia, pues de niño, él solía entusiasmarse lo indecible cuando quemaban el muñeco, y la gente esperaba en vano y con ansiedad el momento en que cayera de sus entrañas el sapo carbonizado y el pobre gato chamuscado que según decían, estaban encerradas dentro del monigote como símbolos de la fealdad y la traición.

Junto a la evocación de su niñez, experimentó de nuevo el viejo y nunca vencido resentimiento contra sus padres. En su infancia, había deseado muchas cosas, pero creció privado de todo, tanto que ese espectáculo pueril de una quema de Judas era para su espíritu el máximo acontecimiento y la suma de todos los espectáculos, especialmente, el año aquel en que quemaron un muñeco vestido con un traje viejo que su padre cedió para la ocasión.

Entonces había asociado al Judas con su padre y la idea le causaba un placer que aún en la edad adulta nunca supo a qué atribuir.

Aquella quema especial también estaba fija en su recuerdo porque había provocado el incidente con Máximo. Máximo era el criado de la casa, un muchachito campesino que hacía todo, menos cocinar, a cambio de comida, techo y una mal atendida concurrencia a la   —50→   Escuela nocturna.

A Jorge, Máximo siempre le disgustó. Le parecía repulsivo, por su ropa gastada, sus pies descalzos y por las uñas comidas de sus dedos. Solía alegrarse lo indecible cuando su padre o su madre castigaban al chico, y hasta caía en la vileza de inventar pretextos para presenciar las azotainas que le propinaban.

Al muchacho, como una concesión especial, le habían permitido asistir a la quema de aquella oportunidad. Cuando la burda imagen ya se consumía empezaron a caer trozos encendidos de lona y paja. Los demás chicos, en alborozada competencia pateaban los despojos ardientes que volaban entrecruzándose en medio de la algarabía infantil. Jorge deseó con toda su alma meterse en el bullanguero montón y participar del juego, pero le habían puesto su ropa dominguera con la especial recomendación de no ensuciarla, y como siempre, estaba engrillado a la pana de su pantalón y a la seda de su camisa blanca.

Se resignaba a quedarse de espectador, cuando vio a Máximo. Un Máximo distinto, feliz y como liberado, que era el más frenético y alegre entre todos, exponiendo entre carcajadas sus pies descalzos a la quemadura del fuego. En aquel momento lo odió intensamente, y con toda deliberación, recogió un trozo de lona que aún humeaba, lo levantó y quemó y manchó con él la inmaculada blancura de su camisa.

Cuando volvió a su casa, con toda sencillez culpó a Máximo, diciendo que el chico, haciéndose el gracioso,   —51→   le había arrojado un pedazo de lona encendida. A Máximo, no le permitieron ni explicarse, aunque si le hubieran permitido, tampoco hubiera dicho nada, porque estaba mudo de susto y con los ojos fijos en esa lenta y cruel manera con que su padre solía desprenderse el pesado cinturón de cuero.

La paliza fue tremenda y al parecer definitiva para Máximo, pues esa noche desapareció de la casa llevándose toda su ropa. Pero antes de irse, tuvo un último y callado gesto de reproche, escribiendo sobre la almohada de Jorge, con lápiz rojo, una palabra condenatoria: «Judas».

Al encontrar aquella almohada manchada, él se había echado a llorar, más que nada, por el deseo de una nueva edición de la paliza anterior. Buscaron al culpable pero ya había desaparecido. Más tarde, su padre, creyendo que su llanto era una genuina expresión de temor religioso, se tomó el trabajo, de explicarle que el campesinito había escrito aquello como podría haber escrito otra mala palabra, y que escribió precisamente «Judas», porque era la idea que con mayor intensidad dominaba su mente, por su reciente asistencia a la quema.

Deteniéndose en la esquina, como para que el orden de sus pensamientos no fuera interferido por el ruido de sus pasos, se preguntó si el insulto de Máximo no tendría un sentido más claro que el elaborado por su padre, y su propio razonamiento de adulto, le respondió que sí, que realmente el adjetivo le estaba bien aplicado, porque había obrado con verdadera maldad, maldad de niño inocente, pero maldad al fin.

  —52→  

Reconoció con tristeza que aquel no había sido el primero ni el único error de su padre. Dios sabía que había intentado quererle y creerle infalible y veraz, como ven todos los niños a sus padres. Pero el hombre lo había destruido todo, soltando palabrotas cuando discutía con su madre, y sin cuidarse de que su hijo le viera cuando pellizcaba el trasero de la sirvienta o cuando mostraba a los amigos su colección de fotografías de mujeres desnudas.

Equivocado en todo, también equivocó el significado del reproche de Máximo, un pobre diablo, hijo de nadie, que había encontrado un Judas-niño en su camino.

Cuando reanudó su andar, desentrañaba el misterioso enlazamiento que descubría entre el pedido del Padre Rafael y la evocación de Máximo. El sacerdote le había encargado un Judas con rostro realista que habría de elaborar partiendo desde la imagen mental que él tenía del espíritu de la traición y del engaño. Y ese rostro -pensaba- debía ser como resultado final de un balance en cuyas columnas se sumaran todas las maldades y los egoísmos acumulados con el correr de la existencia del hombre. Entonces, debía imaginar cómo fue aquel elegido del Demonio, cómo vivió, a quiénes hizo daño en su camino hacia el Gran Daño. Y he aquí que volvía Máximo y le daba como un punto de partida un rostro de Judas-niño, que era el rostro de un muchachito que quemaba su camisa y fingía llorar para provocar el castigo de un inocente.

La idea le pareció estúpida y enojosa. Ya había llegado a la madurez, y por cierto no creía en la eficacia   —53→   de la autoflagelación como remedio a los males de la conciencia, sobre todo, cuando esos males eran bastante discutibles como tales.

Llegó a su casa, y cuando iba a acostarse, creyó que su imaginación le haría una mala pasada y no le dajaría dormir con ese encadenamiento caprichoso de la ocurrencia del cura y la sentencia de Máximo. Decidió cortar el hilo de semejante idea poniendo en el tocadiscos algo de Gardel. La música inició su quejumbrosa cadencia, bajó un poco el tono y se metió en la cama. De pronto, surgieron la voz metálica y los versos fáciles sobre muñecas rubias de Nueva York, mujeres hermosas pero tristes y sin alma, maniquíes de vida comercializada que había olvidado por renuncia, la sensación de un pecho masculino caliente y ancho y de unos brazos fuertes que las ciñeran con pasión.

Esa canción era su preferida, y cuando terminó retrocedió la aguja para que comenzara de nuevo y otra vez surgió la rubia frígida y hermosa para acicatear su sensualidad que la iría rindiendo poco a poco, hasta hacerla sentirse mujer, dominada, sumisa y feliz.

Más tarde, cuando el aparato se detuvo automáticamente, él ya estaba dormido, y soñaba estar en Nueva York, donde una rubia con rostro de Salomé se humanizaba y pedía perdón, y se sentaba a sus pies como una gata cariñosa que pide una caricia.

En la mañana siguiente, mientras el ómnibus lo acercaba al Banco rememoraba las incidencias de su sueño, y se sonrió por la incongruencia del rostro de   —54→   Salomé para una rubia de Nueva York. Cuanto a ese aspecto le causaba una leve inquietud la persistencia con que Salomé asomaba en su vida, hasta parecer asociada de alguna manera a ella.

Eso, teniendo presente el oficio de la mujer, no resultaba saludable para él, que podía reprocharse haber buscado y hallado a Salomé, a causa de cierta debilidad que lo inducía a buscar el camino más fácil para conseguir las pequeñas satisfacciones de la vida.

Debería hacer lo que otros hicieron, como buscarse una amante más o menos exclusiva o volverse a casar. Reconocía la necesidad de ese paso, más que nada, por la seguridad que implicaba, ya que al fin de cuentas el hombre debe concentrarse y equilibrarse, y no andar por la calle, sobre todo a su edad, exponiéndose a contraer sabe Dios qué innombrables enfermedades. Además, estaba la parte moral que también debía preocuparle. Desde luego, tener una amante no era bueno, pero era menos malo que visitar a una prostituta en forma periódica. Pero el Padre Rafael había dicho una vez que ni el mismo Dios pretende que de repente el hombre se vuelva puro y santo sino que gradualmente vaya analizando su vida y reconociendo sus errores para ir corrigiéndolos hasta llegar a la perfección. De manera que -concluyó- el buscarse una amante sería un verdadero progreso en su vida espiritual, y resultaría lógico y estimulante pasar después a la etapa siguiente y buscarse una esposa.

Pero -reconoció- había una dificultad, que era su renuncia a contraer compromisos serios y cargantes.   —55→   Apreciaba su libertad y no deseaba perderla. Además, vaya uno a saber dónde iría a parar su tranquilidad y su andar sin ataduras si empezaba a visitar formalmente a una mujer como paso previo a lo que fuera. Y todo eso, descontando lo difícil que siempre le había resultado el trato con las mujeres, especialmente con «las decentes», ante quienes se sentía como disminuido y generalmente con el cerebro en blanco y la lengua seca.

Al descender del ómnibus y enfilar hacia el Banco, se le ocurrió que debía pensar en fórmulas intermedias, como por ejemplo, elevar de categoría a Salomé convirtiéndola en su amante. La idea le gustó, porque no sólo implicaba que él dejaría de caer en el peor de los pecados sino que colocaría a Salomé en el camino de su salvación. La idea -concluyó- valía la pena ser analizada y podría llevarla a la práctica aunque le costara el alquiler de una casita bien alejada de la Parroquia y la compra de una máquina de coser, cuya factura, desde luego, pondría a su nombre.

Al entrar al Banco y disponerse a abrir su ventanilla, decidió olvidarlo todo, hasta más tarde, cuando estuviera en su casa. Al trabajar manejando dinero, debe tenerse la mente limpia y alerta, y solo pensar en lo que se está haciendo. Esa norma -se decía con satisfacción- lo había convertido en uno de los mejores cajeros del Banco.

A media mañana, cuando creía que todo iba a transcurrir normalmente, vino un ordenanza, transmitiéndole una orden para que al cierre, se presentara a la Gerencia. La misma invitación le fue formulada a don Roberto de la   —56→   Caja Nº 11.

No pudo evitar cierto temor. Analizó a fondo su conducta en el Banco, y todo le pareció irreprochable, a no ser aquellos treinta mil guaraníes del año pasado. No, no debía ser eso. ¿Y si fuera algo relacionado con su vida privada? Con angustia, recordó el espectáculo callejero con Salomé.

Pero, si fuera eso... ¿Por qué la misma llamada a don Roberto?

Un poco consolado, descartó la suposición Pero pasó dos horas verdaderamente desagradables hasta que el Banco cerró sus puertas y terminó su balance.

En el ínterin, y a hurtadillas, había observado a don Roberto. También parecía angustiado, tanto que cuando le presentaron un cheque con cifras con signos muy pequeños, perdió el aplomo y le rogó que le leyera la cifra. Se la dijo, y deseó agregarle que estuviera tranquilo y no perdiera la cabeza de esa manera, pero se calló. Al final de cuentas, nadie se estaba preocupando por lo que él mismo estaba pasando.

Imitó a don Roberto y se quitó la blusa de trabajo y se vistió el saco para ir a la Gerencia. Un ordenanza le franqueó el paso, y entraron a la oficina del Gerente, donde hacía más frío, porque allí el acondicionador funcionaba mejor.

El Gerente no estaba, pues se hallaba en conferencia con el Presidente, los dos esperaron de pie, sin atreverse a tomar asiento en los mullidos sillones tapizados de cuero. Jorge observó como casualmente a su   —57→   compañero y notó que don Roberto tenía los ojos fijos en él.

-¿Qué cree Ud. que puede ser...? -Tartamudeó el de la Caja Nº 11.

-Ni me imagino -le contestó.

-Llevo 27 años en el Banco -señaló don Roberto, con el tono plañidero de quien ya se está defendiendo de un despido.

-No se alarme, don Roberto. Esos 27 años también pueden servir para un ascenso, o para un premio, ¿no le parece?

-Realmente, YO merecía un premio. Sí señor, lo merecería.

Le molestó ese «yo» que le excluía a él. Después de todo, el Gerente invitó a los dos, y el ordenanza, que como tal tiene bastante intuición en estos casos, le había transmitido la invitación PRIMERO a él. Pero se calló. Bueno resultaría que empezaran a discutir y que el tal premio no existiese.

Por fin llegó el Gerente, y los dos saludaron con el debido respeto. El Dr. Jiménez tomó asiento detrás de su escritorio y les invitó a sentarse. Don Roberto se adelantó a ubicarse en la única silla colocada delante del escritorio como para rubricar su mayor antigüedad, y él tuvo que ir a buscar otra silla de la fila instalada a lo largo de la pared.

-Bien -comenzó el Dr. Jiménez apoyando los codos en el escritorio y uniendo como para rezar las puntas de sus dedos gordos y cortos, de hombre práctico ciento por ciento -. Seré breve. Señores, atendiendo a los   —58→   méritos que Uds. han acumulado en largos años al servicio del Banco, el Directorio los ha escogido para un traslado a Buenos Aires, o sea, a la Matriz para Sud América.

Después, lo explicó mejor. El traslado era para uno de ellos, pero el Directorio los consideraba igualmente dignos de ese premio que incluía un apreciable aumento de sueldo. En ese momento, la ficha personal de los dos estaba siendo objeto de un minucioso análisis, pero faltaban algunos elementos de juicio, por lo que se les invitaba a elevar al Directorio una solicitud de traslado con los fundamentos que, aun en el orden privado, consideraran importantes para conseguir el traslado.

-No se trata -finalizó el Dr. Jiménez- de ponerles frente a frente, en una competencia perjudicial a la disciplina bancaria. Y hemos optado por este procedimiento, considerando que nos hallamos ante dos personas criteriosas y de sana moral.

Con estos conceptos terminantes, despidió a los dos cajeros, notando nuevamente don Jorge que don Roberto incurría en una puntilla de apresuramiento al agarrarse primero a la mano que en vaga despedida tendía el Gerente, sin precisar hacia quién.

Todavía le duraba el enojo cuando salía del Banco. No era leal aquello por parte de don Roberto. Debería entenderse que la adjudicación del traslado sería el resultado de justa competencia de méritos, entre los cuales la antigüedad era cosa accesoria, y por eso mismo, no existía la necesidad de puntualizarla con tanto afán como lo   —59→   había hecho el de la Caja Nº 11. Y su enojo crecía al recordar que el Gerente, finalmente, había deseado suerte a los dos, palmeando la espalda a don Roberto, pero a él no.

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