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La recursividad y la juxtaposición como principios compositivos de Saña, de Margo Glantz

Luz Aurora Pimentel


Universidad Nacional Autónoma de México

Un prisma es el amontonamiento de imágenes fracturadas


«Geometría»                


La vida y la muerte se dan la mano, también lo sublime y lo grotesco, las sedas y la basura.


«Vanidad de Vanidades»                






Las siguientes reflexiones se ensañan en las diversas formas en las que Margo Glantz se ensaña con la lengua, la literatura, la erudición e incluso con nosotros, sus lectores. Saña, publicado en 20071, es un texto fragmentario, centrífugo, vertiginoso; en él cabe, literalmente, todo; desde la banalidad hasta la erudición; desde lo sagrado y lo escatológico, las inmundicias y las cosas simples, hasta el horror de los campos de concentración y las toneladas de cucharas arrumbadas para que los judíos comieran la sopa como perros; desde la palabra corriente y la escatológica hasta la culta y refinada; todo homogeneizado en una prosa elegante, parca, incluso podríamos decir distante y filosa, que lo nivela todo en una asombrosa mezcla que algunos, quizá, llamarían «posmoderna». Por ejemplo, en un texto intitulado, irónicamente, «Detergentes», la autora glosa con erudición la vida de un tal Roman Kaceb; destaca que algunos críticos «lo consideraban un terrorista del humor»; como de pasada, dice que inscribirá «un solo ejemplo» y lo cita: «La diferencia entre los alemanes [...] herederos de una inmensa cultura, y los simbas, gente inculta, era que éstos se comían a sus víctimas, mientras que aquéllos los transformaban en jabón». El comentario lacónico con el que Margo Glantz cierra el texto es devastador: «Esta necesidad de limpieza define a las culturas». (47)

Si Elena Poniatowska quisiera, «en vez de un homenaje, una zapatería para Margo Glantz», yo propondría, además, una miscelánea, una miscelánea exquisitamente surtida de la erudición más recóndita, de la trivia más deliciosa, del más fino y negrísimo humor y hasta de la crueldad más delicuescente, y digo esto último no por decadente, sino por esa cualidad de atraer los humores más heterogéneos para liquidarlos lentamente -parafraseando a la Realísima Academia Española. Es decir, una saña elegante y fina y no una pura «intención rencorosa y cruel», como lo quisiera, una vez más, la muy Real Academia. Ahora bien, Margo, desde luego, no se atiene a tales fuentes, busca otras, de más alcurnia y las ofrece casi como las primicias de su libro:

Insania

Dice Sebastian de Covarrubias, en el Tesoro de la lengua castellana de 1611, nuestro primer diccionario: Saña vale furor y enojo, del nombre latino insania, perdida la in, como la perdió la palabra sandio [...]


(10)                


Sí, sin duda, hay algo de locura -insania- y de necedad -sandio- en este libro. Desde luego hay mucho de obsesividad, incluyendo la expansión vertiginosa de la constelación semántica de la saña que no se queda en la mera brutalidad, la violencia y la crueldad, sino se extiende a la obsesión y al empecinamiento: «una vez empezadas las cosas importantes -dice Margo- jamás deberían permanecer inconclusas. // Basta ensañarse para logarlo» (233). Pero es sugerente que la pérdida de la in en insania pudiera llevar a su opuesto, lo que es sano, y no sólo a la saña; ¿Querría Margo purgarnos y sanarnos por medio de ensañarse con nosotros sus lectores?

En la creciente constelación de la saña aparecen otros sinónimos, el del encarnizamiento, que aviva la presencia de tantos cuerpos mutilados que pululan en las páginas de Saña: deformes, mutilados, en harapos, como desechos, en todas las formas de la escatología y la inmundicia, aparecen, una y otra vez, los cuerpos humanos -una verdadera carnicería. Y es que uno de los recursos formales del ensañamiento en esta obra es la recursividad. No cabe duda que también se la podría mirar desde la perspectiva musical de la variación que tanto aprecia la autora, pero hay ciertos temas, motivos, lugares y personajes que regresan una y otra y otra vez de manera tan obsesiva que no sabe una si es regodeo o ensañamiento; Scarlatti es, quizá, ejemplo del primero; Rimbaud, del segundo. De hecho me atrevo a pensar que muchos de los recursos compositivos de esta obra pueden apreciarse en el texto intitulado «El corte» que describe sucintamente la vida de Rimbaud:

El corte

La vida de Rimbaud está marcada por un corte que la divide en dos mitades irreconciliables:

El rebelde precoz; el gran revolucionario de la poesía francesa, el subversivo que insulta, asombra, arremete; el protagonista de un amor escandaloso y mítico con Verlaine; el que desprecia las instituciones burguesas.

Del otro lado, el mezquino empleado de oscuras compañías coloniales, el rapaz y por tanto banal traficante de armas, el pequeño burgués que sólo aspira a amasar una pequeña fortuna y tener una familia.

El corte se instala en un incidente gramatical: el ser radical del poeta, su Je est un autre, se transforma y produce un ser extraño definido así por Mallarmé: quelqu'un qui avait été lui mais ne l'était plus d'aucune façon.


(27)                


A lo largo de Saña, Margo Glantz vuelve una y otra vez, encarnizadamente, a la figura de Rimbaud, con algún otro detalle de su vida, pero siempre, con saña, al «mezquino empleado», al «pequeño burgués», nunca más al poeta revolucionario. Por otro lado «El corte» ejemplifica, para mí, una de las técnicas maestras y rectoras en la composición de este libro: la yuxtaposición de lo aparentemente irreconciliable que genera lo grotesco, lo irónico, lo cruel, pero también lo sugerente, las nuevas formas de ver el mundo a partir de aproximar lo que uno hubiera creído irreconciliable o disparatado. Estas formas de yuxtaposición se cumplen, como he venido insistiendo, en el fluir de una prosa elegante, parca, lacónica y por ello de una ironía o de una crueldad suprema, como lo vimos en el caso de los «Detergentes». Podría yo incluso afirmar que esta forma de yuxtaposición inesperada e irónica está en la más pura tradición flaubertiana y, para mostrar algunos de los procedimientos, fuera del universo glanziano, quisiera citar un fragmento en el que Flaubert describe la cabeza decapitada de San Juan Bautista frente a la del Romano Aulo, en su cuento «Herodías»

La cabeza entró; y Mannaei, con el brazo extendido, la tenía agarrada de los pelos, orgulloso de los aplausos.

Cuando la hubo colocado sobre una charola, se la ofreció a Salomé.

Con ligereza, la doncella subió a la tribuna: unos minutos más tarde la cabeza fue devuelta a la vieja que el Tetrarca había divisado a lo lejos ora sobre la azotea de una casa, ora en la habitación de Herodías.

Retrocedió para no verla. Vitelius le echó una mirada indiferente.

Mannaei descendió del estrado, y la exhibió a los capitanes romanos, luego a todos los que estaban comiendo de ese lado.

La examinaron.

La filosa cuchilla del instrumento deslizándose de arriba a abajo le había herido la quijada. Una convulsión estiraba las comisuras de los labios. La sangre, ya coagulada, salpicaba la barba. Los párpados cerrados estaban descoloridos como conchas de moluscos; y los candelabros en derredor emitían rayos.

Llegó a la mesa de los sacerdotes. Un Fariseo le dio vueltas con curiosidad; y Mannaei, haciendo que recuperara el equilibrio, la puso frente a Aulo, quien por ello se despertó. Por la abertura de sus pestañas, las pupilas muertas y las pupilas apagadas parecían decirse algo.2


Destaca la sobriedad deliberada en el estilo, casi sin adjetivación. La cabeza, personificada, perfectamente autónoma, es la que entra pero no se la vuelve a mencionar más que pronominalmente. No es tan sólo la indiferencia con la que los personajes la miran, en el detritus del banquete, sino la parquedad, la indiferencia descriptiva -por así decirlo- con la que el narrador la trata, para finalmente operar la magistral yuxtaposición grotesca: la cabeza decapitada frente a la cabeza ebria y la posibilidad, irónicamente cancelada por las condiciones mismas de la yuxtaposición, de que algo pudieran decirse.

Del mismo modo, y con la misma sangre fría que nos dice Margo que la «necesidad de limpieza define a las culturas», nos narra más tarde, en «Ritos hospitalarios», sobre la repugnancia que le inspiraban los enfermos a Catalina de Siena y después de un movimiento reflexivo desapegado, en el que sugiere que «Quizá la higiene esté reñida con la caridad», nos deja caer el retorcimiento cristiano en todo su horror pero dicho simplemente, con lacónica ironía: «Para vencer su repugnancia y congraciarse con Dios, la santa bebió de un solo trago un recipiente lleno de pus.» (67) ¡Y se acabó! Nosotros lectores también lo bebemos de un solo trago, con asco indecible, y ¡ni un comentario! No hay más que volver la página a regodearnos (¿regodearnos?) con «Lo fastuoso», Scarlatti una vez más (¿Será que, una vez más, nos quiere purgar, sanar?). Porque las yuxtaposiciones imposibles de Margo Glantz que se ensañan con nosotros no sólo se dan al interior de un texto sino que, con frecuencia, operan en la contigüidad de dos o tres textos, como en este caso: habíamos pasado de las «Inscripciones» en una hermosa torre, en cuyas «celosías pueden admirarse, superpuestos o contiguos, signos caligráficos islámicos y la característica flor de loto hindú». Ya en aquel mismo texto habíamos descendido a una suerte de infierno, con un olor a azufre que le provocaba «una náusea irreprimible, como si durante diez siglos se hubiesen reconcentrado en ese sitio los orines de generaciones y generaciones de descendientes del Profeta» (66). Pero nada nos había preparado para el nauseabundo trago que sigue y que el regodeo con Scarlatti y la música en «Lo fastuoso» (68) tendría que compensar. Bueno, compensar tanto como, en algún otro texto, el claro de luna compensa la sensibilidad de Margo para apreciar «las escalinatas de mármol y los templos y palacios» de Varanasi (que antes se llamaba Benares), a pesar de «la boñiga de las vacas» (97). Aunque en otras variaciones del mismo lugar, casi como en una suerte de ritornello, el término escatológico de la yuxtaposición es lo que más pesa en su ánimo. En «Benares» rememora: «Caminamos con cuidado para no resbalarnos. Las inmundicias, el fango y la caca cubren los escalones de mármol. Bellos palacios decorados, grotescas estatuas abigarradas a nuestro alrededor.» (115) Hacia el final del libro, en una de las últimas variaciones, las yuxtaposiciones se multiplican hasta el vértigo:

Naturaleza muerta

Son las seis de la mañana. Navegamos por la rivera del Ganges en una barca. Se admira Varanasi, la hermosa ciudad dilapidada. En el muelle los fíeles oran, saludan al sol, lavan ropa, comen, cepillan sus dientes, miran, nadan, reman. Cerca del crematorio principal, la orilla es amplia y sucia y sus losas desiguales. El ghat conocido como Harishchandra, es uno de los muelles principales; su nombre proviene de un rey legendario que abandonó su reino para vivir en esta ciudad como santón. Se percibe, extremo, el olor.

Sobre la escalera de piedra, relata Winkler, escritor austriaco, cerca de los maderos amontonados que los sacerdotes colocan a la orilla del río, para erigir luego las piras funerarias, un adolescente acaba de defecar...


(193)                


Reverberan aquí dos mundos que se podrían fundir y confundir en la doble acepción de escatología, en el principio y en el final de la vida.

Finalmente, otra de las formas de yuxtaposición que es, a un tiempo atrevida y sugerente, creadora de nuevas formas de mirar el mundo, es el de la plástica y la moda. La pintura, como la música, son temas centrales en este libro: Fancis Bacon, Stanley Spencer y Lucien Freud regresan una y otra y otra vez, para mirarlos desde todos los ángulos posibles, en infinitas refracciones; cada fragmento añade una nueva perspectiva, un mundo, o como Margo lo dice en «Geometría», «Un prisma es el amontonamiento de imágenes fracturadas, o para decirlo mejor y con palabras de Francis Bacon: gruesas pinceladas: ¿montones de excremento o de abono?» (106) «Excremento o abono» ¿Ensañar o sanar?, pregunto yo. Las incesantes meditaciones sobre la pintura con frecuencia se cruzan en yuxtaposición con otras sobre la moda y ahí surgen inesperadas conjunciones, como la que hace entre las fotografías de la modelo Cindy Crawford y la pintura de Lucien Freud, en «Cronometría» (18-20). En este hermoso ensayo Margo Glantz va y viene entre lo descriptivo y lo reflexivo, entre una prosa erotizada y una prosa que medita sobre el erotismo, sobre la relación entre lo vestido y lo desnudo. En ese delicado tránsito nos evoca sensualmente una fotografía de Cindy Crawford

[...] en franca imitación de la Venus de Boticcelli, surge de las ondas, colocada artísticamente en la tradicional concha marina. Lleva el pelo suelto, los ojos ligeramente maquillados, un lunar oscuro erotiza su boca y su cuerpo parece estar desnudo: sólo calza unas ligeras sandalias azules descotadas.


De ahí nos deslizamos a lo reflexivo:

El erotismo es el resultado de una delicada relación entre lo vestido y lo desnudo; la desnudez absoluta animaliza, despoja, priva, el vestido permite el tránsito a lo humano. Sólo el intersticio es erótico, afirmaba Barthes.


Pero si es suave el tránsito de lo sensualmente evocador a lo delicadamente reflexivo, lo que sigue, la confrontación que se da como producto de la yuxtaposición grotesca entre la fotografía de la moda y la pintura de Lucien Freud es francamente provocadora; hace estallar las más banales nociones de lo erótico (la fotografía descrita de Cindy) y aún las más intelectuales (los intersticios bartheanos), para confrontarnos con la «desmesura» de los lienzos de Freud, «cuerpos en reposo, expuestos agresivamente, delineados con pinceladas violentas, trazos espesos, escultóricos, abultados; la acción de las manos del pintor sobre el cuadro y el cuerpo desnudo allí pintado se ejerce como un suplicio sobre el retratado o la retratada, y se focaliza sobre su genitalidad.».

Como podrá observarse, aquí lo descriptivo y lo reflexivo se empalman inmisericordes,

La mirada se dirige inevitablemente hacia esa área del cuerpo, expuesto con indolencia en un reposo incómodo, incomodidad proyectada hacia el espectador, deslumbrado por las vestiduras del cuadro, producto del oficio de pintor: manchas blancas, encimadas unas sobre las otras, formando un fondo o un lienzo a manera de sábana o mortaja, reforzando la distancia entre lo desnudo y lo vestido y entre el acto de pintar y la realidad de lo representado. La vestimenta, en este caso, a diferencia de su función en la moda, es la literalidad de la pintura que retorna su valor metafísico; los cuerpos yacen abandonados sobre las camas, pierniabiertos, encima de telas de colores que contrastan con la blancura rosada de la carne, en su estado tumefacto de carne pura.


Es inevitable que lo «rosado» de esta la carne «en su estado tumefacto de carne pura» nos remita, en reverberación perfectamente disonante, a los «músculos lisos, rosados» de Cindy Crawford, sin olvidar, claro está, el exquisito guiño irónico de que esos músculos perfectamente lisos, perfectamente rosados están ¡«absolutamente desprovistos de celulitis»! ¡Ninguna tumefacción, nada de abultamientos! Allá, la desnudez vestida de ligeras sandalias azules descotadas, la semidesnudez, «enfundada en trajes de baño color rosa mexicano»; aquí, «un lienzo a manera de sábana o mortaja, reforzando la distancia entre lo desnudo y lo vestido».

De este modo implacable, Margo Glantz describe y exhibe la manera en la que se enfrentan «dos concepciones del mundo moderno: la confrontación es dramática: dos tipos de construcción corporal, la de Freud en la pintura, la de Cindy en la fotografía; se revela sin compasión un imposible erotismo, el roce de dos realidades, dos conceptos: en uno las vestiduras son trazos blancos, manchas, puros símbolos pictóricos subrayan al modelo en su corporeidad, en el otro, en el de Cindy, el vestido cubre el cuerpo para resaltarlo, erotizarlo, convertirlo simplemente en un producto más.» (19-20) Finalmente, la suprema ironía de este ensayo es ese discreto paso de lo erótico a lo cronométrico que se anuncia desde el titulo, «Cindy Crawford ha sido contratada ahora para anunciar los relojes Omega». Cuerpo y Tiempo: Memento mori

Así, en el cruce entre yuxtaposición y recursividad se engendran, creo yo, las formas más encarnizadas, más crueles, pero también las más finas y elegantes de esta manera de leer el mundo con saña que es este notable «amontonamiento de imágenes fragmentadas», refractadas, este extraordinario prisma de erudición y experiencia que es Saña, de Margo Glantz.





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