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ArribaAbajo- XXVI -

Desde el día en que presidió el entierro de don Santos Barinaga, don Pompeyo no volvió a tener hora buena, de salud completa. Los escalofríos que le hicieron temblar en el cementerio y se repitieron, cada vez más fuertes, durante la enfermedad que siguió a la gran mojadura, volvían de cuando en cuando. Guimarán estaba triste sin cesar; aquel sol de Justicia que adoraba, tenía sus eclipses y el espectáculo de la maldad ambiente desanimaba al buen ateo hasta el punto de hacerle dudar del progreso definitivo de la Humanidad. «Laurent decía bien, estábamos nosotros mucho más adelantados que los bárbaros. ¡Pero había cada pillo todavía! ¿Y la amistad? La amistad era cosa perdida». Paquito Vegallana, Álvaro Mesía, Joaquinito Orgaz, el respetable, o al parecer respetable señor Foja, que se decían tan amigos suyos, le habían engañado como a un chino; se habían burlado de él. Eran unos libertinos que renegaban en sus comilonas de la religión positiva para seducirle a él y librarse del miedo del infierno. Don Pompeyo rompió bruscamente sus relaciones con todos aquellos «espíritus frívolos»   —364→   y no volvió a poner los pies en el Casino. Tomó esta resolución el día de Navidad, cuando supo que por Vetusta se corría que él, don Pompeyo Guimarán, el hombre que más respetaba todos los cultos, sin creer en ninguno, había profanado la catedral oyendo borracho la Misa del gallo. Se llegó a decir que había llevado al templo, debajo de la capa, una botella de anís del mono... «¡Del mono!... ¡él... don Pompeyo!...». No volvió al Casino. «Aquellos infames que le habían embriagado o poco menos, obligándole después a penetrar en el templo, eran muy capaces de haber inventado en seguida la calumnia con que querían perderle. ¿Qué autoridad iba a tener en adelante aquel ateísmo que se emborrachaba para celebrar las fiestas del cristianismo, y que asistía a los santos oficios a blasfemar y hacer eses por las respetables naves de la basílica?».

«¡Bastante tenía él sobre su alma con el entierro civil de Barinaga y la consiguiente ojeriza que gran parte del pueblo había tomado al señor Magistral!».

«No, no quería más luchas religiosas. Ya iba siendo viejo para tamañas empresas. Mejor era callar, vivir en paz con todos». La muerte de Barinaga le hacía temblar al recordarla. «¡Morir como un perro! ¡Y yo que tengo mujer y cuatro hijas!».

Se hizo misántropo. Siempre salía solo, al obscurecer, y volvía pronto a casa.

Una noche le llamó la atención un ruido de colmena que venía de la parte de la catedral. Oyó cohetes. ¿Qué era aquello? La torre estaba iluminada con vasos y faroles a la veneciana. A sus pies, en el atrio estrecho y corto, de resbaladizo pavimento de piedra, cerrado por verja de hierro tosco y fuerte, se agolpaba una multitud confusa, como un montón de gusanos negros. De aquel   —365→   fermento humano brotaban, como burbujas, gritos, carcajadas, y un zumbido sordo que parecía el ruido de la marea de un mar lejano.

Don Pompeyo, que daba diente con diente, de frío con fiebre, se detuvo en lo más alto de la calle de la Rúa para contemplar aquella muchedumbre apiñada a los pies de la torre, en tan estrecho recinto, cuando podía extenderse a sus anchas por toda la plazuela. «Ya sabía lo que era. Los católicos celebraban un aniversario religioso. ¿Pero cómo? ¡Oh ludibrio!». Don Pompeyo se acercó al atrio: observó desde fuera. Lo mejor y lo peor de Vetusta estaba allí amontonado; las chalequeras, los armeros, la flor y nata del paseo del Boulevard, aquel gran mundo del andrajo, con sus hedores de miseria, se codeaba insolente y vocinglero con la Vetusta elegante del Espolón y de los bailes del Casino: y para colmo del escándalo, según don Pompeyo, so capa de celebrar una fiesta religiosa la juventud dorada del clero vetustense, todos aquellos «licenciados de seminario» como él los llamaba con pésima intención, «¡paseaban también por allí, apretados, prensados, con sus manteos y todo, en aquel embutido de carne lasciva, a obscuras, casi sin aire que respirar, sin más recreo que el poco honesto de sentir el roce de la especie, el instinto del rebaño, mejor, de la piara!». Y separando los ojos «de aquella podredumbre en fermento, de aquella gusanera inconsciente», volviolos Guimarán a lo alto, y miró a la torre que con un punto de luz roja señalaba al cielo... «¡Aquí no hay nada cristiano, pensó, más que ese montón de piedras!».

Huyó de la catedral, triste, aprensivo, dudando de la Humanidad, de la Justicia, del Progreso... y apretando los dientes para que no chocasen los de arriba   —366→   con los de abajo. Entró en su casa... Pidió tila, se acostó... y al verse rodeado de su mujer y de sus hijas que le echaban sobre el cuerpo cuantas mantas había en casa, el ateo empedernido sintió una dulce ternura nerviosa, un calorcillo confortante y se dijo: «Al fin, hay una religión, la del hogar».

A la mañana siguiente despertó a toda la casa a campanillazos. «Se sentía mal. Que llamasen a Somoza». Somoza dijo que aquello no era nada. Ocho días después propuso a la señora de Guimarán el arduo problema de lo que allí se llamaba «la preparación del enfermo». «Había que prepararle», ¿a qué? «A bien morir».

De las cuatro hijas de don Pompeyo dos se desmayaron en compañía de su madre al oír la noticia.

Las otras dos, más fuertes, deliberaron. ¿Quién le ponía el cascabel al gato? ¿Quién proponía a su señor padre que recibiera los Sacramentos?

Se lo propuso la hija mayor, Agapita.

-Papá, tú que eres tan bueno, ¿querrías darme un disgusto, dárselo a mamá, sobre todo, que te quiere tanto... y es tan religiosa?...

-No prosigas, Agapita querida -dijo el enfermo con voz meliflua, débil, mimosa-. Ya sé lo que pides. Que confiese. Está bien, hija mía. ¿Cómo ha de ser? Hace días que esperaba este momento. El señor de Somoza es tan angelical que no quería darme un susto; pero yo conocía que esto iba mal. He pensado mucho en vosotras, en la necesidad de complaceros. Sólo os pido una cosa... que venga el señor Magistral. Quiero que me oiga en confesión el señor De Pas; necesito que me oiga, y que me perdone.

Agapita lloró sobre el pecho flaco de su padre. Desde la sala habían oído el diálogo Somoza y la hija menor   —367→   de Guimarán, Perpetua. Media hora después toda Vetusta sabía el milagro. «¡El Ateo llamaba al Magistral para que le ayudara a bien morir!».

Don Fermín estaba en cama. Su madre echada a los pies del lecho, como un perro, gruñía en cuanto olfateaba la presencia de algún importuno. El Magistral se quejaba de neuralgia; el ruido menor le sonaba a patadas en la cabeza. Doña Paula había prohibido los ruidos, todos los ruidos. Se andaba de puntillas y se procuraba volar.

Teresina creyó que el recado de las señoritas de Guimarán era cosa grave, y merecía la pena de infringir la regla general.

-Están ahí de parte de la señora y señoritas de Guimarán...

-¡De Guimarán! -dijo el Magistral que estaba despierto, aunque tenía los ojos cerrados.

-¡De Guimarán! Tú estás loca... -dijo doña Paula muy bajo.

-Sí, señora, de Guimarán, de don Pompeyo, que se está muriendo y quiere que le vaya a confesar el señorito.

Hijo y Madre dieron un salto; doña Paula quedó en pie, don Fermín sentado en su lecho.

Se hizo entrar a la criada de Guimarán y repetir el recado.

La criada lloraba y describía entre suspiros la tristeza de la familia y el consuelo que era ver al señor pedir los Santos Sacramentos.

El Magistral y doña Paula se consultaron con los ojos. Se entendieron.

-¿Te hará daño?

-No. Que voy ahora mismo.

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-Salid. Que el señorito está muy enfermo, pero que lo primero es lo primero y que va allá ahora mismo.

Quedaron solos hijo y madre.

-¿Será una broma de ese tunante?

-No señora; es un pobre diablo. Tenía que acabar así. Pero yo no sabía que estaba enfermo.

De Pas hablaba mientras se vestía ayudado por su madre, que buscó en el fondo de un baúl la ropa de más abrigo.

-¿Fermo, y si tú te pones malo de veras... es decir, de cuidado?...

-No, no, no. Deje usted. Esto no admite espera... y mi cabeza sí. Es preciso llegar allá antes que se sepa por ahí... ¿No comprende usted?

-Sí, claro; tienes razón.

Callaron.

El Magistral se cogió a la pared y al hombro de su madre para tenerse en pie.

En su despacho se sentó un momento.

-¿Mandamos por un coche?...

-Sí, es claro; ya debía estar hecho eso. A Benito, aquí en la esquina...

Entró Teresa.

-Esta carta para el señorito.

Doña Paula la tomó, no conoció la letra del sobre.

Fermín sí; era la de Ana, desfigurada, obra de una mano temblorosa...

-¿De quién es? -preguntó la madre al ver que Fermín palidecía.

-No sé... ya la veré después. Ahora al coche... a ver a Guimarán...

Y se puso de pies, escondió la carta en un bolsillo interior, y se dirigió a la puerta con paso firme.

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Doña Paula, aunque sospechaba, no sabía qué, no se atrevió esta vez a insistir. Le daba lástima de aquel hijo que enfermo, triste, tal vez desesperado, iba por ella a continuar la historia de su grandeza, de sus ganancias; iba a rescatar el crédito perdido buscando un milagro de los más sonados, de los más eficaces y provechosos, un milagro de conversión. «Era un héroe». «¡Cuánto había padecido durante aquella cuaresma!». Ella, doña Paula, había acabado por adivinar que su hijo y la Regenta no se veían ya; habían reñido por lo visto. Al principio el egoísmo de la madre triunfó y se alegró de aquel rompimiento que suponía. Conoció que su hijo no se humillaría jamás a pedir una reconciliación, que antes moriría desesperado como un perro, allí, en aquel lecho donde había caído al cabo, después de pasear la cólera comprimida por toda Vetusta y sus alrededores, de día y de noche. Pero la desesperación taciturna de su Fermo, complicada con una enfermedad misteriosa, de mal aspecto, que podía parar en locura, asustó a la madre que adoraba a su modo al hijo; y noche hubo en que, mientras velaba el dolor de su Fermo pensó en mil absurdos, en milagros de madre, en ir ella misma a buscar a la infame que tenía la culpa de aquello, y degollarla, o traerla arrastrando por los malditos cabellos, allí, al pie de aquella cama, a velar como ella, a llorar como ella, a salvar a su hijo a toda costa, a costa de la fama, de la salvación, de todo, a salvarle o morir con él... De estas ideas absurdas, que rechazaba después el buen sentido, le quedaba a doña Paula una ira sorda, reconcentrada, y una aspiración vaga a formar un proyecto extraño, una intriga para cazar a la Regenta y hacerla servir para lo que Fermo quisiera... y después matarla o arrancarle la lengua...

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Los primeros días, después de separarse Ana y De Pas, era el Magistral quien preguntaba más a menudo a Teresina, afectando indiferencia, pero sin que su madre le oyera: «¿Ha habido algún recado, alguna carta para mí?». Después, también doña Paula, a solas también, preguntaba a la doncella, con voz gutural, estrangulada: «¿Han traído algún recado... algún papel... para el señorito?».

No, no habían traído nada. La cuaresma había pasado así, había comenzado la semana de Dolores, estaba concluyendo... y nada.

«Debe de ser de ella», pensó doña Paula cuando vio el papel que presentó Teresina. Sintió ira y placer a un tiempo.

El Magistral sentía en los oídos huracanes. Temía caerse. Pero estaba dispuesto a salir. También se juró negarse a leer la carta delante de su madre, aunque ella lo pidiera puesta en cruz. «Aquella carta era de él, de él solo». Llegó el coche. Una carretela vieja, desvencijada, tirada por un caballo negro y otro blanco, ambos desfallecidos de hambre y sucios.

Doña Paula, que había acompañado a su hijo hasta el portal, dijo con énfasis al cochero:

-A casa de don Pompeyo Guimarán... ya sabes...

-Sí, sí...

Dobló el coche la esquina; don Fermín corrió un cristal y gritó:

-Despacio, al paso.

Miró la carta de Ana.

Rompió el sobre con dedos que temblaban y leyó aquellas letras de tinta rosada que saltaban y se confundían enganchadas unas con otras. Adivinó más que descifró los caracteres que se evaporaban ante su vista débil.

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«Fermín: necesito ver a usted, quiero pedirle perdón y jurarle que soy digna de su cariñoso amparo; Dios ha querido iluminarme otra vez; la Virgen, estoy segura de ello, la Virgen quiere que yo le busque a usted, que le llame. Pensé en ir yo misma a su casa. Pero temo que sea indiscreción. Sin embargo, iré, a pesar de todo, si es verdad que está usted enfermo y que no puede salir. ¿Dónde le podré hablar? Estoy segura de que por caridad a lo menos no dejará sin respuesta mi carta. Y si la deja, allá voy. Su mejor amiga, su esclava, según ha jurado y sabrá cumplir. -ANA».

De Pas dejó de sentir sus dolores, no pensó siquiera en esto; miró al cielo, iba a obscurecer. Cogió con mano febril la blusa azul del cochero que volvió la cabeza.

-¿Qué hay señorito?

-A la Plaza Nueva... a la Rinconada...

-Sí, ya sé... pero ¿ahora?

-Sí, ahora mismo, y a escape.

El coche siguió al paso.

«Si está don Víctor, que no lo quiera Dios, basta con que Ana me mire, con que me vea allí... Si no está... mejor. Entonces hablaré, hablaré...».

Y cansado por tantos esfuerzos y sorpresas, don Fermín dejó caer la cabeza sobre el sobado reps azul del testero y en aquel rincón obscuro del coche, ocultando el rostro en las manos que ardían, lloró como un niño, sin vergüenza de aquellas lágrimas de que él solo sabría.

No estaba don Víctor en casa.

El Magistral estuvo en el caserón de los Ozores desde las siete hasta más de las ocho y media. Cuando salió, el cochero dormía en el pescante. Había encendido los faroles del coche y esperaba, seguro de cobrar caro aquel sueño. Don Fermín entró en casa de don Pompeyo   —372→   a las nueve menos cuarto. La sala estaba llena de curas y seglares devotos. Todas las hijas de Guimarán salieron al encuentro del Provisor, cuyo rostro relucía con una palidez que parecía sobrenatural. Se hubiera dicho que le rodeaba una aureola.

Tres veces se había mandado aviso a casa del Magistral para que viniera en seguida. Don Pompeyo quería confesar, pero con De Pas y sólo con De Pas: decía que sólo al Magistral quería decir sus pecados y declarar sus errores; que una voz interior le pedía con fuerza invencible que llamara al Magistral y sólo al Magistral.

Doña Paula contestaba que su hijo había salido a las siete, en coche, en cuanto había recibido aviso, que había ido derecho a casa de Guimarán. Pero como no llegaba, se repetían los recados. Doña Paula estaba furiosa. ¿Qué era de su hijo? ¿Qué nueva locura era aquella?

Al fin las de Guimarán, en vista de que el Provisor no parecía, llamaron al Arcediano, a don Custodio, al cura de la parroquia, y a otros clérigos que más o menos trataban al enfermo. Todo inútil. Él quería al Magistral; la voz interior se lo pedía a gritos. Glocester al lado de aquel lecho de muerte se moría de envidia y estaba verde de ira, aunque sonreía como siempre.

-Pero, señor don Pompeyo, hágase usted cargo de que todos somos sacerdotes del Crucificado... y siendo sincera su conversión de usted...

-Sí señor, sincera; yo nunca he engañado a nadie. Yo quiero reconciliarme con la iglesia, morir en su seno, si está de Dios que muera...

-Oh, no, eso no...

-Tal creo yo; pero de todas suertes... quiero volver al redil... de mis mayores... pero ha de ser con ayuda   —373→   del señor don Fermín; tengo motivos poderosos para exigir esto, son voces de mi conciencia...

-Oh, muy respetable... muy respetable... Pero si ese señor Magistral no parece...

-Si no parece, cuando el peligro sea mayor, confesaré con cualquiera de ustedes. Entre tanto quiero esperarle. Estoy decidido a esperar.

El cura de la parroquia no consiguió más que el Arcediano. De don Custodio no hay que hablar. Todos aquellos señores sacerdotes «estaban allí en ridículo», según opinión de Glocester. La verdad era que un color se les iba y otro se les venía.

-¿Será esto un complot? -dijo Mourelo al oído de don Custodio.

Después de tanto hacerse esperar llegó el Magistral.

Las hijas de Guimarán le llevaron en triunfo junto a su padre.

De Pas parecía un santo bajado del cielo; una alegría de arcángel satisfecho brillaba en su rostro hermoso, fuerte en que había reflejos de una juventud de aldeano robusto y fino de facciones; era la juventud de la pasión, rozagante en aquel momento. Mientras Guimarán estrechaba la mano enguantada del Provisor, este, sin poder traer su pensamiento a la realidad presente, seguía saboreando la escena de dulcísima reconciliación en que acababa de representar papel tan importante. «¡Ana era suya otra vez, su esclava! ella lo había dicho de rodillas, llorando... ¡Y aquel proyecto, aquel irrevocable propósito de hacer ver a toda Vetusta en ocasión solemne que la Regenta era sierva de su confesor, que creía en él con fe ciega!...». Al recordar esto, con todos los pormenores de la gran prueba ofrecida por Ana, don Fermín sintió que le temblaban   —374→   las piernas; era el desfallecimiento de aquel deleite que él llamaba moral, pero que le llegaba a los huesos en forma de soplo caliente. Pidió una silla. Se sentó al lado del enfermo y por primera vez vio lo que tenía delante; un rostro pálido, avellanado, todo huesos y pellejo que parecía pergamino claro. Los ojos de Guimarán tenían una humedad reluciente, estaban muy abiertos, miraban a los abismos de ideas en que se perdía aquel cerebro enfermo, y parecían dos ventanas a que se asomaba el asombro mudo.

Quedaron solos el enfermo y el confesor.

De Pas se acordó de su madre, de los Jesuitas, de Barinaga, de Glocester, de Mesía, de Foja, del Obispo, y aunque con repugnancia se decidió a sacar todo el partido posible de aquella conversión que se le venía a las manos. En un solo día ¡cuánta felicidad! Ana y la influencia que se habían separado de él volvían a un tiempo; Ana más humilde que nunca, la influencia con cierto carácter sobrenatural. Sí, él estaba seguro de ello, conocía a los vetustenses; un entierro les había hecho despreciar a su tirano, otro entierro les haría arrodillarse a sus pies, fanatizados unos, asustados por lo menos los demás. Mientras hablaba con don Pompeyo de la religión, de sus dulzuras, de la necesidad de una Iglesia que se funde en revelaciones positivas, el Magistral preparaba todo un plan para sacar provecho de su victoria... Ya que aquel tontiloco se le metía entre los dedos, no sería en vano. Los otros tontos, los que creían que Guimarán era ateo de puro malvado y de puro sabio, mirarían aquella conquista como cosa muy seria, como una ganancia de incalculable valor para la Iglesia.

«¡El ateo! Aunque todos le tenían por inofensivo,   —375→   creían los más en su maldad ingénita y en una misteriosa superioridad diabólica. Y aquel diablo, aquel malhechor se arrojaba a los pies del señor espiritual de Vetusta... ¡Oh! ¡qué gran efecto teatral!... No, no sería él bobo, su madre tenía razón, había que sacar provecho... Y después, aquello no era más que una preparación para otro triunfo más importante; ¿no se había dicho que hasta la Regenta le abandonaba? Pues ya se vería lo que iba a hacer la Regenta...». Don Fermín se ahogaba de placer, de orgullo; se le atragantaban las pasiones mientras don Pompeyo tosía, y entre esputo y esputo de flema decía con voz débil:

-Puede usted creer... señor Magistral... que ha sido un milagro esto... sí, un milagro... He visto coros de ángeles, he pensado en el Niño Dios... metidito en su cuna... en el portal de Belem... y he sentido una ternura... así... como paternal... ¡qué sé yo!... ¡Eso es sublime, don Fermín... sublime... Dios en una cuna... y yo ciego... que negaba!... pero dice usted bien... Yo me he pasado la vida pensando en Dios, hablando de Él... sólo que al revés... todo lo entendía al revés...

Y continuaba su discurso incoherente, interrumpido por toses y por sollozos.

Después el Magistral le hizo callar y escucharle.

Habló mucho y bien don Fermín. Era necesario para obtener el perdón de Dios que don Pompeyo, antes de sanar, porque sin duda sanaría -y eso pensaba él también- diese un ejemplo edificante de piedad. Su conversión debía ser solemne, para escarmiento de pícaros y enseñanza saludable de los creyentes tibios.

-Puede usted hacer un gran beneficio a la Iglesia, a quien tantos males ha hecho...

-Pues usted dirá... don Fermín... yo soy esclavo de   —376→   su voluntad... Quiero el perdón de Dios y el de usted... el de usted a quien tanto he ofendido haciéndome eco de calumnias... Y crea usted que yo no le quería a usted mal, pero como mi propósito era combatir el fanatismo, al clero en general... y además Barinaga sólo así podía ser conquistado... ¡Oh Barinaga! ¡infeliz don Santos! ¿Estará en el infierno, verdad, don Fermín? ¡Infeliz! ¡Y por mi culpa!

-Quién sabe... Los designios de Dios son inescrutables... Y además, puede contarse con su bondad infinita... ¡Quién sabe!... Lo principal es que nosotros demos ahora un notable ejemplo32 de piedad acendrada... Esta lección puede traer muchas conversiones detrás de sí. ¡Ah, don Pompeyo, no sabe usted cuánto puede ganar la Religión con lo que usted ha hecho y piensa hacer!...

A la mañana siguiente toda Vetusta edificada se preparaba a acompañar el Viático que por la tarde debía ser administrado al señor Guimarán. Era Domingo de Ramos. No se respiraba por las calles del pueblo más que religión.

-¡El papel Provisor sube! -decía Foja furioso al oído de Glocester, a quien encontró en el atrio de la catedral, al salir de misa.

-¡Esto es un complot!

-Lo que es un idiota ese don Pompeyo.

-No, un complot...

La verdad era que el papel Provisor subía mucho más de lo que podían sus enemigos figurarse.

Así como no se explicaba fácilmente por qué el descrédito había sido tan grande y en tan poco tiempo, tampoco ahora podía nadie darse cuenta de cómo en pocas horas el espíritu de la opinión se había vuelto en   —377→   favor del Magistral, hasta el punto de que ya nadie se atrevía delante de gente a recordar sus vicios y pecados; y no se hablaba más que de la conversión milagrosa que había hecho.

No importaba que Mourelo gritase en todas partes:

-Pero si no fue él, si fue un arranque espontáneo del ateo... Si así hacen todos los espíritus fuertes cuando les llega su hora...

Nadie hacía caso del murmurador. «Milagro sí lo había, pero lo había hecho el Magistral». Ya nadie dudaba esto. «Era un gran hombre, había que reconocerlo». -Doña Paula, por medio del Chato y otros ayudantes, doña Petronila, su cónclave, Ripamilán, el mismo Obispo, que había abrazado al Magistral en la catedral poco después de bendecir las palmas, todos estos, y otros muchos, eran propagandistas entusiastas de la gloria reciente, fresca de don Fermín, de su triunfo palmario sobre las huestes de Satán.

Foja, Mourelo, don Custodio, por consejo de Mesía que habló con el ex-alcalde, desistieron de contrarrestar la poderosa corriente de la opinión, favorable hasta no poder más, a don Fermín.

«Más valía esperar; ya pasaría aquella racha y volvería toda Vetusta a ver al milagroso don Fermín de Pas tal como era, en toda su horrible desnudez».

Después que comulgó don Pompeyo con toda la solemnidad requerida por las circunstancias, teniendo a su lado al cura de cabecera, a don Fermín y a Somoza, el médico, Vetusta entera, que había acudido a la casa y a las puertas de la casa del converso, se esparció por todo el recinto de la ciudad haciéndose lenguas de la unción con que moría el ateo, a quien ahora todos concedían un talento extraordinario y una sabiduría   —378→   descomunal, y pregonando el celo apostólico del Provisor, su tacto, su influencia evangélica, que parecía cosa de magia o de milagro.

Terminada la ceremonia religiosa, hubo junta de médicos. Somoza se había equivocado como solía. Don Pompeyo estaba enfermo de muerte, pero podía durar muchos días: era fuerte... no había más que oírle hablar.

Somoza mantuvo su opinión con energía heroica. «Cierto que podía durar algunos días más de los que él había anunciado, el señor Guimarán; pero la ciencia no podía menos de declarar que la muerte era inminente. Podía durar, sí, el enfermo, mil y mil veces sí, pero ¿debido a qué? Indudablemente a la influencia moral de los Sacramentos. No que él, don Robustiano Somoza, hombre científico ante todo, creyese en la eficacia material de la religión: pero sin incurrir en un fanatismo que pugnaba con todas sus convicciones de hombre de ciencia, como tenía dicho, podía admitir y admitía, aleccionado por la experiencia, que lo psíquico influye en lo físico y viceversa, y que la conversión repentina de don Pompeyo podría haber determinado una variación en el curso natural de su enfermedad... todo lo cual era extraño a la ciencia médica como tal y sin más».

En efecto, don Pompeyo duró hasta el miércoles Santo.

Trifón Cármenes, desde el día en que se supo la conversión de Guimarán, concibió la empecatada idea de consagrar una hoja literaria del lábaro al importantísimo suceso. Pero había que esperar a que el enfermo saliese de peligro o se fuera al otro mundo. Esto último era lo más probable y lo que más convenía a los planes de Cármenes, el cual desde el domingo de Ramos tenía a punto de terminar una larguísima composición poética   —379→   en que se cantaba la muerte del ateo felizmente restituido a la fe de Cristo. La oda elegíaca, o elegía a secas, lo que fuera, que Trifón no lo sabía, comenzaba así:


¿Qué me anuncia ese fúnebre lamento...?



El poeta iba y venía de la casa mortuoria como él la llamaba ya para sus adentros, a la redacción, de la redacción a la casa mortuoria.

-¿Cómo está? -preguntaba en voz muy baja, desde el portal.

La criada contestaba:

-Sigue lo mismo.

Y Trifón corría, se encerraba con su elegía y continuaba escribiendo:


   ¡Duda fatal, incertidumbre impía!...
Parada en el umbral, la Parca fiera
ni ceja ni adelanta en su porfía;
como sombra de horror, calla y espera...



Pasaban algunas horas, volvía a presentarse Trifón en casa del moribundo; con voz meliflua y tenue decía:

-¿Cómo sigue don Pompeyo?

-Algo recargado -le contestaban.

Volvía a escape a la redacción, anhelante, «había que trabajar con ahínco, podía morirse aquel señor y la poesía quedar sin el último pergeño...». Y escribía con pulso febril:


   Mas ¡ay! en vano fue; del almo cielo
la sentencia se cumple; inexorable...



No sabía Trifón lo que significaba almo, es decir, no lo sabía a punto fijo, pero le sonaba bien.

Cuando la criada de Guimarán le contestaba: «Que   —380→   el señor había pasado mejor la noche», Cármenes, sin darse cuenta de ello, torcía el gesto, y sentía una impresión desagradable parecida a la que experimentaba cuando llegaba a convencerse de que un periódico de Madrid no le publicaría los versos que le había remitido. Él no quería mal a nadie, pero lo cierto era que, una vez tan adelantada la elegía, don Pompeyo le iba a hacer un flaco servicio si no se moría cuanto antes.

Murió. Murió el miércoles Santo. El Magistral y Trifón respiraron. También respiró Somoza. Los tres hubieran quedado en ridículo a suceder otra cosa. En cuanto a Cármenes, terminó sus versos de esta suerte:


No le lloréis. Del bronce los tañidos
himnos de gloria son; la Iglesia santa
le recogió en su seno... etc.



Al pobre Trifón le salían los versos montados unos sobre otros: igual defecto tenía en los dedos de los pies.

El entierro del ateo fue una solemnidad como pocas. Acompañaron a la última morada el cadáver del finado las autoridades civiles y militares; una comisión del Cabildo presidida por el Deán, la Audiencia, la Universidad, y además cuantos se preciaban de buenos o malos católicos. La viuda y las huérfanas recibían especial favor y consuelo con aquella pública manifestación de simpatía. El Magistral iba presidiendo el duelo de familia: no era pariente del difunto, pero le había sacado de las garras del Demonio, según Glocester, que se quedó en la sala capitular murmurando. «Aquello más que el entierro de un cristiano fue la apoteosis pagana del pío, felice, triunfador Vicario general». En efecto, el pueblo se lo enseñaba con el dedo: «Aquel es, aquel es, decía la muchedumbre señalando al Apóstol, al Magistral».   —381→   Los milagros que doña Paula había hecho correr entre las masas impresionables e iliteratas no son para dichos. El mismo señor Obispo, en su último sermón a las beatas pobres y clase de tropa, criadas de servicio, etc., etc., había aludido al triunfo de aquel hijo predilecto de la Iglesia...

-No habrá más remedio que agachar la cabeza y dejar pasar el temporal -decía Foja.

Los que estaban furiosos eran los libre-pensadores que comían de carne en una fonda todos los viernes Santos.

«¡Aquel don Pompeyo les había desacreditado!

»¡Vaya un libre-pensador!

»¡Era un gallina!

»¡Murió loco!

»¡Le dieron hechizos!

»¿Qué hechizos? Morfina.

»El clero, milagros del clero...

»Le convirtieron con opio...

»La debilidad hace sola esos milagros...

»Sobre todo era un badulaque...».

El jueves Santo llegó con una noticia que había de hacer época en los anales de Vetusta, anales que por cierto escribía con gran cachaza un profesor del Instituto, autor también de unos comentarios acerca de la jota Aragonesa.

En casa de Vegallana la tal noticia estalló como una bomba. Volvía la Marquesa, toda de negro, de pedir en la mesa de Santa María con Visitación; volvía también Obdulia Fandiño que había pedido en San Pedro, a la hora en que visitaban los monumentos los oficiales de la guarnición; y todas aquellas señoras, en el gabinete de la Marquesa reunidas, escuchaban pasmadas lo que solemnemente   —382→   decía el gran Constantino, doña Petronila Rianzares, que había recaudado veinte duros en la mesa de petitorio de San Isidro. Y decía el obispo-madre:

-Sí, señora Marquesa, no se haga usted cruces, Anita está resuelta a dar este gran ejemplo a la ciudad y al mundo...

-Pero Quintanar... no lo consentirá...

-Ya ha consentido... a regañadientes, por supuesto. Ana le ha hecho comprender que se trataba de un voto sagrado, y que impedirle cumplir su promesa sería un acto de despotismo que ella no perdonaría jamás...

-¿Y el pobre calzonazos dio su permiso? -dijo Visita, colorada de indignación-. ¡Qué maridos de la isla de San Balandrán! -añadió acordándose del suyo.

La Marquesa no acababa de santiguarse. «Aquello no era piedad, no era religión; era locura, simplemente locura. La devoción racional, ilustrada, de buen tono, era aquella otra, pedir para el Hospital a las corporaciones y particulares a las puertas del templo, regalar estandartes bordados a la parroquia; ¡pero vestirse de mamarracho y darse en espectáculo!...».

-¡Por Dios, Marquesa! Cualquiera que la oyera a usted la tomaría por una demagoga, por una Suñera.

-Pues yo, ¿qué he dicho?

-¿Pues le parece a usted poco? llamar mamarracho a una nazarena...

La Marquesa encogió los hombros y volvió a santiguarse. Obdulia tenía la boca seca y los ojos inflamados. Sentía una inmensa curiosidad y cierta envidia vaga...

«¡Ana iba a darse en espectáculo!» cierto, esa era la frase. ¿Qué más hubiera querido ella, la de Fandiño,   —383→   que darse en espectáculo, que hacerse mirar y contemplar por toda Vetusta?

-¿Y el traje? ¿cómo es el traje? ¿sabe usted...?

-¿Pues no he de saber? -contestó doña Petronila, orgullosa porque estaba enterada de todo-. Ana llevará túnica talar morada, de terciopelo, con franja marrón foncé...

-¿Marrón foncé? -objetó Obdulia-... no dice bien... oro sería mejor.

-¿Qué sabe usted de esas cosas?... Yo misma he dirigido el trabajo de la modista; Ana tampoco entiende de eso y me ha dejado a mí el cuidado de todos los pormenores.

-¿Y la túnica es de vuelo?

-Un poco...

-¿Y cola?

-No, ras con ras...

-¿Y calzado? ¿sandalias...?

-¡Calzado! ¿qué calzado? El pie desnudo...

-¡Descalza! -gritaron las tres damas.

-Pues claro, hijas, ahí está la gracia... Ana ha ofrecido ir descalza...

-¿Y si llueve?

-¿Y las piedras?

-Pero se va a destrozar la piel...

-Esa mujer está loca...

-¿Pero dónde ha visto ella a nadie hacer esas diabluras?

-¡Por Dios, Marquesa, no blasfeme usted! Diabluras un voto como este, un ejemplo tan cristiano, de humildad tan edificante...

-Pero, ¿cómo se le ha ocurrido... eso? ¿Dónde ha visto ella eso?...

  —384→  

-Por lo pronto, lo ha visto en Zaragoza y en otros pueblos de los muchos que ha recorrido... Y aunque no lo hubiera visto, siempre sería meritorio exponerse a los sarcasmos de los impíos, y a las burlas disimuladas de los fariseos y de las fariseas... que fue justamente lo que hizo el Señor por nosotros pecadores.

-¡Descalza! -repetía asombrada Obdulia. -La envidia crecía en su pecho. «Oh, lo que es esto -pensaba- indudablemente tiene cachet. Sale de lo vulgar, es una boutade, es algo... de un buen tono superfino...».

El Marqués entró en aquel momento con don Víctor colgado del brazo.

Vegallana venía consolando al mísero Quintanar, que no ocultaba su tristeza, su decaimiento de ánimo.

Doña Petronila se despidió antes de que el atribulado ex-regente pudiera echarle el tanto de culpa que la correspondía en aquella aventura que él reputaba una desgracia.

-Vamos a ver, Quintanar -preguntó la Marquesa con verdadero interés y mucha curiosidad...

-Señora... mi querida Rufina... esto es... que como dice el poeta...


¡No podían vencerme... y me vencieron...!



-Déjese usted de versos, alma de Dios... ¿Quién le ha metido a Ana eso en la cabeza?

-¿Quién había de ser? Santa Teresa... digo... no... el Paraguay.

-¿El Para...?

-No, no es eso. No sé lo que me digo... Quiero decir... Señores, mi mujer está loca... Yo creo que está loca... Lo he dicho mil veces... El caso es... que cuando yo creía tenerla dominada, cuando yo creía que el misticismo   —385→   y el Provisor eran agua pasada que no movía molino... cuando yo no dudaba de mi poder discrecional en mi hogar... a lo mejor ¡zas! mi mujer me viene con la embajada de la procesión.

-Pero si en Vetusta jamás ha hecho eso nadie...

-Sí tal -dijo el Marqués-. Todos los años va en el entierro de Cristo, Vinagre, o sea don Belisario Zumarri, el maestro más sanguinario de Vetusta, vestido de nazareno y con una cruz a cuestas...

-Pero, Marqués, no compare usted a mi mujer con Vinagre.

-No, si yo no comparo...

-Pero, señores, señores, digo yo -repetía doña Rufina- ¿cuándo ha visto Ana que una señora fuese en el Entierro detrás de la urna con hábito, o lo que sea, de nazareno?...

-Sí, verlo, sí lo ha visto. Lo hemos visto en Zaragoza... por ejemplo. Pero yo no sé si aquellas eran señoras de verdad...

-Y además, no irían descalzas -dijo Obdulia.

-¡Descalzas! ¿y mi mujer va a ir descalza? ¡Ira de Dios! ¡eso sí que no!... ¡Pardiez!

Gran trabajo costó contener la indignación colérica de don Víctor. El cual, más calmado, se volvió a casa, y entre tener otra explicación con su señora o encerrarse en un significativo silencio, prefirió encerrarse en el silencio... y en el despacho.

«A sí mismo no se podía engañar. Comprendía que la resolución de Ana era irrevocable».

El Viernes Santo amaneció plomizo; el Magistral muy temprano, en cuanto fue de día, se asomó al balcón a consultar las nubes. «¿Llovería? Hubiera dado años de vida porque el sol barriera aquel toldo ceniciento y se   —386→   asomara a iluminar cara a cara y sin rebozo aquel día de su triunfo... ¡Dos días de triunfo! ¡El miércoles el entierro del ateo convertido, el viernes el entierro de Cristo, y en ambos él, don Fermín triunfante, lleno de gloria, Vetusta admirada, sometida, los enemigos tragando polvo, dispersos y aniquilados!».

También Ana miró al cielo muy de mañana, y sin poder remediarlo pensó ¡si lloviera! Lo deseaba y le remordía la conciencia de este deseo. Estaba asustada de su propia obra. «Yo soy una loca -pensaba- tomo resoluciones extremas en los momentos de la exaltación y después tengo que cumplirlas cuando el ánimo decaído, casi inerte, no tiene fuerza para querer». Recordaba que de rodillas ante el Magistral le había ofrecido aquel sacrificio, aquella prueba pública y solemne de su adhesión a él, al perseguido, al calumniado. Se le había ocurrido aquella tremenda traza de mortificación propia en la novena de los Dolores, oyendo el Stabat Mater de Rossini, figurándose con calenturienta fantasía la escena del Calvario, viendo a María a los pies de su hijo, dum pendebat filius, como decía la letra. Había recordado, como por inspiración, que ella había visto en Zaragoza a una mujer vestida de Nazareno, caminar descalza detrás de la urna de cristal que encerraba la imagen supina del Señor, y sin pensarlo más, había resuelto, se había jurado a sí misma caminar así, a la vista del pueblo entero, por todas las calles de Vetusta detrás de Jesús muerto, cerca de aquel Magistral que padecía también muerte de cruz, calumniado, despreciado por todos... y hasta por ella misma... Y ya no había remedio, don Fermín, después de una oposición no muy obstinada, había accedido y aceptaba la prueba de fidelidad espiritual de Ana; doña Petronila, a quien   —387→   ya no miraba como tercera repugnante de aventuras sacrílegas, se había ofrecido a preparar el traje y todos los pormenores del sacrificio... «¡Y ahora, cuando era llegado el día, cuando se acercaba la hora, se le ocurría a ella dudar, temer, desear que se abrieran las cataratas del cielo y se inundara el mundo para evitar el trance de la procesión!».

Ana pensaba también en su Quintanar. Todo aquello era por él, cierto; era preciso agarrarse a la piedad para conservar el honor, pero ¿no había otra manera de ser piadosa? ¿No había sido un arrebato de locura aquella promesa? ¿No iba a estar en ridículo aquel marido que tenía que ver a su esposa descalza, vestida de morado, pisando el lodo de todas las calles de la Encimada, dándose en espectáculo a la malicia, a la envidia, a todos los pecados capitales, que contemplarían desde aceras y balcones aquel cuadro vivo que ella iba a representar? Buscaba Ana el fuego del entusiasmo, el frenesí de la abnegación que hacía ocho días, en la iglesia, oyendo música, le habían sugerido aquel proyecto; pero el entusiasmo, el frenesí, no volvían; ni la fe siquiera la acompañaba. El miedo a los ojos de Vetusta, a la malicia boquiabierta, la dominaba por completo; ya no creía, ni dejaba de creer; no pensaba ni en Dios, ni en Cristo, ni en María, ni siquiera en la eficacia de su sacrificio para restaurar la fama del Magistral: no pensaba más que en el escándalo de aquella exhibición. «Sí, escándalo era; la mujer de su casa, la esposa honesta, protestaba dentro de Ana contra el espectáculo próximo... No, no estaba segura de que su abnegación fuese buena siquiera; acaso era una desfachatez; la paz de su casa, el recato del hogar, lo decían con silencio solemne...» y Ana sudaba de congoja... «¡Lo que había prometido!».

  —388→  

No llovió. El toldo gris del cielo continuó echado sobre el pueblo todo el día. Una hora antes de obscurecer salió la procesión del Entierro de la iglesia de San Isidro.

-«¡Ya llega, ya llega!» -murmuraban los socios del Casino apiñados en los balcones, codeándose, pisándose, estrujándose, los músculos del cuello en tensión, por el afán de ver mejor el extraño espectáculo, de contemplar a su sabor a la dama hermosa, a la perla de Vetusta, rodeada de curas y monagos, a pie y descalza, vestida de nazareno, ni más ni menos que el señor Vinagre, el cruelísimo maestro de escuela.

Como una ola de admiración precedía al fúnebre cortejo; antes de llegar la procesión a una calle, ya se sabía en ella, por las apretadas filas de las aceras, por la muchedumbre asomada a ventanas y balcones que «la Regenta venía guapísima, pálida, como la Virgen a cuyos pies caminaba». No se hablaba de otra cosa, no se pensaba en otra cosa. Cristo tendido en su lecho, bajo cristales, su Madre de negro, atravesada por siete espadas, que venía detrás, no merecían la atención del pueblo devoto; se esperaba a la Regenta, se la devoraba con los ojos... En frente del Casino, en los balcones de la Real Audiencia, otro palacio churrigueresco de piedra obscura, estaban, detrás de colgaduras carmesí y oro, la gobernadora civil, la militar, la presidenta, la Marquesa, Visitación, Obdulia, las del barón y otras muchas damas de la llamada aristocracia por la humilde y envidiosa clase media. Obdulia estaba pálida de emoción. Se moría de envidia. «¡El pueblo entero pendiente de los pasos, de los movimientos, del traje de Ana, de su color, de sus gestos!... ¡Y venía descalza! ¡Los pies blanquísimos, desnudos, admirados y compadecidos por multitud inmensa!». Esto era para la de Fandiño el bello ideal de la coquetería.   —389→   Jamás sus desnudos hombros, sus brazos de marfil sirviendo de fondo a negro encaje bordado y bien ceñido; jamás su espalda de curvas vertiginosas, su pecho alto y fornido, y exuberante y tentador, habían atraído así, ni con cien leguas, la atención y la admiración de un pueblo entero, por más que los luciera en bailes, teatros, paseos y también procesiones... ¡Toda aquella carne blanca, dura, turgente, significativa, principal, era menos por razón de las circunstancias, que dos pies descalzos que apenas se podían entrever de vez en cuando debajo del terciopelo morado de la nazarena! «Y era natural; todo Vetusta, seguía pensando Obdulia, tiene ahora entre ceja y ceja esos pies descalzos, ¿por qué? porque hay un cachet distinguidísimo en el modo de la exhibición, porque... esto es cuestión de escenario». «¿Cuándo llegará?» preguntaba la viuda, lamiéndose los labios, invadida de una envidia admiradora, y sintiendo extraños dejos de una especie de lujuria bestial, disparatada, inexplicable por lo absurda. Sentía Obdulia en aquel momento así... un deseo vago... de... de... ser hombre.

Hombre era, y muy hombre, el maestro de escuela Vinagre, don Belisario, que se disfrazaba de Nazareno en tan solemne día, según costumbre inveterada y era el más terrible Herodes de primeras letras los demás días del año. Todos los chiquillos de su escuela, que le aborrecían de corazón, se agolpaban en calles, plazas y balcones, a ver pasar al señor maestro, con su cruz de cartón al hombro y su corona de espinas al natural, que le pinchaban efectivamente, como se conocía por el movimiento de las cejas y la expresión dolorosa de las arrugas de la frente. Deseaban los muchachos cordialmente que aquellas espinas le atravesasen el cráneo. El entierro de Cristo era la venganza de toda la escuela.   —390→   Vinagre, en su afán de mortificar a cuantas generaciones pasaban por su mano, se gozaba en lastimar a la suya, en su propia persona. Pero no sólo el prurito de darse tormento como a cada hijo de vecino, le había inspirado aquella diablura de coronarse de espinas y dar un gustazo a los recentales de su rebaño pedagógico, sino que era gran parte en aquella exhibición anual la pícara vanidad. El saber que una vez al año, él, Vinagre, don Belisario, era objeto de la espectación general, le llenaba el alma de gloria. Nadie se había atrevido a seguir su ejemplo; él era el único Nazareno de la población y gozaba de este privilegio tranquilamente muchos años hacía.

La competencia de doña Ana Ozores en vez de molestarle le colmó de orgullo. Sin encomendarse a Dios ni al diablo, en cuanto la vio salir de San Isidro, se emparejó con ella, la saludó muy cortésmente, y con su cruz a cuestas y todo supo demostrar que él era ante todo, y aun camino del Calvario, un cumplido caballero; si había charcos él era el que se metía por ellos para evitar el fango a los pies desnudos y de nácar de aquella ilustre señora, su compañera. Ana iba como ciega, no oía ni entendía tampoco, pero la presencia grotesca de aquel compañero inesperado la hizo ruborizarse y sintió deseos locos de echar a correr. «La habían engañado, nada le habían dicho de aquella caricatura que iba a llevar al lado». «Oh, si ella tuviese todavía aquel espíritu sinceramente piadoso de otro tiempo, esta nueva mortificación, este escarnio, esta saturación de ridículo le hubiera agradado, porque así el sacrificio era mayor, la fuerza de su abnegación sublime».

Vinagre admiró como todo el pueblo, especialmente   —391→   el pueblo bajo, los pies descalzos de la Regenta. En cuanto a él lucía deslumbradora bota de charol, con perdón de la propiedad histórica. Demasiado sabía Vinagre que las botas de charol no existían en tiempo de Augusto, ni aunque existieran las había de llevar Jesús al Calvario; pero él no era más que un devoto, un devoto que en todo el año no tenía ocasión de lucirse; había que perdonarle la vanidad de ostentar en aquella ocasión sus botas como espejos, que sólo se calzaba en tan solemne día.

«¡Ya llegan, ya llegan! repitieron los del Casino y las señoras de la Audiencia cuando la procesión llegaba de verdad. Ahora no era un rumor falso, eran ellos, era el Entierro».

Cesaron los comentarios en los balcones.

Todas las almas, más o menos ruines, se asomaron a los ojos.

Ni un solo vetustense allí presente pensaba en Dios en tal instante.

El pobre don Pompeyo, el ateo, ya había muerto.

Visitación, la del Banco, en vez de mirar como todos hacia la calle estrecha por donde ya asomaban los pendones tristes y desmayados, las cruces y ciriales, observaba el gesto de don Álvaro Mesía, que estaba solo, al parecer, en el último balcón de la fachada del Casino, en el de la esquina. Todo de negro, abrochada la levita ceñida hasta el cuello, don Álvaro, pálido, mordía de rato en rato el puro habano que tenía en la boca, sonreía a veces y se volvía de cuando en cuando a contestar a un interlocutor, invisible para Visita.

Era don Víctor Quintanar. Los dos amigos se habían encerrado en la secretaría del Casino, a ruegos del ex-regente, que quería ver, sin ser visto, lo que él   —392→   llamaba la subida al Calvario de su dignidad. Detrás de Mesía, que daba buena sombra, temblando sin saber por qué, impaciente, casi con fiebre, Quintanar se disponía a ver todo lo que pudiera.

-Mire usted -decía- si yo tuviera aquí una bomba Orsini... se la arrojaba sin inconveniente al señor Magistral cuando pase triunfante por ahí debajo. ¡Secuestrador!

-Calma, don Víctor, calma; esto es el principio del fin. Estoy seguro de que Ana está muerta de vergüenza a estas horas. Nos la han fanatizado, ¿qué le hemos de hacer? pero ya abrirá los ojos; el exceso del mal traerá el remedio... Ese hombre ha querido estirar demasiado la cuerda; claro que esto es un gran triunfo para él... pero Ana tendrá que ver al cabo que ha sido instrumento del orgullo de ese hombre.

-¡Eso, instrumento, vil instrumento! La lleva ahí como un triunfador romano a una esclava... detrás del carro de su gloria...

Don Víctor se embrollaba en estas alegorías, pero lo cierto era que él se figuraba a don Fermín de Pas, en medio de la procesión, y de pie en un carro de cartón, como él había visto entrar al barítono en el escenario del Real, una noche que cantaba el Poliuto.

Don Álvaro no fingía su buen humor. Estaba un poco excitado, pero no se sentía vencido; él se atenía a sus experiencias. «Aquel clérigo no había tocado en la Regenta, estaba seguro». Sonreía de todo corazón, sonreía a sus pensamientos, a sus planes. «Claro que les molestaba a los nervios aquel espectáculo en que aparentemente el rival se mostraba triunfando a la romana, según don Víctor, pero... no había tocado en ella».

Quintanar, desde su escondite, vio asomar entre los   —393→   balaustres negros del balcón una cruz dorada, remate de un pendón viejo y venerable. Se puso de pies sobre la silla, siempre sin poder ser visto desde la calle, y reconoció a Celedonio con una cruz de plata entre los brazos.

Mesía, dejando detrás de sí a su amigo, ocupó el medio del balcón, arrogante y desafiando las miradas de los clérigos que pasaban debajo de él.

Los tambores vibraban fúnebres, tristes, empeñados en resucitar un dolor muerto hacía diez y nueve siglos; a don Víctor sí le sonaba aquello a himno de muerte; se le figuraba ya que llevaban a su mujer al patíbulo.

El redoble del parche se destacaba en un silencio igual y monótono.

En la calle estrecha, de casas obscuras, se anticipaba el crepúsculo; las largas filas de hachas encendidas, se perdían a lo lejos hacia arriba, mostrando la luz amarillenta de los pábilos, como un rosario de cuenta, doradas, roto a trechos. En los cristales de las tiendas cerradas y de algunos balcones, se reflejaban las llamas movibles, subían y bajaban en contorsiones fantásticas, como sombras lucientes, en confusión de aquelarre. Aquella multitud silenciosa, aquellos pasos sin ruido, aquellos rostros sin expresión de los colegiales de blancas albas que alumbraban con cera la calle triste, daban al conjunto apariencia de ensueño. No parecían seres vivos aquellos seminaristas cubiertos de blanco y negro, pálidos unos, con cercos morados en los ojos, otros morenos, casi negros, de pelo en matorral, casi todos cejijuntos, preocupados con la idea fija del aburrimiento, máquinas de hacer religión, reclutas de una leva forzosa del hambre y de la holgazanería. Iban a enterrar a Cristo, como a cualquier cristiano, sin pensar en Él; a   —394→   cumplir con el oficio. Después venían en las filas clérigos con manteo, militares, zapateros, y sastres vestidos de señores, algunos carlistas, cinco o seis concejales, con traje de señores también. Iba allí Zapico, el dueño ostensible de la Cruz Roja, esclavo de doña Paula. El Cristo tendido en un lecho de batista, sudaba gotas de barniz. Parecía haber muerto de consunción. A pesar de la miseria del arte, la estatua supina, por la grandeza del símbolo infundía respeto religioso... Representaba a través de tantos siglos un duelo sublime. Detrás venía la Madre. Alta, escuálida, de negro, pálida como el hijo, con cara de muerta como él. Fija la mirada de idiota en las piedras de la calle, la impericia del artífice había dado, sin saberlo, a aquel rostro la expresión muda del dolor espantado, del dolor que rebosa del sufrimiento. María llevaba siete espadas clavadas en el pecho. Pero no daba señales de sentirlas; no sentía más que la muerte que llevaba delante. Se tambaleaba sobre las andas. También esto era natural. Desde su altura dominaba la muchedumbre, pero no la veía. La Madre de Jesús no miraba a los vetustenses... Don Álvaro Mesía, al pasar cerca de sus pies la Dolorosa tuvo miedo, dio un paso atrás en vez de arrodillarse. El choque de aquella imagen del dolor infinito con los pensamientos de don Álvaro, todos profanación y lujuria, le espantó a él mismo. Estaba pensando que Ana, después de aquella locura que cometía por el confesor, por De Pas, haría otras mayores por el amante, por Mesía.

Allí iba la Regenta, a la derecha de Vinagre, un paso más adelante, a los pies de la Virgen enlutada, detrás de la urna de Jesús muerto. También Ana parecía de madera pintada; su palidez era como un barniz. Sus ojos no veían. A cada paso creía caer sin sentido. Sentía en   —395→   los pies, que pisaban las piedras y el lodo un calor doloroso; cuidaba de que no asomasen debajo de la túnica morada; pero a veces se veían. Aquellos pies desnudos eran para ella la desnudez de todo el cuerpo y de toda el alma. «¡Ella era una loca que había caído en una especie de prostitución singular!; no sabía por qué, pero pensaba que después de aquel paseo a la vergüenza ya no había honor en su casa. Allí iba la tonta, la literata, Jorge Sandio, la mística, la fatua, la loca, la loca sin vergüenza». Ni un solo pensamiento de piedad vino en su ayuda en todo el camino. El pensamiento no le daba más que vinagre en aquel calvario de su recato. Hasta recordaba textos de Fray Luis de León en la Perfecta Casada, que, según ella, condenaban lo que estaba haciendo. «Me cegó la vanidad, no la piedad, pensaba». «Yo también soy cómica, soy lo que mi marido». Si alguna vez se atrevía a mirar hacia atrás, a la Virgen, sentía hielo en el alma. «La Madre de Jesús no la miraba, no hacía caso de ella; pensaba en su dolor cierto; ella, María, iba allí porque delante llevaba a su Hijo muerto, pero Ana, ¿a qué iba?...».

Según el Magistral, iba pregonando su gloria. Don Fermín no presidía este entierro como el del miércoles, pero celebraba con él su nuevo triunfo. Caminaba cerca de Ana, casi a su lado en la tila derecha, entre otros señores canónigos, con roquete, muceta y capa; empuñaba el cirio apagado, como un cetro. «Él era el amo de todo aquello. Él, a pesar de las calumnias de sus enemigos había convertido al gran ateo de Vetusta haciéndole morir en el seno de la Iglesia; él llevaba allí, a su lado, prisionera con cadenas invisibles a la señora más admirada por su hermosura y grandeza de alma en toda Vetusta; iba la Regenta edificando al pueblo   —396→   entero con su humildad, con aquel sacrificio de la carne flaca, de las preocupaciones mundanas, y era esto por él, se le debía a él sólo. ¿No se decía que los jesuitas le habían eclipsado? ¿Que los Misioneros podían más que él con sus hijas de confesión? Pues allí tenían prueba de lo contrario. ¿Los jesuitas obligaban a las vírgenes vetustenses a ceñir el cilicio? Pues él descalzaba los más floridos pies del pueblo y los arrastraba por el lodo... allí estaban, asomando a veces debajo de aquel terciopelo morado, entre el fango. ¿Quién podía más?». Y después de las sugestiones del orgullo, los temblores cardíacos de la esperanza del amor. «¿Qué serían, cómo serían en adelante sus relaciones con Ana?». Don Fermín se estremecía. «Por de pronto mucha cautela. Tal vez el día en que dejé la puerta abierta a los celos la asusté y por eso tardó en volver a buscarme. Cautela por ahora... después... ello dirá». De Pas sentía que lo poco de clérigo que quedaba en su alma desaparecía. Se comparaba a sí mismo a una concha vacía arrojada a la arena por las olas. «Él era la cáscara de un sacerdote».

Al pasar delante del Casino, frente al balcón de Mesía, Ana miraba al suelo, no vio a nadie. Pero don Fermín levantó los ojos y sintió el topetazo de su mirada con la de don Álvaro; el cual reculó otra vez, como al pasar la Virgen, y de pálido pasó a lívido. La mirada del Magistral fue altanera, provocativa, sarcástica en su humildad y dulzura aparentes: quería decir ¡Vae Victis! La de Mesía no reconocía la victoria; reconocía una ventaja pasajera... fue discreta, suavemente irónica, no quería decir: «Venciste, Galileo» sino «hasta el fin nadie es dichoso». De Pas comprendió, con ira, que el del balcón no se daba por vencido.

  —397→  

-¡Va hermosísima! -decían en tanto las señoras del balcón de la Audiencia.

-¡Hermosísima!

-¡Pero se necesita valor!

-Amigo, es una santa.

-Yo creo que va muerta -dijo Obdulia-; ¡qué pálida! ¡qué parada! parece de escayola.

-Yo creo que va muerta de vergüenza -dijo al oído de la Marquesa, Visita.

Doña Rufina suspiraba con aires de compasión. Y advirtió:

-Lo de ir descalza ha sido una barbaridad. Va a estar en cama ocho días con los pies hechos migas.

La baronesa de La Deuda Flotante, definitivamente domiciliada en Vetusta, se atrevió a decir encogiendo los hombros:

-Dígase lo que se quiera; estos extremos no son propios... de personas decentes.

El Marqués apoyó la idea muy eruditamente.

-Eso es piedad de transtiberina.

-Justo -dijo la baronesa, sin recordar en aquel instante lo que era una transtiberina.

Como en la Audiencia, en todos los balcones de la carrera, después de pasar la procesión y haber contemplado y admirado la hermosura y la valentía de la Regenta, se murmuraba ya y se encontraba inconvenientes graves en aquel «rasgo de inaudito atrevimiento».

Foja en el Casino, lejos de Mesía y don Víctor, decía pestes del Magistral y la Regenta. «Todo eso es indigno. No sirve más que para dar alas al Provisor. Lo que ha hecho la Regenta lo pagarán los curas de aldea. Además, la mujer casada la pierna quebrada y en casa».

  —398→  

-Sin contar -añadía Joaquín Orgaz- con que esto se presta a exageraciones y abusos. El año que viene vamos a ver a Obdulia Fandiño descalza de pie... y pierna, del brazo de Vinagre.

Se rió mucho la gracia.

Pero también se notó que Orgaz decía aquello porque no había sacado nada de sus pretensiones amorosas, o por lo menos, no había sacado bastante.

El populacho religioso admiraba sin peros ni distingos la humildad de aquella señora. «Aquello era imitar a Cristo de verdad. ¡Emparejarse, como un cualquiera, con el señor Vinagre el nazareno; y recorrer descalza todo el pueblo!... ¡Bah! ¡era una santa!».

En cuanto a don Víctor, al pasar debajo de su balcón el Magistral y Ana preguntó a Mesía:

-¿Están ya ahí?

-Sí, ahí van...

Y el mismo esposo estiró el cuello... y asomó la cabeza... Lo vio todo. Dio un salto atrás.

-¡Infame! ¡es un infame! ¡me la ha fanatizado!

Sintió escalofríos. En aquel instante la charanga del batallón que iba de escolta comenzó a repetir una marcha fúnebre.

Al pobre Quintanar se le escaparon dos lágrimas. Se le figuró al oír aquella música que estaba viudo, que aquello era el entierro de su mujer.

-Ánimo, don Víctor -le dijo Mesía volviéndose a él, y dejando el balcón-. Ya van lejos.

-No; no quiero verla otra vez. ¡Me hace daño!

-Ánimo... Todo esto pasará...

Y apoyó Mesía una mano en el hombro del viejo.

El cual, agradecido, enternecido, se puso en pie; procuró ceñir con los brazos la espalda y el pecho   —399→   del amigo, y exclamó con voz solemne y de sollozo:

-¡Lo juro por mi nombre honrado! ¡Antes que esto, prefiero verla en brazos de un amante!

-Sí, mil veces, sí -añadió- ¡búsquenle un amante, sedúzcanmela; todo antes que verla en brazos del fanatismo!...

Y estrechó, con calor, la mano que don Álvaro le ofrecía.

La marcha fúnebre sonaba a los lejos. El chin, chin de los platillos, el rum rum del bombo servían de marco a las palabras grandilocuentes de Quintanar.

-¡Qué sería del hombre en estas tormentas de la vida, si la amistad no ofreciera al pobre náufrago una tabla donde apoyarse!

-¡Chin, chin, chin! ¡bom, bom, bom!

-¡Sí, amigo mío! ¡Primero seducida que fanatizada!...

-Puede usted contar con mi firme amistad, don Víctor; para las ocasiones son los hombres...

-Ya lo sé, Mesía, ya lo sé... ¡Cierre usted el balcón, porque se me figura que tengo ese bombo maldito dentro de la cabeza!



  —400→     —401→  

ArribaAbajo- XXVII -

-¡Las diez! ¿Has oído? el reloj del comedor ha dado las diez... ¿Te parece que subamos?...

-Espera un poco; espera que suene la hora en la catedral.

-¡En la catedral! ¿Pero se oye desde aquí, muchacha? ¿Se oye el reloj de la torre desde aquí?... Mira que es media legua larga...

-Pues sí, se oye, en estas noches tranquilas ya lo creo que se oye. ¿Nunca lo habías notado? Espera cinco minutos y oirás las campanadas... tristes y apagadas por la distancia...

-La verdad es que la noche está hermosa...

-Parece de Agosto.

-Cuando contemplo el cielo,


de innumerables luces rodeado
y miro hacia el suelo...



perdóname, hija mía, sin querer me vuelvo a mis versos...

-¿Y qué? mejor, Quintanar: eso es muy hermoso. La Noche Serena ya lo creo. Hace llorar dulcemente. Cuando   —402→   yo era niña y empezaba a leer versos, mi autor predilecto era ese.

El recuerdo de Fray Luis de León pasó como una nubecilla por el pensamiento de Ana que sintió un poco de melancolía amarga. Sacudió la cabeza, se puso en pie y dijo:

-Dame el brazo, Quintanar; vamos a dar una vuelta por la galería de los perales, mientras la señora torre de la catedral se decide a cantar la hora...

-Con mil amores, mia sposa cara.

La pareja se escondió bajo la bóveda no muy alta de una galería de perales franceses en espaldar. La luna atravesaba a trechos el follaje nuevo y sembraba de charcos de luz el suelo a lo largo del obscuro camino.

-Mayo se despide con una espléndida noche -dijo Ana, apoyándose con fuerza en el brazo de su marido.

-Es verdad; hoy se acaba Mayo. Mañana Junio. Junio la caña en el puño. ¿Te gusta a ti pescar? El río Soto, ya sabes, ese que está ahí en pasando la Pumarada de Chusquin.

-Sí, ya sé... donde se bañan Obdulia y Visita algunos veranos antes de ir al mar.

-Justo, ese... pues el río Soto lleva truchas exquisitas, según me dijo el Marqués. ¿Quieres que escriba a Frígilis, que nos mande dos cañas con todos sus accesorios?

-Sí, sí, ¡magnífico! Pescaremos.

Don Víctor, satisfecho, sujetó mejor el brazo de su mujer que colgaba del suyo, y la tomó la mano como un tenor de ópera. Y cantó:


   Lasciami, lasciami
oh lasciami partir...

Calló y se detuvo. Un rayo de luna le alumbraba las   —403→   narices. Miró a su esposa, que también volvió el rostro hacia su marido.

-¿Te gustan los Hugonotes? ¿Te acuerdas? Qué mal los cantaba aquel tenor de Valladolid... Pero oye... mira que idea... hermosa idea... Figúrate aquí, en medio del Vivero, ahí, junto al estanque, figúrate a Gayarre o a Masini cantando... en esta noche tranquila, en este silencio... y nosotros aquí, debajo de esta bóveda... oyendo... oyendo... Las óperas deberían cantarse así... ¿Qué nos falta a nosotros ahora? Música nada más que música... El panorama hermoso... la brisa... el follaje... la luna... pues esto con acompañamiento de un buen cuarteto... y ¡el paraíso! Oh, los versos... los versos a veces no dicen tanto como el pentagrama. Estoy por la canción, por la poesía que se acompaña en efecto de la lira o de la forminge... ¿Tú sabes lo que era la forminge, phorminx?

Ana sonrió y le explicó el instrumento griego a su buen esposo.

-Chica, eres una erudita.

Otra nubecilla pasó por la frente de Ana.

El reloj de la catedral, a media legua del Vivero, dio las diez, pausadas, vibrantes, llenando el aire de melancolía.

-Pues es verdad que se oye -dijo Quintanar.

Y después de un silencio, comentario de la hora, añadió:

-¿Vamos a cenar?

-¡A cenar! -gritó Ana.

Y soltando el brazo de don Víctor corrió, levantando un poco la falda de la matinée que vestía, hasta perderse en la obscuridad de la bóveda. Quintanar la siguió dando voces:

  —404→  

-Espera, espera... loca, que puedes tropezar.

Cuando salió a la claridad, con el cielo por techo, vio en lo alto de la escalinata de mármol, con una mano apoyada en el cancel dorado de la puerta de la casa, a su querida esposa que extendía el brazo derecho hacia la luna, con una flor entre los dedos.

-Eh, ¿qué tal, Quintanar? ¿Qué tal efecto de luna hago?...

-¡Magnífico! Magnífica estatua... original pensamiento... oye: «La Aurora suplica a Diana que apresure el curso de la noche...».

Ana aplaudió y atravesó el umbral. Don Víctor entró detrás diciéndose a sí mismo en voz alta:

-¡Hija mía! Es otra... Ese Benítez me la ha salvado... Es otra... ¡Hija de mi alma!

Cenaron en la vajilla de los marqueses. Los dos tenían muy buen apetito. Ana hablaba a veces con la boca llena, inclinándose hacia Quintanar que sonreía, mascaba con fuerza, y mientras blandía un cuchillo aprobaba con la cabeza.

-La casa es alegre hasta de noche -dijo ella.

Y añadió:

-Toma, móndame esa manzana...

-«Móndame la manzana, móndame la manzana...» ¿dónde he oído yo eso?... Ah ya...

Y se atragantó con la risa.

-¿Qué tienes, hombre?

-Es de una zarzuela... De una zarzuela de un académico... Verás... se trata de la marquesa de Pompadour: un señor Beltrand anda en su busca; en un molino encuentra una aldeana... y como es natural se ponen a cenar juntos, y a comer manzanas por más señas.

  —405→  

-Como tú y yo.

-Justo. Pues bueno, la aldeana, como es natural también, coge un cuchillo.

-Para matar a Beltrand...

-No, para mondar la manzana...

-Eso ya es inverosímil.

-Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta. La orquesta se eriza de espanto con todos sus violines en trémolo y pitando con todos sus clarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado:

(Cantando y puesto en pie)


   ¡Cielos! monda la manzana;
¡es la marquesa
de Pompadour!...
¡de Pompadour!...

Ana soltó el trapo. Rió de todo corazón el disparate del académico y la gracia de su marido. «La verdad era que Quintanar parecía otro».

Petra sirvió el té.

-¿Ha vuelto Anselmo de Vetusta? -preguntó el amo.

-Sí, señor, hace una hora...

-¿Ha traído los cartuchos?

-Sí, señor.

-¿Y el alpiste?

-Sí, señor.

-Pues dile que mañana muy temprano tiene que volver a la ciudad, con un recado para el señor Crespo. Deja... voy yo mismo a enterarle... Escribiré dos letras; ¿no te parece, Ana? ese Anselmo es tan bruto...

Salió el amo del comedor.

Petra dijo, mientras levantaba el mantel:

-Si la señorita quiere algo... yo también pienso ir   —406→   mañana al ser de día a Vetusta... tengo que ver a la planchadora... si quiere que lleve algún recado... a la señora Marquesa... o...

-Sí: llevarás dos cartas; las dejaré esta noche sobre la mesa del gabinete y tú las cogerás mañana, sin hacer ruido, para no despertarnos.

-Descuide usted.

Una hora después don Víctor dormía en una alcoba espaciosa, estucada, con dos camas. En el gabinete contiguo Ana escribía con pluma rápida y que parecía silbar dulcemente al correr sobre el papel satinado.

-No tardes; no escribas mucho, que te puede hacer daño. Ya sabes lo que dice Benítez.

-Sí, ya sé; calla y duerme.

Ana escribió primero a su médico, que era en la actualidad el antiguo sustituto de Somoza. Benítez, el joven de pocas palabras y muchos estudios, observador y taciturno, había permitido a su enferma, a la Regenta, que escribiera, si este ejercicio la distraía, a ciertas horas en que la aldea no ofrece ocupación mejor. «Escríbame usted a mí, por ejemplo, de vez en cuando, diciéndome lo que sabe que importa para mi pleito. Pero si se siente mal de esas aprensiones dichosas no me dé pormenores, bastan generalidades...».

Ana escribía: «...Buenas noticias. Nada más que buenas noticias. Ya no hay aprensiones: ya no veo hormigas en el aire, ni burbujas, ni nada de eso; hablo de ello sin miedo de que vuelvan las visiones: me siento capaz de leer a Maudsley y a Luys, con todas sus figuras de sesos y demás interioridades, sin asco ni miedo. Hablo de mi temor a la locura con Quintanar como de la manía de un extraño. Estoy segura de mi salud. Gracias, amigo mío; a usted se la debo. Si no me prohibiera   —407→   usted filosofar, aquí le explicaría por qué estoy segura de que debo al plan de vida que me impuso la felicidad inefable de esta salud serena, de este placer refinado de vivir con sangre pura y corriente en medio de la atmósfera saludable... pero nada de retórica; recuerdo cuánto le disgustan las frases... En fin, estoy como un reloj, que es la expresión que usted prefiere. El régimen respetado con religiosa escrupulosidad. El miedo guarda la viña, seré esclava de la higiene. Todo menos volver a las andadas. Continúo mi diario, en el cual no me permito el lujo de perderme en psicologías ya que usted lo prohíbe también. Todos los días escribo algo, pero poco. Ya ve que en todo le obedezco. Adiós. No retarde su visita. Quintanar le saluda... roncando. Ronca, es un hecho. En aquel tiempo la Regenta hubiera mirado esto como una desgracia suya, que le mandaba exprofeso el destino para ponerla a prueba. ¡Un marido que ronca! Horror... basta. Veo que tuerce usted el gesto. Perdón. No más cháchara. A Frígilis que venga con usted o antes. Diga lo que quiera mi esposo, si Crespo no viene a prepararme la caña y a convencer a las truchas de que se dejen pescar no haremos nada. Adiós otra vez. La esclava de su régimen, q. b. s. m.,

Anita Ozores de Quintanar».

Después de firmar y cerrar esta carta, Ana se puso a continuar otra que había empezado a escribir por la mañana.

Ahora la pluma corría menos, se detenía en los perfiles.

Por un capricho la Regenta procuraba imitar la letra de la carta a que contestaba y que tenía delante de los ojos.

  —408→  

«...No se queje de que soy demasiado breve en mis explicaciones. Ya le tengo dicho, amigo mío, que Benítez me prohíbe, y creo que con razón, analizar mucho, estudiar todos los pormenores de mi pensamiento. No ya el hacerlo, sólo el pensar en hacerlo, en desmenuzar mis ideas, me da la aprensión de volver a sentir aquella horrorosa debilidad del cerebro... No hablemos más de esto. Bastante hago si le escribo, pues prohibido me lo tienen. Pero entendámonos. Lo prohibido no es escribir a usted. ¿Hablo ahora claro? Lo prohibido es escribir mucho, sea a quien sea, y sobre todo de asuntos serios.

»¿Qué cuándo volvemos a Vetusta? No lo sé. Fermín, no lo sé.

»Que yo estoy mucho mejor. Es verdad. Pero quien manda, manda. Benítez es enérgico, habla poco pero bien; ha prometido curarme si se le obedece, abandonarme si se le engaña o se desprecian sus mandatos. Estoy decidida a obedecer. Usted me lo ha dicho siempre: lo primero es que tengamos salud.

»¿Que hay tibieza tal vez? No, Fermín, mil veces no. Yo le convenceré cuando vuelva.

»¿Que rezo poco? Es verdad. Pero tal vez es demasiado para mi salud. ¡Si yo dijera a Quintanar o a Benítez el daño que me hace, sana y todo, repetir oraciones!... Que en mis cartas no hablo más que de don Víctor y del médico. ¿Pero de qué quiere que le hable? Aquí no veo más que a mi marido; y Benítez me acaba de salvar la vida, tal vez la razón... Ya sé que a usted no le gusta que yo hable de mis miedos de volverme loca... pero es verdad, los tuve y le hablo de ellos, para que me ayude a agradecer al médico (de quien tanto hablo) mi salvación intelectual. ¿Para qué me hubiera querido mi hermano   —409→   mayor del alma, sin el alma, o con el alma obscurecida por la locura?...

»¿Que se acabó esto y se acabó lo otro...? No y no. No se acabó nada. A su tiempo volverá todo. Menos el visitar a doña Petronila. No me pregunte usted por qué, pero estoy resuelta a no volver a casa de esa señora. Y... nada más. No puedo ser más larga. Me está prohibido (¡otra vez!). Acabo de cenar. Su más fiel amiga y penitente agradecida.

Ana Ozores».

«P. D. -¿Qué se conoce que tengo buen humor? También es verdad. Me lo da la salud. Si lo tuviera malo y pensara mal, creería que a usted le pesa de mi buen humor, a juzgar por el tono con que lo dice. Perdón por todas las faltas».

Anita leyó toda esta carta. Tachó algunas palabras; meditó y volvió a escribirlas encima de lo tachado.

Y mientras pasaba la lengua por la goma del sobre, moviendo la cabeza a derecha e izquierda, encogió los hombros y dijo a media voz:

-No tiene por qué ofenderse.

Se acostó en el lecho blanco y alegre que estaba junto al de Quintanar.

El viejo madrugaba más que Ana, y salía a la huerta a esperarla. A las ocho tomaban juntos el chocolate en el invernáculo que él llamaba con cierto orgullo enfático la serre.

-¡Si esto fuera nuestro!... -pensaba a veces Quintanar contemplando las plantas exóticas de los anaqueles atestados y de los jarrones etruscos y japoneses más o menos auténticos.

La Regenta no pensaba en los títulos de propiedad   —410→   del Vivero; gozaba de la naturaleza, de la salud y del relativo lujo que habían acumulado los Vegallana en su famosa quinta, sin fijarse en nada más que gozar. Vivía allí como en un baño, en cuya eficacia creía.

Don Víctor salió de la huerta y atravesando prados, pumaradas y tierras de maíz, buscó entre las casuchas vecinas la bajada al río Soto, y por su orilla el lugar más a propósito para sentar sus reales y pescar, en cuanto volviese Anselmo con los trastos necesarios.

Ana, durante las horas del calor, que ya era respetable, subió a su gabinete, y después de leer un poco, tendida sobre el lecho blanco, se acercó al escritorio de palisandro, y hojeó su libro de memorias. Siempre hacía lo mismo; antes de empezar a escribir en él repasaba algunas páginas, a saltos...

Leyó la primera que casi sabía de memoria. La leyó con cariño de artista. Decía así, en letra sólo para Ana inteligible, nerviosa y rapidísima:

«¡Memorias!... ¡Diario!... ¿por qué no? Benítez lo consiente».

Memorias de Juan García, podría decir algún chusco... Pero como esto no ha de leerlo nadie más que yo... ¿Qué es ridículo? ¡Qué ha de ser! Más ridículo sería abstenerme de escribir (ya que es ejercicio que me agrada y no me hace daño, tomado con medida), sólo porque si lo supiera el mundo me llamaría cursilona, literata... o romántica, como dice Visita. A Dios gracias, estos miedos al qué dirán ya han pasado. La salud me ha hecho más independiente. Sobre todo ¿qué han de decir si nadie ha de leerlo? Ni Quintanar. Nunca ha entendido mi letra cuando escribo deprisa. Estoy sola, completamente sola. Hablo conmigo misma, secreto absoluto. Puedo reír, llorar, cantar, hablar con Dios, con los pájaros,   —411→   con la sangre sana y fresca que siento correr dentro de mí. Empecemos por un himno. Hagamos versos en prosa. «¡Salud, salve! A ti debo las ideas nuevas, este vigor del alma, este olvido de larvas y aprensiones... y el equilibrio del ánimo, que me trajo la calma apetecida...». Suspendo el himno porque Quintanar jura que se muere de hambre y me llama desde abajo, desde el comedor, con una aceituna en la boca... ¡Ya bajo, ya bajo!... ¡Allá voy!..

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El Vivero, Mayo 1...

Llueve, son las cinco de la tarde y ha llovido todo el día. In illo tempore, me tendría yo por desgraciada sin más que esto. Pensaría en la pequeñez -y la humedad- de las cosas humanas, en el gran aburrimiento universal, etc., etc... Y ahora encuentro natural y hasta muy divertido que llueva. ¿Qué es el agua que cae sobre esas colinas, esos prados y esos bosques? El tocado de la naturaleza. Mañana el sol sacará lustre a toda esa verdura mojada. Y además, aquí en el campo, la lluvia es una música. Mientras Quintanar duerme la siesta (costumbre nueva) y ronca (achaque antiguo y digno de respeto) yo abro la ventana y oigo


el rumor de la lluvia
   sobre las hojas
y el ruido de las alas
   de las palomas

que se esponjan sobre los tejadillos de su palomar cuadrado, entrando y saliendo por las ventanas angostas. Ese palomar tiene algo de serrallo o de casa de vecindad, según se mire. La vida común con sus horas de hastío, de descuido, de pereza pública se refleja en las posturas de esas palomas, en sus pasos cortos, en el   —412→   sacudir de las alas. Hay parejas que se juntan por costumbre, por deber, pero se aburren como si cada cual estuviese en el desierto. De repente el macho, supongo que será el macho, tiene una idea, un remordimiento, improvisa una pasión que está muy lejos de sentir, y besa a la hembra, y hace la rueda y canta el rucutucua y se eriza de plumas... Ella, sorprendida, sin sacudir la pereza corresponde con tibias caricias, y a poco, ambos fatigados, soñolientos, encontrando en la molicie de mojarse inmóviles, inflados, mayor voluptuosidad que en los devaneos, vuelven a su quietismo, tranquilos, sin rencores, sin engaño, sin quejarse de la mutua displicencia. ¡Racionales palomas! -Quintanar ronca; yo escribo... Pie atrás. Esto no iba bien. Había algo de ironía; la ironía siempre tiene algo de bilis... Los amargos abren el apetito... pero más vale tenerlo sin necesitarlos. A otra cosa.

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Llueve todavía. No importa. Todo el diluvio no me arrancaría hoy un gesto de impaciencia. La ventana está cerrada, los regueros del agua resbalando por el cristal me borran el paisaje. Víctor ha salido con Frígilis (segunda visita del buen Crespo, el único grande hombre que conozco de vista.) Bajo un paraguas de Pinón de Pepa -el casero de los marqueses- recorren, como cobijados en una tienda de campaña, el bosque de encinas que mi marido llama siempre seculares. Van a comprobar no sé qué experimento de química, invención de Frígilis, según él. Dios les haga felices y les conserve los pies secos. Hoy me siento inclinada a la historia, a los recuerdos. No los temo. Poco más de cinco semanas han pasado y ya me parece de la historia antigua todo aquello.

  —413→  

¡Qué tres días! Yo me figuraba estar prostituida de un modo extraño (aquí la letra de la Regenta se hace casi indescifrable para ella misma.) ¡Todo Vetusta me había visto los pies desnudos, en medio de una procesión, casi casi del brazo de Vinagre! ¡Y tres días con los pies abrasados por dolores que me avergonzaban, inmóvil en una butaca! Llamé a Somoza que se excusó. Vino el sustituto Benítez, silencioso, frío; pero comprendí que me observaba con atención cuando yo no le miraba. Debía de creer que yo me iba volviendo loca. Él lo niega, dice que todo aquello lo explica la exaltación religiosa y la exquisita moralidad con que decidí sacrificarme al bien del que creía ofendido por mis pensamientos y desaires. Benítez cuando se decide a hablar parece también un confesor. Yo le he dicho secretos de mi vida interior como quien revela síntomas de una enfermedad. Conocía yo cuando le hablaba de estas cosas, que él, a pesar de su rostro impasible, me estaba aprendiendo de memoria... El mal subió de los pies a la cabeza. Tuve fiebre, guardé cama... y sentí aquel terror... aquel terror pánico a la locura. De esto no quiero hablar ni conmigo misma. Lo dejo por hoy; voy al piano a recordar la Casta diva... con un dedo».

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Pasó Ana, sin querer leerlas, algunas hojas. En ellas había escrito la historia de los días que siguieron al de la procesión, famosa en los anales de Vetusta. Sí, se había creído prostituida; aquella publicidad devota le parecía una especie de sacrificio babilónico, algo como entregarse en el templo de Belo para la vigilia misteriosa. Además sentía vergüenza; aquello había sido como lo de ser literata, una cosa ridícula, que acababa por parecérselo a ella misma. No osaba pisar la calle. En   —414→   todos los transeúntes adivinaba burlas; cualquier murmuración iba con ella, en los corrillos se le antojaba que comentaban su locura. «Había sido ridícula, había hecho una tontería»; esta idea fija la atormentaba. Si quería huir de ella, se la recordaba sin cesar el dolor de sus pies, que ardían, como abrasados de vergüenza; aquellos pies que habían sido del público, desnudos una tarde entera.

Si quería consolarse con la religión y el amparo del Magistral, su mal era mayor, porque sentía que la fe, la fe vigorosa, puramente ortodoxa, se derretía dentro de su alma. En cuanto a Santa Teresa había concluido por no poder leerla; prefería esto al tormento del análisis irreverente a que ella, Ana, se entregaba sin querer al verse cara a cara con las ideas y las frases de la santa. ¿Y el Magistral? Aquella compasión intensa que la había arrojado otra vez a las plantas de aquel hombre ya no existía. Los triunfos habían desvanecido acaso a don Fermín. De todas suertes, Ana ya no le tenía lástima; le veía triunfante abusar tal vez de la victoria, humillar al enemigo...; ahora veía ella claro; por lo menos no veía tan turbio como antes. Ella había sido tal vez un instrumento en manos de su hermano mayor. Cierto que de Pas no había vuelto a manifestar con movimientos patéticos que le descubrieran, ni celos, ni amor, ni cosa parecida; Ana le observaba con miradas de inquisidor, de las que algo le remordía la conciencia, y sin embargo no pudo notar síntomas de pasión mundana. ¿Veía ella mal? ¿Disimulaba él bien? ¿O era que no había nada? Ello fue que la devoción antigua no volvió, que la fe se desmoronaba, que las antiguas teorías que sin darse entonces cuenta de ellas había oído a su padre, Ana las sentía dentro de sí.

  —415→  

Un panteísmo vago, poético, bonachón y romántico, o mejor, un deísmo campestre, a lo Rousseau, sentimental y optimista a la larga, aunque tristón y un poco fosco; esto, todo esto mezclado era lo que encontraba ahora Ana dentro de sí y lo que se empeñaba en que fuera todavía pura religión cristiana. No quería ella ni apostatar, ni filosofar siquiera; también esto le parecía ridículo, pero sin querer las ideas, las protestas, las censuras venían en tropel a su mente y a su corazón. Esto era nuevo tormento. A pesar de todo seguía confesando a menudo con don Fermín. Le guardaba ahora una fidelidad consuetudinaria; temía los remordimientos si faltaba a lo que creía deber a aquel hombre. Temía sobre todo que si rompía sus relaciones devotas con él, volviese una reacción de lástima, arrepentimiento y piedad imaginaria que la arrastrase a otra locura como la del viernes Santo. Tantas ideas y sentimientos encontrados, la vida retirada, y la conciencia de que en ella algo padecía y se rebelaba y amenazaba estallar, fueron concausas que trajeron las crisis nerviosas que estaba curando Benítez lo mejor que podía.

Con toda el alma había creído Ana que iba a volverse loca. A una exaltación sentimental sucedía un marasmo del espíritu que causaba atonía moral; la horrorizaba pensar que en tales días eran indiferentes para ella virtud y crimen, pena y gloria, bien y mal. «Dios, como decía ella, se le hacía migajas en el cerebro y entonces sentía un abandono ambiente y una flaqueza de la voluntad que la atormentaban y producían pánico; el extremo de la tortura era el desprecio de la lógica, la duda de las leyes del pensamiento y de la palabra, y por último el desvanecimiento de la conciencia de su unidad; creía la Regenta que sus facultades morales se separaban,   —416→   que dentro de ella ya no había nadie que fuese ella, Ana, principal y genuinamente... y tras esto el vértigo, el terror, que traía la reacción con gritos y pasmos periféricos».

Por muchos días lo olvidó todo para no pensar más que en su salud; la horrorizaba la idea de la locura y el miedo del dolor desconocido, extraño, del cerebro descompuesto. Llamó a Benítez con toda el alma, y principio de la cura fue este mismo afán y el obedecer ciegamente las prescripciones del médico.

Si algo dijo este de alimentos, ejercicio y hasta baños, lo más y lo principal lo encomendó al cambio de vida, a la distracción, al aire libre, a la alegría, a las emociones tranquilas. ¡Al campo, al campo! fue el grito de salvación, y Ana y Quintanar (que buen susto había llevado también), gritaron sin cesar desde la mañana a la noche: ¡Al campo, al campo!

Pero, ¿dónde estaba el campo? Ellos no tenían en la provincia de Vetusta una quinta de recreo. Don Víctor continuaba siendo propietario en Aragón.

Ana en un arranque de valor, de un valor mucho más heroico de lo que podía suponer su marido, se atrevió a decir:

-Quintanar, ¿qué te parece esta idea...? irnos a pasar unos meses, hasta que vuelva el invierno...

-¿A dónde?

-A tu tierra, a la Almunia de don Godino.

Don Víctor dio un salto.

-¡Hija, por Dios!... ya soy viejo para un traqueteo tan grande de mis pobres huesos... ¡La Almunia!... ¡con mil amores... en otro tiempo, pero ahora! Yo amo la patria, es claro, soy aragonés de corazón, y digo lo que el poeta, que es muy feliz el que no ha visto

  —417→  

más río que el de su patria;



pero yo soy a estas horas más vetustense que otra cosa, y otro poeta lo ha dicho también, el príncipe Esquilache:


   Porque es la patria al que dichoso fuere
donde se nace no, donde se quiere.



¡La Almunia de don Godino! Dónde íbamos a parar... Y además separarnos de Frígilis... de don Álvaro, de los Marqueses, de Benítez, ¡imposible!

No se pensó más en ello. Ana en el fondo del alma, se alegró de lo muy vetustense que era aquel aragonés.

Esta alegría se la ocultó a sí propia. Creyó haber cumplido con su deber en este punto.

Pero ¿a dónde irían a pasar aquellos meses de campo que Benítez exigía como condición indispensable para la salud de Ana?

Un día se hablaba de esto en casa de Vegallana. Estaban presentes a más de Quintanar y los Marqueses, Álvaro y Paco.

-El médico -decía el ex-regente- exige que la aldea a donde vayamos ofrezca una porción de circunstancias difíciles de reunir.

-Veamos -dijo de Marqués.

-Ha de estar cerca de Vetusta para que Benítez pueda hacernos frecuentes visitas y para trasladar a Ana pronto a la ciudad en caso de apuro; ha de ser bastante cómoda, amena, ofrecer un paisaje alegre, tener cerca agua corriente, yerba fresca, leche de vacas... ¡qué sé yo!

  —418→  

Don Álvaro tuvo una inspiración en aquel momento. Se acercó al oído de Paco y dijo:

-¡El Vivero!

Paco adivinó y admiró. «¡Sólo el genio tenía aquellas revelaciones!».

Sin pensar en que secundaba planes mefistofélicos, dijo en voz baja:

-Papá, no conozco más quinta que reúna las condiciones de Benítez que una... que está a nuestra disposición...

Y a un tiempo, alegres todos con el hallazgo, dijeron los Marqueses y su hijo:

-¡El Vivero!

-¡Bravo, bravo, eureka! -repetía el Marqués-. Paco tiene razón, ¡al Vivero! se van ustedes al Vivero.

Y la Marquesa:

-¡Hermosa idea! ¡Qué gusto! Y nos veremos a menudo antes de irnos a baños...

Don Víctor protestó.

-¡Cómo el Vivero! ¿Y ustedes?

-Nosotros no vamos este año.

-O iremos mucho más tarde.

-Y cuando vayamos cabremos todos.

-Allí hemos dormido, cada cual con entera independencia, más de veinte personas -advirtió Álvaro.

-Es claro; aquello es un convento.

-No se hable más, no se hable más.

-¿Cómo que no se hable más? ¿Y mi delicadeza?

A pesar de la delicadeza de don Víctor, quedó decretado que su mujer y él y los criados que quisieran llevar, irían a pasar aquellos meses que pedía Benítez en el Vivero, donde serían dueños absolutos... Nada, nada, los Marqueses no admitieron objeciones.

  —419→  

-«¿No eran parientes?».

-«Cierto que sí» -tuvo que responder, muy orgulloso, Quintanar.

Ana al saber la noticia, comprendió que aquello era todo lo contrario de irse a la Almunia de don Godino. Pero no quiso pensar en los peligros que la estancia en el Vivero podía tener. Aborrecía ahora las cavilaciones. Sin embargo, sin investigar las causas de ello, sintió durante todo aquel día una alegría de niña satisfecha en sus gustos más vivos, y aún más intenso fue su placer al despertar a la mañana siguiente con este pensamiento: «Voy al Vivero a hacer vida de aldeana, a correr, respirar, engordar... alegrar la vida... allí el sol, el agua corriente, el follaje... la salud...» y como un acompañamiento musical que encantaba toda aquella perspectiva, Ana sentía una indecisa esperanza que era como un sabor con perfumes... una esperanza... no quería pensar de qué... Pero ello era que el mundo parecía alegrarse, que la idea del Vivero la fortificaba como un placer positivo, de los que se gozan cuando duran las ilusiones. «Aquel Benítez la estaba rejuveneciendo».

Después de las hojas del libro de memorias que se referían, a su modo, a la materia que va reseñada brevemente, Ana encontró, y en ella se detuvo, la página en que rápidamente había reflejado sus impresiones al entrar en el Vivero en un día de Abril que parecía de Junio, alegre, ardiente, despejado.

Leyó con deleite aquella página, no recreándose en el estilo, sino en los recuerdos. Decía:

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«El Romero y el Clavel torcieron de repente; el landó se dobló sin ruido, nos sacudió un poco, dejamos la carretera de Santianes y las ruedas rebotaron sobre la   —420→   grava nueva de la carretera estrecha del Vivero; los sauces, como una lluvia de yerba suspendida en el aire, nos hacían cosquillas con las puntas de sus ramas, flotando sobre la frente como cabello movido por el viento. Se abrió la gran puerta de la cerca vieja, y los caballos arrancaron chispas del piso empedrado de la quintana vieja, despertando con el ruido resonancias en el silencio del palación cerrado y vacío. Por mi gusto nos hubiéramos quedado a vivir en aquella casa inmensa, con dos torres de piedra parda y soportales con columnas... pero el coche siguió al trote; el Marqués tiene la vanidad de hacer que la entrada al Vivero habitable sea por aquí, por delante de la antigua mansión señorial... Las ruedas vuelven a callar, como enfundadas, Romero y Clavel machacan sin estrépito con los cascos briosos la arena tersa, blanca y blanda de la avenida ancha y flanqueada de pretil de mármol con macetas y rosetones de verdura exótica.

La casa nueva nos sonríe enfrente y delante de la coquetona marquesina de la entrada nos detenemos; silencio general... un momento. Habla el sol... nosotros gozamos; la limpieza, la corrección, la elegancia parecen allí obra de la naturaleza, y el follaje, el esplendor de su verdura, los susurros del aire discreto, la hermosura de la perspectiva, los vuelos graciosos de miles de pájaros, parecen importación del lujo; riqueza y naturaleza se juntan allí; el sol, cortesano del confort, alumbra más... ¡Cosa extraña! Yo no había visto el Vivero hasta ahora, lo que se llama ver, hasta ahora nunca había comprendido esta armonía íntima del lujo y del campo. Está bien así. Debe haber rincones en la tierra en que no haya nada feo, ni pobre ni triste.

Paco y la Marquesa, que han venido a darnos posesión   —421→   del Vivero, comen con nosotros y de tarde, al caer el sol, se vuelven a Vetusta.

Ya estamos solos. Examino toda la casa. En el piso bajo, salón, billar, gabinete-biblioteca, galería de costura sobre el jardín, rodeada de cristales, el comedor con paso a la estufa por la escalinata de mármol blanco. ¡Qué alegría! Todo es cristal, flores, plantas de hojas gigantescas, de colores fuertes, raros. Lo que me agrada más es el capricho del Marqués en el piso principal; una galería con cierre de cristales rodea todo el edificio. He dado dos vueltas a todo el corredor como si nunca hubiera visto el Vivero. ¿Qué será que todo me parece nuevo, mejor, más elegante, más poético? Quintanar está encantado, y se me figura que tiene un poco de envidia.

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Vida excelente. La primavera entró en mi alma. Madrugo. El baño me fortifica y me alegra el espíritu. Tendida en la pila, con la mano en el grifo, dejo que el agua tibia me enerve, y la fantasía como en sopor se detiene en imágenes plásticas tranquilas y suaves. Después tiemblo dentro de la sábana y vuelvo gozosa al calor de mi cuerpo, contenta de la vida que siento circular por mis venas. La cabeza está firme; jamás vienen a mortificarme ideas sutiles, alambicadas... Pienso poco, vagamente, y los pormenores de los accidentes ordinarios que me rodean absorben lo mejor de mi atención. Benítez puede estar satisfecho. Así la salud volverá con más fuerza. Vivir es esto: gozar del placer dulce de vegetar al sol.

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Y sin embargo hay horas en que las vibraciones de las cosas me hablan de una música recóndita de ideas   —422→   sentimientos. ¿Qué es esta esperanza de un bien incierto? A veces se me antoja todo el Vivero escenario de una comedia o de una novela... Entonces me parece más solitario el bosque, más solitario el palacio. Esta soledad parece meditabunda. Está todo en silencio reflexivo, recordando los ruidos de la alegría y del placer que latieron aquí, o preparándose a retumbar con la algazara de fiestas venideras... Insisto en ello, hay aquí algo de escenario antes de la comedia. Los vetustenses que tienen la dicha de ser convidados a las excursiones del Vivero son los personajes de las escenas que aquí se representan... Obdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquinito, Álvaro... y tantos otros han hablado aquí, han cantado, corrido, jugado, bailado... reído sobre todo... Y algo olfateo de la alegría pasada o algo presiento de la alegría futura. Sí, Quintanar dice bien, esto es el paraíso, ¿qué nos falta a nosotros en él? Según Quintanar, nada más que música... Oh, pues por música que no quede. Corro al salón a tocar la donna é movile, con el dedo índice, mi único dedo músico. ¡Qué cursi es esto según Obdulia!... ¡Una dama que no sabe tocar el piano más que con un dedo!

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Quintanar es feliz. ¡Y es tan bueno! ¡Cómo me cuida! ¡qué agasajos, qué mimos! Parece otro. Piensa más en mí que en la marquetería. ¡Pasa días enteros sin serrar nada! No hay alma que no tenga su poesía en el fondo. Su alegría es demasiado bulliciosa, pero es sincera. Yo no podría vivir aquí sin él. Imagínole ausente, me veo aquí sola y tengo miedo y siento la soledad... Luego no me estorba, luego su compañía me agrada.

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Petra, la misma Petra, me gusta aquí en el campo.   —423→   Se viste como las aldeanas del país, canta con ellas en la quintana, se mete en la danza y toca la trompa con maestría. Ayer, al morir el día, junto a la Puerta Vieja tocaba, con la lengüeta de hierro vibrando entre sus labios, los aires del país monótonos y de dulce tristeza. Pepe, el casero, cantaba cantares andaluces convertidos en vetustenses... y Petra tañía la trompa quejumbrosa, y yo sentía lágrimas dulces dentro del pecho... y la vaga esperanza volvía a iluminar mi espíritu. Cuanto más triste la lengüeta de la trompa, más esperanza, más alegría dentro de mí. Todo esto es salud, nada más que salud.

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He traído al Vivero algunos libros de mi padre. Hacía muchos años que no los había abierto. Quintanar los tenía en los cajones más altos de sus estantes.

¡Qué impresiones! He encontrado entre las hojas de una Mitología ilustrada, pedacitos de yerba de Loreto... eran polvo; papeles escritos en que reconocí mis garabatos de niña... y un marinero dibujado por mi pluma que, según la leyenda que tiene al pie, era Germán.

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Probablemente Benítez condenaría este afán de leer y me prohibiría la desmedida afición. ¡Oh, qué cosas tan nuevas encuentro en estos libros que apenas entendía en Loreto! Los dioses, los héroes, la vida al aire libre, el arte por religión, un cielo lleno de pasiones humanas, el contento de este mundo... el olvido de las tristezas hondas, del porvenir incierto... un pueblo joven, sano en suma... Quisiera saber dibujar para dar formas a estas imágenes de la Mitología que me asedian».

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Ana, después de leer estas y otras páginas, escribió   —424→   sus impresiones de aquellos días. Don Víctor vino a interrumpirla para anunciarle que ya había instalado su tienda de campaña a la orilla del río, en el paraje más ameno y fresco, junto a una mancha de sombra en el agua, donde infaliblemente habría truchas.

Desde aquella tarde pescaron. Pescaron poco, pero muy alabado. Ana leía sentada en su banqueta de lona blanca con franjas azules, mientras sujetaba la caña con la mano izquierda, sin más fuerza que la necesaria para que la corriente no la llevase.

Mientras ella, a orillas del río Soto, a media legua de Vetusta en compañía de su Quintanar, dejaba a las truchas escapar muertas de risa, su imaginación, vuelta a los tiempos y a los parajes clásicos, se bañaba en el Cefiso, aspiraba los perfumes de las rosas del Tempé, volaba al Escamandro, subía al Taigeto y saltaba de isla en isla de Lesbos a las Cíclades, de Chipre a Sicilia...

Día hubo en que viajaba con Baco, Anita, recorriendo la India, o bien navegando en el barco prodigioso de cuyo mástil floreciente pendían racimos y retorcidos tallos, y tuvo que saltar de repente a la prosaica orilla del Soto, llamada por la voz del ex-regente que gritaba:

-¡Pero muchacha, que te están comiendo el cebo!

No importaba; Ana era feliz y Quintanar también. «¡Parece otro!» se decía ella. «¡Parece otra!» pensaba él.

El tiempo volaba. Junio se metió en calor. Vetusta en verano es una Andalucía en primavera. Ana todas las mañanas, por la fresca recorría la huerta y sacudía las ramas cargadas de cerezas acompañada de don Víctor, Pepe el casero y Petra; llenaban grandes cestas, forradas con hojas de higuera, de aquellos corales húmedos y relucientes; y la Regenta sentía singular voluptuosidad sana y risueña al pasar la finísima mano blanca   —425→   por las cerezas apiñadas sobre la verdura de las hojas anchas y bordadas. Aquellas cestas iban a Vetusta a casa del Marqués y a veces a las de sus amigos. Una mañana vio Ana que Petra y Pepe llenaban de la más colorada fruta un canastillo de paja blanca y de colores. Ana se acercó a ayudarlos. De pronto dijo:

-¿Para quién es esto?

-Para don Álvaro -contestó Petra.

-Sí, voy a llevárselo yo mismo a la fonda -añadió Pepe sonriendo ya a la propina que veía en lontananza.

Ana sintió que su mano temblaba sobre las cerezas y aquel contacto le pareció de repente más dulce y voluptuoso.

Y cuando nadie la veía, a hurtadillas, sin pensar lo que hacía, sin poder contenerse, como una colegiala enamorada, besó con fuego la paja blanca del canastillo. Besó las cerezas también... y hasta mordió una que dejó allí, señalada apenas por la huella de dos dientes.

Y asustada de su desfachatez pensó todo el día en la aventura, sin vergüenza.

«¡También esto era cosa de la salud!».

La víspera de San Pedro, por la noche, el Magistral recibió un B. L. M. del marqués de Vegallana invitándole a pasar el día siguiente, desde la hora en que le dejasen libre sus deberes de la catedral, en el Vivero en compañía de los dueños de la quinta y de sus actuales inquilinos los señores de Quintanar, más otros muchos buenos amigos. Pertenecía el Vivero a la parroquia rural de San Pedro de Santianes; Pepe el casero era aquel año factor de la fiesta de la parroquia, y pensaba echar la casa por la ventana, «para no dejar mal al señor Marqués».

Anita, en la postdata de su última carta decía al confesor:   —426→   «El Marqués me ha dicho que piensa invitar a usted a la romería de San Pedro. Somos nosotros los factores... Supongo que no faltará usted. Sería un solemne desaire».

«No, no faltaré, pensaba don Fermín dando vueltas en la cama. Ojalá tuviera valor para faltar, para despreciaros, para olvidarlo todo... pero ya estoy cansado de luchar con esta maldita obsesión que me vence siempre. Sí, si he de acabar por ir, si estoy seguro de que al fin he de tomar el camino del Vivero, más vale ahorrarme el tormento de la batalla y declararme vencido. Iré».

Y no pudo dormir una hora seguida en toda la noche. Pero esto era achaque antiguo ya. Desde que Anita «había vuelto a engañarle» don Fermín no gozaba hora de sosiego.

Como el Marqués no le había invitado a hacer el viaje en su coche, lo cual tal vez indicaba cierta frialdad premeditada, que De Pas fingía no sentir, tuvo el señor canónigo que ir en persona a alquilar una berlina. Mandó que le esperase fuera del Espolón a las diez en punto. Fue a la catedral, pero no pudo parar allí y a las nueve y media ya estaba en medio de la carretera de Santianes o del Vivero paseándola a lo ancho, agitado, pálido, de un humor de mil diablos.

«¿A qué voy yo allá? De fijo estará el otro. ¿Que voy yo a hacer allí? ¡Maldito Vivero!». La berlina tardaba. De Pas daba pataditas de impaciencia. Por fin llegó el coche destartalado, sucio, a paso de tortuga.

-¡Al Vivero, a escape! -gritó don Fermín dejándose caer como un plomo sobre el asiento duro que crujió.

Sonrió el cochero, sacudió un latigazo al aire, el caballo extenuado saltó sobre la carretera dos o tres minutos,   —427→   y como si aquello fuese una falta de formalidad indigna de sus años, que eran muchos, volvió al paso perezoso sin protesta de nadie.

El Magistral recordó que en aquella misma berlina u otro coche de la misma casa por lo menos, pocas semanas antes iba él llorando de alegría, llena el alma de esperanzas, de proyectos que le hacían cosquillas en los sentidos y en lo más profundo de las entrañas. Y ahora un presentimiento le decía que todo había acabado, que Ana ya no era suya, que iba a perderla, y que aquel viaje al Vivero era ridículo; que si estaba allí Mesía, como era casi seguro, todas las ventajas eran del petimetre. Vestía el Provisor balandrán de alpaca fina con botones muy pequeños, de esclavina cortada en forma de alas de murciélago. Tenía algo su traje del que luce Mefistófeles en el Fausto en el acto de la serenata. Había deliberado mucho tiempo a solas: ¿qué ropa llevaría? Cada vez le pesaba más la sotana y le abrumaba más el manteo. El sombrero de teja larga era odioso; demasiado corto era cursi, ridículo, parecía cosa de don Custodio; muy cerrado, antiguo, muy abierto, indigno de un Vicario general. ¿Iría de levita? ¡Vade retro! No, el cura de levita se convierte por fuerza en cura de aldea o en clérigo liberal. El Magistral muy pocas veces recurría a tal indumentaria. Oh, si le fuera lícito vestir su traje de cazador, su zamarra ceñida, su pantalón fuerte y apretado al muslo, sus botas de montar, su chambergo, entonces sí, iría de paisano, y la vanidad le decía que en tal caso no tendría que temer el parangón con el arrogante mozo a quien aborrecía. Sí, a quien aborrecía. Don Fermín ya no se lo ocultaba a sí mismo. No daba nombre a su pasión, pero reconocía todos sus derechos y estaba muy lejos de sentir remordimientos. «Él era   —428→   cura, cura, una cosa ridícula, puestas las cosas en el estado a que habían llegado». Había comprendido que Ana sentía repugnancia ante el canónigo en cuanto el canónigo quería demostrarle que además era hombre. «¡Y sí era hombre vive Dios que era hombre, y tanto y más que el otro; capaz de deshacerle entre sus brazos, de arrojarle tan alto como una pelota!...». Dejaba de pensar en sus tristezas y en su cólera. Miraba como tonto los accidentes del paisaje, los palos del telégrafo que iba dejando atrás de tarde en tarde. Tuvo que levantar los vidrios de las ventanillas porque el polvo le sofocaba. El sol le aburría y le picaba; no había cortinas. El viaje se hacía interminable. Aquella media legua se había estirado indefinidamente. «El Marqués se había portado como un grosero no ofreciéndole un asiento en su coche. La culpa la tenía él que había aceptado el convite. ¿Pero qué remedio?».

Oyó el estrépito de cascos de caballo que machacaba la grava reciente detrás de la berlina. Se asomó a ver quiénes eran los jinetes y reconoció a don Álvaro y a Paco que pasaron al galope de dos hermosos caballos blancos, de pura raza española.

Ellos no le vieron; el placer de la carrera los llevaba absortos y no repararon en la mísera berlina que seguía al paso. Incapaz de toda noble emulación, el mísero jaco de alquiler siguió caminando lo menos posible, seguro de que la felicidad no estaba en el término de ninguna carrera de este mundo. Para comer mal siempre se llega a tiempo. Esta era toda su filosofía. El cochero debía de ser discípulo del caballo.

Cuando el Magistral llegó al Vivero no había ningún convidado en la casa, ni los Marqueses, ni los de Quintanar estaban tampoco.

  —429→  

Petra se le presentó vestida de aldeana, con una coquetería provocativa, luciendo rizos de oro sobre la cabeza, el dengue de pana sujeto atrás, sobre el justillo de ramos de seda escarlata muy apretado al cuerpo esbelto; la saya de bayeta verde de mucho vuelo cubría otra roja que se vislumbraba cerca de los pies calzados con botas de tela. Estaba hermosa y segura de ello. Sonrió al Magistral, y dijo:

-Los señores están en San Pedro.

-Ya lo suponía, hija mía, pero vengo muerto de sed y...

La aldeana fingida sirvió en la glorieta del jardín al Magistral un refresco delicioso que improvisó con arte.

-Dios te lo pague, Petrica.

Y hablaron.

Hablaron de la vida que hacían allí los señores.

Petra dijo que doña Ana parecía otra: ¡qué alegre! ¡qué revoltosa! nada de encerrarse en la capilla horas y horas, nada de rezar siglos y siglos, nada de leer a su Santa Teresa eternidades... Vamos, era otra. ¿Y salud? Como un roble.

-¿El señorito Paco vino? -preguntó de repente De Pas.

-Sí, señor, hará un cuarto de hora. Llegaron él y el señorito Álvaro, a caballo, a escape; tomaron un refresco como usted, y corrieron a San Pedro... Creo que no habían oído misa y quisieron coger la de la fiesta...

En aquel momento, hacia oriente sonaron estrepitosos estallidos de cohetes cargados de dinamita.

-Ya están al alzar -dijo la doncella.

Petra observaba con el rabillo del ojo la impaciencia del Magistral, que preguntó:

  —430→  

-¿La iglesia está cerca, creo, saliendo por ahí por el bosque, verdad?

-Sí, señor; pero hay tres callejas que se cruzan y puede darse en el río en vez de... si quiere usted ir, le acompañaré yo misma; ahora no tengo nada que hacer allá dentro...

-Si eres tan amable...

Petra echó a andar delante del Magistral. Por un postigo salieron de la huerta y entraron en el bosque de corpulentas encinas y robles retorcidos y ásperos. Ocupaba el bosque las laderas de una loma y el altozano, que era lo más espeso. Subía un repecho y don Fermín veía los bajos irisados de chillona bayeta que mostraba sin miedo Petra, más algo de la muy bordada falda blanca y de una media de seda calada, refinada coquetería que quitaba propiedad al traje y por lo mismo le daba picante atractivo.

-¡Qué calor, don Fermín! -decía la rubia, enjugando el sudor de la frente con pañuelo de batista barata.

-Mucho, rubita, mucho -respondía el Magistral, desabrochándose el maldito balandrán y soplando con fuerza.

-Y eso que a usted la fatiga no debe rendirle, que allá en Matalerejo tengo entendido que corre como un gamo por los vericuetos...

-¿Quién te lo ha dicho a ti?

-¡Bah! Teresina...

-¿Sois amigas, eh?

-Mucho.

Silencio. Los dos meditan. El canónigo reanuda el diálogo.

-No creas; yo, aquí donde me ves, soy un aldeano; juego a los bolos que ya ya...

  —431→  

Petra se detuvo y se volvió para ver a don Fermín que hacía el ademán de arrojar una bola de roble por la cóncava bolera adelante...

Rió la doncella y continuando la marcha, dijo:

-No, que es usted fuerte no necesita decirlo: bien a la vista está.

Callaron otra vez.

Detrás de la loma, y ya más cerca, estallaron cohetes de dinamita y en seguida la gaita y el tamboril de timbre tembloroso, apagadas las voces por la distancia, resonaron al través de la hojarasca del bosque.

La gaita hablaba a las entrañas del Provisor y de Petra, ambos aldeanos. Volvieron a mirarse y a sonreírse.

-Ya vuelven -dijo Petra, deteniéndose de nuevo.

-¿Llegamos tarde?

-Sí, señor; la comitiva tomará el camino de la calleja de abajo y cuando lleguemos nosotros a la iglesia, ya estarán en el Vivero...

-De modo...

-De modo, que es mejor volvernos. ¡Ay, don Fermín, perdóneme usted este paseo... esta molestia!...

-No, hija, no hay de qué... al contrario... Aquí se está bien... esta sombra... pero yo estoy algo cansado... y con tu permiso... entre aquellas raíces, sobre aquel montón verde y fresco de yerba segada... ¿eh? ¿qué te parece? voy a sentarme un rato...

Y lo hizo como lo dijo.

Petra, sin atreverse a sentarse y sin querer dejar el puesto, miró al suelo ruborosa, hizo movimientos felinos, y se puso a retorcer una punta del delantal...

-¿Cansado? ¡bah! -se atrevió a decir- un mozo como usted...

  —432→  

La gaita y el tambor llenaban las bóvedas verdes con sus chorretadas, alegres ahora, luego melancólicas, cargadas siempre de ideales perfumes campestres, de recuerdos amables.

El Magistral mordía yerbas largas y ásperas y meditaba con una sonrisa amarga entre los labios. «¡Ironías de la suerte! El fruto que se ofrecía, que le caía en la boca, allí... despreciado... y el imposible codiciado... cuanto más imposible, más codiciado... Sin embargo, para que fuese menos ridícula su situación en el Vivero, le parecía muy oportuno poner por obra lo que meditaba. Y además, a él le convenía tener de su parte a la doncella de la Regenta, hacerla suya, completamente suya...».

-Petra...

-¿Señor? -gritó ella fingiendo susto.

-¿Quieres crecer? Pues bastante buena moza eres. Mira, no seas tonta... si no tienes prisa... puedes sentarte... Así como así, yo quisiera preguntarte... algunas cositas respecto de...

-Lo que usted quiera, don Fermín. Por aquí de fijo no pasa nadie; porque, sobre que poca gente atraviesa el bosque para ir a la iglesia, los que van siguen la trocha de abajo... por aquí rara vez pasa un alma. Pero si usted quiere hablar a sus anchas, allá un poco más arriba hay una cabaña que se llama la casa del leñador; es muy fresca y tiene asientos muy cómodos.

-Mejor que mejor. Hablaremos más a gusto. Vamos allá.

Se levantó y emprendieron la marcha. Subían en silencio. El monte se hacía más espeso.

La gaita y el tambor sonaban ya muy lejos, como una aprensión de ruido.

  —433→  

Petra, al llegar a la casa del leñador, se dejó caer sobre la yerba, algo distante de don Fermín; y encarnada como su saya bajera, se atrevió a mirarle cara a cara con ojos serios y decidores.

El Magistral se sentó dentro de la cabaña.

Hablaron.

Por algo don Fermín temía el momento de encontrarse con la comitiva, como decía Petra. Cuando media hora después entraba solo por el postigo del bosque en la huerta, lo primero que vio fue a la Regenta metida en el pozo seco, cargado de yerba, y a su lado a don Álvaro que se defendía y la defendía de los ataques de Obdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquín y don Víctor que arrojaban sobre ellos todo el heno que podían robar a puñados de una vara de yerba, que se erguía en la próxima pomarada de Pepe el casero.

El Marqués gritaba desde la galería del primer piso:

-¡Eh, locos! ¡locos! que os echo los perros, que destrozáis la yerba de Pepe... ¿Qué va a cenar el ganado? ¡Locos!... -Pepe, no lejos del pozo, vestido con los trapos de cristianar, más una corbata negra que había creído digna de un factor, dejaba hacer, dejaba pasar, se rascaba la cabeza y sonreía gozoso...

-Deje, señor, deje que rebrinquen los señoritos, que la erba yo la apañaré... en sin perjuicio...

La Regenta, con la cabeza cubierta de heno, con los ojos medio cerrados, no pudo ver al Magistral hasta que se acabó la broma y le tocó salir del pozo... con ayuda de don Álvaro y los que estaban fuera.

No se avergonzó de que su confesor la hubiera visto en tal situación... Le saludó amable, bulliciosa, y volvió con Obdulia, con Visita y con Edelmira a correr por la   —434→   huerta, seguidas de Paco, Joaquín, don Álvaro y don Víctor.

Del Magistral se apoderó el Marqués que le llevó al salón donde estaban la Marquesa, la gobernadora civil, la Baronesa y su hija mayor, que no quería correr con aquellos locos; el Barón, Ripamilán, Bermúdez, que tampoco quería correr, Benítez el médico de Anita, y otros vetustenses ilustres.

-Mire usted, señor Provisor -dijo Vegallana-; la fiesta se ha dividido en dos partes: como Pepe es el factor, ha convidado a todos los curas de la comarca, catorce salvo error; yo les he propuesto venirse a comer aquí con nosotros, pero como algunos de ellos son cerriles, comprendí que preferían verse libres de damas y caballeretes de la ciudad y se les ha puesto su mesa en el palacio viejo, donde yo pienso acompañarlos. Ahora bien, yo proponía a Ripamilán que viniese conmigo, pero él no quiere... Si usted fuese tan amable que me acompañara, aquellos buenos párrocos se creerían honrados infinitamente... ¡ya ve usted, como usted es el señor Vicario general!...

No hubo más remedio. El Magistral tuvo que comer con el Marqués y los curas en el palacio viejo.

Petra se encargó de presidir el servicio de la mesa de aldea, aún vestida de aldeana del país, y colorada, echando chispas de oro de los rizos de la frente, y chispas de brasa de los ojos vivos, elocuentes, llenos de una alegría maligna que robaba los corazones de los aldeanos y de algunos clérigos rurales.

A la hora del café don Fermín no pudo resistir más, se escapó como pudo y volvió a la casa nueva, donde la algazara había llegado a ser estrépito de los diablos. En el momento de entrar él, don Víctor (con una montera   —435→   picona en la cabeza) cantaba un dúo con Ripamilán, rejuvenecido, junto al piano, que tocaba como sabía don Álvaro, con un puro en la boca, zarandeando el cuerpo y cerrando y abriendo los ojos brillantes que el humo del cigarro cegaba.

Las señoras ya no estaban allí. La Marquesa, la gobernadora y la Baronesa paseaban por la huerta; la gente joven, Obdulia, Visita, Ana, Edelmira y la niña del Barón, corrían solas por el bosque.

Se las oía gritar, desde la galería de cristales. Obdulia, Visita y Edelmira llamaban con aquellas carcajadas y chillidos a los hombres.

Así lo comprendió Joaquín que propuso a Paco dejar el concierto de Quintanar y don Cayetano y correr detrás de aquellas.

-Deja, luego -decía Paco, que gozaba mucho con las canciones antiquísimas de Ripamilán y ya se iba cansando a ratos de su prima.

Cuando Quintanar y el Arcipreste se quedaron roncos, que fue pronto, se dejó el piano y se cumplieron los deseos de Orgaz. Él, Paco, Mesía y Bermúdez salieron de la casa y entraron en el bosque. «Ya no se oían los gritos de aquellas». «¿Se habrían escondido?». «Eso debía de ser».

«A buscarlas cada cual por su lado».

«¡Magnífico! ¡magnífico!».

Se dispersaron y pronto dejaron de verse unos a otros.

Bermúdez, en cuanto se sintió solo, se sentó sobre la yerba. Un encuentro a solas con cualquiera de aquellas señoras y señoritas en un bosque espeso de encinas seculares, le parecía una situación que exigía una oratoria especial de la que él no se sentía capaz. Y, sin embargo,   —436→   ¡qué deliciosa podría ser una conferencia íntima con Obdulia o con Ana sobre la verde alfombra!

El Magistral tuvo que quedarse con Ripamilán, don Víctor, el gobernador, Benítez y otros señores graves. Benítez era joven, pero prefería hacer la digestión sentado y fumando un buen cigarro.

Don Víctor se acercó al médico, en el hueco de un balcón y De Pas pudo oír el diálogo que entablaron.

-¡Oh! no puede figurarse usted cuánto le debo.

-¿A mí, don Víctor?

-Sí a usted; Ana es otra. ¡Qué alegría, qué salud, qué apetito! Se acabaron las cavilaciones, la devoción exagerada, las aprensiones, los nervios... las locuras... como aquella de la procesión... Oh, cada vez que me acuerdo se me crispan los... pues nada, ya no hay nada de aquello. Ella misma está avergonzada de lo pasado. Se ha convencido de que la santidad ya no es cosa de este siglo. Este es el siglo de las luces, no es el siglo de los santos. ¿No opina usted lo mismo, señor Benítez?

-Sí señor -dijo el médico sonriendo y chupando su cigarro.

-¿De modo que usted opina que mi mujer está curada del todo?... ¿radicalmente?...

-Doña Ana, amigo mío, no estaba enferma; se lo he dicho a usted cien veces; lo que tenía se curaba sin más que cambiar de vida; pero no era enfermedad... por eso no puede decirse con exactitud que se ha curado... por lo demás... esa misma exaltación de la alegría, ese optimismo, ese olvido sistemático de sus antiguas aprensiones... no son más que el reverso de la misma medalla.

-¿Cómo? usted me asusta.

-Pues no hay por qué. Doña Ana es así; extremosa...   —437→   viva... exaltada... necesita mucha actividad, algo que la estimule... necesita...

Benítez mascaba el cigarro y miraba a don Víctor, que abría mucho los ojos, con expresión misteriosa de lástima un poco burlesca.

-¿Qué necesita?

-Eso... un estímulo fuerte, algo que le ocupe la atención con... fuerza...; una actividad... grande... en fin, eso... que es extremosa por temperamento... Ayer era mística, estaba enamorada del cielo; ahora come bien, se pasea al aire libre entre árboles y flores... y tiene el amor de la vida alegre, de la naturaleza, la manía de la salud...

-Es verdad; no habla más que de la salud la pobrecita.

-¡Qué pobrecita! ¿Pobrecita por qué?

-¿Por qué? por esos extremos... por esos estímulos que necesita...

-¿Y eso qué importa? Su temperamento exige todo eso...

-¿De modo que usted cree que ayer era devota, exageradamente devota porque... tal vez había quien influía en su espíritu en cierto sentido?...

-Justo. Es muy probable.

Don Víctor, aturdido como solía, hablaba sin miedo de ser oído, sin ver al Magistral, que fingiendo leer un periódico y a ratos atender a Ripamilán, se esforzaba en no perder ni una palabra del diálogo del balcón.

-¿De modo... que el cambio de Anita se debe a... otra influencia?... ¿su pasión por el campo, por la alegría, por las distracciones se debe... a un nuevo influjo?

-Sí señor; es un aforismo médico: ubi irritatio ibi fluxus.

-¡Perfectamente! ¡Ubi irritatio... justo, ibi... fluxus!   —438→   ¡Convencido! Pero aquí el nuevo influjo... ¿dónde está? Veo el otro, el clero, el jesuitismo... pero, ¿y este? ¿quién representa esta nueva influencia... esta nueva irritatio que pudiéramos decir?...

-Pues es bien claro. Nosotros. El nuevo régimen, la higiene, el Vivero... usted... yo... los alimentos sanos... la leche... el aire... el heno... el tufillo del establo... la brisa de la mañana... etc., etc.

-Basta, basta; comprendido... la higiene... la leche... el olor del ganado... ¡magnífico!... ¡De modo que Ana está salvada!

-Sí señor.

-¿Porque esta nueva exageración no puede llevarnos a nada malo?...

Benítez escupió un pedazo del puro, que había roto con los dientes, y contestó con la misma sonrisa de antes:

-A nada.

-¡Santa Bárbara! -gritó Quintanar cerrando los ojos y poniéndose en pie de un salto.

Y tras el relámpago, que le había deslumbrado, retumbó un trueno que hizo temblar las paredes. Cesaron todas las conversaciones, todos se pusieron en pie; Ripamilán y don Víctor estaban pálidos. Eran dos hombres valientes de veras que se echaban a temblar en cuanto sonaba un trueno.

Ripamilán, aunque algo sordo de algunos años acá, había oído perfectamente la descarga de las nubes y ya se sentía mal. No tenía bastante confianza para pedir un colchón con que taparse la cabeza, según acostumbraba hacer en su casa.

Todos los convidados, menos los dos miedosos, se acercaron a los balcones para ver llover. Caía el agua   —439→   a torrentes. Allá al extremo de la huerta se veía a la Marquesa y a las señoras que la acompañaban refugiadas bajo la cúpula del Belvedere que dominaba el paisaje, en una esquina del predio, junto a la tapia.

-¿Y los chicos? -preguntó Ripamilán asustado, fingiendo temer por los demás.

Llamaba los chicos a los que habían salido al bosque.

-¡Es verdad! ¿Qué era de ellos? Hay que buscarlos... Se van a poner perdidos -exclamó Quintanar, acordándose de su mujer, lleno de remordimientos por no haberlo dicho antes.

El Magistral no pensaba en otra cosa, pero callaba. Estaba pasando un purgatorio y aquello era ya el colmo. «Los otros en el bosque... y el cielo cayendo a cántaros sobre ellos... ¡A qué cosas no estaría obligando la galantería de don Álvaro en aquel momento!».

-Es preciso ir a buscarlos -decía el gobernador.

-Hay que llevarles paraguas...

-Y el caso es que la Marquesa está sitiada por el chubasco allá abajo y no puede disponer...

-Y el Marqués está con sus curas en el palacio viejo y no puede venir y mandar...

Y se deliberó largamente qué se haría.

-Hay que salvar a los náufragos -dijo el Barón a guisa de chiste.

El Magistral, que había salido del salón, se presentó con dos paraguas grandes de aldea, verdes, de percal. Ofreció uno a don Víctor, diciendo:

-Vamos, Quintanar, usted que es cazador... y yo que también lo soy... ¡al monte! ¡al monte!

Y con los ojos, al decir esto, se lo comía, y le insultaba llamándole con las agujas de las pupilas idiota, Juan Lanas y cosas peores.

  —440→  

-¡Bravo, bravo! -gritaron aquellos señores, que aplaudían el heroísmo ajeno.

Un trueno formidable, simultáneo con el relámpago, estalló sobre la casa y puso pálidos a los más valientes.

-¡Vamos, vamos, pronto! -gritó el Magistral, cuya palidez no la causaba la tormenta. El trueno le sonaba a carcajadas de su mala suerte, a sarcasmos del diablo que se burlaba de él y de su miserable condición de clérigo.

-Pero... don Fermín -se atrevió a decir Quintanar- por lo mismo que soy cazador... conozco el peligro... El árbol atrae el rayo... Ahí arriba también hay laureles, el laurel llama la electricidad; ¡si fueran pinos menos mal! ¡pero el laurel!...

-¿Qué quiere usted decir? ¿Que los parta un rayo a los otros? No ve usted que con ellos está doña Ana...

-Sí, verdad es... pero ¿no podría ir Pepe con algún criado... con Anselmo...? Usted va a mojarse el balandrán... y la sotana...

-¡Al monte! ¡don Víctor, al monte! -rugió el Provisor.

Y la voz terrible fue apagada por un trueno más horrísono que los anteriores.

-Señores - dijo Ripamilán que estaba escondido en una alcoba-. No se apuren ustedes, los chicos deben de estar a techo.

-¿Cómo a techo?...

-Sí, Fermín, no se asuste usted. A techo... en la casa del leñador que usted no conoce; es una cabaña rústica, que el Marqués se hizo construir con cañas y césped allá arriba, en lo más espeso del monte...

El Magistral no quiso oír más. Salió con un paraguas bajo el brazo y dejó caer el otro a los pies de don Víctor.

  —441→  

El cual recogió el arma defensiva, que llamó escudo para sus adentros, y siguió sin chistar «al loco del Magistral», sin explicarse por qué se empeñaba en que fueran ellos a buscar a la Regenta y no los criados.

Tampoco los señores del salón comprendían aquello; y sonreían con discreta y apenas dibujada malicia al decir que era un misterio la conducta del Magistral.

-Tenía razón don Víctor -advirtió el barón- ¿por qué no habían de haber ido los criados?

-Además -dijo el gobernador- eso parece una lección a todos nosotros, especialmente a usted que tiene por allá a su hija...

El trueno que estalló en aquel instante se le antojó a Ripamilán que había metido cien rayos en la casa.

El miedo ya era general.

-Ea, ea, señores -dijo el Arcipreste desde la alcoba- a rezar tocan; yo voy a rezar con permiso de ustedes... In nomine Patris...



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ArribaAbajo- XXVIII -

-¿Adónde van ustedes? -gritaba la Marquesa desde el Belvedere al Magistral y a don Víctor que uno tras otro, a veinte pasos de distancia, corrían por el bosque, calados ya hasta los huesos, chorreando el agua por todos los pliegues de la ropa y por las alas del sombrero.

-¡Al infierno! ¡qué sé yo dónde me lleva este hombre! contestó don Víctor sin dar muchas voces, furioso, empeñado en abrir el paraguas que tropezaba con las ramas y se enredaba en las zarzas.

La Marquesa continuaba vociferando, y hablaba por señas, pero don Víctor ya no la entendía y don Fermín ni la oía siquiera.

-Pero aguarde usted, santo varón; espere usted, ¡deliberemos; formemos un plan!... ¿a dónde me lleva usted?

Por lo visto tampoco oía a Quintanar aquel santo varón, porque continuaba subiendo a paso largo, sin mirar hacia atrás un momento.

De rama a rama, de tronco a tronco, en todas direcciones subían y bajaban hilos de araña que se le metían   —444→   por ojos y boca al ex-regente, que escupía y se sacudía las telas sutilísimas con asco y rabia.

-¡Esto es un telar! -gritaba, y se envolvía en los hilos como si fueran cables, procuraba evitarlos y tropezaba, resbalaba y caía de hinojos, blasfemando, contra su costumbre.

-También es ocurrencia de chicos venir al monte a divertirse... Si no hay más que arañas y espinas... Don Fermín, espere usted por las once mil... de a caballo, que yo me pierdo y me caigo.

Un trueno le contestó y le hizo arrodillarse con el susto.

No osó blasfemar otra vez.

-¡Don Fermín! ¡don Fermín! ¡espere usted en nombre de la humanidad!

De Pas se detuvo, se volvió, le miró desde arriba con lástima y disimulando la ira, y le dijo lo menos malo de cuanto se le ocurría:

-Parece mentira que sea usted cazador.

-Soy cazador en seco, compadre, pero esto es el diluvio, y un bombardeo... y las arañas se me meten en el estómago... y sobre todo a mí me gustan las acciones heroicas que tienen alguna utilidad. Nisi utile est id quod facimus, stulta est gloria ha dicho Baglivio. ¿A dónde vamos nosotros, a ver, dígalo usted si lo sabe?

-A buscar a doña Ana que estará... poniéndose perdida...

-¡Quiá perdida! ¿Cree usted que son tontos? De fijo están a techo... ¿Cree usted que han de estar papando... arañas y nadando como nosotros? ¿Además no tienen pies para volverse a casa? ¿No saben el camino? Dirá usted que les llevamos paraguas; ¿y para qué sirven los paraguas?

  —445→  

El Magistral se puso colorado. En efecto, los paraguas no servían de nada en el bosque.

-Haga usted lo que quiera -dijo- yo sigo.

-Eso es darme una lección -replicó don Víctor algo picado y continuando también la ascensión penosa.

-No señor.

-Sí señor; eso... es ser más papista que el Papa. Me parece a mí que mi mujer me importa más a mí que a nadie... Y usted dispense este lenguaje... pero, francamente, esto ha sido una quijotada.

Quintanar comprendió que aquello era una insolencia, pero estaba furioso y no quiso recogerla.

El primer impulso de don Fermín fue descargar el puño del paraguas sobre la cabeza de aquel hombre que se le antojaba idiota en aquella ocasión; pero se contuvo por multitud de consideraciones... y continuó subiendo en silencio.

A lo que iba, iba; todos aquellos insultos le sonaban como le sonarían a un náufrago los que le arrojasen desde tierra... Dos ideas llevaba clavadas en el cerebro con clavos de fuego: Ubi irritatio ibi fluxus decía una; y la otra: ¡estarán en la casa del leñador! No creía el Provisor en una Providencia que aprovecha juegos de la suerte, combinaciones de teatro para dar lecciones, pero supersticiosamente enlazaba el recuerdo de la mañana, de su paseo y conversación con Petra, con las escenas también campestres en que temía groseramente ver enredada a la Regenta.

«¡Ubi irritatio ibi fluxus!» iba pensando; es verdad, es verdad... he estado ciego... la mujer siempre es mujer, la más pura... es mujer... y yo fuí un majadero desde el primer día... Y ahora es tarde... y la perdí por completo. Y ese infame...

  —446→  

Echó a correr monte arriba.

«¡Pero ese hombre está loco!», pensaba Quintanar, que le seguía jadeante, con un palmo de lengua colgando y a veinte pasos otra vez.

El Magistral procuraba orientarse, recordar por dónde había bajado pocas horas antes de la casa del leñador. Se perdía, confundía las señales, iba y venía... y don Víctor detrás, librándose de las arañas como de leones, de sus hilos como de cadenas.

«Lo mejor es subir por la máxima pendiente, ello está hacia lo más alto... pero arriba hay meseta, vaya usted a buscar...».

Se detuvo. Como si nada hubiera dicho don Víctor, con cara amable y voz dulce y suplicante advirtió:

-Señor Quintanar, si queremos dar con ellos tenemos que separarnos; hágame usted el favor de subir por ahí, por la derecha...

Don Víctor se negó, pero el Magistral insistiendo, y con alusiones embozadas al miedo positivo de su compañero, logró picar otra vez su amor propio y le obligó a torcer por la derecha.

Entonces, en cuanto se vio solo, De Pas subió corriendo cuanto podía, tropezando con troncos y zarzas, ramas caídas y ramas pendientes... Iba ciego; le daba el corazón, que reventaba de celos, de cólera, que iba a sorprender a don Álvaro y a la Regenta en coloquio amoroso cuando menos. «¿Por qué? ¿No era lo probable que estuvieran con ellos Paco, Joaquín, Visita, Obdulia y los demás que habían subido al bosque?». No, no, gritaba el presentimiento. Y razonaba diciendo: don Álvaro sabe mucho de estas aventuras, ya habrá él aprovechado la ocasión, ya se habrá dado trazas para quedarse a solas con ella. Paco y Joaquín no habrán puesto obstáculos,   —447→   habrán procurado lo mismo para quedarse con Obdulia y Edelmira respectivamente. Visitación los habrá ayudado. Bermúdez es un idiota... de fijo están solos. Y vuelta a correr cuanto podía, tropezando sin cesar, arrastrando con dificultad el balandrán empapado que pesaba arrobas, la sotana desgarrada a trechos y cubierta de lodo y telarañas mojadas. También él llevaba la boca y los ojos envueltos en hilos pegajosos, tenues, entremetidos.

Llegó a lo más alto, a lo más espeso. Los truenos, todavía formidables, retumbaban ya más lejos. Se había equivocado, no estaba hacia aquel lado la cabaña. Siguió hacia la derecha, separando con dificultad las espinas de cien plantas ariscas, que le cerraban el paso. Al fin vio entre las ramas la caseta rústica... Alguien se movía dentro... Corrió como un loco, sin saber lo que iba a hacer si encontraba allí lo que esperaba..., dispuesto a matar si era preciso... ciego...

-¡Jinojo! que me ha dado usted un susto... -gritó don Víctor, que descansaba allí dentro, sobre un banco rústico, mientras retorcía con fuerza el sombrero flexible que chorreaba una catarata de agua clara.

-¡No están! -dijo el Magistral sin pensar en la sospecha que podían despertar su aspecto, su conducta, su voz trémula, todo lo que delataba a voces su pasión, sus celos, su indignación de marido ultrajado, absurda en él.

Pero don Víctor también estaba preocupado. No le faltaba motivo.

-Mire usted lo que me encontrado aquí -dijo y sacó del bolsillo, entre dos dedos, una liga de seda roja con hebilla de plata.

-¿Qué es eso? -preguntó De Pas, sin poder ocultar su ansiedad.

  —448→  

-¡Una liga de mi mujer! -contestó aquel marido tranquilo como tal, pero sorprendido con el hallazgo por lo raro.

-¡Una liga de su mujer!

El Magistral abrió la boca estupefacto, admirando la estupidez de aquel hombre que aún no sospechaba nada.

-Es decir -continuó Quintanar- una liga que fue de mi mujer, pero que me consta que ya no es suya... Sé que no le sirven... desde que ha engordado con los aires de la aldea... con la leche... etc., y que se las ha regalado a su doncella... a Petra. De modo que esta liga... es de Petra. Petra ha estado aquí. Esto es lo que me preocupa... ¿A qué ha venido Petra aquí... a perder las ligas? Por esto estoy preocupado, y he creído oportuno dar a usted estas explicaciones... Al fin es de mi casa, está a mi servicio y me importa su honra... Y estoy seguro, esta liga es de Petra.

Don Fermín estaba rojo de vergüenza, lo sentía él. Todo aquello, que había podido ser trágico, se había convertido en una aventura cómica, ridícula, y el remordimiento de lo grotesco empezó a pincharle el cerebro con botonazos de jaqueca... Por fortuna don Víctor, según observó también De Pas, no estaba para atender a la vergüenza de los demás, pensaba en la suya; se había puesto también muy colorado. Comprendió el Magistral por qué torcidos senderos conocía el ex-regente las ligas de su mujer.

También Quintanar tenía, además de vergüenza, celos.

No podía saber De Pas hasta qué punto había llegado la debilidad de don Víctor, que se decía a sí mismo: «Probablemente este clérigo, malicioso como todos, estará sospechando... lo que no ha habido».

  —449→  

Lo cierto era que don Víctor, al cabo, había cedido hasta cierto punto a las insinuaciones de Petra.

Pero acordándose de lo que debía a su esposa, de lo que se debía a sí mismo, de lo que debía a sus años, y de otra porción de deudas, y sobre todo, por fatalidad de su destino que nunca le había permitido llevar a término natural cierta clase de empresas, era lo cierto que había retrocedido en aquel camino de perdición desde el día en que una tentativa de seducción se le frustó, por fingido pudor de la criada. «No había, en suma, llegado a ser dueño de los encantos de su doncella, pero en aquellos primeros y últimos escarceos amorosos había podido adquirir la convicción de que la Regenta le había regalado a Petra unas ligas que el amante esposo le había regalado a ella».

«¿Por qué se le había ido la lengua delante del Magistral?».

«No podía explicárselo, los celos, si así podían llamarse, le habían hecho hablar alto. Por lo demás, él despreciaba a la rubia lúbrica en el fondo del alma... y sólo en un momento de exaltación... de la mente, había podido...».

La tempestad ya estaba lejos... los árboles continuaban chorreando el agua de las nubes, pero el cielo empezaba a llenarse de azul.

Por decir algo, don Víctor dijo:

-Verá usted como esto repite a la noche... Por allá abajo viene otro mal semblante... mire usted por entre aquellas ramas...

Vamos a bajar antes que vuelva el agua -advirtió De Pas, que hubiera querido estar cinco estados bajo tierra.

Los dos se tenían miedo.

  —450→  

Los dos bajaron silenciosos, pensando en la liga de Petra.

Antes de llegar a la huerta se encontraron con Pepe el casero que los llamó de lejos, entre los árboles.

-Don Víctor, don Víctor... eh, don Víctor... por aquí.

-¿Qué pasa? ¿Han parecido? ¿Alguna desgracia?

-¿Qué desgracia? no señor, que los señoritos y las señoritas ya estaban en casa muy tranquilos cuando ustedes estarían llegando a mitad del monte... apenas se han mojado... Yo salí, por orden de la señora Marquesa, en su busca apenas comenzó a llover... Fui con el carro y el toldo encerado a la calleja de Arreo donde sabía yo que el señorito Paco había de parecer, porque aquel es el camino más corto y la casa de Chinto está allí, a los cuatro pasos... En casa de Chinto estaban todas las señoritas, que no se habían mojado apenas... porque en el monte cuando empieza el chaparrón se está como a techo... De modo que todos están en casa muertos de risa, menos la señora doña Anita que teme por usted y... por este señor cura...

-¿Pero y la señora Marquesa cómo no nos advirtió?...

-Pues si dice que le llamaba a usted a voces y que usted no hacía caso, y que ella le decía que ya había salido el carro...

Y Pepe se reía a carcajadas.

-No ha sido mala broma, je, je... Probecicos y da lástima verles... sobre todo este señor cura está hecho un eciomo, perdonando la comparanza, es una sopa... Anda, anda, y cómo se le ha ponío too el melindrán este... y la sotana parece un charco...

Tenía razón Pepe. De Pas y don Víctor se miraban y se encontraban aspecto de náufragos.

  —451→  

-Anden, anden, ángeles de Dios, que la mojadura puede llegar a los huesos y darles un romantismo...

-Ya ha llegado, Pepe, ya ha llegado.

-La señorita Ana ya tié preparada ropa caliente pa usté y creo que no falta pa este señor cura: y si no, yo tengo una camisa fina que podría ponérsela una princesa...

El Magistral en vez de entrar en la huerta por el postigo por donde habían salido, dio vuelta a la muralla y entró en las cocheras, de donde hizo sacar su miserable berlina de alquiler.

Don Víctor no le vio siquiera separarse de él. Tan absorto iba.

Encontró el Magistral al Marqués que no quería dejarle marchar en aquel estado...

-Pero si va usted a coger una pulmonía... Múdese usted... Ahí habrá ropa...

No hubo modo de convencerle.

-Despídame usted de la Marquesa. En una carrera estoy en mi casa...

Y dejó el Vivero, no tan a escape como él hubiera querido, sino a un trote falso que poco a poco se fue convirtiendo en un paso menos que regular.

-Pero, hombre, castigue usted a ese animal -gritaba don Fermín al cochero-. Mire usted que voy calado hasta los huesos... y quiero llegar pronto a mi casa.

El cochero, ante la perspectiva de una propina, descargó dos tremendos latigazos sobre los lomos del rocín, que vino a pagar así la ira concentrada por tantas horas en el pecho del Provisor. Aquellos latigazos los hubiera descargado el canónigo de buen grado sobre el rostro de Mesía.

Cuando el miserable y desvencijado vehículo llegaba   —452→   a las primeras casas de los arrabales de Vetusta, obscurecía. La noche, según había anunciado don Víctor, amenazaba con nueva tormenta. Todo el cielo se cubría de nubes pardas que se ennegrecían poco a poco. Ya se veían relámpagos extensos en el horizonte por Norte y Oeste, y de tarde en tarde zumbaba rodando un trueno allá muy lejos.

Don Fermín llevaba el alma sofocada de hastío, de desprecio de sí mismo. ¡Qué jornada! pensaba, ¡qué jornada! No le quedaba ni el consuelo de compadecerse; merecido tenía todo aquello; el mundo era como el confesonario lo mostraba, un montón de basura; las pasiones nobles, grandes, sueños, aprensiones, hipocresía del vicio... Buena prueba era él mismo, que a pesar de sentirse enamorado por modo angélico, caía una y otra vez en groseras aventuras, y satisfacía como un miserable los apetitos más bajos. Y al fin Teresina... era de su casa, pero Petra era de la otra, de Ana. Ya no se disculpaba con los sofismas del maquiavelismo, de la conveniencia de tener de su parte a la criada. «Con unas cuantas monedas de oro hubiera conseguido lo mismo». «¿Y don Víctor? Otro miserable y además un estúpido que merecía cuanto mal le viniera encima, como él, como Ana lo merecían también, como lo merecía el mundo entero que era un lodazal... ¡Oh, aquellos relámpagos debían quemar el mundo entero si se quería hacer justicia de una vez!».

Lo que más le irritaba era que su conciencia le envolvía a él también en el general desprecio... «Todo era pequeño, asqueroso, bajo... y él como todo».

«¿Y lo que había dicho el médico? Ubi irritatio... es decir que Ana caería en brazos de don Álvaro... ¡que era fatal aquella caída!... Y tanto misticismo, y tanto   —453→   hermano mayor del alma... ¿para qué había servido? Farsa, hipocresía, hipocresía inconsciente, como la propia, como la del universo entero...».

El Magistral daba diente con diente. El frío le hizo pensar en la ropa, la ropa en su madre.

«Esta es otra. ¿Qué va a decir al verme entrar así? Tendré que inventar una mentira. ¡Bah! una más, ¿qué importa?... Y los otros allá... a sus anchas... Podrán, si quieren, cometer sus torpezas delante del mismo idiota del marido... Oh, ¿quién es aquí el marido? ¿Quién es aquí el ofendido? ¡Yo, yo! que siento la ofensa, que la preveo, que la huelo en el aire... no él que no la ve aun puesta delante de los ojos...».

Idea tuvo de arrojarse del coche, y a pie, a todo correr, volver furioso al Vivero a sorprender «lo que el presentimiento le daba por seguro, lo que no había pasado tal vez en el bosque, pero lo que estaría pasando en la casa... entre aquellos borrachos disimulados y aquellas damas lascivas, locas y encubridoras...».

Un trueno que retumbó sobre Vetusta sirvió de acompañamiento a la cólera del canónigo.

-«¡Eso! ¡eso! -rugió mientras abría la portezuela y se apeaba frente a su casa-. ¡Esto sólo se arregla con rayos!».

Y entró en su casa después de pagar al cochero.

Los rayos que quería le esperaban arriba dispuestos a estallar sobre su cabeza.

Cuando se acostó aquella noche, pensaba que en su vida había tenido tan formidable reyerta con su señora madre, ni había visto jamás a doña Paula ostentar mayores parches de sebo en las sienes.

Y al dormirse, la última idea que le perseguía, la que más le atormentaba con sus punzadas, era la del ridículo.

  —454→  

«¡Qué aventuras tan grotescas... qué horrorosa ironía de lo cómico durante todo el día! Y... la culpa de todo la tenía la odiosa, la repugnante sotana...».

Los últimos pensamientos del Magistral fueron maldiciones. Pero a pesar de todo durmió, rendido por tanta fatiga.

Allá en el Vivero los convidados habían puesto a mal tiempo buena cara, y mientras en el palacio viejo los curas rurales, el Marqués, y algunos otros señores de Vetusta jugaban al tresillo a primera hora y más tarde al monte, que llamaba el clero del campo la santina, en la casa nueva todas las damas y los caballeros que habían querido correr por los prados en la romería, procuraban divertirse como podían y se bailaba, se tocaba el piano, se cantaba y se jugaba al escondite por toda la casa. Ya se sabía que al Vivero no se iba a otra cosa. Visitación, Obdulia y Edelmira también, eran las que conocían mejor los lugares más escondidos, dónde había puertas de escape, y todo lo que exigían aquellos juegos infantiles a que se entregaban, sin pensar en los muchos años que tenían varias de aquellas personas tan alegres.

A don Víctor se le recibió en triunfo; triunfo burlesco. Algunos, Visita y Paco entre ellos, querían coronarlo, pero él prefirió correr a su cuarto para mudarse de pies a cabeza.

Entró con él la Regenta para ayudarle.

-¿Y don Fermín? -preguntó.

-Tu don Fermín es un botarate, hija mía, y perdona -contestó Quintanar de mal humor, mientras se mudaba los calcetines.

Y refirió a su mujer todo lo que les había sucedido, menos el hallazgo de la liga.

Ana convino en que De Pas había llevado la galantería   —455→   a un extremo ridículo, sobre todo ridículo, en un sacerdote.

-¿A quién le importará más mi mujer, a él o a mí? -repetía a cada instante el marido, como supremo argumento contra el Magistral.

«Sí, pensaba Ana, tiene razón don Álvaro, ese hombre... tiene celos, celos de amante... y lo que ha hecho hoy ha sido una imprudencia... Debo huir de él, tiene razón Álvaro».

Mesía y Paco, en los días anteriores, habían venido varias veces al Vivero, a caballo; Mesía había encontrado a la Regenta expansiva, alegre, confiada: y sin hablar palabra de amor pudo conseguir que ella escuchase consejos que él juraba higiénicos principalmente.

«El misticismo era una exaltación nerviosa».

En eso estaba Ana también, asustada todavía con los recuerdos de sus aprensiones.

«Además, el Magistral no era un místico; lo menos malo que se podía pensar de él era que se proponía ganar a las señoras de categoría para adquirir más y más influencia».

Cuando don Álvaro se atrevió a decir esto, ya sus confidencias habían sido muy íntimas.

De amor no se hablaba; Mesía, aunque con trabajo, respetaba a la Regenta hasta el punto de no tocarle al pelo de la ropa. Ella se lo agradecía y, como en tiempo antiguo, procuraba aturdirse, no pensar en los peligros de aquella amistad; y lo conseguía mejor que antes.

«Mi salud, pensaba, exige que yo sea como todas: basta para siempre de cavilaciones y propósitos quijotescos y excesivos: quiero paz, quiero calma... seré como todas. Mi honor no padecerá... pero los escrúpulos   —456→   me volverían a la locura, a las aprensiones horrorosas...».

Y temblaba recordando las tristezas y los terrores pasados.

La pasión, menos vocinglera que antes, subrepticia, seguía minando el terreno, y a los pocos latidos de la conciencia contestaba con sofismas.

Cuando Quintanar refirió los pasos imprudentes del Magistral, Ana sintió por un momento algo de odio. «¿Cómo? ¿Su mismo confesor la comprometía? Si Víctor fuera otro, ¿no podría haber sospechado o de don Álvaro o del canónigo mismo? ¿Pues no estaba bien claro que todo aquello eran celos? ¡No faltaba más! ¡qué horror! ¡qué asco! ¡amores con un clérigo!».

Y ahora sí que la imagen de don Álvaro se le presentaba risueña, elegante, fresca y viva. «Al fin aquello estaba dentro de las leyes naturales y sociales... a lo menos era cosa menos repugnante... menos ridícula; no, lo que es ridículo, nada... ¡pero un canónigo!...».

Y le parecía que el pecado de querer a un Mesía era ya poco menos que nada, sobre todo si servía para huir de los amores de un Magistral... «¿Pero qué se habría figurado aquel señor cura?».

No se acordaba la Regenta ahora de aquello del «hermano mayor del alma», ni de la leña que ella, sin mala intención, sin asomo de coquetería, había arrojado al fuego de que ahora se avergonzaba. La pasión, que ahora halagaba con su nueva vida, vencedora, próxima a estallar, le sugería sofisma tras sofisma para encontrar repugnante, odiosa, criminal la conducta del Provisor, y noble y caballeresca la de Mesía.

El cual, aquella misma mañana en el pozo lleno de yerba, antes en el patio de la iglesia, por las callejas,   —457→   cuando venían detrás del tambor y de la gaita, en el bosque, después en el carro de Pepe, donde venían juntos, casi sentada ella encima de él, sin poder remediarlo, más tarde en el salón, en todas partes y en todo el día le había estado dejando ver que la adoraba, «pero no se lo había dicho, por respeto... a fuerza de quererla tanto».

Y comparando proceder con proceder, Anita encontraba abominable el del clérigo.

Y le faltó tiempo para decírselo a don Álvaro.

En tono confidencial, que al lechuguino le supo a gloria, le fue diciendo, cuando pudo hablarle sin que los oyeran:

-¿Qué le parece a usted la conducta del Magistral?

¿Que le había de parecer a don Álvaro? ¡Abominable! ¿Pues qué era lo que él, don Álvaro, tenía dicho? Que no había que fiarse del Provisor, etc., etc.

-«Sí, Ana, está enamorado de usted, loco, loco... eso se lo conocí yo hace mucho tiempo... porque... porque...».

Y Álvaro sonreía de un modo que lo decía todo perfectamente, y hasta con acompañamiento de una música dulcísima que la Regenta creía oír dentro de sus entrañas; una música que le salía de los ojos y de la boca... «¡qué sabía ella! pero aquello era una delicia mucho más fuerte que todas las del misticismo».

Cuando hablaban así, como otros dos hermanos del alma, empezaba la noche, retumbaban los truenos lejanos y vibraban en el cielo los relámpagos que a don Fermín le sorprendieron al entrar en Vetusta. Ana y Mesía estaban solos apoyados en el antepecho de la galería del primer piso, en una esquina de aquel corredor de cristales que daba vuelta a toda la casa. La mayor parte de los convidados abajo, en el salón, se preparaban a volver   —458→   a Vetusta, otros preferían aceptar la hospitalidad que los Marqueses les ofrecían en el Vivero por aquella noche. Todo era abajo ruido, movimiento, órdenes confusas, broma, vacilaciones, unos que se quedaban y de repente preferían emprender el viaje, otros que se preparaban a ocupar un asiento en un coche y volvían a la casa prefiriendo «dormir en el suelo aunque fuera». Ripamilán desde luego aceptó la cama que le ofreció la Marquesa «para él solo».

-Vuelve la tormenta y yo no quiero bromas con la electricidad; me consta que la carrera de un coche atrae el rayo... Me quedo, me quedo.

Las baronesas prefirieron desafiar la tempestad. El Barón quería más quedarse, pero tuvo que seguirlas. También se metió en el coche el gobernador, pero su esposa se quedó con los Marqueses. Bermúdez volvió a Vetusta; Visitación, Obdulia, Edelmira, Paco y Mesía se quedaban.

Mientras abajo se trataban a gritos y con idas y venidas tan arduas materias, Edelmira, Obdulia, Visita, Paco y Joaquín corrían como locos por el corredor del primer piso. Visitación estaba un poco borracha, no tanto por lo que había bebido como por lo que había alborotado; Obdulia decía que tenía un clavo en la sien: había bebido mucho más, pero el torbellino del baile, las emociones fuertes del escondite la mantenían en pie firme de puro excitada. Edelmira, maestra ya en el arte de divertirse al estilo de la casa de sus tíos, estaba como una amapola y reía y gozaba con estrépito; su alegría era comunicativa y simpática. Paco la pellizcaba sin compasión y ella despedazaba los brazos de Paco; Joaquín Orgaz, que había conseguido aquella tarde algunas ventajas positivas en el amor siempre efímero de   —459→   Obdulia, pellizcaba también; y había carreras, tropezones, voces, aprietos, saltos, sustos, sorpresas. Ahora, mientras Ana y Álvaro hablaban asomados a la galería, sin miedo al agua que les salpicaba el rostro ni a los relámpagos que rasgaban el horizonte negro enfrente de sus ojos, los demás, en la obscuridad del corredor estrecho jugaban a un juego de niños que se llamaba en Vetusta el cachipote, y que consiste en esconder un pañuelo convertido en látigo y buscarlo por las señas conocidas de: frío y caliente. El que lo encuentra corre detrás de los otros a latigazos hasta llegar a la madre. Este juego inocente daba ocasión a multitud de sabrosos incidentes entre aquellos jugadores todos malicia. A menudo dos manos, una de hembra y otra de varón, buscaban en el mismo agujero el cachipote; los que corrían se atropellaban, y la verdad histórica exige que se declare, por más que parezca inverosímil, que muy a menudo aquellos chicos que corrían como locos todos juntos por la estrecha galería, huyendo del látigo, caían al suelo en confuso montón, mientras el zurriago les medía las espaldas.

Y mientras abajo sonaba el ruido confuso y gárrulo de las despedidas y preparativos de marcha, y detrás el estrépito de los que corrían en la galería, y allá en el cielo, de tarde en tarde, el bramido del trueno, la Regenta, sin notar las gotas de agua en el rostro, o encontrando deliciosa aquella frescura, oía por la primera vez de su vida una declaración de amor apasionada pero respetuosa, discreta, toda idealismo, llena de salvedades y eufemismos que las circunstancias y el estado de Ana exigían, con lo cual crecía su encanto, irresistible para aquella mujer que sentía las emociones de los quince años al frisar con los treinta.

  —460→  

No tenía valor, ni aun deseo de mandar a don Álvaro que se callase, que se reportase, que mirase quién era ella. «Bastante lo miraba, bastante se contenía para lo mucho que aseguraba sentir y sentiría de fijo».

«No, no, que no calle, que hable toda la vida», decía el alma entera. Y Ana, encendida la mejilla, cerca de la cual hablaba el presidente del Casino, no pensaba en tal instante ni en que ella era casada, ni en que había sido mística, ni siquiera en que había maridos y Magistrales en el mundo. Se sentía caer en un abismo de flores. Aquello era caer, sí, pero caer al cielo.

Para lo único que le quedaba un poco de conciencia, fuera de lo presente, era para comparar las delicias que estaba gozando con las que había encontrado en la meditación religiosa. En esta última había un esfuerzo doloroso, una frialdad abstracta, y en rigor algo enfermizo, una exaltación malsana; y en lo que estaba pasando ahora ella era pasiva, no había esfuerzo, no había frialdad, no había más que placer, salud, fuerza, nada de abstracción, nada de tener que figurarse algo ausente, delicia positiva, tangible, inmediata, dicha sin reserva, sin trascender a nada más que a la esperanza de que durase eternamente. «No, por allí no se iba a la locura».

Don Álvaro estaba elocuente; no pedía nada, ni siquiera una respuesta; es más, lloraba, sin llorar por supuesto, «de pura gratitud, sólo porque le oían». «¡Había callado tanto tiempo! ¿Que había mil preocupaciones, millones de obstáculos que se oponían a su felicidad? Ya lo sabía él; pero él no pedía más que lástima, y la dicha de que le dejaran hablar, de hacerse oír y de no ser tenido por un libertino vulgar, necio, que era lo que el vulgo estúpido había querido hacer de él».

Siempre le había gustado mucho a Ana que llamasen   —461→   al vulgo estúpido; para ella la señal de la distinción espiritual estaba en el desprecio del vulgo, de los vetustenses. Tenía la Regenta este defecto, tal vez heredado de su padre: que para distinguirse de la masa de los creyentes, necesitaba recurrir a la teoría hoy muy generalizada del vulgo idiota, de la bestialidad humana, etc., etcétera.

Por fortuna, don Álvaro sabía perfectamente manejar este resorte: era él capaz de despreciar, llegado el caso, al mismo sol del medio día si se oponía a sus pasiones. «Todo era preocupación, pequeñez de ánimo... Pero, ¿tenía él derecho para que Ana siguiera sus ideas y despreciase las maliciosas y groseras aprensiones del vulgo? Oh, no; ya sabía que la letra estaba contra él... Al fin, ¿qué era él? Un hombre que hablaba de amor a una señora que era de otro, ante los hombres... Ya lo sabía, sí; no exigía que Ana se hiciese superior a tantas tradiciones, leyes y costumbres, lugares comunes y rutinas como le condenaban; claro que había en el mundo mujeres, virtuosas como la que más, que ya sabían a qué atenerse respecto de la letra de la ley moral que condenaba aquel amor de Mesía; pero ¿podía él pedir a Ana, educada por fanáticos, que había pasado su juventud en un pueblo como Vetusta, podía pedirla que se dignase siquiera alentar su pasión con una esperanza? Oh, no; demasiado sabía que no... bastaba con que le oyera. ¡Cuántos años había estado sin querer oírle! ¡Y lo que él había padecido!... Pero, en fin, de esto ya no había que acordarse. El dolor había sido infinito... infinito... pero todo lo compensaba la felicidad de aquel momento. Callaba Ana, oía... ¿pues qué más dicha podía él ambicionar?...».

A la luz de un relámpago, la Regenta vio los ojos de   —462→   Álvaro brillantes y envueltos en humedad de lágrimas.

También tenía las mejillas húmedas... Ella no pensó que esto podía ser agua del cielo.

«¡Estaba llorando aquel hombre... el hombre más hermoso que ella había visto, el compañero de sus sueños, el que debió haberlo sido de su vida!...».

«Pero ¿por qué hablaba de agradecimiento? ¿Porque ella no le interrumpía? ¡Si él supiera... si él supiera que no podía ni hablar!...».

Ana sentía un placer puramente material, pensaba ella, en aquel sitio de sus entrañas que no era el vientre ni el corazón, sino en el medio. Sí, el placer era puramente material, pero su intensidad le hacía grandioso, sublime. «Cuando se gozaba tanto, debía de haber derecho a gozar».

Cuando Álvaro, creyendo bastante cargada la mina, suplicó que se le dijera algo, por ejemplo, si se le perdonaba aquella declaración, si se le quería mal, si se había puesto en ridículo... si se burlaba de él, etc., Ana, separándose del roce de aquel brazo que la abrasaba, con un mohín de niña, pero sin asomo de coquetería, arisca, como un animal débil y montaraz herido, se quejó... se quejó con un sonido gutural, hondo, mimoso, de víctima noble, suave. Fue su quejido como un estertor de la virtud que expiraba en aquel espíritu solitario hasta entonces...

Y se alejó de Álvaro, llamó a Visita... la abrazó nerviosa y dijo, pudiendo al fin hablar:

-¿A qué jugáis, locos...?

-Ahora ya a nada... Jugábamos al cachipote, pero Paco y Edelmira están allá en la esquina del otro frente disputando sobre quién tiene más fuerza, si ella o él... Ven, ven, verás qué puños los de Edelmira.

  —463→  

En la más obscura de las galerías, en un rincón, amontonados estaban los demás compañeros de broma; Edelmira y Paco espalda con espalda, como se baila a veces la muñeira, sobre todo en el teatro, medían sus fuerzas... Paco resistía con dificultad el empuje violento de su prima, que gozando lo que ella y el diablo sabían, se incrustaba en la carne de su primo, más blanda que la suya, empeñada en vencerle y hacerle andar hacia adelante mientras ella andaba hacia atrás. Al cabo Edelmira venció, y Paco, silbado por los presentes, propuso luchar de frente, con las manos apoyadas en los hombros del contrario. Así se hizo y esta vez venció Paco.

Joaquín propuso la misma lucha a Obdulia; Visita se atrevió a medir con la Regenta sus fuerzas. Joaquín y Ana vencieron. A don Álvaro, que no tenía con quién luchar, se le vino a la memoria la escena del columpio en que le venció el maldito De Pas... «Pero ahora le tenía debajo de los pies».

«Más valía maña que fuerza».

Siguieron los ejercicios corporales; el ruido del agua, la luz de los relámpagos, los truenos lejanos, la obscuridad ambiente, los vapores de la comida, la estrechez del corredor, todo los animaba, los arrojaba a la alegría aldeana, a los juegos brutales de la lascivia subrepticia, moderados en ellos por instintos de la educación. Pero volvieron los pellizcos, los gritos, los puñetazos de las mujeres en la cabeza de los varones. Ana jamás había asistido a escenas semejantes; ella y don Álvaro no tomaban parte activa en la broma al principio, pero al fin le tocó a la Regenta algún pellizco, ninguno de Mesía, a este varios de Obdulia y Visita, y, sin pensarlo, Ana en la general contienda más de una vez sintió su espalda   —464→   oprimida por la de Álvaro, y aunque huía el contacto delicioso, de un sabor especial, en cuanto lo notaba, el contacto volvía, y Ana iba sintiendo emociones extrañas, nuevas del todo, una inquietud alarmante, sofocaciones repentinas y una especie de sed de todo el cuerpo que hasta le quitaba la conciencia de cuanto no fuese aquel rincón obscuro, estrecho, donde cantaban, reían, saltaban... Como una música lejana, dulcísima en su suavidad, recordaba todos los pormenores de la declaración amorosa de Mesía...

Fatigados con tanto movimiento y alardes de fuerza, choques y excitaciones vanas, Paco y Joaquín, antes que Edelmira, Obdulia y Visita, dejaron de correr y enredar; y muy serios, con la melancolía del cansancio, se pusieron a contemplar la luna que apareció en el horizonte como una linterna en el campo de batalla de las nubes, que yacían desgarradas por el cielo.

Paco, con regular voz de barítono, cantó pedazos de Favorita y de Sonámbula y Joaquín salió por malagueñas, como él decía; en su voz había una tristeza que contrastaba con la alegría que le brillaba en los ojos, clavados en los de Obdulia, quien aquella noche se había propuesto dar el premio de sus favores, no el principal, al género flamenco. Por fortuna Joaquín se conformaba con el accèsit.

Don Víctor, que se aburría abajo, oyó cantar el Spirto gentil y subió. Le daba ahora por la música. Cantar óperas, a su modo, y oír cantar a los que afinaban más que él, era su delicia por aquella temporada, y si todo esto se hacía a la luz de la luna, miel sobre hojuelas.

Todos en un grupo, respirando el fresco de la noche, contemplando la luna que salía por la bóveda desgarrando jirones de nubes de forma caprichosa, cantaban   —465→   a la vez o por turno y hablaban en voz baja, como respetando la majestad de la naturaleza dormida, con languidez del cuerpo y del alma.

Don Víctor era más soñador que ninguno de los presentes. Se acercó a Mesía, consiguió entablar conversación particular con él; y como encontró a su amigo más atento que nunca, más cordial, más afectuoso, no tardó en abrirle el alma de par en par.

Cuando ya los otros se habían cansado de la luna y de las óperas y las malagueñas, don Víctor, que había comido bien y merendado con frecuentes libaciones, seguía abriendo el pecho ante la atención de Mesía, atención muda, intachable.

-Mire usted -decía el viejo- yo no sé cómo soy, pero sin creerme un Tenorio, siempre he sido afortunado en mis tentativas amorosas; pocas veces las mujeres con quien me he atrevido a ser audaz, han tomado a mal mis demasías... pero debo decirlo todo: no sé por qué tibieza o encogimiento de carácter, por frialdad de la sangre o por lo que sea, la mayor parte de mis aventuras se han quedado a medio camino... No tengo el don de la constancia.

-Pues es indispensable.

-Ya lo veo; pero no lo tengo. Mis pasiones son fuegos fatuos; he tenido más de diez mujeres medio rendidas... y muy pocas, tal vez ninguna puedo decir que haya sido mía, lo que se llama mía... Sin ir más lejos...

Don Víctor, en el seno de la amistad, seguro de que Mesía había de ser un pozo, le refirió las persecuciones de que había sido víctima, las provocaciones lascivas de Petra; y confesó que al fin, después de resistir mucho tiempo, años, como un José... habíase cegado en un   —466→   momento... y había jugado el todo por el todo. Pero nada, lo de siempre; bastó que la muchacha opusiera la resistencia que el fingido pudor exigía, para que él, seguro de vencer, enfriara, cejase en su descabellado propósito, contentándose con pequeños favores y con el conocimiento exacto de la hermosura que ya no había de poseer.

Y de una en otra vino a declarar el hallazgo de la liga, aunque sin decir que había sido de su mujer. Le parecía una debilidad indigna de un marido «de mundo» regalarle ligas a su señora. Pidió consejo a Mesía respecto de su conducta futura con Petra.

-¿Debo despedirla?

-¿Tiene usted celos?

-No señor; yo no soy el perro del hortelano... aunque he de confesar que algo me disgustó en el primer momento el descubrir aquella prueba de su liviandad.

-Pero ¿está usted seguro de que la liga es de Petra?

-Ah, sí; estoy absolutamente seguro.

Y siguió Quintanar hablando, hablando, sin trazas de dejarlo.

La alcoba en que dormían Ana y don Víctor tenía una ventana a la galería precisamente del lado en que estaban conversando los dos amigos.

La Regenta abrió de repente las vidrieras y llamó a su marido.

-Pero, Víctor, ¿no te acuestas hoy?

Los dos amigos se volvieron.

Quintanar tenía los ojos inflamados y las mejillas encendidas... Sus confidencias le habían rejuvenecido...

-¿Pero qué hora es, hija mía?

-Muy tarde... Ya sabes que en la aldea nos recogemos temprano. Los Marqueses ya están recogidos.   —467→   Ahora mismo acaba de llamar la Marquesa a Edelmira, que duerme en su cuarto.

-Bobadas de mamá -dijo Paco del mal humor- apareciendo por un extremo de la galería. Edelmira prefería dormir con Obdulia, como es natural... y ahora doña Rufina la hacía acostarse en su misma alcoba... Bobadas... Tonterías de mamá...

-Buena está Obdulia para dormir con nadie -dijo Visita que venía del cuarto contiguo al de Ana.

-¿Pues qué tiene?

-Yo creo que una mica, una borrachera de mil cosas, de ruido, de fatiga y hasta de vino... qué sé yo; ello es que está en la cama dando ayes y dice que allí no se acuesta nadie, que quiere dormir sola... yo me voy junto a ella; voy a poner mi cama al lado de la suya... Buenas noches...

Y acercándose a la ventana sujetó a la Regenta por los hombros, le habló al oído, le llenó de besos estrepitosos la cara y corrió a su cuarto, haciendo antes una mueca de conmiseración burlesca a Joaquinito Orgaz que, cabizbajo y tristón, rondaba por los pasillos.

-Vamos, vamos, ya ves que todos se retiran. Víctor, a la cama.

Ana sonreía, hermosa y fresca con su traje sencillo de la hora de acostarse.

-¿Y ustedes? -dijo Quintanar.

-Nosotros -respondió Paco- nos hemos quedado sin cama porque a la señora gobernadora le dio el capricho de tener miedo a los truenos y quedarse a dormir...

-¿De modo?... -preguntó Ana risueña.

-Que dormiremos en un sofá.

-Vaya, vaya, pues buenas noches.

  —468→  

-Espera un poco, tonta, mira qué buena noche está... hablemos aquí un poco...

-Yo no tengo sueño; tiene razón Paco; hablemos -dijo don Víctor, que había entrado en su cuarto y se había puesto las zapatillas y el gorro de borla de oro.

-¿Cómo hablar? no señor..., a la cama...

Y Ana, coqueta sin querer, amenazó graciosa, provocativa, con cerrar las ventanas y las contraventanas...

Mesía con un mohín le suplicó que esperase...

Y hablando en tono confidencial, comentando los sucesos del día, las bromas, los juegos, estuvieron a la luz de la luna cerca de una hora todavía; Ana y su marido dentro, Paco, Joaquín y Álvaro en la galería...

Don Víctor estaba en sus glorias. Ver a su Anita alegre, expansiva, y allí, cerca del propio lecho, a los amigos jóvenes en cuya compañía se sentía él joven también, ¿qué mayor dicha? Ni la sombra de una sospecha se le asomaba al alma al noble ex-regente. Ya todo era silencio en la casa, todos dormían, y sólo en aquel rincón de la galería, junto a aquella ventana abierta había el ruido suave de un cuchicheo. Hablaban a veces dos o tres a un tiempo, pero todos en voz baja que parecía dar más intimidad e interés a lo que se decían. Ana esquivaba unas veces las miradas de don Álvaro, que fumaba apoyando un codo muy cerca de los de Anita, también reclinada sobre el antepecho. Otras veces, las más, los ojos se clavaban en los ojos y sin que nadie pudiera remediarlo se decían amores, cada vez más elocuentes.

Álvaro, de tarde en tarde, miraba de soslayo y con envidia y codicia al interior de la alcoba... Ana sorprendió alguna de aquellas miradas rápidas y compadeció al enamorado galán, sin tomar a mal su curiosidad indiscreta.

  —469→  

Don Víctor no llevaba traza de poner fin al palique y Ana misma se creyó en el caso de decir:

-Vaya, vaya... hasta mañana; Víctor, adentro, adentro.

Y cerró las vidrieras en las narices de Álvaro y de los pollos. Paco y Joaquín desaparecieron en lo obscuro del corredor. Quintanar ya estaba de espaldas, allá en el fondo de la alcoba, en mangas de camisa. Don Álvaro no se movía; y vio a la Regenta detrás de los cristales, cerrando pausadamente las maderas; y ella en medio, en el hueco de luz, mirándole seria, dulce... y después cuando ya sólo quedaba un intersticio le miró risueña, juguetona. Volvió a abrir otro poco... y volvió a verle todo el rostro.

-Adiós, adiós, dormir bien -dijo Ana, detrás de las vidrieras; y cerró las contraventanas de golpe y corrió el pestillo.

Como la romería de San Pedro hubo muchas durante el mes de julio por los alrededores del Vivero. A casi todas asistieron los Marqueses y sus amigos. Quintanar y señora esperaban a los de Vetusta en la quinta; y unas veces a pie, otras en coche, se emprendía la marcha, se recorría aquellas aldeas pintorescas, se oían aquellos cánticos, monótonos, pero siempre agradables, dulces y melancólicos de la danza indígena, y se volvía al obscurecer, comiendo avellanas y cantando, entre labriegos y campesinas retozonas, confundidos señores y colonos en una mezcla que enternecía a don Víctor, el cual decía: «Vea usted, si se pudieran realizar la igualdad y la fraternidad... no había cosa mejor ni más poética».

Mesía y Paco no faltaban ni a una de estas excursiones; pero, además, solían visitar a la Regenta cada tres o cuatro días. A veces Ana y Quintanar, después de comer,   —470→   a eso de las cuatro de la tarde, salían a la carretera de Santianes a esperar a sus amigos. La soledad le iba pesando un poco a don Víctor y aquellas visitas las agradecía en el alma. Ana al divisar allá lejos, en el extremo de la cinta larga y estrecha de carretera las siluetas de los dos poderosos caballos blancos de Mesía y Vegallana, sentía un placer que se le antojaba infantil... y se ponía nerviosa de ansiedad, que crecía según se acercaban los bultos y se aclaraban las figuras de caballos y jinetes.

Ni Visitación ni Paco se atrevían ya nunca a decir nada a don Álvaro alusivo a sus pretensiones amorosas: le dejaban hacer; conocían en la cara de gloria del Tenorio que esperaba el triunfo, que tal vez lo estaba tocando, y comprendían que el pudor, la vergüenza, mejor dicho, exigía un silencio absoluto respecto del caso. Don Álvaro agradecía «la delicadeza» de sus cómplices y callaba también, tranquilo y satisfecho.

A fines del mes comenzó la dispersión general; todos los que tenían cuatro cuartos, y muchos que no los tenían, dejaron la capital y buscaron la frescura de la playa.

Don Víctor, loco de contento, salió del Vivero con su mujer y con Petra y se instaló en el puerto mejor de la provincia, La Costa, villa floreciente más rica que Vetusta, emporio del cabotaje y vestida muy a la moda. Otros años Quintanar pasaba el mes de Agosto en Palomares, a donde iban también Visita, Obdulia y alguna vez los Marqueses y Mesía.

-¡Dos años hace que no he veraneado! -decía Quintanar alegre como un chiquillo.

La Regenta prefirió La Costa a Palomares porque el Magistral había suplicado que no se fuera a baños, y   —471→   que si el médico lo exigía que por lo menos no se fuera a Palomares. No quiso Ana contradecir este deseo del confesor y transigió.

«Iremos a La Costa» dijo en la carta en que contestó a don Fermín. Tenía éste pésima idea de los efectos morales de los baños de todo el Cantábrico, y especialmente de los baños de Palomares. La mayor parte de los penitentes volvían de aquel pueblo de pesca con la conciencia llena de pecadillos que, si tratándose de otros casi le hacían sonreír, en la Regenta le hubieran hecho muy poca gracia.

Comprendía don Fermín que su influencia iba disminuyendo, que la fe de Ana se entibiaba y en cambio crecía la desconfianza en ella; y como perder del todo a su Regenta era idea que le asustaba, dando tormento al orgullo, a los celos, hacía de tripas corazón, fingía no ver, y mantenía su poder espiritual claudicante «con puntales de tolerancia y estribos de paciencia». La ira la desahogaba sobre el Obispo y con la curia eclesiástica. Cada vez era su poder mayor y más cruel su tiranía. Las ventajas de don Álvaro en el ánimo de Ana las pagaba el clero parroquial, aquel clero que Foja decía respetar tanto.

También Ana prefería aquel modus vivendi; no quería volver a las andadas, temía que viniesen la compasión y los remordimientos y las aprensiones a molestarla y al fin hacerla caer enferma, si por completo rompía con el Provisor.

«Me conozco, pensaba; sé que, después de todo, le tengo cierto cariño, y si abandonase su amistad, una voz insufrible me había de estar gritando siempre en favor suyo. Mejor es esto; ya que él disimula, y finge no ver este cambio, y ya no se queja como al principio,   —472→   dejémoslo todo así; quiero paz, paz, no más batallas aquí dentro».

Don Álvaro, en el tono confidencial que había adoptado después de su declaración, había venido a indicar vagamente que no convenía irritar a don Fermín, que él le creía capaz de hacer daño siempre de un modo o de otro. Ana, aunque Álvaro no se atrevía a ser muy explícito en este particular, comprendía lo que su amigo, nuevo hermano, quería decir y aprobaba su prudencia.

Por todo lo cual pudo el Provisor atreverse a insinuar aquel deseo que en otro tiempo hubiera sido impuesto en un decreto sin exposición de motivos.

Ana fue a La Costa. Mesía, por disimular, pasó cinco días en Palomares, después se corrió a San Sebastián, y el día de Nuestra Señora de Agosto se presentó en La Costa, en un vapor de Bilbao, nuevo y reluciente.

A don Víctor le gustaba mucho, por una temporada, la vida de fonda. Se había instalado en la más lujosa, de más movimiento y ruido, situada en el muelle. Allá se fue también Mesía, accediendo a los ruegos de su amigo el ex-regente.

Veinte días después volvían los tres juntos a Vetusta; Benítez felicitó a la Regenta por su notable mejoría; ahora si que estaba la salud asegurada; ¡qué color! ¡qué morbidez! ¡qué sólidamente robusta volvía!

A don Víctor se le caía la baba. «¡Oh, el mar, si no hay como el mar, y la mesa redonda, y la casa de baños, y los paseos por el muelle, y los conciertos al aire libre... y los teatros y circos!». ¡Qué contento estaba con la vida Quintanar! Su mujer era una joya; la más hermosa de la provincia, como había sido siempre, pero además ahora suya, completamente suya, y de un humor   —473→   nuevo, alegre, activo, como el que Dios le había otorgado a él...

-¿Y yo? ¿eh? ¿qué tal vengo yo señor Benítez?

-Magnífico, magnífico también; hecho un pollo.

-¡Ya lo creo!

-¿Y este galápago? Este galápago que ya va siendo viejo, ¿qué tal? -Y daba palmaditas en la espalda de Mesía-. Este sí que parece un chiquillo.

Y volviéndose a Frígilis que estaba presente, algo triste y desmejorado, añadía Quintanar:

-En cambio tú vas a escape para Villavieja... Y eso que tanto tono sabes darte con tu higiene, y tu vida de árbol secular. No, lo que es al siglo no llegas, carcamal...

Y abrazaba y daba palmadas en la espalda también a su Frígilis para que no tuviera celos de Mesía. Quintanar era feliz; quería que lo fueran todos los suyos, su mujer, sus criados, y los amigos, hasta los conocidos, el mundo entero.

Si Mesía le preguntaba en broma:

-¿Qué tal Kempis? ¿Qué dice de esto Kempis?

El otro contestaba:

-¿Quién? ¡Qué Kempis ni qué ocho cuartos!... Voy a hacer obras en el caserón. Voy a blanquear el patio y los pasillos, a empapelar el comedor y picar la piedra de la fachada. Verán ustedes qué hermosa queda la piedra amarillenta después que la piquemos. No quiero obscuridad, no quiero negruras, no quiero tristezas.

Mesía había convencido a la Regenta de que don Víctor, en rigor, venía a ser una cosa así... como un padre. Siempre había pensado ella algo por el estilo.

Sin embargo, se le debía el honor; y a pesar de tanta intimidad, de aquel amor confesado implícitamente,   —474→   Ana podía decir que don Álvaro no había puesto sus labios en aquella piel con cuyo contacto soñaba de fijo.

Mesía no se daba prisa. «Aquella casada no era como otras; había que conquistarla como a una virgen; en rigor él era su primer amor y los ataques brutales la hubieran asustado, le hubieran robado mil ilusiones. Además a él también le rejuvenecía aquella situación de amor platónico, de intimidad dulcísima en que sólo él hablaba de amor con la boca y ambos con los ojos, la sonrisa y todo lo demás que era mudo y no era deshonesto y grosero».

«Así como así el verano siempre le tenía un poco lánguido y desmadejado. Calculaba él, con aquella frivolidad afectada y natural al mismo tiempo de materialista práctico, calculaba que allá para el invierno él se sentiría fuerte como un roble y la Regenta estaría suave y dócil como una malva. Además, una barbaridad podía, si no echarlo todo a perder, retrasar las cosas, darles un giro menos picante y sabroso que el que llevaban. Ello diría, ello diría y no había de tardar».

Y en tanto la vida era una delicia. El maduro don Juan que, como él decía, était déjà sur le retour, se sentía transformado por la juventud y la pasión vehemente y soñadora de Anita. No recordaba don Álvaro haber deseado tanto a una mujer ni haber gozado con los amores platónicos, según él llamaba a todos los no consumados, como estaba gozando entonces.

La Regenta cayendo, cayendo era feliz; sentía el mareo de la caída en las entrañas, pero si algunos días al despertar en vez de pensamientos alegres encontraba, entre un poco de bilis, ideas tristes, algo como un remordimiento, pronto se curaba con la nueva metafísica naturalista que ella, sin darse cuenta de ello, había   —475→   creado a última hora para satisfacer su afán invencible de llevar siempre a la abstracción, a las generalidades, los sucesos de su vida.

Pero la misma Ana, tan dada a cavilaciones, tenía poco tiempo para ellas. Toda la vida era diversión, excursiones, comidas alegres, teatros, paseos. Entre la casa de los Marqueses y la de Quintanar se había establecido una especie de convivencia de que participaban Obdulia, Visita, Álvaro, Joaquín y algunos otros amigos íntimos.

Se iba al Vivero muy a menudo; se corría por el bosque, por la galería que rodeaba la casa, por la huerta, por la orilla del río. Todos parecían cómplices. Obdulia y Visita adoraban a la Regenta, eran esclavas de sus caprichos, se la comían a besos; juraban que eran felices viéndola tan tratable, tan humanizada. Y jamás una alusión picaresca, ni una pregunta indiscreta, ni una sorpresa importuna. Nadie hablaba allí del peligro que sólo ignoraba Quintanar. Muchas veces, cuando una tormenta como la de San Pedro descargaba sobre el Vivero, se quedaba allí toda la comitiva a pasar la noche. Ana se encontraba, sin buscarlo, pero sin esquivar las ocasiones, en contacto con Álvaro, apretada contra él en coches, palcos, bailes, bosques, muchas veces cada semana.

Un día de Noviembre, de los pocos buenos del Veranillo de San Martín, se emprendió la última excursión, por aquel año, al Vivero.

La alegría era extremada, nerviosa. Aquellos chicos, como seguía llamándolos Ripamilán, también expedicionario a pesar de los años, aquellos chicos que tenían en la quinta de Vegallana los mejores recuerdos de sus juegos alegres, se despedían con pesar de aquel rincón   —476→   de sus primaveras y sus otoños. Querían saborear hasta la última gota de alegría loca en la libertad del campo, en las confidencias secretas y picantes del bosque. Jamás Visita hizo la niña de mejor buena fe, jamás Obdulia consintió a Joaquín más tonterías, según su vocabulario lleno de eufemismos; Edelmira y Paco hicieron unas paces rotas ocho días antes; hasta los viejos cantaron, bailaron un minué y corrieron por el bosque; don Víctor hizo diabluras y se cayó al río, pretendiendo saltarlo de un brinco por cierto paraje estrecho.

Ana y Álvaro, al darse la mano por la mañana, al subir al coche, se encontraron en la piel y en la sangre impresiones nuevas. La noche anterior Álvaro había dicho que él se quería morir. No pedía nada, pero se quería morir. Ana en todo el camino de Vetusta al Vivero no dijo más que esto, y bajo, al oído de Álvaro: «Hoy es el último día».

Después de comer, a todos los amantes del Vivero les preocupó la idea de que la tarde sería muy corta. Joaquín y Obdulia sabían que todo el mundo era patria: «¡pero como allí!» Edelmira y Paco suspiraban también por sus escondites de la quinta, que iban a dejar muy pronto... Antes del último arranque de locura, de las últimas carreras por el bosque y de la última alegría hubo un cuarto de hora de melancolía... de cansancio mezclado de tristeza. La tarde iba a ser corta y la última. Visita se sentó al piano y tocó la polka de Salacia, un baile fantástico de gran espectáculo que se representaba aquellas noches en Vetusta. Salacia, la hija del mar, sacaba a sus hermanas del océano y no se sabe por qué a las bacantes a bailar en la playa una danza infernal; Ana recordó la impresión que aquella polka había causado en sus sentidos... «¡Las bacantes! Asia... los tirsos,   —477→   la piel de tigre de Baco». -Ana sabía mucho de estos recuerdos mitológicos y pronto había dejado de ver el pobre aparato escénico del teatro de Vetusta y las bailarinas prosaicas y no todas bien formadas, para trasladarse a la imaginada región de Oriente donde su fantasía, a medias ilustrada, veía bosques misteriosos, carreras frenéticas de las bacantes enloquecidas por la música estridente y por las libaciones de perpetua orgía, al aire libre. ¡La bacante! la fanática de la naturaleza, ebria de los juegos de su vida lozana y salvaje; el placer sin tregua, el placer sin medida, sin miedo; aquella carrera desenfrenada por los campos libres, saltando abismos, cayendo con delicia en lo desconocido, en el peligro incierto de precipicios y enramadas traidoras y exuberantes... Mientras Visita recordaba de mala manera en el piano aquella humilde polka de Salacia, que tenía de bueno lo que tenía de copia, la Regenta dejaba bailar en su cerebro todos aquellos fantasmas de sus lecturas, de sus sueños y de su pasión irritada.

De pronto se le antojó mirar una Ilustración que estaba sobre un centro de sala. «La última flor» decía la leyenda de un grabado en que clavó Ana los ojos. En un jardín, en Otoño, una mujer, hermosa, de unos treinta años, aspiraba con frenesí y oprimía contra su rostro una flor... la última...

-¡Ea, ea, al monte! -gritó en aquel momento Obdulia desde la huerta- ¡al monte, al monte! a despedirse de los árboles...

Visitación azotó con fuerza las teclas violentando el compás de su polka... y en seguida cerró el piano con ímpetu:

-¡Al monte! ¡al monte! -gritaron de arriba y de abajo.

Y salieron por el postigo a despedirse de robles, encinas,   —478→   espinos, zarzas, helechos, y de la yerba fresca y verde de la otoñada.

Aquella noche se prolongó la fiesta en Vetusta; era la despedida del buen tiempo; el invierno iba a volver, el diluvio estaba a la puerta... Y se improvisó una cena para todos aquellos señores. Muchos a las doce, después de bailar y cantar y alborotar, ya tenían apetito; se había comido temprano; otros no hicieron más que probar golosinas y beber. Como la noche se había quedado tan serena y templada que parecía de las primeras de Septiembre, se cenó en la estufa nueva que se inauguró en este día; era grande, alta, confortable, construida por modelo de París. Don Álvaro, inteligente en la materia, dijo que se parecía, en pequeño, a la de la princesa Matilde. ¡Cómo envidió Obdulia aquel dato! Y sintió orgullo. ¡Un hombre que había sido su amante podía hablar de la serre de la princesa Matilde!

Se cenó allí. En el salón amarillo, donde se había bailado después de volver a Vetusta, mediante algunos tertulios de refresco, se apagaban solas las velas de esperma, en los candelabros, corriéndose por culpa del viento que dejaba pasar un balcón abierto. Los criados no habían apagado más que la araña de cristal. Las sillas estaban en desorden; sobre la alfombra yacían dos o tres libros, pedazos de papel, barro del Vivero, hojas de flores, y una rota de Begonia, como un pedazo de brocado viejo. Parecía el salón fatigado. Las figuras de los cromos finos y provocativos de la Marquesa reían con sus posturas de falsa gracia violentas y amaneradas. Todo era allí ausencia de honestidad; los muebles sin orden, en posturas inusitadas, parecían amotinados, amenazando contar a los sordos lo que sabían y callaban tantos años hacía. El sofá de ancho asiento amarillo,   —479→   más prudente y con más experiencia que todo, callaba, conservando su puesto.

Una ráfaga de viento apagó la última luz que alumbraba el cuadro solitario. El reloj de la catedral dio las doce. Se abrió la puerta del salón y pasaron dos bultos. Las pisadas las apagó en seguida la alfombra. Por toda claridad la poca de la calle, producto de la luna nueva y de un farol de enfrente, adulación del municipio nuevo a la casa del Marqués. Al abrirse la puerta se oyó a lo lejos el ruido de la servidumbre en la cocina; carcajadas y el run, run de una guitarra tañida con timidez y cierto respeto a los amos; este rumor se mezclaba con otro más apagado, el que venía de la huerta, atravesaba los cristales de la estufa y llegaba al salón como murmullo de un barrio populoso lejano.

Los dos bultos eran Mesía y Quintanar, que ebrio de confidencias perseguía a su amigo íntimo con el relato de las aventuras de su juventud, allá en la Almunia de don Godino.

Don Álvaro se dejó caer en el sofá, soñoliento y soñador; no oía a don Víctor, oía la voz del deseo ardiente, brutal, que gritaba: «¡hoy, hoy, ahora, aquí, aquí mismo!».

Y en tanto el ex-regente, a quien aquellas sombras del salón y aquella discreta luz del farol de enfrente y del cuarto de luna parecían muy a propósito para confesar sus picardías eróticas, continuaba el relato, para decir de cuando en cuando, a manera de estribillo:

-¡Pero qué fatalidad! ¿Cree usted que por fin la hice mía? ¡pues, no señor! pásmese usted... Lo de siempre, me faltó la constancia, la decisión, el entusiasmo... y me quedé a media miel, amigo mío. No sé qué es esto; siempre sucede lo mismo... en el momento crítico me falta el valor... y estoy por decir que el deseo...

  —480→  

Una vez, al repetir esta canción don Víctor, a Mesía se le antojó atender; oyó lo de quedarse a media miel, lo de faltarle el valor... y con suprema resolución, casi con ira pensó:

-Este idiota me está avergonzando, sin saberlo... Ya que él lo quiere, que sea... Esta noche se acaba esto... Y si puedo, aquí mismo...

Poco después, los dos amigos, cansado hasta el mismo don Víctor de confesiones, volvieron a la mesa, donde reinaba la dulce fraternidad de las buenas digestiones después de las cenas grandiosas. No estaba allí Anita.

Salió Álvaro sin ser visto, por lo menos sin que nadie pensara en si salía o no, y entró de nuevo en el caserón. En la cocina seguía la algazara. Lo demás todo era silencio. Volvió al salón. No había nadie. «No podía ser». Entró en el gabinete de la Marquesa... Tampoco vio entre las sombras ningún cuerpo humano. Todo era sillas y butacas. Sobre ellas ningún bulto de mujer. «No podía ser». Con aquella fe en sus corazonadas, que era toda su religión, Álvaro buscó más en lo obscuro... llegó al balcón entornado; lo abrió...

-¡Ana!

-¡Jesús!