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La riega de la gusana

Manuel Fernández Ladreda

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

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Empecemos ahora a caminar por la ladera de la áspera sierra de Priera, competidora en legendaria importancia del monte Auseba que a su frente se levanta. Forma parte de aquella la cuesta de Cabia cuya raíz deriva, según la tradición, de Cruz -había-  así llamada porque durante la batalla de Covadonga el alto monte sirvió de pedestal al Signo de la Redención que, como cruzados haces de rayos del sol, brilló en aquellos solemnes momentos para sostener y alentar a los cristianos combatientes.

En su cima se levantaba en otro tiempo una ermita que se ha pretendido por algunos ser la que la milagrosa Virgen escogió por sí misma para morada. Dio lugar esta creencia a que una noche -allá a principios del siglo XVII- desapareciese la Sagrada Imagen de su santuario, viniendo a ser hallada al día siguiente en la ermita de Cabia, díjose entonces que la Virgen no quería vivir sino en el alto de la sierra, pero de cómo se verificó el milagro pudiera dar cuenta cierto sacristán que, poco después, remaba en las galeras del rey y que siempre protestaba de que la había llevado allí su excesivo amor a las tradiciones1.

El tiempo ha pasado la mano por la ermita, y sus ruinas no son ya sino enterrados escombros. El sitio que ocupaba llámase hoy «oración de Cabia» porque, descubriéndose desde el Santuario de Covadonga, los pastores trashumantes, que por allí pasan, postra, al llegar a aquel punto, la rodilla en tierra, y elevan a la Madre de Dios fervorosa plegaria.

Encuéntrase la cumbre de Priera hendida por enorme desgaje que hizo de una montaña dos. Cuenta la tradición, a este propósito, que en aquel memorable día en que un puñado de valientes encomendó a la suerte de las armas los destinos de —105—  España, y cuando la batalla se encontraba en lo más recio del pelear, los moros, convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos para rendir de frente a los héroes que en el Auseba se refugiaban, intentaron atacarlos por el flanco, a cuyo efecto se corrieron por la ladera de Priera. Aunque si hubiera de sumarse el valor de los montañeses, defensores del paso que intentaban los agarenos, y por él juzgar de su número, igualaran al ejército de Xerses, eran en realidad tan pocos, que los mahometanos se hallaban a punto de conseguir su intento, con lo que la batalla fuera perdida y con ella perdida también para siempre España. Estremecióse entonces la tierra, como si temblara de espanto, viose la cumbre del monte levantarse cual si, gigante acostado, se incorporase, y con estruendo, de que ningún humano podrá jamás formarse idea, se precipitó en el fondo del valle.

Allí hallaron sepultura los vencedores de Guadalete.

Por el valle corre un arroyo, sierpe de plata, cuyas transparentes aguas desmienten el nombre de «Riega de la Gusana» con que se le conoce. Y es que aquella cristalina corriente, socavando los escombros del hundido monte, fue, durante muchos años, constante manantial de podredumbre y gusanos. ¡Tal era la forma en que reaparecía el poderoso ejército de Alkaman! Lector, ahora que hemos terminado el relato, si no de todas, de las principales leyendas que se refieren a los lugares que en tu camino encontraste; —106—  ahora que has llegado ya al estrecho valle de Covadonga, por todas partes cercado de altísimas montañas, cual si en él terminase el mundo, tiende la mirada hacia tu izquierda y contempla el monte Auseba, meta de tu peregrinación.

Desde ese mismo sitio, llena el alma de las más altas emociones, palpitante el corazón de entusiasmo, hemos visto nosotros también por primera vez el enorme peñasco cortado a pico en cuyo centro se halla el Santuario de la Virgen de Covagonda, Nuestra Señora de las Batallas, acurrucado en su cueva como el aguilucho en el aún no abandonado nido. Ahí hemos recordado el hecho más trascendental de la vida de España: ahí nos hemos dejado trasportar por la imaginación a aquel glorioso día en que nuestros mayores supieron escribir con su sangre y su heroísmo la página más brillante de la historia patria, desde ese mismo sitio hemos visto pasar en fantástica procesión los héroes todos de la epopeya de ocho siglos, que no tiene igual en los anales del mundo.

Embargada aún el alma con estas impresiones subimos la agria pendiente y fuimos a postrarnos y a orar, cubiertos los ojos de lágrimas y rebosando el corazón religiosa gratitud, ante la imagen sagrada de la Madre de Dios.

FUENTE

Fernández Ladreda, Manuel, «Más leyendas», De Oviedo a Covadonga, pág. 97.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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