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Capítulo IX

Aumenta el malestar de las gentes del campo, el olvido de sus deberes en las clases directoras y la indiferencia religiosa, que es su causa, en todos. -La Iglesia jamás abusó de su poderío económico. -La antigua organización de la propiedad evitó la mendicidad y la usura en los campos, en donde su aparición es de época reciente. -El Clero en España secundó, patriótica y vigorosamente, el renacimiento de nuestras Ciencias, Artes y Agricultura, iniciado durante el reinado de Carlos III.

     La situación de la clase productora, por la desacertada organización de la propiedad y trabajo agrícolas y de las relaciones entre las ciudades y los campos, es cada día más lamentable. El desconocimiento de las funciones sociales que la propiedad territorial debe desempeñar, olvidando los propietarios el cumplimiento de sus deberes, deshecho y roto el vínculo moral que a unas y otras clases amorosamente enlazaba, dulcificando toda contrariedad, hace que cundan por los campos sentimientos de odio y despiértanse insanos apetitos, con tanta mayor intensidad cuanto más profundos son los males que experimentan. Sólo quienes desconocen la constitución y relaciones entre la propiedad y el trabajo en pasados tiempos, pueden presentarnos aquellas épocas como calamitosas para el pobre cultivador de los campos. Verdad es que la mayor parte de la riqueza territorial estaba acaparada por la aristocracia, la Iglesia y los Municipios; que los bienes exentos de tributación y los privilegios de clases, así como el espíritu aventurero y la vigorosa emigración que por afán de riquezas se verificó en España a raíz del descubrimiento de América, y las incesantes guerras que nuestra nación sostuvo, produjeron en los siglos XVII y XVIII la desolación de nuestros campos; pero es un hecho innegable que nunca el elemento económico del feudo fue origen de diferencias entre la aristocracia y los cultivadores, y que las relaciones del colono con la Iglesia fueron siempre cordialísimas. Así Taine, citado por D. E. Sanz y Escartín, pudo decir que, por más que ha leído, no ha logrado encontrar en la nobleza antigua los tiranos rurales descritos por los declamadores de la revolución; y Laboulaye, tratando de los bienes de la Iglesia, de los servicios que con ellos prestó a la civilización, afirma que jamás se ha hecho mejor uso de una potencia tan considerable. Los colonos gozaban el usufructo del quiñón o terrazgo a perpetuidad y bajo condiciones ventajosísimas. Hemos oído a ancianos labradores que conocieron el tan denigrado régimen que la revolución rompió sangrientamente, que ellos antes hubiesen vendido sus propios campos que ceder el arrendamiento de los que administraban de la propiedad de la Iglesia. Los graneros de las Corporaciones eclesiásticas estaban siempre abiertos y prontos a remediar las necesidades de los labradores; así era desconocida la usura en las campiñas. Consúltese la historia de la fundación y desarrollo de todos los institutos benéficos y de enseñanza de nuestra patria, y en todos ellos se verá la eficaz intervención de la Iglesia con sus caudales y su sabio consejo. Se admirará por igual su generosidad y el levantado espíritu que inspirara a todas sus fundaciones.

     Lo que principalmente era dañoso para la producción y progresivo desarrollo de la Agricultura, no puede imputarse a las relaciones entre la propiedad territorial y el obrero del campo, cuyo bienestar debe siempre constituir, la preocupación de los estadistas, porque siempre serán el mayor número; bienestar que acaso nunca vuelva a disfrutar en la medida que hasta el principio del segundo tercio de este siglo gozó.

     El pauperismo y la mendicidad en los campos eran fenómenos desconocidos; los bienes comunales o del Municipio completaban el sistema de garantías que el pobre encontraba en aquella sociedad, tan violenta como injustamente despreciada por ciertos economistas que, en su afán de dignificar y elevar al hombre, le colocan a la misma altura que cualquier producto de mercado que sufre las oscilaciones inherentes a la ley de la oferta y la demanda. Raro era el Municipio que no poseía distintos aprovechamientos que constituían una sólida base de trabajo y aseguraban la subsistencia del menesteroso. Ora el derecho de alimentar en los pastos comunes el indispensable ganado de una u otra clase, sin que ni de su cuidado hubiera de preocuparse, pues el Municipio pagaba un pastor para todos. Ora el derecho de leñar en los bosques comunes, de roturar tierras incultas, de cavar regaliz, malvabisco, etc., etc., según las localidades, constituían recursos preciosos que por completo hacían imposible la miseria de los humildes. Se comprenderá fácilmente que, alejadas de los campos las clases inteligentes que conceptuaban bajo todo otro oficio que no fuera el de las armas o las letras, y abandonados los campos por completo en manos de las humildes gentes que los cultivaban, pocas mejoras y adelantos habían de realizar. Si a esto se añade el espíritu antirrural que inspiraba a muchas leyes, impidiendo cerramientos, dificultando la edificación en las campiñas, y otorgando franquicias, derechos y privilegios a la ganadería, que mediante la asociación de sus propietarios, constituyendo en la Corte representación valiosísima en su honrado Concejo de la Mesta, adquiriendo incontrastable poder, con evidente perjuicio de la Agricultura, se explica que no pudiese tomar desarrollo la propiedad media, la que siempre debe constituir el nervio de la producción agraria, esa clase, casi desconocida en España, de propietarios inteligentes y estudiosos que imprimen e1 verdadero progreso en el cultivo. De esta situación derivose un daño positivo, dificultando el desenvolvimiento de esa clase intermedia, que debe enlazar y establecer insensible graduación entre el poderoso y el humilde; siguieron quienes debían constituirla los únicos caminos expeditos que aquellos tiempos les ofrecían, y o bien fueron militares todos los que sentían bulliciosos impulsos de guerrera gloria, o cobijáronse en los conventos quienes experimentaban inclinación por los trabajos de la inteligencia o aquella admirable abnegación de sí mismos, que hace a las instituciones del Catolicismo misterio inexplicable para muchos espíritus estrechos que no conciben el esfuerzo y sacrificio si no está en visible relación y correspondencia con la material utilidad. Las Comunidades religiosas, corporaciones democráticas, por excelencia, que no establecían diferencias entre la admisión del más linajudo segundón y del más humilde pechero, así como el número de clérigos, adquirieron un desenvolvimiento extraordinario y desproporcionado con las necesidades espirituales de la mermada población de nuestro territorio. El excesivo número de clérigos, que distraía fuerzas valiosísimas a la Agricultura, Industria y Artes, fue lamentado por ilustres patriotas de todos los estados, ya seglares, ya eclesiásticos. El maestro Gil González Dávila decía que si el Rey Felipe IV pidiera parecer a los Obispos y al Consejo sobre el modo de evitar que hubiese tantos Clérigos, fuera inspiración divina; pues en su tiempo sólo las Ordenes de Santo Domingo y San Francisco tenían en España treinta y dos mil Religiosos, y los Obispos de Calahorra y Pamplona veinticuatro mil Clérigos. �Sacerdote soy�, decía; �confieso que somos más de los que son menester, y que ya es tiempo de renovar un canon de un Concilio lateranense, para que no sean admitidos a las Órdenes más Ministros de los que son menester�. López Bravo, en su opúsculo De rege et regendi ratione, D. Diego de Saavedra Fajardo en sus Empresas políticas, Diego de Arredondo, Miguel Álvarez Osorio, Moñino, Campomanes, Carrasco, Jovellanos, y tantos otros, citados por el Sr. Cárdenas, lamentaban el excesivo número de eclesiásticos que en España había, agravando, por el celibatismo de más de ciento sesenta mil Religiosos, la tremenda despoblación producida por la expulsión de los árabes el año 1610, a pesar de la representación en contrario que las Cortes de Aragón elevaron al trono el año 1609, y por las guerras no interrumpidas que nuestra Nación sostuviera.

     Y cuando a fines del pasado siglo se iniciaba el hermoso período de nuestra regeneración moral y material; cuando ya en el Informe del insigne Jovellanos se reconocía lo que se había hecho para evitar mayor acumulación de riquezas por las Comunidades y movilizar parte de las existentes; cuando se proponían medios eficaces y conducentes para remediar los daños de la patria; cuando no sólo conocíamos estos felices antecedentes, sino la patriótica, espontánea y fecunda intervención de la Iglesia en el movimiento de nuestro progreso y mejoramiento, rompiendo con todo principio de justicia y aun de conveniencia, se verifica la más insensata, estéril y perjudicial de las revoluciones, con su horroroso séquito de crímenes vergonzosos y sangrientos. A la vista de las lamentaciones de las clases desheredadas y de los egoísmos de los afortunados, nos ocurre pensar si esta sociedad, que contempló con estoica tranquilidad la matanza de frailes indefensos, tiene derecho a escandalizarse por las demasías de esa escuela o agrupación que es la negación de todo lo existente.

     No creemos que nadie ponga en duda el hecho de que el Clero de todos los órdenes cumplía como bueno sus deberes patrióticos secundando y frecuentemente iniciando cuanto significaba mejoramiento, cultura y salud de la patria. A los dos meses de cursado el prospecto suscrito por el primer Ministro del Rey D. Carlos IV, en el que se dirigía a los Alcaldes, Párrocos y cuantas personas se interesasen por el fomento de la Agricultura y artes, solicitando su apoyo y concurso para la publicación de un Semanario, monumento notabilísimo, enfrente del cual no podemos en la actualidad presentar trabajo semejante, varios Prelados y multitud, de Clérigos de todos órdenes contribuían con su celo, su personal trabajo, estudios interesantes y atinadas observaciones a difundir y hacer amable cuanto con el adelanto de la Agricultura y pequeñas industrias derivadas se refería: publicáronse veintitrés tomos, que constituyen hermoso alegato de honrosos títulos con que el Clero se hizo acreedor a la gratitud y obligación de sus conciudadanos. A cientos podríamos citar los sacerdotes que personalmente o a sus expensas verificaron los más variados ensayos, algunos tan notables como el primoroso estudio práctico llevado acabo a expensas del Sr. D. Juan Antonio Hernández de Larrea, meritísimo Deán de la Santa Iglesia Catedral de Zaragoza, respecto del cultivo de distintas clases de trigo y rendimiento en pan, bajo la inteligente dirección del nunca bastante alabado e ilustre patricio D. Ignacio de Asso, Director de las Reales Escuelas de Química y Botánica establecidas por la Real Sociedad Aragonesa y publicado el mismo año para conocimiento y enseñanza de todos. Por cierto que en nota que el mismo Asso incluye en la Memoria impresa a que nos referimos, dice que al mismo D. Juan Antonio Hernández de Larrea se debe principalmente la creación de la Escuela de Matemáticas de Zaragoza y el establecimiento del Jardín Botánico y El laboratorio Químico, en cuya habilitación lleva ya gastados más de quince mil reales.

     La indefinida citación de hechos de esta naturaleza, trabajo en que con gusto nos detendríamos, nos apartaría de nuestro concreto propósito; además juzgamos, con los indicados datos sobradamente demostrada nuestra anterior afirmación de que la Iglesia, no sólo no era una rémora para el adelantamiento y fomento de la riqueza agraria y general cultura de nuestro pueblo, sino todo lo contrario, el portaestandarte del progreso en todos los órdenes.

     En el concepto económico no fue más afortunada la revolución que violentamente destruyó las órdenes religiosas y privó al Clero de sus bienes. Padece entonces intentar la creación de la familia agrícola y de la finca rural con relativa facilidad, y no se hizo. Pero de reconocer que fuera excesiva la acumulación de bienes y el desarrollo de las Corporaciones eclesiásticas, bajo ningún concepto se deduce que debieran desaparecer. La congestión y la anemia matan del mismo modo: calificaríamos de loco a quien por evitar la excesiva frondosidad del mejor árbol de su huerta, lo arrancase de raíz, y esto se hizo en España. Si el excesivo y vigoroso desarrollo económico del más importante organismo de los que constituyen la vida de una nación amenaza romper el necesario equilibrio y trastornar la economía pública, debilítesele sin destruirlo, y fortalézcanse las demás instituciones hasta lograr el equilibrio que constituye el armónico y paralelo desenvolvimiento de todas las actividades, originando corno consecuencia el verdadero progreso.

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