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-¡Que hable, que hable, muy bien!...

Don Cayetano retrocedió como ante la inminencia de un ataque abrumador, pero de nuevo alguien le empujó hacia la primera línea visible y tremendamente peligrosa.

-Los correligionarios le quieren oír... -afirmó don Ramón atrayéndolo también al ruedo, en espera tal vez de su solicitado testimonio relativo a las calumnias de la oposición.

El viejo miró a todas partes, pero como no había una sola grieta por donde escapar, su intención quedó cegada sobre la misma raya del peligro. Los labios le temblaban, se sentía acosado, rodeado de miradas expectantes, acaso maliciosas, y sonrisas de dientes sucios o podridos. Si hubiese previsto semejante desenlace, hacía rato que hubiera escurrido el bulto, ¡y ni aún quien sabe si hubiera venido!

-Señores... -dijo el fin, no tartamudeando, sino temblando-. Señores, yo no sé hablar... yo no he podido estudiar porque siempre tuve que trabajar... apenas puedo hablar para saludar... a los amigos...

-¡Muy bien, muy bien! -lo animó uno dándole una tregua y otros se unieron a la salva.

Pero ni así. No había tiempo para sus cálculos y meditaciones, ¡había que decir algo con toda urgencia! La pausa se hacía dolorosa y cuando ya se insinuaba algún movimiento para terminar la expectativa, el orador encontró de nuevo un hilo.

-Yo vengo aquí para ponerme a las órdenes de don Ramón, porque él es un hombre que entiende, un hombre comprensivo, un hombre que está al lado del derecho y contra la injusticia...

-¡Muuuy bien! -aplausos.

-He recurrido al señor Comisario, y no me hizo caso; he recurrido al Juez, y no me hizo caso; he recurrido a don Ramón, ¡y él sí me hizo caso!

-¡Vía don Ramón de la Crú! -gritó un ciudadano en un arranque incontenible de ardor.

-¡Vííía! -respondieron todos con gran entusiasmo. La frase le había salido redonda; el espíritu se remontaba.

-Recurrí al cura párroco, ¡y no me hizo caso!... Recurrí a don Ramón, ¡y me hizo caaaso!

-¡Tre hurra don Ramón, jep, jep, jep... rrra! ¡Jep, jep, jep... rrra! ¡Jep, jep, jep... rrra!

-Porque... porque ustedes tienen que saber, correligionarios, que los curas tienen secuestrada a mi hija, una niña menor que se va de su casa para caer en las garras de esos cuervos, ¡esos individuos que viven sin trabajar, chupando la sangre del pueblooo!... -rugió don Cayetano, ahora ya flameante en la tribuna.

¡Mas, oh, sorpresa!, en lugar de producirse una correspondiente alta vibración en el alma de la concurrencia, un silencio extraño paralizó el fervor político hasta entonces en ascenso. Hasta los más borrachos y distraídos buscaron apoyo en la mesa o los árboles esperando entender con más equilibrio. Don Ramón se puso a hacer señas con la mano para que terminara el orador o cambiase el tono del discurso o rectificase lo que estaba diciendo, ¡pero vaya uno a meterse con tontos!, y la ocasión había transformado al humilde zapatero ¡en un tribuno de pasión rugiente!

-¡El clero que vive de la ignorancia!... los curas les hablan a nuestras hijas inocentes en el confesionario y les meten en la cabeza una cantidad de macanas para que dejen su casa y se vayan con ellos... -el manso gringo había cambiado. Por arte de magia, de sorpresa, le habían abierto una peligrosa válvula que le permitía extenderse, borbotar poderosamente, ir a los otros, desahogarse, dar forma a la protesta contra un dolor que le machacaba el nervio que empuja el deseo de vivir-. Yooo... -gritó aún más alto avanzando un paso, pero en ese mismo momento algo caliente y macizo, pero no duro, le dio con fuerza en la nuca. Se volvió por instinto, y entonces un asador con restos de carne le pegó en la cara. Vaciló sorprendido, e iba a reclamar, pero como algo absurdo e inentendible, como una súbita imagen de locura, vio que la gente de su alrededor reía. Más cosas le arrojaban, huesos comidos, palos, bosta endurecida, lo que encontraban a mano.

-¡Hereje! -gritó uno.

Yablo masón! -chilló una mujer.

Ahora empezaban a llegar algunos leños del fuego del asado y la concurrencia se dispersaba precipitadamente para no recibir un golpe gratuito.

-¡Piiipu! Paí aparte... esto bringo son todo comunisto!

Don Cayetano retrocedió y retrocedió cada vez más asombrado sin atinar con el por qué de la agresión, ni cómo se había llegado a este trueque completo del ambiente en cuyo solícito cultivo había puesto lo mejor de su voluntad. El desconcierto era completo, sus más ágiles premisas no podían corresponder a ninguna causa. Había contado que la tenían secuestrada a su hija, ¡y se ponían en su contra!... Ahora, después de muchos años, volvía a sentirse extranjero porque no podía entender el lenguaje de lo que sucedía alrededor. Todo era magia y asombro para sus ojos fascinados, aunque por cierto con el signo de la perdición. ¡Quedaba solo!

-¡Déjenle, déjenle! -oyó un grito que podía ser de don Ramón. En efecto, comprendió que llamaba a los que estaban más ensañados con él y los llevaba hacia la casa. Burlas, risas despectivas, carcajadas llenas de provocación. Se oyó llamar «bringo tepotí», «gringo tabý», «aña memby» y otras lindezas expresadas en lengua vernácula con profunda e indeclinable sinceridad.

Lo dejaron al fin; algunos seguían discutiéndolo a él, objetivamente, desde lejos, según se podía observar, pero los más, tomaban sus caballos o salían en grupos proponiéndose a buscar lugares menos tumultuosos para organizar un truco que ayudase a digerir la novilla del hereje, que aún podía resultar envenenada, o cuando menos, indigesta. Unas cuantas mujeres y chicos flacos, desnudos, de cutis obscuro, terroso con sus secciones amarillentas, que por largo tiempo no alcanzaban un zoquete substantivo, primero se precipitaron sobre los restos de la carne y después con más parsimonia, siguieron comiendo la mandioca, el pan y la ensalada y a cargar todas las sobras en latitas traídas a propósito. Vagaban buscando detrás de los árboles, donde algunos correligionarios hartos habían abandonado los espetones aún apretados entre sabrosas tiras. Eran como una especial categoría de perros que invadía los lugares del festín. Una mujer desgreñada, sin preguntárselo a nadie, se apoderó de algunas menudencias que se habían reservado para bocaditos especiales; otra se fue con las patas y dos chicos se disputaron la cabeza. Ni lo miraban, se había sentado sobre una raíz saliente. Hacía largo rato que todo había vuelto a un silencio donde sonaban los moscardones, los lejanos vagidos de recentales y los leves pasos de los infantiles rebuscadores de sobras. El sol poniente se metía por debajo de los árboles y las sombras corrían vanas y largas, caminando cada vez más rápido hacia el fondo del infinito.

Un hombre de edad se acercó haciendo ruido para llamar la atención, pero no hubo manera de atraer aquellos viejos ojos fijos y tristes. Entonces se le plantó delante:

-Don... don... ¿estás enfermo?... -y hubo de reiterar aún, después de una pausa-, ¿estás enfermo, don?

Don Cayetano pareció advertir que le hablaban, pero aún sin mirarlo directamente, y como pensando en voz alta en un tono dramático y resignado, dijo:

-Se acabó la farra...

-¿Cómo dijiste?..., ah, ¿si se acabó la farra?, ya se jueron todo, hace rato.

-¿Ya se fueron todos?

-Sí, hace rato. Parece que se formó un disgusto después de comer y se jueron todo.

-Está bien... entonces me voy yo también -se levantó y desde allí mismo se dirigió hacia la tranquera de salida sin buscar antes el camino de la casa para despedirse y disponer de sus cositas que quedaban libradas a la ratería.

-¡Don... ¡don! ¡Tomá tu sombrero, don! -le alcanzó el hombre llamándolo.

-Gracias -le dijo y le pasó una mano flácida. Una mano de fabricante de pompas de jabón; ya no la mano de un fuerte obrero de filosa trincheta y martillo cantarín.

El pobre hombre había quedado débil y blando como una mojada figura de cartón; una hija, un cura, un Comisario, un Juez y el caudillo don Ramón de la Cruz, le habían ido derrumbando poco a poco hasta la última estructura de su ser. Se iba por un camino polvoriento hacia su casa, sin saber para qué. Al llegar había caído la noche; abrió la puerta que no le guardaba nada que quisiese; entró en su hogar lleno de tinieblas a sumirse en su absoluta e inentendible tristeza y soledad.



Reconoció su derrota, y ya no quiso luchar. Una vez más debía torcer radicalmente de rumbo y propósito en la vida, pero esta vez el cambio consistía en dejarse estar, abandonarse a merced de los sucesos, flotar en la corriente del sufrimiento como un cuerpo impregnado de fatalidad que ya no busca ni ve una orilla.

El día siguiente lo pasó sentado en el negocio, con las puertas cerradas y no abrió aún a Quispe, quien si venía debía de hacerlo por alguna razón muy especial. ¿Para qué?... Se entretenía ahora pensando en la enormidad de su fracaso, lamiéndose las heridas aún estremecidas de dolor. Mas por mismo contraste, su pensamiento se fue corriendo hacia aquella ilusionada y feliz juventud, cuando la familia estaba constituida alrededor de la mesa bien provista, presidida por la esperanza y amparada por la bendición de Dios. Entonces estaba seguro de que en algún momento próximo había de cumplirse la gran promesa de triunfo que América le debía como una necesidad. El destino, el Hado o quien quiera que fuese, tendría en cuenta la enormidad del sacrificio, el afán intenso que significaba cruzar el mar, remontar los ríos, picar la selva y deambular por los campos en busca de la ventura. Sus penurias tenían que recibir resarcimiento. Y allí estaba la posibilidad de una naturaleza maravillosa, túrgida de bienes, lista para ser transformada a favor de quien aplicase a sus leyes los procedimientos de la técnica. Era cuestión de dar con los medios para explotar algún resquicio. Desechar la forma primitiva de arreglarlo todo con guapeza, sufriendo o haciendo sufrir, tirando abajo cien arbustos para sacar la mitad de un tronco; arrastrarlo por huellas horrendas con más y más yuntas de bueyes, a palanca, látigo y grito, o sufrir la lluvia que viniese, o no prevenir la seca y aceptar sin protesta el dictado de la potencia mayor. Y ese mismo orden llevado a la relación social: disposiciones caprichosas, sostenidas con la fuerza, inspiradas en ella, sin otra originalidad, aún cuando pudiera ser buena la intención.

Se acordó de aquel Sargento de compañía que encontró a un paisano entre unos indios guayaquíes cazados en la selva por un empresario con persistentes hábitos de encomienda colonial. La autoridad había visto que en la partida estaba uno de cutis tostado, pero blanco, de facciones afiladas y que hablaba guaraní, lenguaje que no comprendían los demás. Intrigado empezó a preguntar, y sin muchos rodeos el supuesto indio le informó que él era «cristiano», y que en trance de evitar un reclutamiento arbitrario, había mal herido a uno o dos de la comisión y escapado después al monte. Luego de muchas peripecias encontró a unos indios y se fue con ellos.

-¿Desde cuándo anda así?

-Desde el tiempo de la guerra del Chaco.

-¡Pero qué bruto -había exclamado el Sargento- cómo un paraguayo, un hombre civilizado va a dejar su pueblo para volver con los indios!

-Entre ellos tengo a mi mujer, a mis hijos, vivo libre, tengo lo que quiero...

-¡No, señor, no puede ser, cómo se atreve a decirme que tiene lo que quiere entre los animales, viviendo como un indio, cuando aquí puede tener su casa, su poncho, subir a caballo, en tren, en camión y hasta en aeroplano!... ¡No sea bárbaro, no me quiera mentir!

El otro era torpe para las razones, pero detrás de sus ojos obscuros había una constancia de seguridad que le permitía empecinarse y repetir que sólo entre las sombras de la selva estaba su felicidad. Entonces, en vista de que nada se conseguía con palabras, el Sargento lo amarró a un árbol y le aplicó una feroz paliza para convencerlo de que la civilización era mucho mejor que la barbarie.

-Es inútil, no hay nada que hacer con esto individuo, ¡solamente mano de hierro!

¡Mas ni con ésa, pues apenas pudo el bruto se volvió a la selva!

Lo singular era que el sargento obraba de buena fe, creyendo sinceramente en la verdad de su receta, por más que una y otra vez le hubiese conducido a resultados desastrosos.

En aquellos tiempos tenía la energía de apostar una y otra vez hasta doblegar la probabilidad adversa, de buscarle la vuelta a las cosas, de un modo, de otro, obligándolas a entregarse, sabiendo por experiencia antigua, por sabiduría secular, que no buscaba nada que no se hubiese hecho, ni fuese imposible. «¡Otros tiempos!»... Entonces estaban las ilusiones, cada esfuerzo era un tránsito hacia el ideal, y a su mismo lado tenía un concreto y visible por qué luchar, un fin atractivo e indudable que daba a la aspereza de la pugna el justificativo de la generosidad. ¡Vencer para dar!; ¡ser feliz haciendo feliz! Héctor, aquel sano pedazo de amor, belleza y energía... Nunca se estaba quieto. Mareaba hasta tenerlo cerca, era un impulso constante.

-¡Por Dios, sosegate un minuto!

Pero no le era posible; aún en el momento en que le estuviera sometiendo a una reprimenda, encontraba forma de hamacarse, flexionar los brazos contra los bordes de la mesa, apoyarse saltando en uno u otro pie. «Un azogue, ¡qué chico! ¡Ja, ja, ja!...» ¡Todo había que ponerlo bajo doble llave porque lo había de revisar, palpar, destruir, desarmar, perder! Un día, ya no se acordaba con qué motivo, le había dicho que cuando muriese podría tocar todas sus herramientas. Pues esa noche cuando la madre le preguntó si por qué rezaba con tanto fervor a San Antonio, contestó:

-Rezo para que papá se muera.

-¡Por qué, mi hijo! ¿Cómo vas a pedir eso?

-Para tocar todas sus cosas.

Se rió. ¡De lo que le había librado San Antonio!

Bueno, ¡y comía ese bendito! ¡Era de una glotonería insaciable! Habían reído a carcajadas la vez que reparando en unos pimpollos de rosa, pregunto:

-Se comen, ¿mamá?

-Tenía seis años.

Las imágenes de su pasado le acometían en grandes olas que le pasaban por los ojos fijos e inertes para la visión actual. No había advertido la hora, ni la comida puesta, ni que los mismos objetos de su alrededor ondulaban también y se deformaban en caprichosas curvas, como cuerpos sumergidos. El calor de la siesta y el medio día pasaba sobre su indiferencia y en un momento de la tarde cuando la silla recibió el sol, tampoco la movió de sitio. Sentía cierto frío, pero un cansancio infinito le impedía socorrerse, ni aún atinar qué cosa hacer. Ahora el derrumbe era completo, y la muerte, contra cuyo acabamiento una y otra vez había logrado reagrupar sus energías, le parecía una amiga próxima, la gran bendición de la paz para el hombre rendido.

Sólo ya de noche, cuando debía acostarse, se le ocurrió salir a la calle a caminar despacio por la silenciosa calzada llena de la melancolía de la luna. Se fue hacia la esquina y volvió, pero cuando fue por segunda vez, se dejó llevar por sus pasos. «Sí, esto se acaba». Una música cadenciosa de jazz salía blandamente de alguna casa obscurecida transportando por la comba del éter un cifrado mensaje de soledad. Venía de tan lejos y, sin embargo, traía consigo el mismo sello de pesar.

Una trompeta se retorcía vibrante o ronca en su afán afiebrado de expresión. El mismo grito traducido... ¿y entonces, qué? Si un sentimiento semejante estaba derramado de uno a otro confín del globo, ¿entonces, qué? ¿No sería acaso absurdo dolerse por una ventura imposible? Pero no, no es cuestión de calmarse con palabras, hay diferencias y grados en la desdicha; una cosa es sufrir por el mal metafísico, imponderable, fugitivo y cambiante, enfermedad de pura excelencia y afán de absoluto, y otra, muy otra, verse privado del mismo soporte de la existencia, de toda razón para vivir. «Esto se acabó». Una brisa suave pasaba fresca sobre él y se corría entre las ramas como una caricia liviana, fácil; iba alegre a brincar sobre el campo en una danza feliz, seguía corriendo viva y libre hasta el mar y más allá en el mar, a una distancia que sería una pura cifra sin sentido para él que había de quedar. Por aquí muy cerca, pasos mas aquí, pasos más allá le estaba esperando la pequeña y humilde cruz de su destino. «Don Cayetano», Q. E. P. D. Nació el tanto, y murió el cuanto. Palabras sin significado para nadie y, sin embargo, ¡cuánta peripecia detrás! Venir de tan lejos sobre el camino de las ondas que se abren hacia todos los puntos cardinales para encontrarse justamente aquí al momento de su fin. ¿Por qué? No hallaba una razón de conjunto, sino una multitud de pequeños y fraccionarios motivos, un impulso que se había ido corrigiendo. En ese momento le hubiera gustado morir en el mar, hundirse, perderse, lanzarse en busca de reposo a integrar de nuevo el infinito, y el mar era la imagen más próxima de esa inmensidad sin fin. Las palmeras se bañaban en los rayos de la luna y por sus hojas afiladas dejaban escurrir destellos de agua plateada. Un momento más de vida saciada, de ojos cansados, de pasos lerdos. Las casas blancas y aún más blanqueadas por el juego de la noche; los tejados obscuros con su toque lánguido de simulada escarcha, y los pasos vacilantes de un hombre solo, que va llegando al sitio preciso, que camina sin dirección alguna, pero que necesariamente llegará a su fin.

Sin embargo, esa noche un sufrimiento más aguardaba al pobre zapatero, uno que era el mismo, sólo que en tono diferente: pequeño cambio de clave, variación para sentir mejor el tema. Su deambular le había llevado hasta los muros del colegio donde se guardaba su hija olvidada de su anciano padre. No sería ella, su querida Ester, quien le cerraría los ojos. Allí estaban los muros firmes que detenían la mirada, que ponían un límite absoluto a su posibilidad de obrar y, sin embargo, algo suyo estaba más allá, algo que tenía el poder de aniquilarlo, de ser causa de su destrucción total. Él no podía ir, pero él estaba más allá. Era una forma de sentirse atrapado e impotente en la fatalidad. Se sentó en el cordón de la vereda mirando la fila rígida de celosías cerradas...

Las altas constelaciones transitaban con sus pequeños fuegos fríos, pero giraban, se dividía la luna, el enfermo cerraba los ojos para detener la afiebrada quimera.

Se acordó de aquella potranca negra de estupenda figura, orgullosa y fina cabeza de largas crines, como recuerdo de una indómita libertad. Se cuestionaba su marca, y a él como a persona neutral y horada lo nombraron depositario mientras el Juez, el Comisario, los peritos y las otras influencias llegaban a una trabajosa conclusión. Pleito difícil: se la disputaban un sirio ladino e insinuante como la serpiente del Edén, y un español duro y absoluto como la justicia del Talión.

-¡Leche!, ¡si nació en mi patio, bajo mi árbol, a mi sombra, con mi aire, con mis moscas y mis pulgas!

-El sañur está confundido... el animal se parece al animal que nació en su patio. Usted sabe, sañur Juez, todos lo animales de belo negro se barecen a los animales de belo negro. ¡Balabra de honor!

Héctor que tenía sus catorce años quedó fascinado al verla. Le pidió que se la comprase, pero hubiera sido meterse en un enredo infernal. Obtuvo, sin embargo, permiso de las partes para que su hijo la amansara y la usase en sus paseos.

Después... ¡oh!, ese mareo y el perfume demasiado intenso de las flores nocturnas que bajaban de los árboles cubiertos de millares de ellas. Cuando visitaba a la tumultuosa Eleuteria... ella mantenía su casa, su lecho y su cuerpo caliente, emergiendo siempre de un baño de jazmín.

Ah, sí, ¡claro! ¡Se estaba acordando que con Héctor nunca hizo un solo bote la potranca! También, se había pasado días acariciándola suavemente y hablando con ella; la bañaba y le daba de comer. Cuando una mañana de gran expectación y alarma, el muchacho, hablándole suavemente se sentó sobre su montura, el animal se estremeció y pareció espantarse, pero sólo fue por un segundo. De allí partió con un trote elástico, de levedad, no de fuerza sino de pura gracia, como una bailarina lo haría tal vez.

Pero luego empezaron las complicaciones porque el chico dedicaba a su montado toda solicitud. Empezó a notar una rara regularidad en las salidas: a la madrugada, a la tarde. Poco después le contaron que había una carrera concertada y que Héctor estaba enredado en ella.

-¡San Antonio! ¿Qué puede apostar el muchacho?

-Son otros los que ponen la plata. Es el otro domingo, en la compañía Ysó-po'í.

Quiso intervenir, quiso prohibirlo, «¡si mi muchacho ya empieza con el vicio!». Pero no tuvo coraje, era tan arrogante el animal, ¡había tanta armoniosa fuerza en el empeño! Juventud, ebriedad de energía, correr, correr, embate de viento, ¡crines alzadas y grito!

Había entrado la luna... ¿y las estrellas?... Calle obscura excesivamente embalsamada de perfumes.

Mas tampoco se atrevió a autorizar la travesura, aprobándola después de estar comprometida. Por algo se la habían ocultado. Pero el domingo, secretamente, yendo por atajos, se fue a la pista cuadrera donde un remolino de paisanos le decía que eso estaba en plena actividad. Lo vio venir; corría gritando aturdidoramente. Su Héctor pegado sobre el negro lomo lustroso, con los ojos brillantes de excitación, de alegría, viviendo con la belleza de un dios adolescente. Le había costado contenerse y no salir a beber la emoción. Cobró su apuesta; algo para San Antonio, y el saldo y otro tanto a tirarse, jactándose del lance en todos los cafés y los boliches del pueblo. Pocos días adelante devolvió la potranca creyendo firmemente que ése era su deber. ¡Cómo le había dolido entonces, y tanto más después! Pero en ese momento creía que el hombre tenía en sus manos el destino.

No sintió que se fue cayendo, que yacía tendido en la calle. Aún se pudo mover para buscar acomodo a una mano que no encontraba su nivel.

Se iba, «¡Oh, Ester... Ester!».



A la mañana siguiente, cuando las primeras luces del alba empezaban a bajar sobre la tierra, un almacenero que iba con urgencia a la ciudad para encontrar todavía en su casa al distribuidor de cupos, vio a su compañero de las «fuerzas vivas» tendido en la calle. ¡Caramba, cuánta aflicción! Pero como estaba muy apurado, corriendo detrás de su bienestar, resolvió no darlo por visto, y para justificarse le arrojó encima una calumnia: «¡Qué curda feroz!»

Poco después pasaba un pobre carretero que había mal vendido su mandioca a los acopiadores. Él no tenía ningún apremio puesto que viajaba en carretera a paso de buey, la desgracia le era familiar y la muerte con frecuencia daba zarpazos a su lado.

Vio al caído; sin detener sus animales bajó a cerciorarse, y como le pareció que el «cristiano» todavía no estaba muerto, lo cargó sobre el plan y se volvió hacia el mercado para que alguien le dijese cómo se lo podría socorrer.



Abrió los ojos con lentitud y se encontró extrañamente rodeado de gente que le era conocida, pero nadie le impresionó tanto como una: Ester. ¡Allí estaba Ester! No podía coordinar bien los hechos, ni explicarse el acontecimiento que lo había colocado en esta situación, pero la presencia de su hija le conmovía tanto que el entender las causas perdía su importancia. Iba recordando como en un sueño... De pronto ella misma se le puso muy cerca, con su rostro suave y la aureola de cabellos rubios evaporándose en hilos de luz.

-Ya estás mejor, ¿papá?

-Sonrió suavemente; pero en realidad quería llorar.

-Qué le ha pasado, don Cayetano, ¡cómo salió de su casa así de noche!... ¿Tuvo alguna pesadilla?

Miró al que hablaba. Era un enfermero que se había «adoctorado» con el advenimiento de la penicilina. ¿Pesadilla?... sí, ciertamente, una gran pesadilla, pero con un desenlace maravillosamente feliz.

-¿Venís a quedarte? -preguntó con temerosa timidez.

Ella lo miró sonriente y dijo que sí con la cabeza y con los ojos de cariñosa expresión. No quiso preguntar más: ¡se puso a soñar!

El sanitario le aplicó la penicilina; la Iluminada le puso delante un bife con huevos rodeado de otras concretas fantasías, y Estercita le dio en el ánimo el dulce deseo de vivir. Los tres factores juntos obraron un rápido milagro. Al día siguiente el buen viejo ya se impacientaba en cama, y sin consultarlo dos veces, se calzó las chancletas de trabajo y se levantó a recomenzar la vida. Estaba contento como el primer día después de un regreso deseado, como recibiendo el bálsamo de una dichosa reconciliación, todo le era nuevo y sabroso para su hambre de felicidad.

-Estercita, ¡cuánta falta hacías aquí! ¿Cómo fue para venir?

-Me avisaron que estabas enfermo.

-Viniste, y ya ves, ¡estoy bailando de contento!

Ella sonrió, pero como detrás de un velo, con un leve matiz de reserva que atrajo de inmediato las primeras sombras depresivas. Todo su ser estaba atento a las manifestaciones del sentimiento de su hija, puesto que de sobra sabía que el hecho de tenerla en casa no sería bastante si ella no lo aceptaba con regocijo y paz en el corazón.

Sus actitudes en los días subsiguientes no le contentaron. En primer término, no la veía traer todas sus ropas ni reordenar su habitación con el ánimo de quien se queda, ni tampoco retomaba su anterior forma de vida. No hacía visitas, ni aún a las casas vecinas; se había olvidado de la guitarra, ¡y por Dios!, ahora le daba por rosarios y rosarios, qué abuso, qué locura, ¡cuánta exageración!

De nuevo fue poniéndose triste, con el agravante de que ahora su decadencia tenía muchas menos resistencias que vencer; ya lo encontraba quebrado ante el dolor, fácilmente dispuesto a capitular con la derrota. Había mucho trabajo por hacer y se esforzaba en ello, pero aún la vieja habilidad de sus manos no rendía su eficacia. Ya no podía repicar con el martillo y pensar alegremente porque cometía constantes equivocaciones. Además... había una cosa que le seguía mordiendo, algo que a toda hora le hacía sentir su sordo latido de pesar enturbiándolo con remordimiento y culpa. Aún en sus momentos de lograda alegría quedaba un sabor ácido y quemante en el fondo de la copa: había perdido su apoyo ultraterreno, su nexo con el más allá.

No se podía negar que en el curso de la vida había tenido disgustos con su abogado; discutió con él más de una vez, pero ahora, empujado por el vehemente deseo de recuperar a su hija, llegó a pasarse al otro campo, y en forma abierta, agresiva, hasta recurrir al insulto grosero y al agravio soez. ¡Y qué pésimas consecuencias! Prácticamente se había puesto al borde de un accidente fatal, sin lograr nada, absolutamente nada más que escarnio y vergüenza, pues no era necesario tener excesivo entendimiento para advertir que la estrategia de la fuerza, sin contar con ella, resultaba de una estupidez definitiva.

Mas al cabo comprendió que era tonto seguir mostrándose orgulloso, en tanto que se pasaba lamentándose en sus soliloquios íntimos, y así una noche en que el silencio era completo y Ester dormía, actuando de un modo subrepticio, con timidez y vergüenza, encendió una vela y la puso sobre la cómoda de modo que iluminase la repisa donde estaba la imagen de su abogado. Y con la cabeza gacha, sin mirarlo directamente, inició vacilando su conferencia de reconciliación.

-San Antonio -dijo en voz baja- yo reconozco que hice mal, ¿pero qué iba a hacer? Esa chica tenía un capricho. No podía uno explicarse una resolución tan repentina, no podía ser que pasase de una cosa a otra con tanta rapidez, no podía ser cierto... ¿Y qué había que hacer? El cura... digo, el reverendo padre me aconsejaba que no hiciera nada... y don Salustio decía que la ley estaba a mi favor... ¡no me vas a decir San Antonio que vos estás en contra de la ley! ¡Cómo! ¡Un abogado! -Dejó transcurrir una pausa de manera que el interlocutor pudiera percibir el argumento. Pero al percatarse de que lo estaba atacando de nuevo, se rectificó-: Bueno, reconozco que me dejé llevar y dije algunas cosas por rabia, ¡y también por culpa de don Salustio! Todos se ponían en mi contra, San Antonio, ¡todos se ponían en mi contra! Ya estoy viejo, ¡me voy quedando tan solo! Eso de que le saquen a uno todas las personas a quienes querer. Que uno encuentre alrededor sólo cosas que no le importan; no querer a nadie, no sufrir por nadie, un hombre necesita usar su cariño. ¿Podría un hombre vivir con las manos sanas y fuertes atadas para que no las use? ¡No! Un hombre necesita usar sus manos, usar el corazón. ¿Levantarse a trabajar para comer, curarse cuando duele, esperar a que llegue el otro día únicamente por temor de morir?, ¡No! ¡Un hombre necesita creer que sirve para algo!... Perdoname, San Antonio. Mirá, vos sabés que ahora estoy pobre... que dejé el trabajo mucho tiempo, pero cuando entregue estos pares que estoy haciendo, cien guaraníes para vos, para tus pobres. ¡Cien guaraníes! San Antonio... ¿me perdonás, verdad?... -Y se le quedó mirando y escuchando en su interior la respuesta.

Algo debió calmarlo en la quietud completa, pues no siguió con sus razones sobre el punto. Se sentó respetuosamente en el borde mismo de la cama como un postulante tímido, con los ojos fijos en la imagen y comunicándose con ella sin palabras. Pero al cabo de un rato de hesitaciones, después de pasarse reiteradamente la mano por la atormentada frente y la cabeza, con la mirada llena de afán, se resolvió a formular en voz muy baja la gran pregunta-: ¿Creés que no ha de volver?

El Santo no respondió, pero mirándolo fijamente don Cayetano se puso a hacerle el recuento de los indicios. Ella no había dicho de modo satisfactorio que se quedaba de nuevo, ni se había mudado con sus ropas, ni readquiría sus anteriores hábitos, y para más, había en ella un santularismo harto sospechoso.

-¿Vos creés que ha de volver? -Preguntó de nuevo. Y después de un rato de espera escuchando en lo profundo la respuesta, sin desviar sus ojos de la imagen aún insistió-: ¿Qué es lo que habría que hacer para sacarle eso de la cabeza?... ¿Buscarle un novio? Sí, ya sé, ¿pero tendremos tiempo? Me dejará que la lleve de nuevo a alguno de los bailes del Club Social, ¿ahora que ni va a casa de las amigas? Muy difícil, San Antonio, muy difícil. Tal vez después... pero lo que sea después no me preocupa, ahora hay que salvar el momento, mañana, el otro día... -rió amargamente por lo bajo- ¡no me vas a decir que el verdulerito ése es quien podría sacarnos del paso! ¿No? ¡El verdulerito!... -se inclinó de pronto con atención hacia el abogado-: qué dijiste, ¿San Antonio? ¿Dijiste que sí?... ¿Que el verdulerito sirve? ¡Dios mío, tener que buscar la salvación en semejante pelagatos! No, San Antonio; no quiero, pensalo un poco, tal vez mañana se te ocurra una idea mejor. -Apagó la vela, y al acostarse recalcó una vez más-: Lo dicho, San Antonio, del primer cobro para vos, ¡cien! -Y después de un rato en la obscuridad volvió a decir con acento amargo-: ¡un verdulero!



A la mañana siguiente se encontró con una noticia alarmante: Estercita había ido temprano al colegio, avisando que regresaría solamente a la tarde. Éste era un hecho revelador de peligro inmediato. Ya no era cuestión de demorarse con expectativas, ¡había que obrar!

Se afligía urgido por esta necesidad, cuando alguien entró en la casa anunciándose con un cantado «Buenos días».

-Buenos días... adelante -invitó don Cayetano al tiempo que se incorporaba trabajosamente-. Adelante... ¡eh!, pero don Primo, ¡qué grata sorpresa!, ¿ya está usted sano?

-¿Sano?... bueno, andando, ¿y usted? Me contaron lo de su accidente.

-Ya me ve, don Primo, ya me ve, de pie, pero lleno de pesares -le pasó la mano afectuosamente-. ¿Lo operaron? ¿Cómo salió de su ataque?

-No hubo necesidad... ¡pero muchas molestias! -Y era evidente. Don Primo estaba demacrado, flaco, la piel le colgaba en las mejillas, se le arrugaba trasparente y ajada de un color de pergamino viejo. Las manos le temblaban y se las contenía refregándoselas con nerviosidad. Había una visible angustia en su porte, los ojos descoloridos, acuosos y un párpado que mantenía una constante vibración y hasta hacía su propio guiño cuando levantaba la voz-. Pero ya pasó, ¿y usted?

-Yo, amigo, tengo una espera, pero no la solución, don Primo, no la solución... ¡Usted viene ahora como un enviado del cielo! He ido a su casa y me contaron lo de su ataque. En estos días usted me ha hecho falta como el pan. ¡Su palabra serena, su consejo experimentado, sabio, amistoso, don Primo!... -se le llenaban los ojos de lágrimas y la voz se le iba cargando de más y mayor emoción.

-Cálmese, don Cayetano -le dijo levantando una mano y tomándose también su tiempo para sosegar- me parece que no es su caso para tanto.

-¿Qué?... ¿le contaron todo?

-¡Seguro!... pero ahora su hija está en su casa.

-Sí, pero siéntese, don Primo, siéntese... esta silla le será más cómoda... como quiera. La chica está acá porque me encontraron desmayado, medio muerto en la calle. Ella no vino por convicción, ni por ayuda de las autoridades... Usted sabe, don Primo, ¡he recurrido a todas las autoridades!

-¿Qué le dijeron?

-Me dijeron que tenía razón, pero que no podían hacer nada, por esto o por aquello.

-¿Tenían algo contra usted? -Preguntó mirándose las manos apretadas y pálidas.

-¿Contra mí?, ¡por favor don Primo! Usted sabe que soy un hombre pacífico; ¡que todos son mis amigos!

-¿Entonces?

-No sé... -aquí vaciló don Cayetano en exhibir la causa aducida después de su reconciliación con San Antonio- me dijeron que no querían meterse con los reverendos sacerdotes... ¿pero acaso es ir contra nadie dar a cada uno lo suyo? ¿Acaso yo les pedía lo ajeno?... ¡sencillamente que hicieran valer la razón!

-Pero eso es muy difícil, amigo -exclamó don Primo guiñando reiteradamente-, aquí apenas tiene valor un argumento. Nosotros actuamos en función de glándulas, por emoción, la lógica no nos da frío ni calor.

-¿Qué quiere decir usted?

-Que aquí la gente procede por simpatía y al antojo y no por ideas y razones objetivas. El punto de vista de cada uno es demasiado fuerte y lo tiñe todo. No sabemos prescindir de nosotros mismos para juzgar. Por eso aquí tenemos caudillos, no dirigentes.

-Y qué significa eso para mí, ¿don Primo?

-¿Para usted?, pues que con todas las razones y los derechos usted no consiguió nada, pero se desmayó diez minutos y aquí tiene a su hija -concluyó restregándose las inquietas manos y hurgando maquinalmente en los bolsillos.

-Pero se me va otra vez, don Primo. ¡Se me va otra vez!

-¿Por qué dice eso?

-Le voy a contar... pero dígame, ¿ya tomó usted mate?

-Sí, unos pocos.

-¿No quiere un traguito para asentar? -dijo, levantándose como para ir en busca de la botella.

-¡No, no, no! ¡Completamente prohibido! -contestó agitadamente-, ni alcohol ni cigarro, ni ningún excitante, ¡carajo! ¡Y la verdad que uno busca el maldito vicio! Me pone brutalmente nervioso. Pero voy a aguantar unos días más. Unos días, ¡y después que vaya el médico al infierno!

-Bueno, si le está prohibido, hay que dejar para otro día -don Cayetano abandonó su aire solícito de huésped y volvió a su preocupación-. Siento que se vuelve al colegio... en realidad nunca vino del todo. No como antes.

-¿Qué piensa hacer? ¿Desmayarse otra vez?

Don Cayetano levantó los brazos y miró hacia todos lados expresando su profundo desconcierto.

-Sí, me parece que me dejé curar demasiado rápido. ¡Es que estaba tan contento!

-Búsquele un novio -aconsejó en seco don Primo.

-¿Usted también cree eso?

-Seguro. Oí decir que por aquí rondaba uno que le escupió el asado al doctor.

-Sí, un tal Pedrito, ¡un verdulero!

-¿No sirve?

-¡Pero don Primo! ¡Mi hija se podría casar con un doctor! -arguyó amargamente don Cayetano.

-Bueno -contestó guiñando activamente y haciendo sonar los nudillos en su titánica lucha contra el aguardiente que le pedía cada célula de su cuerpo; contra la bocanada de humo del alquitranado cigarro que no cesaba de gustar e imaginar en los pulmones-, la clase de doctor que usted quiere, parece que no le impresiona a ella, cuando menos por ahora. Y la de los otros, muchas veces tiene poca diferencia con el verdulero. Yo he estudiado años para enseñar, y vendo suelas. Para conservar la dignidad, el orgullo, mi propio respeto. Ese es un lujo que aquí cuesta mucho. Podría tener plata haciendo de lacayo y despreciarme, o no tener y despreciar a los otros... ¿Qué opina ella de ese Pedrito?

-No sé... la última vez me dijo que no le importaba nada.

-¡Ja!, ¿y entonces para qué discutir? ¿Le cree usted?

-Bueno, a lo mejor dijo porque estaba enojada -apuntó don Cayetano no queriendo referirse directamente a la ocasión de los palos.

-Pregúntele usted con alguna maña. Hágale saber que está conforme con el Pedrito. Dígale que le va a permitir que la visite en casa, en fin... ¿quién le dice a usted que entre tanto no aparezca otro brillante doctor Madruga T.? Abundan, es el modelo de una época corrompida que no ama la virtud. ¡Abundan!, pelo de más, pelo de menos. ¡Ja, ja! -rió corto y forzado.

-Voy a hacer eso -convino resignadamente don Cayetano.

-Hágalo, amigo -se levantó de golpe, dando un paso hacia la puerta.

-¿Tan pronto?

-Sí, me voy... bueno, hoy es el 1.º -dijo con voz estremecida-, vaya a visitarme el 10 a la tarde. Vamos a tomar un buen aperitivo, y voy a volver a fumar el primer cigarro. El 10 ¡que sea el 10! Vamos a ver: hoy es Lunes -y contó los días con los dedos de una mano apretándose las puntas con la otra, como quien retuerce una baraja-, el miércoles 10 a las seis de la tarde. ¡Ni un minuto más! -terminó jadeando con el ojo y la mejilla en estremecimientos-. Qué me importa estar muerto diez años antes, ¡si voy a estar muerto toda la eternidad! -Fue hacia la salida-. Hasta pronto, y me alegro de encontrarlo bien.

-Igualmente. Muchas gracias, don Primo. Voy a ir a su casa el 10, o antes -respondió siguiéndolo apresuradamente.

Caminaba don Primo, tieso, pero con pasos evidentemente inseguros. Iba luchando como un gladiador contra la sed vibrante en cuyo fondo aún vivía la amargura de su definitiva frustración. Se volvió al llegar al medio de la calle, y le gritó como un insulto:

-¡Deje de andar requiriendo al Juez, al Comisario y a todos!... recuerde: aquí todavía no vale una razón.




ArribaAbajoParte IV

A la tarde siguiente iba el pobre don Cayetano a buscar a Pedrito, arrastrando por las calles polvorientas los últimos andrajos de su orgullo. Ya otras veces un golpe de la vida lo había revolcado por el lodo a costa de su propia estimación, pero ahora el contraste no venía por imperio de una fuerza exterior, sino que él mismo iba por un pedido desusado y humillante, iba a rogar que la cortejaran a su hija, a su hija que era una joya rutilante y única; ¿y a quién? «¡San Antonio, a quién!»: a un pelagatos de última categoría, sin título de ninguna clase; un individuo dedicado a trabajos pedestres, sin ningún porvenir, y a quien para peor hasta había apaleado.

Cuando esa misma mañana tras muchos preámbulos, vueltas y dolorosos retorcijones, había extendido a Estercita su «autorización y conformidad» para que la visitara «ese muchacho Pedrito», pues ella, sin tener muy en cuenta el recato monjil que últimamente iba adquiriendo soltó una carcajada a toda válvula.

-¿Qué -preguntó corriéndose don Cayetano- acaso no hablabas con él? ¿Entonces, no te gusta?

-¿Ese idiota? -volvió a reír Estercita, desviando la mirada-, bueno... si me rapta.

-¿Qué decís, cómo va a decir eso una niña decente?

Pero ella tenía razones y siguió con su risa burlona sin explicarse mejor. En ese primer momento se sintió decepcionado, pero luego, pensando y analizándolo le pareció que podía ser que esa actitud obedeciera al recelo que todos los antecedentes y la misma situación del momento lo mandaba. Había que probar; era legítimo probar de todo para destruir el capricho, ¡ese loco capricho!... La verdad que la respuesta lo había alarmado al hacerle entrever de nuevo un fracaso, pero allá en el fondo también le reconfortaba su pico, puesto que alejaba la posibilidad de que su hermosa Ester cayera en los brazos del señor patán.

Ahora marchaba a buscarlo con el ánimo abatido y en conflicto, puesto que iba a pedir ayuda al «idiota» que se le había atravesado en el camino y al que había vapuleado, pero también se consolaba de ello pensando que el sujeto tenía pocas probabilidades de éxito y que su intervención tal vez se redujese a otro vapuleo moral. Mas cualquiera fuese el caso no podía acallar un sentimiento de vergüenza que reiteradamente le hacía proferir amargos reproches: «¡Lo que me hacés hacer San Antonio! Esto se parece más a una venganza que a un consejo. Si todo sale mal, ¡vos sos responsable!».

Desde lejos lo vio trabajando en unos almácigos y dada su condición potencial de suegro y su misma mayoridad, se creyó autorizado a llamarlo para tener la entrevista sin necesidad de dar otras embarazosas explicaciones. Fue a guardarse del sol bajo una rala mata de guayaba que crecía en la costa del alambrado, y desde allí llamó.

-¡Eh!... ¡eh!, ¿es usted Pedrito?... una palabra, por favor.

Pero en todas las cavilaciones de don Cayetano con respecto a Pedrito había un error fundamental: no se tenía en cuenta las opiniones del mismo Pedrito, su propia y profunda persona. Se suponía que Pedrito por ser un pobre verdulero, por ser un muchacho, por ser bueno, vendría a postrarse lleno de agradecimiento y humildad, así se lo llamase con un dedo; pero la verdad era que desde aquella noche infernal, aún después de curarse de los negros y morados cardenales, el sonido de una risita le había seguido royendo el alma, al levantarse, al estar despierto y al dormir otra vez. Así rápidamente le fue comiendo toda su inocencia, su ingenuidad, su timidez y al fin vio claro que en las relaciones entre los hombres y las mujeres nada hay peor que el exceso de respeto. Comprendió por fin, aunque tarde, por qué Estercita lo llamaba «idiota», pero se juró que ni ella, ni ninguna otra, jamás tendría ocasión de volver a llamarlo así, aunque le dijeran: «atrevido», «impertinente» y hasta «¡burro cara dura!». Se reconocía pues culpable, pero eso no impedía en lo mínimo que también adjudicase toda la responsabilidad a ese gringo aña memby ¡capaz de vender a su hija por unos cupos asquerosos y unos viajes en auto a la Asunción! Y luego por su maldita culpa toda la comedia del convento, eso estaba claro, y lo entendía muy bien.

Por eso al verse así llamado sin respeto, antes que curiosidad o intriga sintió el renacer de un brote de la sofrenada cólera, de la no satisfecha venganza que se le seguía pudriendo en un rincón obscuro del corazón. El rencor irrumpió en él como una súbita arcada.

-¡Repollo!... ¡Coliflor!, chúmbale... ¡jha! -gritó a los perros señalando con la mano al enemigo.

Tres o cuatro canes de diferente condición se lanzaron como centellas a la voz del amo, acaudillados por el tal Repollo, un perrazo negro y feo como tiempo de ciclón, atravesando a salto los canteros de verdura y corriendo hacia el asombrado suegro que no podía sospecharse semejante ímpetu en ese tímido muchacho tan sufrido para los palos.

-¡Qué hacés insensato! -iba a empezar a discutir, pero se percató que no había tiempo para intercambiar razones.

Pisando pues los hilos del tenso alambrado logró alcanzar la más próxima horqueta del guayabo frontero y apresuradamente allí se consiguió afirmar con un impresionante retorcimiento de ramas y estremecimientos de follaje, con el corazón reventando, al tiempo que la jauría furiosa atropellaba la mata. «¡Hasta esto había de llegar!», gimió conmovido y sofocado, consciente de la degradación ridícula y absurda que significaba verse tratado de ese modo. Si hubiera tenido un arma en la mano, tal vez los arranques de indignación y rebeldía que le subían por el cuello hubiesen encontrado expresión definitiva. La impotencia le hizo desear hasta su fin. Repentinamente quiso sentir en sus carnes los dientes de los perros, si podía venir la muerte por allí. Pero su orgullo estaba roto: ya lo había arrastrado por todas las calles del pueblo, primero aviniéndolo a venderse y después haciéndolo implorar; sus arrebatos eran residuos de una energía que se extingue. Los perros saltaban tratando de morder una pantorrilla, o cuando menos algún borde del gastado pantalón.

Después se vino acercando lentamente Pedrito, con la ropa sucia de tierra, tirado hacia atrás con cierto desplante y grosería el sombrero de paja, y en la mano un machete empuñado con más firmeza que la requerida.

-¿Qué quiere usted? -preguntó a gritos sin saludo previo.

-Quería hablar contigo -dijo ya doblegado-, sujeta los perros para que pueda bajar... -suspiró y prosiguió después con la voz cargada de emoción-, ya soy viejo para otra cosa hijo, ya sirvo solamente para hablar.

-¡Qué viejo ni que nada! -replicó el otro gritando entre la baraúnda de ladridos con la cara descompuesta-, ¡ni qué va a hablar después de todo lo que hizo!

-Bueno, lo de aquella noche... deberías tratar de comprender.

-No es solamente por eso, sino porque usted quería entregar a su hija al «anteojo», porque usted la mandó al colegio, porque usted vino a atropellarme cuando estaba hablando tranquilamente con ella.

-Bueno, hijo -respondió con fatigada resignación-, por lo visto te hice mucho daño, y yo soy el único culpable, lo reconozco; ¿te remedia eso en algo?..., sólo quisiera decirte que recibiría con gusto sobre mí todas esas penas tuyas, y otras más, sólo a cambio de un poco de tu juventud.

-¿Y qué me dice usted con eso?

-Nada, hijo... nada por lo visto. Sos demasiado joven para comprender las penas de mis años... Quería decirte que Ester está de nuevo en casa.

-¿Y a mí qué me importa?

-¿No te importa?

-No.

-Entonces perdoname que te haya interrumpido. Sujeta por favor tus perros para que me pueda ir.

-¡Repollo!, ¡Coliflor!... ¡sálai!

Don Cayetano bajó trabajosamente y hasta terminó por hacerse un gran desgarrón en el saco y por dejar caer su sombrero. Luego de afirmarse en tierra y llevarse un rato la mano a los ojos para desvanecer un mareo atajándose a los alambres, se agachó a recogerlo.

-Bueno, perdoname, hijo, si fui injusto contigo. Perdoname, ahora de viejo ya sé que es inútil el orgullo, y puedo pedirte perdón. Perdoname... y adiós -lo saludó con la mano y se volvió pesadamente para regresar caminando por la huella arenosa y polvorienta, sin buscar los senderos suaves de la sombra y el césped.

Pedrito lo dejaba ir manteniéndose agresivamente inmóvil, como esperando tan sólo una palabra, el sólo principio de una actitud para volver al insulto. Pero cuando fue advirtiendo que no se haría ningún otro pedido, que lo dicho marcaba el término, el fin de la última oportunidad, un apremio cada vez más fuerte le empujaba a preguntar más detalles, a querer saber de qué se trataba y a poco ya corría tras su contendor.

-Don Cayetano, ¡espere un momento!

Él se detuvo simplemente. Después de lo sucedido, ¿había alguna otra forma de humillación que probar? En tanto, Pedrito, al aproximarse, volvió a sentir un embate de encono contra sí mismo y contra el hombre a quién había detenido. Dominándose, pero aún con dureza preguntó:

-¿Qué quería decirme?

Don Cayetano suspiró cansado:

-Quería decirte que Estercita está otra vez en casa y que quisiera que vayas a visitarla.

-¿Ella dijo eso?

-No, yo.

Siguió una agobiada pausa por un lado y por el otro, preñada de nuevo temor y timidez.

-¿Y ella? -preguntó al fin.

Don Cayetano se encogió de hombros y guardó silencio.

-¿Qué dice ella? -volvió a preguntar el joven con más enfático resentimiento.

-Vos sabés que ella está enojada y encaprichada... Dice que solamente si la raptás. Pero muchas veces oí decir a las mujeres lo contrario de lo que quieren... ¡y también a los hombres! -Lo miró con cierto aire de entendimiento mezclado de resignación-. ¿Por qué no la visitás de nuevo? Hay que alegrarla, hay que animarla otra vez.

Mas Pedrito se había hecho ahora muy sensible al sentido oculto de las palabras de Ester y ya comenzaba a oír la martirizante risita, ésa, la de aquella noche.

-¿Para que siga burlándose de mí? -respondió con los labios apretados.

-No digas eso. Las mujeres quieren que uno les ruegue, que uno les ande detrás... muchas veces se burlan para defenderse -arguyó con humildad.

-Pero ella dice eso porque cree que nunca me voy a animar.

-¿Animar a qué?

-A raptarla.

-Y qué falta hace, si yo te digo que vayas a casa.

Pedrito volvía a su violencia, se le achicaban los ojos, se le afinaban lívidos los labios y apretaba los puños, con inconsciente rigidez.

-¡La voy a raptar don Cayetano! -gritó de pronto con súbita resolución.

-¿Qué? -se sorprendió el viejo ante la inesperada variante-, ¿qué decís?

-Que la voy a raptar.

-¿Estás loco?

-No estoy loco. Es la única forma.

-¡Te prohíbo que hagas eso! -contestó animándose de veras.

-¡Mañana mismo!, mañana de madrugada. Si usted no quiere, prepare la escopeta, ¡a tiros me van a tener que atajar!

-¡No seas bárbaro! ¿Dónde la vas a llevar?

-A la Asunción, o a donde sea -y agregó después cogiéndole amenazadoramente de la solapa del saco-, y no me llame «bárbaro», ni «idiota», ¡porque le rompo la cabeza! -Le dio un resuelto empujón mirándolo con ojos furiosos y le volvió la espalda. Caminó unos pasos con firmeza y resolución, para volverse después-: ¡Yo le voy a enseñar a ésa a burlarse de mí! -Después, con un ágil salto pasó el alambrado de su propia finca y se perdió tras unas matas seguido de los perros verduleros.

Don Cayetano quedó demudado y atónito. No se hubiera imaginado jamás la serie de explosiones de violencia. Creyó notar hasta indicios de una peligrosa locura en esta reacción inexplicable pero con todos los caracteres de una completa determinación. No conocía al muchacho, pero en todo caso esperaba de él esa avergonzada timidez que suele envolver a los jóvenes al enfrentar la escudriñadora mirada de los suegros, a pesar de que por su parte se hallaba en la invertida posición del padre que va a pedir, no a otorgar.

¡Y él estaba tan cansado! Llegaba a una crisis suprema con las fuerzas agotadas. Impresionado por la amenaza, se vio abocado a la necesidad de hacerle frente en la forma que pudiera. No lograba persuadirse que se tratase de un simple fanfarrón. Sentía que este rústico atolondrado iría a llevar a efecto alguna cosa, aunque se saliera con unas cuantas costillas quebradas, más que la vez anterior.

¡En mal momento venía esta precipitación de acontecimientos! Y sobre todo lleno de sorprendentes derivaciones. De hecho estaba ante un peligro cierto, inmediato y concretísimo. Le hubiera gustado tanto que Pedrito acudiese a conversar, que lograse un éxito moderado, justo el preciso para desviar a Ester de su falsa manía monjil, hasta el mismo momento en que apareciese un verdadero candidato, suficientemente bueno, que extirpase de raíz las pretensiones del verdulero. Pero las cosas se presentaban diferentes, ¡y de qué modo!

El problema era si dejar que la amenaza tuviese su ejecución, o impedirla firmemente. En el primer caso, abandonaba a su hija al destino incierto de las mujeres que siguen a un hombre sin buscarse el amparo de la ley, y en el segundo, oponiéndose con la fuerza, conseguía mantener la situación en el estado peligroso en que estaba, con la del nuevo escándalo, el cual por cierto, no le iba a favorecer.

Don Cayetano llegó a su casa y se fue derecho a buscar a su abogado. Él era quien primero le había inducido a buscar a Pedrito, y para más había una promesa de cien guaraníes que si bien al principio era gratuita ofrenda y donación, por cambio de las circunstancias se iba convirtiendo en honorarios. Tenía que darle un buen consejo, ¡se lo debía!; ¿para qué demonios sirve un abogado sino es para asesorar justamente en un caso de rapto?

Ya era la noche cuando salió de nuevo a tomar las disposiciones necesarias para prevenir los hechos, de acuerdo a sus mejores posibilidades e intereses. Decididamente, a estos brotes irracionales de pasión, había que oponer los recursos de la madurez y del ingenio.



Así, a la madrugada siguiente, cuando oyó aproximarse a Pedrito con su carro de verduras, él tenía a su lado guardia suficiente para intervenir con eficacia en el mismo momento que lo considerase necesario. Desde un rincón de la casa vigilaría los acontecimientos.

Pedrito paró su mula frente a «La Suela», bajó y llamó con el mango de su látigo. Como no obtuviera respuesta inmediata, tentó la puerta empujándola suavemente, y ésta se le abrió sin esfuerzo. Se animó su resolución, pues ello le daba la constancia de que el «gringo» no se opondría a sus proyectos. Entró, y se puso a temblar como un condenado. Por temor de seguir adelante, llamó:

-¡Ester!... ¿Estercita? -la voz le salió trémula y en falsete. Hizo por reponerse durante una agitada pausa-. ¡Estercita!... ¿Ester?

-¿Quién es? -preguntó ella desde su contigua habitación.

-Yo... Pedrito -encendió un fósforo y dio con la llave de la luz. Temblaba, pero aún se estaba con su propósito.

-¡¿Qué estás haciendo aquí?! -preguntó asombrada.

-Vengo a buscarte.

-¿A mí?... ¿para qué? -volvió a preguntar con admiración desde su pieza, pero evidentemente se estaba preparando para venir.

-Para llevarte.

-¿A dónde?

-Ya vas a saber.

Entró ordenándose el cabello vestida con un floreado delantal de entre casa, y calzada con unas sandalias sin prender. Miró a Pedrito con sus grandes ojos claros, con tal seguridad y tranquilidad que de nuevo puso al caballero en un tris de perder la cabeza.

-¿Dónde está papá?

-No sé.

-¿Le pasó algo? -preguntó en súbita alarma.

-No, él está completamente bien.

Suspiró aliviada después de escudriñar su fisonomía.

-¿A dónde me querés llevar? -dijo otra vez, sintiéndose ahora más intrigada.

Evidentemente estaba lejos de suponer lo que se proponía su tímido y vapuleado admirador.

-A la Asunción.

-¿A la Asunción?... ¿para qué?

-Para raptarte -declaró Pedrito tragando saliva y sobreponiéndose con enorme esfuerzo.

-¿Para qué dijiste? -preguntó de nuevo como si no hubiera oído bien, pero ya con un diablillo de los viejos tiempos saltándole traviesamente por debajo de los párpados y por la comisura de los labios.

-Para que seas mi mujer -lo dijo rápidamente, con forzada firmeza, anticipándose a la carcajada que veía venir.

Primero abrió los ojos llenos de asombro y después volcó la risa cayendo en interminables cascadas, en grandes ondas que subían y bajaban de tono animándose a sí mismas con alegre y diferente fuerza.

-¡Ja, ja, ja!... Pe... pero, ¿qué decías? ¡Ja, ja, ja!... No, ¡no me hagas reír más!... ¡ja, ja, ja!... ¡Pero qué gracioso, qué ocurrencia!, «para que seas mi mujer» ¡ja, ja, ja! -No terminaba de reírse, se le llenaban de lágrimas los ojos, se le alborotaba el cabello.

Buscó algo para limpiarse la nariz y terminó por pedirle por señas un pañuelo. No podía mirarlo, encorvado y retorcido, cómo recibía el chaparrón de sus carcajadas, porque volvía a reír. Después, cuando se sintió agotada y con todo el cuerpo dolorido, suspiró profundo tratando de contenerse, lo miró de soslayo, y rompió a reír de nuevo de todo corazón.

El pobre Pedrito sentía avanzar el desastre con el ímpetu de una división acorazada. No sabía cómo soportar esta risa, cómo sobrepujarla, vencerla; se veía acorralado, perdido, con el ardor de la vergüenza caminándole hasta la mata del último cabello. Quedarse, correr, todo lo deseaba junto, con la misma mortal urgencia, pero lo mejor, que se abriese y lo tragara la tierra para que todo acabase de una sola vez.

Mas advirtió de pronto que la risa iba cambiando de tono; no continuaba en la clave de un derrame de alegría espontáneo, lentamente iba teniendo otra intención, ¡se estaba convirtiendo en aquella risita!, la odiosa risita de la noche de los palos, de las ridículas fricciones con sebo de vela, de la huida, de la humillación que persiste, que arde, quema, horada y destruye la propia estimación y el respeto.

Nunca supo cómo lo hizo, ya fue después cuando se dio cuenta que había aplicado un tremendo bofetón a su soñada Estercita y que ella, trastrabillando fue a dar contra la pared. En realidad, no le pegó a ella, era a la risita a la que había pegado, ahogado, extinguido, con el violento impulso de un acumulado odio. Actuó como un resorte excesivamente comprimido, que escapa. Era esa risita, filosa, veloz y biforme como la lengua de una serpiente la que había querido instintivamente matar, y parecía que lo hubiese logrado, pues ella lo miraba ahora seria, asombrada, aturdida: nunca, ¡nadie se había atrevido a tanto! Ni su hermano, ni su padre, ni nadie, ¡jamás!

Pedrito sintió el retorno de su vitalidad abatida, y el dominio de la situación que volvía a sus manos. «Pedrito, quién lo hubiera dicho, ¡Pedrito!» Se acercó a ella sin pensarlo dos veces, se agachó y la cargó al hombro con la cabeza colgada atrás como una bolsa de mandioca. Creyó un momento que debería taparle la boca por si se le ocurría gritar; pero ella, si bien la seguía abriendo más y más, así como los maravillados ojos, ya no tenía grito, ni palabra, ni mucho menos risa. Salió a la calle con su carga portada con toda desconsideración y arrimándose a la parte trasera de su carrito, la levantó con sus firmes brazos de honrado y juvenil granjero y la arrojó entre las cestas, tarros y bolsas de frutas, con gran estrépito de latas, chirridos, quejidos de canastos, gran pérdida y estropicio de bananas, huevos, amén de la explicable alarma de Atilano, quien empezó un nervioso trotecito con todos los pelos erizados.

-¡Quieto Atilano! -De un salto se trepó a su asiento y allí sí, con un recio golpe de látigo le dio la contraorden a su confundido amigo el mulo que partió a escape haciendo brincar el carro y la carga por el nuevo camino que así, a impulso de locura y corazón, se abría su amo ante el futuro.

Estercita, después de los primeros sobresaltos, poco a poco lograba orientarse en la gran ensalada en la cual se hallaba sumergida. Recostó la cabeza sobre una carga de repollos para estarse más cómoda, y mirando las fuertes espaldas de su conductor, una sonrisa cada vez más enternecida le salió por entre los labios y los ojos. De sus caprichos monjiles apenas quedaban vestigios y ellos se manifestaron cuando al pasar por frente a una crucecita que indicaba el lugar donde solía rondar el pora, ella se persignó con media devoción por miedo a la mala suerte, después de limpiarse con la falda las manos sucias que chorreaban huevos.

Pero don Cayetano, aconsejado por San Antonio, había actuado con elementos suficientes para poner límite, en caso necesario, a los actos de fuerza, y para inclinar los sucesos hacia sus sabios propósitos, según como estos se presentaran. Uno de los guardias que tenía consigo, claramente instruido y animado con buena propina, había salido a escape, atravesando patios por atajos previstos, a prevenir que el hecho se había consumado y que los palomos se iban hacia la ciudad. Por su parte él, acallando sus angustias para aguardar el día, fue a despertar a su Señoría el Juez, al Secretario y al Conscripto de servicio en la oficina, a reunirlos a todos, para que no hubiese perniciosas demoras en el cumplimiento de la obligación legal.

En efecto, apenas abierto el juzgado, la pareja, con su carro y su mulo como instrumentos del delito, eran conducidos al despacho judicial fuertemente custodiados por media docena de lánguidos y soñolientos vigilantes. Nadie había opuesto ningún reparo para aplicar la ley, y aún para reforzarla según el caso, puesto que el paciente era un pobre verdulero; no se hacía sino confirmar los hechos, y ninguna persona que pudiera oponerse, se vendría a oponer.

Llegaban los dos, él lleno de contenida excitación y ella más sucia que magullada, pero ambos con un brillo intenso de amanecer en la mirada. No se hablaban ni se decían nada, tal vez porque aún no se habían reconciliado después del trance del bofetón, pero la mansedumbre de la voluntariosa Estercita y la firmeza de su tímido raptor, lentamente establecían las bases de un pacto no definido con palabras.

El doctor Cayo Justo Cañete los recibió con su cara seca, sin afeitar, y de no muy buen humor por no haberse mateado con adecuada tranquilidad. Los ojos obscuros se le achicaban para concentrar la energía correspondiente a su función. Tenía firmemente cerrado el tajo de la boca y hacía con fuertes ademanes y gestos todo el aparato de intimidación que creía necesario.

-¿Usted sabe lo que ha hecho? -empezó a los gritos-, raptar así a una niña de familia, decente, menor, ¿y que para más estaba por profesar de monja?... Sabe lo que ha hecho, individuo, ¡ciudadano!, salvaje, ¿hereje? -Preguntó mirando al joven verdulero de arriba abajo y después a la inversa como para restregarle con toda la majestad de la ley.

-Yo, señor Juez, soy responsable...

-¿Qué dice? ¿que es responsable? -trataba de abrir su oído sordo arrugando toda la cara-, ¡claro que sí!, ¿qué duda cabe?... Qué prefiere: o se casa con ella o se va a podrir a la cárcel, ¿qué elige?

-Casarme con ella -declaró sofocado Pedrito-. Yo quería luego casarme con ella.

-Ah, bueno, ¡menos mal!... Seguidamente procederemos al acto. ¡Secretario!... traiga esas actas que le mandé hacer. ¿Están listas?

Y en un santiamén todos los últimos requisitos estaban llenados, los contrayentes firmando ante testigos que se encontrarían después, e ingresando de cabeza en el estado matrimonial.

-El marido es menor; no tenemos venia del padre -advirtió por lo bajo el Secretario, hablando a gritos en el oído del sordo Juez.

-¡Bah!, le otorgamos la supletoria -resolvió don Justo, quien una vez lanzado no se detenía por menudencias.

Terminado el acto, Estercita se volvió a ofrecer un abrazo a su padre quien apenas podía con la emoción. Al estrecharla el viejo ya no atajó sus lágrimas, pero a poco, sin dejar de oprimir contra su pecho a su dulce hija restituida, con una mano hurgaba en el bolsillo para sacar un billete y cumplirle aún antes del plazo a San Antonio. Encontró uno, y cuando ya lo pasaba de mano para metérselo en el lado izquierdo perteneciente al Santo, miró su valor... ¡era nada menos que quinientos guaraníes!

-¡Eh!, San Antonio, ¡ya sos muy interesado! -dijo hipando sus sollozos- ¡la promesa era de cien!... -Iba a volver el billete a su lugar, pero de pronto se encogió de hombros-: ¡Bah!, te lo regalo, San Antonio: yo te doy apenas dinero, pero te pido en cambio felicidad -y se metió el billete en el bolsillo de los pobres.

-¡Eh!, ¿por qué llora hombre? -gritó el Juez acercándose a inquirir con la mano en la oreja-. ¿No tiene aquí a su hija? ¿No ha conseguido acaso lo que quería?...

Ester se desprendió de los brazos de su padre y ahora iba a unirse a su largo, desgarbado y rural verdulerito, metiéndosele por los ojos con una mirada que ya lo estaba haciendo caminar de nuevo por el techo, aunque esta vez con un paso mucho más seguro.

-Sí, doctor... -respondió don Cayetano mirando a su hija con sus cansados ojos llenos de lágrimas- he conseguido... lo que quería.


 
 
FIN
 
 





ArribaLocalismos y palabras de origen guaraní utilizadas en la novela

A lo paraguay: Expresión que significa «sin muchas complicaciones», «así nomás».

Agringado/a: Adjetivación de «gringo».

Ambo: Puntaje del juego del bingo.

Aña memby: Hijo/a del diablo; ndé aña memby: Tú, hijo/a del diablo.

Aperitar: Tomar un aperitivo.

Arribeño: Forastero. Persona procedente de otro lugar (pueblo, país).

Así co es: Así son las cosas.

Bringo tepotí: Gringo de mierda.

Bringo, gringo: Extranjero de origen centroeuropeo, (no así los curepi: argentinos; cambá: brasileros; bolí: bolivianos).

Byro: Sonso.

Cachiái: Cosas hechas o dichas sin seriedad o en broma.

Cajetillo: Hombre de aspecto y vicios urbanos.

Calesita: Carrusel.

Caranda'y: Palmera chaqueña.

Caraya: Mono o monos; especie americana de hasta 80 cm. de alto.

Châ: Diminutivo de chamigo, o amigo. La «â» es nasal.

Che memby: Mi hijo/a.

Che ra'y: Hijo.

Chipa: Torta hecha con almidón y harina de maíz.

Chopí: Baile popular rápido.

Coimero: El que solicita un soborno o lo acepta.

Compai: Compadre.

Compí: Compinche.

Comunisto: Comunista.

Cortón: Bastante corto.

Cubicaje: Medida en volumen.

Despertadora: Mujer que «despierta» a la Virgen para las festividades.

E'esa: Es esa.

Escuelero: Que va a la escuela.

Gringo tabý: Gringo idiota.

Guaicurú: Antigua tribu indígena ya desaparecida del Chaco paraguayo.

Guaviramí: Fruta silvestre de sabor agradable de origen sudamericano.

Guayaquí: Etnia indígena oriunda del Alto Paraná.

Güey: Buey.

Hij'una gran: Hijo de una gran.

Jondita: Honda

Lembú: Marcante que significa literalmente: «Escarabajo».

Ligador: Instigador, provocador.

Lo mitá: Los muchachos, los tipos.

Locro: Granos de maíz hervidos y descascarados. Sopa de estos granos.

Macanada: Macanas, tonterías.

Malacara: Adj. [caballo] De cuerpo colorado y frente blanca.

Marcante: Los marcantes o apodos son generalmente nombres de animales, según la semejanza con el destinatario.

Mata: Cuello del tronco de un árbol, donde comienza la raíz.

Mazo: Eje de carreta.

Mbatará: Ave con plumaje de varios colores en mezcla desordenada.

Mi Comí: Mi comisario.

Mimí: Expresión guaraní que significa: llenos de; puros, muchos.

Mita'í: Niño.

Monguetá: Hablar, en tono de conquista amorosa.

Mujerío: Las mujeres.

Na hombréna: Expresión que significa «qué va».

Ñeé-mbegué: Lit. conversar despacio o en tono bajo; negociar sin atenerse a normas.

Overo: Animal (caballo) de color parecido al del melocotón, en cuyo aspecto resalta lo blanco.

Pa: Expresión interrogativa en guaraní.

Paí aparte: «No toquemos a los sacerdotes o padres».

Paino: Padrino.

Paqueta: Bien vestida.

Pará: De varios colores.

Po-caré: El que utiliza artimañas.

Poderle: Poder vencerlo.

Poguazú: Lit. «mano grande». Cigarro.

Pombero: Personaje de la mitología guaraní.

Pora: Fantasma.

Puesta: Pelea «puesta»: A comenzar o declarada empate.

Quinielero: Vendedor de apuestas para el juego de la quiniela.

Requechos: Objetos «tomados» por descuido del dueño.

Residenta: Mujer que acompañó al Mariscal López en su retirada hacia el interior del país.

Rezadora: Mujer que ora o dirige el rezo.

Riña jycueva: Sopa de riña; pura riña.

Sálai: Expresión que significaría «¡Sal de ahí!».

Salus y naranjín: Marca de soda; marca de bebida gaseosa.

Seca: Sequía.

Sombrero pirí: Sombrero de paja.

Sulkis: Carro tirado por caballos.

Tacurú: Termitero.

Taguató: Una especie de pequeño halcón.

Tereré: Infusión de yerba mate fría absorbida con bombilla.

Tobá-taby: Cara de idiota.

Yablo: Diablo.