La visión de Cantabria en una revista romántica: «Semanario Pintoresco Español» (1836-1857)
Borja Rodríguez Gutiérrez
—167→
La prensa española en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX, llenos de convulsiones políticas y sociales, oscila entre la libertad de expresión que consagran las Cortes de Cádiz y el trienio constitucional, y las sucesivas represiones y censuras que imponen los gobiernos de Floridablanca, Godoy y Fernando VII. El impacto de la revolución francesa -y del papel que en ella tuvieron los periódicos revolucionarios- en los gobernantes españoles es la causa fundamental de las sucesivas restricciones, limitaciones y prohibiciones. Los breves períodos de libertad de prensa, con la proliferación de periódicos agresivamente políticos, no hacen sino aumentar estos temores de los gobernantes.
La nueva etapa que se insinúa tímidamente en los últimos años del reinado de El Deseado, bajo la influencia de la reina María Cristina, y que comienza definitivamente tras la muerte de Fernando VII, significa, en cuanto a la prensa, una libertad muy matizada y mediatizada. En un Estatuto Real de 1834 quedarán perfiladas todas las cautelas con que los gobernantes van a tratar a la prensa periódica. Hay una primera barrera económica con la que se pretende impedir las hojas volanderas o los periódicos más populares. Se crea la figura del editor-responsable que debe ser solvente económicamente; asimismo se exige un depósito previo de 20.000 reales en Madrid y de 10.000 en el resto de las poblaciones para poder sacar a la calle las publicaciones. Este depósito debe ser repuesto inmediatamente en caso de multa al periódico. Los redactores de El Zurriago y otros periódicos «izquierdistas» del trienio constitucional, jamás habrían podido sacar a la luz su periódico con estas leyes. En 1836 estos depósitos aumentan: 40.000 reales en Madrid, 30.000 en Barcelona, Cádiz, Sevilla y Valencia, 20.000 en Granada y Zaragoza. Se instituye la censura previa para toda obra que trate de religión, política, gobierno, leyes, familia real y materias del estado. Pero sobre todo se potencia la autoridad sobre la imprenta del gobernador civil, que puede secuestrar cualquier publicación aunque ésta haya pasado por la censura.
—168→Estas
disposiciones «moderadas» se suavizan, es cierto, con
la llegada de los progresistas al poder. Pero se mantiene la figura
del editor-responsable, que debe proveer un depósito en
metálico para la publicación del periódico. Y,
sobre todo, se mantiene la potestad de prohibir de los gobernadores
civiles. La guerra carlista va a permitir a los progresistas poner
un amplio número de cortapisas a la libertad de prensa
proclamada en el artículo dos de la constitución de
1837. A partir de 1839 se obliga a presentar dos horas antes de la
distribución un ejemplar de la publicación al
gobernador para ser revisado. Valls (1988; 115) lo afirma
claramente: «Los progresistas, cuando
están en el poder, adoptan medidas parecidas a los moderados
para domeñar la prensa y encauzarla al servicio de los
intereses partidistas del gobierno»
. Los gobiernos
moderados que van a sucederse a partir de 1844 van a incrementar
aún más las medidas represivas contra la prensa: se
crea un registro de editores y de impresores, que están
obligados a responder con sus máquinas como garantía
de las multas; las fianzas pasan a ser de 120.000 reales en Madrid
y 45.000 en provincias y deberán reponerse en tres
días caso de producirse una multa.
Bajo este marco legal el periodismo político agresivo que existió en el período de las Cortes de Cádiz y en el trienio constitucional no volverá a repetirse. La fundación de un periódico exige una base económica fuerte que no pueden permitirse los «francotiradores del periodismo» como Fernández Sardino (El Robespierre Español) Gallardo (La Abeja) o Morales y Mejía (El Zurriago). Es el momento de las empresas, la aparición real del negocio periodístico. El negocio impone sus intereses; la política se vuelve muy peligrosa para los periódicos. Los elevados costes de las multas desaconsejan los contenidos políticos: la literatura gana terreno.
La relación entre literatura y periodismo en estos años es intensa. El periodismo «de noticia» tal como ahora lo conocemos comienza a desarrollarse en España a partir de 1850. Los periódicos de la primera mitad del siglo son culturales y literarios y en muchos casos, muy vinculados a la personalidad del redactor o redactores. El extremo de esta vinculación se da con los periódicos individuales, obras de un único redactor o, todo lo más, de dos en colaboración (El Robespierre Español de Fernández Sardino, El Pobrecito Hablador y El Duende satírico del día de Larra, Fray Gerundio de Modesto Lafuente, Abénamar y El Estudiante de dos conocidos escritores costumbristas, Santos López Pelegrín y Antonio María Segovia, etc....) No obstante la tendencia predominante es la que José María Carnerero desarrolla en Cartas Españolas (1831-1832): una revista «moderna» con un director/editor y un cuadro de colaboradores. Esta tendencia se consolida con las dos publicaciones emblemáticas del Romanticismo: El Artista (1835-1836) dirigida por —169→ Eugenio de Ochoa, y Semanario Pintoresco Español (1836-1857) fundada y dirigida en su primera época por Ramón Mesonero Romanos.
La existencia de este género de revistas posibilita a los escritores unas facilidades de publicación hasta entonces no existentes. Los directores necesitan originales para cumplir con la periodicidad, sea diaria, semanal o mensual. Esto, sin duda, conlleva consecuencias negativas: traducciones y adaptaciones no declaradas, artículos sin firma que en ocasiones constituyen plagios o directamente robos, publicación de artículos idénticos o con ligeras variantes en diferentes periódicos, etc... Pero, sobre todo, constituye una plataforma de lanzamiento ideal para jóvenes que comienzan y para que exista una más amplia nómina de escritores «profesionales».
Los géneros que experimentan un desarrollo importante, en cuanto a número de obras publicadas, son esencialmente periodísticos: el artículo de «curiosidades» bien sean de la naturaleza, científicas o técnicas; el artículo de viajes; el artículo de costumbres; la biografía; la leyenda en verso y el cuento.
Ahora bien, cuando
se acomete un estudio de la prensa de estos años, resulta
claro que se intenta evitar los temas más polémicos y
susceptibles de ser objeto de «atención» del
gobierno. Los artículos de costumbres, los de viajes, las
leyendas en verso, las narraciones fantásticas e
históricas van a proliferar en estos momentos. Tal vez la
desaparición del romanticismo más agresivo e
iconoclasta haya que relacionarlo con las dificultades que esta
tendencia tiene para expresarse. Los sucesivos directores de
Semanario Pintoresco Español, Ramón de
Mesonero Romanos, Francisco Navarro Villoslada, o Ángel
Fernández de los Ríos no darán con facilidad
albergue en sus páginas a manifestaciones que puedan ser
críticas con el poder. La censura va a estar vigilante y va
actuar sin dilación. Valls (op. cit.;
104-106) anota que El Cínife de Burgos editado por
Manuel Landeira fue suprimido «por
publicar artículos sediciosos y absurdos, introduciendo por
su medio la desconfianza y concitando el desorden»
y
El Siglo de Madrid, editado por Espronceda por
«atizar el espíritu revolucionario». En 1845
El Pasatiempo. Periódico literario de Granada fue
suprimido a causa de un artículo publicado por José
Giménez Serrano «Yo quiero ser sastre». El
Gobernador de Granada, Martín Foronda y Viedma, suprime la
publicación al considerar que el autor del artículo
«se entremete en el campo de la
política sin haber llenado las formalidades de editor
responsable y la del depósito de 80.000 reales»
.
Da idea de la susceptibilidad de la censura de la época el
hecho de que la alusión política que existe en el
artículo de Giménez Serrano es la siguiente: «Tentado estoy de echarme a intrigar por estos
colegios electorales y hacerme diputado, pero es tan ordinario
—170→
y común este cargo honorífico que no me
satisface: a más carezco de maña para hacerlo
más lucrativo y por consiguiente no hay caso»
. Si
los artículos de Larra hubieran tenido que pasar por una
censura tan rígida como ésta sería
difícil que se hubieran publicado.
Hay que decir que a pesar de todas estas dificultades nos encontramos con un extraordinario florecimiento de la prensa en la época. Aparecen las publicaciones más emblemáticas del romanticismo español: El Artista, No Me Olvides, Revista de Madrid, Semanario Pintoresco Español... Hartzenbusch (1874; 41-131) registra en su catálogo 654 periódicos y revistas aparecidos en Madrid de 1833 a 1850. En provincias también se experimenta esta multiplicación: treinta y un títulos en Aragón (Fernández Clemente y Forcadell, 1979; 40-51) quince en Valladolid (Almuiña, 1977; 425-457), doce en Santander (Del Campo, 1987; 69-103). Muchos de estos periódicos son sin duda ya inencontrables, otros de muy difícil acceso. Los historiadores de prensa regional a menudo solo pueden mencionar el nombre de la revista y poco más.
La abundancia de revistas combinada con las medidas de censura originarán las especiales características de la literatura publicada en prensa durante los años románticos. En primer lugar una literatura «escapista» en cuanto a la temática que huye de todo aquello que pueda irritar al gobierno de turno. En segundo lugar una literatura «conformista» en cuanto a los géneros: los directores dan preferencia para su publicación a obras que entran dentro de los gustos más habituales del público de la época. En tercer lugar una literatura «de consumo»: de fácil lectura, de dimensiones reducidas, que renuncia a inquietar la mente del lector con problemas contemporáneos o innovaciones estilísticas.
Surge la figura del escritor «profesional» que lo mismo dirige una publicación (y si es necesario la redacta en su totalidad) que participa en otras con todo tipo de colaboraciones, saltando de un género a otro y publicando más de una vez la misma obra con los retoques que sean necesarios.
Como ya hemos mencionado anteriormente, la revisión de las revistas publicadas en este período hace ver que hay seis tipos de colaboraciones que abundan especialmente: los artículos biográficos (preferiblemente de personajes del pasado), los artículos de «curiosidades» y descubrimientos científicos y técnicos, las leyendas históricas en verso, los artículos de costumbres, los artículos de viajes y las narraciones breves.
El artículo de viajes es un género «cómodo»: tiene éxito popular, lo cual interesa por igual a autor y director y garantiza un alejamiento de la realidad política española del momento, por lo que no es objeto de atención de la censura. —171→ El artículo de viajes publicado en las revistas románticas es descriptivo, atento a los paisajes, a los tipos y costumbres y a los monumentos artísticos. En muchas ocasiones se refiere a viajes por países extranjeros con carácter informativo y ligero.
Y es que a la
altura de 1844 el viaje se ha convertido en un elemento más
de la vida social «imprescindible». Tal es la
opinión, al menos, de Bretón de los Herreros que
publica en ese año, en El Laberinto, una
«Epístola satírica a mi amigo, compañero
y padrino el señor M.(ariano) R.(oca) de T.(ogores)»
titulada La manía de viajar. Se lamenta
Bretón de no poder comunicarse con Roca de Togores que
está, según él, en viaje constante. Admite que
también a él le gustaría buscar el fresco en
medio del verano madrileño, pero no quiere ser como otros
«que por huir del purgatorio / se meten
de rondón en el infierno»
. Satiriza después
a los madrileños que van a pasar el verano en un pueblo,
sufriendo incomodidades y estrecheces. Después va a
lamentarse de la moda que ahora obliga a viajar,
comparándola con las costumbres de sus abuelos, que nunca
salían de su casa.
|
Prosigue Bretón dando la lista de los destinos más típicos, -o al menos más deseados y mencionados en las conversaciones de «buen tono»-, de los viajes de su época: Pau, Suiza, los Pirineos, Lyon, París, Lila, Ostende, Berlín, Varsovia.
Los viajes se han convertido en un atributo de la elegancia y el buen tono, y las revistas, que junto a la literatura y la historia publican dibujos y viñetas de la «última moda parisiense» incluyen artículos sobre viajes y grabados de diferentes lugares.
De todas las revistas románticas, sin ninguna duda, es el Semanario Pintoresco Español, la que alcanza un éxito más prolongado. Tanto los historiadores de la prensa española [Gómez Aparicio (1967), Seoane (1977), Saiz (1983), Sánchez Aranda y Barrera (1992), y Fuentes y Fernández Sebastián (1997)], como los estudiosos del Romanticismo literario [Peers (1967), Llorens (1979), Shaw (1981), Navas Ruiz (1982), y Romero Tobar (1994)] coinciden en la importancia e influencia de esta revista. En sus veintiún años de vida, los artículos de viajes fueron un elemento fundamental. Cantabria aparece en varias ocasiones como objeto de esos viajes, a través de artículos y de grabados.
El viajero romántico es particularmente sensible a la naturaleza salvaje. Le interesan más los paisajes en los que está ausente la vida humana o describir —172→ los momentos de furia de la naturaleza. Demuestra predilección por las ruinas, y Enrique Gil y Carrasco no puede por menos de echarlas en falta al describir el paisaje de la Vega de Pas:
(3/202)1 |
No es de extrañar que los viajeros se fijen con preferencia en los paisajes más agrestes y que las montañas se vean como enormes e imponentes y el mar siempre embravecido. Todo ello se combina con la actitud melancólica que es prototípica del paisajista romántico:
(4/212) |
El mar es uno de
los elementos del paisaje que más resaltan los
románticos. La inmensidad, la fuerza, la potencia son sus
características principales. El Faro de Santander se
presenta así: «El paraje es
solitario y peñascoso, su aspecto es agreste y las olas del
mar que con estrépito vienen a estrellarse en la roca que
asienta la torre, completan el efecto imponente de aquel escarpado
sitio»
. Para más tarde añadir que «en las noches tormentosas, una considerable
cantidad de aves de todos los géneros, lanzadas de sus
albergues por el tiempo, van atraídas por aquella claridad a
estrellarse contra los gruesísimos cristales del enorme
farol»
(18/334).
El espectáculo del mar embravecido es el preferido por los románticos: el mar está siempre amenazante y representa un peligro para los pescadores y los habitantes de la costa.
(13/236) |
—173→
Las montañas también son objeto de la atención de estos viajeros. Son inmensas, aterradoras, tocan el cielo con sus cumbres. Representan la naturaleza más amada por los románticos, la más primitiva, la de la fuerza en libertad:
(5/384) |
Esa enormidad y
esa salvaje naturaleza provocan grandes problemas de
comunicación: «Las cuatro leguas
que hay entre Castro y Laredo son de un suelo malísimo en su
mayor parte; es bastante llano desde la salida de la primera villa
hasta pasar el barco de Oriñón; más luego se
empieza a subir el monte Candina, que es uno de los más
escabrosos, largos e inaccesibles de la costa»
(14/255).
No es extraño, por lo tanto que «una carta dirigida de Laredo a Castro-Urdiales
[...] no va rectamente, sino que hace un gran rodeo yendo a parar
al interior y volviendo otra vez, tardando más de un
día o dos»
. (10/215). Y no sólo por lo
dificultoso del terreno; también aparecen las
montañas cubiertas por impenetrables bosques:
(4/212) |
El mar, las montañas altas e imponentes, los bosques, el contraste con los pueblos pequeños y las tierras cultivadas convierten a Cantabria en una tierra en que los románticos pueden entregarse libremente a sus emociones.
(10/215-16) |
Por eso el viajero, rodeado por el paisaje que se adapta particularmente a su sensibilidad, cae en un auténtico trance lírico:
(5/384) |
La identificación con la naturaleza, con una naturaleza libre y salvaje, primitiva, auténtica es uno de los grandes anhelos románticos. Más, al mismo tiempo, con esa constante ambivalencia que es un elemento fundamental de la mentalidad romántica, el paisaje puede ser hostil, inquietante, fuente de temores y de peligros. De aquí la atracción que ejerce en todos estos viajeros los efectos de la naturaleza desencadenada:
(5/383) |
Resulta sintomática de la exageración romántica que la riada que arrasó los pueblos de Bárcena de Pie de Concha, Media Concha, Pie de Concha y Pujayo en 1834 sea descrito como «terremoto y «huracán». (Pocos años después del desastre, en 1848, otro viajero anotaba que el ayuntamiento de Bárcena de Pie de Concha sólo mantenía cincuenta y tres vecinos).
Pero este interés por lo natural y lo primitivo, coexiste con un profundo interés por las gentes que viven en esos paisajes, por sus costumbres, sus labores, sus fiestas. El costumbrismo romántico significa el descubrimiento de unas realidades humanas a las que los autores del XVIII no habían prestado ninguna atención.
Los viajeros
románticos presentan una visión bastante positiva de
los cántabros de la época, con una significativa
excepción: los pasiegos. Estos viven en «la pendiente del fraude y del crimen»
(16/392) y constituyen un grupo diferenciado dedicado al
contrabando. «Entre ellos los hay
bastante desalmados y no es extraño la verdad, porque la
vida tampoco da de sí otra cosa»
(3/202). El
estado del juzgado de Carriedo inquieta: La cabeza y los
funcionarios de partido viven en Villacarriedo, la cárcel
está en Bárcena de Carriedo. «Si a los pasiegos de San Roque, que son los que
peor concepto merecen por ser contrabandistas, desalmados y
asesinos, se les antoja bajar de las montañas colindantes,
pueden llevarse los arrestados sin que nadie lo sepa ni lo impida,
o coger al juez y dependientes y los protocolos que
gusten»
(11/219). Y es que su modo principal de vida es
el delito: «Favorecido [el
—176→
pasiego] por las montañas en que nació, se
consagra desde joven al contrabando, en cuya profesión se
amaestra pronto con las lecciones y la práctica de sus
padres y parientes: contribuyen poderosamente a este fin sus
instintos y constitución física, pues en lo general
el pasiego es robusto, fuerte, temerario, además de
calculador, industrioso y listo en más de un
concepto»
. (16/392). Se trata de gente violenta: «Van armados de armas blancas y de
fuego
» (3/202), tanto hombres como mujeres: «Las mujeres [...] son una especie de Lucrecias
con navaja al cinto que no hay modo de avenirse con
ellas»
(3/203). La justicia se ve impotente ante los
pasiegos que se protegen entre sí al modo de una verdadera
mafia y no dan a los extraños ni las informaciones
más elementales: «Se cuenta que
con motivo de una sumaria contra una mujer casada y con hijos, no
le fue posible al juez saber el nombre y el apellido de la
procesada: interrogado el marido declaró que se llamaba
su mujer, los hijos exponían que se llamaba su
madre, y los vecinos que se llamaba fulana»
(16/392). El mismo comportamiento observan con cualquier visitante:
«Suelta como al descuido alguna
expresión que pueda llamarles la atención o hazles
cualquier pregunta capaz de despertar su desconfianza, y repara con
cuanto cuidado miden sus palabras, cuan evasivas son sus
respuestas, y con que expresión tan marcada de suspicacia y
recelo escudriñan tu porte y examinan todos tus
movimientos»
(3/202).
No es de
extrañar la atención que dedican los viajeros a los
pasiegos pues estos representan uno de los tipos más
preferidos de los románticos para sus dramas y novelas:
viven sin respetar las normas de la sociedad, fuera de ella; son
rebeldes y orgullosos y mantienen su dignidad por encima de todo.
«El Pasiego conserva algo de la
tradicional independencia y arrogancia de los moradores de otros
siglos: él no se rebaja a servir de cochero o lacayo como el
asturiano, ni de mozo de cordel como el gallego, ni tampoco de
criado doméstico en mayor o menor escala, como lo hacen los
paisanos de otras provincias. El Pasiego procura, ya permaneciendo
en sus lugares, ya alejándose de ellos, vivir libre y
dueño de sí, no reconociendo ningún
amo»
(16/391). Es además un hombre identificado
con su tierra, próximo a lo que los románticos
consideran el hombre auténtico y natural. Su habilidad para
el contrabando proviene de su vida natural y de su conocimiento del
terreno: «Cualquiera que no sean ellos se
estremece de pensar en sus marchas nocturnas por riscos
inaccesibles y espesísimos bosques, cargados con un enorme
fardo de mercancías y expuestos a peligros sin
número»
(3/202). Su identificación con lo
natural es palpable en el uso casi «universal» que
puede hacer de un simple palo: «En sus
manos es arma ofensiva y defensiva, es palanca, es báculo,
es remo, es escudo. Aquí le sirve para rechazar los golpes
de cualquier arma blanca, y —177→
hasta de cuantas piedras se le arrojen, allí para
saltar con rapidez sorprendente, un muro, una tapia, un barranco,
un río o cualquier obstáculo de otro género
que se oponga a sus viajes y excursiones; en esta cualidad deja muy
atrás a las cabras y a los gimnásticos y
saltimbanquis más ligeros; allá para cazar conejos
donde pululan los criaderos y madrigueras, o para llevar un
lío de ropa, o para levantar un peso haciendo el oficio de
cabrestante: el palo del Pasiego es la vara mágica o el
misterioso talismán con que hacen mil maravillas»
(16/392). Pero es sobre todo el uso que hacen del palo en sus
viajes lo que provoca el asombro de los observadores: «El modo de servirse de su palo es cosa de todo
punto inconcebible para nosotros, porque a veces equilibrando el
cuerpo sobre él, y sin poner los pies en el suelo,
atraviesan cornisas, digámoslo así, de
peñascos que parecen inaccesibles para los mismos gamos, y
todo esto, con una prontitud, sangre fría y destreza que
eriza los cabellos. Otras veces se les ve salvar los riachuelos
despeñados y, en ocasiones, crecidos del país,
afianzando la punta del palo en mitad de la corriente, librando su
cuerpo sobre él con poderoso impulso y cayendo en la opuesta
orilla con un ángulo y un efecto enteramente igual al de una
bomba
» (3/202).
Esta seguridad en
sí mismo y esta autoconfianza, hacen el pasiego seguro
triunfador en lo que emprende y también en la tarea de
integrase, cuando así lo desea, en la sociedad de la
época: «Se desparraman por toda la
provincia de Santander, y por el resto de la Península,
vendiendo sus cachivaches. Difícil será que el
comprador deje de salir engañado en cualquiera
mercancía; sino es en el precio, será en la calidad
de ella. Apenas hay villa o lugar en Santander donde no haya un
Pasiego que figure de más rico o entre los más ricos
de su vecindario»
(16/391).
La Pasiega
también provoca la admiración de los visitantes. Es
tan capaz, valerosa y hábil como el hombre: «También ellas hacen sus expediciones al
contrabando, y por cierto que no ceden en robustez, aguante y
sufrimiento a los hombres más recios y determinados del
país. Es una bendición de Dios, como suele decirse,
verlas tan blancas, tan coloradas y tan alegres con su
cuévano a cuestas por montes y hondonadas, siempre cruzando
sendas desconocidas y asperísimas, y riéndose en su
interior de los pobres empleados militares de la hacienda, que
así están a punto de dar con ellas, como si jugaran a
la gallina ciega»
(3/202). Su pulcritud y lo cuidado de
su traje llaman la atención: «Llevan éstas pañuelo a la cabeza:
pelo trenzado a lo largo de la espalda; arracadas o
pendientes de plata dorada; multitud de corales al cuello; camisa
con cabezón; pechero, especie de peto con que
cubren el pecho además de la camisa; corpiño atado
por delante; saya; medias de lana del país; chapines o
escarpines y abarcas de cuero. En invierno añaden a esto una
especie de —178→
manto blanquecino que llaman capa; chaqueta; jastras o
pellicas, pieles con que abrigan las piernas y defienden los
chapines; y por último barajones, especie de tabla
triangular sujeta a la planta del pie con correas y que les sirve
para sostenerse en la nieve»
(3/203). Su
reputación ya ha alcanzado a toda España y por eso
hay «un sin fin de nodrizas [...] en
Madrid con el nombre de pasiegas»
pero las
auténticas pasiegas son pocas, «las demás son de las tierras
circunvecinas, que se apellidan pasiegas para mayor abono de su
salubridad y robustez»
(3/203). Y es que «hombres como mujeres son de una soberbia raza y
en ninguna parte se ve tanto vigor, soltura, frescura y
robustez»
(3/203). No cabe duda de que este pueblo
independiente, orgulloso, al margen de la ley e identificado con la
naturaleza tenía que producir una honda impresión en
los viajeros románticos. «¿Qué te parece que diría
Hoffman si en una noche de invierno viera deslizarse cuatro o cinco
de estas montañesas, a la orilla de un derrumbadero, con sus
capas blancas, silenciosas y ligeras como las hadas? ¿No es
verdad que esto tiene su poco de fantástico, particularmente
a la luz de la luna y encima de la nieve?»
(3/203).
Sobre el resto de los habitantes de Cantabria no se particulariza tanto. El interés por el costumbrismo se mantiene lo suficiente para que haya abundantes menciones a la población.
El juicio general
es que se trata de gente de buena salud, «robustos y bien formados»
(10/215), de
carácter pacífico: «No se
ven como en otras provincias delitos de todo género, [...]
los grandes crímenes son muy raros; el asesinato alevoso es
un suceso que horroriza a toda la comarca»
(10/216).
Llama la atención «la moral,
pública y privada, de sus habitantes, en especialidad por lo
que respecta a la religión»
(10/216).
También se anota la aguda conciencia de clase que hay en sus
habitantes. «Otro rasgo que predomina es
la creencia que todos tienen de su nobleza: recuerdan con orgullo
la antigua aristocracia montañesa»
(10/216).
Orgullo que en muchas ocasiones lleva al deseo de aparentar,
según se desprende de este retrato con ribetes
cómicos:
(9/259) |
La alegría
por el veredicto del juicio está justificada, porque los
pleitos son una de las dos diversiones favoritas de la gente de
Cantabria: «Los paisanos son muy
pleiteantes y un tanto cavilosos. Todas sus quimeras y altercados,
deseos y pretensiones, se convierten en litigios y solicitudes en
oficinas»
(10/216). Estos pleitos se mantienen por las
causas más nimias: «Una palabra o
una acción que en otras partes pasaría desapercibida,
aquí da paso a una querella, a una contienda, a una
enemistad»
(10/216). La otra gran distracción son
las romerías, que se esperan con gran anticipación e
impaciencia: «Hay persona que seis meses
antes se ocupa de arreglar el viaje al santuario y todo lo
demás que concierne al día de la zambra»
(13/237). Las hay en toda la provincia: «Entre las más afamadas se cuentan la del
Carmen, en las cercanías de la ciudad de Santander y en
Sopeña, partido de Cabuérniga; de San Pedro en
Mazcuerras; la de la Aparecida, en el partido de Laredo; la de los
Mártires en el de Ramales; la de la Virgen de la Balbanera
en San Vicente; y otras muchas cuya enumeración sería
prolija e incesante»
(13/237).
(13/237) |
El viajero romántico se interesa también por los avances del progreso, y particularmente por el estado de las ciudades, su economía y su industria. Todo ello se va registrando en la visión de Cantabria que aparece en la revista.
Las poblaciones
corren distinta suerte: del risueño futuro que se ve en
Torrelavega hasta la triste situación de Laredo, hay gran
variedad de situaciones. Las vías de comunicación
principales son cinco, «la que se dirige
de Burgos a Laredo por Ampuero y Limpias, la que va desde Balmaseda
a Castro-Urdiales, aunque ésta es muy corta pues casi toda
corresponde a Vizcaya; la que pasa por Arredondo y sigue por el
real sitio de La Cavada por un trecho —180→
de algunas leguas y se halla por concluir; por
último, la general, por donde anda la silla del correo, por
el puerto del Escudo, Ontaneda, Carandía, hasta la capital,
uniéndose con la que va de Torrelavega, una legua antes de
aquella, en el punto de Peñacastillo»
(10/215).
Santander es una
ciudad de reciente riqueza originada en su mayor parte por las
guerras carlistas; «la ciudad de
Santander se ha engrandecido desde la guerra de Don Carlos, con
motivo de los muchos comerciantes de diferentes puntos, y
notablemente de Bilbao, que han ido allí a establecerse con
sus caudales y giros»
(11/219). Su enriquecimiento se
evidencia al acercarse a la ciudad «no
por tierra cuya entrada y aspecto nada vale, sino por mar,
partiendo de los embarcaderos del Puntal y de Pedreña. Se
descubre la ría sembrada de barcos de todos portes y
cabidas, y a lo último el magnífico muelle nuevo, en
el que se hace la carga y descarga a pocas varas de los almacenes y
despachos de los comerciantes, formando una especie de rambla que
sirve de paseo, hermoseado por la extensa acera de casas
sólidas, alineadas, de buen gusto y construcción, en
cuyo punto reina la vida y el movimiento de una ciudad mercantil:
la que por este punto de vista aparece como esas poblaciones de
Alemania, Holanda e Inglaterra, que surgen del medio de las
aguas»
(12/229). Pero nada más llegar el viajero
al muelle y desembarcar, esta hermosa visión se desvanece:
«Sentada ya la planta en el muelle de
Santander y a pocos pasos que se den hacia las calles a él
paralelas, cualquiera preguntará, ¿dónde
está el pueblo que se veía desde lejos? Aquí
no hay sino diseño de calles, plazuelas en boceto, proyectos
de ciudad, manzanas de casas en pretensión. [...] si
Santander tuviese algunas calles iguales, parecidas o imitadas a la
del muelle sería una de las ciudades mejores de
España»
(12/229-230). A pesar de esta riqueza
marítima y de comercio el puerto de la ciudad no ofrece una
buena impresión: «adolece de
varias contras y defectos; el viento Sur es formidable y
tempestuoso y contra el cual no tiene ningún abrigo ni
resguardo; los ríos están continuamente amontonando
en la bahía gruesas cantidades de arena en sus avenidas y la
entrada tampoco es de las más apetecibles, en particular por
el invierno»
(11/219-220).
Torrelavega,
Reinosa y Castro-Urdiales son las poblaciones que más
favorablemente impresionan a los viajeros. Torrelavega es
presentada con colores muy positivos: «El valle de Torrelavega es quizá,
después del de Cabezón, el más abundante y
pingüe de toda la provincia»
(12/227). «Lo que da más realce a Torrelavega es
esa campiña extensa que llaman La Mies, por cuyo recinto
cruzan y serpentean los ríos»
(11/219). Su riqueza
agrícola, las industrias de harinas, el aprovechamiento de
la fuerza hidráulica («Hay una
cascada artificial, que, formada por una figura de puente echado
que constituye —181→
el lecho, obliga al agua a desprenderse con ímpetu y
con arco, con motivo del desnivel»
(11/219), su
privilegiada situación «en una
carretera tan frecuentada, cerca de Santander y entre esta ciudad y
Reinosa, regada por dos ríos, el Saja y el Besaya, que hacen
su confluencia en sus inmediaciones, y luego, confundidas sus
aguas, pasan por la Requejada, a una legua, donde llegan buques de
hasta 120 toneladas, y donde se hacen los embarques de trigos,
harinas y otros granos, que salen al Océano, desembocando
por la ría en Suances»
(11/219); todo ello
contribuye al progreso de la ciudad. De Reinosa impresionan sus
condiciones físicas y meteorológicas: «es uno de los puntos más elevados y
más fríos de la Península; la nieve dura mucho
tiempo en las calles del pueblo»
(10/215), y el hecho de
ser vía de comunicación principal entre la meseta y
la costa: «el continuo tránsito
de carros, carretas y toda clase de vehículos con que se
hacen los transportes de harinas, desde la conclusión y
desembarcadero del Canal de Castilla, en Alar del Rey hasta la
ciudad de Santander»
(10/215). Por ello la mayoría
de habitantes de los pueblos que hay desde Reinosa a Torrelavega
«se emplean en la carretería, que
no deja de proporcionarles una ganancia regular, siendo,
además, una vida más alegre y variada que la de
llevar todo el día una azada en la mano»
(12/227-228). Pero ni Reinosa ni Torrelavega llegan al nivel de
Castro-Urdiales, «la población
más importante de toda la montaña de Santander,
después de la Capital»
(13/235). Y eso a pesar de
que «es un pueblo pequeño: la
vecindad de todo el distrito municipal no pasa de unas 3000 y pico
de almas»
(12/235). La riqueza de Castro proviene
fundamentalmente de la pesca la «más abundante de besugo, merluza,
sardina y chicharro, [que] se exportan a lomo, por las recuas de
los maragatos y arrieros que lo conducen a Madrid y otros muchos
lugares de Castilla, en particular a Burgos, Aranda, Rioja,
etc.»
(13/235). A la riqueza de la villa contribuyen
«fábricas de salazón y de
escabeche, que proporcionan una riqueza sólida a sus
dueños, que generalmente suelen ser los más
acaudalados de la comarca»
(13/235-236). No deja de
impresionar al viajero lo extrovertido de las mujeres de Castro, en
particular de las «pescaderas» ambulantes: «La juventud femenina de Castro no quiere servir
en las casas de los particulares, [...] prefiere el trabajo en los
escabeches o el tráfico de pescado que compran fresco y le
llevan a vender a los pueblos limítrofes, formando
cuadrillas de 10 a 12 que caminan a paso de Luchana,
contándose recíprocamente anécdotas y pasajes
curiosos y divertidos, acompañados de una acción tan
expresiva y marcada, que pudiera servir de modelo a los que
estudian oratoria»
(13/236). Esta animación es
compartida por todo el pueblo y su afición a las fiestas es
extremada: «Entre las tonterías y
mentiras que los extranjeros dicen de nuestra nación,
recuerdo haber visto en una Guía de España
escrita —182→
en Francia la noticia siguiente: los españoles
son tan aficionados al fandango, que donde quiera que le oigan,
empiezan a bailarlo, aunque sea en una iglesia o tribunal.
Esta ridícula exageración casi podría
aplicarse a la clase del pueblo de Castro»
(13/236).
Así no es de extrañar que el pueblo cuente con un
tamborilero municipal que «tiene que
ejercer su destino todos los domingos y fiestas de
guardar»
(13/236). Su destino consiste en tocar, pito y
tamboril, para que se produzca el baile «mezcla de fandango, seguidillas y zorzico.
[...] La plaza se convierte en un palenque en que a porfía
cada uno demuestra sus conocimientos y disposiciones
coreográficas»
(13/236).
Por el contrario,
otras poblaciones aparecen presentadas con tintes más
negativos. Es el caso de Santoña, «internada en un arenal que impide verla hasta
que se desembarca y se llega a las fortificaciones»
(15/261); «una de las plazas fuertes
más notables del reino, [que] se encuentra aislada sin que
le sea posible progresar en comercio ni industria, a pesar de su
puerto cómodo y seguro y de su espaciosa playa»
(10/215) que no tiene ninguna carretera que la comunique con el
resto de la provincia. Lo mismo le ocurre a San Vicente de la
Barquera que tampoco «tiene más
camino para el interior que uno de carro; así es que esta
villa, en otros tiempos tan floreciente, ahora está sin vida
y hasta sin medios de adquirirla»
(10/215). Pero las
estampas más negativas son las que ofrecen Santillana del
Mar y Laredo. Santillana «se parece a
una mujer en otro tiempo hermosa, rozagante, que recibió
inciensos y adoraciones, y que ahora vieja y arrugada
todavía se le figura que está en sus
verdores»
(12/229). Compara el viajero su pasado
glorioso, capital de las antiguas Asturias, cuna de la aristocracia
cántabra, con su estado actual, «triste, solitaria, rodeada de un silencio
sepulcral, interrumpido de vez en cuando por el siniestro graznar
de alguna ave nocturna, que anida en los torreones y en las
murallas carcomidas y ruinosas. [...] Por aquellas calles apenas se
ve una persona: el forastero cree a pocas horas de hallarse
allí que está en medio de un cementerio. Villa sin
comercio ni comunicaciones parece condenada a la nulidad y a la
impotencia»
(12/229). No es mejor la situación de
Laredo que «ofrece un aspecto
desagradable en su conjunto: las calles son de guijarros desiguales
y salientes, sin aceras; la mayor parte de ellas en cuesta hacia el
norte, que es por donde se extiende la población, aunque en
lo llano hacia el mediodía tiene algunas calles; entre ellas
la mejor que es la calle Real y la de la Constitución donde
está el ayuntamiento. Las casas tienen en general balcones
de madera, de construcción antigua y pésimo gusto;
hay algunas buenas de cantería y bastante ornato. [...] Se
percibe que es un pueblo en decadencia, no se ve una obra reciente,
una fabricación moderna; carece de alumbrado público.
[...] Es algo extraño que en el siglo de las luces no trate
Laredo de —183→
poner algún farol público»
(14/256).
Y el ambiente de la ciudad no es mejor que su aspecto: «En general poca distracción se
proporciona en Laredo a cualquier transeúnte: No hay
reuniones [...] Tampoco hay círculo de recreo [...], hay,
sí, un café que por casualidad tiene un piano y
consiste en que el dueño es el organista de la parroquia. El
trato entre las personas y las familias apenas existe»
(15/251).
Los lectores del Semanario se encuentran, como hemos visto, con una región de bellos paisajes, en su mayor parte salvajes, dominados por enormes montañas y mares tormentosos. Su población es tranquila e industriosa, de carácter tranquilo, con la notable excepción de los pasiegos. Su presente oscila entre la buena situación de Santander, Torrelavega y Castro-Urdiales y el declive imparable de Laredo y Santillana del Mar. Esta visón, sin duda, quedaría firmemente marcada en la mente de los lectores del Semanario Pintoresco, la revista más famosa, influyente y leída de su tiempo.
- El Pez Hombre. Manuel de Assas. 1839, p. 30.
- El Nadador de Liérganes. Manuel de Assas. 1839, pp. 30-31.
- Usos y trages provinciales. Los pasiegos. Enrique Gil y Carrasco. 1839, pp. 201-203.
- Geografía Española. Región cantábrica. F. Fabre. 1839, pp. 212-214.
- Viajes. La Hoz de Bárcena. Clemente Díaz. 1840, pp. 383-384.
- España Pintoresca. Santander. Manuel de Assas. 1847, pp. 2-6.
- Santander. Manuel de Assas. 1847, pp. 10-12.
- España Pintoresca. Los baños de Ontaneda, 1847, pp. 193-194.
- Una romería en las montañas de Santander, 1848, pp. 258-261.
- Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Reinosa). Antolín Esperón. 1850, pp. 214-216.
- Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Torrelavega). Antolín Esperón. 1850, pp. 218-220.
- Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Ontaneda, Santillana y Santander). Antolín Esperón. 1850, pp. 227-230.
- Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Castro-Urdiales). Antolín Esperón. 1850, pp. 235-237.
- Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Laredo). Antolín Esperón. 1850, pp. 255-257.
- Impresiones de viaje. Santander y provincias vascongadas. (Laredo, Colindres y Limpias). Antolín Esperón. 1850, pp. 260-261.
- El Pasiego. Antolín Esperón. 1851, pp. 390-392.
- —184→
- El nacimiento del Ebro. Manuel de Assas. 1856, pp. 313-314.
- El Faro de Santander. Manuel de Assas. 1856, p. 334.
- Santa Catalina de Montecorbán. Junto a Santander. Manuel de Assas. 1857, pp. 17-19.
- Ermita de la Virgen del Mar. Junto a Santander. Manuel de Assas. 1857, pp. 41-42.
- Colegiata de Cervatos. Manuel de Assas. 1857, pp. 57-59.
- Monasterio de Santo Toribio de Liébana. Manuel de Assas. 1857, pp. 73-75.
- La Colegiata de Castañeda. Manuel de Assas. 1857, pp. 137-138.
- La Torre de Cacicedo, cerca de Santander. Amós de Escalante. 1857, pp. 222-224.
- Colegiata de Cervatos. Manuel de Assas. 1857, p. 407.
- Bárcena. Trabajadores en el camino de Reinosa. 1840, p. 384.
- Castañeda. Vista exterior de la colegiata de Castañeda por el lado del ábside. 1857, p. 137.
- Cervatos. Vista exterior de la colegiata de Cervatos. 1857, p. 5. (Pizarro).
- Corbán. Exterior del monasterio de Corbán. 1857, p. 17. (Rico-T. Ruiz).
- Liébana. Vista exterior del monasterio de Santo Toribio de Liébana. 1857, p. 73. (Juan Gutiérrez de Sara. Pizarro. Rico).
- Noja. Casa de los Velascos. 1857, p. 397.
- Ontaneda. Vista del Balneario. 1847. p. 193.
- Reinosa. El Nacimiento del Ebro. 1856, p. 313. (Manuel de Assas).
- Santander.
- Casa antigua de Pronillo. 1857, p. 396. (Sierra).
- Faro de Santander. 1856, p. 333.
- Santander en el actual reinado. 1847, p. 9. (Múgica).
- Santander en el Siglo XVI. Vista tomada desde cerca de San Martín. 1847, p. 4.
- Vista de la ermita de la Virgen del Mar. 1857, p. 41. (Manuel de Assas).
- Vega de Pas. Pareja de Pasiegos con trajes típicos. 1839, p. 201. (Alenza-Castria).
- Almuiña Fernández, Celso. (1977) La prensa vallisoletana durante el siglo XIX. Valladolid. Institución Cultural Simancas.
- Campo Echeverría, Antonio del. (1987) Periódicos montañeses. 1808-1908. Cien años de prensa en Santander. Santander. Tantín.
- Fernández Clemente, Eloy y Carlos Forcadell. (1979) Historia de la prensa aragonesa. Zaragoza. Guara.
- Fuentes, Juan Francisco y Javier Fernández Sebastián. (1997) Historia del periodismo español. Madrid. Síntesis.
- —185→
- Gómez Aparicio, Pedro. (1967) Historia del periodismo español. Desde la «Gaceta de Madrid» hasta el destronamiento de Isabel II. Madrid. Editora nacional.
- Hartzenbusch, Juan Eugenio. (1874) Apuntes para un catálogo de periódicos madrileños desde el año 1561 al 1870. Madrid. Rivadeneyra.
- Llorens, Vicente. (1979) El Romanticismo español. Madrid. Fundación Juan March y Editorial Castalia.
- Navas Ruiz, Ricardo. (1982) El Romanticismo español. Madrid. Cátedra.
- Peers, Edgar Allison. (1967) Historia del movimiento romántico español. Madrid. Gredos. 2 tomos.
- Romero Tobar, Leonardo. (1994) Panorama crítico del romanticismo español. Madrid. Castalia.
- Sánchez Aranda, José Javier y Carlos Barrera. (1992) Historia del periodismo español desde sus orígenes hasta 1975. Pamplona. Ediciones Universidad de Navarra S. A.
- Saiz, María Dolores. (1983) Historia del periodismo en España. 1. Los orígenes. El siglo XVIII. Madrid. Alianza Universidad.
- Seoane, María Cruz. (1977) Oratoria y periodismo en la España del siglo XIX. Valencia. Editorial Castalia/Fundación Juan March.
- Shaw, Donald L. (1981) Historia de la literatura española. El Siglo XIX. Barcelona. Ariel.
- Valls, Josep-Francesc. (1988) Prensa y burguesía en el XIX español. Madrid. Anthropos.