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La víspera y el día

Dirma Pardo de Carugati



portada



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A Víctor, por todo y por siempre,
esposo, maestro, amigo.



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ArribaAbajoPresentación

Dirma Pardo de Carugati


Parece más alta de lo que es, por su porte erguido, por la honesta gallardía de su andar sosegado y señoril. Su elegancia espiritual armoniza con la de su atuendo siempre a la moda de mejor gusto.

Este talante de gran dama serena y circunspecta encubre, para quien no la conoce, una insólita, infatigable energía. Energía, cabe insistir, insospechable en tan reposado continente y en esa apacible actitud que la caracteriza. Las apariencias, como se sabe, engañan. Más abajo seremos más explícitos acerca de esta virtud tan suya.

Los antepasados de Dirma Pardo son de Galicia. Un bisabuelo de Dirma Pardo, don Manuel Pardo y Louza,   —8→   era hermano del conde de Pardo Bazán. Doña Emilia, la novelista, hija de este conde, heredó el título condal. Pero si no hubiera heredado el título lo hubiera ilustrado de todos modos. En tiempos de Alfonso XIII confirieron a D.ª Emilia Pardo un condado honorífico, una especie de Premio Nacional de Literatura con dignidad nobiliaria. Así fue como la autora de Los pazos de Ulloa, fue dos veces condesa.

Hace años que Dirma realiza una labor que en otros sería agobiadora y que en ella no deja rastros de fatiga. Apenas hay actividad cultural y social en Asunción en que Dirma no desempeñe papel destacado. Profesora de inglés en el Colegio Internacional durante tres décadas, activa organizadora y presidenta del Club del Libro Nº 1 que ya ha celebrado veinticuatro años de vida, Dirma ha asegurado la existencia y persistencia del Taller Cuento Breve ya próximo a cumplir un segundo lustro; fundadora con colegas del nombrado taller de la Sociedad de Amigos de la Academia Paraguaya de la Lengua Española, Dirma debería estar más que satisfecha con la actividad, y sobre todo en el éxito de la actividad aludida. ¿Debe agregarse que es Secretaria de la Asociación de la Mujer Española, Secretaria del Instituto Sanmartiniano del Paraguay, miembro de la Agencia Paraguay Turismo y que año tras año dirige excursiones turísticas a los Estados Unidos; que en 1991 ha viajado dos veces a ese país como guía de un tour de quince azacanados días, amén de haber conducido otro tour, éste a la ex Unión Soviética, poco después del golpe?

Periodista desde su juventud, esposa del decano de los periodistas nacionales, el profesor doctor Víctor Carugati, Dirma, madre de dos hijos y más de una vez abuela asume en su hogar una jerarquía matriarcal y en ella se desempeña con ejemplar dedicación.   —9→  

Tras anotar todo esto, así, de pasada, ¿ha sido exageración el calificar de insólita, de infatigable, su energía?

***

Ahora tocar reseñar la obra llevada a cabo por Dirma durante los fructíferos años que ha consagrado a los «martes» del Taller Cuento Breve. En esta corporación literaria se ha destacado por su afán de suscitar entre sus colegas una camaradería afectuosa y respetuosa. Es cierto que ella ha actuado en un grupo de por sí amigable y bien dotado intelectualmente; pero es también cierto que su don de gente, su exquisita urbanidad, han contribuido decisivamente a la consolidación de una estudiosa sociedad de amigos de las letras. Dirma es de hecho, sin formal nombramiento, Secretaria de Actas del Taller, de actas no leídas en las sesiones aunque puntualmente levantadas. Se ha destacado como inventora de ficciones de ingeniosa experimentación y de gran variedad de temas. Su lenguaje, naturalmente claro y expresivo, se ha ido depurando hasta el logro cabal de una transparencia en que no se advierte el esfuerzo de la laboriosa ejecución.

A esta obra de carácter puramente creativo paraleliza la de una crítica de textos de sus colegas, en que el análisis sutil y no siempre del todo favorable se verifica con tal discreción que nunca resulta molesto en la expresión de reparos en lo que atañe a estilo, estructura y demás aspectos del quehacer literario.

Se han estudiado en el taller muchos autores de ficción breve, el primero de los cuales ha sido Borges. Sus cuentos han sido minuciosamente analizados con elucidación de cuanta materia erudita urde sus fantasías poéticas, y con   —10→   énfasis en las ideas filosóficas que el autor dramatiza así como en los aspectos de su tan celebrado esoterismo, amén de sus figuras retóricas características. Dirma fue acaso la que más aprendió del maestro. Dirma, sin embargo no imita los mecanismos verbales de Borges ni deja percibir en su prosa la gran influencia borgeana. Y es que el arte de Borges ha sido el catalizador merced al cual ella ha verificado el definitivo pulimento de su estilo y la agilitación de su técnica narrativa.

Entre las muchas historias estudiadas en el taller figuran varias de la Biblia. Por ejemplo, la del Rey David y la hermosa Bebsabé. Uno de los más originales cuentos de Dirma -«David and Betsy»- se inspira en Samuel, 11, esto es, en el episodio poco honroso del adulterio del rey poeta y profeta.

El cuento tiene por escenario Washington, D. C. y, en rigor, toda la vastedad de los Estados Unidos porque se desarrolla durante una campaña electoral. El protagonista es, transparentemente, John Kennedy; su amante una actriz celebérrima. La obrita de Dirma -menos de doce páginas- deleita por su ambientación norteamericana tan cabalmente verificada.

Esa ambientación enfoca el mundillo no público en que funcionan algunos resortes secretos del poder del presidente de inmenso prestigio nacional y mundial y se nos relata la sigilosa intriga de los íntimos del jefe para satisfacer el capricho amoroso de éste. El romance apasionado de las dos celebridades está admirablemente narrado, así como el trágico desenlace, el suicidio de la hermosa mujer deslumbrante y fascinadora: «...abrió los grifos de la gran bañera de mármol. Se liberó de su bata de seda dejándola caer, como si con ella dejara su propia piel, y fue al encuentro del agua.   —11→   Había puesto más pastillas que las acostumbradas en su último trago».

Ahora, «una pequeña catarata manaba de la boca de una serpiente de bronce. Al comienzo, el agua tibia acarició los contornos de su bello cuerpo, luego empezó a cubrirlo. Betsy se sentía feliz. Pensamientos confusos aleteaban en su mente... Todo le pareció hermoso; una placidez hasta ahora no experimentada empezó a calmarla. Se sintió joven, casi niña. Y comprendió que la vida era maravillosa...».

Y lo que sigue, tan patético, tan triste.

Admirable adaptación de un relato milenario a la vida de hoy, o, mejor, a la de ayer no más, en un mundo de sucesos televisados que llevan finalmente a la muerte a esta nueva, desdichada Bebsabé.

***

El cuento «La Víspera» tiene un fondo milagrero o que sugiere milagrería. La «víspera» es la del día de la Virgen de Caacupé. En la choza de una madre miserable ésta ve, o cree ver, que la pequeña imagen de la Virgen lanza una mirada fulgurante en la penumbra en que está velando a un niño. Al día siguiente, entre los peregrinos, una mujer rica y poderosa va en su lujoso coche a la fiesta de Caacupé. Es una reina que no ha podido ser madre y vive obsesa por su infecundidad. Y acontece que la reina -una reina de verdad- ha tenido en la víspera un sueño en que ha visto al niño de la mujer del rancho misérrimo.

El lector se entera de que la poderosa dama que en el sueño de la víspera se vio madre por milagro de la Virgen, se llama Fabiola. Lo que acontece cuando las dos mujeres se enfrentan, la reina y la madre miserable, debe ser averiguado por el lector.

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He aquí un relato conmovedor, sabiamente estructurado, en que el arte de Dirma llega a su plenitud en la inventiva, en la caracterización, en el desenlace.

En «El sombrero de jipijapa» lo caricatural y lo tierno se combinan en imágenes difíciles de olvidar.

Muy diferente de este último relato es el que ha tenido mayor difusión. Nos referimos a «Baldosas negras y blancas». La mujer calculadora, fría, sin escrúpulos que engatusa a pobres muchachas humildes y las vende como a prostitutas constituye todo un tour de force en el arte de la caracterización.

Dirma Pardo no se altera nunca en la dramatización de lo atroz, como es el caso de esta terrible historia de trata de blancas. Guarda nuestra escritora una impasibilidad, una imperturbabilidad merced a cuyo poder sugestivo potencializa el dramatismo de sus invenciones. Nunca carga las tintas, nunca exagera: sencillamente cuenta con emoción contenida, sin cambiar el tono de su voz.

Algo parejo ocurre en «La infiel». La «infiel» no es infiel ni mucho menos. Es, sí, víctima de un esposo brutal que por infundada sospecha la mata a tiros de pistola.

Quede para el lector el placer intransferible de penetrar espiritualmente en el mundo de estos sueños literarios y de experimentar la sorpresa de lo imprevisto, de lo imprevisible, que le espera en el último párrafo, o en la última frase.

Marzo, 1992

Hugo Rodríguez-Alcalá





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ArribaAbajoLa víspera y el día

«Evidentemente, la fe es el sentimiento nacional por excelencia.»


Augusto Roa Bastos, «Borrador de un informe».                


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I

Allá


El viento empujó las nubes. La luna apareció brillante y plena; se deslizó por el techo del rancho, se escurrió por las paredes y penetró por la ventana abierta. Irrumpió la luz en el cuarto modesto y el inesperado resplandor despertó a Marciana, que dormía junto a su hombre impasible.

Alerta, la mujer recorrió la habitación con la vista. Todo estaba en quietud. Sólo se oía el canto de los grillos en la hierba cercana.

Casi por costumbre, meció un poquito la hamaca donde dormía Juan, el más pequeño. Miró el catre que compartían   —16→   Santiago y Lucía, los mayores, y se pasó la mano por el vientre grávido de ocho meses, como si estuviera haciendo un recuento de sus hijos.

Desvelada por la prematura claridad, inquieta sin saber por qué, empezó a preocuparse por el trabajo del día siguiente y quiso ordenar en mente sus quehaceres.

-Si me levanto a las cinco a encender el horno -pensó- la primera remesa de chipa estará lista a las seis; José las podrá vender en la ruta para las siete. Es la hora que más de vende, para el desayuno de los caminantes. A las ocho o nueve podré tener otra partida. Después, mientras Lucía lava la ropa y Santiago trae agua del arroyo, puedo pisar maíz para hacer sopa.

Como encontró todo muy factible, casi una rutina alterada apenas por la romería que ya había comenzado, resolvió que también ella iría al Santuario, a la misa vespertina. Trató de conciliar el sueño rezando y tomó el rosario que guardaba bajo la almohada.

Fue entonces cuando notó que la estatuilla de la Virgen de los Milagros de Caacupé que tenía sobre una repisa, irradiaba una luminosidad extraña.

Se incorporó y la miró con mucha atención; grande fue su asombro cuando notó que los ojos de la imagen que siempre siguieron con la vista a quien los mirara, no estaban dirigidos hacia ella, sino fijos en Juan.

Tuvo miedo y quiso despertar al hombre. Pero éste, sumido en el pesado sueño del alcohol, rezongó y continuó inmerso en su sopor.

-¡Virgencita de Caacupé! Te encomiendo mi hijo Juan, si éste es tu preferido, como también es el mío.

Se sorprendió de haber dicho algo que siempre tuvo oculto en su corazón, que jamás confesó ni admitió para sí misma. Ahora, lo había dicho y lo escuchó la Virgen.

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Como si su secreto fuera una falta, quiso justificarse recordando que Santiago había nacido cuando era casi una niña, fruto de aquel primer amor y primer desengaño. Durante un tiempo, la criatura fue un lastre. Cuando consiguió un trabajo en la ciudad, su madre agotada de criar sus propios hijos y los nietos que le habían ido dejando sus hijas mayores, ya no pudo soportar más carga y murió. Marciana tuvo que regresar al campo. Empezó a trabajar en las capueras, a fabricar dulces caseros y chipa. Pasaba de penuria en penuria. A muchas cosas renunció por ese hijo y casi fue un obstáculo cuando conoció a José, un vendedor de chipa, su actual compañero. Éste, finalmente, que decía estar enamorado de ella, la aceptó a pesar del hijo. Se fue con él a su rancho, a servirle como mujer y a ayudarle en su trabajo. Antes del año nació Lucía, con gran desilusión de su padre que esperaba un varón.

¡Con qué angustia recordaba aquellos años! José ignoraba a la niña; se había vuelto arisco e impaciente. Fue en esa época cuando el hombre empezó a beber y a maltratarla. Dos abortos se sucedieron y cuando ya Marciana creía que nunca más sería madre, quedó embarazada del único hijo verdaderamente deseado. Nueve meses padeció el temor de que su cuerpo lo expulsara antes de tiempo. Pero nació bien. Allí estaba ahora, con casi un año de vida, rozagante y sano, durmiendo en la hamaca. Era el hijo del milagro. ¡Y la Virgen lo miraba!

El insomnio la había hecho recordar cosas olvidadas.

Otras nubes llegaron con la brisa de estío y cubrieron la luna, oscureciendo la noche.

El rancho volvió a quedar en sombras, pero la estatuilla de la Virgen conservó por un momento más su extraño brillo, hasta que Marciana, vencida por el cansancio, quedó dormida.



  —18→  
II

Aquí


-Te digo, Teresa, que tiene que ser alguien muy importante. Segurito que es una artista de cine. De lo contrario, no nos hubieran llamado en esta época. A mí me viene muy bien, tan cerca de navidad. Si hasta parece un milagro. Te digo que tienen que ser importantes: Fijáte el jabón que vamos a poner, ¡y estas sábanas de seda! Ni cuando vino el presidente de «no-sé-dónde» hubo tantos preparativos. Lo único curioso es la temporada. Con este calor muy poca gente anda por aquí. Y menos en la Víspera. Pero los gringos son todos raros. ¡Qué saben ellos que mañana es el día de la Virgen! Pero, movéte, Teresa, que tenemos que arreglar todo el piso, no sólo la suite. Parece que va a venir mucha comitiva. Estas estrellas viajan de incógnito, pero traen hasta sus fotógrafos. Digo yo. Bueno, ya veo tu cara. Ya sé que soy charlatana, pero eso es una virtú. Mamita -que Dios la tenga en su Gloria- siempre me decía que con mi manera de hablar y un poco de estudio, llegaría muy alto. Pero así es la vida. No pude estudiar más allá del tercer grado y sólo soy una mucama de hotel. Pero eso sí; soy la mejor mucama, por eso me llamaron ahora. Y bueno, también llegué muy alto, ¿verdá?, al piso quince. Dale, Teresa, con la franela, te dije. En fin, ya no quiero nada para mí, pero mi hijo sí que va a estudiar. Si Dios y la Virgen Santísima me ayudan, él va a entrar en la universidá y va a ser médico o abogado. ¡No te rías, Teresa, no seas mala! ¡Y no dejes las marcas de tus dedos en el espejo!

Un equipaje numeroso, varias personas dando órdenes y alguien que hizo los trámites de registro, precedieron a la   —19→   limusina negra. El ascensor reservado desde horas antes recibió a los esperados huéspedes y los condujo al penthouse.

El personal, en fila, en el pasillo, saludó con reverencias, como les habían enseñado. La camarera jefa quiso entrar y una mujer de aspecto severo que integraba el séquito, le salió al paso:

-Espere a ser llamada -le dijo cerrando la puerta.

La muchacha, avergonzada, se dirigió a su compañera:

-Ya sé, Teresa, no me digas nada. No son artistas de cine. Ella es más bien fea; por lo menos, linda, no es. Pero, se nota que es una persona «de clase» porque no está vestida a la última moda. ¿Te fijaste en el hombre flacucho y de anteojos? ¡Qué distinguido! ¿Quiénes pueden ser? ¿Vos leíste algo en los diarios? ¡Pero qué vas a leer los diarios, vos, Teresa! Andá, movéte, que ahora sí nos llaman.

-Lleve estas prendas a planchar -dijo lacónicamente la mujer de la comitiva.

La muchacha había entrado y buscaba con la vista a la mujer misteriosa, cuando la vio venir de la habitación contigua.

-Esta blusa también, por favor -pidió con una sonrisa.

Tenía una hermosa voz y hablaba perfectamente el castellano.

-¿Cómo te llamas? -agregó.

-Catalina, para servir a usted -contestó con una reverencia.

-¡Qué joven eres, Catalina!

-Tengo veintidós años, Señora, y un hijo de seis que es una maravilla. Mire, mire -dijo sacando una fotografía de un bolsillo del delantal.

  —20→  

La mujer contempló con ternura al chiquillo del retrato, pero su sonrisa se borró y se sintió muy turbada cuando Catalina preguntó:

-¿Y usted tiene hijos, señora?

La dama de compañía quiso poner fin a ese abuso de confianza, pero la mujer, recobraba ya la sonrisa, la detuvo:

-Déjala, Matilde; yo quiero ver la fotografía.

-¡Qué hermoso niño! -exclamó después de un momento.

-Sí, señora, gracias a Dios y a la Virgen. Yo siempre rezo pidiendo que no me falte trabajo, porque quiero que mi hijo estudie y sea alguien. Fíjese, ayer nomás yo estaba cesante, por falta de turistas. Le pedí a la Virgen un milagro... y llegaron ustedes. ¡Y me contrataron don doble paga!

La mujer hizo un gesto a su ama de compañía pidiendo su bolso. Tomó de él algunos billetes verdes y se los dio a Catalina diciendo:

-Mira, deja tus señas a la señora Matilde y todos los meses te mandaré algo para el niño. Esto es para que le compres juguetes en esta navidad. No olvides que debe estudiar; cuando se haya graduado vendrá a visitarme a mi país.

-¡Señora, Dios se lo pague! ¿Cómo se llama usted?

-Recuérdame como a una madrina, nada más.

Catalina salió de la habitación con el corazón estallándole en el pecho.

-Ves, Teresa, yo te dije: ¡el milagro, el milagro!

-Tonta, estamos en el siglo veinte, ya no hay milagros.

-¡Atea! ¿No sabés acaso que los milagros también pueden ser modernos?



  —21→  
III

Aquí


Como dos turistas comunes, la pareja bajó a la recepción para trasladarse al comedor. Caminaban tomados de la mano, como enamorados que están viviendo una aventura. Pasaron por la galería de tiendas y frente a una vitrina de Stern, él tuvo un gesto espontáneo y la invitó a entrar.

-Pero no, tú sabes que no me enloquecen las joyas -dijo ella.

Él la atrajo hacia el interior del local. Ella reía, como si estuvieran haciendo una travesura.

La vendedora les mostró todo tipo de alhajas, pero les ofreció muy especialmente unos zarcillos de oro y coral, trabajados en filigrana, que, dijo, eran típicos del país.

-Muy bonitos, vendremos mañana -dijo la mujer, con una sonrisa, como queriendo terminar el juego.

-Imposible, señora. Mañana no abriremos. ¿No sabe usted que es la festividad de Caacupé, la más respetada fecha religiosa?

La vendedora empezó a contar, con lujo de detalles, cómo miles y miles de personas se trasladan al pueblo serrano, por cualquier medio; algunos caminando los cincuenta y cinco kilómetros que dista de la capital.

-El día de la Virgen, señora -prosiguió- todos somos iguales: ricos, pobres, penitentes, promeseros, mendigos, enfermos desahuciados, sanados agradecidos, todos, todos vamos en busca o en pago del milagro.

-Entonces, es mejor que te lleves los pendientes ahora -dijo el hombre, intentando disipar la emoción que el relato había causado en su esposa.

  —22→  

Cuando llegaron al comedor, eligieron una mesa pequeña, junto a un ventanal. Eran los únicos huéspedes del gran salón.

-¿Por qué está todo tan solitario? -preguntó el hombre al maitre-. ¿Tan mal se come aquí? -agregó en broma.

-Es la época, señor -contestó muy serio el hombre de la chaqueta negra-. No hay muchos turistas en verano. Además, hoy es la Víspera. Todo el mundo estará camino a Caacupé.

-¡Cuánta fe! -exclamó la mujer con renovada ansiedad.

Durante la cena, ya no pudo pensar en otra cosa.

Esa noche, su sueño fue intranquilo. No sabía si soñaba o estaba reviviendo todo lo que le habían contado desde su llegada.

Vio la caravana de promeseros y en medio de la gente sencilla y devota, ella también caminaba. Todos a su alrededor cantaban y ella también empezó a cantar, como si toda la vida hubiera conocido ese himno de alabanzas.

Vio a la vendedora de la joyería, a la camarera del hotel y a los mozos del comedor. Todos iban en la procesión, con ella, subiendo la cuesta. Vio niños pequeños que lucían capas azules y coronas de cartón dorado, y vio niñas vestidas de ángeles con grandes alas de tul fruncido en armazones de alambre, con ofrendas de flores y cirios encendidos.

Una anciana se le acercó y le murmuró algo en un idioma desconocido, pero ella entendió perfectamente, sin comprender las palabras, que eso significaba: «Vamos, la Virgen te espera».

De pronto el sol se tornó más brillante, casi enceguecedor. La luz reflejada en el cobre que cubría la cúpula de la basílica, despedía destellos refulgentes, como si los rayos   —23→   luminosos quisieran indicarle el camino, del mismo modo que hace dos mil años, un lucero guió a los reyes de Oriente hasta el pequeño pesebre de Belén.

La mujer se miró las manos; sólo ella no traía nada que ofrecer; ni mirra, ni incienso, ni oro. Pensó en sus pendientes y se preguntó si serían suficiente ofrenda para lo mucho que tenía que pedir.

Estaba allí, de rodillas frente al altar, como humilde peregrina, implorando el milagro.

Y vio a la Virgen, con sus rubios cabellos ensortijados sujetos por una corona real de oro y piedras, bajo un halo de estrellas. Vio su manto azul ricamente bordado y de entre los pliegues de la seda, sus manos que asomaban en posición de oración.

Con los ojos llenos de lágrimas, presa de una emoción reverente y piadosa, empezó a musitar una plegaria antigua, que ahora le parecía totalmente nueva.

-¡Dios te salve, María!...

Y la Virgen, desde su altar de flores, le respondió con una mirada tierna y maternal. La imagen movió lentamente los labios y susurró algunas palabras que la mujer no pudo oír, porque el llanto de un niño cercano, se hizo cada vez más fuerte.

Entonces despertó. Estaba entre los brazos de su esposo que trataba de calmarla.

-Llorabas, has tenido un mal sueño. No es nada, mi amor. Cálmate.

-¡Oh, no! No fue un sueño; no fue un mal sueño -decía entre sollozos la mujer-. Prométeme algo, ¿quieres? Recuerdas que cuando decidimos venir juramos que sólo haríamos lo que quisiéramos... Bueno, te lo ruego: mañana quiero ir allá, a Caacupé.



  —24→  
IV

Allá


El potente automóvil se desliza por la carretera. Su interior refrigerado no deja imaginar el calor de afuera. El sol cae de lleno sobre el asfalto y su luz reverbera formando zigzagueantes espejismos.

A los lados del camino se han apostado vendedores ambulantes que ofrecen refrescos, pantallas de palma, sombreros de paja, cestos con recién horneada chipa y baratijas. Sobre el pavimento, peregrinos de todas las edades marchan sin prisa, rezando y cantando; algunos llevan cilicios. Hay uno que apenas avanza bajo el peso de una cruz de madera. Pero en todos los rostros se nota la fe, la devoción que los posesiona.

La mujer del automóvil pide al conductor que disminuya la velocidad. El espectáculo de los promeseros la conmueve hondamente. Ella ya los ha visto en sueños.

De pronto, inexplicablemente, el coche se detiene por un desperfecto del motor. Inmediatamente, otro automóvil que los ha escoltado desde su salida de la capital, se adelanta y el conductor abre las portezuelas para que los pasajeros se trasladen al otro vehículo. Están por hacerlo, cuando la mujer oye el llanto de un niño, que parece provenir de más allá de la banquina.

-Vamos, mujer, te insolarás -dice el esposo.

Pero ella, decidida, empieza a bajar por la pendiente.

-¡Por Dios, ven aquí! -ruega el hombre y la toma del brazo. No se atreve a contrariarla porque ha visto su rostro y sabe que ya nada podrá detenerla. Entonces, la ayuda y bajan   —25→   por las cunetas de tierra roja y llegan a una planicie donde se levanta un rancho.

Bajo una enramada rústica, una mujer trabaja en el mortero con golpes acompasados y preciosos. No lejos de ella, un niño pequeño, con la mitad inferior de su cuerpecito desnudo, sentado en la tierra, llora y llora, un llanto monótono y cansado. Sus manecitas sucias le han dejado en la cara surcos marrones.

La mujer está como poseída. No se detiene ni ante la campesina que la mira extrañada. Se dirige resueltamente hacia el niño y lo toma en sus brazos.

-¡Pobrecito, pequeño mío! No llores más -le dice, y lo besa con ternura.

El niño se ha callado ante la inesperada atención que le presta la desconocida. La mira con curiosidad; le gustan sus zarcillos y empieza a jugar con ellos.

Marciana ha dejado el mortero y se acerca, entre desconfiada y amable:

-La va a ensuciar, señora. Está todo mojado.

Con su delantal limpia la cara de la criatura y luego intenta tomarlo en brazos.

-Gracias, señora -dice-. Llora por malcriado, nomás.

La mujer no quiere soltar al niño y con voz entre suplicante y autoritaria le pide:

-Dame este niño. Tú pronto tendrás otro hijo. ¡Dámelo, lo quiero tanto! Lo tendré como a un príncipe y lo haré feliz. ¡Te lo juro!

-Tráigame mi hijo. No lo doy por nada del mundo.

-¡Por favor! -insiste la mujer-. Te daré lo que quieras. Haré feliz a tu hijo, será un príncipe... un rey.

-Él ya es Mi Rey. Entréguemelo. La madre se ha puesto violenta.

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La mujer se echa a sollozar; el marido la consuela y trata de llevársela.

-¡Vamos, vamos! Si es sólo un chiquillo...

-¡No, no! ¡Es él! El niño que yo vi en sueños, el que me dio la Virgen. Ella misma lo puso en mis brazos. ¡Este niño es mío!

El forcejeo ha concluido. Marciana ha arrebatado su hijo y se lo lleva; quién sabe con qué intenciones, toma nuevamente el pisón del mortero.

Juan sonríe. Está en brazos de su madre y ahora tiene un nuevo juguete que brilla entre sus deditos sucios.

La pareja sube a la carretera. El automóvil los espera. Mas la mujer ha tomado una decisión. No se da cuenta de que unas gotas de sangre manchan su blusa de encaje de Bruselas, ni ha notado que le falta un pendiente. Toma su pañuelo y seca sus lágrimas.

Irá hasta el Santuario de la Virgen. Sí, pero irá caminando. De nada valen las súplicas del hombre que tiernamente la llama:

-Ven, Fabiola, ven, ma cherie.

Ella lo ha dicho ya. Irá caminando. Porque ella sabe que debe

Este cuento obtuvo

Mención de Honor en el Concurso

«Néstor Romero Valdovinos»

1988





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ArribaAbajoEl sombrero de Jipijapa

El abuelo Raimundo fue siempre un hombre de gustos refinados. Nosotras no conocimos bien muchos aspectos de su personalidad, pero Mamá es quien siempre está repitiendo que era «un gourmet en la mesa, un académico en las tertulias y un verdadero dandy en el vestir».

Lo que sí recordamos bien, son los felices momentos que pasábamos con él y por cierto que nunca olvidaremos aquel tragicómico episodio que muy pocos conocen y que quizás tuvo en su vida mayor importancia de la que pudiera atribuírsele.

Durante los veranos, venía el abuelo Raimundo a buscarnos, todos los domingos, a mi hermana menor y a mí. Elegante, de la cabeza a los pies, con un impecable traje blanco de Palm Beach (cuyos pantalones parecían tener rayas   —30→   indelebles), unos zapatos de brillo espejeado y un sombrero de Jipijapa.

Este sombrero era su orgullo. «Es un legítimo Montecristi», nos decía y, una vez nos contó que se lo habían mandado desde el Ecuador, arrollado dentro de una cajita de madera de balsa. «Es una joya», decía y levantaba el tafilete para que se pudieran ver mejor los círculos del tejido y el sello que confirmaban su origen y autenticidad.

El abuelo nos llevaba a la plaza principal, se ubicaba en un banco y mientras nosotros correteábamos, él leía el suplemento literario de su periódico. Cuando daban las once, controlaba su reloj de bolsillo con el del campanario y entrábamos a la Catedral.

Con sumo cuidado, el abuelo colocaba su sombrero de paja a su lado y desplegaba un pañuelo sobre el reclinatorio para el momento de la Elevación. Luego sacaba tres billetes nuevecitos, sin ninguna arruga, que ya traía preparados para nuestras limosnas.

Cuando salíamos de misa, saludábamos a todo el mundo. Le gustaba presentarnos como «sus diablillas» a quien aún pudiera no conocernos, puesto que esa ceremonia se repetía todos los domingos.

Después íbamos a una confitería. Él tomaba con deleite un Campari y nosotras devorábamos unos gigantescos helados, que jamás confesábamos haber comido cuando Mamá rezongaba por nuestra falta de apetito.

El abuelo había enviudado hacía muchos años, nosotras no recordábamos claramente a la abuela, pero él nos contaba que había sido una mujer maravillosa y que por eso, él no se había vuelto a casar, porque «no habrá ninguna igual, no habrá ninguna», decía con vehemencia.

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Sin embargo, a punto estuvo de volver a hacerlo. Nosotras, «las diablillas», fuimos las primeras en notar cómo el abuelo saludaba con mayor deferencia a doña Felicitas. Cuando la veía venir, se sacaba el sombrero con un ademán mosqueteril, retenía un momento su mano, luego de amagar un beso caballeresco en ella como saludo y le decía siempre algún cumplido.

Pronto, la salida de misa y el posterior paseo fue como un pas-de-quatre, ya que doña Felicitas, casualmente, iba en la misma dirección. Al comienzo, nosotras caminábamos detrás. Íbamos riendo y haciendo morisquetas, porque notoriamente doña Felicitas últimamente usaba un apretado corsé que le afinaba el talle, pero que hacía surgir unas protuberancias poco estéticas que daban mayor volumen a su ya abundante busto y a sus enormes asentaderas.

Pero el abuelo no lo notaba, o fingía no verlo, porque a cada nuevo encuentro aumentaba sus requiebros. Tampoco se daba cuenta, que de un tiempo a esa parte -y creo que fue justo después de que el abuelo le dijera a doña Felicitas que tenía un cutis de porcelana- ésta había aumentado su dosis de polvo de albayalde.

Un día que nuestras risitas fueron más atrevidas, el abuelo muy severamente, nos mandó caminar adelante y esperarlos en cada esquina, para cruzar la calle.

Pero nuestras burlas seguían; jugábamos a ser la pareja e inventábamos ridículos diálogos amorosos de cursi tenor, que siempre terminaban en pedido y aceptación de matrimonio.

Así las cosas siguieron por algunas semanas. Un domingo, en vez de la consabida parada en la confitería, doña Felicitas sugirió que fuéramos hasta su casa, pues ella misma había preparado un licorcito de cáscaras de naranjas para el abuelo y una tarta de frutilla que, estaba segura, nos gustaría.

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Y allá fuimos. Entramos en una sala que, se nos antojó, se parecía tremendamente a su dueña: atiborrada de adornos y con aroma rancio. Se destacaban un piano, con un mantón de Manila y un búcaro con unas flores sospechosamente tiesas.

Varios almohadones, puestos como al descuido, nos impedían el paso. Doña Felicitas los levantaba, los esponjaba y ponía sobre los sillones en medio de grititos y risitas.

A la invitación de ponernos cómodos, rápidas nos posesionamos del sofá de dos plazas. El abuelo miró alrededor, depositó su sombrero sobre un almohadón de cuatro borlas y se sentó en una mecedora de esterilla que inexplicablemente, había escapado a la invasión de los cojines.

«No toquen nada», dijo el abuelo por lo bajo, mientras Doña Felicitas, en el comedor contiguo, parloteaba y servía las porciones de torta. Mi hermana y yo conteníamos apenas nuestros deseos de reír, de reír sin saber bien por qué, mientras el abuelo parecía preocupado y trataba de adoptar una postura natural.

Doña Felicitas entró con una bandeja. Estaba eufórica, ponderaba lo educaditas que éramos. Nos sirvió, dejó la bandeja sobre una mesita y hablando sin cesar se movía de aquí para allá con pasitos que casi parecían una danza. De pronto, con un giro que ella habría pensado lleno de graciosidad, se sentó, depositando toda su humanidad sobre el sombrero de paja del abuelo.

Lo que siguió, fue un confuso intercambio de atropelladas disculpas, de mal simuladas dispensas y un torneo caballeresco en el que los contendores se disputaban la responsabilidad de lo ocurrido.

Cuando por fin nos fuimos, el abuelo estaba rojo de ira. Ya en la calle le oímos mascullar algo así como «¡flores   —33→   artificiales!, ¡almohadones con borlas!». Luego muy callados, caminamos hasta casa. El abuelo no podía ocultar su humillación cuando se cruzaba con algún conocido, a quien habrá extrañado, sin duda, que aquel día de sol, el elegante señor llevara en la mano su sombrero, inocultablemente todo deformado.

No se quedó a almorzar con nosotras; el abuelo no hubiera podido soportarlo.

Mi hermana y yo pasamos una semana muy tristes. Pensábamos que el abuelo Raimundo ya nunca más vendría a buscarnos. Y nos dimos cuenta de cuánto lo queríamos.

Pero el domingo siguiente, a la hora de siempre, sonó el timbre. Corrimos al zaguán y allí estaba el abuelo, elegante e impecable como siempre y con su hermoso jipijapa totalmente restaurado.

Tras nuestro alborozado recibimiento de estrujantes abrazos, echamos a andar como si nunca hubiera pasado nada. De pronto, tal si fuera una ocurrencia repentina, el abuelo nos preguntó:

-¿Qué les parece si hoy vamos a otra plaza y a otra iglesia?

-¡Sí!, ¡sí! -gritamos locas de alegría.

***

Pensándolo bien, fue una suerte lo que pasó con el sombrero del abuelo Raimundo. De todas maneras, con doña Felicitas, no hubiera sido feliz.



  —37→  

ArribaAbajoDavid and Betsy

«...Mas esto que David había hecho, fue desagradable a los ojos de Jehová.»


2 Samuel, 11, 27                


La campaña electoral se encontraba en su apogeo. La gran maquinaria estaba en marcha: despliegue pomposo de convenciones, giras por distintos estados, ruedas de prensa, banquetes pantagruélicos y multimillonario derroche de dinero, para convencer a las minorías marginadas que se luchaba por ellas.

En realidad, captar simpatías, ganar adeptos y conquistar al electorado es mucho más factible cuando el partido ya   —38→   se encuentra en el poder. Y al presidente y candidato a reelección, en verdad, le sobraban méritos propios y no le faltaba atractivo personal. Desde sus primeros tiempos, cuando era un joven senador iniciándose en la vida pública, había cobrado prestigio político y social. Sobre todo, el favor femenino -según los sondeos- en un 80% se pronunciaba por David Simpson.

Pero un motivo trivial e inocente, si inocente puede llamarse a una revista ilustrada, habría de cambiar la suerte del presidente y torcer la historia del país.

Todo empezó la noche del debate televisivo entre los candidatos de los dos partidos más importantes.

El hotel Majestic era el centro de operaciones. Desde hacía un mes todo un ejército de colaboradores se hallaba en la ciudad preparando los contactos, las entrevistas y las negociaciones, no siempre claras -en las que se movían influencias y se prometían prebendas-.

El candidato había llegado esa tarde, repartiendo sonrisas, recibiendo flores, estrechando manos y saludando con los brazos en alto a una multitud, no enteramente espontánea, desde luego.

David Simpson, no obstante, estaba algo tenso; los opositores criticaban duramente su política interna y sus alianzas exteriores. El New Post había iniciado una campaña difamatoria, hurgando entre antiguos contratos y viejas licitaciones, amenazando con descubrir un monopolio de estructuras bastante comprometedoras para el gobierno.

En su suite, David trataba de relajarse cambiando pareceres con sus consejeros, cuando Robert Joabson abrió su portafolios. Entre los blancos papeles se destacaba un colorido ejemplar de Joy Boy, que el presidente tomó y empezó a hojear, como distraídamente. De pronto, su expresión   —39→   cambió y lanzó un silbido de admiración. Todos hicieron silencio. Bien conocían la afición que David tenía por las mujeres hermosas.

Robert Joabson se acercó y vio la fotografía que embelesaba al presidente.

«El Baño de Venus», decía el epígrafe bajo una instantánea realmente artística: una mujer emergía del agua con todo el esplendor de su belleza al natural. Su piel joven de apariencia de terciopelo, mojada como fruta humedecida por el rocío, tenía un brillo fascinante. De su rubia cabellera, totalmente empapada, caían gotas iridiscentes que resbalaban por sus mórbidos senos.

-Tengo sed -dijo David sin levantar la vista.

Solícito, Stewart James le alcanzó un vaso de whisky y con un guiño cómplice le murmuró:

-Es Betsy Blair, una aspirante a actriz. Se hizo medianamente notoria con un anuncio de shampoo y luego intentó un rol dramático, sin ningún éxito, en «los Desnudos y los Muertos» de Norman Mailer.

-Quiero conocerla- -dijo simplemente David, congratulándose, en su interior, por tener asesores tan bien informados.

***

El enfrentamiento televisivo fue una batalla ganada, según los miembros del partido. Mientras se esperaban los resultados de la encuesta, se celebraba ya el triunfo en las salas de convenciones del Majestic. Llegaban telegramas y flores; varios teléfonos sonaban sin cesar y más y más gente llegaba, saludándose con efusivos abrazos y palmoteándose las espaldas.

  —40→  

En un aparte, todo lo privadamente que se puede estar en medio de una multitud, David y Betsy Blair conversaban. Ella estaba íntimamente asustada, pero irradiaba felicidad. Un temor reverente la cohibía al hablar al hombre que tenía ante sí, pero se daba cuenta de cual era la situación.

David, por su parte, la miraba arrobado, trataba de reconocer ese cuerpo hermoso que había visto en la revista, bajo el insinuante traje de jersey que ella vestía ahora, que velaba pero no ocultaba sus formas.

Para cuando los cómputos confirmaron el triunfo del debate, Robert Joabson ya había recibido la orden de no molestar al Señor Presidente, quien se había retirado a sus aposentos.

***

En la redacción del New Post, Uri Stone tecleaba con rabia la máquina de escribir. No podía olvidar que Betsy, su esposa, lo había abandonado. Le dolía que ella hubiera sido tan liviana, al mismo tiempo le causaba ira la posibilidad de que ella sólo hubiera sido víctima de las circunstancias. Una y otra vez golpeaban en sus sienes las palabras de la esquela garabateada que ella le dejó la noche de su partida: «He sido invitada a la fiesta del Presidente. Honor que no puedo rehusar. Besos. Te amo, Betsy». Recordaba haber hallado el papel ya próxima la salida del sol cuando regresó al departamento, luego de entregar sus crónicas. Inmediatamente comprendió todo, pero lo mantuvo expectante una leve esperanza. Cuando se convenció de que era inútil, que ella no vendría, tomó lo imprescindible y decidió no volver a lo que hasta entonces había sido el hogar conyugal. Una vez más   —41→   leyó el mensaje de Betsy antes de salir. Lo estrujó y lo arrojó en el inodoro. «Allí es donde debes estar» dijo furioso, haciendo correr el agua.

Ahora, lamentaba haber destruido aquel documento. ¿Era un documento o una reliquia? Sus sentimientos en pugna no le dejaban pensar con claridad. Bullía en su interior un deseo de venganza, al tiempo que sentía piedad por Betsy. Le hubiera sido suficiente que ella lo llamara y se disculpara. Pero ahora, su orgullo herido dolía tanto como su corazón destrozado.

Uri Stone, tomó en ese instante una decisión: le pediría a Lloyd Andersen, el jefe de redacción, que lo incorporara al equipo que trabajaba en la investigación del gobierno.

***

Para entonces, el deslumbramiento de Betsy se había convertido en un enamoramiento total. Aún no podía creerlo; era ella, sí, ella misma quien se encontraba en la alcoba del hombre más admirado del país, con el que seguramente sería por más tiempo el gobernante de una de las mayores potencias del mundo. ¿Quién se lo creería si lo contaba? ¿Y podría acaso contarlo? David estaba casado y ella también. «¡Dios mío! ¡Uri! ¿Qué diría Uri?».

Pero Uri en ese momento era tan insignificante y lejano que evitó el remordimiento incipiente y eludió la molestia de tramar una explicación. Para aplacar su conciencia pensó que más adelante le pediría a David que lo ayudara, también a él, en su carrera.



  —42→  
II

Aquella fría mañana de enero, David Simpson, junto a su elegante esposa, prestaba juramento como presidente.

Betsy Blair, arrebujada entre sus sábanas de satén, seguía el desarrollo de los actos por televisión. Su estado de gravidez riesgosa, había hecho necesario este reposo. Además, los hermanos de David, sus aliados en esta oculta aventura, le habían aconsejado prudencia en sus apariciones en público. Esto, a consecuencia de los chismes de la prensa sensacionalista. La difamación solapada estaba resquebrajando la imagen del presidente y eso podía ser peligroso. Había que reconquistar al pueblo, al hombre común, que es, al fin de cuentas, quien exige a sus líderes las virtudes que él mismo no es capaz de tener.

Para desmentir «infamantes rumores» y fortalecer el mito de la típica familia, Uri Stone, el nuevo miembro del equipo de prensa de la casa presidencial, había elaborado unos folletos de distribución gratuita, con biografías, anécdotas y profuso material gráfico. En las fotografías se veía al Presidente y a la Primera Dama, sonrientes, compartiendo juegos con sus hijos y concurriendo, tomados de la mano, a los servicios religiosos.

Pero, ¿cuál era la verdad? David quería y retenía a Betsy. ¿La amaba? Si bien la pasión de los primeros tiempos se había desvanecido, la amaba tiernamente. Le había prometido casarse con ella, el mismo día que Uri se divorció de Betsy por «incompatibilidad de caracteres».

Pero las promesas de los políticos no siempre se cumplen. Esclavo de sus deberes, David no podía divorciarse en estos momentos. La boda fue siempre un tema sin fecha, que se había ido posponiendo por una u otra razón.

  —43→  

David se encontraba acosado por problemas. Primero fue el escándalo del descubrimiento de espionaje dentro del propio partido. Un material grabado, muy comprometedor para David, inexplicablemente, había llegado a manos de los redactores del New Post.

Luego, fue el trágico accidente del helicóptero presidencial, en el que Uri Stone perdiera la vida mientras cumplía una misión especial.

Y para colmo, la muerte del hijito de David y Betsy.

El presidente estaba atravesando una seria crisis. Últimamente se impacientaba con facilidad, se había vuelto muy susceptible y había envejecido.

Betsy temía perderlo; sabía que en el fondo, David pensaba que esta relación era la causante de su ruina moral y tornaba todo lo que estaba sucediendo como un castigo divino. Eso fue lo que los dos pensaron, aunque no lo admitieran, cuando murió el primer hijo de ambos.

Cuando nació el segundo hijo, bello y saludable, David reanudó sus antiguas promesas. Ya tenía la certeza interior de que no llegaría a completar su segundo período.

Inscribió al niño en una pequeña ciudad con su propio apellido, en un intento de comprometerlo con un destino político, el mismo que él había recibido de sus mayores.

Pero Betsy estaba cansada. Ella también iba perdiendo entusiasmo por lo que la rodeaba. Se sentía hastiada de ese boato inútil, de su vida vacía y su futuro postergado. Empezó a caer en estados depresivos que ya ni el alcohol, su frecuente consuelo de los últimos tiempos, podía mitigar.

Una noche, mientras miraba por televisión una rueda de prensa que daba el Presidente, puso más pastillas que las acostumbradas en su último trago. Se lo bebió de un sorbo, mientras el rostro de David Simpson, desde la pantalla, trataba de demostrar el optimismo de antes.

  —44→  

Betsy apagó la imagen, quiso escribir una carta, pero por sus dedos empezaron a trepar millones de hormigas.

Una fuerza irresistible la atraía hacia el cuarto contiguo. Allí, abrió los grifos de la gran bañera de mármol. Se liberó de su bata de seda dejándola caer, como si con ella dejara su propia piel, y fue al encuentro del agua. Se recostó en el cuenco, esperando la caricia purificadora.

Una pequeña catarata manaba de la boca de una serpiente de bronce bruñido. Al comienzo, el agua tibia acarició los contornos de su bello cuerpo, luego empezó a cubrirlo.

Betsy se sentía feliz. Pensamientos confusos aleteaban en su mente; la imagen de Uri se mezclaba en sus visiones. Todo le pareció hermoso; una placidez hasta ahora no experimentada empezó a colmarla. Se sintió joven, casi niña. Y comprendió que la vida era maravillosa.

Con enorme esfuerzo salió de la bañera. Quería mantener los ojos abiertos pero sus párpados parecían de plomo.

Caminando con dificultad llegó hasta el teléfono junto a la cama. «¡Dios mío -murmuró- tengo que hacer esa llamada!».

Pero Betsy ya había traspasado el punto de retorno.

El auricular cayó al suelo.





  —45→  

ArribaAbajoBaldosas negras y blancas


«No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.»


Jorge Luis Borges, «Ajedrez»                


  —47→  

Las jóvenes llegaron casi al mismo tiempo, atraídas por el cartel «Se necesita empleada».

La que vino primero ya estaba hablando con la señora de la casa, cuando la segunda se aproximó con disimulado interés. Traía en la mano el papelito que le había dado una mujer del mercado que recordaba haber visto el cartel esa mañana. Ya estaba por pasar de largo, cuando oyó que la señora decía que necesitaba dos empleadas.

La muchacha que llegó primero hizo un gesto cómplice a la otra y ésta, se detuvo a su lado.

El trato se cerró tras un largo interrogatorio y la enumeración de exigentes requisitos.

-Nada de novios en la puerta de calle, ni familiares de visita. Salidas por turno una vez a la semana y uniforme durante las horas de trabajo.

  —48→  

La Señora hablaba en voz baja, pero autoritaria y firme, mientras las inspeccionaba con la mirada, como si estuviera midiéndolas.

-No tienen hijos, ¿verdad? -preguntó de pronto, con un tono que no dejaba dudas respecto a la reacción que produciría una respuesta afirmativa.

La Que Llegó Después hizo una mueca de disgusto, pensando, tal vez, que eso ya era impertinencia, pero La Otra, que tenía la risa fácil, la hizo desistir de una contestación altanera que, por cierto, hubiera dado fin a la entrevista.

-Soy muy exigente -proseguía la Señora, por eso pago muy bien. Jamás tomo empleadas con mala dentadura o aspecto desaliñado. Ustedes están un poco excedidas en peso, pero eso se remedia con el trabajo.

Sin dar oportunidad a que las jóvenes hablaran, explicó que era extranjera y vivía sola. No tenía amistades ni tampoco se relacionaba con los pocos vecinos de aquel barrio. Sólo tenía dos perros, encadenados durante el día, que de noche se tornaban en celosos centinelas.

-Mis gustos son muy sencillos -explicó- pero demando orden y limpieza. Si están de acuerdo, me entregan ahora sus documentos. Los guardaré en mi caja fuerte hasta el día que se vayan.

Las muchachas se miraron. La oferta era muy atractiva. Un buenísimo sueldo por sólo servir a una mujer solitaria en tarea compartida, no era para pensarlo dos veces.

La Que Llegó Primero abrió la cartera que le colgaba de un hombro y La Otra hurgó un momento en un bolso de loneta donde traía sus pocas pertenencias. Ambas entregaron sus flamantes documentos a La Señora, pero ésta, apenas los miró y sólo esperando confirmación murmuró: «Están vigentes, ¿verdad?», al tiempo que los guardaba en un bolsillo, junto a un nutrido manojo de llaves.

  —49→  

-Pueden empezar hoy mismo -dijo mientras las hacía entrar.

Cuando se abrió el ancho y pesado portón, las jóvenes vieron una terraza de bolsas blancas y negras, sucia de lodo, que terminaba en un patio de tierra al fondo de la propiedad. Allí bajo un árbol, los enormes mastines prisioneros comenzaron a ladrar y gruñir, descubriendo sus puntiagudos colmillos.

Una de las chicas, no pudo dominar su temor, y un fugaz escalofrío, estremeció su cuerpo. Tuvo el impulso de retroceder y deshacer el trato, pero La Otra, le tomó la mano y se la apretó consoladoramente.

En ese momento, aunque entonces no lo sabían, aquellas muchachas que jamás se habían visto antes, estaban sellando su suerte y el común destino que ya no las separaría nunca.

***

La primera tarea consistió en limpiar el patio de baldosas. La Señora anunció que cuando estuviera bien limpio, le pasarían una capa de cera.

Pero esa etapa demandó tres días, pues primero La Señora exigió detergente y luego kerosén.

Cuando finalmente llegaron al encerado, La Señora señaló que los movimientos debían realizarse únicamente en sentido vertical, en un vaivén de poco más de medio metro.

Finalmente el embaldosado quedó limpio y reluciente, pero sería responsabilidad cotidiana, mantener el brillo con pasadas de estropajo.

Hubiera sido muy fácil, pero la tarea se complicaba, (y más aún si llovía) porque de noche, cuando se soltaban los perros, éstos dejaban sus huellas de lodo por doquier.

  —50→  

Y había que volver a empezar.

Por las tardes, en cambio, la faena era más sencilla: limpiar los interiores de la casa no era cosa agobiante. Además se turnaban con los cristales de las ventanas y el gran espejo de marco dorado de la sala.

Justamente, una de las muchachas se hallaba frotando el espejo cuando se vio reflejada en él, e hizo notar a su compañera cuánto había adelgazado.

***

La Señora era una persona rara, ni buena ni mala; más bien desconcertante, por lo que no podían definirla en una u otra categoría.

Hasta los perros habían aprendido a conocerlas, en el poco tiempo que llevaban en la casa, en cambio La Señora, en esos dos meses, nunca las había llamado por sus nombres, o había mantenido con ellas una conversación amable.

Sin embargo, todas las noches cuando terminaban la cena, pedía que sirvieran tres copas de algún licor y las convidaba a beber.

Pronto aprendieron que las copas con forma de calabaza correspondían al cognac, las menudas al cointreau, los vasos bajos de boca ancha al bourbon y las tulipas al champagne.

Pero ni siquiera cuando bebían se rompía el invisible muro que las separaba. Al otro día, nadie parecía recordar esa fugaz intimidad y todo comenzaba de nuevo: limpiar el patio de baldosas con vaivenes verticales, los vidrios y el gran espejo con movimientos horizontales, el frugal almuerzo que La Señora personalmente preparaba, las siestas con cuchicheos para no molestar o para no ser oídas. Hasta que llegaba la noche, sumando días.

  —51→  

***

Pero todo lo que habría de pasar ya estaba previsto y tenía que ocurrir una noche de lluvia.

Una llamada telefónica, en aquel aparato sin disco que ni siquiera parecía que pudiera funcionar, quebró la quietud de un atardecer grisáceo cargado de presagios.

La Señora contestó presurosa, en voz baja y exenta de toda emoción. Las muchachas decepcionadas, ante lo que creyeron una cita amorosa, escucharon que la mujer hablaba de mercadería de buena calidad y de un próximo envío.

Pero, de todos modos, aquella campanilla que perturbó el letargo de la monotonía, marcó el comienzo de un capítulo cuyo final nadie jamás conocería.

Con voz que no denotaba el más mínimo atisbo de entusiasmo, La Señora anunció la inminente visita del Señor Ozorio, un cliente de su empresa. Aunque las muchachas no estaban enteradas de que La Señora fuese mujer de negocios y nunca la vieron salir, no era el momento de hacer preguntas.

Asintieron a las órdenes de ponerse el uniforme de gala (unos híbridos vestidos negros con cuello de encaje blanco) y más tarde debían abrir el portón para que el Señor Ozuna (¿no había dicho Ozorio?) entrara con el auto hasta la terraza.

Cerca de las diez de la noche, sin ruido y sin luces altas, un automóvil grande y oscuro penetró en el patio, como si conociera el camino.

Los perros, nerviosos, ladraban lastimeros. Excitados, enredaban las cadenas en sus intentos de zafarse; jadeaban de cansancio y aullaban de impotencia.

Se abrió la portezuela delantera del coche y salió un hombre con un paraguas que le cubrió la cabeza, frustrando la curiosidad de los jóvenes que miraban desde las dependencias de servicio.

  —52→  

La Señora esperaba en la galería e hizo entrar al hombre misterioso.

A los pocos minutos recibieron las órdenes en la cocina. Una llevaría los entremeses y La Otra las bebidas. Sólo debían saludar y dejar las bandejas en la sala.

Así lo hicieron y regresaron a la cocina a comentar:

-Es una loca. ¿Tendrá miedo de que le quitemos el candidato? Quiere «mostrarnos» para que él sepa que tiene personal, pero no quiere que nosotras veamos a su pretendiente.

En esas especulaciones estaban cuando entró La Señora con una nueva y sorprendente ocurrencia. Traía dos vasos y unas prendas colgadas del brazo. Pidió que hicieran un brindis por el buen negocio que estaba por hacer y anunció que si todo se concretaba les iba a regalar los impermeables que vende el Señor Otazo.

-Son importados de Hong Kong -dijo y se los mostró. Uno era azul y el otro marrón. Se los entregó a las chicas y éstas tímidamente, a su insistencia, se los probaron. Una, La Que Llegó Primero, alcanzó a pasar el cinturón por la hebilla; la otra, La Que Llegó Después, no tuvo tiempo; se desplomó cinco segundos antes de que entrara el Señor Otazo y ayudara a La Señora con las desvanecidas muchachas.

Las subieron al asiento posterior del automóvil y las acomodaron con los cinturones de seguridad.

-¿Todo listo?

-Sí, aquí están los documentos.

-Muy bien. Pasaremos la frontera a la madrugada. Adiós.

Silencioso como había llegado, esta vez aprovechando la bajada, sin siquiera encender el motor, el automóvil salió de la casa y se deslizó por la pendiente hasta desaparecer.

  —53→  

La Señora, imperturbable, entró a la casa, sacó algo de un cajón de su secretaire y fue hacia el portón de entrada. Lo cerró por dentro con mucho cuidado, caminó bajo la empecinada llovizna y desató a los perros.

Enloquecidos con su ansiada libertad, los canes iban y venían corriendo desde el lodazal del fondo hasta el portón; ladraban y olfateaban el patio de baldosas negras y blancas en las que empezaban a confundirse ya, las geométricas marcas de las ruedas del coche que partió.

***

Cuando al día siguiente pasaron frente a la casa, los primeros transeúntes somnolientos, pudieron ver, nuevamente, en el macizo portón de hierro, el cartel de prolijas letras de molde:

«SE NECESITA EMPLEADA»

Este cuento fue adaptado con el título

de «El Secreto de La Señora», como la primera

miniserie de televisión producida en nuestro país.

En 1989 participó en el XI Festival Internacional

de Cine-Video de La Habana, Cuba.



  —55→  

ArribaAbajoLa muerte anticipada


«Como el de otras pasiones,
el origen del odio es siempre oscuro...»


Jorge Luis Borges, «El otro duelo»                


  —57→  

A Hugo Rodríguez-Alcalá

La historia que voy a relatar, ocurrió hace mucho tiempo, en un lugar del campo que hoy se encuentra bastante más poblado. Muchos recuerdan aún el episodio que tuvo por protagonistas a dos hacendados lugareños; otros, los más jóvenes, solamente lo conocen de haberlo oído contar alguna vez a sus mayores.

Con el correr del tiempo, las versiones fueron teniendo variantes y cada uno repite el cuento como mejor le parece. Lo único que nadie podrá cambiar, es el desenlace de aquel drama que ahora me permito narrar.

La estancia «La Inmaculada», de don Teófilo Flores, era la más próxima a «La Santísima», de don Eustaquio Núñez.   —58→   Por lo tanto, era lógico que ambos estancieros fueran amigos. Esa amistad se había estrechado aún más cuando los convirtió en compadres el bautizo de tino de los hijos de don Eustaquio.

En los remates de hacienda se los solía ver juntos; fornido y majestuoso don Teófilo, delgado y desgarbado don Eustaquio. Jamás pujaban por el mismo animal. A tanto había llegado la amistad de ambos, que don Teófilo consintió en prestarle a su vecino un toro semental, campeón de su raza, prueba irrefutable de estima entre hombres de campo.

La gente de los alrededores sabía que casi todas las noches de fin de semana, el uno estaba en la casa del otro, alternando el papel de invitado o anfitrión, y que jugaban interminables partidas de ajedrez.

Don Teófilo fue quien enseñó a jugar a don Eustaquio. Al comienzo era él siempre el vencedor, porque el discípulo, a veces imprudente, se dejaba tentar por una pieza aparentemente indefensa. En muchas ocasiones, un caballo que venía del flanco, cobraba caro, la osadía del atacante.

-El ajedrez es un juego de paciencia, compadre -decía don Teófilo. Pero tan buen maestro fue, como perseverante y obstinado, don Eustaquio, que al poco tiempo, éste, con frecuencia, ganaba la partida.

-Jaque, compadre.

Y don Teófilo intentaba algunos movimientos más, hasta que su adversario virtualmente lo acorralaba y con verdadera fruición paladeaba la última palabra:

-¡Mate!

La estancia de don Eustaquio no era mucho más modesta que la de su vecino y esto era meritorio si se consideraba que él era relativamente nuevo en la ganadería y no como don Teófilo, quien había heredado el establecimiento de su padre.

  —59→  

Don Eustaquio había comenzado veintitantos años atrás, como capataz de un hombre de la ciudad que tenía el campo como pasatiempo. El infortunado murió tras un oscuro entrevero de abigeato, una de las pocas veces que vino a ocuparse de la estancia. El balazo que le entró por un pulmón, le salió por el corazón.

Don Eustaquio solía recordar con cariño a aquel primer patrón, y a sus deudos, que fueron generosos con él, que había sido el hombre de confianza del finado. Y así comenzó su hacienda.

Don Teófilo lo admiraba, porque habiendo empezado de abajo, de la nada, era ahora un fuerte ganadero.

-Somos los únicos honrados, compadre -le decía, cuando comentaban la ola de abigeato y contrabandos que azotaba la región.

Lo curioso era que los cuatreros no los atacaban y ambas estancias sólo eran víctimas de algún robo esporádico de menor cuantía.

-Es por los nombres de nuestras estancias que nos respetan -decía risueño don Teófilo-. Nadie se atreve a robar a la Virgen María.

-Pero cuando las cosas van a suceder, suceden -dijeron después los peones.

Y esto fue lo que aconteció:

Un mensajero desorientado cayó un día por «La Inmaculada» con una esquela que en realidad era para el capataz de «La Santísima». Al comienzo, don Teófilo no entendía nada, pero luego lo comprendió todo. O así al menos lo creyó entonces.

Del mensaje pudo deducir que algo iba a ocurrir esa noche en la estancia «La Tranquera» y que requerían la ayuda del capataz de su compadre.

  —60→  

¡De modo que el capataz de su amigo era cómplice de los cuatreros! Y se enteraba justito ahora, que don Eustaquio había ido a la capital a comprar vacunas.

Entonces urdió un plan.

Volvió a entregar el mensaje al peoncito indicándole el camino para el que debía rumbear.

-Y no cuentes a nadie que te equivocaste, muchacho, porque te puede costar caro.

No había tiempo que perder. Ordenó que le ensillaran su caballo, se armó de un buen rifle y pidió a su capataz Climaco que lo acompañara. Se dirigieron a la delegación de Gobierno. Contó lo descubierto al comisario y se ofreció a ser de la partida.

-Debemos sorprenderlos «in fraganti» -dijo-. Mi capataz y yo serviremos de testigos.

-Mire que puede ser peligroso, don Flores.

-No se preocupe, comisario. Todos saben que tengo muy buena puntería.

Los soldados y los oficiales fueron en una vieja camioneta. Don Teófilo prefirió seguir a caballo junto a su capataz.

La noche era oscura. El camino que tomaron para no ser vistos, era escabroso. Un viento frío les atravesaba el poncho y les calaba los huesos.

Llegaron por fin hasta los matorrales de «La Tranquera». Un grupo de hombres, no muy numeroso, al amparo de las sombras, había cortado los alambres y sacaba animales tan silenciosamente como podía.

La voz de la autoridad quebró el silencio:

-¡Alto! Están rodeados. ¡Tiren las armas y no les pasará nada!

  —61→  

Algunos hombres corrieron; se oyeron tiros de fusil multiplicados por el eco de los cerros cercanos. Un jinete quiso huir; don Teófilo le salió al paso con riesgo de su vida.

Pero mejor no lo hubiera hecho. Antes querría haber quedado ciego que haber visto allí, a su compadre en persona.

Cuando le pusieron las esposas, Eustaquio miró con odio a don Teófilo y le espetó:

-A usted yo siempre lo respeté. ¿Por qué se metió conmigo? ¡Ya se arrepentirá!

Desde esa noche, don Teófilo ya no tuvo paz. Terribles conflictos de conciencia lo perturbaban. Por momentos se preguntaba si de haber sabido que su amigo era un bandido, lo habría denunciado igual. Pero se daba cuenta de que en caso de encubrirlo, se hubiera convertido en su cómplice.

¿Era más fuerte su honestidad o su lealtad? Por momentos se sentía indigno de su amigo, que a su manera había sido siempre fiel a su amistad.

Angustiado, recordaba entonces la amenaza con que Eustaquio se había despedido y no podía dejar de relacionar la muerte de aquel primer patrón, con el episodio de esa noche desafortunada.

«Si es un asesino y un ladrón he cumplido con mi deber», se decía.

Pero no por eso hallaba consuelo. Terribles pesadillas lo atormentaban. Creía estar padeciendo el infierno, pero no sabía él, entonces, que eso sólo era el purgatorio.

A los seis meses -lenta es la ley- Eustaquio Núñez salió en libertad por «falta de pruebas». No fue posible demostrar que las antiguas fechorías se relacionaran con él. En cuanto al delito de aquella noche en la estancia «La Tranquera», no se había consumado y todo se basaba en la   —62→   denuncia de don Teófilo y su capataz, que al fin de cuentas, también se hallaban en el lugar del hecho.

Lo cierto es que ahora, con Eustaquio suelto, don Teófilo tenía otro motivo de preocupación: esperaba la venganza.

Y empezaron a ocurrir cosas extrañas. Al principio parecían hechos aislados, inconexos. Pero estaba seguro don Teófilo de que nada era fortuito.

Una mañana, cuando iba a ponerse las botas, por pura casualidad se le ocurrió sacudirlas primero; del interior de una de ellas cayó una enorme tarántula.

En la estancia, en rueda de mate, el hecho fue comentado como un episodio frecuente y se contaron decenas de casos ocurridos, inclusive hasta con una víbora.

Pero para el patrón, que vivía preocupado, fue un toque de alarma.

La confirmación de sus temores llegó muy pronto. Climaco, su capataz, fue muerto en un montecito, tras una noche de fiesta. Nunca se supo si fue antes o después de la puñalada, cuando le cortaron la lengua.

Muy bien sabía don Teófilo que él sería el próximo.

Pero no había de venir tan pronto el desenlace. El sádico asesino -si era verdad lo que imaginaba don Teófilo- se deleitaba en jugar una macabra partida de ajedrez.

El primer paso que dio don Teófilo, fue mandar a su esposa a la capital. No quería exponerla a riesgos.

Contrariamente a lo que se hubiera podido esperar de un hombre de su carácter, empezó a replegarse en sí mismo y adoptar una actitud meramente defensiva. Se volvió taciturno y huraño. Sabía que su antiguo amigo conocía sus costumbres y movimientos y se volvió desconfiado.

Cambió de lugar los muebles del dormitorio, puso la cama en lugar visible desde la galería, pero él dormía en otra   —63→   pieza y con un revólver bajo la almohada.

Comía poco y mal. A horas desacostumbradas se hacía traer un plato de la comida de los peones, pero hacía servir la mesa en el gran comedor.

La silla cabecera de alto respaldar que siempre ocupó don Teófilo a espaldas de la ventana, permanecía vacía, pero la cocinera debía cumplir el ritual de traer y llevar fuentes delante de ella.

Una mañana mientras tomaba su primer mate, le trajeron la noticia de que el toro campeón había amanecido muerto, desangrado por degollación. Igual suerte corrió su caballo de silla, el alazán preferido.

Mucho dolían estas pérdidas a don Teófilo, pero ya ni valía la pena denunciarlas. Se limitó a encargar a los peones que pusieran algunas trampas para zorros en los alrededores de los corrales, así como candados en los galpones. Aunque él sabía que todo sería inútil.

Don Teófilo se sentía cada vez peor. Sus tormentos habían empezado a obsesionarlo. Escuchaba los ruidos nocturnos en sus largas vigilias y todo lo sobresaltaba. Una rama mecida por el viento golpeando las ventanas, un galopar lejano o un silbido cortando el silencio, eran suficiente para ponerlo en guardia, esperando el impacto de la bala que le estaba destinada.

Ni siquiera la ahora constante presencia de su perro guardián lo tranquilizaba, porque bien sabía don Teófilo que al que debía venir, no le iba a ladrar el perro.

Una noche, uno de los establos ardió en llamas. Don Teófilo a la par que los peones combatió el fuego. Pensó que el incendio era un ardid para hacerlo salir de su refugio, pero igual salió, con la certidumbre de que en medio de la confusión, recibiría el balazo final.

  —64→  

Mas no fue así. Cuando la primera luz del alba alumbró los restos humeantes del establo, murmuró:

-Ha llegado a la torre.

Pero nadie lo entendió.

Ya había pasado casi un año desde que Eustaquio había vuelto a su estancia. Ahora era asiduo parroquiano del único almacén de las inmediaciones. Pasaba allí muchas noches, fanfarroneando sobre su amistad con las autoridades. Se había vuelto bebedor y pendenciero. Siempre llevaba pistola al cinto y le gustaba mostrarla.

En su presencia, pocas veces se nombraba a don Teófilo, pero cuando alguien lo mentaba, Eustaquio cambiaba de semblante y maldecía:

-Ahora me quiere matar, el maldito. ¡Ya va a encontrar su castigo ese Hijo del Diablo!

Estos y otros rumores llegaban hasta don Teófilo.

El buen hombre, envejecido por los remordimientos y por el suplicio de morir a cada instante, decidió que debía poner fin a esa agonía.

Una noche, después de que el mayordomo y su mujer se acostaron, ensilló un caballo y salió de la estancia. La camisa blanca, elegida con tanto cuidado, se destacaba bajo la luna llena.

Luego de andar un rato largo sin rumbo fijo, se dirigió a la cantina del pueblo.

Dejó el caballo atado al palenque y le dio unas palmadas amistosas al animal.

Con paso firme, entró al bar. Todos callaron. En el silencio expectante se oían tintinear sus espuelas de plata.

Buscó con la vista a su victimario y cuando lo halló, se puso delante de él y le gritó:

  —65→  

-¡Aquí me tiene, bandido! ¡Mátame de una vez, de frente!

Pero Eustaquio sonreía socarronamente y aunque nervioso, dijo con estudiada calma:

-Tranquilo, viejo.

Entonces don Teófilo comprendió que él debía buscar su propia muerte, la última, la definitiva.

Desenfundó su revólver e increpó:

-¡Cara a cara, si es valiente!

Se oyeron dos disparos. El de Eustaquio dio en el pecho del retador. El de don Teófilo, curiosamente, pegó en una viga del techo.



  —69→  

ArribaAbajoLa infiel

Esta historia ocurrió allá por 1940. Uno de sus protagonistas vivió muchos años más, para recordarla y tenerla como un tábano en su conciencia. Pero nunca admitió públicamente su error; por el contrario se infatuó con la absurda gloria que le trajo el episodio. Dios se haya apiadado de su alma.

***

Hacía poco se habían mudado a la nueva urbanización. Ocupaban una casa de esquina, con un jardincito detrás de una verja de hierro.

Los vecinos sabían poco de ellos; de él, nada más que era militar y salía temprano por las mañanas. De ella, que era muchos años más joven, bonita, rubia y orgullosa. Esto   —70→   último por lo menos lo creían las mujeres del vecindario, porque Elvira no intimaba con ellas ni metía las narices en casa ajena.

-Fíjese doña Filomena, allá va ésa, por la vereda de enfrente, siempre mirando adelante para no tener que saludarnos.

-Para mí que es miope.

-¿Adónde irá otra vez? Porque canasto para el mercado no lleva...

-¡Jesús! Qué va a ir al mercado con esa pinta, con vestido de seda y sandalias de taco alto...

-¿Y se fijó en el pelo? Me parece que es teñido.

-No me extrañaría en una mujer como ésa.

-¡Quién sabe en qué anda mientras su marido sale de maniobras!

-Yo no sé por qué es tan engreída. La señora de al lado me dijo que está casi segura que es la segunda esposa del coronel.

-Pues a mí la señora del farmacéutico me comentó que una cliente les aseguró que ni siquiera están casados.

-¡Con razón que no va a misa!

-¡Qué escándalo! ¡Y qué tupé venir a vivir en un barrio decente como este!

Ajena a los comentarios que a su alrededor se entretejían, Elvira pasaba sus días en apacible aburrimiento. Como no tenía niños, no le quedaba mucho por hacer después de dirigir las tareas de la casa y dar algunas indicaciones al soldadito que cuidaba el jardín.

La gente sabía que visitaba a su madre que vivía en Sajonia y que con frecuencia iba a casa de una modista en Luque, pero nadie había logrado todavía descubrir dónde pasaba el resto del tiempo.

  —71→  

En ese sentido -Elvira lo admitía- su marido era muy condescendiente; la dejaba salir, siempre y cuando estuviera de regreso temprano.

A él le gustaba encontrarla en la casa cuando volvía del cuartel. Satisfacía su ego que ella personalmente le sacara las botas, pese a que tenía un ordenanza. Lo hacía sentirse el amo que ella le cebara el mate y le relatara las mil trivialidades del día, aunque él no le prestara mayor atención. Y siempre que ella le pedía que le contara algo de sus actividades, él le respondía «esas son cosas de hombres».

Pero no sólo las chismosas del barrio se ocupaban de Elvira. Los hombres no quedaban impasibles a sus encantos, por más que lo disimulaban delante de sus esposas. Por ejemplo, el farmacéutico, solícito al punto del servilismo, se ofreció a conseguirle unas pastillas para la jaqueca, que no tenía en su botica y él mismo se las llevó hasta su casa. Pero lo hizo en plena siesta, cuando el coronel no estaba, por supuesto. El abogado de la otra cuadra, que tenía un auto deportivo descapotable, la invitó una vez que ella pasaba, a llevarla hasta donde fuera. Pero dio un largo rodeo innecesario, pasando por calles concurridas primero, para lucirse, y por parajes arbolados y solitarios después, para propasarse.

Esa fue la primera y última vez que Elvira aceptó gentilezas semejantes y comprendió que ser joven, bonita y rubia, tiene sus inconvenientes cuando se quiere ser una mujer honesta.

En aquella época en que la televisión aún no había llegado para llenar los ocios pueblerinos, la vida del prójimo era el principal entretenimiento. El chismorreo era «la terapia de grupo» donde cada uno aportaba sus propios complejos y con ellos habían conformado un código de vida.

  —72→  

Como era de esperar, las murmuraciones de la supuesta vida oculta de Elvira, llegaron a oídos del esposo. No faltó un compañero de armas -buen amigo y servicial- quien preocupado por la reputación de su camarada, le contó sobre los rumores. Como dato concreto le dio la dirección de un sitio donde la infiel tenía una de sus citas amorosas en ese mismo momento.

El coronel, rojo de ira, pidió a su leal informante que lo acompañara como testigo. Revisó su arma reglamentaria y aunque secretamente rogaba que todo fuera una patraña, por su honor expuesto, no podía actuar de otra manera.

Llegaron frente al punto indicado. En verdad era una conocida «casa de tolerancia» disimulada con la apariencia de una pensión familiar.

Dentro de su coche, el coronel esperaba. Alentaba aún la esperanza de que su esposa no estuviera allí. Mientras, su solidario acompañante no hacía más que repetir: «¡Qué perras son las mujeres!».

De pronto, ambos vieron a Elvira. Salía de la casa de al lado de la pensión y miraba inquieta su reloj.

Rápido descendió el coronel, le cerró el paso y apuntándola con el arma le gritó.

-¿Creés que me engañás saliendo por otra puerta?

Y le descerrajó tres tiros.

Elvira cayó al suelo, con un grito largo y lastimero. Su vestido floreado empezó a mancharse de sangre, su hermoso cabello rubio, piadosamente le cubrió la cara y allí quedó hasta que llegó el forense.

Tras los disparos a quemarropa, el coronel entró a la casa con el revólver en alto.

-¡Salga miserable! -gritaba buscando al traidor.

  —73→  

Pero en la casa no había otro hombre; sólo estaba, muy sorprendida y asustada, la mujer que poco antes de que sonaran los disparos, había empezado a limpiar los recipientes de la tintura.



  —77→  

ArribaAbajoAl este de Hiroshima

Sentado en el suelo de espaldas a su choza, Metaki esperaba silencioso, mirando al poniente.

Adentro, la mujer pujaba; la frente llena de rocío y el cuello ensanchado por el esfuerzo.

Ya estaba siendo larga la espera. El primer hijo del joven cacique tardaba en nacer.

Sushuse asistía a la mujer y cada tanto salía junto a Metaki y le ponía las manos sobre los hombros.

De pronto los vientos trajeron el eco de un trueno ronco y largo. Un destello blanco, de intenso resplandor iluminó el día. Por encima de los cerros empezó a asomar una nube enorme con colores de fuego, que iba tomando la forma de los atioques venenosos que crecen después de las lluvias.   —78→  

Metaki levantó la mano para mostrar la extraña cosa a los que frente a él le acompañaban, pero en ese momento, se oyó el llanto del niño. Todos comprendieron que había nacido un dios.

La tribu alborozada estaba de fiesta; las danzas, los cánticos y el repicar de las sonajas se sucedían sin parar. Metaki dio permiso para que todos bebieran el suoke de las celebraciones.

La cosa grande en lo alto se movía y cambiaba de color. La brisa se había vuelto ardiente. Sushuse que siempre anticipaba las lluvias, las luces rápidas y los estruendos del cielo, no había previsto la nube brillante y estaba intrigado. No podía contrariar la alegría de la tribu, pero estaba preocupado.

Ni aún terminadas las fiestas, empezaron las calamidades. Primero cayó la lluvia seca y los árboles cambiaron de color. Plagas invisibles devoraron la savia de las plantaciones de metates arruinando la cosecha. El cielo no dio agua y los pastizales se quemaron.

Muchos enfermos atendía Sushuse, pero las cataplasmas de ontaro y los cocimientos de hojas de anoré, nada podían contra la extraña dolencia.

Los ríos empezaron a arrastrarse corriente arriba y los peces murieron enloquecidos. Las anemitas salieron de sus cuevas subterráneas y las bestias mayores huían despavoridas por la sed.

Sin duda, Surituke, el Malo, celoso del nuevo Yekabi, andaba cerca escondido, metido dentro de un pájaro o en el cuerpo de algún infeliz. Todos andaban cautelosos y desconfiados.

En la choza de Metaki, ardían ramas de ayatema para espantar el mal. Metaki temía por su hijo. Nada había para él   —79→   más amado. Sólo la madre y Sushuse podían tocarlo. Y sus órdenes fueron claras: buscar a Surituke y darle muerte.

Alguien de pronto vio una macheka escondida en su caparazón de hermosos dibujos, que antes no estaba allí. El animal parecía una piedra. Pero así se escondía Surituke. De modo que lo atravesaron con una lanza y luego lo cocieron en un caldero.

Contentos estaban alrededor de la hoguera, cuando un metoche señaló a un joven, gritando: «¡Surituke! ¡Surituke!».

El salvaje quiso explicar que él no era el temido maligno, pero vio cómo los oyateches ya preparaban sus flechas y decidió huir. Corrió hacia el monte, pero los oyateches son ágiles y veloces y pronto le dieron alcance. Diez flechas se hundieron en el cuerpo del mancebo, para matar bien al demonio. Arrojaron su cadáver en las aguas grandes y todos festejaron el seguro fin de las penurias.

Pero esa noche llovió con furia. Piedras de hielo cayeron del cielo rompiendo los techos de las chozas y matando las pocas aves que quedaban.

Nueve descansos duró la lluvia. Formando torrentes, el agua arrastró los restos de sembradíos, se llevó las chucapas y no se pudo encender el fuego.

Pronto comprendieron que se habían equivocado. Surituke no estaba muerto. Para colmo, ellos habían ofendido a Yekabi matando a un inocente.

Por fin a la décima luna cantó el utapaga anunciando la calma.

Recogieron los cuerpos vacíos de los muchos que habían ido muriendo y los despeñaron en el gran precipicio, allí donde se acaba el mundo.

Un metoche capturó un carube en el monte y lo ofrecieron a Yekabi en sacrificio.

  —80→  

Pero todos sabían que las desgracias no habían terminado.

Metaki vio venir a los consejeros con sus adornos ceremoniales y el sabio Sushuse se acercó a recibirlos. Formaron un círculo frente a la choza de Metaki y el cacique los escuchó en silencio.

Entonces, frente a la tribu reunida, Metaki sacó su cuchillo de penake y lo afiló en una piedra de yoca. Cuando estuvo listo, fue adentro y trajo al niño.

Y por primera vez en su vida lloró.

Lloró, mas hizo lo que tenía que hacer.

***

Cuento premiado en el

Cuarto Concurso de

Cuentos Cortos de la

Cooperativa Universitaria

1989



  —81→  

ArribaAbajo¿Dónde estarás, Raquelita?


Mejor no recordar
aquella «guerra sucia»,
pero sí reflexionar
y no olvidarla nunca.



  —83→  

El 25 de mayo amaneció gris y lluvioso. En el balcón del cuarto piso los visillos se descorrieron para dejar pasar la luz escasa. En el quinto, las persianas cubrieron los cristales.

La acera estaba desierta esa fría mañana de feriado. Los carros de asalto no tuvieron dificultad para estacionarse y cerrar las bocacalles. Los soldados saltaron presurosos; el ruido de las botas en el pavimento hizo eco en el silencio. Tras la orden, un amartillar unísono alistó las automáticas.

La mujer del cuarto piso se asomó al balcón para saber de qué se trata y vio los cascos verdes en vez de los paraguas.

Sin mucho interés se preguntó qué pasaría, pero no valía la pena mojarse para saberlo. Y volvió adentro.

  —84→  

Se acercó al canasto-moisés que había colocado sobre la mesita del living, y miró con ternura a su bebé. Raquelita dormía plácidamente. Se admiró de lo rápido que crecen los niños y llegó a la conclusión de que pronto tendría que comprar la cuna.

La mujer del quinto piso, en cambio, pendiente de los ruidos de la calle, comprendió muy bien lo que pasaba. Rápidamente puso a su hijita en el porte enfant que solía llevar a manera de mochila y ayudada por su pareja, con una cuerda la descendió por la ventana del fondo que daba al tragaluz del edificio.

Llamó con urgentes ruegos a la vecina del piso inferior y le pidió que le cuidara la criatura, casi sin que mediara explicación.

-Se llama Tania...

La inquilina de abajo, aún aturdida por la sorpresa, tomó a la bebita en sus brazos.

Los de arriba soltaron el cordón, que, irónicamente como aquel de hace tres meses, separó a la niña de su madre, esta vez definitivamente.

La mujer del cuarto piso llevó a Tania a su dormitorio y la acostó en su cama matrimonial. «Por el momento, desde luego». Recordó que siempre había pensado que los del quinto eran hippies, pero nunca imaginó que fueran guerrilleros.

No estaba dispuesta a involucrarse en nada comprometedor. Pero se trataba de una criatura, casi de la edad de la suya... Y eso le pasaba justo hoy que estaba sola...

Aquí transmitiendo desde la Bombonera. Cincuenta mil personas presencian el clásico Boca-River. Ni la llovizna ha medrado el entusiasmo de la afición deportiva...

  —85→  

Escuchó voces en el pasillo. Oyó corridas por las escaleras, gritos, disparos, cristales que se rompían con estrépito, más disparos... y el silencio.

De pronto, en su propia entrada, repetidos timbrazos y enérgicos golpes la sumieron en tremendo pánico. Sus manos entorpecidas por el miedo no atinaban a destrabar los cerrojos. La insistencia de afuera lo hacía más difícil. La última vuelta de yale dejó entrar un pelotón enardecido.

-¿Dónde está la nena? -gritó el oficial.

Dos soldados inmovilizaron a la mujer y la llevaron al baño. Tomaron la llave del lado de adentro y cerraron por fuera con dos vueltas.

La mujer gritaba. ¿De qué servía gritar? Nadie vendría.

No te metás.

Pero gritaba, gritaba. Hasta que no pudo más.

Y entonces desde su encierro, oyó el llanto de la niña. Pero con horror comprendió que ese no era el llanto de Raquelita.

Cuando ya entrada la noche llegó el marido, a ella le sangraban las manos de tanto golpear la puerta. Tenía la garganta seca de tanto aullar.

***

A Tania ya le está quedando chica la cuna. Habrá que comprarle una cama.

***

Los padres de Raquelita han peregrinado por distintas oficinas de distintas reparticiones, de distintas secciones de distintos departamentos. Han llenado decenas de formularios   —86→   que se unieron a otros miles de papeles que deambulan por atestados escritorios. Organismos internacionales han pulsado hasta el último botón de la gran maquinaria burocrática.

Al comienzo, retenían a Tania como un valioso recibo contra cuyo reembolso recuperarían a su hija. Luego, fue más que eso y empezaron a quererla. Hoy es todo lo que les queda, además de la esperanza.

Tal vez, un jueves de tarde, mientras la madre hace su empecinado paseo por la Plaza, alguien le cuente que han encontrado a Raquelita. Aunque también corre el riesgo de que alguien se acerque a preguntar por Tania.

Lo malo es que Tania se está poniendo grande y ya entiende muchas cosas. Un día de estos, tendré que contarle esta historia.

***

  • Intertexto:
  • Historia Argentina de Grosso
  • Radio Rivadadia
  • Filosofía popular
  • Diario La Prensa
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ArribaAbajoHoy = Gran función = Hoy

(Tres historias de circo)


  —89→  

ArribaAbajoI. Las trapecistas

A mí, nunca me gustaron los circos. Mis hermanos decían que yo era un muchacho tonto, puesto que a ellos les encantaban.

Es más; creo que nunca pude superar la tristeza de ver a esa gente que día tras día repite los mismos actos de destreza, a veces arriesgando la vida -¡vaya ironía!- para ganársela. También me dan mucha pena las fieras, que perdida su majestuosidad de la selva, son sometidas a humillantes piruetas.

Pero por una u otra razón, porque mis hermanos lo pedían con insistencia o porque los mayores no siempre comprenden los gustos infantiles, cada vez que llegaba un circo a la ciudad, íbamos todos a verlo, «en premio por habernos portado bien».

  —90→  

Recuerdo claramente mi primera experiencia. Habré tenido diez años cuando un circo se instaló en la costanera, no lejos de donde vivíamos entonces, a pocos pasos del estadio Comuneros.

De cerca asistimos a la instalación del gran toldo rojo y blanco; curioseamos alrededor de los carromatos, hogar ambulante de los artistas y hasta los vimos ensayar algunos números con ropa de fajina.

La noche del estreno, al entrar bajo la carpa, percibí ese tufo peculiar, mezcla de sudor de bestias y aserrín, que por siempre recordaría como «olor a circo».

La función comenzó tras los desgañitados anuncios de un maquillado maestro de ceremonias. En un palco elevado, una orquesta aturdía con muchos golpes de platillos y aullidos de clarinete, mientras el director con exagerados ademanes trazaba círculos en el aire con una pequeña batuta.

De todas las atracciones, fue el número central, a cargo de una familia de trapecistas, el que más me impresionó.

Parado en medio de la iluminada pista, un hombre daba órdenes con palmadas precisas; arriba, en un trapecio, se columpiaba con gracia una mujer de pelo oscuro y ojos claros, vestida con vaporoso tu-tú azul y refulgente corselete. Como música de fondo, la orquesta interpretaba «Bei mir bist du chön» y pensé que verdaderamente, la trapecista era una bella mujer. De pronto, interrumpieron la melodía unos enérgicos redobles de tambor y ella empezó a ejecutar peligrosas acrobacias. La grácil trapecista se tiraba hacia atrás, quedando sostenida, primero por los jarretes y luego de otro impulso, suspendida por los talones. Luego, sin ningún aparente esfuerzo, se volvía a sentar graciosamente en la oscilante barra, para dejarse caer de nuevo, en una complicada   —91→   vuelta, hasta quedar cabeza abajo, colgando de los empeines. Finalmente, para mi momentáneo alivio, se sentó y saludó sonriente, agradeciendo los aplausos de aquellos que habían recobrado el aliento como para aplaudir.

Fue entonces cuando una niña rubia, con rizos a lo Shirley Temple, entró al círculo central dando veloces volteretas. Sus brazos y piernas se movían como aspas de molino, al compás de la música y un reflector la seguía en sus alados movimientos alrededor de la pista. Mi corazón previendo nuevas emociones, comenzó a latir aceleradamente.

El padre de la precoz acróbata, se colocó una escalera en un hombro, manteniéndola en equilibrio y la pequeña comenzó a ascender por los peldaños, lentamente, sonriendo como esas muñecas de porcelana que tienen un dejo de tristeza en sus ojitos de cristal.

Como si hubiera sido poca proeza haberse subido, indefensa, a tan alta escalera, al llegar a la cúspide, se colgó de un trapecio pequeño (que apareció como por arte de magia), frente al de su madre, y se columpió imitando sus piruetas.

Pero yo no vi nada más. Cerré los ojos, hasta que las exclamaciones del público se convirtieron en aplausos, indicando que el número había terminado.

Me sentía muy mal. Odiaba al hombre que orgullosamente agradecía con reverencias, tuve lástima de esa mujer que yo creía explotada y me compadecí de esa criatura sin infancia.

Y me di cuenta de que estaba enamorado de las dos.

Muchas noches, en los años siguientes, en pesadillas o en ensoñaciones, revivía aquellos momentos y veía otra vez, muy claramente, a la madre y a la niña, en sus rítmicos vaivenes.

  —92→  

Tiempo después de aquella inolvidable función, mi padre en su matutina lectura de periódicos, halló una noticia proveniente de Frankfurt, en la que se daba cuenta de que «la trapecista de un circo que se hallaba en gira, había sufrido un fatal accidente al caer de su columpio».

No quise escuchar más. Sabía que era Ella. Corrí a mi pieza, me encerré y lloré largamente por aquella hermosa mujer que sólo había visto una vez pero nunca había olvidado.

Y lloré también por la niña, porque sabía que ahora, ella ocupaba el lugar de su madre, allá arriba en el trapecio mayor.




ArribaAbajoII. Los equilibristas

Los hermanos Mendoza, malabaristas, equilibristas y contorsionistas, tenían un físico admirable, con músculos duros y brillosos apenas ocultos por ceñidos pantalones y chalecos laminados que dejaban al descubierto la mayor parte de sus torsos morenos.

Juan se destacaba entre ellos por ser el menor, casi un adolescente. Era el que volaba por el aire catapultado desde un madero por el peso del hermano mayor.

«Los Magníficos Mendoza», que así los anunciaban, ejecutaban su número con retintín de platillos y acorde con su origen latino, remataban cada destreza con gritos o exclamaciones, festejando sus propias hazañas. En esto no se parecían   —93→   a los otros artistas, que eran silenciosos, solemnes y sólo sonreían con una mueca estereotipada.

La noche del debut, entre el público, Martina, nuestra mucama, solo tenía ojos para Juan. Si hubiese tenido una flor, se la hubiera arrojado con un beso. Daba palmadas frenéticas y suspiraba con pasión.

Por un momento, cuando agradecía los aplausos, los ojos de Juan y los de Martina se encontraron.

Fue un instante fugaz, como el paso de una estrella errante, o más aún, como la luz de un relámpago.

Después de aquella mirada, los volantines de Juan parecían ser solamente para ella y los aplausos de Martina únicamente para él.

La noche siguiente, ella volvió al circo, con el mismo vestido rojo de la noche anterior y se sentó en el mismo lugar. Él la vio, le sonrió. Ella lo miró y se ruborizó.

Veinte días estuvo el circo; veinte noches asistió Martina como infaltable invitada.

A la mañana siguiente de la última función, el circo, en un desfile de retirada marchaba hacia la frontera sur para tomar la balsa.

Juan, con un bulto pequeño bajo un brazo, los miraba alejarse.

Él se quedaba. Lo había resuelto secretamente cuando vio una mañana en las inmediaciones del baldío que ocupaba el circo, una herrería con un cartel pidiendo un aprendiz.

«Nunca es tarde para empezar a aprender», se dijo, mientras la troupe se alejaba.

Y se dio vuelta, para no verlos partir.

  —94→  

Años después, Martina -que había tenido que regresar a su pueblo imprevistamente «porque su mamá estaba enferma»-, vino un día a visitarnos; traía consigo a su hijo para que lo conociéramos.

Nos contó que su marido hacía tiempo la había dejado; «se fue por donde vino». Ella parecía resignada. Trabajaba y no le iba tan mal. Se notaba que toda su ilusión era su hijo.

Era un chico alegre, vivaracho, pero imposible resultaba mantenerlo quieto. Brincaba sobre los sillones, se trepaba a las rejas de las ventanas y saltaba como un canguro.

Martina estaba orgullosa del niño, pero se avergonzaba un poco por sus travesuras. «Yo no sé qué tiene este mita-í que es tan inquieto», dijo a modo de disculpa.

-¿Y cómo se llama este nene tan simpático? -preguntó mamá.

-Juan, como su papá -contestó Martina.

Y bien estaba que siendo genio y figura de su padre, tuviera por lo menos su nombre, ya que nunca pudo tener el apellido.




ArribaAbajoIII. Los motociclistas

Los llamaban «Los bólidos humanos». Eran dos jóvenes motociclistas, que encerrados en un globo de alambre de acero conducían sus máquinas estrepitosas a toda velocidad. Uno lo hacía en forma vertical y el otro, horizontal. Uno vestía de brillante amarillo, el otro de reluciente negro.

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Se cruzaban y entrecruzaban hasta que en un momento intercambiaban su rumbo, en audaz maniobra.

-No me gusta, es aburrido -decía mi hermano menor mientras lamía su helado, ajeno al peligro que corrían los pilotos. Es que los más chicos se asustaban con el rugir de los motores. Ellos preferían el momento en que bajo potentes reflectores aparecían los payasos con sus sonrisas pintadas y sus narices postizas. Sus chistes mudos, sus tropezones y caídas, sus torpezas y travesuras entusiasmaban a los pequeños -y a algunos grandes también- que lejos estaban de imaginar que aquello era un número de relleno, para disimular el armado y desarmado de las jaulas de las fieras.

En cambio muchos sádicos mayores, cuando más disfrutaban era precisamente con los actos de arrojo, peligro y suspenso, como el de los intrépidos motociclistas.

Cuentan que una noche, en plena función, por un mal cálculo, cayó el piloto de la vía horizontal y el de la vertical, con horror comprendió en el último instante que no podría esquivarlo.

Es de suponer que esa noche el público habrá colmado su sed de emociones. Los que habían presenciado el accidente se sentían protagonistas de la tragedia y relataban el suceso con abundancia de detalles. Y no siempre coincidían las versiones: que murieron los dos; que falleció uno y el otro está preso; que sólo están heridos; que eran hermanos, que no, que eran rivales por el amor de la ecúyere, que no fue un accidente, que sí, que no... Lo cierto es que el número se suprimió del programa, el circo errante se fue y el asunto se olvidó.

Años más tarde, un hombre que no era joven ni artista de circo, atronaba las calles de Asunción con su potente motocicleta, en los momentos que le dejaba libre su taller mecánico.   —96→   Como entonces en la calle Palma había aún poco tránsito, a veces, cuando tenía público, él ejecutaba algún acto acrobático, como conducir su biciclo con los pies en alto y la cabeza en el asiento.

-¡Soy el bólido solitario! -gritaba. Y los lustrabotas y canillitas lo seguían corriendo, con gritos de burla o de admiración.

-Es un loco lindo -decían los comerciantes de la zona, que no lo tomaban muy en serio, excepto a la hora de arreglar motores. Ya estaban acostumbrados a sus frecuentes y ruidosas extravagancias. A veces lo ignoraban, si había mucho trabajo y otras, le aplaudían. Cuando esto último ocurría, feliz por tener público interesado, el piloto suicida redoblaba sus cabriolas. Luego, desmontaba y con reverencias agradecía las modestas ovaciones, que le recordaban aquellas noches de gloria, bajo la carpa del circo.





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ArribaAbajoO Julio o César


«Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.»


Jorge Luis Borges, «Poema de los dones»                


  —99→  

-Le aseguro que todos están equivocados. Lo que pasa es que no comprenden el problema. Yo no tendría que estar aquí; es una equivocación o una maquinación del abogado de mi esposa para obtener el divorcio que a ella le conviene. Usted parece razonable, por lo menos me escucha sin muecas escépticas. Tal vez pueda entender mi ansiedad, aunque dudo de que pueda ayudarme. Esto no es un complejo de infortunio ni son ideas delirantes.

Todo se reduce a eso, a una simple cuestión de identidad. Pero nadie me comprende, ni siquiera mi esposa, a la que quiero tanto. ¡Yo creía que ella también me amaba y fíjese lo que hace! No merezco tanta incomprensión de su parte. Cada vez que le explicaba mi angustia, se burlaba. Es decir, eso fue al principio; después empezó a enojarse, cada vez más, hasta   —100→   enfurecerse en los últimos tiempos. Finalmente me abandonó y presentó una demanda de divorcio alegando como causa «la psicosis maniaco-depresiva del cónyuge que pone en peligro su vida». En otras palabras, ella cree que estoy loco. Y no sólo ella. Mis amigos se fueron alejando, los piadosos parientes me rehuyen y se hacen señas cuando me ven llegar. Pero yo le juro que no soy un demente. Nunca estuve más cuerdo que ahora. Justamente por eso me preocupa mi situación, mi identidad. Ya no me es posible vivir en el equívoco, en la incertidumbre de no saber quién soy. Pero le aseguro que esto no es demencia. Puede pedirme los ejercicios que quiera; yo sé perfectamente que los botones entran en los ojales, los corchos en las botellas, las tuercas en los bulones, las llaves en las cerraduras y el hilo en el orificio de la aguja. Puedo someterme a cualquier prueba de apretar, empujar, estirar, oprimir, levantar, bajar, abrir, cerrar. Puede mostrarme manchas de tinta, pedirme que trace figuras o rayas o círculos. Mi cerebro responde perfectamente y mi coordinación es buena. No pierda el tiempo con esos jueguitos. Tampoco se moleste en averiguar si odio a mi padre o a mi madre. Ambos han muerto y los quise mucho. Mi infancia fue dichosa e inocente. Yo me enteré del origen de mis cicatrices cuando ya había superado la adolescencia.

No. No tengo celos enfermizos ni fantasías eróticas, ni delirium tremens porque soy abstemio, no me drogo y ni siquiera fumo.

¿Le parece a usted que desvarío? ¿Se da cuenta de que mi único problema es que no sé si Yo soy verdaderamente Yo o soy otro? ¿Es eso enajenación? ¡Qué curioso! ¿Estar enajenado significa ser ajeno a sí mismo? ¡Ese es el dilema de mi vida!

  —101→  

No. No es amnesia. Tengo muy buena memoria. Recuerdo hasta los recuerdos. Precisamente por eso, porque no he olvidado nada es por lo que quiero de una buena vez aclarar el misterio. Mucho tiempo viví irresponsablemente, sin preocuparme, casi diría feliz, esquivando la cuestión. Pero así no podía seguir. Es lógico. El hombre, el ser humano, necesita saber quién es, por sobre todas las cosas. Yo veo el mundo a través de mis ojos, desde aquí, desde mi interior y digo «este soy yo y aquellos los demás». Pero, ¿y si Yo no fuera Yo y sólo estuviera viviendo una existencia ajena?

¿Desde el principio? Bueno. Todo comenzó con mi nacimiento, con nuestro nacimiento. Fue en 1927, en Viterbo. Usted no había nacido aún, no puede recordar el caso, pero tal vez haya leído algo en los anales de la medicina. Yo leí todo lo que encontré al respecto. Fue un asunto muy comentado y publicitado. No son frecuentes los mellizos «siameses». Así fue: mi madre casi pierde la vida en el alumbramiento por lo dificultoso del parto primero y del susto después, al encontrarse con semejante engendro. Mi hermano y yo vinimos al mundo unidos por la espalda, desde los hombros hasta las caderas. Éramos como una medalla de dos haces. Nadie sabía cuál iba adelante y cuál atrás. Vinieron médicos de la capital y hasta de otros países a ver el fenómeno. Se hicieron consultas médicas y el Instituto de Gemelología de Roma tuvo en nosotros un caso sin precedentes: éramos gemelos monozígotos, por supuesto, pero ¿éramos dos o éramos uno? Teníamos dos cabezas, cuatro brazos, cuatro piernas, pero un único corazón y un sólo par de pulmones y riñones y compartíamos la misma cavidad abdominal.

Desde el punto de vista legal, el problema no era menos complicado. Jurisconsultos y leguleyos estaban en un dilema. El código sólo especifica que en partos dobles, se da al   —102→   primer nacido los derechos del primogénito, aún cuando fisiológicamente sea el más joven y el deterogénito sea el mayor. Pero nosotros, monovitelinos, habíamos nacido al mismo tiempo. Por lo menos, digamos que el perplejo cirujano no pudo reconocer «qué lado» fue el primero en aparecer, ya que uno era el reverso del otro y ambos eran el anverso de su gemelo a cuestas.

La vida normal se hacía imposible en esas condiciones, pero nadie sabía cómo actuar. Nuestra madre que era muy creyente, pidió que prontamente nos bautizaran. Nos eligió los nombres de Julio y César, que eran dos y uno al mismo tiempo. Yo nunca supe si fui Julio o fui César. Sólo sé que cuando estuvimos fuertes para soportarlo, se hizo la separación quirúrgica en el quirófano de la Facultad de Medicina. Por cierto, jamás intervención alguna tuvo el carácter de espectáculo con tanto público como aquélla.

Hubo mucha oposición y dispares opiniones. Un periódico local había hecho una encuesta sobre si debían o no separar a los siameses «al costo de una vida». Otros sostenían que no eran dos vidas, sino una sola con miembros supernumerarios. Esa fue la tesis que finalmente primó, aunque muchos quedaron disconformes. Al fin de cuentas: ¿Dónde estaba la vida? ¿En los cerebros o en el corazón? En resumen: de nosotros dos se hizo uno, que se quedó con el nombre de Julio César y el otro, o Julio o César, fue desechado como una parte superflua.

Mi familia se mudó a la capital, escapando a la curiosidad morbosa de nuestra pequeña ciudad, que adquirió notoriedad en poco tiempo. Mis padres no querían exhibir a su hijo como atracción de feria y se negaron a que figurásemos entre las rarezas de Ripley. Afortunadamente, como nuestro apellido es bastante común, pasamos inadvertidos en la gran   —103→   ciudad. Casi éramos una familia corriente y normal. Casi, porque en realidad, mamá nunca pudo reponerse y la atormentaban horrendas pesadillas. Poco antes de su muerte me confió el secreto tan celosamente guardado. Desde entonces, ya nunca pude acostarme de espaldas sin sentirme culpable. A veces siento cosquilleos en las piernas que no tengo o me duele la cabeza del otro. ¿Del otro o la mía? ¿Cómo puedo saber, doctor, si Yo soy verdaderamente Yo? ¿Y, si Yo hubiera sido la parte sacrificada y esto que soy, fuera en realidad mi hermano? ¿Cómo saberlo?

¿Cómo?, ¿Cómo?

¿Cómo?

¿Cómo?

¿Cómo?

¿Cómo?...

Cuento premiado en el Tercer

Concurso Literario de Cuentos Cortos.

«Veuve Chicquot-Ponsardin»

1987

  —107→  

El séptimo mandamiento

Después de estar quince días sin mucama, la jovencita que me mandaba la agencia de empleos, me pareció un ángel venido del cielo.

Menuda, delgada, muy morocha, de pelo ensortijado, ojos negros y vivarachos, era Guillermina, lo menos semejante a un angelito de Rubens; más bien parecía un diablillo de vacaciones en la tierra, pero de todos modos, la consideré providencial.

A todo respondió: «Sí Señora». Sabía encerar los pisos, pasar la franela con lustre por los muebles, usar la manguera para regar el césped y servir la mesa sencilla de todos los días. Le encantó la pieza de servicio hasta donde la acompañé y como no tendría que compartirla con Castorina, mi fiel   —108→   cocinera que ya no se quedaba a dormir después de su casamiento, le parecieron suficiente el roperito y la cómoda de cuatro cajones para ubicar todo lo que traía en una valija de considerables proporciones.

Ya estaba yo congratulándome por mi suerte, cuando sonó el teléfono. Llamaba una señora que no titubeó en darse a conocer y luego me explicó que estaba siguiendo el rastro a mi flamante empleada. En la agencia de colocaciones le habían dado mi nombre y dirección como reciente empleadora de la muchacha.

-Esa chica es una ladrona -afirmó enojada mi interlocutora-, se escapó de mi casa llevándose una licorera de cristal y seis copas con borde de oro, que mi esposo y yo habíamos traído de Venecia. Es un juego que apreciamos mucho, más allá de su valor material. Estoy segura de que fue ella y si no me lo devuelve hoy mismo, voy a mandar a la policía a detenerla. Y lamento hacerle pasar a usted este mal momento. Hable con ella para evitarse problemas -advirtió con voz que me sonó amenazante y me dejó su número para que la llamara si averiguaba algo.

Estaba atónita. Empecé a pensar aceleradamente. ¡Qué lío! Preguntarle a la muchachita si había robado algo, era ridículo. Aunque así fuera lo negaría. Despedirla sin explicaciones, era darle oportunidad a desaparecer y convertirme en su cómplice, en el caso de que la acusación fuese cierta. Tampoco podía ignorar la amenaza telefónica. La posibilidad de tener a la policía en mi casa para hacer una detención, me horrorizaba. Por otra parte, no podía conservar un momento más a una persona de honradez puesta en duda, considerando que al día siguiente se quedaría sola en casa cuando yo saliera.

  —109→  

Estaba en un dilema. Sin saber qué hacer, miraba y miraba a Guillermina, quien muy diligente, ya se había puesto a trabajar. Con golpecitos idóneos desempolvaba las persianas, moviendo el plumero con agilidad y gracia. Parecía tener muy buen humor.

¡Qué pena! Justo ahora que había encontrado a alguien a quien le gustaba mi sueldo, que no había preguntado si tengo aspiradora, enceradora, lavarropas, ni cuántos somos de familia...

Pensaba y pensaba en una solución al enojoso problema, hasta que finalmente opté por lo más sensato, aunque no fuera lo más fácil.

-Guillermina -llamé- acaba de hablarme tu ex patrona y dice que le robaste un juego de licor. ¿Es cierto eso?

-Sí, señora -me dijo, sin un dejo de vergüenza y ni un ápice de bochorno.

-¿Cómo? -pregunté estupefacta-. ¿Es verdad que robaste?

-Sí, señora -me volvió a contestar.

Cuando me repuse del asombro ante tan inesperada confesión, le dije con mucha pena:

-Pero ¿por qué?

Por toda respuesta levantó los hombros como quien ignora la causa de un hecho fatídico del cual se acepta con resignación ser la víctima.

-Tendrás que devolver esas cosas ahora mismo -le dije disgustada, empezando a discar el número de la ex patrona.

A los cinco minutos, que a mí me parecieron siglos, estaba en casa la auténtica dueña del juego de cristal. Pero cuando se encontró frente a la ladronzuela y sus preciosas pertenencias, lejos de alegrarse, la increpó con duras palabras   —110→   y la acusó, nuevamente, de haber robado además, seis platos de Rosenthal que misteriosamente habían desaparecido de su aparador y cuya ausencia acababa de notar.

«Esas son las consecuencias», pensé sentenciosa.«En adelante, todo lo que se haya perdido será achacado a Guillermina», me dije con lástima. Pero por las dudas, miré de frente a la acusada y pregunté:

-¿Es cierto eso?

-Sí, señora -fue su contestación.

De sorpresa en sorpresa, volví a interrogar:

-¿Y por qué no ibas a devolver los platos junto con la licorera?

-Porque usted no me reclamó eso -fue su elemental respuesta.

Perdiendo ya la paciencia, le ordené en forma bastante enérgica que trajera los platos inmediatamente. Y por las dudas agregué:

-¡Y todo lo demás!

Cuál no sería mi asombro cuando la jovencita volvió de su pieza con los desaparecidos platos y de paso también, con unos manteles, sus respectivas servilletas y una variada gama de cubiertos.

-¡Sinvergüenza! ¡Sinvergüenza! -exclamaba la agraviada propietaria, que no había sospechado el tamaño de la rapiña.

-Agradecé que no te mando presa -repetía moviendo nerviosamente el dedo índice muy cerca de la cara de Guillermina.

Recobrado el botín, la ofendida mujer, a quien afortunadamente no he vuelto a ver, se retiró en su automóvil.

A los pocos minutos, Guillermina, con su equipaje bastante alivianado, empezó a caminar en dirección a la calle.   —111→   Como si nada hubiera pasado, se despidió:

-Adiós, señora -y muy sonriente agregó-: Aquí luego yo me iba a hallar mucho.

Tuve un estremecimiento pensando lo que eso podría haber significado para mi vajilla.

De pronto, no sé qué me pasó; como si no fuera yo quien hablaba la llamé:

-¡Guillermina! -ignoro si fue un grito o un susurro.

Ella se dio la vuelta y vi sus vivaces ojitos muy brillantes.

-Podés quedarte, si querés...

Corrió hacia mí, dejó su valija en el suelo y me abrazó agradecida.

***

Debo aclarar que durante los cinco años que Guillermina trabajó en mi casa, jamás tomó algo que no le perteneciera y fue una bien dispuesta y leal servidora.

Demás está decir que cuando se casó con el chofer de la casa de al lado, mi regalo fue el que más le gustó: un completo juego de vajilla.



  —115→  

ArribaAbajoA las siete de la tarde


«Hojita verde, hojita verde,
si no la tienes el juego pierdes.»


(Ronda popular del Paraguay)                


Son las siete. La niña no necesita un reloj para saberlo. Las campanas de la iglesia cercana ya llaman a la misa vespertina y como es verano, el sol se demora en el poniente con retazos de fuerte claridad.

Alejandra, recién bañada y perfumada, como todas las tardes, está sentada en su sillón en el jardín del frente. Su vestido almidonado cruje tenuemente cuando se alisa la falda. Sus cabellos están recogidos en trenzas dobles sujetas con dos lazos de seda que le rozan levemente las mejillas.

  —116→  

Son las siete; ella lo sabe porque el viento cálido trae las voces de la ronda de la plaza: «Se me ha perdido una niña, cataplín, cataplín, cataplero...».

De súbito, todo vibra, porque ha empezado al taladrante chirrido de la cigarra en un árbol vecino. Pronto, si no hay retraso, escuchará el silbato del suburbano que llega a la estación del centro.

Dionisio la saluda y empieza a regar el jardín. Según las indicaciones de su patrona ha esperado la puesta del sol para mojar las plantas. El primer golpe de agua tamborilea sobre las hojas y enseguida se levanta el olor a tierra mojada.

Cleo huye del aguacero intruso que empapa el jazminero y se refugia junto a la silla de Alejandra. Con un leve maullido pedigüeño frota su pelaje suave contra las piernas de su ama. Sólo un ademán de ella basta para que la gata salte con delicada agilidad a enroscarse en su regazo.

La niña abraza a su gatita regalona; le acaricia el lomo de pelo terso y luego sus dedos hurgan entre la pelusa tibia de la garganta, donde bulle un agradecido ronroneo.

El jardinero está silbando, como es su costumbre. Dionisio habla poco, pero es un gran silbador. Su habilidad de «ejecutante» se luce en los firuletes con que adereza sus interpretaciones, en la forma que marca los compases y cambia los tonos, como si toda una sinfonía saliera de sus labios. Sabe muchas polcas, galopas y marchas, alegres y vibrantes; pero también a veces, como hoy, silba melodías tristes.

Son las siete de la tarde. Alejandra sabe que pronto pasará la señorita Perla, de regreso de su puesto en el correo. Con ella ha concertado un juego de saludos y debe estar prevenida para la réplica oportuna.

Sí, Perla se acerca a la casa; ya se oyen los taquitos de su calzado ligero, repiquetear en las baldosas de la acera.

  —117→  

-Adiós, Alejandra. ¡Hojita verde! -saluda la amiga, agitando una ramita de naranjo callejero.

-¡Hojita verde! -responde la niña, mostrando lo que pudo arrancar a la más próxima planta.

Perla titubea un instante. Está por decir que ésa es una hoja de alcalipha y, por lo tanto, es roja. Pero algo muy tierno la impulsa a ceder y grita con fingida alegría:

-¡Empatado!

Triunfante, sonríe la niña ciega.



  —119→  

ArribaAbajoLa colección


«El pueblo oprimido se rebela.
Responde la represión.
La violencia trae violencia
y estalla en revolución.
Todo cambia, todo cambia,
pero todo sigue igual...»

  —121→  

Reprimiendo las lágrimas, con rabia y pesar, Richie salió de su casa dando un portazo.

La cerrazón de la tarde invernal desdibujaba los contornos del barrio de Hampstead, en las afueras de Londres. Un vaho denso y húmedo coronaba las torrecillas de la casa y toda ella parecía estar envuelta en vapor.

El muchacho se sentó en uno de los escalones del frente que daban al pequeño jardín y profundamente abatido se puso a considerar los daños del aeromodelo roto que traía en las manos.

Pero no era la pérdida material lo que más lo apenaba y enfurecía; se sentía humillado por la actitud de su madre. Estaba desconcertado. ¿Cómo había podido ella, tan tierna y cariñosa en otros tiempos, haber reaccionado así, sólo por una tacita de la colección?

  —122→  

Miró hacia atrás. Se dio cuenta de que nunca antes se había fijado en la casa en que vivía, una construcción estilo Tudor edificada en un terreno elevado y que parecía erguirse vigilante. Y se sintió extraño a ella.

En las ventanas saledizas, las cortinas corridas ocultaban lo que pudiera estar pasando adentro. De todos modos, no creía que su madre estuviera preocupada por él. Probablemente estaría aún lamentándose por la desgracia, recogiendo los añicos.

La verdad es que las cosas han cambiado -pensaba Richie-. «La colección los ha envejecido», concluyó al recordar que antes su madre tenía gustos más simples: cultivaba flores tarareando una tonadilla y muchas veces lo llevaba de compras en el Morris familiar.

Añoraba aquellos domingos en Hamsptead Heath cuando iba a cabalgar con su padre y ella los esperaba de regreso con una deliciosa merienda. ¡Qué lejanos parecían esos tiempos! Porque últimamente ella se pasa las mañanas limpiando sus tacitas con una franela. Las levanta y reacomoda con suavidad, con ternura. Por las noches, luego que ha llegado su padre y han cenado, la pareja se torna de las manos y juntos miran su colección, con la emoción con que se contempla a un niño dormido. Si él ha traído una nueva pieza, tras admirarla con deleite, ubican la reciente adquisición en el gran mueble de estantes que han mandado hacer expresamente.

¡Y pensar que todo comenzó con una vieja taza de Meissner -regalo de tía Abigail- que recibieron sin mucho entusiasmo y colocaron en la repisa de la chimenea! Y así comenzó el hechizo.

Anoche, el niño los escuchó, una vez más, hablando de la misma cosa.

  —123→  

-¿Sabes -decía ella- que la azul cobalto de Limoges queda muy bien junto a la dorada de Sévres?

-Fíjate, la blanca de Worcester luce espléndida junto a la colorida de Cantón -acotaba él.

-Hoy me hablaron de un anticuario de Kensigton Gore en el South West que tiene una preciosura de la Dinastía Sun.

-Yo he leído en el Times que hay una subasta en Wendsworth Gore, con objetos de la Conran de Fulham Road. Tienen una tacita de jasper, al parecer pieza única de Wedgwood, de 1774.

Sus conversaciones se habían vuelto monotemáticas. «Staffordshire, Lowestof, Bavaria, Nymphenburg, Bristol», se pronunciaban como nombres de seres vivos.

Hacía tiempo que Richie había empezado a odiar el hobby de sus padres, que más que un entretenimiento ya parecía una obsesión. Pero lo que pasó hoy, fue un accidente: su madre había dicho que hacía frío y no lo dejó salir. Entonces él quiso probar su nuevo planeador en el espacioso living room. El modelo hizo una pirueta y fue a chocar en los estantes, derribando una tacita. Enfurecida, ella lo abofeteó y rompió el modelo causante del tremendo daño.

Richie no podía creerlo. Su madre ni siquiera le permitió explicar que no lo había hecho adrede. Esperaría sentado afuera a que llegara su padre. Él sí lo comprendería, porque él era un hombre bueno y justo. Siempre lo admiró por eso. Por ejemplo, aquella vez que su padre fue derribado por un caballo y se rompió la pierna, no castigó al animal, ni guardó rencor a las bestias porque desde entonces tuviera que usar un bastón de por vida.

Sí, él era su gran amigo, aunque estuviesen un poco alejados últimamente. Recordaba que cuando ya no pudieron cabalgar, su padre mismo fue quien le enseñó a armar los aeromodelos. Él lo comprendería. Jamás lo humillaría así.

  —124→  

Sin darse cuenta había pasado horas sentado en la misma posición. No sentía frío, ni hambre, sólo ansiedad por la tardanza de su padre.

Cuando lo vio llegar, corrió a su encuentro y todo el llanto contenido estalló en sollozos y no pudo explicar nada.

-Vamos, vamos -dijo él consolándolo-. Un juguete roto no es para tanto. Un hombre de trece años no debe llorar por eso. Ven adentro, que estás desabrigado. Ha comenzado a nevar.

Pero ya en la casa, las cosas cambiaron: su madre aún enojada, contó lo sucedido, mostrando los restos de porcelana.

Para enorme sorpresa y desencanto del muchacho, el rostro del padre se alteró.

-¡Mi Dresden! -exclamó al reconocer la pieza destruida. Y levantando el brazo le asestó un fuerte bastonazo, acompañado de improperios que Richie jamás le había escuchado antes.

Corrió a su cuarto, y se tiró en la cama. Ideas complejas y sentimientos confusos bullían en su mente, pero de algo sí estaba seguro: se iría para siempre de la casa. Nadie lo iba a echar de menos. Sus padres estaban más preocupados por sus tacitas que por su propio hijo.

Entonces fue cuando concibió el plan. Huiría, sí, pero primero debía romper toda la colección. Esperaría a que sus padres se durmieran para poder usar el bastón como elemento destructivo. Sería lo justo. Sí. Estaba decidido. Así también evitaría que salieran a buscarlo. Quedarían tan afligidos por el desastre, que no podrían pensar en otra cosa.

Se sentía eufórico, ansioso y su cabeza parecía a punto de estallar. Pero se acostó, esperando que el silencio indicara el momento preciso.

  —125→  

A la madrugada, descalzo para no hacer ruido, entró al dormitorio de sus padres y sigilosamente tomó el bastón. Iba a salir cuando los miró -por última vez, pensó- a la luz del alba que empezaba a filtrarse por las ventanas. Los vio dormir sin sobresaltos, abrazados, sonrientes, soñando quizás con sus tacitas de porcelana. Y sintió celos, rencor, odio. Esgrimió el bastón y con inusitada fuerza e incontrolable furia golpeó una y otra vez las cabezas de los coleccionistas, hasta que éstos dejaron de gritar y de moverse.

Agotado por el esfuerzo y perturbado por lo que acababa de hacer, cayó al suelo, empapado en sudor y sangre.

Cuando abrió los ojos, vio un cielo raso liso, iluminado por la luz del día. Era una habitación extraña, sin colores y una mujer vestida de blanco leía junto a su cama.

-¡Hola! -le dijo sonriendo-. Por fin has despertado. Llevas tres días durmiendo y delirando. Pero desde esta mañana ya no tienes fiebre. Tus padres se pondrán muy contentos.

-¿Mis padres? Pero... ¿ellos no han... muerto?

-¿Muerto? ¡Qué ocurrencia! ¿Por qué habrían de estar muertos? Ellos te trajeron al hospital con altísima fiebre. Te pescaste una pulmonía, ¿sabés? Se han preocupado mucho. Pero hoy, viendo que estabas mejor fueron hasta Chelsea. A una galería de porcelanas, creo...



  —129→  

ArribaAbajoEl hombre que no podía dormir

Arturo Garaycochea era un buen hombre, de mediana edad, metódico, pulcro y felizmente casado con la novia de su juventud. Había logrado hacer carrera en una gran compañía de seguros y era querido y respetado por quienes lo conocían.

Todo hubiera sido perfecto, si no fuera por el problema que se le presentó un día. Mejor dicho una noche.

Después de cepillarse los dientes, hacer el amor con su esposa y decir sus oraciones -siempre lo hacía en ese orden- se durmió beatíficamente con la placidez de los justos, con la tranquilidad de quien no debe nada y ha cumplido con sus rutinas cotidianas.

De pronto, despertó sobresaltado, presumiblemente por una pesadilla, aunque él no recordaba haber soñado nada.   —130→   El asunto es que no pudo volver a conciliar el sueño. Al cabo de unas horas de probar todas las posturas imaginables, de pelearse con las cobijas hasta el punto de caerse de la cama, resolvió despertar a su mujer, quien para felicidad de ella tenía el dormir fácil y pesado.

-¿Otra vez? -dijo cuando por fin se despertó con las sacudidas de su esposo-. ¿Hoy, otra vez?

-No, no, mujer no es eso. Es que estoy desvelado.

-Bah, no es nada. Duérmete y listo -dijo ella dándose vuelta y cerrando los ojos se durmió ipso facto.

Arturo se levantó, fue al baño. Buscó un somnífero, pero como nunca los había necesitado no halló ninguno. Las horas pasaban, el tic-tac del reloj lo irritaba. Sabía que cada vez le quedaba menos tiempo para descansar y que en unas horas más tendría que ir al trabajo.

Fue a la cocina y quiso encender la hornilla para calentar leche, (una vez alguien había comentado las propiedades soporíferas de la leche tibia), pero no halló fósforos pues nadie fumaba en la casa. Cuando recordó que la cocina era de encendido automático sólo faltaban dos horas para ir a la oficina. De todos modos bebió tanta leche, que le produjo tal indigestión, que ya nunca más pudo volver a ver siquiera, el líquido alimento.

Esa mañana estuvo distraído, pensaba en la noche pasada y temía la que lo esperaba. Empezó a trazar un plan. De regreso a su casa pasó por una farmacia, compró unas pastillas y un sobre de tisana de amapola.

Ya tarde, cuando su esposa se hallaba inmersa en ese mundo que a él le estaba vedado, se tragó dos grageas, bebió su infusión con deleite, imaginando ya que en pocos minutos más, dormiría como un lirón.

  —131→  

Pero tuvo mala suerte. Los barbitúricos no le hicieron el efecto deseado y sólo obtuvo un inaguantable dolor de cabeza y el consabido insomnio continuaba.

A la mañana siguiente, deambulaba por la oficina como un zombie y estaba más desorientado que Adán en el Día de la Madre. A todos llamaba la atención su aspecto deplorable.

Para ese entonces, su esposa ya había solicitado turno con un buen clínico. Arturo se sometió a una inspección completa, a una serie de análisis, radiografías, endoscopias, ecografías, electrocardiogramas y encefalogramas, estudios todos muy necesarios para llegar a la conclusión de que estaba totalmente sano. Pero por recomendación del médico, visitó también a un sicólogo, a un siquiatra y a un alienista, dejando en los respectivos consultorios varias hojas de su chequera (sin llevar a cambio ninguna solución) hecho que contribuyó notablemente a quitarle el sueño.

Arrambide, de Contaduría, fue el primero en darse cuenta de que algo le pasaba. Le aconsejó que conservara la calma y leyera un libro acostado en la cama.

-Para mí es infalible. A la segunda página estoy rendido -dijo Arrambide que parecía entenderse más con los números que con las letras. Pero al pobre Arturo no le ocurrió lo mismo. En tres noches completas leyó los cuatro tomos del Cuarteto de Alejandría de Durrell, en otras cinco sesiones Las Mil y Una Noches y durante dos largas veladas se sumergió en los laberintos de Borges.

Consternado comprendió que si bien en esta forma podría enriquecer bastante su cultura, jamás lograría dormir con un libro entre las manos.

-¿Por qué no pruebas leyendo algo aburrido? -dijo su esposa cuya lógica a veces era contundente. Ella, por solidaridad quería acompañar a su desdichado cónyuge en sus vigilias, pero no conseguía mantenerse despierta más allá de cierto límite.

  —132→  

Y por supuesto él lo intentó. Se acomodó con dos almohadas, lleno de ilusión como quien compra un billete de lotería y tomó la guía telefónica. Abrió el libraco en la primera página y empezó a leer:

-Abad, Abadie...

Cuando su esposa le anunció que ya estaba listo el desayuno, él ya sabía que hay 2385 abonados con el apellido González, 1987 Martínez, 1652 Giménez repartidos entre la G y la J, 1542 Rodríguez y sólo 1237 Pérez que resultó no ser un apellido tan común como él creía. Contento con su nueva estadística estuvo locuaz durante el desayuno y comió cuatro rebanadas de pan con manteca y mermelada, dos más que de costumbre, porque lo que había perdido en sueño lo había ganado en apetito.

Fue a sus tareas con los ojos enrojecidos y un atisbo de barba oscureciendo el rostro, pero de bastante buen humor. Como ya no podía mantener el secreto, todos se interesaban en saber cómo había pasado la noche y esta vez las preguntas no lo incomodaron tanto. Hasta accedió gustoso cuando Rotela, el secretario del director, le pidió que le pasara seis actas atrasadas en el libro de sesiones, «ya que a él le sobraba el tiempo».

Esa noche, el minucioso detalle de las reuniones del Directorio sólo consiguió producirle uno que otro bostezo, pero cada tanto aparecía un dato que no había trascendido y el ser poseedor de un secreto de la empresa, lo excitaba y lo despabilaba. Y así lo sorprendió otro amanecer.

Aquella mañana se encontró en el ascensor con Urrutia, de Pólizas, quien le recomendó el viejo truco de contar ovejas. No costaba nada probar y llegado a la cama, lo intentó.

  —133→  

Lastimosamente, cuando iba por la ovejita número 23.486, ésta se negó a saltar la cerca y se escapó corriendo hacia el monte, con gran consternación del insomne Arturo que una vez más tuvo que pasarse el resto de la noche en vela y en vilo. Su angustia terminó -por esa vez- cuando puntualmente a las siete sonó el despertador, que irónicamente, todas las noches seguía ajustando al ir a acostarse.

Cuando llegó a la compañía, no hizo falta que nadie le preguntara nada. Sus ojeras, su malhumor, no dejaban dudas de qué clase de vísperas había pasado otra vez más.

-Lo de las ovejas es un método anticuado. Tenés que ver televisión -sentenció Urdapilleta, de Cobranzas, que jamás podía enterarse del final de una película. A él infaliblemente el sueño lo vencía al promediar el drama y despertaba, momentáneamente, desde luego, cuando los acordes de la marcha de cierre daban por finalizada la transmisión.

Con mucha ilusión, luego de la cena, en pijamas y pantuflas se arrellanó en el sillón más cómodo de la casa, frente al televisor encendido y con las luces de la pieza apagadas. Pero en verdad, el barullo del tiroteo de los cowboys y los bandidos no era precisamente lo más indicado para su propósito. Cambió de canal y con sorpresa vio que estaban pasando un viejo film que había visto en su juventud. Le interesó tanto comprobar cuánto recordaba y cuánto había olvidado, que al terminar el programa, estaba totalmente despierto y para colmo con nostalgias y añoranzas.

Al día siguiente, lo llamó el señor Calderón, el gerente, y le obsequió dos entradas para un concierto de música de cámara, que había tenido que adquirir por compromiso con un cliente.

-A mí los conciertos me matan -dijo Calderón-. No puedo mantenerme despierto; a veces hasta llego a roncar y hago pasar vergüenza a mi esposa.

  —134→  

Para Arturo eso era escuchar palabras mágicas. Muy contento y esperanzado fue al teatro con su esposa. Pero fue ella quien pronto empezó a bostezar, a entrecerrar los ojos y hasta descabezar breves sueños en los que caía arrullada por la música. Esto irritó a Arturo, por envidia y porque consideraba una ofensa que su mujer se hubiera apoderado de algo que le estaba destinado.

De regreso, enojado, no quiso acostarse en la cama y se tendió, totalmente vestido en el sofá de la sala. ¡Oh, milagro! Empezaba a sentirse somnoliento, pero le molestaba el cinturón. Se lo sacó despacito y con los ojos cerrados para no ahuyentar el cosquilleo de sus párpados. Pero empezaron a clavarle las mancuernas y la corbata estaba muy apretada. Decidió desvestirse, pero para entonces, nuevamente estaba totalmente desvelado. Pensó que sería mejor reconciliarse con su esposa, quien al fin y al cabo no tenía la culpa de lo que pasaba. Pero no por eso consiguió dormir.

A la mañana, ella muy animada y cariñosa le comentó que una amiga le había aconsejado cambiar de lugar la cama. Arturo intentaría eso y mucho más: harían una total remodelación del dormitorio. Mientras tanto pidió sus vacaciones y fueron a un apacible lugar con un buen hotel. No sólo necesitaba el descanso; de paso quería sacarse la duda de si no sería su lecho matrimonial el causante de su tormento.

La primera noche de hotel fue un verdadero fracaso. La cama tenía unos enormes almohadones de plumas y él odiaba las almohadas blandas. De modo que sacó el cajón de la mesita de luz y se lo puso debajo de la nuca. Al amanecer ya tenía tortícolis. Y por supuesto, no consiguió vencer el insomnio, en la semana que pasaron lejos como tampoco logró nada con la nueva decoración del hogar conyugal.

  —135→  

Cierto día, mientras los empleados de la empresa tomaban café (él lo había suprimido hacía tiempo, por las dudas) se le acercó Iturbide, el encargado de la publicidad.

-Mirá, lo que vos necesitás son nuevas emociones.

Sacó una libretita del bolsillo de su chaqueta y agregó:

-Aquí tengo la solución a tu problema. Una de mis amiguitas puede hacerte pasar muy buenos momentos -concluyó guiñando un ojo.

Pero la aventura resultó un desastre. Arturo no quería comprometer la tranquilidad de su hogar y la amiguita de su amigo -que ahora también lo era suya- se convirtió en un verdadero fastidio con sus llamadas impertinentes, sus exigencias intempestivas y sus pretensiones extravagantes. Así que el affaire duró dos meses y mientras tanto el atormentado hombre, consumido por las preocupaciones, los remordimientos de engañar a su esposa y los excesos de una doble vida, había perdido irremediablemente toda posibilidad de dormir, pese a la infidelidad terapéutica.

Fue por esa época cuando Íñiguez, de Créditos, lo notó muy nervioso e irritable.

-Tenés que relajarte, ché. Probá algún trabajo manual -le susurró palmoteándolo en la espalda.

Arturo se compró una sierra y un torno eléctricos y con un ejemplar de Hágalo Usted Mismo empezó a producir mueblecitos tan simpáticos como inútiles. Para colmo todo el barrio se quejó del ruido y le sugirieron los vecinos que cambiara su hobby por la silenciosa filatelia.

Pero no habrían de ser sellos postales los que atrajeran al escurridizo Morfeo. ¡Con lo complicado que es seleccionar series, ediciones especiales y estampillas reselladas por la devaluación!

  —136→  

Intentó un nuevo ardid: cambiaría las horas de reposo. Tal vez pudiera dormir de día. Así que un sábado no laborable se preparó unos potentes cócteles de vodka y pernod y se dispuso a dormir la mona. Pero los vecinos que no sabían de la artimaña, tocaban el timbre, solícitos para ver cómo había pasado la noche y los compañeros de oficina llamaban por teléfono con la mejor intención.

El lunes cuando llegó a la compañía, aún tenía la resaca del funesto fin de semana.

Figueroa, de Archivo, que tiene fama de tranquilo y saludable, le sugirió que practicar yoga.

-¡Pero claro, eso es, yoga! ¿Cómo no se me ocurrió antes? -y llegó a su casa loco de contento.

Lamentablemente, la contemplación de su propio ombligo le hizo caer en la cuenta de que estaba bastante excedido en peso; estaba más cerca de Buda que de un Fakir y eso lo desmoralizó.

A la noche siguiente comenzó la calistenia que necesitaba para ponerse en línea y que además, le habían dicho, produce somnolencia. Sin embargo con él se equivocaron. Aunque las ropas le empezaron a quedar más holgadas, al cabo de unas semanas de sostenidos ejercicios, estaba tan cansado y su aspecto era tan ruinoso, que familiares y amigos decidieron tomar cartas en el asunto. Se imponía una internación, una cura de sueño.

Al comienzo, Arturo se negó violentamente.

-¿No comprenden que lo que yo preciso es dormir, no que me duerman? Es necesario que alguna vez vuelva a saborear el placer de ir quedándome dormido poco a poco. Deseo sentir cómo mis pensamientos se van independizando de mi mente y mi cuerpo va adquiriendo levedad hasta que   —137→   voy flotando, volando y resbalando en una pendiente sedosa, lentamente, hasta llegar a donde no siento nada porque estoy dormido.

Pero lo convencieron, asegurándole que eso sería precisamente lo que sentiría, que podría palpar, casi, la venida del sueño.

Se sometió a los preparativos del sanatorio donde se internaría. Las enfermeras lo trataban con indiferente respeto. Al fin de cuentas, él no era un enfermo. Y llegó al cuarto de terapia. Le dieron un pinchazo en uno de sus ahora escuálidos brazos y lo dejaron aislado, en total oscuridad.

Al poco rato empezó a sentir una sensación extraña, largamente añorada. ¿Sería posible? Le parecía que estaba tendido en la hierba de un campo en primavera, mirando un cielo luminoso y claro, en el que se deslizaban algunas nubecitas esponjosas. ¡Qué felicidad! Ya casi, casi estaba dormido. De pronto, su hermosa duermevela se convirtió en una horrible pesadilla. El pobre Arturo soñaba, sí, pero soñaba que no podía dormir.



  —139→  

ArribaAbajoLa casa


«En cierta calle hay cierta firme puerta
con su timbre y su número preciso
y un sabor a perdido paraíso,
que en los atardeceres no está abierta...»


Jorge Luis Borges, «H. O.»                


  —141→  

Cuando Mamá y Papá consideraron que el centro de Asunción se había vuelto muy ruidoso, resolvieron comprar una casa en las afueras.

Pensándolo bien, creo que en realidad la idea fue de mamá, porque papá, aunque siempre rezongaba, terminaba por ceder a todas «las ocurrencias» de mamá, ingeniándose para que la determinación pareciera suya, de modo de no perder autoridad.

En este caso, la decisión no fue fácil. Muchas noches aún después de que se apagaran las luces los oíamos argumentar en pro y en contra de la mudanza.

Ella opinaba que a las niñas nos vendría bien el aire puro. Además siempre había deseado un jardín de rosales y la casa que había visto lo tenía. Otros prósperos comerciantes como   —142→   papá ya habían empezado a irse a vivir a los barrios residenciales, por lo cual él, no rechazaba de plano la idea, porque si bien a nosotras nos llevaban a la plaza para la cuota de oxígeno y el jardín no le interesaba mucho, en cambio no le era indiferente la posibilidad de tener un par de perros perdigueros. No obstante, terco como era -no podía ocultar su origen hispánico- sopesaba las razones domésticas de mamá, porque en el fondo, no quería alejarse del café de la esquina donde mataba las horas de la siesta con partidas de dominó y ajedrez. Alegaba que vivir en la calle Palma, aunque fuera en los altos de un salón comercial, tenía sus ventajas.

-Aquí lo tenemos todo -decía-, el almacén La Perla, la farmacia Scavone, la Librería Nacional, Riuz y Jorba...

-Sí, y el Café Felsina -interrumpía mamá, que no tenía un pelo de tonta.

-Tendré que viajar cuatro veces al día en esos tranvías desesperantes...

-Te puedes comprar un auto -contestaba ella que a todo hallaba solución cuando se proponía algo.

-Viajarás los días laborales, pero los fines de semana podrás ir andando al Club Centenario a nadar o jugar tenis. Yo creo que necesitas ejercicio. Además, ¡qué bueno tener tan cerca un club! -suspiraba mamá.

Yo apostaría que en ese momento ella ya estaba pensando en nuestros vestidos de quince años, en el debut en sociedad y probablemente hasta en los muchachos «decentes y de buena familia» con quienes nos íbamos a relacionar.

Finalmente, un domingo fuimos a ver la casa.

El tranvía nos llevó por la avenida Colombia, en un trayecto que entonces me pareció larguísimo. Cada niña se   —143→   acomodó junto a una ventanilla que por momentos era invadida por las ramas de los naranjos florecidos que se erguían a lo largo de las aceras.

Cuando estábamos llegando a destino, papá se levantó; tiró con fuerzas de un cordón que había en el techo y sonó un campanazo sobre la cabeza del conductor.

Con vueltas rápidas y precisas a una rueda de timón, el motorman detuvo el vehículo y bajamos. La dirección que llevábamos era «América y España».

-¿No es una simbólica coincidencia? -decía alborozada mamá.

Caminamos por la acera impar de una calle desordenadamente empedrada de basalto, que yo creía ancha y arbolada. Entonces la vi. Semioculta entre enredaderas, estaba esperándonos La Casa.

En cuanto la vi, supe que sería mía, no nuestra, mía, y en realidad lo fue, pues nadie como yo, la ha querido tanto. Tan importante parece haberme sido esa casa, que todos los recuerdos de mi infancia están relacionados con ella y mis sueños -aún los actuales- transcurren allí, como si nunca la hubiera abandonado.

Era una casa-quinta, como se llamaban entonces; una construcción sólida, sobria, de aspecto austero y algo misterioso.

Recuerdo muy bien las verjas del frente, los murallones de los costados y del fondo, el dibujo arabesco de los mosaicos en los cuartos de cielo raso alto y blanco, y las ventanas con postigos.

Tenía un sótano, un desván y una azotea a la cual se llegaba por una escalera de hierro en forma de caracol.

Yo me había hecho de lugares secretos donde me refugiaba según mi estado de ánimo, sin contar los árboles   —144→   frutales, a los que había dado nombres de países remotos y a los que trepaba en las furtivas siestas de verano.

Pero el sitio favorito fue siempre la azotea, porque allí hicimos un prodigioso descubrimiento, producto de la casualidad.

Una vez que mis hermanas y yo habíamos subido a la terraza a jugar, comprobamos con gran asombro, que desde arriba se escuchaba la conversación de nuestros padres que se hallaban abajo, en el corredor.

Nos prometimos no contar a nadie nuestro hallazgo. Aquel fenómeno acústico enriqueció la magia que ya le habíamos atribuido a la casa, cuando los muebles crujían por las noches o cuando al conjuro de una llave distante, en el jardín surgían lluvias giratorias.

El misterio de la azotea nos fue muy útil para enterarnos de las pláticas de los mayores, descubrir con anticipación qué nos iban a traer los Reyes Magos y otras cosas, que a veces no entendíamos muy bien pero nos parecían interesantísimas, nada más que porque las escuchábamos a escondidas.

Más tarde averiguamos que si se hablaba allí, cerca de las canaletas embutidas en los pilares del corredor, también desde abajo se podían oír las voces de arriba.

Mucho tiempo guardamos nuestro secreto, hasta que un día, todo se descubrió por culpa de nuestro primo Jorge.

Un verano, vino de Villarrica a pasar las vacaciones con nosotros, un primo por parte de madre. Era un chico flaco, desproporcionadamente alto para su edad, lo que le daba un aire ridículo, que se acentuaba por su extrema timidez y por la facilidad con que lloraba.

Pronto lo hicimos víctima de todo tipo de burlas y bromas. Éramos tres contra uno y él siempre terminaba   —145→   llorando. Hasta que nuestra sádica diversión, llegó más allá de lo que un huésped sufrido y resignado podría resistir.

Estando nosotras enojadas con el primo, porque nos había delatado en una travesura, resolvimos vengarnos en cuanto tuviéramos oportunidad. Y así lo hicimos una tarde.

Comenzaba a oscurecer, yo subí a esconderme en la terraza. Mis hermanas llamaron a Jorge con el pretexto de contarle un secreto. Como además, nuestro primo era curioso, acudió sin sospechar nada. Se instalaron convenientemente junto a las canaletas y empezaron a acosarlo. Le dijeron que por ser chismoso y mariquita los fantasmas de la casa irían esa noche a tironearle de las piernas cuando estuviera dormido. Entonces yo inicié la función: hablando directamente dentro de los caños de desagüe, empecé a proferir feroces amenazas con voz solemne, que bajaba por los tubos de hojalata.

-Jorgeeeee, has sido suplón y cuenterooooo. ¡Eso se paga con la muerteeeee!

Por supuesto, nuestro miedoso primo salió corriendo espantado, gritando: «¡los fantasmas, los fantasmas!», justito en el momento que llegaba mamá, cuya ausencia habíamos querido aprovechar.

Jorge se tiró en sus brazos con los ojos desorbitados por el susto. Cuando su sonoro llanto le permitió hablar, entre hipos y sollozos, dijo que quería volver a su casa «ahora mismo».

Fue un escándalo tremendo. Esa noche tuvimos que dar explicaciones a papá. Y por supuesto, todo se descubrió.

Las responsables de la broma recibimos una soberana reprimenda y nunca más pudimos volver a la azotea.

  —149→  


ArribaAbajoLa mala vida

Salió del hotel-residencial con paso lento y cadencioso. Sacó un espejito de la cartera y verificó su arreglo. Todo estaba bien; no se habían corrido el carmín de sus labios finos y bien delineados, ni el rímel de sus arqueadas y abundantes pestañas. Le agradó mirarse.

A los diecisiete años su belleza estaba en todo su esplendor y aunque el maquillaje y los tacones altos le daban más edad, no había perdido ese aire de criatura inocente.

Con un movimiento de innata coquetería sacudió hacia atrás su melena rubia y echó a andar por las calles de baldosas rotas y sucias, hasta llegar al sitio elegido, su puesto de espera, que compartía con otras víctimas de igual destino.

El barrio estaba oscuro; los faroles muy altos y de luz amarillenta no lograban disipar las sombras que proyectaban   —150→   los árboles en la acera. No obstante, cerca de la esquina y a contraluz, su figura se perfilaba como una silueta negra recortada con hábiles movimientos de tijera por un veloz retratista de feria.

***

«Cada tanto pasa un automóvil con algún conductor desprevenido que se asombra de vernos así, en evidente actitud de oferta. O bien, es un curioso a quien han informado de nuestra presencia. Algunas mujeres nos gritan inmundicias. Esporádicamente vienen turistas en busca de aventuras y finalmente, también llegan los que vienen a comprar nuestro amor a destajo.

Nos respetamos los turnos con los clientes nuevos, así como reconocemos el derecho de que los visitantes habituales se lleven la pareja que ellos elijan. Pero a veces nos pasamos horas, noches enteras sin que nadie aparezca. Entonces, el fastidio, el cansancio, nos ponen los nervios de punta y discutimos.

En las peleas, yo siempre llevo la peor parte. A mí me echan en cara mi origen de «buena familia», que mis padres tengan dinero, que yo no necesite trabajar y que sólo me dedique a esto por vicio. ¿Por vicio? Si es así, ese es mi problema y a nadie más le incumbe. Pero en el fondo yo sé que no es verdad. También importa a mis padres. Sé que ellos sufren mucho. Y bueno, ¿qué voy a hacer? A mí no me gusta estudiar. Cuando dejé el colegio ellos querían que me dedicara a hacer algo. Mamá pensó que podría estudiar piano, ya que me agrada la música. Papá opinó que tendría que practicar deportes. Él me quería enseñar a jugar tenis. Le hubiera gustado que fuera tenista y ganara premios. Pero por sobre   —151→   todo, ambos desearían que yo hiciera una vida normal, que me enamorara, me casara y les trajera nietecitos.

¡Pobres! Los he defraudado. A mí solamente me gusta bailar, ponerme lindos vestidos y que los hombres me miren. Dicen que ando por mal camino. Ya ni amistades tengo.

Anoche tuve mala suerte. No lo vi llegar a papá; me di cuenta de que era él cuando frenó el auto a mi lado y ya no tuve tiempo de esconderme. Me alumbró con los faros, bajó la ventanilla y con rabia y pena me dijo: «¡Otra vez en la calle! Me das asco. Subí inmediatamente, no voy a permitir que estés causando escándalo. Por lo menos mientras seas menor de edad no voy a tolerarlo. Subí al auto te digo. Subí, Raúl, vamos a casa».

Cuento premiado en el Quinto Concurso

de Cuentos Cortos de la Cooperativa Universitaria

1991



  —155→  

ArribaAbajoEl suicidio

Para Giselle, aún antes de leer la carta, no cabían dudas; había sido un suicidio. El pesar de la culpa se sumaba al enorme dolor de la pérdida y no podía contener el llanto. Estaba consternada. Cuando fueron a la oficina a darle la terrible noticia, una gran angustia devoró la sorpresa del primer momento y rompió a llorar. Con los puños apretados repetía entre sollozos «por qué, por qué». Pero en el fondo de su mente que se resistía a aceptarlo, ella sabía por qué.

Todo comenzó el día que Giselle hizo una reunión con sus compañeros de trabajo. Llevó a la casa a un grupo de personas que Carlos no conocía y con las que ella pasaba gran parte de su tiempo. Ese tiempo que era una porción de la vida de Giselle en la que Carlos no entraba; era un mundo vedado, ajeno, habitado por seres de los que él sólo ha oído hablar, de vez en cuando.

  —156→  

Ese día Carlos y Luis Fernando se conocieron. Tan pronto sus miradas se encontraron, ambos supieron que se hallaban ante un adversario. Como Giselle los presentó, se estrecharon las diestras «de hombre a hombre». Pero más que una alianza de futura amistad, el apretón de manos pareció un reto, un desafío.

A partir de ese día, como si aquel primer encuentro hubiera dado a Luis Fernando un derecho que Carlos no había otorgado, sus visitas fueron mas frecuentes. «Invitemos a Luis Fernando, está tan solo...», decía Giselle para justificar algo que sabía que no agradaba a Carlos. O bien Luis Fernando llegaba sin avisar, con una caja de bombones, «pasaba por aquí... vi luz y subí» decía en un intento de hacerlos reír.

Giselle trataba por todos los medios de disimular el malhumor de Carlos y la agresividad que últimamente demostraba. Ella no ignoraba sus celos, y quería compensarlo con halagos y con gestos cariñosos, como darle en la boca uno de los malditos bombones.

Carlos no podía dejar de notar que la asidua presencia del intruso había rejuvenecido a Giselle. Ella se ponía adornos en el pelo como una chiquilina y ya una madre de un niño de siete años. A Carlos le hubiera gustado verla más seria y más recatada. Le parecía que era una frivolidad inadmisible que ella riera de ese modo de los chistes insípidos de Luis Fernando. Pero... ¿Cuánto tiempo hacía que ella no reía así? ¡Tanto! Y ahora, por cualquier nimiedad sin gracia, ella estalla en carcajadas. Era evidente, a Luis Fernando le gustaba descollar con sus juegos de palabras, con salidas más o menos ingeniosas en un obvio esfuerzo por causar simpatía, su interés era lucirse ante Giselle y al parecer lo conseguía. Pero a él no lo engañaba.

  —157→  

Y empezó a espiarlos.

Un día creyó escuchar que él preguntaba: «¿Ya se lo dijiste?», y que ella respondía: «Dame tiempo».

Hacía ya mucho que Carlos intuía la traición que se agazapaba en las forzadas sonrisas de Luis Fernando y en los ojos huidizos de Giselle.

Hasta que ayer, que sabía que vendrían juntos, Carlos los esperó en el vestíbulo y al abrirse el ascensor, los sorprendió besándose.

Ya es inútil que ella lo niegue y le diga que nunca lo dejará, que él es lo que más quiere en este mundo. Lo ha comprendido todo y no puede soportarlo. Jamás aceptará compartirla con otro hombre. Podría dejarla e irse lejos... pero, ¿cómo, dónde, qué sería la vida sin ella? Prefiere la muerte, la muerte, sí...

Y vino a su memoria una frase dicha por alguien, alguna vez, refiriéndose al balcón donde Giselle había ubicado varias macetas con flores.

«Cuidado con los chicos con esa ventana, es muy peligroso tenerla abierta».

Esa ventana, sí, por donde entra el cielo a formar parte de la casa, por donde penetran el aire y la luz que dan vida, también por allí se podría salir al encuentro de la muerte. Y su mente perturbaba por los celos y el rencor, lo planeó con precisión, para cuando ella ya hubiera salido.

Buscó papel y lápiz. Quería dejar una carta dramática, donde lo explicara todo, para que nadie pensara en un accidente. Pero no podía. Su mano temblorosa dibujó con letra infantil e insegura, tres palabras de las pocas que sabía escribir: «Adiós mamá, Carlitos».

Y abrió la ventana.



  —161→  

ArribaAbajoFlores en el Banco Central

El ramo de rosas llegó una mañana cualquiera, interrumpiendo el teclear de las máquinas del gran salón del departamento de créditos.

-¡Marta González! -¡Marta González! -decía el mandadero mientras sorteaba obstáculos de escritorios, computadoras y archiveros de metal. Todos levantaron la vista, entre sorprendidos y curiosos y siguieron el curso del jarroncito que se equilibraba en la palma de la mano derecha del florista, mientras que una boleta verde ondeaba entre los dedos de la izquierda.

-¿Quién es Marta González? -preguntó alguien a su vecino de escritorio.

-¡Qué sé yo! No debe ser de esta sección -contestó el otro.

  —162→  

Por fin el recadero se detuvo frente a una mesita llena de papeles, donde una joven que ponía sellos tras sellos, detuvo su rítmico golpeteo y lo llamó con una seña.

-Firme aquí, por favor. Felicidades -dijo el muchacho.

-Gracias. ¡Qué hermosas flores! -dijo ella, poniéndose de pie para recibirlas.

Todos miraban la escena; por un momento se había quebrado la rutina. Entre esas paredes blancas y uniformes grises, el rojo de las rosas se destacaba.

Marta González, en un gesto inevitable, se inclinó para aspirar el perfume y delicadamente colocó el recipiente un poco a la izquierda, sobre su mesa de trabajo. Contempló el bouquet desde esa perspectiva y luego con el índice extendido, contó las flores tan graciosamente dispuestas entre algunas hojas verdes.

-Doce. Doce rosas rojas...

-Buenos días, señorita González. ¿Es su cumpleaños? -dijo el Gerente cuando pasaba para su despacho.

-¡Oh, no! Ni siquiera es el día de mi santo.

Desde el escritorio de enfrente, Martínez le sonrió y le dijo:

-Pero para su admirador debe ser un día especial, ¿verdad?

-No lo sé. Nunca supe que tuviera un admirador. Estoy un poco cohibida por todo este alboroto.

-¿Qué dice la tarjeta, si no es indiscresión? -preguntó Suárez que se acercó con el pretexto de consultar un archivo.

-No es indiscresión. Sólo dice «Buena Suerte».

-A ver, a ver -se acercó Rita, con ese aire soberbio con que avasallaba la oficina. Miró las flores, buscó algo entre el papel celofán, plegado entre el ramo y el recipiente   —163→   y levantando las cejas, como sólo ella sabe hacerlo, leyó la etiqueta dorada:

-«El Ensueño». Hummm. No es una florería muy cara. Y se alejó con ese vaivén pendular de su falda, que enloquecería a los hombres y disgustaba a las mujeres.

Marta González iba a reanudar su trabajo cuando se acercó el jefe de sección, que nunca antes se había dignado dirigirle la palabra.

-¿Qué tal, Martita, qué festejamos?

-Buenos días, señor Menéndez. Disculpe, yo no sé, me han traído flores, pero le aseguro...

-No se preocupe. Quedan muy bien ahí. Flores para otra flor.

La joven se sonrojó. El piropo era trivial, cursi, pero provenía de su jefe. Menéndez era conocido como un gran seductor. En la oficina se comentaban sus aventuras y aunque estaba casado, más de una mujer hubiera aceptado gustosa sus atenciones. Pero Marta se sintió incómoda; no tenía experiencia en ese tipo de situaciones. Afortunadamente, interrumpieron el diálogo, tres risueñas secretarias. Cuando Gabriela, Cora y Natalia vieron que Menéndez se había detenido allí, se acercaron apresuradamente con exagerados saludos y el tan perturbador ramo de rosas, les dio motivos para entablar conversación.

Tan pronto se fue Menéndez, las tres se alejaron, pero Gabriela, por primera vez desde que la conocía, se inclinó para besarla en las mejillas, al tiempo que le murmuraba:

-¿Menéndez te mandó las flores?

-No, no. ¡Qué esperanza! No es él -aseguró Marta.

Pero Gabriela repuso:

-Te lo tenías bien guardado, ¿eh? -y se despidió con un guiño.

  —164→  

Al promediar la mañana, no quedaba nadie que no hubiera pasado frente al florido escritorio y no hubiera hecho sus conjeturas. A Marta le pareció que hasta el muchacho que servía el café la miraba de un modo diferente. Los compañeros se escudriñaban unos a otros, queriendo adivinar cuál de ellos era el romántico remitente. Las compañeras cuchicheaban y con despecho sostenían que «las mosquitas muertas son las peores».

A la hora de la salida, Marta González, se demoró un poco más que de costumbre frente al espejo. Tomó su abrigo del perchero y Álvaro Márquez, ese muchacho tan simpático de cuentas corrientes, que vaya uno a saber por qué se hallaba todavía en el salón, se apresuró a ayudarla.

-¿Hacia dónde vas? -le preguntó.

-Vivo en Villa Morra -dijo ella.

-¿Puedo llevarte a tu casa?... Es decir, si tu enamorado no se pone celoso.

-Tal vez, tal vez -dijo ella con una coquetería recién estrenada.

Marta González, tomó su ramo de flores. Las miró un momento y pensó que realmente le habían traído buena suerte. Y secretamente se congratuló por la absurda ocurrencia que había tenido el día anterior, cuando decidió mandarse a sí misma, un ramo de rojas rosas.



  —167→  

ArribaDespedida

¡María! ¿Vos, aquí? ¡Qué emoción verte! ¿Cómo te enteraste? Te avisaron ¿verdad? ¡Ah, si pudiera hablarte!... Si pudieras escucharme... Pero cómo voy a hablar con esto que tengo en la garganta... Es otro recurso para que siga respirando...

¡María! Qué bien me siento al decir tu nombre. Hace tanto tiempo que no lo pronunciaba... ¡Qué bien me hace nombrarte, aunque vos no me oigas! ¡Qué buena sos en haber venido!

¿Es que me perdonaste María?

Quisiera hacerte comprender que te veo y te escucho. Me gustaría apretar la mano con que me acariciás, pero estoy débil y hay tantos cables que me retienen a esta cama... ¡Qué linda estás! Quisiera poder decírtelo, escúchame, María,   —168→   ¡quiero pedirte perdón! ¿Me perdonás todo el daño que te hice? Me doy cuenta, no lo merecías... pero cómo yo iba a comprenderlo en aquellos días en que estaba obnubilado, no entendía nada, no quería saber nada, no me importaba nada... Sólo mi pasión que me cegaba. Era un poseso ahogado en su locura...

¿Llorás, María? Yo también lloro. Siento tu pañuelo secándome los ojos, reconozco el perfume. Es el mismo que usabas en aquella época feliz... Porque fuimos felices un tiempo, ¿verdad? Cuando nos conocimos y nos enamoramos, cuando venciendo la oposición de tu familia que no me quería, nos casamos. Éramos felices, ¿verdad?... Y cuando nacieron los chicos... te acordás con qué orgullo salíamos con ellos por la calle. El nene apenas empezaba a caminar cuando la nena ya iba en el cochecito de paseo. ¡Qué estúpido fui! Haber abandonado todo eso. Pero entendéme, yo estaba enloquecido. Quisiera que nunca hubiera sucedido... Los problemas comenzaron cuando conocí a Andrea en la oficina.

Trabajábamos juntos y la proximidad, el trato diario precipitaron las cosas. Yo era muy joven, Andrea era gentil y persistente... Se había enamorado de mí y yo no supe resistir. Al principio creí que podría mantener ocultas nuestras relaciones y vivir dos vidas paralelas, pero eso era imposible. Empezaron tus sospechas, los celos, las escenas de histeria, las presiones por ambas partes, hasta que todo fue un infierno insoportable.

¡Cómo te hice sufrir! Nos separamos, nos divorciamos enrostrándonos un montón de mutuos reproches y de ofensas. Esa era la única forma en que podía terminar aquella situación insostenible. Y te perdí para siempre y perdí a nuestros hijos. ¿Qué les dijiste, María? ¿Que su padre había   —169→   muerto, que me había ido en un largo viaje? ¿Qué les dijiste, María?... Porque eran tan pequeños para entender la verdad...

Deben estar grandes ya... ¡Cómo me gustaría verlos! ¡No! No, no quiero que ellos me vean así, hecho una piltrafa. Mejor que tengan aquel vago recuerdo de un padre cariñoso que un día desapareció. Además vos sos tan buena, María, que estoy seguro de que nunca les hablaste mal de mí. Yo te juro, por más que te cueste creerlo, que siempre quise mucho a los chicos, tanto como te quise a vos, aunque no me creas. Yo tampoco lo creía entonces y por eso no te valoré lo suficiente. Pero todo el resto de mi vida no me alcanzó para arrepentirme. Aquella primera infidelidad fue sólo el comienzo de mi vida equivocada. Cuando Andrea se cansó de mí y quedé solo, busqué otras aventuras y hallé espejismos; tuve pasiones violentas o encandilamientos fugaces y compañías que me dejaban cada vez más solo. Ya nunca tuve paz, porque la paz estaba a tu lado y yo no lo había comprendido...

¿Me guardás rencor, María? Por favor, perdonáme, no me dejes morir sin tu perdón...

Ya falta poco, por eso te llamaron. Nunca imaginé que se pudiera sentir cómo llega la muerte. La mente se me enturbia y qué increíble, es ahora cuando veo todo claramente, cuando entiendo todo lo que no comprendí antes... Quiero aferrarme a la vida, pero es tarde...

¿Estás rezando, María? Quisiera rezar contigo, pero ya no me acuerdo...

Me estoy muriendo, María, sé que me muero poco a poco; puedo sentir cómo me salgo del cuerpo que abandono como una cápsula vacía, me muero, irremediablemente, María, como murió Andrea, que nunca me contó que él estaba condenado. Ahora me toca a mí. El Sida es implacable María...





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