Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Segunda parte

¡Oh selva, oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, a manera de inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que solo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven su oleaje vivo a la hora de tus crepúsculos angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? Aquellos celajes de oro y de múrice con que se viste el ángel de los ponientes, ¿por qué no tiemblan sobre tu dombo? ¡Cuántas veces suspiró mi alma adivinando al través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpura las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de todas las cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y solo tienes para mis ojos la monotonía de tu cénit, por donde pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos!

Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu solo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión.

Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras, formadas con el hálito de todos los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vista no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! Quiero el calor de los arenales, el espejeo de las canículas, la vibración de las pampas abiertas. ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine, para desandar esta ruta de lágrimas y de sangre, que recorrí en nefando día, cuando al capricho de una mujer me arrastré por los montes y los desiertos, en busca de la venganza, diosa implacable, que solo sonríe sobre las tumbas!

*  *  *

Olvidada sea la época miserable en que vagamos por el desierto en cuadrilla amenazadora, como los bandoleros de los caminos. Responsables de un crimen que no fue nuestro, desafiamos a la injusticia y nos acogimos a la enseña de la crueldad. ¿Quién osó desafiar el rencor bárbaro de mi pecho? ¿Quién habría podido amansar nuestra rebelión? Las sendas múltiples de la pampa se precisaron en esos días con el galope de nuestros potros, y no hubo noche que no prendiéramos en distinto paraje la fugitiva llamarada del campamento.

Después, bajo unos moriches inextrincables, edificamos la ranchería. Allí amontonábanse los enseres que Mauco y la vieja Tiana salvaron de la ignición, y que pusieron en nuestras manos antes de irse para Orocué, en desempeño del espionaje. Mas no sabíamos qué suerte hubieran corrido. Fidel y el mulato, el Pipa y yo nos turnábamos cada día en atayalar sobre una palmera la presencia de alguna gente en el horizonte o el triángulo de humo que habíamos aceptado como señal.

¡Nadie nos buscaba ni perseguía! Nos habían olvidado todos.

Yo no era más que un residuo humano de las fiebres y los pesares. De noche, el hambre nos desvelaba como un vampiro, y porque ya venían las primeras lluvias, concertamos la dispersión para asilarnos en Venezuela. Pensé entonces que don Rafo estaría de regreso a La Maporita y que con él podríamos seguir hasta Bogotá. Muchos días lo esperamos en las llanuras que dan a Tame. Mas apenas declaró Franco que continuaría su vida nómada, no por receloso de la justicia ordinaria, sino por el peligro deque algún Consejo de Guerra le castigara como desertor, desistí de la idea del viaje para mancomunarnos en el destierro y acabar ambos de igual manera, ya que una misma desventura nos había unido y no teníamos otro futuro que el fracaso final en cualquier país.

Y nos decidimos por el Vichada.


El Pipa nos condujo a las plataneras silvestres de Macucuana, sobre la margen del turbio Meta, después de la desembocadura del Guanapalo. Moraba en aquellos montes una tribu guahiba, seminómada, que convino en acogernos en su familia a condición de que admitiéramos el guayuco, respetáramos las pollonas y les ordenáramos a los winchesters no echar truenos.

Apareciose una tarde el Pipa con cinco indianos, que se resistían a acercarse mientras no amarráramos los mastines. Acurrucados en la maleza se erguían cautelosos para observarnos, listos a fugarse al menor desliz, por lo cual el ladino intérprete fue conduciéndolos de la mano hasta nuestro grupo, donde recibían el advertido abrazo de paz con esta frase protocolaria: «Cuñao, yo queriéndote mucho, perro no haciendo nada, corazón contento».

Todos eran jóvenes y fornidos, de achocolatada cutis y hercúlea espalda, cuya membratura se estremecía temerosa de los fusiles. Los arcos y las aljabas habíanlos dejado entre la canoa, que iba a mecernos en la aventura, sobre las aguas desconocidas de un río salvaje, hacia refugios recónditos y temibles, a donde un fatum implacable nos expatriaba, sin otro delito que el de ser fuertes, sin otra mengua que la de ser desafortunados.

Había llegado el momento de licenciar para siempre nuestros caballos, que nos dieron apoyo, en la adversidad. Ellos recobraban la pampa virgen y nosotros perdíamos lo que gozosos recuperaban, la zona donde sufrimos y batallamos inútilmente, comprometiendo la esperanza y la juventud. Cuando mi alazán sudoroso se sacudió al verse libre de la montura y galopó con relinchos trémulos en busca del bebedero lejano, me sentí indefenso y solo, y copié en mis ojos tristes todas las cosas, con la amargura del condenado a muerte que se resigna a su sacrificio y ve sobre los paisajes de su niñez arrebolarse el último sol.

Al descender el barranco que nos separaba de la curiara, torné la cabeza hacia el límite de los llanos, perdidos en una nébula dulce, donde las palmeras me despedían. Aquellas inmensidades me hirieron, y, no obstante, quería abrazarlas. Ellas fueron decisivas en mi existencia y se injertaron en mi ser. Comprendo que en el instante de mi agonía se borrarán de mis pupilas vidriosas las imágenes más leales; pero en la atmósfera sempiterna por donde ascienda mi espíritu aleteando, estarán presentes las medias tintas de esos crepúsculos cariñosos, que, con sus pinceladas de ópalo y rosa, me indicaron ya sobre el cielo amigo la senda que sigue el alma hacia la suprema constelación.


La curiara, como un ataúd flotante, siguió agua abajo, a la hora en que la tarde alarga las sombras. Desde el dorso de la corriente columbrábanse las márgenes paralelas, de sombría vegetación y plagas hostiles. Aquel río, sin ondulaciones y sin espumas, era mudo, tétricamente mudo como el presagio, y daba la impresión de un camino oscuro que se moviera hacia el vórtice de la nada.

Mientras proseguíamos silenciosos, principió a lamentarse la tierra por el hundimiento del sol, cuya vislumbre palidecía sobre las playas. Los más ligeros ruidos repercutieron entre mi ser, consustanciado a tal punto con el ambiente, que era mi propia alma la que gemía, y mi tristeza la que, a semejanza de un lente opaco, apenumbraba todas las cosas. Sobre el panorama crepuscular fuese ampliando mi desconsuelo como la noche, y lentamente una misma sombra borró los perfiles del bosque extático, la línea del agua inmóvil, las siluetas de los remeros...

Desembarcamos al comienzo de una barranca, suavizada por escalones que descendían al puertecito, en cuyo remanso se agrupaban unas canoas. Por un sendero lleno de barro, que se perdía entre el gramalote, salimos a una plazuela de árboles derribados, donde nos aguardaba el rancho pajizo, tan solitario en aquel momento, que vacilábamos en ocuparlo, sospechosos de alguna emboscada. El Pipa alegaba con los indianos que a semejante vivienda nos condujeron, y nos trasmitía la traducción de la jerigonza, según la cual los de la ramada se dispersaron al notar que traíamos perros. Los bogas pedían permiso para dormir entre las curiaras.

Cuando los indígenas se marcharon uno tras otro, Fidel le ordenó a Correa que se acostara con el Pipa en la barbacoa, por si intentaba traicionarnos aquella noche; les quitó los collares a los cachorros, y, a oscuras, les mudó el sitio a nuestras hamacas.

Ofreciéndole mi costado a la carabina, me entregué al sueño.


El Pipa solía hacerme protestas de adhesión incondicional y acabó por relatarme la pavorosa serie de sus andanzas. Su mano sabía disparar la barbada flecha, en cuya punta iba ardiendo la pelota de peramán, que cruzaba el aire como un cometa, con el aullido de la consternación y de los incendios.

Muchas veces, para librarse del enemigo, se aplanó en el fondo de las lagunas, como un caimán, y emergía sigiloso entre los juncales para renovar la respiración; y si los perros le nadaban por encima de la cabeza, buscándolo, los destripaba o los consumía, sin que los vaqueros pudieran ver otra cosa que el chapoteo de algunos juncos en el apartado centro de los charcones.

Adolescente apenas, vino a los Llanos cuando estaba en su auge el hato de San Emigdio y allí sirvió de coquis algunos meses. Trabajaba todo el día con los llaneros, y por la noche agregábase a sus fatigas la de acopiar la leña y el agua, prender el fuego y asar la carne. De madrugada, lo despertaban los caporales a puntapiés para que recociera el café cerrero; tras de tomarlo, se iban sin ayudarle a ensillar la mañosa bestia o sin decirle hacia qué banco se dirigían. Y él, llevando de cabestro la mula de los calderos y de los víveres, trotaba por las estepas oscurecidas, poniendo oído a las voces de los jinetes, hasta orientarse y seguir con ellos.

Para colmo, la cocinera de la ramada le exigía cooperar en sus menesteres, y él, tiznado y humilde como un guiñapo, se resignaba a su situación. Mas una vez, al vaciar el cocido en la barbacoa, sobre las hojas frescas que habilitábanse de manteles, agrupáronse los peones con la presteza de hambrientos buitres, y él tendió, como todos, las desaseadas manos hacia la carne para trinchar algún trozo con su belduque. El arrimado de la sirvienta, un abuelote de empaque torvo, que lo celaba estúpidamente y que ya lo había mondado con la correa de la cintura, comenzó a vociferar, con la boca llena, porque no se repetía presto la calderada. Como el coquis no se afanó por obedecerle, agarrolo de las orejas y le bañó la cara en caldo caliente. El muchacho, enfurecido, le rasgó el buche de un solo tajo, y la asadura del comilón se regó humeando en la barbacoa, por entre las viandas apetecidas.

El dueño del hato apresó al chicuelo, liándole garganta y brazos con un mecate, y mandó dos hombres a que lo mataran ese mismo día, abajo de las resacas del Yaguarapc. Por fortuna, pescaban allí unos indios, que destrizaron a los verdugos y le dieron al sentenciado la libertad, pero llevándoselo consigo.

Errante y desnudo vivió en las selvas más de veinte años, como instructor de las grandes tribus, en el Capanaparo y en el Vichada; y como cauchero en el Inírida y en el Vaupés, en el Orinoco y en el Guaviare, con los piapocos y los guahibos, con los banivas y les bares, con los cuivas, los carijonas y los huitotos. Pero su mayor influencia la ejercía sobre los guahibos, a quienes había perfeccionado en el arte de las guerrillas. Con ellos asaltó siempre las rancherías de los salivas y las fundaciones que baña el Pauto. Cayó prisionero en distintas épocas, cuando una raya le lanceó el pie, o cuando las fiebres lo consumían; pero, con riesgosa suerte, se hizo pasar por vaquero cautivo de los hatos de Venezuela, y conoció diferentes cárceles, donde observaba buena conducta, para volver pronto a la inclemencia de los desiertos y al usufructo de las revoltosas capitanías.

-«Yo, decía, seré su lucero en estos confines, si pone a mi cuidado la expedición: conozco las trochas, las vaguadas y los caminos y en algunos caños tengo mis amistades. Buscaremos a los caucheros por dondequiera, hasta el fin del mundo; pero no vuelva a permitir que el mulato Correa duerma conmigo, ni que me satirice con tanta roña. Eso no es corriente entre dos cristianos y desanima a cualquier hombre de sentimiento. Algún día lo rasguño, y en paz quedamos».


Por ese tiempo me invadió la misantropía, ensombreciéndome las ideas y descoyuntando mi decisión. En el sonambulismo de mi congoja devoraba mis propias hieles, inepto y adormilado como la serpiente que muda escama.

Nadie me había vuelto a nombrar a Alicia, por desterrarla de mi pensamiento; mas esa misma delicadeza sublevada en mi corazón todos los odios reconcentrados, al comprender que me compadecían como a un vencido. Entonces se sollamaban mis labios con las blasfemias y un velo de sangre se reteñía sobre mis ojos.

¿Y a Fidel lo atormentaba el tenaz recuerdo? Solo me parecía triste en sus confidencias, quizás por acoplarse con mi quebranto. Todo lo había perdido en hora impensada, y sin embargo daba a entender que desde ese instante se sintió más libre y más poderoso, cual si el infortunio fuera simple sangría para su espíritu.

¿Y yo por qué me lamentaba como un eunuco? ¿Qué perdía en Alicia que no lo topara en cualquiera hembra? Ella había sido un mero incidente en mi vida loca y tuvo el fin que debía tener. ¡Barrera merecía mi agradecimiento!

Además, la que fue mi querida tenía sus taras: era ignorante, era caprichosa y era colérica. Su personalidad no tenía relieve: vista sin el lente de la pasión amorosa, aparecía la mujer común, la de encantos atribuidos por los admiradores que la persiguen. Sus cejas eran mezquinas, su cuello, corto, la armonía de su perfil un poquillo convencional. Desconoció la ciencia del beso y sus manos fueron incapaces de inventar la menor caricia. Jamás escogió un perfume que la distinguiera; su juventud olía como la de todas.

¿Cuál era la razón de sufrir por ella? Había que olvidar, había que reír, había que empezar de nuevo. Mi destino así lo exigía, y así lo deseaban, tácitamente, mis camaradas. El Pipa, mixtificando la intención con el disimulo, cantó cierta vez un llorao g enial, a los compases de las maracas, para infundirme la ironía confortadora:

El domingo la vi en misa,

el lunes la enamoré,

el martes ya le propuse,

el miércoles me casé,

el jueves me dejó solo,

el viernes la suspiré;

el sábado el desengaño...

y el domingo a buscar otra

porque solo no me amaño.


Mientras tanto, se iniciaba en mi voluntad una reacción casi dolorosa en que colaboraron el rencor y el escepticismo, la impenitencia y los propósitos de venganza. Me burlé del amor y de la virtud, de las noches bellas y de los días hermosos. No obstante, alguna ráfaga del pasado volvía a refrescarme el ardido pecho, nostálgico de ilusiones, de ternura y serenidad.


Los aborígenes del bohío eran mansos, astutos y pusilánimes, y se parecían como las frutas de un mismo árbol. Llegaron, desnudos, con sus dádivas de cambures y de mañoco, acondicionadas en cestas de palmarito, y las descargaron sobre el barbecho, en lugar visible. Dos de los indios que manejaron la embarcación traían pescado cocido al humo.

Cuidadosos de que los perros no gruñeran, fuimos al encuentro del arisco grupo, y después de una libre plática en gerundios y monosílabos castellanos, se resolvieron los visitantes a ocupar un extremo de la vivienda, el inmediato a los montes y a la barranca.

Con indiscreta curiosidad les pregunté dónde dejaron a las mujeres, pues que ninguna venía con ellos. Apresurose a explicarme el Pipa que era imprudencia hacer tan desusadas indagaciones, so riesgo de que se alarmaran los celosos indios, a cuyas petrivas les fue negado, por experiencias inmemoriales, mostrar incautamente su desnudez a los forasteros de raza blanca, siempre abusivos y lujuriosos. Agregó que no tardarían en acercarse las indias viejas para ir aquilatando nuestra conducta, hasta convencerse de que éramos varones morigerados y recomendables.

Dos días después, apareciéronse las matronas, en traje de paraíso, seniles y repugnantes, batiendo al caminar los nacidos senos, que les pendían como estropajos. Traían sobre la greña sendas taparas de chicha fuerte, cuyos rezumos pegajosos les goteaban por las arrugas de las mejillas, con la apariencia de un sudor ácido. Ofreciéronnos la bebida a pico de calabaza, imponiendo su gesto grave, y luego rezongaron malhumoradas al ver que solo el Pipa pudo saborear el brebaje cáustico.

Más tarde, cuando principió a resonar la lluvia, acurrucáronse junto al fogón, como gorilas momificadas, mientras los hombres enmudecían en los chinchorros, con el letargo de la desidia. Nosotros callábamos también en el tramo opuesto, viendo caer el agua en la extensión de la umbrosa vega, que oprimía el espíritu con sus neblinas y cerrazones.

-Es imperioso, prorrumpió Franco, decidir esta situación poniendo en práctica algún propósito. En la semana entrante dejaremos esta guarida.

-Ya las indias vinieron a prepararnos el bastimento, repuso el Pipa. Remontaremos el río para cruzarlo frente a Caviona, un poco más arriba de las lagunas. Por allí hay una senda terrestre para el Vichada, y en recorrerla no se gastan menos de siete días. Hay que llevar a cuestas las provisiones, mas ninguno de estos cuñaos quiere acompañarnos como carguero. Yo estoy trabajando para decidirlos. Pero es urgente la compra de algunos corotos en Orocué.

-¿Y con qué dinero los adquirimos? dije alarmado.

-Eso corre de cuenta mía. Solo les pido que crean en mí y que sigan siendo afables con esta gente. Necesitamos sal, anzuelos, guarales, tabacos, pólvora, fósforos, herramientas y mosquiteros. Todo para ustedes, porque a mí no me falta nada. Y como nadie sabe qué nos espera en esas lejuras...

-¿Será preciso vender las sillas y los aperos?

-¿Y quién los compra? ¿Y quién los vende sin que lo apañen? Ya podemos irlos botando. De aquí para allá, cuando sea posible, no tendremos otro caballo que la canoa.

-¿Y en qué lugar escondes el oro para tus planes?

-En el garcero de Las Hermosas. ¡Cuatro libras de pluma fina, si mal nos va! Cada semana cambiaremos un manojito por mercancías. Cuando les provoque, yo soy baquiano, pero es muy lejos.

-¡Eso no importa! ¡Mañana mismo!


¡Bendita sea la difícil landa que nos condujo a la región de los revuelos y de la albura! El inundado bosque de aquel garcero, millonario de garzas reales, parecía un algodonal de nutridos copos; y en la turquesa del cielo ondeaba, perennemente, un desfile de remos pálidos, sobre los cimborios de los moriches, donde bullía la empeluzada muchedumbre de los polluelos. A nuestro paso se encumbraba en espiras la nívea flota, y, tras de girar con insólito vocerío, se desbandaba por unidades, que descendían a los esteros, entrecerrando las alas lentas, como un velamen de sedas blancas.

Pensativo, junto a las linfas, demoraba el garzón soldado, de rojo kepis, heroica altura y marcial talante, cuyo pico es prolongado como una espada; y a su redor revoloteaba el mundo babélico de zancudas y de palmípedas, desde la corocora lacre, que humillaría al ibis egipcio, hasta la azul cerceta de dorado moño y el pato ilusionante de color de rosa, que en el rosicler del alba llanera tiñe sus plumas. Y por encima de ese alado tumulto volvía a girar la corona eucarística de las garzas, y se despetalaba sobre la ciénaga, y mi espíritu sentíase deslumbrado, como en los días de su candor, al evocar las hostias divinas, los coros angelicales, los cirios inmaculados.

Parecía imposible que pudiéramos arrimar al sitio de los nidos y de las plumas. El transparente charco nos dejó ver un sumergido ejército de caimanes, en contorno de las palmeras, ocupado en recoger pichones y huevos, que caían cuando las garzas, entre algarabías y picotazos, desnivelaban con su peso las ramazones. Nadaba por dondequiera la innúmera banda de los caribes, de vientre rojizo y escamas plúmbeas, que se devoran unos a otros y descarnan en un segundo a todo ser que cruce las ondas de su dominio, por lo cual los hombres y los cuadrúpedos se resisten a echarse a nado, y mucho más al sentirse heridos, que la sangre excita instantáneamente la voracidad del terrible pez. Veíase la traidora raya de aletas gelatinosas y arpón venino, que descansa en el fango como un escudo; la anguila eléctrica, que inmoviliza con sus descargas a quien la toca, la palometa de nácar y oro, semejante al disco lunar, que desciende al fondo y enmugra el agua para escaparse a las dentelladas de la tonina. Y todo el inmenso acuario se extendía hacia el horizonte, como un lago de peltre, donde flotan las plumas ambicionadas.

Bogando en balsitas inverosímiles, nos distribuimos aquí y allá para recoger el caro tesoro. Los indios invadían a cortos trechos las espesuras, hurgando en las tinieblas con las palancas, por miedo a los güíos y a los caimanes, hasta completar su manojo blanco, que a veces cuesta la vida de muchos hombres, antes de ir a ignotas ciudades a exaltar la belleza de mujeres desconocidas.


Aquella tarde rendí mi ánimo a la tristeza y una emoción romántica me sorprendió con vagas caricias. ¿Por qué viviría siempre solo en el arte y en el amor? Y pensaba con dolorida inconformidad: ¡Si tuviera ahora a quién ofrecerle el armiñado ramillete de estos plumajes, que parecen espigas blancas! ¡Si alguien quisiera abanicarse con este alón de codúa marina, donde va prisionero el iris! ¡Si hubiera hallado con quién contemplar el garcero nítido, primavera de aves y de colores!

Con humillada pena advertí después que en el velo de mi ilusión se embozaba Alicia, y procuré manchar con realismo crudo el pensamiento donde la intrusa reaparecía.

Afortunadamente, tras de penoso viaje por cenagosas llanuras y caños hondos, dimos con el lugar donde las curiaras habían quedado, y a golpes de palanca comenzamos a remontar los sinuosos ríos, hasta que entramos, casi de noche, en el atracadero de la ramada.

Desde lejos nos llevó la brisa el llanto de un niño; y, cuando ya llegábamos a la huta, salieron corriendo unas indias jóvenes, sin atender a la voz del Pipa que, en idioma terrígeno, alcanzó a gritarles que éramos gente amiga. En los horcones y en las soleras había chinchorros numerosísimos, y en el fogón, a medio rescoldo, gorgoreaba la olla de las infusiones medicinales.

Lentamente, apenas la candela regó su lumbre, se nos fueron presentando los indios nuevos, acompañados de sus mujeres, que les ponían la mano derecha en el hombro izquierdo para advertirnos que eran casadas. Una, que llegó sola, nos señalaba el chinchorro de su marido y se exprimía el lechoso seno, dando a entender que había dado a luz ese mismo día. El Pipa, delante de ella, comenzó a instruirnos en las costumbres que rigen la maternidad en aquella tribu: al presentir el alumbramiento, la parturienta toma el monte y vuelve ya lavada, a buscar a su hombre para entregarle la criaturilla. El padre se encama entonces a guardar dieta, mientras la mujer le prepara los cocimientos contra las náuseas y los cefálicos.

Como si entendiera estas explicaciones, hacía la indiana signos de aprobación a cuanto el Pipa nos refería; y el cónyuge follón, de cabeza vendada con unas hojas, se quejaba desde el chinchorro y pedía cocos de chicha para aliviar sus padecimientos.

Las indias que habían huido eran las pollonas y cada uno de nosotros podía escoger la que le placiera, cuando el jefe, un cacique matusalénico, recompensara de esa suerte nuestra adhesión. Mas sería candidez pensar que con requiebros y sonrisitas aceptaban nuestro agasajo. Era preciso atisbarlas como a gacelas y correr en los bosques hasta rendirlas, pues la superioridad del macho debe imponérseles por la fuerza, en cambio de la sumisión y de la ternura.

Yo me sentía incapaz de toda ilusión.


El jefe de la familia me manifestaba cierta frialdad, que se traducía en un silencio continuo. Procuraba yo congraciarlo en distintas formas, por el deseo de que me instruyera en sus tradiciones, en sus cantos guerreros, en sus leyendas; inútiles fueron mis cortesías, porque aquellas tribus rudimentarias de vida errante, no tienen dioses, ni héroes, ni patria, ni pretérito, ni futuro.

Aconteció que traje del garcero dos patos grises, del tamaño de las palomas, ocultos en el fondo de una mochila. Hallé uno muerto al día siguiente y quise desplumarlo junto al fogón, para que mis perros se lo comieran. Mas de repente, el cacique tomó sus flechas, y me amenazó despiadado con la macana, dando alaridos y trenos graves, hasta que las mujeres y los muchachos recogieron todas las plumas y las soplaron en el aire de la mañana.

Rodeáronme al instante mis compañeros y me arrebataron la carabina, porque no amenazara al abuelo audaz. Este, cubriéndose la cara con ambas manos, se retorcía en epilépticas convulsiones y empezó a dar sollozos de despedida, y besaba la tierra y la taraceaba de espumarajos. Luego quedose rígido, entre el espanto de las mujeres, pero el Pipa le echó rescoldo por las orejas para que la muerte no le comunicara el fatal secreto.

Entonces supe, por advertencia de nuestro intérprete, que las almas de aquellos bárbaros residen en distintos animalejos y que la del cacique tenía la forma de un pato gris. Probablemente moriría de sugestión por haber contemplado al ave sin vida, y la tribu podía vengarse de mi imprudencia. Apresureme a sacar el pato que estaba vivo, y lo dejé revolotear entre la ramada, y al verlo, el indio quedose en éxtasis, ante el poder milagroso de mi persona, y siguió los zig-zags del vuelo sobre la plenitud del cercano río.

El pueril incidente bastó para acreditarme como ser sobrenatural, dueño de las almas y los destinos. Ningún indiano quería mirarme, pero yo estaba presente en sus pensamientos, ejerciendo influencias desconocidas sobre sus esperanzas y pesadumbres. A mis pies cayeron dos muchachones, y se brindaban a completar nuestra expedición, sin que sus mujeres se resintieran. Nunca he podido recordar sus nombres vernáculos, y apenas sé que traducidos a buen romance querían decir, casi literalmente, Pajarito del Monte y Cerrito de la Sabana. Abrácelos en señal de que aceptaba su ofrecimiento, por lo cual descolgaron del techo los palancones, y les remudaron el fique de las horquetas, para que soportaran el impulso de la canoa al hincarse en los camineros de las orillas o en los arrecifes de las resacas.

A su vez, las indianas viejas rallaban yuca para la preparación del cazabe, que debía alimentarnos en el desierto. Echaban la mezcla acuosa en el sebucán, ancho cilindro de hojas de palma bien retejidas, cuyo extremo inferior se retuerce con un tramojo para exprimir el almidonoso jugo de la rallada. Otras, desnudas en contorno de la candela, recalentaban el budaré, tiesto redondo y plano, sobre cuya superficie iban extendiendo la masa inmunda y la alisaban con los dedos ensalivados hasta que la torta se endureciera. Quienes torcían sobre los muslos las fibras sacadas del cogollo de los moriches, para tejer un chinchorro nuevo, digno de mi estatura y de mi persona, mientras que el cacique, emocionado, me hacía entender que celebraría con pomposo baile el vasallaje debido a mi fortaleza y autoridad.

Mi espíritu pregustaba el acre sabor de las próximas aventuras.


Los encargados de procurarnos la mercancía fueron estafados por los tenderos en Orocué. En cambio de los artículos que llevaron: seje, chinchorros, pendare y plumas, recibieron baratijas que valían mil veces menos. Aunque el Pipa les repitió cuidadosamente el precio razonable de cada cosa, los indios sucumbieron a su ignorancia y la avilantez de los explotadores empedernidos volvió a enriquecerse con el engaño. Unos paquetes de sal porosa, unos pañuelos rojos y azules y unos cuchillos, fueron írrito pago de la remesa, y los emisarios venían felices de que no los hubieran obligado, como otras veces, a barrer las tiendas y a cargar agua, a desyerbar la calle y empacar cueros.

Fallida la esperanza de acrecentar nuestros equipajes, nos consolamos con la certeza de que el viaje sería menos complicado. Y, por fin, una noche de plenilunio, quedó lista la gran curiara, que, con blando meneo, ofrecía conducirnos hasta Caviona.

Afluyeron al baile más de cincuenta indios, de todo sexo y edad, pintarrajeados y licenciosos, y se fueron amojonando en la abierta playa, alrededor de los calabazos llenos de chicha. Desde por la tarde habían hecho acopio de mojojoyes, gruesos gusanos de anillos negros, que viven enroscados en los troncos podridos. Descabezábanlos con los dientes, como el fumador que despunta el puro, y sorbían el contenido mantequilloso, refregándose luego la vacía funda del animal en las cabelleras, para lustrarlas. Las de las pollonas, de altivos senos, resplandecían como el charol, bajo el nimbo de plumas de guacamayo y sobre los collares de corosos y cornalinas.

El cacique se había embijado el rostro con miel y achiote y aspiraba el polvo del yopo, introduciendo en las narices dos canutillos. Cual si lo hubiera atacado el delirium tremens, bamboleábase embrutecido entre las muchachas, y las apretaba y las perseguía, semejante a un cabrío rijoso, pero impotente. A veces, a media lengua, venía a felicitarme porque, según el Pipa, era yo, como él, enemigo de los vaqueros y les había quemado las fundaciones, cosas que me hacía digno de una macana fina y de un arco nuevo.

En medio de la orgiástica baraúnda prodigábase la chicha de atroz fermento, y las mujeres y los chicuelos irritaban con su vocerío la bacanal. Luego empezaron a girar sobre las arenas en lento círculo, al compás de los fotutos y de las cañas, sacudiendo el pie izquierdo a cada tres pasos, como lo manda el rigor del baile nativo. Parecía más bien la danza un tardo desfile de prisioneros, alrededor de una inmensa argolla, obligados a repisar una sola huella, con la vista al suelo gobernados por el llorar de la chirimía y el grave paloteo de los tamboriles. Ya no se oía más que el son de la música y el cálido resollar de los bailadores, tristes como la luna, mudos como aquel río que los consentía sobre sus playas. De pronto, las mujeres, que permanecían silenciosas dentro del círculo, se abrazaron a las cinturas de sus amantes, y trenzaban el mismo paso, inclinadas y entorpecidas, hasta que con súbito desahogo corearon todos los pechos un alarido retumbador, que estremecía las selvas y los espacios como una campanada siniestra y lúgubre: ¡Aaaaav!... ¡Ohé!...


Tendido de costado sobre la greda, que resplandecía con las luminarias, miraba yo la singular fiesta, complacido de que todos mis compañeros giraran ebrios entre la danza. Así olvidarían sus pesadumbres y le sonreirían a la vida otra vez siquiera. Mas a poco, advertí que gritaban como la tribu, y que su lamento acusaba la misma pena recóndita, cual si a todos les devorara el alma un solo dolor. Su queja tenía la desesperación de las razas vencidas, y era semejante al sollozo mío, ese sollozo de mis múltiples aflicciones que suele repercutir en mi corazón aunque mis labios lo disimulen: ¡Aaaaay.! ¡Ohé!...

Cuando me retiré a mi chinchorro, en la más completa desolación, siguieron mis pasos unas indígenas y se acurrucaron cerca de mí. Al principio conversaban a medio tono, pero más tarde atreviose una a levantar la punta del mosquitero; las otras, por sobre el hombro de su compañera, me atisbaban y sonreían. Cerrando los ojos sobre mi brazo, rechacé la provocación amorosa, con el profundo deseo de libertarme de la lascivia y pedirle a la castidad su refugio tranquilo y vigorizante.

Al amanecer regresaron a la ramada los de la juerga. Tendidos en el piso, como cadáveres, disolvían en el sueño la pesadilla de la embriaguez. Ninguno de mis camaradas había venido, y sonreí al notar que faltaban unas pollonas. Mas cuando bajé al puerto para observar el estado de la curiara, vi al Pipa, boca abajo sobre la arena, exánime y desnudo al rayo del sol.

Cogiéndolo por los brazos lo arrastré hacia la sombra, disgustado por su prurito de desnudarse. Aquel hombre, vanidoso de sus tatuajes y cicatrices, prefería el guayuco a la vestimenta, a pesar de mis amenazas y reprensiones. Dejelo que dormitara la borrachera y allí permaneció hasta por la noche. Y rayó el día siguiente y ni despertaba ni se movía.

Entonces, descolgando la carabina, cogí al cacique por la melena y lo hinqué en la grava, mientras que Franco hacía ademán de soltar los perros. Abrazome el anciano las pantorrillas trabajando una explicación: ¡Nada, nada! ¡Tomando yagé, tomando yagé!...

Ya conocía las virtudes de aquella planta, que un sabio de mi país ha llamado telepatina. Su jugo hace ver en sueños lo que está pasando en otros lugares. Recordé que el Pipa me habló de ella, agradecido de que sirviera para saber con seguridad a qué sabanas van los vaqueros y en cuáles sitios hay cacería. Habíale ofrecido a Franco tomarla presto para inquirir el punto preciso donde estuviera el raptor de nuestras mujeres.

El visionario fue conducido en peso y recostado frente a mí contra un estantillo. Su cara singular y barbilampiña había tomado un color violáceo. A veces babeaba su propio vientre, y, sin abrir los ojos, se quería coger los pies. Entre el lelo corro de espectadores le sostuve la frente con ambas manos.

-Pipa, Pipa, ¿qué ves? ¿Qué ves?

Con angustioso pujido principió a quejarse y saboreaba su lengua como un confite. Los indios me indicaron que solo hablaría cuando despertara.

Con descreída curiosidad nuevamente dije: ¿Qué ves? ¿Qué ves?

-Un... ri...o Hom...bres... dos... hombres...

-¿Qué más? ¿Qué más?

-U...n...a... ca...no...a...

-¿Gente desconocida?

-Uuuh... Uuuuuh... Uuuuh...

-Pipa, ¿te sientes mal? ¿Qué quieres? ¿Qué quieres?

-Dor...mir, dor...mir... dor...

Las visiones del soñador fueron estrafalarias: procesiones de caimanes y de tortugas, pantanos llenos de gente, flores que daban gritos. Dijo que los árboles de la selva eran gigantes paralizados y que de noche platicaban y se hacían señas. Tenían deseos de escaparse tras de las nubes, pero la tierra los agarraba por los tobillos y les infundía la perpetua inmovilidad. Quejábanse de la mano que los hería, del hacha que los derribaba, siempre condenados a retoñar, a florecer, a gemir, a perpetuar, sin fecundarse, su especie formidable e incomprendida. El Pipa les entendió sus airadas voces, según las cuales debían ocupar los barbechos, las llanuras y las ciudades, hasta borrar de la tierra el rastro del hombre y mecer un solo ramaje en cerrada urdimbre, cual en los milenios del paraíso, cuando Dios flotaba todavía sobre el espacio como una nebulosa llena de lágrimas.

¡Selva profética, selva enemiga! ¿Cuándo habrá de cumplirse tu predicción?


Llegamos a las márgenes del Vichada derrotados por los zancudos. Durante la travesía los azuzó la muerte tras de nosotros y nos persiguieron de día y de noche, flotando en halo fatídico y quejumbroso, trémulos como una cuerda a medio vibrar. Éranos imposible mezquinar nuestra sangre asténica, porque nos succionaban al través de sombrero y ropa, inoculándonos el virus de la fiebre y la pesadilla.

Las que enantes fueron sabanas úberes, se habían convertido en traidoras ciénagas; y con el agua basta la cintura seguíamos el derrotero de los baquianos, bañada en sudor la frente y húmedas las maletas que portábamos a la espalda, famélicos, macilentos, pernoctando en los altiplanos de breña inhóspite, sin hoguera, sin lecho, sin protección.

Aquellas latitudes son inmisericordes en la sequía y en los inviernos. Cierta vez, en La Maporita, cuando Alicia me amaba aún, salí al desierto, a coger para ella un venadillo de pocos días. Calcinaba el verano la estepa tórrida, y las reses, en el fogaje de los calores, trotaban por todas partes buscando agua. En los meandros de árido cauce escarbaban la tierra del bebedero unas vaquillonas, al lado de un caballejo que agonizaba con el hocico puesto sobre el barrial. Una bandada de caricares cogía culebras, ranas y lagartijas, que palpitaban locas de sed entre carroñas de cachicamos y de chigüires. El toro, que presidía la grey vacuna, repartía topes con protectora solicitud, por obligar a sus hombres a acompañarlo hacia otros parajes en busca de alguna charca, y mugía arreando a sus compañeras en medio del banco centelleante y pajonaloso.

Empero, una novilla recién parida, que se destapó las pezuñas cavando el suelo, regresó a buscar a su ternerillo por ofrecerle la ubre cuarteada. Echose para lamerlo, y allí murió. Recogí entonces la débil cría y expiró en mis brazos.

Mas ahora, al caer de unas cuantas lluvias, invertía el territorio su hostilidad: por doquiera, encaramados sobre los troncos, veíanse las lapas, los zorros y los conejos sobreaguando en la inundación; y aunque las vacas pastaban en los esteros, con el agua sobre los lomos, perdían sus tetas en los dientes de los caribes.

Por aquellas intemperies atravesamos a pie desnudo, cual lo hicieran los legendarios hombres de la conquista. Cuando al octavo día me señalaron el lejano monte del río Vichada, sobrecogiome intenso temblor y me adelanté con el arma al brazo, esperando encontrar a Alicia y a Barrera en sensual coloquio, para caerles de sorpresa, como el halcón sobre la nidada. Y jadeante y entigrecido me agazapé sobre los barrancos de la ribera.

¡Nadie! ¡nadie! El silencio, la inmensidad...


¿A quién podíamos preguntarle por los caucheros? ¿Para qué seguir caminando río arriba sobre la costa desapacible? Era mejor renunciar a todo, tendernos en cualquier sitio y pedirle a la fiebre que nos matara.

El fantasma impávido del suicidio, que se sigue esbozando en mi voluntad, me tendió sus brazos aquella noche; y permanecí entre mi chinchorro, con la mandíbula puesta sobre el cañón de la carabina. ¿Cómo iría a quedar mi rostro? ¿Repetiría el espectáculo de Millán? Y este solo pensamiento me acobardaba.

Lenta y oscuramente insistía en adueñarse de mi conciencia un demonio trágico. Pocas semanas antes, yo no era así. Ahora los conceptos de crimen y de bondad se compensaban en mis ideas, y concebí el morboso intento de asesinar a mis compañeros, movido por un impulso de compasión. ¿Para qué la tortura inútil, cuando la muerte era inevitable y el hambre andaría más lenta que mi fusil? Quise libertarlos rápidamente y morir tras ellos. Con la siniestra mano entre mi bolsillo, principié a contar las cápsulas que tenía, escogiendo para mí la más puntiaguda. ¿Y a cuál debía matar primero? Franco estaba cerca de mí. En la noche lluviosa extendí mi brazo y le tenté la cabeza febricitante.

-«¿Qué quieres? dijo. ¿Por qué le movías el manubrio al winchester? La fiebre me vuelve loco».

Y pulsándome la muñeca me repetía: «¡Pobre...! ¡Pobre! La tuya tiene más de cuarenta grados. Abrígate con mi ruana para que sudes».

-Esta noche es interminable.

-Apenas serán las dos de la madrugada. ¿Sabes, agregó, que el mulatico puede rasgarse? ¿Has sentido cómo se queja? Ha delirado con Sebastiana y con los rodeos. Dice que tiene el hígado endurecido como una piedra.

-¡Tuya es la culpa, tuya es la culpa! No quisiste que se quedara. Ardías por verlo morir en el desamparo.

-Supuse que su propósito de regreso obedecía a la aversión que le tiene al Pipa.

-Yo los reconciliaré para siempre.

-Es que Correa le cogió miedo por la amenaza de que va a hacerle algún maleficio. Ha dado en entristecerse cuando escucha cantar un pájaro.

Recordando los filtros de Sebastiana, dije dudoso: ¡ignorancia, superstición!

-Ayer sacó el tiple de la maleta para reponer la clavija rota. Pero al tocarlo empezó a yorar.

-Dime, ¿no habrá moronas de cazabe en tu maletera? Párate, acércate.

-¿Para qué? ¡Todo se acabó! ¡Cómo me duele que tengas hambre!

-¿Las pepas de este árbol serán veneno?

-Probablemente. Pero los indios están pescando. Aguardemos hasta mañana.

Y con los ojos llenos de lágrimas, balbucí, desviando el calibre:

-¡Bueno, bueno! ¡Hasta mañana!


Los perros comenzaron a manotear en mi mosquitero para que abandonáramos el playón. Evidentemente, seguía creciendo el río.

Cuando nos guarecimos en una laja del promontorio, había estrellas sobre los montes. Los perros dieron en ladrar desde los barrancos.

-Pipa, grité, llama esos cachorros que no dejan trabajar a los pescadores.

-Y me puse a silbarlos lúgubremente.

Franco me aclaró que el Pipa andaba con los indianos.

Entonces advertimos el reflejo de una linterna que, muy abajo, parecía surcar el agua. Con intermitencia alumbraba y desparecía, y al amanecer no la vimos más.

Pajarito del Monte y Cerrito de la Sabana llegaron fatigosos con la noticia: «Falca subiendo río. Compañero, siguiéndola por la orilla. Falca picureándose».

El Pipa nos trajo nuevos informes: Era una canoa ligera, con su techo de palmas entretejidas. Al notar que en la sombra andaban los indios, apagó el candil y cambió de rumbo. Debíamos acecharla y hacerle fuego.

Como a las once del día, remontó a palanca, con gran sigilo, escondiéndose en los rebalses, bajo los guamos. Se empeñaba en forzar un chorro, y, por escaparse al hervidero de un remolino, tocó la costa para que un hombre la cabestreara al extremo de la cadena. Enderezamos hacia el boga la puntería, mientras que Franco le salió al encuentro con el machete. Al instante, el que timoneaba la embarcación, exclamó de pie: «¡Teniente! ¡Mi Teniente! ¡Soy Helí Mesa!»

Y saltando a la orilla, se apretaron enternecidos.

Después, al ofrecernos la yucuta hecha de mañoco, que parecía salvado grueso, expuso Mesa, repitiéndonos la ración:

-«¿Qué pecados deben ustedes, que me preguntan por los caucheros? Barrera se ha robado toda, la gente y se la lleva para el Brasil, resuelto a venderla en el río Guainía. A mí también me enganchó hace ya dos meses, pero me le fugué a la entrada del Orinoco, después de matarle a un capataz. Estos dos indiecitos que me acompañan son de Maipures».

Miró estupefacto a mis camaradas, sintiendo un vértigo más horripilante que el de la fiebre. Callábamos cogitabundos, y estremecidos. Mesa nos observaba con inquietud. Franco rompió el silencio.

-Dime, ¿con los caucheros va la Griselda?

-Sí, mi Teniente.

-¿Y una muchacha llamada Alicia? Preguntele con voz convulsa.

-¡También, también!...


Junto al fogón que fulgía en la arena, nos envolvíamos en el humo, para esquivar la zumbante plaga. Ya sería la media noche cuando Helí Mesa resumió su brutal relato, que escuchaba yo, sentado en el suelo, con la cabeza, entre las rodillas.

-Si ustedes hubieran visto el caño del Muco el día del embarque, habrían pensado que aquella fiesta no tenía fin. Barrera prodigaba abrazos, sonrisas y enhorabuenas, satisfecho de la mesnada que iba a seguirlo. Los tiples y las. maracas no descansaron, y, a falta de cohetes, disparábamos los revólveres. Hubo cantes, botellas y almuerzo a rodo. Luego, al sacar nuevas damajuanas, con aguardiente, pronunció Barrera un falaz, discurso, empalagoso de promesas y de cariños, y nos suplicó que llevásemos nuestras armas a un solo bongo, no fuera que tanto júbilo provocara alguna desgracia... Todos le obedecimos sin protestar.

Aunque estaba yo muy bebido, me siguió la corazonada de que por aquí no hay monte ninguno para organizar una cauchería, y estuve a punto de volverme a buscar mi rancho, a rejuntarme con la indiecita que abandoné. Pero como hasta la niña Griselda me hacía la burla por mis recelos, resolví gritar como todos al embarcarme: ¡Viva el progresista señor Barrera! ¡Viva nuestro empresario! ¡Viva la expedición!

Ya les referí lo que aconteció después de una marcha de pocas horas. El Palomo y el Matacano estaban acampados con quince hombres en una playa, y cuando arribábamos a la orilla, nos intimaron requisa a todos, diciendo que habíamos invadido territorios de Venezuela. Barrera, que era el director de aquella jugada, nos ordenó: «Compatriotas queridos, hijos amados, no os resistáis. Dejad que estos señores esculquen bongo por bongo, para que se convenzan de que somos gente de paz».

Aquellos hombres entraron y no salieron: se quedaron en popa y proa como centinelas. Seguros de que íbamos desarmados, nos mandaron permanecer en un solo sitio, o dispararían sobre nosotros. Y descalabraron a los cinco que se movieron.

Entonces clamó Barrera que él seguiría adelante, hacia San Fernando del Atabapo, a protestar contra tal abuso y a reclamar del coronel Funes una crecida indemnización. Iba en el mejor bongo, con las mujeres que hemos nombrado y con las armas y provisiones. Y se fue, se fue, sordo a los llantos y a los reproches.

Aprovechando la borrachera que nos vencía, nos llamaba el Palomo por nuestros nombres y nos amarraba de dos en dos. Desde ese día fuimos esclavos y en ninguna parte nos dejaban desembarcar. Tirábannos el mañoco en unas coyabras, y, arrodillados, lo comíamos por parejas, como los perros que andan en yunta, metiendo la cara entre las vasijas, porque nuestras manos iban atadas.

En el bongo de las mujeres van los chicuelos, a pleno sol, sin otro recurso que el de mojarse las cabecitas para no morirse carbonizados. Parten el alma con sus vagidos, tanto como las súplicas de las madres, que piden ramas para taparlos. El día que salimos al Orinoco, un niñito de pechos lloraba de hambre. El Matacano, al verlo lleno de llagas por las picaduras de los zancudos, dijo que se trataba de la viruela, y, tomándolo de los pies, volteolo en el aire y lo echó a las ondas. Al punto, un caimán lo cogió en la jeta, y, poniéndose a flote, buscó la ribera para tragárselo. La enloquecida madre se lanzó al agua y tuvo igual suerte que la criatura. Mientras que los centinelas aplaudían la diversión, logré zafarme las ligaduras, y, rapándole el grazt al que estaba cerca, le hundí al Matacano la bayoneta entre los riñones, lo dejé clavado contra la borda, y, en presencia de todos, me tiré al río.

Los cocodrilos se entretuvieron con la mujer. Ningún disparo hizo blanco en mí. Dios premió mi venganza ¡y aquí me tienen!


Las manos de Helí Mesa me confortaron. Estrechelas ansiosamente y me transmitían en sus pulsaciones la contracción con que le hincaron al capataz el filudo acero en la carne viva. Aquellas manos, que sabían amansar la selva, desbravaban también los ríos con el canalete o con la palanca, y estaban cubiertas de rubio vello como las mejillas del ágil joven.

-No me felicite usted, decía; ¡yo debí matarlos a todos!

-¿Entonces qué objeto tendría mi viaje? le repliqué.

-Tiene usted razón. A mí no me han robado mujer ninguna, pero un simple sentimiento de humanidad me enfurece el brazo. Bien sabe mi teniente que sigo siendo su subalterno, como en Arauca. Vamos, pues, a buscar a los forajidos y a libertar a los enganchados. Estarán en el río Guainía, en el siringal de Taguanarí. Dejarían el Orinoco por el caño de Casiquiare, y quién sabe qué dueño tengan ahora, porque allá dizque abundan los compradores de hombres y de mujeres. El Palomo y el Matacano eran los socios de Barrera en este comercio.

-¿Y tú crees que Alicia y Griselda vivan esclavas?

-Lo que sí garantizo es que valen algo, y que cualquier pudiente dará por una de ellas hasta diez quintales de goma. En eso las avaluaban los centinelas.

Me retiré por el arenal hacia mi chinchorro, sombrío de pesar y satisfacción. ¡Qué dicha que las fugitivas conocieran la esclavitud! ¡Qué vengador el latigazo que las hiriera! Andarían por los montes sórdidos, desgreñadas y enflaquecidas, portando en la cabeza los calderos llenos de goma, o el tercio de leña verde o los peroles de fumigar. La venenosa lengua del sobrestante las aguijaría con indecencias y no les daría respiro ni siquiera para gemir. De noche dormirían en el tambo oscuro con los peones, en hedionda promiscuidad, defendiéndose de pellizcos y manoseos, sin saber quiénes las forzaban y poseían, en tanto que la guardia pasaría número, como indicando el turno a la hombrada lúbrica: ¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!...

De repente, con el augurio de estas visiones, el corazón empezó a crecerme dentro del pecho hasta postrarme en una impotencia sofocadora. ¿Alicia llevaría en sus entrañas martirizadas al hijo mío? ¿Qué tormento más inhumano que mi tormento podía inventarse contra hombre alguno? Y caí en un colapso sibilador y mi cabeza echaba sangre bajo mis uñas.

Insensiblemente, reaccioné de perverso modo. Barrera la habría dejado para su negocio y para su lecho, porque aquel miserable era muy capaz de tener concubina y vivir de ella. ¡Qué salaces depravaciones, que voluptuosos refinamientos le habría enseñado! Y de haberla vendido, habría hecho muy bien. ¡Diez quintales de caucho la repagaban! ¡Ella por una libra se entregaría!

Quizás no estaba de peona en los siringales, sino de reina en la entablada casa de un empresario, vistiendo sedas costosas y encajes finos, humillando a sus siervas como Cleopatra, riéndose de la pobreza en que yo la tuve, sin poder procurarle otro goce que el de su cuerpo. Desde su mecedora de raros mimbres, en el corredor de olorosa sombra, suelta la cabellera y amplio el corpiño, vería desfilar a los cargadores con los bultos de caucho hacia las balandras, sudorosos y desgarrados, mientras que ella, rica y ociosa, entre los abanicos de las iracas, apagaría sus ojos en el bochorno, al son de una victrola de blandas voces, satisfecha de ser hermosa, de ser deseada, de ser impura.

¡Pero yo era la muerte y estaba en marcha!...


En el rancherío autóctono de Ucuné nos regaló un cacique cazabe fresco y discutió con el Pipa el derrotero que seguiríamos: cruzar la estepa que va del Vichada al caño del Vúa, descender a las vegas del río Guaviare, ir por el Inírida al Papunagua, atravesar un istmo selvoso en busca del Isana murmurador y pedirles a sus corrientes que nos arrojaran al Guainía, de negras ondas.

Este trayecto, que implica una marcha de largos meses, es acaso más corto que la ruta de los caucheros por el Orinoco y el Casiquiare. Carenamos la embarcación con pendare y musgo y nos dimos a navegar sobre las sabanetas enlagunadas, arrodillados unos tras otros en la canoa, en martirizadora incomodidad, con los perros y con los víveres, sacando, por turnos, en una concha, el agua de los oleajes y de las lluvias.

El mulato Correa seguía con fiebres, ovillado entre la curiara, bajo el bayetón llanero que en otros tiempos le sirvió para defenderse de los toros perseguidores. Cuando le oí decir que inclinaba la cabeza sobre su pecho para escuchar un tenaz gorgojo que le iba carcomiendo su corazón, lo abracé con lástima:

-¡Animo, ánimo! ¡No pareces el hombre que conocí!

-Blanco, esa es la verdá. El que yo era quedó en los yanos.

Quejóseme de que el Pipa quería apretarle la maturranga, porque se resistió a prestarle el tiple. Llamé al marrullero y lo sacudí. «Si vuelves a asustar a este pobre negro con tus mentiras, te amarraré desnudo en un hormiguero».

-No me crea usted de tan mala índole. Cierto que les apreté la maturranga a los fugitivos, pero a este socio se le ha encajao que el malificio fue para él. Puede convencerse de lo que oye: sacó de su mochila un manojo de paja seca, liada con un alambre por la mitad, como si fuera una escoba, inútil, y la desenrolló acentuándome este discurso: «Todas las noches la retorcía, pensando en el tal Barrera, para que sienta los apretones en la cintura y se vaya adelgazando hasta que reviente. ¡Ah, si yo le pudiera clavar las uñas! Conste, pues, que se salva por los miedos de este mulatico tan ignorante». Y en diciendo esto, arrojó lejos la hechicería.

A veces llevábamos en guando nuestra canoa, por las costas de las raudales, y la cargábamos en hombros, como si fuera la vacía caja de un muerto incógnito, a quien íbamos a buscar en remotas tierras.

-Esta curiara parece un féretro, dijo Fidel. Y el mulato sibilino le respondió:

-Bien puée ser pa nosotros mesmos.

-Aunque ignorados ríos nos ofrecían pródiga pesca, la falta de sal nos mermó el aliento y los vampiros se sumaron a los zancudos. Todas las noches agobiaban los mosquiteros, dando chillidos, y era indispensable tapar los perros. Alrededor de la hoguera pujaba el tigre, y hubo momentos en que los tiros de nuestras armas atormentaron las hondas selvas, siempre agresivas e interminables.

Una tarde, casi al oscurecer, en las playas del río Guaviare advertí una huella humana. Alguien había estampado sobre la greda el contorno de un solo pie, enérgico y diminuto, sin que su rastro reapareciera por parte alguna. El Pipa, que cazaba peces con una flecha, acudió a mi llamamiento, y en breve todos mis camaradas le hicieron círculo a la señal, procurando indagar el rumbo que había seguido. Pero Helí Mesa interrumpió la cavilación con esta noticia:

-¡He aquí la huella de la indiecita Mapiripana!

Y esa noche, mientras le daba vueltas a una tortuga en el asador, dio remate a sus polémicas con el Pipa: no me sigas argumentando que ha sido El Poira el que anduvo anoche por estas playas. El Poira tiene los pies torcidos, y como carga en la cabeza un brasero ardiente, que no se le apaga ni al sumergirse en los resacones, se ve dondequiera el hilo de ceniza que va regando. Que cada uno trace una mariposa en este arenal, con el dedo del corazón, y procure no afligirse por lo que escuche, pues voy a contar la historia de la indiecita Mapiripana.

Sin una palabra, le obedecimos.


«La indiecita Mapiripana es la sacerdotisa de los silencios, la celadora de los manantiales y las lagunas. Vive en el riñón de las hondas selvas, exprimiendo las nubecillas, encauzando las filtraciones, buscando perlas de agua en la felpa de los barrancos, para formar las nuevas vertientes que den su tesoro claro a los grandes ríos. Gracias a ella tienen tributarios el Orinoco y el Amazonas.

Los indios de estas comarcas le tienen miedo, y ella les tolera la cacería, a condición de que no hagan ruido. Los que la contrarían no cazan nada; y basta fijarse en la arcilla húmeda para comprender que pasó asustando los animales y marcando la huella de un solo pie, con el talón hacia adelante, como si caminara retrocediendo. Siempre lleva en las manos una parásita, y fue quien usó primero los abanicos de la palmera. De noche se la siente gritar en las espesuras, y en los plenilunios costea las playas, navegando sobre la concha de una tortuga, tirada por los bufeos, que mueven sus aletas al son del canto.

En otros tiempos vino a estas latitudes un misionero, que se emborrachaba con el jugo que dan las palmas y dormía en el arenal con indias impúberes. Como era enviado del cielo a derrotarla superstición, esperó que la indiecita Mapiripana bajara cierta noche de los remansos del río Chupave, para, enlazarla con el cordón del hábito oscuro, y quemarla viva, como a las brujas. En un recodo de estos playones, tal vez en esa arena donde ustedes están sentados, veíala robarse los huevos del terecay, y advirtió al fulgor de la luna llena que tenía un vestido de telarañas y la apariencia de una viudita todavía joven. Con lujurioso afán empezó a seguirla, y se le fue escapando entre las tinieblas, y llamábala con premura, y el eco engañoso le respondía; y así lo fue internando en las soledades hasta dar con una caverna donde lo tuvo preso por muchos años.

Para castigarle el pecado de la lujuria, le chupaba los labios hasta rendirlo, y el infeliz, perdiendo su sangre, cerraba las pupilas para no verle el peludo rostro, semejante al de los monos orangutanes. Ella, a los pocos meses, resultó encinta y tuvo dos mellizos aborrecibles: un vampiro y una lechuza. Desesperado el misionero porque engendraba seres odiosos, se fugó de la cueva infame, pero sus propios hijos lo persiguieron, y de noche, en dondequiera que se escondía, lo sangraba el vampiro revolador y la lucífuga lo reflejaba, encendiendo sus ojos parpadeadores, como lamparillas de vidrio verde...

Al amanecer proseguía la marcha, dando al flácido estómago alguna ración de frutas y de palmito. Y desde la que hoy se conoce con el nombre de Laguna Mapiripana, anduvo por tierra, salió al Guaviare, por aquí arriba, y, desorientado, remontó el río en una canoa que halló clavada en un varadero; pero le fue imposible vencer el chorrerón de Mapiripán por que la indiecita había enfurecido el agua, metiendo en la corriente piedras enormes. Descendió luego a la hoya del Orinoco y fue atajado por los raudales de los Maipures, obra endemoniada de su enemiga, que hizo también los saltos del Isana, del Inírida y del Vaupés. Viendo perdida toda esperanza de salvación, regresó a la cueva, guiado por los foquillos de la lechuza, y al llegar vio que la indiecita le sonreía en su columpio de floridas enredaderas. Postrose para pedirle que lo defendiera de su progenie, y cayó sin sentido al escuchar esta cruel amonestación: «¿Quién puede librar al hombre de sus propios remordimientos?»

Desde entonces se entregó a la oración y a la penitencia, y murió demacrado y envejecido. Antes de la agonía, en su mísero lecho de hojas y líquenes, lo halló la indiecita echado de espaldas, agitando las manos en el delirio, como para coger en el aire a su propia alma; y ya cuando la muerte le dio su beso, quedó revolando entre la caverna una mariposa de alas azules, inmensa y luminosa como un arcángel, que es la visión final de los que mueren de fiebres en estas zonas».


Nunca he conocido pavura igual a la de aquel día en que sorprendí a la alucinación entre mi cerebro. Por más de una semana viví orgulloso de la lucidez de mi comprensión, de la sutileza de mis sentidos, de la finura de mis ideas: me sentía tan dueño de la vida y de mi destino, hallaba tan fáciles soluciones a sus problemas, que me creí predestinado a lo extraordinario. La noción del misterio surgió en mi ser. Gozábame en sojuzgar a la fantasía y me desvelaba noches enteras, queriendo saber qué cosa es el sueño y si está en la atmósfera o en las retinas.

Por primera vez mi desvío mental se hizo patente en el fosco Inírida, cuando oí que las arenas me suplicaban: «No pises tan recio, que nos lastimas. Apiádate de nosotras y lánzanos a los vientos, que estamos cansadas de ser inmóviles».

Las removí con febril braceo, y me envolvió la nube de polvo, y Franco tuvo que sujetarme por el vestido porque no me arrojara al agua al escuchar las voces de las corrientes: «¿Y para nosotras no hay compasión? Cógenos en tus manos, para olvidar este movimiento, ya que la arena impía no nos detiene y le tenemos horror al mar».

Apenas toqué las ondas, se aclaró mi conocimiento y comencé a sufrir la injusticia de que mi propio ser me causara espanto.

A veces, por distraer la preocupación, empuñaba los remos hasta morirme, procurando indagar en las miradas de mis amigos él estado de mi salud. Con frecuencia los sorprendía haciéndose guiños de desconsuelo, pero me estimulaban con esta frase: «No te fatigues mucho: hay que saber lo que son las fiebres».

Sin embargo, yo comprendía que se trataba de algo más grave y hacía esfuerzos poderosos de sugestión para convencerme de mi cordura. Enriquecía mis discursos con temas nuevos, resucitaba en la memoria versos antiguos, complacido de la viveza de mi razón, y me hundía luego en letárgicas lasitudes que terminaban de esta manera: Franco, dime por Dios, si me has oído algún disparate.

Poco a poco mis nervios se restauraron. Una mañana despertó alegre y me puse a silbar un aire de amor. Más tarde, me tendí sobre las raíces de una caoba, y, de cara a las frondas reverdecidas, me burlé de la enfermedad, achacando a la neurastenia mis pretéritas aprensiones. Mas de pronto empecé a sentir que me estaba muriendo de catalepsia. En el vahído de la agonía me convencí de que no soñaba. ¡Era lo fatal, lo definitivo, lo irremediable! Quería quejarme, quería moverme, quería gritar, pero la rigidez me tenía cogido y solo mis cabellos se alborotaban con la premura de las banderas en el naufragio. El hielo me penetró por las uñas de entrambos pies, e iba ascendiendo implacablemente, como el agua que invade un terrón de azúcar; y mis nervios se iban cristalizando, y retumbaba mi corazón en su caja vítrea y el globo de mi pupila relampagueó al endurecerse.

Aterrado, aturdido, notó que mis clamores no herían el aire; eran ecos mentales que se apagaban en mi cerebro sin emitirse, como si estuviera reflexionando. Mientras tanto, seguía la lucha tremenda de mi voluntad con el cuerpo inmoble, a mi lado estaba una sombra con la guadaña y principió a esgrimirla en el viento, a la altura de mi cabeza. Despavorido, esperaba el golpe, mas la muerte manteníase irresoluta, y levantando un poco el astil lo descargó a plomo sobre mi cráneo. La bóveda parietal, a semejanza de un vidrio leve, retintineó al resquebrajarse y sus fragmentos resonaron en lo interior, como las monedas en la alcancía.

Entonces la caoba meció sus ramas y escuché en sus rumores este anatema:

«¡Picadlo, picadlo con vuestro hierro, para que comprenda lo que es el hacha en la carne viva! ¡Picadlo aunque esté indefenso, pues él también destruyó los árboles y es justo que conozca nuestro martirio!»

Por si el bosque entendía mis pensamientos, le dirigí esta meditación: ¡Mátame, si quieres, que aún estoy vivo!

Y una charca podrida me replicó: ¿Acaso mis vapores están ociosos?

Pasos indiferentes avanzaron en la hojarasca. Franco llegó sonriendo y con la yema del dedo índice me tentó la pupila extática. «¡Estoy vivo, estoy vivo! le gritaba dentro de mí. Pon el oído sobre mi pecho para que escuches las pulsaciones».

Extraño a mis súplicas mudas, llamó a mis compañeros, para decirles, sin una lágrima: «Abrid la sepultura, porque está muerto. Era lo mejor que podía pasarle». Y sentí con angustia desesperada los golpes de la pica en el arenal.

Entonces, en un esfuerzo súperhumano, pensé al morir:

¡Maldita sea mi estrella aciaga, que ni en vida ni en muerte se dieron cuenta de que yo tenía corazón!

Moví los ojos. ¡Resucité! Franco me sacudía:

-No vuelvas a dormir sobre el lado izquierdo, que das alaridos aterradores.

¡Pero yo no estaba dormido! ¡No estaba dormido!


Los maipureños que vinieron del Vichada con Helí Mesa parecían mudos. Adivinar la edad que tenían era empresa tan aleatoria como calcularles los años a los careyes. Ni el hambre, ni la fatiga, ni las mayores contrariedades alteraron el pasivo ceño de su indolencia. A semejanza de los ánades pescadores que exhiben en la playa su gris pareja, acordes en el vuelo y en el descanso, siempre juntos, siempre señeros y siempre amigos, andaban uno tras otro aquellos indianos, entendiéndose a medias voces y apartándose de nosotros en las quedadas, para acomodarse en mellizo grupo a sorber el pocillo de la yucutá, después de cumplir sus obligaciones con la candela, con las puyas de pescar o con los guarales.

Nunca los vi mezclarse con los guahibos de Macucuana ni celebrarle al Pipa sus historietas y carantoñas. Ni pedían ni daban nada. El Catire Mesa era su intermediario y con él sostuvieron concisos diálogos, exigiendo la entrega de la curiara -que era su única hacienda- pues querían volver a su río.

-Ustedes deben acompañarnos hasta el Isana.

-No podemos.

-Sepan entonces que la canoa no la entregamos.

-No podemos.

Cuando entrábamos al Inírida, el mayor de ellos me encareció, en el tono mixto de la súplica y la amenaza: «Déjanos regresar hacia el Orinoco. No remontes estas aguas que son malditas. Arriba, caucherías y guarniciones. Trabajo duro, gente maluca, matan los indios».

Esto nos confirmaba viejos informes que nos dio el Pipa, para que desistiéramos de acercarnos a las barracas del Guaracú.

Por la tarde, hice que Franco los interrogara más ampliamente, y, aunque remisos al cuestionario, dijeron que en el istmo del Papunagua vivía una tribu cosmopolita, formado por muchos prófugos de siringales desconocidos, hasta del Putumayo y del Ajajú, del Apoporis y del Macaya, del Vaupés y del Papurí, del Ti-Paraná (río de la sangre) del Tui-Paraná (río de la espuma), y tenían correderos entre la selva, para cuando fueran patrullas armadas a perseguirlos; que desde años atrás unos guayaneses de poca monta establecieron un fábrico cerca al Isana, para ir avasallando a los fugitivos, y lo administraba un corso llamado El Cayeno; que debíamos torcer el rumbo de nuestra marcha, porque si dábamos con los prófugos nos tratarían como a enemigos; y si topábamos las barracas nos pondrían a trabajar por todo el resto de nuestra vida.

Destiñose en las aguas el postrer lampo. Oscureció. Encontradas preocupaciones me combatían con el desvelo. Aquella noticia, real o inventada, me puso triste. En los montes se espesaba la oscuridad. ¿Qué acontecimientos se cumplirían con mi presencia más allá de esas muidas sombras?

Hacia la media noche, sentí ladridos y palabras enardecidas. Frente a la canoa se destacaba el corrillo discutidor.

-«¡Mátalo! Mátalo», decía Mesa. Franco me llamó a gritos. Acudí presuroso, puñal en mano.

-Estos bandidos iban a largarse con la canoa. ¡Querer botarnos en estas selvas, a morir de hambre! Dicen que el Pipa les formó el plan.

-¿Quién me calumnia? ¡Eso no es posible! ¿Seré yo capaz de malos consejos?

Los maipureños le argumentaron tímidamente:

-Nos rogaste embarcar tu cama y dos carabinas.

-¡Confusión lamentable! Yo les propuse que se fugaran por conocerles las intenciones. Dijeron que no. Resulta que sí. ¡No haberlos denunciado de cualquier modo! ¡No poderles clavar las uñas!

Cortando la discusión, decidí flagelar al Pipa y encomendé la tarea a sus mismos cómplices. Culebreábase el hombre más que los látigos, e imploraba clemencia con sus plañidos y hasta llegó a invocar el nombre de Alicia. Por eso, cuando le saltó la primera sangre, lo amenacé con tirárselo a los caribes. Entonces aparentó que se desmayaba, ante el pasmo angustioso de guahibos y maipureños, a quienes advertí, enfáticamente, que en lo sucesivo dispararía sobre cualquiera que se levantara de su chinchorro sin dar el aviso reglamentario.

Las semanas siguientes las malgastamos en domeñar raudales furiosos. Mas, cuando creíamos escaladas todas las torrenteras, nos trajo el eco del monte el fragor de otro rápido turbulento, que batía a lo lejos su espuma brava como un gallardete sobre las piedras. Con zumbadora rapidez se enarcaba el agua, provocando una onda de viento que remecía los ramajes de los bambúes y hacía vacilar el iris en los peñascos, con un bamboleo de arcada móvil sobre las nieblas del hervidero.

A lo largo de ambas orillas se erguía en fragmentos el basalto del cerro que rompió el río -tormentoso torrente en estrecha gorja- y a la derecha, como un brazo que el peñón les tendía a los vórtices, sobreaguaba la hilera de rocas máximas con su serie de cascadas resplandecientes. Era preciso forzar el paso del lado zurdo porque los cantiles no permitían sacar en peso la audaz curiara. Acostumbrados a vencer en estas maniobras, la tirábamos de la cuerda por la cornisa de un voladero, pero al dar con el triángulo de las rocas empezó a dar bandazos y cabezadas en el torbellino ensordecedor, falta de lastre y de timonel. Helí Mesa, que dirigía el trajín titánico, montó el revólver al ordenar a los maipureños que descendieran por una laja y ganaran de un salto la embarcación para palanquearla de popa y prora. Los briosos nativos obedecieron, y dentro del leño resbaladizo, que zigzagueaba sobre la espuma, forcejearon por impelerlo hacia la chorrera; mas de repente, al reventarse de las amarras, la canoa retrocedió sobre el tumbo trágico, y antes que pudiéramos dar un grito, el embudo rugiente los sorbió a todos.

Los sombreros de los dos náufragos quedaron girando en el remolino, bajo el iris que abría sus pétalos, como la mariposa de la indiecita Mapiripana.


La visión frenética del naufragio me sacudió vigorosamente con una ráfaga de belleza. El espectáculo fue magnífico. La muerte había escogido una forma nueva contra sus víctimas, y era de agradecerle que nos matara sin verter sangre, sin dar livores repulsivos a los cadáveres. ¡Bello morir el de aquellos hombres, cuya existencia apagose súbitamente, como una brasa entre las espumas, al través de las cuales subió el espíritu haciéndolas hervir con rumor de júbilo!

Mientras corríamos por la laja del arrecife a tirar el cable de salvamento, en el ímpetu de un apoyo generoso pero tardío, pensaba yo que cualquier maniobra que acometiéramos aplebeyaría la imponencia de la catástrofe; y, con los ojos fijos en la escollera, sentía el temor dañino de que los náufragos sobreaguaran, muertos, e hinchados, a mezclarse en la danza de los sombreros. Mas ya el vellón espumante y leve había borrado con oleadas definitivas la última huella de la desgracia.

Impaciente por la insistencia de mis amigos, que, especiantes rondaban de piedra en piedra, grité imperioso:

-¡Franco, tú eres un necio! ¿Cómo pretendes salvar aún a quienes murieron de un solo golpe? ¿Qué beneficio les brindarías si se salvaran? ¡Déjalos ahí, déjalos ahí, si es que no les envidias su hermosa muerte!

Franco, que recogía desde la margen pedazos de tablones de la curiara se armó con uno de ellos para golpearme. «¿Nada te importan tus compañeros? ¿Así nos pagas? ¡Jamás creí que fueras tan inhumano, tan detestable!»

Yo, en el estallido de aquella cólera, permanecía perplejo, desconcertado. Tuve vagas nociones de mi deber y busqué con los ojos la carabina. Por sobre el eco de los torrentes me herían las palabras de la agresión, que Franco seguía emitiendo a gritos, al par que manoteaba frente a mi rostro. Jamás había conocido yo una iracundia tan elocuente, tan tumultuosa. Habló de su vida sacrificada por mi capricho, habló de mi ingratitud, de mi carácter voluntarioso., de mi rencor. Ni siquiera había sido leal con él cuando pretendí disfrazarle mi condición en la Maporita: ¡decirle que era hombre rico cuando la penuria me denunciaba como un herrete; decirle que era casado cuando Alicia revelaba en sus actitudes la indecisión de la concubina! ¡Y celarla como a una santa, después de haberla pervertido y encanallado! ¡Y desgañitarme porque otro se la llevaba, cuando yo, al raptarla, la había iniciado en esos caminos! ¡Y seguirla buscando por el desierto cuando en las ciudades vivían aburridas de su virtud otras mujeres de índole dócil y hermosa estampa! ¡Y arrastrarlos a ellos en la aventura de un viaje horrendo para alegrarme de que murieran trágicamente! ¡Todo porque era yo un desequilibrado tan impulsivo como teatral!

Esta última frase me hizo el efecto de un martillazo. ¡Yo desequilibrado! ¿Por qué? ¿Por qué? Me apresuré a devolver el golpe y fui feliz en la acometida.

-¡Franco, no seas estúpido! ¿En dónde está mi desequilibrio? ¡Lo que voy haciendo yo por Alicia lo hiciste ahora tiempos por la Griselda! ¿Crees que no lo sabía? ¡Por ella asesinaste a tu capitán!

Y para ofenderlo con más ahínco, agregué, parodiando un concepto célebre: ¡no está lo malo en tener querida sino en casarse con ella!

Mientras distendía mis risotadas sobre el sarcasmo, apoyose Franco en la roca enhiesta. Hubo un instante en que creí que fuera a caer. Mi voz lo había traspasado como una lanza. Entonces escuché revelaciones desconcertantes:

«Yo no le di muerte a mi capitán. Lo apuñaló la Griselda misma. Aquí está el Catire Mesa, que fue a buscarme con el aviso. Es verdad que en la sala oscura hice varios tiros, sin saber cómo. Mi propia mujer me quitó el revólver y encendió luz, advirtiendo con frase heroica: «Este la había apagado para venírseme por las malas, y aquí lo tienes». ¡Se estaba revolcando en su propia sangre!

«Por culpable que fuera, la mujer se había redimido con su bravura. Le quité el puñal y me entregué preso, declarando ser el autor de todo. Pero el capitán evitó el escándalo, ¡No acusó a nadie!»

«Digan estos que están aquí cómo me expoliaba el Juez de Orocué. Quiso sumariar mi amancebamiento y vaciló ante la idea de que pudiéramos ser casados. Por eso Griselda, que es mujer viva, no perdía ocasión de predicar nuestro matrimonio. ¡En esa mentira se apoyó nuestra conveniencia. ¡Juro que lo que oyes es la verdad!»

Tan gran sorpresa me causaron aquellos hechos, que sentía el mareo de la confusión y la incertidumbre. Fidel seguía desnudando su corazón e iba descubriéndome dramas íntimos, penas de hogar, hastíos de convivencia con la homicida, proyectos de una anhelada separación. Todos los días cultivó el deseo de que la mujer lo dejara solo, ahorrándole así la vergüenza de abandonarla sin un motivo justificable. Mas ella, por desgracia, no le era infiel, y de tal manera se dio a atenderlo y considerarlo, que lo ligó indestructiblemente con una lástima cariñosa, superior a cualquiera falta o al peor desvío. Para ella había organizado, a fuerza de sudores, la fundación de La Maporita. Quería dejarle un pasar mediano, mientras prescribía la deserción y podía regresar a Antioquia. Mas, cuando se dio cuenta de que Barrera la enamoraba se encendió en celos. Tal vez sin mi ejemplo perjudicial se hubiera resignado a dejarla libre; pero yo le contagié mi furor nefario y ahora seguía mis pasos hacia el desastre. Y ya era imposible la reflexión. Ya no podía volver atrás. Ni viva ni muerta admitiría a la desertora; pero tampoco iba a hacerle daño. ¡En verdad no sabía qué hacer!

No guardo otra memoria de su discurso, porque aunque lo oía, no lo escuchaba. El velo del pasado se abrió a mis ojos. Olvidados detalles se esclarecieron y me di cuenta de circunstancias inadvertidas. ¡Con razón la niña Griselda quería emigrar! Con razón elevó sus aullidos de consternada el día que empuñé mi cuchillo contra Millán, por impedir que le arrebatara la mercancía a don Rafael! El relampagueo del arma lúcida le representaría la escena trágica, cuando sobre la sangre del seductor encendió la vela y lanzó su frase: «Quiso venírseme por las malas, y aquí lo tienes». Recordé asimismo sus sentencias contra los hombres y hasta el estribillo con que sabía morigerar mis atrevimientos: «¡Si no has de yevarme, no seas indino! ¿Qué tas pensando? Con voz he sido mujer chancera, pero con otros... ¡me hice valé!» Y, estremecida, descargaba el puño sobre mi pecho como para clavarme el hierro mortal.

Y de esa mujer sonriente y salvaje había hecho Alicia su asesora, su confidenta. En su alma inexperta y reconcentrada se iba desarrollando un carácter nuevo, bajo la influencia perniciosa de tal amiga. Pensando tal vez que yo la repudiaría en cualquier momento, puso su esperanza en el amparo de la patrona, a quien imitaba hasta en sus defectos, sin admitir mis reconvenciones, para darme a entender que no estaba sola y que podía yo abandonarla cuando quisiera.

Cierta vez la niña Griselda, en ausencia mía, le daba clases de tiro al blanco. Sorprendilas con el revólver casi vacío y permanecieron tan impasibles como si estuvieran con la costura.

-¿Qué es esto, Alicia? ¿A tal punto has perdido la timidez?

Sin responderme, encogiose de hombros, pero su compañera exclamó sonriendo:

-¡Es que las mujeres debemos saber de tóo! Ya no hay garantía ni con los maríos.

Helí Mesa vino a interrumpir mi meditación con este consejo: ¡Una amistad como la de ustedes resiste choques! Esta discusión no tiene importancia. Las manos del teniente no se han manchado. Puede estrecharlas.

Mientras oprimía las de Fidel, le ordené al Catire:

-¡Dame también las tuyas, que se mancharon por justicieras!

El Pipa y los guahibos se fugaron aquella noche.


«Amigos míos, faltaría a mi conciencia y a mi lealtad si no declarara en este momento, cual lo hice anoche, que sois libres de seguir vuestra propia estrella, sin que la suerte mía os detenga el paso. No penséis en mi vida sino en la vuestra. Dejadme solo, que mi destino desarrollará fatalmente su trayectoria. Aún es tiempo de regresar a donde queráis. El que siga mi ruta, va con la muerte.

Si insistís en acompañarme, que sea corriendo el mundo por cuenta propia. Seremos solidarios por la amistad y el común provecho; pero cada quien afrontará su destino por separado. De otra manera, no aceptaré vuestra compañía.

Decís que desde la boca de estas corrientes en el Guaviare solo se gasta media jornada en salir al pueblo de San Fernando. Si no teméis que el Coronel Funes os pueda prender como sospechosos, desandad las orillas de estos raudales, haceos una balsa de platanillos y dejadla rodar hacia el Atabapo. Vuestra despensa estará en los montes: Ya conocéis las palmas de seje y las de manaca.

Por mi parte, solo os demando que me ayudéis a ganar la contraria margen. Según aseveraban los maipureños, el Papunagua extiende su delta a pocos kilómetros de este salto y allí los indios puinavea tienen bohíos. Con ellos quiero atreverme hasta el río Guainía. Y ya sabéis lo que voy a hacer, aunque parezcan cosas de loco».

Así amonesté a mis compañeros esa mañana que amanecimos en el Inírida abandonados sobre unas rocas.

Fue el Catire Mesa el que habló por todos al responderme:

-Los cuatro formaremos un solo hombre, no hemos nacido para reliquias. ¡A lo hecho, pecho!

Y me precedió por la orilla abrupta, buscando el punto mejor para aventurarnos en travesía, sin llevar otro equipo que las carabinas y los chinchorros.

Yo tuve claramente desde aquel día el presentimiento de lo fatal. Todas las desgracias que han sucedido se me anunciaron en ese instante. A pesar de ello, avancé indomable por la playa arriba, mirando a veces, con afán íntimo, la sombría costa del lado opuesto, con la certeza de que mis plantas no volverían a pisar nunca el suelo de las zonas que recorrían. Guando mis ojos encontraban los de Fidel, sonreíamos silenciosos.

-Mejor que el Pipa se picuriara, exclamó Correa. Ese bandío repelente y endemoniao era peligroso. ¡Cómo fregó con la cantaleta de que saliéramos al Guainía, por el arrastraero del río Nauquén! ¡Tóos estos montes le metían mieos! Pero más el Coronel Funes.

-Dices bien, le repuse yo. Siempre temía que en cualquier raudal saliera a atacarnos la indiada prófuga que se guarece en este desierto, donde los chorros y la espesura son sus defensas.

-Y dále que dále con la fregancia de que veía humos sobre los riscos. Y no admitía que eran vapores de otras cascáas.

-Pero es innegable que ha andado gente por estos rumbos, observó Helí. Miren esa poyata de aquel remanso: espinas de pescado, fogones, cáscaras.

-Algo más raro aún, replicole Franco. Latas de salmón, botellas vacías. No se trata de indios únicamente. Estos son gomeros recién entrados,

Al escuchar aquellas palabras, pensé en Barrera. Mas afirmó el Catire, cual si adivinara mis pensamientos:

-Tengo plena evidencia de que nuestra gente está en el Guainía. Por lo demás, los rastros son pocos. No han pisoteado veinte personas este arenal y todas las huellas son de pies grandes. Estos han sido venezolanos. Conviene tirarnos a la otra orilla para ver qué señas se topan. En la línea oscura de aquellos montes se advierte un claro. Esa será la entrada del Papunagua.

Aquella tarde, semiacostados en una balsa y braceando en la espuma a falta de remos, nos dejó el río impulsarla hacia opuesta riba, sobre la onda apacible que teñía el sol.


Mi dureza contra el vigía resultó bestial. Lo hubiera matado al menor intento de resistencia. Cuando descendía con trémulos pies los escalones del palo oblicuo que le servía de escalera al zarzo, lo empujé para que cayera; y luego, al verlo de bruces, inofensivo y atolondrado, lo agarré por el pelo para saber qué cara tenía. Era un anciano de alta estatura, que me miraba con ojos tímidos y elevaba los brazos sobre la frente por impedir que lo macheteara. Sus labios se estremecían con el balbuceo de algunas súplicas: ¡Por Dios! ¡No me mate usted, no me mate usted!

Al escuchar tal imploración, percibiendo la semejanza que la ancianidad venerable pone en los hombres, me acordé de mi anciano padre y con alma angustiada abracé al cautivo para levantarlo del suelo donde yacía. En mi propio sombrero le ofrecí agua. Perdone, le dije; no me había dado cuenta de su vejez.

Mientras tanto, mis compañeros, que sitiaban el barracón para garantizar el asalto mío, saquearon el zarzo, antes que pudiera yo contenerlos. Persona alguna se hallaba ahí. Bajaron con la carabina del prisionero.

-¿De quién es este máusser? le gritó Franco.

-Mío, señor, dijo el aludido con voz cortada.

-¿Y qué hace usted aquí armado de máusser?

-Me dejaron enfermo hace varios días.

-¡Usted es centinela de los raudales! ¡Y si lo niega, lo fusilamos!

El hombre, vuelto hacia Franco, quería postrarse:

-¡Por Dios, no me mate! ¡Piedad de mí!

-¿Dónde están, pregunté, las personas que lo dejaron?

-Se fueron antier para el alto Inírida.

-¿Qué cadáveres han guindado sobre las barrancas que dan al río?

-¿Cadáveres?

-¡Sí, señor, sí, señor! Los encontramos esta mañana porque los zamuros los denunciaron. Cuelgan desnudos de dos palmeras, amarrados con alambres por las mandíbulas.

-Es que el coronel Funes vive en guerra con el Cayeno. Hace una semana que los vigías vieron remontar una embarcación. Y como el Cayeno tiene correos, le llegó el aviso al siguiente día. Trajo desde el Isana un personal de veinticinco hombres y asaltó a los navegantes.

-Esa embarcación, repuso el Catire, fue la de las huellas en los playones. Esos eran los humos que observó el Pipa.

-Díganos usted qué gente era esa.

-Unos cuantos secuaces del coronel, que venían de San Fernando a robar caucho y a cazar indios. Todos murieron. Y es costumbre colgarlos para escarmiento de los demás.

-¿Y el Cayeno dónde se halla?

-Hace lo que los otros venían a hacer.

El viejo agregó después de una pausa:

-¿Y la tropa de ustedes, en dónde está? ¿Por dónde vino sin que la vieran?

-Una parte esculca los montes; otra, ya remonta el río Papunagua. El Cayeno asesinó nuestra descubierta mientras forzábamos los raudales.

-Señor, dígale a su gente que si encuentra tambos desiertos no coma del mañoco que en ellos haya. Ese mañoco tiene veneno.

-¿También los mapires que están aquí?

-También. El mañoco que sirve lo tengo oculto.

-Tráigalo, y coma usted en presencia nuestra.

-Cuando el anciano se movió para obedecerme, le miré las canillas llenas de úlceras. Diose cuenta de mis miradas y con acento humilde me encareció: Abran ustedes mismos aquel mapire. Verdaderamente, provoco asco.

Y al recibir la afrechosa harina que le ofreció el mulato en una totuma, empezó a comerla confiadamente, pero sin poder ocultar sus lágrimas.

Por reanimarlo un poco, le dije suave: No se aflija usted si la vida es dura. Déjenos comer de sus provisiones. ¡Usted es alguien! Ya seremos buenos amigos.


Aquella noche se incendiaba la sombra con los relámpagos y la selva crujía con rumores tétricos. Hasta cuando el viento lluvioso apagó la hoguera, estuve escuchando la conversación de mis camaradas con el inválido; pero me vencía un pesado sueño y perdí la hilación de la conferencia. El viejo se llamaba Clemente Silva y decía que era pastuso. Diez y seis años había vagado por esos montes, trabajando como cauchero, y no tenía un solo centavo.

En un momento que desperté, decía en el tono explícito de quien hace constar un favor plausible:

-Yo vi las avanzadas que traen ustedes. Venían tres nadadores cruzando el río. Temeroso de que el Cayeno regresara, callé el aviso. Y hoy cuando había resuelto coger la trocha.

-Hola, exclamé, enderezándome en el chinchorro. ¿Cuántas personas ha visto usted? ¿Y cuándo las vio?

-Tengo seguridad de lo que les digo: Tres nadadores, hace dos días. Serían las siete de la mañana. Por más señas, traían sus ropas amarradas en la cabeza. Ha sido milagro que el Cayeno no los topara. Pasan tantas cosas en este infierno.

-Buenas noches. Sé quiénes son. No conversemos más.

Así dije, para evitar posibles indiscreciones de mis amigos. Pero ya no pude dormir, pensando en el Pipa y en los indianos. Ante los peligros que nos rodeaban me sentía nervioso y alicaído; mas formé la resolución de acabar con aquella vida de sobresaltos, sucumbiendo de cualquier modo, con mis rencores y mi capricho, antes que cejar ante la impotencia de mis propósitos. ¿Por qué don Clemente Silva no me dio un tiro, si con esa ilusión penetré en el tambo? ¿Por qué el Cayeno se retardaba con las cadenas y los tormentos? ¡Ojalá me guindara de cualquier árbol, donde el sol pudriera mis carnes y el viento me agitara como un péndulo de infortunio!

-¿Dónde está don Clemente Silva?, le pregunté al Catire Mesa apenas amaneció.

-Lavándose la cara allí en la zanjita.

-¿Y por qué lo dejaron solo? Si se fugara...

-No hay ningún temor: Franco anda con él. Toda la madrugada estuvo quejándose de la pierna.

-¿Y qué opinas tú de ese pobre viejo?

-Es nuestro paisano y aún no lo sabe. Creo que se le debe confesar todo y pedirle que nos ayude.

Cuando bajé a la fuente me enternecí al ver que Fidel le lavaba las llagas al afligido. Este, al sentir mis pasos, avergonzose de su miseria y alargó sus calzones hasta el tobillo. Con turbado acento contestome los buenos días.

-¿Esas lacraduras de que provienen?

-Ay, señor, parece increíble. Son picaduras de sanguijuelas. Por vivir entre el fango picando goma, esa maldita plaga nos atosiga, y, mientras el cauchero sangra los árboles, las sanguijuelas lo sangran a él. La selva se defiende de sus verdugos y al fin el hombre queda vencido.

-A juzgar por usted, el duelo es a muerte.

-Eso sin contar los zancudos y las hormigas. Está la veinticuatro, está la tambocha, tan venenosas como escorpiones. Algo peor todavía: la selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino de zarzamora, y la codicia quema como la fiebre. La ambición de riquezas sostiene al cuerpo desfallecido y el olor del caucho da la locura de los millones. El peón suda y trabaja con el deseo de ser empresario que pueda salir un día a las capitales a derrochar la goma que lleva, a gozar de mujeres blancas y a emborracharse meses enteros, sostenido por la evidencia que en los montes hay mil esclavos que dan sus vidas por procurarle aquellos placeres, como él lo hizo para su amo en pasados tiempos. Solo que la esperanza va más despacio que la ambición y el beri-beri es un mal amigo. En el desamparo de las estradas muchos sucumben de calentura, abrazados al árbol que mana leche, pegando sus bocas a la corteza, para calmar, a falta de agua, la sed de la fiebre con caucho líquido; y allí se pudren como las hojas, roídos por las ratas y las hormigas, únicos millones que les llegaron, después de muertos.

El destino de otros, no es tan precario: a fuerza de ser crueles se convierten en capataces, y esperan cada noche, con libro en mano, a que llegue el personal de trabajadores a entregar la goma extraída para ir haciéndoles los abonos. Nunca quedan contentos con el trabajo y el berrenque es medida de su disgusto. Al que trajo diez litros, le apuntan menos, y de esta suerte van enriqueciendo su contrabando y lo venden con gran reserva al empresario de otra región, o lo entierran para cambiarlo por licores y mercancías al primer chuchero que visite los siringales. Por su parte, algunos peones hacen lo propio. La selva, por destruirlos, les arma el brazo, y se roban y se asesinan, a favor del secreto y la impunidad, pues no hay noticia de que los árboles hablen de las tragedias que provocaron.

-¿Y usted por qué soporta tantas desdichas?, clamé indignado.

-Ay, señor, la desgracia lo anula a uno.

-¿Y por qué no se vuelve para su tierra? ¿Qué podemos hacer para libertarlo?

-Gracias, señor.

-Por ahora, es preciso curar sus llagas. Permita que yo mismo le haga remedios.

Y aunque el viejo, asombrado, se resistía, remanguele hasta la corva los pantalones y me arrodillé para examinarlo,

Fidel, ¿estás ciego? ¡En estas úlceras hay gusanos!

-¡Gusanos! ¡Gusanos!

-Sí, hay que buscar otova para ponerles.

El viejo repetía con voz quejosa:

-¿Será posible? ¡Que humillación! ¡Gusanos, gusanos! ¡Y fue que un día me quedé dormido y los moscones me sorprendieron!

Cuando lo condujimos a la barraca murmuró aún:

-¡Engusanado, engusanado y estando vivo!


Ha de saber usted, le dije esa tarde, que soy por idiosincracia el amigo de los débiles, de los tristes. Aunque supiera que usted iba a traicionarnos mañana mismo, sería respetada la invalidez en que vive hoy. No sé si tengan crédito mis palabras, pero piense que podríamos ultimarlo sin riesgo alguno, solo por ser cómplice de un bandido como el Cayeno. Me ruega usted que le diga a dónde queremos llevarlo preso y si le permito lavar sus trapos para morir con la ropa limpia; pues bien, ni lo mataremos ni lo apresamos. Antes, le pido que se encargue de nuestra suerte, porque somos paisanos suyos y estamos solos.

El anciano púsose en pie, para convencerse de que no soñaba. Sus ojos incrédulos y alelados nos medían con insistencia, y, tendiendo las manos hacia nosotros, exclamó trémulo:

-¡Sois colombianos! ¡Sois colombianos!

-Como lo oye, y amigos suyos.

Paternalmente nos fue estrechando contra su pecho, sacudido por la emoción. Después quiso hacernos muchas preguntas en que promiscuaba temas diversos, acerca de la patria, de nuestro viaje, de nuestros nombres. Pero yo interrumpilo de esta manera:

-Ante todo, jure usted que contaremos con su lealtad.

-¡Lo juro por Dios y por su justicia!

-Muy bien. ¿Pero qué piensa hacer con nosotros? ¿Cree usted que el Cayeno nos matará? ¿Será necesario matarlo a él?

Y agregué para, ayudarlo en su desconcierto:

-¿O más bien: el Cayeno puede volver aquí?

-No lo creo. Se fue para Caño Grande a cazar indios y a robar caucho. No tiene interés ninguno en regresar esta semana a sus barracones del Guaracú, porque la madona llegó a cobrarle.

-¿Quién es esa madona de que nos habla?

-Es la turca Zoraida Ayram, que anda por estos ríos negociando corotos con los caucheros y tiene en Manaos una pulpería de gran renombre.

-Oiga usted. Es indispensable que nos conduzca a las barracas del Guaracú para hablar con la señora Zoraida Ayram, antes que el Cayeno regrese de Caño Grande.

-Yo la conozco perfectamente y fui criado suyo. Ella me trajo del Putumayo para el Rionegro. Me trataban tan mal, que me eché a sus pies para pedirle que me comprara. Aunque mi cuenta valía dos mil soles, la pagó con descuentos considerables, me llevó a Manaos y a Iquitos, sin reconocerme jornal ninguno, y luego me vendió por seis contos de reis a su compatriota Miguel Pezil, para los gomales de Naranjal y Yaguanarí.

-Hola, ¿qué dice usted? ¿Conoce el siringal de Yaguanarí?

Franco, el Catire y el Mulatico nos rodearon dando estas voces:

-Yaguanarí... Yaguanarí. ¡Para allá vamos!

-Sí, señores. Y, según decía la madona, llegaron hace un mes a dicho lugar veinte colombianos y unas mujeres a picar goma.

-¡Veinte! ¡Tan solo veinte! ¡Si eran setenta y dos!

Hubo un grave silencio de indecisión. Nos mirábamos unos a otros, fríos y pálidos. Y repetíamos inconscientes:

-¡Yaguanarí! ¡Yaguanarí!...


«Como les dije a ustedes, agregó don Clemente Silva, después que le relatamos nuestra odisea, no puedo suministrarles otros informes. No conozco a Barrera sino de oídas, pero sé que tiene negocios con Pezil y con el Cayeno y que se trata de liquidar esa sociedad porque la madona reclama el pago de su dinero y se niega a conceder prórrogas. Entiendo que Barrera se había obligado a sacar de Colombia un personal de doscientos hombres; mas se apareció con número exiguo, pues ha venido abonando a sus acreedores las deudas viejas con caucheros de los que trae. Por lo demás, los colombianos no tienen precio en estas comarcas: dicen que somos insurrectos y volvedores.

Comprendo perfectamente el deseo de ponerse al habla con la madona; pero es preciso tener paciencia. Mi turno de vigía solo se vence el sábado próximo».

-Y si su relevo nos sorprendiera, ¿qué pensaría?

-No hay cuidado. El bajará por el Papunagua y yo me puedo volver por la pica nueva, a condición de dejarle un fogón prendido para que vea que estuve aquí. Desde este zarzo se mira el río y se divisan los navegantes. No me explico cómo ustedes me capturaron.

-Veníamos perdidos por la ribera. Y como los perros encontraron huellas humanas... Mas ese es un detalle que poco importa. ¿Con que será preciso esperar?

-Y presentarnos en las barracas a la hora que el Váquiro se halle ausente inspeccionando las estradas de los caucheros. Ese capataz es muy malgeniado. Cuando yo les señale los barracones, se presentan ustedes, solos, a quejarse de que traían, para vender, un mañoco fresco y los gendarmes que remontaban se lo quitaron. (Él sabe ya que esos gendarmes eran de Panes y que el Cayeno los tasajeó). Agreguen que les trambucaron en los raudales la embarcación y tuvieron ustedes que venirse por las orillas y por los montes hasta que yo les puse la mano. Adviértanle que, como venían a pedir auxilio, los llevé a la trocha del Guaracú, y que ustedes llegan, acatando mis instrucciones, a implorar garantías y bastimentos. Ese discurso le agradará porque aumenta el crédito de la empresa y condena a sus enemigos.

-Cuente usted con que la novela tendrá más éxito que la historia.

-Yo llegaré más tarde para hacer resaltar el hecho de que ustedes se fueron solos en la confianza de hallar amparo.

-¿Y si nos ponen a trabajá? observó Correa.

-Mulato, repuse: No tengas miedo. ¡Hemos venido a correr la vida!

-En cuanto a eso, no sabría qué aconsejarles. El Cayeno es cauteloso y cruel como un cazador. Es cierto que ustedes nada le deben y que van de paso para el Brasil. Pero si se le antoja decir que se picurearon de otras barracas...

-Explique, don Clemente. Poco sabemos de estas costumbres.

-Cada empresario de caucherías tiene caneyes, que sirven al mismo tiempo de viviendas y de bodegas. Ya conocerán los del Guaracú. Esos depósitos o barracas nunca están solos, porque en ellos se guarda el caucho, las mercancías y las provisiones y moran allí los capataces y sus queridas.

El personal de trabajadores está compuesto, en su mayor parte, de indígenas y enganchados, quienes, según las leyes de la región, no pueden cambiar de dueño en un plazo mínimo de dos años. Cada individuo tiene una cuenta en la que se le cargan las baratijas que se le avanzan, las herramientas, los alimentos, y se le abona el caucho que traiga a un precio irrisorio que el amo fija. Jamás cauchero alguno sabe cuánto le cuesta lo que recibe ni cuánto le abonan por lo que entrega, pues la mira del empresario está en guardar el modo de que siempre le estén debiendo. Esta nueva especie de esclavitud vence la vida de muchos hombres y es trasmisible a los herederos.

Por su lado, los capataces inventan diversas formas de expoliación: les roban el caucho a los siringueros, les arrebatan hijas y esposas, los mandan a trabajar a caños pobrísimos, donde no puedan sacar la goma exigida, y esto da motivo a insultos horribles y a latigazos, cuando no a balas de winchester. Y con decir que un fulano se picureó o que quizás se murió de fiebres, se arregla el cuento.

Mas no es justo olvidar la traición y el dolo. No todos los peones son palomitas blancas: acontece a menudo que los caucheros piden enganche para robarse lo que reciben y salir a la selva solo por matar a algún enemigo o para sonsacar a sus compañeros y conducirlos a otras barracas.

Esto dio pie a un convenio rigurosísimo, por el cual se comprometen los empresarios a capturar a toda persona que no justifique su procedencia o no presente su pasaporte con la constancia de que ha pagado lo que debía y fue dada libre por su patrón. Por su parte, las guarniciones de cada río tienen cuidado de que tal requisito se cumpla siempre.

Mas esta medida es fuente inexhausta de abusos y de secuestros. ¿Si el amo se niega a expedir el salvoconducto? ¿Si el empresario capturador despoja de él, quien lo presenta? Réstame aún advertir a ustedes que es frecuentísimo el último caso. El cautivo pasa a poder de quien lo cogió y este lo encentra en sus siringales a trabajar como preso prófugo, mientras se averigua lo conveniente. Y, corren años y años y la esclavitud no termina nunca. ¡Esto es lo que me pasa con el Cayeno!

¡Y he trabajado diez y seis años! ¡Diez y seis años en la miseria! ¡Mas poseo un tesoro que vale un mundo, que no puede robarme nadie, que llevaré a mi tierra cuando sea libre: un cajoncito lleno de huesos!


«Para poderles contar mi historia -dijo esa tarde- tendría que perder el pudor de mis desventuras. En el fondo de cada alma hay algún episodio íntimo, que constituye nuestra vergüenza. El mío es una mácula de familia: ¡mi hija María Gertrudis dio su brazo a torcer

Había tal dolor en las palabras de don Clemente, que nosotros aparentábamos no entender esa confesión. Franco se cortaba las uñas con la navaja, Helí Mesa escarbaba el suelo con un palillo, yo hacía coronas con el humo de mi cigarro. Tan solo el mulato parecía envaído en la historia triste.

«Sí, amigos míos, continuó el anciano: El miserable que la engañaba con promesa de matrimonio, la sedujo en ausencia mía. Mi pequeño Luciano dejó la escuela y fue a buscarme al pueblo vecino, donde yo ejercía un modesto empleo, para contarme que los dos novios hablaban de noche por el solar y que su madre lo había reñido cuando le dio noticia de aquel suceso. Al oír su relato, perdí el aplomo, lo regañé por calumniador, exalté la virtud de María Gertrudis y le prohibí terminantemente que siguiera oponiéndose con celos y malquerencias al matrimonio de los dos jóvenes, que ya habían cambiado argollas. El pequeñuelo, desesperado, empezó a llorar y me declaró que estaba resuelto a perder la tierra antes que la deshonra de la familia lo hiciera sonrojarse ante sus compañeros de escuela pública.

Montado en una borrica, se lo envié a mi esposa con un peón, que llevaba cartas para ella y María Gertrudis, llenas de consejos y admoniciones. ¡Ya María Gertrudis no era hija mía!

Calculen ustedes cuál fue mi pena cuando supe mi deshonor. Medio loco, olvidé el hogar por perseguir a la fugitiva. Acudí a las autoridades, imploré el apoyo de mis amigos, la protección de los influyentes; todos me hacían tragar las lágrimas obligándome a referirles detalles pérfidos, y, al final, con gestos de lástima, me recriminaban de esta manera: «La responsabilidad la tienen los padres. Hay que saber educar los hijos».

Cuando humillado por la tortura volví a la casa, no me atreví a darle rienda a mi desespero. La pizarra de Lucianito pendía del muro, cerca al pupitre donde la brisa hacía sonar las hojas de un libro descuadernado; en el cajón vi los premios y los juguetes: la cachucha que le bordó la hermana, el reloj que le regalé, la medallita de la mamá. En la pizarra, reteñidas bajo una cruz, leí estas palabras: ¡Adiós, adiós!...

Más que la parálisis, fue la pena la que mató a mi pobre esposa. Sentado al borde del lecho, la veía empapar en llanto la almohada, procurando infundirle el consuelo que no he conocido nunca. Me agarraba a veces del brazo y lanzaba su grito suplicatorio: «¡Dame mis hijos! ¡Dame mis hijos!» Por aliviarla acudí al engaño: inventele que había logrado hacer casar a María Gertrudis y que Lucianito estaba interno en el Instituto. Saboreando su pesadumbre la halló la muerte.

Un día, viendo que nadie, ni parientes ni amigos, me acompañaba, llamé a mi vecina por el cercado para que viniera a cuidar la enferma, mientras yo me ausentaba a buscar al médico. Cuando regresé, vi que mi esposa tenía en las manos la pizarra de Lucianito y que la observaba por todas partes, convencida de que era el retrato del pequeñuelo. ¡Así acabó! Al colocarla en el ataúd sollocé esta frase: ¡Juro por Dios y por su justicia que traeré a Luciano, vivo o muerto, a que acompañe tu sepultura! Le besé la frente y puse sobre el pecho de la infeliz la pizarra yerta, para que llevara a la eternidad la cruz que su propio hijo había dibujado.

-Don Clemente, roguele entonces: No resucite esos recuerdos que le hacen daño. Procure omitir en su narración todo lo sagrado y sentimental. Háblenos de sus éxodos en la selva.

Por un momento estrechó mi mano, murmurando profundamente:

-Es cierto. Hay que ser avaros con el dolor.

«Pues bien: -continuó después- seguí las huellas de Lucianito hacia el Putumayo. Fue en Sibundoy donde me dijeron que había bajado con unos hombres un muchachito pálido, de calzón corto, que no representaba más de doce años, sin otro equipaje que un pañuelo lleno de ropa. Negose a decir de donde venía, pero sus compañeros predicaban con regocijo que iban buscando las caucherías de Larrañaga, aquel pastuso sin corazón, socio de Arana y otros peruanos que en la hoya amazónica han esclavizado más de treinta mil indios.

En Mocoa sentí la primera vacilación: los viajeros habían pasado, pero nadie pudo decirme qué senda de aquel cuadrivio los vio seguir. Era posible que hubieran ido por tierra al Caño Guineo, para salir al Putumayo, un poco arriba del puerto de San José, y bajar el río hasta encontrar el Igaraparaná; tampoco era improbable que hubieran tomado la trocha de Mocoa a Puerto Limón, sobre el Caquetá, para descender por la dicha arteria hacia el Amazonas y remontar este y el Putumayo en busca de los cauchales de La Chorrera. Yo me decidí por la última vía.

Tuve la fortuna de que en Mocoa me ofreciera su curiara y su protección un colombiano de amables prendas, el señor Custodio Morales, que era colono del Cuimañí. Indicome si peligro de acometer los raudales de Araracuara, y me dejó en Puerto Pizarro para que siguiera, al través de los grandes bosques, por el rumbo que va al puerto de la Florida, en el río Caraparaná, donde los peruanos tenían barracas.

Solo y enfermo emprendí ese viaje. Al llegar, solicité enganche y abrí una cuenta. Ya me habían dicho que a mi pequeño no se le conocía en esos lugares; pero quise convencerme de lo que oía y salí a trabajar goma.

Era verdad que en mi cuadrilla no estaba el niño, pero podía hallarse en cualquiera otra. Ninguno de los caucheros oyó su nombre. A veces se alegraba mi reflexión al considerar que Lucianito no había palpado la bruta inmoralidad de aquellas costumbres; ¡mas cuan poco me duraba el feliz consuelo! ¡Era seguro que se encontraba en otras regiones, bajo otros amos, educándose en la crueldad y la villanía, enloquecido de miseria y humillación! Mi capataz principió a quejarse de mi trabajo. Un día me cruzó la cara de un latigazo y me envió preso a los barracones. Toda esa noche estuve en el cepo, y, en la siguiente, me mandaron para El Encanto. Ya había conseguido lo que quería: buscar a Lucianito en otros gomales».

Don Clemente Silva quedose mudo. Tocábase la frente con manos estremecidas, como si aún sintiera en su rostro el culebreo del látigo infame. Después agregó:

-Amigos, esta pausa abarca dos años. De allí me picurié para La Chorrera.

*  *  *

Recuerdo que la noche de mi llegada celebraban el carnaval. Frente a los barandales del corredor discurría borracha una muchedumbre cosmopolita. Indios de varias tribus, blancos de Colombia, Venezuela, Perú y Brasil, negros de las Antillas, vociferaban pidiendo alcohol, pidiendo mujeres y chucherías. Entonces desde el fondo de una trastienda aventábanles triquitraques, botones, potes de atún, cajas de galletas, tabaco de mascar, alpargatas, franelas, cigarros finos. Los hombres que no podían recoger nada, empujaban, por diversión, a sus compañeros sobre cada objeto que les caía, y encima de él se arracimaba un tumulto humano, entre risotadas y pataleos. Del otro lado, junto a las lámparas humeantes, había grupos de gente absorta, escuchando a los cantadores que entonaban aires nostálgicos de sus tierras: el bambuco, el joropo, la cumbia-cumbia. De repente, un capataz velludo y bilioso se encaramó sobre una tarima y disparó al viento su winchester. Se hizo el silencio. Todas las caras se volvieron al orador. «Caucheros, exclamó este, ya conocéis la munificencia del nuevo dueño. El señor Arana ha formado una compañía que es propietaria de los cauchales de la Chorrera y los de El Encanto. ¡Hay que trabajar, hay que ser sumisos, hay que obedecer! Ya nada queda en la pulpería para regalaros. Los que no hayan podido recoger ropa, tengan paciencia. Los que están pidiendo mujeres, sepan que en las próximas lanchas vendrán cuarenta, oídlo bien, cuarenta, para repartirlas de tiempo en tiempo a los trabajadores que se distingan. Además saldrá pronto una expedición a someter las tribus andoques y lleva encargo de recoger guarichas donde las haya. Ahora, prestadme todos vuestra atención: cualquier indio que tenga mujer o hija debe presentarla en este establecimiento para saber qué se hace con ella.»

Inmediatamente otros capataces tradujeron ese discurso a la lengua de cada tribu, y la fiesta siguió como antes, coreada por aplausos y exclamaciones.

Yo me escurría por entre la gente, temeroso de encontrarme con Lucianito. Fue la primera vez que no quise verlo. Sin embargo, miraba hacia todas partes y resolví preguntar por él: «Señor, ¿usted conoce a Luciano Silva? Dígame, ¿entre esta gente habrá algún pastuso? ¿Sabe usted, por casualidad, si Larrañaga o Juanchito Vega viven aquí?»

Viendo que mis preguntas producían hilaridad, me atreví a penetrar en el corredor. Los centinelas me rechazaron. Un hombre vino a advertirme que el aguardiente lo repartían en las barracas. Y era verdad: por allí desfilaba la multitud presentando los jarros y las totumas al vigilante que hacía la distribución. Un cuadrillero tísico y borrachoso quería chancearse: vertió kerosén en una ponchera y les ofreció el petróleo a unos indios. Como ninguno aceptó el engaño, les tiró la vasija con el sobrante. No sé quién rastrilló sus fósforos; pero al momento una llamarada crepitadora achicharró los cuerpos de los indígenas, que se abalanzaron sobre el tumulto, con berreadora precipitud, coronados de fuego lívido, abriéndose paso hacia las corrientes, donde se sumergieron agonizando.

Los empresarios de La Chorrera se asomaron a la baranda, con los naipes de póker entre las manos. «¿Qué es esto? ¿Qué es esto?» se repetían. El judío Barchilón tomó la palabra: «¡Hola, muchachos, no sean patanes! ¡Van a quemarnos el ensoropado de los caneyes!» Larrañaga calcó la orden de Juancho Vega: «¡No más diversión! ¡No más diversión!»

Y al sentir el hedor de la grasa humana, escupieron sobre la gente y se encerraron a toda prisa.

Así como el caballo entra a los corrales y a coces y mordiscos aparta las hembras de su rodeo, integraron los capataces sus cuadrillas a culatazos y las empujaron a sus barracas, en medio de un bullicio atormentador.

Yo alcancé a gritar con toda la fuerza de mis pulmones: ¡Luciano! ¡Lucianito, aquí está tu padre!


Al día siguiente, mi paciencia se puso a prueba. Eran casi las dos y los empresarios seguían durmiendo. Por la mañana, cuando las cuadrillas salieron a los trabajos, se me presentó un negrote de Martinica, afilando en la vaina de su machete la hoja terrible. «¡Hola!, me dijo, ¿vos por qué te quedás aquí?»

-Porque soy rumbero y voy a salir en exploración.

-Vos pareces picure. Vos estabas en El Encanto.

-Y aunque así fuera, ¿no son de un solo dueño las dos regiones?

-Vos eras el sinvergüenza que escribía el mismo letrero en todos los palos. Agradecé que te perdonaban.

Púsele fin al riesgoso diálogo porque vi al Tenedor de Libros abriendo la puerta de la oficina. Ni siquiera volvió a mirarme cuando el saludo, pero avancé hasta el mostrador.

-Señor Loaisa, le dije del mejor modo, quiero saber, si acaso es posible, cuánto vale la cuenta de un hijo mío.

-¿Un hijo tuyo? ¿Querés comprarlo? ¿Ya te dijeron que lo vendían?

-Para hacer mis cálculos con la cuenta... Se llama Luciano Silva.

El hombre plegó un gran libro y tomando su lápiz hizo unos números. Mis rodillas temblaban por la emoción: ¡al fin encontraba el paradero de Lucianito!

-Dos mil doscientos soles, dijo Loaisa. ¿Qué recargo te piden sobre esa suma?

-¿Recargo?.. ¿Recargo?

-Naturalmente. No estamos para vender personal ninguno. Por el contrario: la empresa busca gente.

-¿Podría usted decirme dónde está ahora?...

-¿Tu muchacho? Fijáte con quién tratás. Eso se les pregunta a los cuadrilleros.

Por desgracia mía, el negrote entró en ese instante.

-Señor Loaisa, exclamó, no pierda palabras con este viejo. Es un picure del Encanto y de la Florida, flojo y destornillado, que en vez de picar los árboles, grababa letreros en las cortezas con la punta de su cuchillo. Vaya usted a los siringales y se convence. Por todas las estradas la misma cosa: «Aquí estuvo Clemente Silva en busca de su querido hijo Luciano». ¿Ha visto usted vagabundería?...

Yo, como un acusado, bajé los ojos. Después clamé: -¡Hombres, bien se conoce que ustedes no han sido padres!

-¿Qué opinan de este viejo tan descocado? ¡Cómo habrá sido de mujeriego cuando hace gala de tener hijos!

Así me respondieron, desenfrenando sus carcajadas; pero yo me erguí como un mástil y mi mano debilitada abofeteó al Contabilista. El negro, de un puntapié, me tiró boca abajo contra la puerta. ¡Al levantarme lloré de orgullo y satisfacción!


En la pieza vecina se alzó una voz trasnochada y amenazante. No tardó en asomar, abotonándose la piyama, un hombre gordote y abotagado, pechudo como una hembra, amarillento como la envidia. Antes que hablara, apresurose el Contabilista a informarle lo sucedido:

-¡Señor Arana, voy a morir de pena! ¡Perdone usted! Este hombre que está presente vino a pedirme un extracto de lo que está debiendo a la compañía; mas apenas le enuncié el saldo, se lanzó a romper el libro, lo trató a usted de ladrón y me amenazó con apuñalarnos.

El negro hizo señas de asentimiento; permanecí aturrullado de indignación; Arana enmudecía más. Pero con mirada desmentidora consternó a los dos infames, y me preguntó, poniéndome las manos sobre los hombros:

-¿Cuántos años tiene Luciano Silva, el hijo de usted?

-No ha cumplido los quince.

-¿Usted está dispuesto a comprarme la cuenta suya y la de su hijo? ¿Cuánto debe usted? ¿Qué abonos le han hecho por su trabajo?

-Lo ignoro, señor.

-¿Quiere darme por las dos cuentas cinco mil soles?

-Sí, sí, pero aquí no cargo dinero. Si usted quisiera la casita que tengo en Pasto... Larrañaga y Vega son mis paisanos. Ellos podrían darle un informe, ellos fueron mis condiscípulos.

-No le aconsejo ni saludarlos. Ahora no quieren amigos pobres. Dígame, agregó sacándome al patio: ¿usted no tiene goma con qué pagar?

-No, señor.

-¿Ni sabe cuáles son los caucheros que me la roban? Si me denuncia algún escondite, nos dividiremos la que allí haya.

-No, señor.

-¿Usted no podría conseguirla en el Caquetá? Yo le daría compañerazos para que asaltara los barracones.

Disimulando la repulsión que me producían aquellas rapaces maquinaciones, de mano de la astucia fui a la doblez. Aparenté quedar pensativo. Mi sobornador estrechó el asedio:

-Me valgo de usted porque comprendo que es hombre honrado y que me sabrá guardar la reserva. Su misma cara le hace el proceso. De no ser así, lo trataría como a picure, me negaría a venderle a su hijo y a uno y a otro los enterraría en los siringales. Recuerde que no tienen con qué pagarme y que yo mismo le doy a usted los medios de quedar libres.

-Es verdad, señor. Mas eso mismo obliga mi fe de hombre reconocido. No quisiera comprometerme sin tener la seguridad de poder cumplir. Me gustaría ir al Caquetá, por lo pronto, como rumbero, mientras estudio bien la región y abro alguna trocha que sea estratégica.

-Muy bien pensado, y así será. Eso queda al cuidado suyo y el hijo de usted al cuidado mío. Pida un winchester, víveres, una brújula, y llévese un indio como carguero.

-Gracias, señor, pero mi cuenta se aumentaría...

-¡Eso lo pago yo, ese es mi regalo de carnaval!


El pasaporte que me dio el amo hacía rabiar de envidia a los capataces. Podía yo transitar por donde quisiera y ellos debían facilitarme lo necesario. Mis facultades me autorizaban para escoger hasta treinta hombres y tomarlos de las cuadrillas que me placieran, en cualquier tiempo. En vez de dirigirme hacia el Caquetá, resolví desviarme por la hoya del Putumayo. Un vigilante de las estradas del caño Eré, a quien llamaban El Pantero, por sobrenombre, me puso preso y envió en consulta el salvoconducto. La respuesta fue favorable, pero me reformaron la atribución: en ningún caso podía escoger a Luciano Silva.

La citada orden echó por tierra todos mis planes porque yo buscaba a mi hijo para llevármelo. Muchas veces, al sentir el estruendo de los cauchales, derribados por las peonadas, pensaba que mi chicuelo andaría con ellas y que alguna rama podía aplastarlo. Por ese entonces se trabajaba el caucho negro tanto como el siringa, llamado goma borracha por los brasileños; para sacar este, se hacen incisiones en la corteza, se recoge la leche en las petaquillas y es necesario cuajarla al humo; la extracción de aquél exigía tumbar el árbol y hacerle lacraduras de cuarta en cuarta, para recoger el espeso jugo y depositarlo en hoyos abiertos, donde lentamente se coagulaba. Por eso era tan fácil que los ladrones lo traspusieran.

Cierto día sorprendí a un peón tapando su depósito con tierra y hojas. Ya circulaba la falsa especie de que yo ejercía fiscalización por cuenta del amo, leyenda que me puso en grandes peligros porque me granjeó muchas odiosidades. El sorprendido cogió el machete para matarme, pero yo le tendí mi winchester, advirtiéndole: Te voy a probar que no soy espía. No contaré nada. Pero si mi silencio te hace algún bien, dime dónde se encuentra Luciano Silva.

-¡Ah!... Silvita... Silvita... Está en Capalurco, sobre el río Napo, con la peonada de Juan Muñeiro.

Esa misma tarde principié a picar la trocha que va desde el caño Eré hasta el Tamboriaco. En esa travesía gasté seis meses: tuve que procurarme yuca silvestre y hacer mañoco. ¡Qué tan grande sería mi extenuación, cuando decidí descansar un tiempo, en el abandono y la soledad!

En el Tamboriaco encontré peones de la cuadrilla que residía en un lugar conocido con el nombre de El Pensamiento. El capataz me invitó a remontar el caño, so pretexto de que visitara los barracones, donde me daría víveres y curiara. Esa noche, apenas quedamos solos, me preguntó:

-¿Y qué dicen los empresarios contra Muñeiro? ¿No lo perseguirán?

-Acaso Muñeiro...

-Se fugó con peones y caucho, hace cinco meses. ¡Noventa quintales y trece hombres!

-¡Cómo! ¡Cómo! ¿Pero es posible?

-Trabajaron últimamente cerca de la laguna de Cuyabeno, volvieron a Capalurco, se escurrieron por el río Napo, saldrían al Amazonas, y estarán en el extranjero. Muñeiro me había propuesto que tiráramos retos esa parada; pero yo tuve mi recelillo, porque está de moda entre los sagaces picurearse con los caucheros, prometiéndoles realizar la goma que llevan, prorratearles el producido y dejarlos libres. Con esta ilusión se los cargan para otros ríos y se los venden a nuevos amos. ¡Y ese Muñeiro es tan faramallero! Y como hay un resguardo en el río Mazan...

Al oír esta declaración me descoyunté. El resto de mi vida estaba de sobra. Un consuelo triste me confortó: con tal que mi hijo residiera en país extraño, yo, para los días que me quedaban, arrastraría gustoso la esclavitud en mi propia patria.

-Pero -prosiguió mi interlocutor- también se rumora que ese personal no se ha picureado. Piensan que usted lo llevó consigo a no sé qué punto.

-¡Si ni siquiera he visto el río Napo!

-Eso es lo curioso. Usted sabe muy bien que una cuadrilla cela a la otra y que tenemos obligación de contarle al dueño común lo bueno y lo malo. Envié un posta al Encanto con el aviso de que Muñeiro no parecía. Me contestaron que averiguara si usted se lo había llevado con su gente hacia el Caquetá, y que, en todo caso, remitiera preso a Luciano Silva. A usted lo esperan desde hace tiempos y varias comisiones lo andan buscando. Yo le aconsejaría que se volviera a poner en claro esas cosas. Dígales allá que no tengo víveres y que mi personal se está muriendo de calenturas.

Quince días más tarde regresé al Encanto, a entregarme preso. Ocho meses antes había salido a la exploración. Aunque aseveré haber descubierto caños de mucha goma y ser inocente de la fuga de Juan Muñeiro y los de su grupo, me decretaron una novena de veinte azotes por día, y sobre las heridas y desgarrones me rociaban sal. A la quinta flagelación no podía tenerme en pie; pero me arrastraban en una estera hacia un hormiguero de congas bravas, y tenía que salir corriendo. Esto divirtió de lo lindo a mis victimarios.

De nuevo volví a ser el cauchero Clemente Silva, decrépito y lamentable.

Sobre mis esperanzas pasaron los tiempos.

Lucianito debía tener diez y nueve años.


Por esa época hubo para mi vida un suceso trascendental: un señor francés, a quien llamábamos el mosiú, llegó a las Gaucherías como explorador y naturalista. Al principio se susurró en los barracones que venía por cuenta de un gran museo y de no sé qué sociedad geográfica; luego se dijo que los amos de los gomales le costeaban la expedición.

Y así sería, porque Larrañaga le entregó víveres y peones. Como yo era el rumbero de más pericia, me retiraron de la tropa trabajadora en el río Cahuinarí para que guiara al francés por donde él quisiera.

Al través de las espesuras iba mi machete abriendo la trocha, y detrás de mí desfilaba el sabio con sus cargueros, observando las plantas, los insectos y las resinas. De noche, en playones bien despejados, apuntaba a los cielos su teodolito y se ponía a coger estrellas, mientras que yo, cerca del aparato, le iluminaba el lente con la linterna de foco eléctrico. En lengua enrevesada solía decirme:

«Mañana te orientarás en la dirección de aquellos luceros. Fíjate bien de qué lado brillan y recuerda que el sol sale por aquí».

Y yo le respondía regocijado:

-«Desde ayer hice el cálculo de ese rumbo, por puro instinto».

El francés, aunque reservado, era bondadoso. Es cierto que el idioma le oponía complicaciones; pero conmigo se mostró siempre afable y cordial. Admirábase de verme pisar el monte con pies descalzos, y me dio botas; dolíase de que las plagas me persiguieran, de que las fiebres me achajuanaran, y me puso inyecciones de varias clases, sin olvidarse nunca de dejarme en su vaso un sorbo de vino y consolar mis noches con un cigarro.

Hasta entonces parecía no haber observado la condición esclava de los caucheros. ¿Cómo pensar que nos apalearan, nos persiguieran, nos mutilaran aquellos señores de servil ceño y melosa charla que salieron a recibirlo en la Chorrera y en el Encanto? Mas cierto día que vagábamos en una vega del Yacuruma, por donde pasa un viejo camino que une barracones muy retirados en la soledad de aquellas montañas, se detuvo el francés a mirar un árbol. Acerqueme por alistarle, según costumbre, la cámara fotográfica, y esperar órdenes. El árbol, castrado antiguamente por los gomeros, era un siringo enorme, cuya corteza quedó llena de cicatrices, gruesas, protuberantes, y tumefactas, como lobanillos apretujados.

-¿El señor desea tomar alguna fotografía? le pregunté.

-Sí. Estoy observando unos jeroglíficos.

-¿Serán amenazas puestas por los caucheros?

-Evidentemente: aquí hay algo como una cruz.

Me acerqué congojoso, reconociendo mi obra de antaño, desfigurada por los repliegues de la corteza: «Aquí estuvo Clemente Silva.» Del otro lado, las palabras de Lucianito: «Adiós, adiós...»

-¡Ay, mosiú, murmuré, esto lo hice yo!

Y, apoyado en el tronco, me di a llorar.


Desde aquel instante tuve, por vez primera, un amigo y un protector. Compadeciose el sabio de mis desgracias y ofreció libertarme de mis patrones, comprando mi cuenta y la de mi hijo, si aún era esclavo. Le referí la vida horrible de los caucheros, le enumérelos tormentos que soportábamos, y, porque no dudara de mis asertos, lo convencí objetivamente:

Señor, diga si mi espalda ha sufrido menos que ese árbol.

Y, levantándome la camisa, le enseñé mis carnes contusionadas.

Momentos después, el árbol y yo perpetuamos en la kódak nuestras heridas, que vertieron para igual amo distintos jugos: siringa y sangre.

De allí en adelante, el lente fotográfico se dio a funcionar entre las peonadas, reproduciendo fases de la tortura, sin tregua ni disimulo, abochornando a los capataces, aunque mis advertencias no cesaban de predicarle al naturalista el grave peligro de que mis amos se disgustaran. El sabio seguía impertérrito, fotografiando mutilaciones y cicatrices. «Estos crímenes, que avergüenzan la especie humana -solía decirme- deben ser conocidos en todo el mundo para que los Gobiernos se apresuren a remediarlos.» Envió notas a Londres, París y Lima, acompañando vistas de sus denuncios, y pasaron tiempos sin que se notara ningún remedio. Entonces decidió quejarse a los empresarios, adujo documentos y me envió con cartas a La Chorrera.

Solo Barchilón se encontraba allí. Apenas leyó el abultado pliego, hizo que me llevaran a su oficina.

-¿Dónde conseguiste botas de sochel? gruñó al mirarme.

-El mosiú me las dio con este vestido.

-¿Y dónde ha quedado ese vagabundo?

-Entre el caño Campuya y Lagarto-cocha, afirmé mintiendo. Poco más o menos a treinta días.

-¿Por qué pretende ese aventurero ponerle pauta a nuestro negocio? ¿Quién le otorgó permiso para darlas de retratista? ¿Por qué diablos vive alzaprimándome los peones?

-Lo ignoro, señor. Casi no habla con nadie y cuando lo hace, no se le entiende...

-¿Y por qué nos propone que te vendamos?

-Cosas de él...

El furioso judío salió a la puerta y examinaba contra la luz varias de las postales que dio la kódak.

-¡Miserable! ¿Este espinazo no será el tuyo?

-¡No señor, no señor!

-¡Pélate medio cuerpo, inmediatamente!

Y me arrancó a tirones blusa y franela. Tal temblor me agitaba en aquel momento, que, por fortuna, la confrontación resultó imposible. El hombre requirió la pluma de su escritorio, y, tirándomela de lejos, me la clavó en el homoplato. Todo mi cuadril se tiñó de rojo.

-Puerco, quita de aquí, que me ensangrientas el entablado.

Me precipitó hacia la baranda y tocó un silbato. Un capataz, a quien le decíamos El Culebrón, acudió solícito. Me repreguntaron sobre mil cosas y las contesté maliciosamente. El amo ordenó al entrar:

-Ajústale las botas con unos grillos, porque de seguro le quedan grandes.

Así se hizo.

El Culebrón se puso en camino con cuatro hombres, a llevar la respuesta, según decían.

¡El infeliz francés no salió jamás!


El año siguiente fue para los caucheros muy fecundo en expectativas. No sé cómo empezó a circular subrepticiamente en los gomales y barracones un ejemplar del diario «La Felpa», que dirigía en Iquitos el periodista Saldaña Roca. Sus columnas clamaban contra los crímenes que se cometían en el Putumayo y pedían justicia para nosotros. Recuerdo que la hoja estaba maltrecha, a fuerza de ser leída, y que en el siringal del caño Algodón la remendamos con caucho tibio, para que pudiera viajar de estrada en estrada, oculta entre un cilindro de chusque grueso, que parecía cabo de hachuela.

A pesar de nuestro recato, un gomero del Ecuador a quien llamábamos El Presbítero, le sopló al vigilante lo que ocurría y sorprendieron cierta mañana, entre unos palmares de chiquichiqui, a un lector descuidado y a sus oyentes, tan distraídos en la lectura, que no se dieron cuenta del nuevo público que tenían. Al lector le cosieron los párpados con cumare y a los demás les echaron en los oídos cera caliente.

El capataz se puso en marcha para El Encanto, a mostrar la hoja; y como no tenía curiara, me ordenó que lo condujera por entre el monte. Una nueva sorpresa nos esperaba: había llegado un Visitador y en la propia casa recibía declaraciones.

Al darle mi nombre, comenzó a filiarme y en presencia de todos me preguntó: ¿usted quiere seguir trabajando aquí?

Aunque he tenido la desgracia de ser muy tímido, alarmé a las gentes con mi respuesta: ¡No señor, no señor!

Entonces gritó el letrado con voz enérgica:

«Puede marcharse cuando le plazca, por orden mía. ¿Cuáles son sus señales particulares?»

-Estas, afirmé desnudando mi espalda.

El público estaba pálido. El Visitador me acercaba sus espejuelos. Sin preguntarme nada volvió a ordenar:

-¡Puede marcharse mañana mismo!

Y mis amos dijeron sumisamente:

-Señor Visitador, ¡mande lo que quiera Su Señoría!

Uno de ellos, con el desparpajo de quien recita un discurso bien aprendido, agregó ante el funcionario:

-Curiosas cicatrices las de este hombre, ¿verdad? Tiene tantos secretos nuestra botánica, ¡particularmente en estas regiones! No sé si Su Señoría habrá oído hablar de un árbol maligno, llamado «Mariquita» por los gomeros. El sabio francés, a petición nuestra, se interesó mucho por estudiarlo. Dicho árbol, a semejanza de las mujeres de mal vivir, brinda una sombra perfumadísima; mas ¡ay! del que no resista a la tentación: su cuerpo sale de allí veteado de rojo, y la comezón es desesperante, y van apareciendo unos lamparones que se supuran y luego cicatrizan desuniformes. Como este pobre viejo que está presente, muchos siringueros han sucumbido a la inexperiencia.

-Señor,... iba a insinuar; pero el hombre siguió tan cínico:

-¿Y quién creerá que este detalle insignificante le origina complicaciones a nuestra empresa? Tiene tantas aulagas este negocio, exige tal patriotismo y perseverancia, que si el Gobierno nos desatiende quedarán sin soberanía estos grandes bosques, dentro del propio límite de la Patria. Pues bien: ya Su Señoría nos hizo el honor de averiguar en cada cuadrilla cuáles son las violencias, los azotes y los suplicios a que sometemos nuestras peonadas, según el decir de nuestros vecinos, envidiosos y despechados, que buscan mil maneras de impedir que nuestra Nación recupere sus territorios y que haya peruanos en estas lindes, para cuyo intento no faltan nunca ciertos escritorcillos asalariados.

Ahora retrocedo al tema inicial: La empresa abre sus brazos a quien necesite de sus recursos y quiera enaltecerse por el esfuerzo. Aquí hay trabajadores de muchos lugares, buenos, malos, díscolos, perezosos. Disparidad de caracteres y de costumbres, indisciplina, amoralidad, todo eso ha encontrado en la mariquita un cómplice cómodo; porque algunos -principalmente los colombianos- cuando riñen y se golpean o padecen el mal del árbol, se vengan de la empresa que los corrige, desacreditando a los vigilantes, a quienes achacan toda lesión, toda cicatriz, desde las picaduras de los mosquitos hasta la más ligera rasguñadura.

Así dijo, y, volviéndose a los del grupo, les preguntó: ¿Es verdad que en estas regiones abunda la mariquita? ¿Es cierto que produce pústulas y nacidos?

Y todos respondieron con grito unánime:

-¡Sí señor, sí señor!

-Afortunadamente, agregó el bellaco, el Perú atenderá nuestra patriótica iniciativa: le hemos pedido a la autoridad que militarice nuestras cuadrillas, mediante la dirección de oficiales y de sargentos, a quienes pagaremos con mano larga su permanencia en estos confines, con tal que sirvan a un mismo tiempo de fiscales para la empresa y de vigilantes en las estradas. De esta suerte el Gobierno tendrá soldados, los trabajadores garantías insospechables y los empresarios estímulo, protección y paz.

El Visitador hizo un signo de complacencia.


Un abuelo, Balbino Jácome, nativo de Garzón, a quien se le secó la pierna derecha por la mordedura de una tarántula, fue a visitarme al anochecer; y recostando sus muletas bajo el alero de la barraca donde mi chinchorro estaba colgado, me dijo quedo: Paisano, cuando pise tierra cristiana pague una misa por mi intención.

-¿En premio de que confirma cuanto dicen los empresarios?

-No. En memoria de la esperanza que hemos perdido.

-Sepa y entienda, repuse yo, que usted no debe valerse de mi persona. Usted ha sido el más abyecto de los lambones, el favorito de Juancho Vega, a quien superó en renegar de nuestro país y en desacreditar a los colombianos.

-Sin embargo, dijo, mis compatriotas algo me deben. Pues que usted se va, puedo hablarle claro: he tenido la diplomacia de enamorar a los enemigos, aparentando esgrimir el foete para que hubiera un verdugo menos. He desempeñado el puesto de espía para que no pusieran a otros, de verdaderas capacidades. No hice más que amoldarme al medio y jugar mi tute con cartas propias. ¿Que era necesario atajar un chisme? Yo lo sabía y lo reformaba; ¿que a un tal lo maltrataron en la cuadrilla? Aplaudía el maltratamiento, ya inevitable, y luego me vengaba del capataz. ¿Por qué los vigilantes me miman tanto? Porque soy el hombre de las influencias y la confianza. Oye, le digo a uno: Los amos han sabido cierta cosita. Y este se me arrodilla prorrumpiendo en explicaciones. Entonces obtengo lo que nadie conseguiría: No me les pegues a los paisanos; ¡si aprietas allá, te remacho aquí!

De esta manera practico el bien, sin escrúpulos y sin gloria, y con sacrificios que nadie advierte. Siendo una escoria andante, hago lo que puedo como patriota, disfrazado de mercenario. Usted mismo se irá muy pronto, odiándome y maldiciéndome, y al pisar su valle, fértil como el mío, sentirá alegría de que yo sufra en tierra salvaje la expiación de pecados que son virtudes.

Confiéselo, paisano: cuando su viaje hacia el Caquetá ¿no le rogué que se picureara? ¿No le pinté, para decidirlo, el caso de Julio Sánchez, que en una canoa se fugó con la esposa encinta, por toda la vena del Putumayo, sin sal ni fuego, perseguido por lanchas y guarniciones, guareciéndose en los rebalses, remontando tan solo en noches oscuras, y en tan largo tiempo, que al salir a Villa-Mocoa la mujer penetró en la iglesia llevando de la mano a su muchachito, que le había nacido entre la curiara?

Pero usted despreció muchas facilidades. ¡Si las hubiera tenido yo, si no me maneara esta enfermedad! Todos los que se fugan, por mis consejos, me prometieron venir por mí y llevarme en hombros; luego se largan sin avisarme, y si los prenden, cargo la culpa, y vienen a decir que he sido su cómplice, por lo cual tengo que exigir que les echen palo, para recuperar así mi influencia mermada. ¿Quién le rogó al francés que pidiera de rumbero a Clemente Silva? ¿Qué mejor coyuntura para un picure? ¡Y usted, lejos de agradecer mis indicaciones, me trató mal! Y en vez de impedir que el sabio se metiera en tantos peligros, lo dejó solo, y tuvo la ocurrencia de venir con esas cartas donde el patrón, para que sucediera lo sucedido. ¡Y ahora quiere que yo me ponga a contradecir lo que el amo diga, cuando nos ha perdido el Visitador!

-¡Hola, paisano, explíqueme eso!

-No, porque nos oyen en la cocina. Si quiere, más tardecito nos meteremos en la curiara, con el pretexto de ir a pescar.

Así lo hicimos.


En el puerto había diferentes embarcaciones. Mi compañero se detuvo a hablar con un boga que dormía a bordo de una gran lancha. Ya me impacientaba por la demora cuando oí que se despidieron. El boga prendió el motor y encendiose la luz eléctrica. Encima del bombillo de más volumen comenzó a zumbar el ventilador.

Entonces, por un tablón que servía de puente, pasaron a la barca varias personas, de vestidos almidonados, y entre ellas una dama llena de joyas y de arandelas, que se reía con risa de rico. Mi compañero se me acercó. «Mire, dijo en voz baja, los señores amos están de té. Esa hermosura a quien le da la mano Su Señoría es la madona Zoraida Ayram».

Nos metimos en la curiara, y a poco andar, la amarramos en un remanso, desde donde veíamos luces de focos reflejadas en la corriente. Balbino Jácome dio principio a su exposición:

«Según me contaba Juanchito Vega, las cartas que el francés mandó al extranjero habían producido alarmas muy graves. A esto se agrega que el francés desapareció, como desaparecen aquí los hombres. Pero Arana vive en Iquitos y su dinero está en todas partes. Hace como seis meses, empezó a mandar los periódicos enemigos, para que la empresa los conociera y tomara con tiempo sus precauciones.

Al principio, ni siquiera me los mostraban; después me preguntaron si podían contar conmigo y me gratificaron con la administración de la pulpería.

Cierta vez que los empresarios se marcharon a La Chorrera, unos cuadrilleros pidieron quinina y pólvora. Como bien conozco qué capataces no deletrean, hice varios paquetes en los periódicos y los despaché a los barracones y siringales, por si algún día, al quedar por ahí volteando, daban con un lector que los recogiera.

-Paisano, repuse, ahora sí le creo. Entre nosotros circuló uno. ¡Por causa de él vine a dar aquí, a encontrarme la salvación! ¡Gracias a usted! ¡Gracias a usted!

-No se alegre, paisano: ¡Estamos perdidos!

-¿Por qué? ¿Por qué?

-¡Por la venida de este maldito Visitador! ¡Por este Visitador que al fin no hizo nada! Mire usted: quitaron el cepo, el día que llegó, y pusiéronselo de puente al desembarcar, sin que se le ocurriera reparar en los agujeros o en las manchas de sangre que lo vetean; fuimos al patio, al lugar donde estaba fija la dicha máquina de tormento, y no advirtió los trillados que dejaron los prisioneros al sacudirse, pidiendo agua y pidiendo sombra. Por burlarse de él, olvidaron en la baranda un berrenque de cuatro puntas, y preguntó el muy simple si estaba hecho de piel de toro. Y Macedo, con gran descaro, le dijo riéndose: «Su Señoría es hombre sagaz. Quiere saber si comemos carne vacuna. Evidentemente, aunque el ganado cuesta carísimo, en aquel botalón apegamos las resecitas».

-Sin embargo, argüí, el Visitador es un hombre enérgico,

-Pero sin malicia ni observación. Es como un toro ciego que solo le embiste al que le haga ruido. ¡Y aquí nadie se atreve a hablar! Aquí ya estaba todo bien arreglado y las cuadrillas reorganizadas: a los peones descontentos o resentidos los encentraron quién sabe en dónde, y los indios que poco entienden el español ocuparon los caños próximos. Las visitas del funcionario se limitaron a reconocer algunas cuadrillas, de las ciento y tantas que trabajan en estos ríos y en muchos otros inexplorados, de suerte que en recorrerlas e interrogarlas nadie gastaría menos de cinco meses. Aún no hace una semana que llegó el Visitador y ya está de vuelta.

Su Señoría se contentará con decir que estuvo en la calumniada selva del crimen, que les habló de habeas corpus a los gomeros, oyó sus quejas, impuso su autoridad y los dejó en condiciones inmejorables, facultados para el regreso al hogar lejano. Y de aquí en adelante, nadie prestará crédito a las torturas y expoliaciones, y sucumbiremos sin esperanza, porque el informe que presente Su Señoría será respuesta obligada a todo reclamo, si es que quedan personas candidas que se atrevan a insistir sobre asuntos ya desmentidos oficialmente.

Paisano, no se sorprenda al escucharme estos razonamientos, en los cuales no tengo parte. Es que se los he oído a los empresarios. Ellos temblaron ante la idea de salir de aquí con la soga al cuello; y hoy se ríen del temor pretérito porque aseguraron el porvenir. Cuando el Visitador se movía para tal caño, en ejercicio de sus funciones, quedábamos en casa sin más distracción que la de apostar a que no pasarían de cinco, de tres o dos los gomeros que se atrevieran a dar denuncios y a que Su Señoría tendría para todos la misma frase: «Usted puede irse cuando le plazca».

-Paisano, ¡Si estamos libres! ¡Si nos han dado la libertad!

-No, compañero, ni se lo sueñe. Quizás algunos podrían marcharse, pero pagando, y no tienen medios. No saben el por dónde, el cómo, ni el cuándo. «Mañana mismo». ¡Ese es un adverbio que suena bien! ¿Y el saldo, y la embarcación, y el camino y las guarniciones? Salir de aquí por quedar allá, no es un negocio que pague el gasto, muy menos hoy que los intereses solo se abonan a rejo y sangre.

-¡Yo me olvidaba de esa verdad! ¡Me voy a hablarle al Visitador!

-¡Cómo! ¿A interrumpirle sus coloquios con la madona?

-¡A pedirle que me lleve de cualquier modo!

-No se afane, que mañana será otro día. El boga con quien hablé al venir aquí, dañará el motor de la lancha esta misma noche y durará el daño hasta que yo quiera. Para eso está en mis manos la pulpería. Ya ve que los lambones de algo servimos.

-¡Perdóneme, perdóneme! ¿Qué debo hacer?

-Lo que manda Dios: confiar y esperar. ¡Y lo que yo mando: seguir oyendo!

Sin hacer caso de mis angustias, Balbino Jácome prosiguió:

-Su Señoría no se lleva ni un solo preso, aunque se le hubieran dado algunitos, por peligrosos; no a los que matan y a los que hieren, sino a los que roban. Pero el Visitador no pudo hacer más. Antes que llegara, fueron espías a las barracas a secretear el chisme de que la empresa quería cerciorarse de cuáles eran los servidores de mala índole, para ahorcarlos a todos juntos, con cuyo fin les tomaría declaraciones cierto socio del extranjero, que se haría pasar por Juez de instrucción. Esta medida tuvo un éxito completísimo: Su Señoría halló por doquiera gentes felices y agradecidas, que nunca oyeron decir de asesinatos ni de vejámenes.

Mas el crimen perpetuo no está en las selvas sino en dos libros: en el Diario y en el Mayor. Si Su Señoría los conociera, encontraría mas lectura en el DEBE que en el HABER, ya que a muchos hombres se les lleva la cuenta por simple cálculo, según lo que informan los capataces. Con todo, hallaría datos inicuos: peones que entregan kilos de goma a cinco centavos y reciben franelas a veinte pesos; indios que trabajan hace seis años, y aparecen debiendo aún el mañoco del primer mes; niños que heredan deudas enormes, procedentes del padre que les mataron, de la madre que les forzaron, hasta de las hermanas que les violaron, y que no cubrirán en toda su vida, porque cuando conozcan la pubertad, ¡los solos gastos de su niñez les darán medio siglo de esclavitud!

Mi compañero hizo una pausa, mientras me ofrecía su tabaquera. Yo, aunque consternado por lo que oía, quise defender al Visitador:

-Probablemente Su Señoría no tendrá orden judicial para ver los libros.

-Aunque la tuviera. Están bien guardados.

-¿Y cómo será posible que Su Señoría no lleve pruebas de tantos atropellos que fueron públicos? ¿Se estará haciendo el disimulado?

-Aunque así fuera. ¿Qué ganaríamos con la evidencia de que fulano mató a zutano, robó a mengano, hirió a perensejo? Eso, como dice Juanchito Vega, pasa en Iquitos y en donde quiera que existan hombres: cuánto más aquí en una selva sin policía ni autoridades. Líbrenos Dios de que se compruebe crimen alguno, porque los patrones lograrían realizar su mayor deseo: la creación de Alcaldías y de Panópticos, o mejor, la iniquidad dirigida por ellos mismos. Recuerde usted que aspiran a militarizar los trabajadores, a tiempo que en Colombia pasan cosillas reveladoras de algo muy grave, de subterránea complicidad, según la frase de Larrañaga. ¿Los colonos colombianos no están vendiendo a esta empresa sus fundaciones, forzados por la falta de garantías? Ahí están Calderón, Hipólito Pérez y muchos otros, que reciben lo que les dan, creyéndose bien pagados con no perderlo todo y poder escurrir el bulto. Y Arana, que es el despojador, ¿no sigue siendo, prácticamente, Cónsul nuestro en Iquitos? Y el Presidente de la República, ¿no dizque envió al General Velasco a licenciar tropas y resguardos en el Putumayo y en el Caquetá, como respuesta muda a la demanda de protección que los colonizadores de nuestros ríos le hacían a diario? ¡Paisano, paisanito, estamos perdidos! ¡Y el Putumayo y el Caquetá se pierden también!

Óigame un consejo: ¡No diga nada! Dicen que el que habla yerra, pero el que hable de estos secretos errará más. Yaya predíquelos en Lima o en Bogotá, si quiere que lo tengan por mentiroso y exagerado. Si le preguntan por el francés, diga que la empresa lo envió a explorar lo desconocido; si le averiguan la especie aquella de que El Culebrón mostró cierto día el reloj del sabio, adviértales que eso fue solo con ocasión de una borrachera, y que por siempre la está durmiendo. Al que lo interrogue por El Chispita, respóndale que era un capataz bastante ilustrado en lenguas nativas: yeral, carijona, huitoto, muinane; y si usted, por adobar la conversación, tiene que referir algún episodio, no cuente que esa paloma les robaba los guayucos a los indígenas para tener pretexto de castigarlos por inmorales, ni que los obligaba a enterrar la goma, solo por esperar que llegara el amo y descubrirle ocasionalmente los escondites, con lo cual sostenía su fama de adivino honrado y vivaz; hable de sus uñazas, afiladas como lancetas, que podían matar al indio más fuerte con imperceptible rasguñadura, no por ser mágicas ni enconosas, sino por el veneno de curare que las teñía.

-Paisano, exclamó, ¡usted me habla de Lima y de Bogotá, como si estuviera seguro de que puedo salir de aquí!

-Sí, señor. Tengo quién lo compre y quién se lo lleve: ¡la madona Zoraida Ayram!

-¿De veras? ¿De veras?

-Como ser de noche. Esta mañana cuando Su Señoría lo mandó llamar para interrogarlo, la madona lo veía desde la baranda, con su binóculo: y cuando usted declaró en voz alta que no quería trabajar más, ella pareció muy complacida por la insolencia. «¿Quién es, me preguntó, ese viejo tan arriesgado?» Y yo respondí: «Nada menos que el hombre que le conviene: es el rumbero llamado El Brújulo, a quien le recomiendo como letrado, ducho en los números y en las cuentas, perito en tratos de goma, conocedor de barracas y siringales, avispado en asuntos de contrabando, buen mercader, buen boga, buen pendolista, a quien su hermosura puede adquirir por muy poca cosa. Si lo hubiera tenido cuando el asunto de Juan Muñeiro, no me contaría complicaciones».

-¿Asunto de Juan Muñeiro? ¿Complicaciones?

-Sí, descuidillos que ya pasaron. La madona les compró el caucho a los picures de Capalurco, y en Iquitos se lo querían decomisar. Pero ella triunfó, ¡para eso es hermosa! Les habían prohibido a las guarniciones que la dejaran subir los ríos de esta región, y ya ve usted que el Visitador le compuso todo, y hasta de balde. Sin embargo: la mujer cuando da, pide; y el hombre pide cuando da.

-Compañero, ¡la madona tendrá noticias de Lucianito! ¡Quiero hablar con ella! ¡Aunque no me compre!

Veinte días después estaba en Iquitos.


La lancha de la madona remolcaba un bongo de cien quintales, en cuya popa gobernaba yo la espadilla, sufriendo sol. Frecuentemente atracábamos en bohíos del Amazonas, para realizar la corotería aunque fuera permutándola por productos de la región, jebe, castañas, pirarucú, ya que hasta entonces la agricultura no había conocido adictos en esos territorios tan dilatados. Doña Zoraida misma pactaba las permutas con los colonos, y era tal su labia de mercachifle, que siempre al reembarcarse tuvo el placer de que yo inscribiera en el Borrador las cicateras utilidades que había obtenido.

No tardé en convencerme de que mi ama era de carácter insoportable, tan atrabiliaria como un canónigo. Negose a aceptar la idea de que yo fuera el padre de Lucianito, habló despectivamente de Juan Muñeiro, y a fuerza de humillaciones pude saber que los prófugos, tras de engañarla con un siringa, que era robado y de mala clase, burlaron las guarniciones del Amazonas y remontaron el Caquetá hasta la confluencia del Apoporis, por donde subieron en busca del río Taraira, que tiene una trocha para el Vaupés, a cuyas márgenes fue a buscarlos apenas pudo, con el objeto de que la indemnizaran de los perjuicios provenientes del contrabando, sin lograr más que decepciones y hasta calumnias contra su decoro de mujer virgen, pues hubo deslenguados que se atrevieron a comentar un drama de amor.

-¡No olvides, viejo, gritome un día, tu condición de criado mendigo! No tolero que me interrogues familiarmente sobre asuntos que apenas serían pasables en conversaciones de camaradas. Basta de preguntarme si Lucianito es un mozo apuesto, si tiene bozo, buena salud y modales nobles. ¿Qué me importan a mí semejantes cosas? ¿Ando tras de los hombres para inventariarles sus lindas caras? ¿Está mi negocio en preferir los clientes gallardos? ¡Sigue tú de atrevido y necio, para vender tu cuenta a quien me la compre!

-¡Madona, no me trate usted así, que ya no estamos en los cauchales! ¡Harto estoy de sufrir por hijos ingratos! ¡Ocho años llevo de buscar al que se me vino, y él, quizás, mientras yo lo anhelo, no habrá pensado nunca en hallarme a mí! ¡El dolor de este pensamiento sería suficiente para abreviarme la pesadumbre, porque soy capaz, en cualquier instante, de soltar el timón del bongo y lanzarme al agua! ¡Solo quiero saber si Luciano ignora que yo lo busco; si topaba mis señas en los troncos y en los caminos; si se acordaba de su mamá!

-¡Ay, arrojarte al agua! ¡Arrojarte al agua! ¿Será posible? ¿Y mis dos mil soles? ¿Mis dos mil soles? ¿Quién me paga mis dos mil soles?

-¿Ya no tengo derecho ni de morir?

-¡Eso sería un fraude!

-¿Pero cree usted que mi cuenta es justa? ¿Quién no cubre en ocho años de labor diaria lo que se come? ¿Estos harapos que llevo encima no están gritando la miseria en que viví siempre?

-Y el robo de tu hijo...

-¡Mi hijo no roba! ¡Aunque haya crecido entre bandoleros! No lo confunda con los demás. ¡Él no le ha vendido caucho ninguno! Usted hizo el trato con Juan Muñeiro, recibió la goma y nada le dio. ¡He revisado todos los libros!

-¡Ay, este hombre es espía! ¡Me engañaron los de El Encanto! ¡Traición del viejo Balbino Jácome! ¡Pero de mí no te burlarás! ¡Cuando desembarquemos, te haré prender!

-¡Sí, que me entreguen al Juez Valcárcel, para quien llevo muchas revelaciones!

-¡Alá! ¿Piensas meterme en nuevos embrollos?

-¡Pierda cuidado! No seré delator cuando he sido víctima.

-Yo arreglo eso. ¡Me echarás encima el odio de Arana!

-No mentaré lo de Juan Muñeiro.

-¡Vas a crearte enemigos muy poderosos! ¡En Manaos te dejaré libre! ¡Irás al Vaupés y abrazarás a Luciano Silva, a tu hijo querido, quien de seguro te anda buscando!

-No desistiré de hablar con mi Cónsul. ¡Colombia necesita de mis secretos! ¡Aunque muriera inmediatamente! ¡Ahí le queda mi hijo para luchar!

A las pocas horas, desembarcamos.


El altercado con la madona me enalteció. A las últimas frases, me troqué en amo, temido por mi dueña, mirado con respeto por la servidumbre de lancha y bongo. El motorista y el timonel, que en días anteriores me ordenaban lavar sus ropas, no sabían qué hacer con el señor Silva. Al saltar a tierra, uno de ellos ofreciome sus cigarrillos, mientras que el otro me alargaba la yesca de su eslabón, con sombrero en mano.

-«Señor Silva, ¡usted nos ha vengado de muchas cosas!»

-La mestiza de Parintins, camarera de la madona, pidió a los hombres, desde la lancha, que descorrieran las cortinas de lona cruda.

-Pronto, que la señora tiene cefálicos. Ya se ha tomado dos aspirinas. ¡Es necesario guindar la hamaca!

Mientras los marineros obedecían, empecé a meditar mis planes: ir al Consulado de mi país, exigirle al cónsul que me asesorara en la Prefectura o en el Juzgado, denunciar los crímenes de la selva, referir cuanto me constaba sobre la expedición del sabio francés, solicitar mi repatriación, la libertad de los caucheros esclavizados, la revisión de libros y cuentas en La Chorrera y en El Encanto, la redención de miles de indígenas, el amparo de los colonos, el libre comercio en caños y ríos. Todo, después de haber conseguido la orden de amparo a mi autoridad de padre legítimo, sobre mi hijo menor de edad, para llevármelo, aun por la fuerza, de cualquier cuadrilla, barraca o monte.

La camarera se me acercó:

-Señor Silva, nuestra señora ruega a usted que ordene sacar del bongo lo que allí venga y que haga en la Aduana las gestiones indispensables, como cosa propia, por ser usted el hombre de más confianza.

-Dígale que me voy para el Consulado.

-¡Pobrecita, cómo ha llorado al pensar en !

-¿Quién es ese ?

-Lucianito. Así le decía cuando anduvieron juntos en el Vaupés.

-¡Juntos!

-Sí señor, como beso y boca. Era muy generoso, le conseguía lotes de caucho. La que tiene detalles ciertos es mi hermana mayor, que actualmente está en el Río Negro, como querida de un capataz del turco Pezil, y fue primero que yo camarera de la madona.

Al escuchar esta confidencia, temblé de amargura y resentimiento. Volví el rostro hacia la ciudad, disimulando mi indignación. Ignoro en qué momento me puse en marcha. Atravesé corrillos de marineros, filas de cargadores, grupos del resguardo. Un hombre me detuvo para que le mostrara mi pasaporte. Otro me preguntó de dónde venía, y si en mi canoa quedaban legumbres para vender. No sé cómo recorrí calles, suburbios, atracaderos. En una plaza me detuve frente a un portón que tenía un escudo. Llamé.

-¿El Cónsul de Colombia se encuentra aquí?

-¿Qué Cónsul es ese? preguntó una dama.

-El de Colombia.

-¡Ja, ja!

En una esquina vi sobre el balcón el asta de una bandera. Entré.

-Perdone, señor: ¿el Consulado de la República de Colombia?

-Este no es.

Y seguí caminando de ceca en meca, hasta por la noche.

-Caballero, le dije a un nadie: ¿dónde reside el Cónsul de Francia?

Inmediatamente me dio las señas. La oficina estaba cerrada. En la placa de cobre leí este anuncio: Horas de despacho, de nueve a once.


Pasada la primera nerviosidad, me sentí tan acobardado, que echó de menos la salvajez de los siringales. Siquiera allá tenía conocidos y para mi chinchorro no faltaba un lugar; mis costumbres estaban hechas, sabía desde por la noche la tarea del día siguiente y hasta los sufrimientos me venían reglamentados. Pero en la ciudad advertí que me faltaba el hábito de las risas, del albedrío, del bienestar. Vagaba por las aceras con el temor de ser importuno, con la melancolía de ser extranjero. Me parecía que alguien iba a preguntarme por qué andaba ocioso, por qué no seguía fumigando goma, por qué había desertado de mi barraca. Donde hablaran recio, mis espaldas se estremecían; donde hallaba luces, encandilábanse mis ojos, habituados a la penumbra. La libertad me desconocía, porque no era libre: tenía un amo, el acreedor; tenía un grillo, la deuda; y me faltaban la ocupación, el techo y el pan.

Varias veces había recorrido el pueblo, sin comprender que no era muy grande. Al fin, me di cata de que todos los edificios se repetían. En uno de ellos desocupábanse los vehículos. Adentro, aplausos y músicas. La madona bajó de un coche, en compañía de un caballero gordo, cuyos bigotes eran gruesos y retorcidos como dos cables. Quise volver al puerto y vi en una tienda al motorista y al timonel.

-Señor Silva, estamos aquí porque no hay cuidado en la embarcación. Ya entregamos todo. Mañana, a las doce en punto, sale el vapor de línea que entra al Río Negro. La madona compró pasaje. Pero los tres viajaremos en nuestra lancha. Saldremos cuando lo ordene. Le aconsejaríamos dejar sus secretos para Manaos. Aquí no le oyen. ¿Qué esperanzas le dio su Cónsul?

-Ni siquiera sé dónde vive.

-¿Ustedes podrían decirme, les preguntó el timonel a los parroquianos, si el Consulado de Colombia tiene oficina?

-No sabemos.

-Creo que donde Arana, Vega y Compañía, insinuó el motorista. Yo conocí de Cónsul a don Juancho Vega.

La ventera, que lavaba las copas en un caldero, advirtió a sus clientes:

-El latonero de aquí adelante me ha contado que a su patrón lo llaman El Cónsul. Pueden indagar si alguno de ellos es colombiano.

Yo, por honor del nombre, rechacé la burla:

-¡Ustedes no sospechan por quién pregunto!

Sin embargo, al amanecer tuve el pensamiento de visitar la latonería y pasé varias veces por la acera opuesta, con actitudes de observador, mientras llegaba la hora de presentarme al Cónsul de Francia. La gente del barrio era madrugadora. No tardó en abrirse la indicada puerta. Un hombre, que tenía delantal azul, soplaba fuera del quicio, con grandes fuelles, un brasero metálico. Cuando llegué, comenzó a soldar el cuello de un alambique. En los estantes se alineaba una profusa cacharrería.

-Señor, ¿Colombia tiene Cónsul en este pueblo?

-Aquí vive, y ahora saldrá.

Y salió, sorbiendo su pocillo de chocolate. El tal no era un ogro, ni mucho menos. Al verlo, aventuré mi campechanada:

-¡Paisano! ¡Paisano! ¡Vengo a pedir mi repatriación!

-Yo no soy de Colombia, ni gano sueldo. Su país no repatria a nadie. El pasaporte vale cincuenta soles.

-Vengo del Putumayo, y esto lo compruebo con la miseria de mis chanchiras, con las cicatrices de los azotes, con la amarillez de mi rostro enfermo. Lléveme al Juzgado a denunciar crímenes.

-Yo no soy abogado ni sé de leyes. Si no puede pagar a un procurador.

-Tengo revelaciones sobre la exploración del sabio francés.

-Pues que las oiga el Cónsul de Francia.

-A un hijo mío, menor de edad, me lo secuestraron en esos ríos.

-Eso se debe tratar en Lima. ¿Cómo se llama el hijo de usted?

-¡Luciano Silva, Luciano Silva!

-¡Oh, oh, oh! Le aconsejo no decir nada. El Cónsul de Francia tiene noticias. Ese apellido le será ingrato. Un tal Silva fue a La Chorrera, después que el sabio despareció, usando los vestidos del hombre ilustre. La orden de captura no tardará. ¿Conoce usted al rumbero apodado El Brújulo? ¿Cuáles van a ser sus revelaciones?

-Versarán sobre cosas que me contaron.

-Las sabrá de seguro el señor Arana, quien se interesa por ese asunto; pero refiéraselas usted y pídale trabajo, de parte mía. Él es hombre muy bueno y le ayudará.

Porque no percibiera mi agitación, me despedí sin darle la mano. Cuando salí a la calle, no acertaba a encontrar el puerto. El motorista y el timonel estaban a bordo con unos peones.

-Vámonos, les rogué.

-Venga conozca tres compañeros, del personal del señor Pezil, el caballero grueso que anoche estuvo en cine con la madona. Todos vamos para Manaos, y vamos solos porque nuestros patrones toman el buque.

Al instalarnos para partir, me dijo alguno de esos muchachos:

-De todo corazón lo acompañamos en sus desgracias.

-De igual manera les agradezco sus expresiones.

-En el propio raudal de Yavaraté, contra las raíces de un Jacaranda.

-¿Qué me dice usted?

-Que es preciso esperar tres años para poderle sacar los huesos.

-¿A quién? ¿A quién?

-A su pobre hijo. ¡Lo mató un árbol!

El trueno del motor apagó mi grito:

-¡Vida mía! ¡Lo mató un árbol!