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ArribaAbajoEl otoño

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Los árboles empezaban a despojarse de su follaje espléndido y las calles estaban cubiertas de hojas formando una capa bastante espesa. Las lluvias se habían iniciado y el cielo no ostentaba aquel azul purísimo que tanto encantaba a don Mario. Tuvo, sin embargo, la suerte de que a los dos días de su llegada al pueblo el tiempo mejorase mucho, y como el otoño cuando es bueno es una estación deliciosa que tiene mil encantos, pudo salir con los niños a pasear por la posesión después de comer, esto es, a las dos de la tarde.

Se acordó enseguida de aquellos hijos de los guardas que habían castigado las madres por sus malos instintos y preguntó a sus ahijados si se había cumplido lo que él indicara.

-Ciertamente, padrino, le contestó Mercedes; León fue llevado al instante a un colegio que creo que tú pagas...

-Sí, interrumpió don Mario, y dije que pusieran el importe a mi cuenta y ya lo habrá abonado tu padre.

-En el colegio, continuó la niña, han tratado con dulzura a León y aseguran que el chico no parece el mismo que antes. Cuentan que algunas veces, vigilándole de lejos, le han dejado bajar solo al jardín y que no ha vuelto a coger a los pajaritos en los nidos para matarlos ni a destruir los hormigueros. Al contrario, les ha echado migas de pan y se ha complacido viendo cómo los padres de los pajarillos se llevaban las más grandes en sus picos para dárselas a sus crías y cómo las más pequeñas las metían en sus casas las hormigas.

-¿Y el otro niño? Preguntó el anciano.

-Jacinto, respondió Rafael, es ya amigo nuestro, se ha vuelto muy bueno y llora cuando recuerda el daño que hizo en otro tiempo a los animales y el destrozo que causó en las plantas.

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-Nosotros no queremos que hable de eso, objetó Mercedes.

-Pero él se empeña en hacerlo para castigarse, añadió Rafael.

Y no se trató más de este asunto.

Siguieron su paseo, entreteniéndose los niños en pisar las hojas secas. A cada instante encontraban, con cargas de leña, hombres que les daban las buenas tardes y proseguían su camino con la tranquilidad de conciencia del que sabe que está autorizado a llevar a su hogar pobre y frío lo que ha de prestarle bienestar y calor.

El anciano permitía a los infelices campesinos que lo hicieran y eran muchas las bendiciones que sobre él caían por tan singular beneficio.

Al pie de un montecillo encontraron a un niño de diez a doce años que rendido sin duda por una larga caminata y no pudiendo resistir el peso de la leña, había dejado caer ésta en el suelo y apoyando en ella la cabeza, hermosa y curtida por los rayos del sol y el aire, dormía profundamente. Había algo de triste y amargo en la expresión de aquel rostro, algo impropio de su corta edad, como si tuviera prematuros pesares o viviese aislado en el mundo.

Mercedes y Rafael no le conocían apenas, no era hijo de ningún colono y únicamente habían oído decir que vivía ya en un pueblo, ya en otro de lo que le proporcionaba la caridad.

-Pero, padrino, dijo Rafael, ¿cómo podrá dormir este chico sobre una almohada tan dura?

-La costumbre, hijo mío, le contestó el anciano; acaso no haya conocido otra cama que el suelo, ¡y tiene el sueño bien cogido! Dejémosle descansar que quizá sea feliz ahora y despierto sufra los rigores de un destino que no merece. Si lo necesita lo sabremos, pues ya le volveremos a hallar. Vosotros quedáis encargados, si yo no le viera en estos días, de buscarle y socorrerle. Vuestro padre os entregará en nombre mío el dinero que para ello haga falta. Ahora daremos la vuelta hacia casa para que merendéis.

-¿A que no aciertas lo que nos gusta tomar ahora por las tardes, alternando con las frutas de otoño?

-No lo sé, niños míos.

-Pues, miel y pan, no mucha porque dice nuestra madre que nos haría daño.

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-Padrino, dijo Mercedes, hace poco hemos visto sacar la miel de las colmenas. Los hombres tenían que cubrirse con trapos la cara para acercarse a ellas porque si no las abejas les hubieran picado. Había centenares de éstas alrededor de los panales y si algún infeliz se descuidaba le clavaban el aguijón.

-Han sacado mucha miel y mucha cera, prosiguió Rafael, son unos animalitos muy útiles las abejas. En casa hay ya bastantes ollas llenas de miel; la cera se la han llevado para hacer velas.

-Me complace ver cómo os fijáis en todo, les dijo don Mario, así aprendéis insensiblemente las cosas.

Ya cerca de la casa preguntó el niño al anciano:

-¿Esta vez no hay fábula?

-No sé ninguna propia de la estación en que estamos, respondió el padrino. No recuerdo entre las que aprendí ni una sola en que se tratase de las viñas ni de las hojas secas... pero aguardad, voy a deciros algo que se relaciona con ese muchacho que dormía tan profundamente y con tanto agrado sobre su carga de leña. El apólogo se titula «La fuerza de la costumbre» y dice así:


    Un caballero ilustre e ilustrado
fue, por no sé qué causa, desterrado,
pero antes de emprender largo camino
quiso unir a su suerte a un campesino
que mucho conocía al caballero
y le siguió con gusto al extranjero.
    Como en salir de España algo tardase,
para ocultar mejor su nombre y clase,
cedió la buena ropa a su criado
y la de éste se puso sin cuidado.
    Llegaron a un lugar de poca fama
pidiendo los viajeros allí cama,
mas siendo la posada muy pequeña,
pero tranquila, plácida y risueña,
y teniendo ya huéspedes los cuartos,
no queriendo partir, de viajar hartos,
aceptó el emigrado satisfecho,
un cuarto con dos camas, sólo un lecho.
En un montón de paja se convino
que durmiera el del traje campesino,
paja que al pie del lecho colocaron
después que las dos camas arreglaron.
    Acostóse en la paja el caballero
y en la humilde cama su escudero,
porque vieron que el huésped que allí estaba
con oculta intención les observaba.
Se durmieron los tres; el desterrado
tardó poco en soñar. Había llegado
para poner el sitio con presteza
a una alta inexpugnable fortaleza,
y cuando tuvo fin aquel asalto,
desde el montón de paja dando un salto,
al lecho se subió medio dormido,
pensando en fiera lucha haber vencido.
    En tanto el campesino que soñaba
que a un pozo muy profundo se bajaba,
del lecho se arrojó; mal desvelado
en el montón de paja quedó echado.
Y cuando así acostados estuvieron
los dos tranquilamente se durmieron.
    Al despuntar el alba despertaron
y ambos con gran sorpresa se miraron.
Al ponerse de pie rápidamente
le dijo el caballero a su sirviente:
    -«Quédese cada cual ya con su ropa,
e iremos más felices, sosegados,
aunque tengamos que cruzar Europa:
los papeles no deben ser trocados.
Que volverá a pasar lo que hoy sucede
debemos abrigar la certidumbre.
Los dos hemos probado lo que puede
la fuerza singular de la costumbre».

Así terminó el anciano su fábula y Rafael dijo apenas cesó de hablar:

-Eso le pasaba al niño que hemos encontrado, dormía tan bien sobre su dura almohada y nosotros no hubiéramos podido descansar ni un minuto sobre ella.

-Es que el pobrecillo estaría cansado, repuso don Mario. El bosque en el que cogen la leña está lejos y la carga es muy pesada para una criatura de su edad. Es seguro que servirá para calentar a otros mientras él pasará frío. Se ve en su semblante más de una huella de privaciones y sufrimientos. No olvidéis, como os he dicho, averiguar dónde para a fin de que le socorramos si lo necesita, como todo lo hace suponer.

Ya estaban a la puerta de la casa y entraron en el salón donde don Mario solía referir los cuentos a los niños. Allí les sirvieron a todos la merienda y pasado un rato empezó el padrino una de las narraciones referentes al otoño, a la que habían de continuar otras dos en las siguientes tardes como de costumbre.


ArribaAbajoOctubre

El racimo de uvas


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Las viñas de Andrés Cifuentes eran la admiración y envidia de los habitantes de aquel pueblo que se distinguía más que por nada por sus buenos vinos.

Habían labrado la fortuna de su dueño, el más rico de la localidad, que todos los años colocaba a buen precio el tinto y el blanco que hacía con limpieza, puros, sin engaños de ninguna clase.

No se veían en parte alguna racimos de uvas más sanos ni más grandes que los de aquellas tierras.

En la época de la vendimia, a principios de octubre, encontraban trabajo en la casa de Andrés muchas jóvenes del pueblo, a las que pagaba bien y trataba con buenos modos. La menor de todas era una niña de doce años, huérfana de padre y madre, que vivía con una tía suya que la había recogido por caridad. Llamábase Dolores y se admiraba por su actividad y por su carácter dulce y humilde. Todo el mundo la mandaba y ella obedecía siempre sin replicar. El hijo único de Cifuentes la quería mucho; era un chico de la misma edad que la muchacha, travieso, pero bueno en el fondo.

La vendimia tocaba a su término; las mozas llenaban las banastas de uvas negras o verdes y el amo lo vigilaba todo y daba órdenes a cuantos le servían.

Habiéndose parado delante de Dolores, le dijo señalando un racimo de peso verdaderamente extraordinario que no estaba cortado todavía:

-Este me lo pones encima de los demás; quiero servírselo en la mesa al señor Obispo que vendrá a hacer su visita pastoral. Su Ilustrísima es de este pueblo y cuando estaba entre nosotros, antes de entrar en el Seminario, tenía pasión por las uvas. Si no come estas, se le regalarán con otras cosas que ha de ofrecerle el pueblo. Conque mucho cuidado con ese racimo, que no se aplaste, que no se estropee; tengo puesto mi orgullo en él.

Dicho esto se alejó. Dolores terminó su tarea colocando las hermosas uvas elegidas por Andrés para obsequiar al Obispo sobre todas las demás.

En aquel momento apareció el hijo de Cifuentes. Iba con su traje de los días de fiesta; llevaba sombrero nuevo y guantes.

-¿Adónde vas tan majo? Le preguntó la niña.

-Voy, respondió él, a esperar en el lugar vecino al señor Obispo en representación de mi padre, con el cura y el alcalde de aquí. Vamos en una hermosa carretela que hemos alquilado. He querido antes despedirme de ti y comer algunas uvas.

-Gracias por lo primero. En cuanto a lo segundo puedes coger lo que quieras, no siendo este racimo que está encima y es el mejor.

-¡Vaya una vendimiadora, exclamó el muchacho, mirando en derredor suyo, que se ha dejado ahí unas uvas que son una delicia! No has registrado todas las cepas.

Dolores vio que en efecto había tenido ese descuido y se dispuso a remediarlo buscando si aún quedaban más uvas.

Entre tanto Antonio, el hijo de Cifuentes, se había acercado a la banasta y cogido el racimo que estaba encima para examinarlo.

-¡Vaya unas uvas! Dijo, ¡qué ricas deben de estar! ¿Quién ha de apreciarlas mejor que yo ni a quién se las daría con más gusto mi padre? No tiene en el mundo más que a mí. ¡Vaya si me atrevo yo con un racimo como éste y aunque fuera mayor, que no lo hay!

Y empezó a comer las uvas y se dio tanta prisa que cuando volvió Dolores ya no le quedaban más de una docena.

-Toma, toma, dijo poniéndoselas en la mano a la niña, pruébalas y verás si son cosa buena. Estoy seguro de que no te has comido ni una y eso es una tontería habiendo tantas.

Dolores, sin sospechar que aquellas uvas fueran del racimo destinado al Obispo, se las comió encontrándolas deliciosas. Luego se despidió Antonio de ella y cuando estuvo sola fue cuando advirtió la falta del racimo que le había recomendado su amo.

Las banastas fueron colocadas en una gran habitación. Dolores temblaba al pensar que Cifuentes la reñiría, la despediría para siempre, cuando pidiese las uvas que no le podría presentar. Ella no se atrevía a acusar a Antonio a quien quería mucho y que no había obrado por mala intención ni sospechado que aquello pudiera traer perjuicio a nadie.

Llegó la hora de arreglar la mesa para que se sentara a ella el Obispo. Había sobre el mantel, flores, dulces, pasteles, no faltaba más que la fruta. Andrés pidió a la niña el racimo de uvas.

-Lo pondremos solo en un frutero para que luzca mejor, dijo el amo.

Dolores no se movía; con la vista fija en el suelo esperaba el castigo que no tardaría en llegar.

-¿No me has oído, muchacha? Preguntó Cifuentes con alguna impaciencia.

-Señor, balbuceó la niña, es que el racimo...

-¿Qué ha pasado?

-No lo sé, pero no está aquí ya.

-¿Te lo has comido?

-No, señor.

-¿Jurarías que no lo has probado?

No, Dolores no podía jurar eso, porque harto sospechaba que las uvas que le había dado Antonio eran del gran racimo. Bajó la cabeza y no contestó.

-Quítate de mi vista, gritó Cifuentes, y que no te vuelva ya a encontrar por aquí. Has sido mala, desobediente, porque yo te había dicho que no tocases a esas uvas, ladrona, porque no eran tuyas... Discúlpate, discúlpate al menos...

La niña no contestó; lloraba silenciosamente limpiando sus lágrimas que quería ocultar a su amo.

-¡Ya viene Su Ilustrísima! Dijo un criado de Andrés.

Este echó a correr para ver llegar al Obispo. Todas las vendimiadoras le siguieron, sólo Dolores se quedó en aquel mismo sitio sin atreverse a dar un paso.

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El recibimiento hecho al prelado fue brillantísimo y él entró en su pueblo natal lleno de emoción y de dulce alegría. Allí habían vivido sus padres, allí había pasado los risueños años de su infancia, de aquel poético rincón había partido para seguir los estudios a que le llevaron su decidida vocación. Encontraba muchos antiguos camaradas, echaba bendiciones a todos y la multitud se apresuraba a besarle el anillo y a darle la bienvenida.

Entró en la iglesia bajo palio, permaneció en ella un gran rato y luego fue a casa de Cifuentes donde le habían preparado su alojamiento por ser el que reunía mejores condiciones.

Al sentarse a la mesa notó Andrés que faltaban las uvas en los fruteros.

-Tenía para Su Ilustrísima, dijo al prelado, un racimo como no había otro igual...

-No te importe si ya no lo tienes, le interrumpió el Obispo, las uvas no me gustan. ¡Como he comido tantas aquí de pequeño! Mañana me darás melón, he visto al pasar un melonar soberbio y me ha dicho tu hijo que es tuyo.

A Cifuentes se le quitó un peso enorme de encima al ver que a Su Ilustrísima no le gustaban ya las uvas. ¡Ni siquiera se hubiese fijado en su racimo! De todos modos lo hecho por Dolores merecía un ejemplar castigo y él se lo tenía que dar.

Todas las vendimiadoras fueron obsequiadas al día siguiente, que era el 7 de Octubre en el que se celebraba aquel año la Virgen del Rosario, con un almuerzo, excepto la pobre niña.

Antonio notó su falta y preguntó por ella a su padre. Andrés contó a su hijo lo que había pasado.

-Si es por eso por lo que no está aquí, replicó el muchacho, puedes decirle que venga a ocupar mi puesto porque el culpable soy yo. Me encargó que no tocara a ese racimo y mientras ella terminaba la vendimia, me lo comí. ¡Era tan hermoso! Dolores notaría que las uvas aquellas habían desaparecido, pero no te habrá dicho nada porque no me querría acusar. Le di una docena de granos, pero no era fácil que sospechara entonces que eran de ese racimo. Puede que con el tiempo me pase a mí lo que al señor Obispo, que no me gusten las uvas, pero ese día no ha llegado aún. Conque ¿voy a buscar a Dolores?

-Haz lo que quieras, respondió Cifuentes.

El niño echó a correr y diez minutos después volvía con la muchacha a la que el amo recibió con afecto haciendo que ocupara en la mesa un lugar preferente, al lado de Antonio.

La pobre niña, enterada por éste de lo ocurrido, no cabía en sí de gozo. El amo le había hecho justicia y la dejaría trabajar en sus viñas siempre que se presentara ocasión.

Para colmo de bienes sucedió que el señor Obispo preguntó si le quedaba algún pariente en el pueblo y entonces se averiguó que vivían en él una prima y una sobrina suya, que eran Dolores y la mujer que la había amparado. Su Ilustrísima, después de hablar mucho con ellas y convencido de que eran dignas de ser protegidas por él, les señaló una pensión de su bolsillo particular con la cual pudieron vivir bien aunque sin dejar de trabajar por eso.

También dio el Obispo limosnas para los pobres de la localidad, así es que el día en que partió de allí para seguir la visita pastoral, el pueblo en masa salió a despedirle vitoreándole, mientras él les echaba bendiciones alejándose conmovido y satisfecho del lugar donde nació.

Algunos años después volvió allá para casar a Dolores y Antonio que con gran regocijo de Andrés Cifuentes, llevó a su casa a la perla de las jóvenes de aquella tierra, la gentil vendimiadora de otros tiempos, y a su anciana tía.

Y en la espaciosa morada donde ya reinaba el bienestar, reinó también la alegría, la dulce paz del hogar dichoso, la felicidad de las familias que Dios bendice.




ArribaAbajoNoviembre

La siempreviva


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El escudo de armas del duque del Roble, uno de los señores más ilustres y más ricos de una provincia del mediodía de España que no hay para qué nombrar, se ve todavía a la puerta y en los muros de su castillo que ya por ruinoso no se habita y que su actual poseedor no ha querido reedificar. Presenta en sus cuarteles, en el primero sobre campo de gules, una verde rama, en el segundo, de color rojo también, una torre, en el tercero, sobre campo azul, una espada, en el último, azul igualmente, una siempreviva. La rama es de roble, emblema del título, el torreón en recuerdo a una fortaleza tomada al enemigo, la espada es igual a la que usara el primer duque al que agració un rey con ese título, la flor significa que, según una tradición, aquella familia no se extinguiría nunca. Varón o hembra, no habían de faltar jamás herederos a la noble casa. Remata el escudo un casco con la cimera vestida de plumas de diversos colores.

Hace tiempo, mucho tiempo, la familia se componía del duque, su mujer, una hija y un primo de aquél que iba en breve a contraer matrimonio. Era el último pobre y vivía a expensas de su ilustre pariente; la novia era rica, de clase menos noble, de carácter altivo a pesar de eso, y muy ambiciosa. Quería que la falta de dinero de su futuro esposo se supliera con honores y dignidades, y de esto resultó que el primo del duque deseara apoderarse de la fortuna del señor del Roble, aunque éste le había ofrecido su apoyo del que no carecería jamás.

La duquesa hacía una vida muy retirada, consagrándose por completo al cuidado de su hija, una hermosa niña de seis años. Su esposo, dedicado casi en absoluto al servicio de su rey abandonaba su castillo con mucha frecuencia para ir a la guerra o para cumplir alguna delicada misión que le confiaba el monarca. Estas ausencias las aprovechaba su primo, que se llamaba Teófilo, para conspirar contra los dueños de aquella fortaleza que, atacada por fuera, hubiese sido inexpugnable, pero que teniendo al enemigo dentro forzosamente había de rendirse en breve plazo, y así sucedió. Teófilo llevó a sus partidarios, que eran muchos, al interior del castillo, fingiendo darles un banquete y los fieles servidores, atacados a traición, fueron vencidos.

Dos leales escuderos lograron, dando pruebas invencibles de valor, sacar de aquellos muros a su señora y a la niña, mientras un puñado de bravos protegía su retirada. Ya a alguna distancia se separaron los dos grupos llevándose uno de los servidores a la duquesa y el otro a su hija, no sin citarse antes en el palacio del padre de la dama donde habían de reunirse. Ella y su salvador llegaron sin ser perseguidos, pero el viejo Nuño, que llevaba en sus brazos a la tierna criatura, no alcanzó igual suerte. A la niña, a la encantadora Cristina, era a la que más perseguía el primo de su padre que esperaba para su descendencia el título y los bienes del ducado de Roble.

Nuño corría sin descanso por lo más espeso de la selva burlando la vigilancia de sus enemigos, pero no tardó en sentirse cansado y sin fuerzas para seguir su camino. Había llegado a un pueblo; a su derecha se veía un muro de regular altura, a su izquierda algunas miserables casas. Aún algo lejos se oía el galope de varios caballos. El escudero saltó la tapia sin dejar su preciosa carga y se encontró en un jardín con altos árboles. Depositó a la niña al pie de uno y luego cayó sin sentido. Cristina, asustada, no se atrevió al pronto a hacer ningún movimiento; se había dado exacta cuenta del peligro que corría. Oyó pasar a sus perseguidores que seguramente creían que habían continuado ella y Nuño el camino sin detenerse, luego se aproximó al servidor y advirtió que estaba herido; sin duda le había alcanzado un dardo al salir del castillo y el pobre escudero había perdido ya mucha sangre cuando quedó desvanecido.

Aquel jardín debía de tener dueños; éstos no serían tan malvados que se negaran a socorrer a un pobre herido. Así pensó la niña, que era valiente como su padre, y a pesar de la obscuridad que reinaba, echó a andar por el jardín en busca de la casa. Era por demás extraño cuanto la rodeaba. Los árboles altos, tristes, proyectaban una melancólica sombra; de vez en cuando veía anchas losas, algunas rodeadas de verjas, luego unas galerías no muy elevadas sin puertas y con lo que ella suponía ventanas cerradas herméticamente; por último divisó entre piedras y hierbas muchas lucecillas que flotaban cerca del suelo o corrían por el aire, luces pálidas y misteriosas que infundían el pavor de lo sobrenatural y lo desconocido. Allí se detuvo Cristina sin atreverse a seguir adelante.

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De pronto divisó un hombre con una linterna en la mano. La niña lanzó un grito de espanto y el rondador nocturno se dirigió resueltamente hacia ella. Era un anciano venerable, de fisonomía triste y simpática.

-¿Qué haces aquí sola y a estas horas? Preguntó.

Ella le refirió en breves palabras lo ocurrido. El viejo la tomó de la mano y la llevó por una calle menos tétrica a una casita que se elevaba al lado de una verja. Abrió la puerta con una llave que sacó del bolsillo, entró en una habitación pequeña, pobremente amueblada, encendió un candil, echó a la niña en un modesto diván y le dijo:

-Voy en busca del herido y vendré enseguida.

Rendida por tantas y tan diversas emociones, Cristina se durmió. No se despertó hasta pasadas algunas horas y se encontró acostada en una humilde cama, bien abrigada con ropas toscas, pero limpias. A su lado estaba una mujer pobremente vestida, bastante joven y de fisonomía dulce y hermosa.

-¿Y Nuño? Preguntó la hija del duque acordándose al punto de las escenas de la víspera.

-El pobre viejo que venía contigo, contestó la mujer, ha sido llevado por mi padre y mi marido a una casa donde estará mejor asistido que aquí, a un hospital. En cuanto a ti te quedarás conmigo como si fueses una de mis hijas hasta que sepamos dónde están tus padres y no puedas caer en manos de tus enemigos. A cualquiera que te pregunte, le dirás que te llamas Marta y que eres la menor de mis niñas; ésta se halla en la actualidad con una hermana mía en otro pueblo. Te vestiré con ropas de ella y espero que así te salvaré. La noticia de la toma del castillo ha llegado ya hasta aquí y es seguro que no tardará tu padre en saber la traición de suprimo.

Aquella mujer estaba casada con el enterrador del pueblo, pues el jardín donde Nuño había dejado a Cristina era un cementerio. Vivía con su marido, sus hijas y su padre, aquel anciano que al hacer su ronda nocturna había encontrado a la niña asustada al ver los fuegos fatuos en uno de los últimos patios del Camposanto.

Pronto Cristina hizo amistad con Marcela, la hija mayor del sepulturero, que tendría ocho años y era una criatura buena y cariñosa.

Venciendo su temor, la hija de los duques jugó con su compañera en aquel triste jardín lleno de sauces y cipreses, pero en el que crecían, rodeando ricos mausoleos, las plantas más hermosas, y alegraban con sus trinos las aves que se posan con igual tranquilidad en los árboles elegidos para dar sombra a las tumbas que en los risueños jardines.

Y así pasó algún tiempo y llegó el día de difuntos. Como el cementerio aquel no pertenecía sólo al pueblo donde se hallaba enclavado sino que en él estaban enterrados muchos señores de cercanos castillos, la concurrencia a la mansión de los muertos había sido numerosa el día primero de aquel mes y casi no lo fue menos al día siguiente.

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En este pudieron ver Cristina y Marcela un soberbio entierro y curiosas, como niñas, quisieron averiguar dónde irían a enterrar a aquel muerto. En medio de un gran patio se elevaba un panteón más rico que los demás, y la hija del duque vio sobre blanca piedra un escudo con cuatro cuarteles en campos rojos y azules y en ellos una rama de roble, un torreón, una espada y una siempreviva. ¡Las armas de su casa! Su corazón latió con violencia, ¿y a quién llevaban allí? ¿Sería a su padre? ¿Sería a su madre?

No tardó en enterarse. El muerto era Teófilo, el usurpador de los bienes del duque. Había disfrutado poco de su crimen, muriendo en una reyerta con un antiguo servidor de su primo, con Nuño. La viuda había ordenado que le enterrasen en el panteón de la familia. Porque es de advertir que apenas se hubo apoderado de la fortuna del duque, había Teófilo contraído matrimonio con la ambiciosa mujer que había elegido para compañera de su vida, de la que no había tenido ningún hijo.

El cortejo fúnebre se alejó dejando los restos mortales del usurpador en el panteón donde yacían sus antepasados. Cristina y Marcela volvieron a su casa. Cenaron y la segunda se acostó. En cuanto a la primera rogó al anciano que la llevase con él cuando hiciera su ronda nocturna. Algo la impulsaba a volver a ver antes de dormirse el panteón donde descansaban los cuerpos de los difuntos duques.

Aunque la noche no era fría, temiendo que la niña se pusiera enferma al salir a deshora o que tuviese miedo al andar por el cementerio, la mujer del enterrador accedió de mala gana a aquel capricho. Abrigó bien a Cristina, recomendó a su padre que le llevase pronto a la niña y esperó levantada su regreso.

El viejo se dirigió desde luego al patio donde se elevaba el panteón de los duques del Roble.

Al llegar allí Cristina se sobrecogió, y, presa de un fuerte sueño, un espectáculo extraño se presentó a su excitada imaginación. La puerta de hierro estaba abierta. Muchos esqueletos habían abandonado sus sepulturas y salían llevando el ataúd donde habían conducido por la tarde los restos de Teófilo.

Se dirigieron en procesión a uno de los sitios más apartados del cementerio, allí donde se veían las luces pálidas de los fuegos fatuos, y en una fosa abierta arrojaron el cadáver que cubrieron de tierra después.

No, no, decían, este cuerpo no puede estar en nuestro panteón. Nosotros hemos sido bravos guerreros, sabios ilustres, hombres sin tacha; un ladrón, un asesino, no debe descansar allá.

Volvieron hacia sus sepulcros. Delante de ellos se veían flotar las luces de los fuegos fatuos que parecían alumbrar el camino por el que pasaban los esqueletos. La campana de la iglesia lanzó sus fúnebres tañidos impulsada por una mano invisible al cerrarse silenciosamente las puertas del panteón.

El anciano cogió a Cristina, que aún no había recobrado el conocimiento, en sus brazos aún fuertes a pesar de su avanzada edad.

Al volver el duque se enteró de la usurpación de su primo, al que Nuño al salir del hospital completamente curado acababa de matar, y de la desaparición de su esposa y de su hija. Fácil le fue encontrar a la primera refugiada en el palacio de sus padres, llorando su soledad y su desventura; pero el fiel escudero no recordaba en qué sitio había dejado a la niña.

Pronto logró el señor del Roble arrojar de sus dominios a la viuda de Teófilo, y una vez que hubo llevado al castillo a la duquesa, se dedicó a buscar a Cristina.

Se dirigió una tarde al cementerio a orar ante la tumba de sus antepasados. Allí le sorprendió una cosa: el escudo de armas estaba casi borrado por las inclemencias del tiempo y de la lluvia; sólo se conservaba intacto el cuartel donde lucía sobre campo azul la siempreviva.

-Mi hija parecerá, se dijo con convicción.

Dos niñas modestamente vestidas jugaban cerca de él. La una le era desconocida, la otra... ¡oh! La otra hubiese jurado que era la suya, tal como debiera ser entonces.

-¡Cristina! Llamó.

-¡Padre! Exclamó ella.

Se arrojó en sus brazos y el bravo guerrero lloró sobre aquella cabecita adorada.

Profundamente reconocido a la familia del enterrador que tanto había hecho por su hija, el duque se la llevó consigo y dio a los dos hombres buenos empleos en su casa. Las niñas Marcela y Marta, que se unió de nuevo a sus padres, fueron las inseparables compañeras de Cristina en sus estudios y en sus juegos.

La duquesa recobró la salud y la tranquilidad, pero aquel castillo que le recordaba horas amargas, hubo de ser abandonado por otro mejor que el rey regaló al duque en premio de su valor y su lealtad.

Y la tradición se cumplió, porque la familia de los duques del Roble no se ha extinguido todavía, como prometía la siempreviva de su escudo de armas.

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ArribaAbajoDiciembre

Los dos nacimientos


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El príncipe Conrado era el heredero de un rey que figuró mucho en el pasado siglo. Bueno, inteligente y poco aficionado al fausto y a la adulación, el monarca había dado a su hijo dos preceptores de caracteres completamente opuestos. Era el uno un militar severo que si bien es verdad que trataba ceremoniosamente a su discípulo, usaba con él todos los rigores que a su juicio exigía su alto cargo; el otro, un hombre de ciencia, sencillo y tolerante que únicamente deseaba que el niño en quien inculcaba sus conocimientos viviese tranquilo y feliz.

El príncipe amaba a sus dos preceptores, aprovechaba la rigidez del uno para ser esclavo de su deber y aprendía del otro a mirar a sus prójimos con cariño, a perdonar las leves faltas de la etiqueta mal comprendidas o exageradamente cumplidas por sus súbditos. El militar era realmente su maestro, el otro era más que nada su amigo, un amigo de mucha más edad, un consejero desinteresado y fiel.

Conrado tenía por compañeros de estudios a algunos niños de la nobleza, ya diestros en el arte de adular, pero él no los quería ni los estimaba. Todo su afecto era para un hijo del portero de palacio, que tenía su misma edad, y cuyo trato franco y sincero le encantaba. El príncipe le regalaba juguetes, precisamente aquellos que le agradaban más, porque como continuamente le renovaban los suyos no tenía tiempo de apegarse a nada y sabía que en casa de su amiguito, que era muy arreglado y cuidadoso, encontraría siempre el muñeco predilecto, el peón que con tanto gusto había hecho bailar o la caja de soldados preferida. El hijo del portero se llamaba Adolfo.

El militar habla prohibido a este niño que pasase a las habitaciones que el príncipe tenía en palacio, pareciéndole que trataba a su señor con excesiva familiaridad; pero protegido por el hombre de ciencia, no había podido impedir que Conrado fuese muy a menudo al cuarto del portero, donde la mujer de éste le agasajaba con dulces y tortas hechas por ella, que prefería a los postres que los reposteros de la real casa le preparaban.

Allí estaba como en familia y se consideraba feliz.

Llegado el 23 de Diciembre, el preceptor militar, que se llamaba don Fadrique, o al menos así le nombraremos nosotros, regaló a su discípulo un soberbio Nacimiento con grandes montañas, hermosas casas, preciosas figuras, todo en medio de una exuberante vegetación, ramaje cogido en los jardines del rey, que eran maravillosos. Cruzaba el Nacimiento un río y en él se veían dos vaporcitos que surcaban gallardamente las aguas. Por un túnel salía, de una de las montañas, un tren que iba a meterse en las entrañas de otro monte, apareciendo de nuevo por la ancha carretera. Y arriba, y como asombrados de ver aquello, caminaban en briosos corceles los reyes magos, seguidos de sus criados llevando los ricos presentes para el Niño Dios. Los pastores y los guerreros eran de un tamaño muy desigual, y don Fadrique, poco artista, había colocado en varios sitios una figura grande junto a una casa diminuta, y un perro que resultaba mayor que su amo, desconociendo por completo la perspectiva.

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Conrado se había fijado mucho en todo aquello sin manifestar ni el menor entusiasmo, y a solas con su maestro don Servando, el hombre de ciencia, le había preguntado:

-¿Había vaporcitos cuando nació Dios?

-No, hijo mío, le respondió el profesor, el vapor es cosa moderna.

-¿Y ferrocarril?

-Tampoco; eso se inventó también recientemente.

-Pues bien, replicó el niño, yo quiero la verdad en todo, hasta en mis juegos. Que don Fadrique suprima eso, que ponga las figuras del Nacimiento que sean grandes en primer término y las pequeñas en las lejanías, que los pastores y los guerreros no lleven los trajes que se usan hoy, que haya verdad en todo, como en lo que me dice, como en lo que me enseña.

Don Servando se quedó perplejo, adivinando que aquellos cambios no iban a ser del agrado de don Fadrique.

El principito subió después a casa del portero, que tenía las habitaciones para su familia en el piso más alto del palacio destinado a la servidumbre.

También a Adolfo le habían puesto sus padres Nacimiento, muy sencillo, pero con mucha propiedad. Altas montañas, palmeras y cedros, pobre caserío, figuras que podían entrar por las puertas sin andar a gatas, el humilde portal resplandeciente de luz y de colores para atraer las miradas más que las otras cosas, pastores con ofrendas, un río cristalino, una cascada que brotaba de obscuro peñasco... todo puesto con arte, con gracia exquisita.

-¡Qué hermoso es esto! Exclamó Conrado. Este es un Nacimiento verdad; aquí vendré yo a celebrar la Nochebuena.

Al día siguiente fueron convidados a ir a palacio los aristocráticos amigos del príncipe. Se iluminó el Nacimiento con luz eléctrica y los niños admiraron aquellos primores ideados por don Fadrique. Pero Conrado no parecía por ninguna parte, no asistía a la fiesta preparada exclusivamente para él.

Sus padres no se preocupaban por ello; ya conocían las genialidades de su hijo y no debían de encontrarlas mal porque ni le amonestaban ni le corregían.

-Será un gran rey, decía el soberano, tendrá voluntad propia.

-Su corazón valdrá mucho, murmuraba la reina, y todo se puede esperar del que lo tiene noble y desinteresado.

Entretanto el príncipe estaba en la sala del cuarto del portero gozando con toda su alma ante el bonito Nacimiento de Adolfo. Estaba éste con sus hermanos menores, niños y niñas, que cantaban, bailaban, tocaban tambores, panderetas y zambombas y hacían mil diabluras propias de sus años, que compartía familiarmente con ellos el hijo del rey.

Cuando las velas del Nacimiento se apagaron, se repartieron allí dulces y vino, y al llegar la hora de separarse todos lo hicieron con pena, prometiéndose volver a reunirse a la mayor brevedad posible.

Cuando el príncipe entró en el salón rojo donde estaban los aristocráticos amigos que le habían llevado para compartir con él la fiesta, en la que tanto se habían aburrido, don Fadrique le dirigió una severa mirada y don Servando se sonrió con bondad.

-Mañana, le dijo el primero, estará castigado Vuestra Alteza sin paseo por esta escapatoria incomprensible. El Nacimiento no se encenderá más, no lucirán los primores que en él se han esparcido para solaz de Vuestra Alteza y admiración de sus convidados.

Conrado no se encogió de hombros por no faltar al respeto a su preceptor; pero pensó con agrado en que, sin salir de palacio, podía ir con Adolfo y su familia a disfrutar de aquel Nacimiento que le encantaba, puesto por los modestos servidores en obsequio del príncipe y de sus niños.

En cuanto a don Servando, murmuró contemplando al heredero del trono:

-No le agrada más que la verdad, que busca con empeño por todas partes. Odiará siempre la adulación y la mentira. Será un gran rey, como dice su padre, pero ¡ay! Temo que por esto mismo sea también muy desgraciado.






ArribaAbajoEl Invierno

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Aquel invierno había sido muy triste y excepcionalmente frío. Las montañas estaban cubiertas de nieve, los campos abandonados y silenciosos, cuando llegó a su pueblo don Mario Peñalver en coche cerrado, envuelto con un gabán de pieles, con el sombrero calado hasta los ojos y cubierto casi por completo el rostro con una bufanda. Como siempre, le acompañaba su sobrino, que había ido a esperarle a la estación.

En la familia no había ocurrido novedad; la esposa disfrutaba como siempre de excelente salud, y los dos pequeños campesinos, Mercedes y Rafael, continuaban sanos y fuertes. No les dejaba salir su madre de la casa más que los días claros, pero algunas veces, cuando la nieve cubría la tierra, ellos pedían permiso para hacer grandes bolas o estatuas, que aunque no resultasen una obra de arte, no carecían de gracia y revelaban no poca habilidad. Les ayudaban en aquella distracción algunos niños de los colonos que eran amigos suyos, cuidando de la elección de éstos los sobrinos del señor de Peñalver.

El coche se detuvo a la puerta de la casa y los niños, aleccionados por su madre, no salieron al jardín a recibir al padrino para que éste pudiera entrar en el zaguán rápidamente. El padre de Mercedes y Rafael ayudó como siempre a su tío a descender del carruaje, le hizo pasar a su vivienda sin detenerse, cerró la puerta, y tomadas todas estas precauciones, el anciano se vio rodeado de los hijos y de los padres, prodigando y recibiendo besos y abrazos.

En la chimenea de la sala ardía un buen fuego y cerca de ella se sentó don Mario en una gran butaca, teniendo enfrente a sus sobrinos, y a sus pies, sobre banquetas de nogal, a sus ahijados con cuyos cabellos jugaba, mientras ellos le acariciaban dulcemente.

-¿Y qué ha pasado por aquí durante mi ausencia? Preguntó el padrino.

-Ha hecho un frío intenso, contestó la sobrina, ha nevado mucho.

-Los lobos hambrientos han llegado hasta el pueblo, añadió Mercedes.

-Y han matado gran número de ovejas, dijo Rafael.

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-¿Ha habido desgracias personales? Murmuró el anciano, temeroso de oír una respuesta afirmativa.

-Por un milagro no, contestó Rafael; pero han estado algunos pastores en peligro.

-A ver, contadme eso, dijo don Mario, no siempre he de ser yo el que refiera las cosas.

-Hazlo, tú, Mercedes, dijo el niño a su hermana, sabes contarlo mejor.

-Hablad los dos, replicó el padrino, lo que no recuerde el uno que lo refiera el otro.

-Pues bien, empezó la niña, cuando hubo aquí la gran nevada, hará unos veinte días de esto, los lobos, como ya te he dicho, bajaron al pueblo, donde a la entrada están los pastores guardando los rebaños. Dicen que se oían los aullidos desde las primeras casas del lugar y que nadie se atrevía a salir después que anochecía. Venían furiosos y hambrientos y no tardaron en hacer grandes destrozos entre las pobrecitas ovejas. Un pastor viejo, que era el que estaba más cercano al bosque, tuvo miedo de encontrarse allí tan solo y tan desamparado y fue tan egoísta que encargó a un pobre niño del cuidado de las ovejas con pretexto de que él tenía que marcharse fuera por algunos días. El niño era aquel infeliz que hallamos el otoño pasado en el campo y que dormía en el suelo por no tener ni casa ni familia, según hemos averiguado hace poco, porque antes no habíamos logrado saber nada de él. Iba donde le llamaban, ya en un pueblo, ya en otro, sin más salario que la comida o algunos trapos viejos para vestirse. Este invierno estaba medio muerto de frío, y cuando el pastor, que le conocía, le dijo que se quedara en su lugar cuidando las ovejas, aceptó muy agradecido. Estaba en una mala choza viendo caer la nieve, cuando notó con el mayor espanto la llegada de los lobos. Miró con pena a las ovejitas que balaban tristemente presintiendo el peligro. El perro ladraba con furia, como si quisiera lanzarse contra el enemigo...

-Y los lobos aullaban a lo lejos y después más cerca, interrumpió Rafael.

-Sí, prosiguió Mercedes, el pastorcillo oyó los pasos precipitados de aquellas fieras que se acercaban a la choza para rodearla y luego advirtió que empujaban la puerta y creyó llegada su última hora. El niño llevaba puesto un escapulario de la Virgen del Carmen, que le dio un día nuestro párroco porque cuando podía iba a la iglesia a rezar y a ayudar a misa. Lo cogió entre sus manos que temblaban, lo besó, se puso de rodillas y pidió a la Madre de Dios amparo y protección.

-Y entonces, añadió Rafael, se oyeron algunos tiros y después todo quedó en silencio.

-A la mañana siguiente, continuó Mercedes con voz conmovida, se vieron fuera de la choza dos lobos enormes muertos, atravesado cada uno por un balazo, sin que haya podido averiguarse quién los mató. Y las demás fieras huyeron para no volver. El pastorcito estuvo enfermo del susto que pasó. Por el pueblo se contó el milagro y el señor cura se llevó a su casa al niño para no separarse más de él. Es monaguillo de la parroquia y con las limosnas que le han dado, y que el párroco le ha puesto en la Caja de Ahorros, le han formado un pequeño capital. Rafael y yo le hemos entregado todo lo que teníamos en nuestras huchas.

-Y yo añadiré en vuestro nombre una buena cantidad, exclamó don Mario entusiasmado por la excelente acción de sus ahijados.

Después se habló de otras cosas, y apenas hubieron acabado de comer, paseó el anciano un poco por una galería cubierta en la que los niños tenían una pajarera con muchos canarios.

-Algunos días, dijo Mercedes a su padrino, dejamos abiertos los cristales de las ventanas y entran aquí los pájaros de fuera para comerse lo que los nuestros tiran...

-Y saben tanto, interrumpió Rafael, que éstos echan al suelo los cañamones que les damos para regalárselos a los forasteros.

-Eso me recuerda una fábula que leí no hace mucho, les dijo don Mario.

-¿Te acuerdas de ella, padrino?

-Si nos la repitieras...

-Lo procuraré, pero no me pidáis ya más apólogos; el repertorio se me ha acabado.

El anciano se detuvo a pensar breves momentos y luego les dijo la composición siguiente:

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El gorrión y el canario


    Cierto día de invierno, hermoso, claro,
en el balcón de una elegante casa,
se veía un canario en jaula de oro
que alegres trinos sin cesar lanzaba.
Dorado alpiste, obscuros cañamones,
fresca escarola y cristalina agua
abundante tenía diariamente,
¿qué más para vivir necesitaba?
Un gorrión celoso de su dicha,
con precauciones se acercó a la jaula,
comió lo desechado por el otro
y le dijo por fin estas palabras:
-Que vives bien, no hay duda, que tranquilo
estás, cosa es sabida y que se calla,
¿pero qué valen todas esas dichas
cuando la dulce libertad te falta?
Yo no cambio mi suerte por la tuya,
cruzo el espacio de zafiro y grana,
en los arroyos bebo y mi alimento
busco en estío en las espigas altas.
Tengo mi nido oculto entre las tejas
de una segura y elevada tapia.
Cuando puedas huir, deja tus hierros,
que nunca una prisión ha sido grata.
Quedó meditabundo el pajarillo,
peso todas las contras y ventajas,
y fijos sus ojuelos en el otro
contestó sin enojos y con calma:
-Tú por ser libre, sufres los inviernos
el rigor de la lluvia y de la escarcha,
yo prisionero, mientras hiela hallo
calor artificial en mi morada.
Aquí del cazador no temo el plomo,
ni de enemigos la funesta saña,
veo el sol como tú, veo el espacio,
sus caricias me da mi dueña amada.
No huyo del hombre que mi canto escucha
mientras agito de placer mis alas.
Quiero mi esclavitud en jaula de oro
más que esa libertad que me decantas.
No anhelo buscar trigo con zozobra,
pues también ese trigo al fin se acaba;
no será tu festín muy codiciable
cuando buscas del mío las migajas.

-Y eso es, dijo el padrino para terminar, lo que hacen esos gorriones que se acercan a vuestra pajarera para ver lo que tiran fuera de ella vuestros canarios; la fábula parece haber sido escrita para ellos.

Bien notaba don Mario que ya no estaba él para aquel continuo viajar. Aunque no se encontrase achacoso, advertía cierto cansancio y cada vez se apegaba más a su familia, particularmente a aquellos encantadores niños. Así es que les prometió que volvería para la primavera con la intención de quedarse allí para siempre, dejando sus asuntos de Madrid al cuidado de un administrador de confianza.

La noticia fue escuchada con inmenso júbilo por todos. Aquella sería la última vez en que estaría en el lugar por tan poco tiempo.

Antes de partir, como hiciera en las demás estaciones, refirió el padrino a Mercedes y a Rafael los tres cuentos del invierno que publicamos a continuación.


ArribaAbajoEnero

El día de Reyes


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«A los Reyes Magos Melchor, Gaspar y Baltasar.

»Sabiendo lo mucho que quieren a los niños y que atienden a sus ruegos, les escribo hoy 5 de Enero para que mañana me traigan, como no dudo lo harán, porque soy bueno y no tengo falta ninguna, un traje de militar con las armas que le correspondan, un caballo, un velocípedo, una caja de soldados y todo lo demás que juzguen conveniente, dejándolo en el balcón de mi casa junto a la bota que en él tendré puesta.

»Firmado: Marcial Guerrero».

Esto escribía el hijo mayor del general de este apellido, con letra clara y mediana ortografía, mientras su hermanita Sofía esperaba a que concluyese para que escribiese por ella, pues aún no sabía hacerlo bien.

Marcial tardó cerca de media hora en trazar aquellos renglones, quedando muy satisfecho de la forma en que pedía sus regalos a los Reyes.

-Ahora dicta tú, que yo pondré exactamente lo que me digas.

Al pronunciar estas palabras miró a la niña que contestó con alguna timidez, porque comprendía que las ideas de su hermano eran opuestas a las suyas.

-Diles, murmuró Sofía, que no quiero muñecas, porque tengo ya muchas y más vale que se las den a las pobrecitas niñas que estén sin ninguna; ni alhajas, sino una cosa cualquiera, de poco valor, para que yo vea que me quieren algo y que no me tienen por mala. Ellos no dan nada a los niños que no son buenos, mamá me lo ha dicho, por eso quiero yo cualquier objeto por insignificante que sea...

-¡Qué tonta eres! Interrumpió el hermano. ¿Qué te importa que otras niñas tengan o no juguetes si no las conoces siquiera? ¿No me has dicho hace pocos días que te había gustado mucho un bebé con su canastilla completa y que te le comprarías en cuanto tuvieses dinero bastante para ello? ¿Pues qué pierdes pidiéndoselo a los Reyes?...

-No, no, pon lo que te he dicho y no intentes engañarme, porque yo no sé escribir bien, pero ya leo en manuscrito. Si no haces lo que te pido no firmaré la carta.

Marcial complació a Sofía, puso ésta su nombre al pie de aquellas líneas y el niño metió los pliegos en sobres diferentes, cerrándolos con lacre y con el sello que tenía las iniciales de su padre, del que llevaba su mismo nombre.

Iba a salir para entregar las cartas a un criado y que las echase al correo, cuando entró la madre de los niños. Era ésta una señora joven y hermosa, muy discreta y que procuraba educar bien a sus hijos. Enterada de los deseos de Marcial, cogió los dos sobres y le dijo dulcemente:

-El correo de los Reyes Magos no es el mismo que el de los hombres. El de los primeros no suelen conocerle más que los padres y las madres. Las cartas se transmiten por un hilo invisible que une a la tierra con el cielo. En él no se admiten más que las cartas de los ángeles de este mundo, que son los niños. Entre éstos los hay mejores y peores, y, según son, así reciben los dones de los Magos. A los buenos les dejan premios para que perseveren en el bien; a los traviesos, a los ambiciosos, a los que tienen algún pecadillo fácil de corregir, les envían algo que les sirva de lección o no les dan nada.

-Está bien, dijo Marcial, llévate como quieres las cartas, pero no te olvides, por Dios, de hacer que lleguen a su destino.

-Ahora mismo las voy a mandar. Y salió llevándose los sobres cerrados.

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Durante la tarde fueron algunos niños, parientes o amigos, a jugar con Marcial y Sofía; dos o tres se quedaron a cenar con ellos, pero a las diez de la noche ya se habían marchado todos y los dos hermanitos se dirigieron a sus alcobas para acostarse. Antes les dijo su madre que ya había puesto en los balcones un zapato de cada uno.

Marcial se acostaba solo; a Sofía la desnudaba aún la doncella de su madre. El general y su esposa se habían quedado en la sala con varios amigos que no se marcharían hasta después de las doce.

El niño, antes de entrar en su habitación, se dirigió a la de su padre; cogió una bota de montar, la que le pareció mayor de todas, y abriendo el balcón del gabinete, la puso en el lugar de un zapato suyo de charol que juzgó era muy pequeño para que los Reyes lo viesen y colocaran junto a él los muchos regalos que les había pedido. Después volvió a su alcoba, se acostó y durmió intranquilo esperando con febril ansiedad el feliz momento en que viera los obsequios de los Magos.

Entretanto Sofía había quitado un zapatito a una de sus muñecas, rogando a la doncella que lo pusiese en el lugar del suyo en el balcón de la sala para que los Reyes no la dejaran más que un objeto pequeño, como les había pedido. Luego rezó, se acostó y se quedó tranquilamente dormida oyendo un cuento que por vigésima vez le contaba la criada y del que sólo dos o tres noches había llegado al desenlace.

A la mañana siguiente, el 6 de Enero, un día espléndido de invierno, frío, pero claro, con un cielo sin nubes, Marcial y Sofía bien abrigados, felices, sonrientes, corrieron a abrir los balcones. El niño quiso que se viese primero lo que le habían dado a él. Tal como la dejara estaba la bota de montar de su padre, aquella bota grande, la mayor que en la casa había. Nada la rodeaba, nada contenía; estaba allí inmóvil, derecha, a Marcial le pareció que hasta enojada y altiva. Al niño se le saltaron las lágrimas y alzó los ojos al cielo como si dirigiera una mirada de reconvención a los santos Reyes.

Luego fueron a la sala, y en uno de sus balcones, sobre el diminuto zapato de la muñeca, vieron un magnífico bebé con su preciosa canastilla y a su lado otros bonitos juguetes para poner una casa de muñecas que hacía tiempo deseaba Sofía. La niña también miró al cielo con expresión feliz, sonriente, y poniendo los dedos de su mano derecha sobre su boca, envió en señal de gratitud un beso a Melchor, otro a Gaspar y otro a Baltasar. Así, con alguna caricia, era como ella acostumbraba dar las gracias cuando le hacían cualquier regalo.

Luego sacó una caja donde guardaba el dinero ahorrado para comprarse el bebé y dijo en secreto a su madre:

-Mamá, trae algo para mi pobrecito hermano.

El general Guerrero aprovechó aquella lección que Marcial recibiera para reñir al niño.

-Has sido ambicioso, empezó, y por quererlo todo no has tenido nada. Cuando seas hombre y pretendas ser el primero, medrando a costa de los demás, recuerda este suceso y piensa en que si hubieras dejado tu zapatito en el balcón hubieses tenido tus juguetes; has puesto mi bota y, ya te lo dijo tu madre, los Magos no envían sus dones más que para los niños. Sé bueno, sé humilde, y no lo quieras todo para ti.

Marcial prometió enmendarse y lo cumplió.

Al año siguiente puso en el balcón un zapatito suyo y recibió tres magníficos regalos de los Reyes.

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ArribaAbajoFebrero

El baile de niños


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En el piso cuarto de una elegante casa de la calle de Alcalá, vivían en Madrid hace mucho tiempo una profesora de música casada con un maestro de baile y dos niñas de seis y nueve años, frutos de aquel matrimonio. Al principio de su estancia en la corte les había sonreído la fortuna, teniendo el marido y la mujer no pocas lecciones; pero luego les salieron varios competidores, si no más hábiles, más felices que ellos, y los ingresos fueron reduciéndose tanto, que a duras penas tenían lo suficiente para pagar el cuarto, que aunque fuese interior les costaba muy caro, y para comer poco y vestir modestamente.

Las dos niñas llevaban de muy diverso modo lo triste de su situación. La mayor, Eugenia, se disgustaba con sus padres porque no la ataviaban con lujo ni atendían a sus caprichos. La segunda, Paz, que era muy modesta, se resignaba a todo porque no conocía la vanidad.

Aquel año el Carnaval cayó a mediados de Febrero y no se hablaba en la coronada villa de otra cosa que del baile de trajes que había de celebrarse en uno de los principales teatros en obsequio a los niños. Como los productos eran para la beneficencia y se quería sacar de él el mayor partido posible, los billetes costaban caros.

Eugenia ansiaba ir a la fiesta y no dejaba de importunar a sus padres para que la llevaran.

-Pero hija, le decía su madre, ¿cómo quieres qué se realice tu deseo si no tengo con qué hacerte el traje?

-Sí respondía la niña, tienes algunas varas de seda color de rosa, tienes encajes y una buena mantilla. Con tu habilidad, pues no te falta para nada, me haces una falda y un corpiño y me vistes de maja.

-Pero de esa tela que me regalaron para hacer un vestido a tu hermanita, no sale más que un traje y vosotras sois dos niñas. No hay tampoco dos mantillas...

-Que no venga Paz; yo soy la mayor.

Aquella noche, la antevíspera de la fiesta, llevó el maestro un billete para el baile de niños que le había regalado una de sus pocas discípulas. El gozo de Eugenia no tuvo límites. Hizo que su madre se pusiese a coser enseguida y aunque el traje no quedó muy bien, porque había poca tela, la orgullosa niña pensó que ella era bastante bonita para suplir cualquier falta que hubiese en su atavío.

Se buscó para que la acompañase al teatro a una amiga de su madre que llevaba un niño vestido de arlequín, y una hora antes de empezar el baile salió Eugenia de su casa.

Paz había ayudado a que arreglasen a su hermana dando las horquillas, los alfileres y cuantas cosas le habían pedido. La había encontrado muy hermosa y por su mente pasó como una ráfaga la idea de que ella también se hubiera divertido en la fiesta, pero puesto que no la podían llevar, había que conformarse. Su madre le dijo que, por ser tan buena, iría con ella a paseo a ver las máscaras y los coches engalanados; pero a causa del trajín que se había dado cosiendo tanto y tan deprisa, le sobrevino un dolor muy fuerte de cabeza y se tuvo que echar en la cama. Su buen marido no la quiso dejar sola y por eso no se brindó a salir con la niña.

Paz se asomó al balcón que daba al patio. En el piso segundo se veían a través de los cristales muchos niños que pasaban de un lado a otro, todos elegantemente vestidos de máscaras con trajes que ella no conocía.

Uno de los muchachos se detuvo un rato a mirarla, habló luego con un caballero, que la miró también, y luego el niño desapareció rápidamente.

Un instante después llamaron a la puerta de la calle y el profesor de baile salió a abrir. A su vista apareció un gracioso chiquillo vestido de andaluz que le pidió permiso para entrar y hablar un momento con él.

El maestro le hizo pasar a la salita donde estaba Paz asomada al balcón. La niña cerró los cristales y se sentó junto a su padre que había ofrecido ya una silla al niño.

-Dirá usted que soy un atrevido, empezó él con una gracia encantadora, pero mis padres, que son los dueños de esta casa, me han dado permiso para que venga a pedir a usted un favor. Varios amiguitos míos y yo pensamos ir a la fiesta de esta tarde vestidos con trajes de diferentes provincias y bailar algunas cosas allí: jota, sevillanas, muñeira y otras. Yo tenía por compañera a una prima mía, pero es muy caprichosa y a última hora ha querido irse al teatro por ver una comedia de magia. Yo no puedo ir solo...

-Es natural, interrumpió el maestro por decir algo.

-Si usted, continuó el vestido de andaluz, quisiera dejar a su niña para que viniese con nosotros...

-Yo con el mayor gusto, pero no tiene traje, balbuceó el profesor.

-El de mi compañera está en casa; mi madre lo ha dirigido y se lo pensaba regalar. ¿Sabes bailar sevillanas? Preguntó luego a la niña.

-Un poco, respondió Paz.

-A ver, ensaya conmigo. Yo las cantaré para que tengamos música.

La hija del maestro, a la que éste había enseñado, bailaba admirablemente y con mucha gracia. Las sevillanas salieron muy bien.

El muchacho lleno de entusiasmo se fue a dar a sus padres la buena noticia y un momento después subía la madre del niño con una doncella que llevaba en sus manos un riquísimo traje que parecía haber sido hecho para Paz. Se lo pusieron y la adornaron con magníficas joyas. Estaba encantadora; su padre no se cansaba de admirarla y su madre se alivió de su dolencia al pensar en lo mucho que su hija se iba a divertir.

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En el salón de baile, adornado con plantas y espléndidamente iluminado, causó gran sensación la entrada de aquella multitud de niños vestidos con trajes regionales. Fue lo principal de la fiesta porque aquellas preciosas parejitas llenas de atractivos bailaron o cantaron muy bien. Paz y su compañero atrajeron todas las miradas y fueron designados para ganar el premio que había de adjudicarse a los que se distinguieran más.

Eugenia estaba triste porque no sólo no había llamado la atención por bonita y elegante, sino que había notado que algunas personas se reían de su traje y oyó a una que decía:

-Esa niña va de quiero y no puedo.

No había visto a las parejas vestidas con las galas de las diferentes provincias, pero al ir a salir éstas del salón tuvieron que hacerles paso entre dos filas de gente y ella quedó de las primeras.

Al pasar los andaluces, un caballero gritó:

-¡Viva la gracia!

Y los niños, felices, se sonrieron y saludaron.

-Esa niña, murmuró Eugenia, se parece a Paz, sí, mucho, muchísimo. Es más bonita, tiene mejor color y va admirablemente vestida. ¡Si fuera ella?... Pero es imposible. ¡Qué tonta soy! Mi hermanita se ha quedado en casa más aburrida todavía que yo, y eso que no me he divertido mucho.

Grande fue su asombro cuando al volver a su morada encontró a Paz con el traje de andaluza que la madre de su compañero le había regalado como también el premio que otorgaron por unanimidad a la encantadora pareja.

Y desde aquel día todo fue ventura en la casa. Porque los dueños de ella se constituyeron en protectores de los dos maestros y llovieron las lecciones de música y de baile y con ellas volvieron el bienestar y la alegría.

Eugenia no ambicionó jamás ser la primera en nada, uniendo a su hermana menor a todos sus proyectos y siendo para ella buena y generosa.




ArribaAbajoMarzo

Ángel


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Era en verdad un espectáculo imponente el que iban a presenciar los habitantes de Villaclara en la plaza Mayor. La elevación del globo Héctor se había anunciado para lo último de la función compuesta de ejercicios gimnásticos, carreras de cintas y de velocípedos. Se habían colocado tribunas en las bocacalles para cerrar la gran plaza que rebosaba de gente por todas partes. Los balcones estaban completamente ocupados y lo mismo las ventanas de las bohardillas y hasta los tejados.

Los preparativos para inflar el globo duraron mucho tiempo, pero entre tanto la banda municipal tocó varias piezas, las mejores de su repertorio, para distraer al público. Al fin, y esto fue lo verdaderamente sensacional, apareció el aeronauta, seguido de su mujer y de su hijo, un niño de cortos años. Iban todos igual vestidos, de color azul. Él era alto, moreno, de pelo y ojos negros. Ella y el pequeñuelo eran rubios y de una belleza ideal. La primera que entró en la barquilla fue la joven a la que le fue entregado el niño, habiendo entonces entre el público no pocas voces de protesta. Por último subió él, se soltaron las amarras y el globo se fue elevando majestuosamente mientras hacía ejercicios gimnásticos el matrimonio y el hijo echaba besos al público llevando las manitas a sus labios.

La multitud siguió con ansiosa mirada al globo que se alejaba primero lentamente, luego más deprisa, hasta que desapareció. Y a poco de ocurrir esto hubo uno de esos cambios atmosféricos tan frecuentes en marzo, pues era el 18 de este mes cuando se había celebrado aquella fiesta. Lo que fue al principio suave brisa, aire vivo después, se convirtió en huracán furioso y no hubo persona que no temblase, por la suerte de aquella desgraciada familia que arriesgaba su existencia por un puñado de oro. No había madre que no rezara por aquel angelito que seguramente iba a perecer, pidiendo a Dios que hiciera un milagro y salvara su vida.

Y entre tanto el pobre aeronauta luchaba con el elemento que destrozaba el globo y trataba de animar a su mujer y de consolar a su hijo que lloraba y que tenía frío. Su deseo era descender en cualquier lado que fuese, pero no lo lograba, y así pasaron algunas horas sin que el viento cesase, expuesta aquella familia a perecer sin encontrar una ayuda que nadie podía prestarles. Al fin, ya a la madrugada, logró el esposo, bajando por una cuerda llegar a la azotea de un palacio, ató sólidamente la maroma a los hierros de la barandilla, trepó por ella y quiso que descendiera su mujer.

-Salva primero al niño, le dijo ésta, es todo nuestro amor, y ven luego por mí.

Aquel niño, en efecto, era su encanto y su alegría y como por nada del mundo se hubieran separado de él, le habían llevado al verificarse la peligrosa ascensión creyendo que, como otras veces, se efectuaría con toda felicidad. Él cogió al pequeñuelo con un brazo y, aunque con gran dificultad, logró dejar a su hijo en la terraza. Luego volvió a subir, pero, al poner el pie en la barquilla, una ráfaga de viento aún más fuerte que las otras rompió la cuerda y el globo se elevó con gran rapidez. Gracias a que era un hábil gimnasta pudo el hombre salvarse de aquel riesgo reuniéndose a su esposa.

El niño, llorando de miedo y de frío, se sentó entre las plantas que adornaban la azotea y al cabo de un rato se durmió con un sueño pesado y febril.

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La dueña de aquel palacio era una viuda muy caritativa y muy buena, que tenía una inmensa fortuna, siendo el alivio de los pobres de la localidad. Su única pena consistía en no haber tenido nunca hijos. Vivía sola con sus criados sin desear salir de aquel pueblo donde residía desde su infancia. Un pueblo sin ferrocarril, de difícil comunicación con otros lugares por no tener más que un mal camino; sin periódicos, con poco, pero bien avenido vecindario, dirigido desde hacía muchos años por el mismo cura, por el mismo médico y por el mismo alcalde. Un pueblo sin ambición ni aspiraciones, de lo mejor, de lo más sencillo que hay en España.

La señora, que era muy madrugadora, se acababa de levantar y miraba desde una de las ventanas el cielo cubierto de nubes. El viento no había cesado todavía. A su lado estaba Ramona, una de sus criadas.

-Marzo ventoso y abril lluvioso sacan a mayo florido y hermoso, dijo la dama. Eso no quita que el huracán haya estropeado mis mejores plantas y muchas no puedan lucir sus galas dentro de dos meses. Ven conmigo a la azotea a ver qué destrozos tenemos que lamentar.

La señora y la doncella se fueron acercando a todas las macetas, mirándolas una por una, viendo con satisfacción que el viento no había causado tantos daños como suponían. De repente la dama lanzó un grito, se precipitó hacia unos arbustos y cogió en sus brazos al hijo del aeronauta.

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-Mira, mira, Ramona, exclamó, este es un angelito que me ha enviado el glorioso San José, cuya fiesta celebramos hoy. Si fuese un niño abandonado no estaría en la terraza a la que sólo se puede subir por la escalera que hay en el interior del palacio, estaría abajo, en la calle, todo lo más en el jardín. Sí, es un ángel y para que no bajase desnudo a la tierra sus compañeros le han vestido con un pedacito de cielo. ¡Cuánto le vamos a querer! Porque tú le querrás también, ¿no es verdad?

-¡Ah! Sí, con toda mi alma, respondió la doncella. Le querré, le respetaré, le veneraré.

-Precisamente esta noche, continuó la viuda, estaba yo pensando en la falta que me hacía un heredero, una criatura que labrase la dicha del último tercio de mi existencia. Y ya ves, San José me ha enviado este niño que será mi hijo, todo mi amor. El pobrecito está helado, vamos a acostarle en mi propia cama hasta que le compremos una cuna.

La noticia del misterioso hallazgo cundió rápidamente por el pueblo y no hubo persona que no acudiese a ver al que llamaban el niño del milagro. Éste pasó una enfermedad muy grave y la señora del palacio le cuidó con solicitud y esmero. Cuando ya estuvo bien y pudo hablar vieron que lo hacía en un idioma desconocido para todos.

-El lenguaje de los ángeles, decía la dama.

Poco a poco fue el niño aprendiendo el español y al preguntarle un día Ramona por sus padres, miró el azul firmamento y sus ojos se llenaron de lágrimas.

-No le hagas sentir la nostalgia del cielo, dijo severamente la señora, que nadie le pregunte de dónde ha venido, es este un secreto que ni puede ni debe revelar.

El niño, al que llamaron Ángel, fue creciendo en belleza y en perfecciones. De carácter dulce y apacible, de inteligencia superior, era el encanto de sus profesores, de sus compañeros, de su madre adoptiva, de cuantos le trataban. Le encontraban, eso sí, un tanto melancólico y cuando el viento agitaba las copas de los árboles y las nubes se amontonaban en el cielo suspiraba dulcemente y una esperanza loca se apoderaba de él buscando en el celeste espacio un globo que no llegaba nunca, un globo muy amado y deseado ardientemente, que para siempre se había perdido, en cuya barquilla iba un hombre bravo y generoso al que llamaba padre y una mujer que le besaba con el amor de madre verdadera, con una ternura que no había vuelto a encontrar.

Y es que en aquel pueblo el respeto y la veneración al ángel impedían las dulces expansiones del amor al niño.

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Ha terminado, queridos niños, el curso de las cuatro estaciones, o sea el año natural.

Empieza sonriente con la primavera y acaba melancólico con las nieves del invierno.

A la flor sigue el fruto, al calor el frío, y la naturaleza vuelve a empezar su majestuoso curso año tras año, siglo tras siglo.

Así es la vida; el niño es un capullo; al calor de los padres abre sus pétalos, enamora en su juventud con su belleza y con el aroma de su alegría; después languidece y al fin se extingue en la nada de donde le sacara el soplo de la Divinidad.

Pero así como la flor es sólo materia sensible, el hombre tiene un alma, que en vida le permite pensar y obrar bien o mal, siendo acogido por Dios en el primer caso, para galardonar sus buenas obras, o devorado por Saturno que, como imagen del tiempo, aniquila cuanto no tiene otra finalidad que la vida temporal sobre la tierra.

A veces, alguna alma buena sirve para atraer otra mala al sendero del bien, así como, por desgracia, sucede con frecuencia que la manzana podrida corrompe a su compañera, según nos dice la fábula, y en aquel caso hay que admirar más y más la bondad del Eterno, que permite la redención del malo por la gracia alcanzada por el bueno.

En el siguiente sucedido, con el que termina este libro a Las estaciones consagrado, hallaréis demostrado lo que acabo de decir.

Marcelo era malo, Miguel bueno, y Dios permitió que éste fuera el ángel de salvación de su tío y profesor.

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