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Las hervencias y el hito del Reto

Valentín Picatoste García

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

En el espacio de tiempo que abraza el segundo matrimonio de doña Urraca, hija de Alfonso VI de Castilla, con Alfonso I de Aragón, la guerra civil llevaba sus estragos por los campos del reino castellano-leonés, como consecuencia ineludible de la política seguida por el monarca castellano.

Durante el reinado del debelador1 de Toledo, la perniciosa influencia de nuestros vecinos, que venían a reformarnos, se dejó sentir en las comarcas cristianas de la Península —54— acaso con más fuerza que en ninguna otra época de nuestra historia.

Portugal había dado el grito de independencia; Galicia habría hecho lo mismo, si la muerte no hubiera sorprendido al conde D. Raimundo en sus mejores días; los monasterios españoles estaban invadidos por monjes borgoñones y provenzales; el pacientísimo cabildo de Toledo se vio sustituido por monjes franceses, más dóciles y adictos al ligero arzobispo D. Bernardo, que apoyado por la reina doña Constanza, no descansaba en su tarea de afrancesarnos, hasta el punto de hacer que desapareciera nuestra vieja escritura. La nobleza castellana había sido acuchillada en Uclés, y el achacoso monarca, debilitado por los años y agobiado por el dolor que le causara la muerte del Infante D. Sancho, pensó, aunque tarde, en reparar sus yerros con el enlace de las coronas de Castilla y Aragón.

D. Alfonso de Aragón era, según testimonio de los mismos árabes2 el más fuerte —55— de los reyes de los francos en valor, y el más solícito de ellos en hacer la guerra a los muslimes3, y en sufrir. Educado en el campamento, tenía la dureza y energía del soldado montañés, y dicho se está, que ningún otro príncipe con más títulos podría secundar mejor los pensamientos del monarca castellano.

Se celebró el matrimonio de Doña Urraca y D. Alfonso de Aragón, impuesto por la política y el cálculo, y al año siguiente la discordia había separado a los esposos, y se declaraba la guerra entre castellanos y aragoneses, por el empeño de D. Alfonso en regir los estados castellanos.

Este tristísimo periodo es el que D. Modesto Lafuente califica de episodio funesto; el mismo que el obispo D. Prudencio de Sandoval descartaría de la serie de reinados que constituyen nuestra historia nacional, y que Romey4 pasa casi en blanco, llenando ese vacío con extensas relaciones de la historia de los árabes en aquella época, arredrado sin duda por el cúmulo de dificultades que había de crear la narración de las —56— infinitas complicaciones, surgidas entre hermanos que se venden, esposos que se maltratan, estados que se desgarran y nobles ambiciosos y turbulentos que atienden solo a su propio crecimiento, recabando privilegios e inmunidades, fortalezas y territorios, aun a costa de sus perfidias: periodo, en fin, en que las agitaciones, el desconcierto y la anarquía en el gobierno de los Estados, acompañadas de la carencia absoluta de datos cronológicos en las crónicas contemporáneas, y de los más contradictorios juicios de los historiadores, hacen punto menos que imposible atinar con la verdad y poner el debido orden y enlace en los acontecimientos.

A este periodo borrascoso y lleno de desastres, refiere la tradición la horrible tragedia que tuvo por escena el campo de las Hervencias de Ávila; hecho sanguinario y de bárbara ferocidad, que marcaría eternamente con el sello de la infamia la frente de Alfonso I de Aragón, si la luz de la crítica no hubiera deslindado los campos de la fábula y de la verdad histórica. —57—

Gobernaba la ciudad de Ávila el famoso Blasco Jimeno, cuando los avileses fueron a Simancas en busca del perseguido Infante D. Alfonso Ramón5, y le ofrecieron franco y leal asilo dentro de sus murallas, dispuestos a defenderlas en servicio de su rey, contra la ambición de su padrastro, que no perdonaba medio que pudiera ponerle en posesión del desgraciado huérfano, abrigando, respecto a su existencia y a la de su madre, las más horrendas maquinaciones, si hemos de dar crédito a los romances que ponen en su boca estas palabras:

¡Ah! De la madre y del hijo

en breve me desharé;

que si la cárcel no basta

un verdugo puede haber.



Ni los presentes enviados por el aragonés a Nalvillos, entre los cuales estaba la espada de su suegro Alfonso VI, ni las mercedes y promesas de mayores adelantos, hechas a Blasco Jimeno y Fernán López, alcaide del alcázar y esposo de la improvisada y famosa gobernadora Jimena  —58— Blázquez, fueron bastantes a que, faltando a su caballerosidad, abrieran las puertas de la plaza, poniéndola al servicio de Alfonso I de Aragón.

Contestáronle, en una afectuosa carta, que «aceptaban y agradecían los obsequios; que contase con el apoyo del Concejo si ficiere vivienda con la Reina Doña Urraca, legítima señora de Castilla y de León y que le albergarían dentro de la Ciudad si encaminaba sus armas contra moros; pero, si arribase contra el Infante o contra sus vasallos e valedores, el dicho Concejo no le será ayudador, salvo enemigo».

No satisfizo, ni con mucho, al aragonés la enérgica respuesta de los Próceres; preparó sus tropas y se dispuso a caer sobre Ávila para conseguir por la fuerza lo que no pudo alcanzar por la astucia.

Presentóse con su ejército a las puertas de la ciudad, reclamando la entrega del niño; y habiéndose negado a ello los avileses, concibió sospechas acerca de su vida, por consecuencia de los rumores que circulaban sobre el mal estado de su salud, exigiendo —59— entonces que se le mostrasen, y pidiendo en rehenes sesenta escuderos nobles, para entrar seguro en la población.

La entrevista, sin embargo, se verificó fuera de la plaza. Los rehenes salieron por la puerta, desde entonces llamada de Malaventura6, y el aragonés desde su caballo hizo una reverente cortesía al infante, que fue enseñado desde las almenas del cimborrio de la catedral, rodeado de sus fieles servidores.

Viendo desbaratados sus planes, llegó el de Aragón a sus tiendas, asentadas al este de la ciudad; y contrastando su perfidia con la lealtad de los avileses, mandó sacrificar los rehenes. Los cuerpos de aquellas inocentes víctimas fueron despedazados, sus palpitantes miembros sirvieron de ludibrio a la soldadesca, y sus cabezas, hervidas en aceite, fueron repartidas, para escarmiento, en varias ciudades de Castilla.

Según otra versión, no fueron sacrificados todos los rehenes, sino reservados algunos para figurar en primera línea en el sitio que puso a la ciudad, exponiéndolos a los tiros de sus padres, hijos y hermanos, que no dudaban —60— herirles a trueque de defenderla como honrados y valientes castellanos.

Ávila cerró sus puertas en señal de luto, y acordó retar al sitiador, que había levantado sus reales y se dirigía a Zamora.

Blasco Jimeno, acompañado de su sobrino Lope Núñez, alcanzó al aragonés entre Cantiveros y Fontiveros, siete leguas al noroeste de la capital, y en presencia del Rey, después de echarle en cara su traición, le dijo: «E por conocer lo tal, vos repto en nombre del Concejo de Ávila, y digo que vos faré conocer dentro en estacada, ser alevoso, traidor e perjuro»; y añade el Libro viejo de Ávila, que Alfonso I de Aragón mandó a su comitiva castigar la osadía del valiente gobernador; y tío y sobrino cayeron en el campo, defendiéndose como buenos, entre las lanzas y los dardos de todo el ejército real. En aquel sitio, y para eterna memoria de sus nombres, se colocó una cruz de piedra —61— con una inscripción conmemorativa7.

Allí mismo se levantó una ermita, que todavía se conserva, a donde concurrían los caballeros el día del aniversario: «he bofornaban e alanzaban, e facíen grandes alegrías».

Hay más; parece ser que castellanos y aragoneses, convencidos de la gravedad que envolvía el hecho de retar a un rey, nombraron por juez y arbitro de este litigio al Rey de Francia, el cual encomendó el fallo —62— a una comisión, que se reunió en Burdeos residía este Jurado Guillen o Guidon Malato de Sansueña, sentenciador de las causas e acaecimientos de desafío e retos el cual, después de hacer escribir en letras de oro la sentencia, dada contra Alfonso de Aragón, la remitió a los avileses, como diploma y testimonio de su correcto proceder.

Tal es el hecho tradicional, que recuerdan las Hervencias de Ávila y el Hito del reto, de Cantiveros, que adquirió notable importancia no ha muchos años, por la controversia histórica suscitada sobre su autenticidad entre D. Vicente de la Fuente y D. Juan Martín Carramolino. Uno y otro campeón presentan razones poderosas, y el hecho parece innegable, atendiendo a que son reales y positivos los monumentos que lo recuerdan, como la puerta de Malaventura, hoy del Matadero, que continúa cerrada; la del peso de la Harina8, contigua a la fortaleza de la catedral, desde la cual Alfonso I saludó al Infante, y abierta posteriormente por exigirlo así el buen servicio de la Ciudad; la cruz del reto, la ermita y los funerales que —63— anualmente se celebran en el sitio en que murieron y se supone enterrados a Blasco Jimeno y Lope Núñez, y los pueblos del partido judicial de Piedrahita que llevan los nombres de Blasco Jimeno y Sobrino.

El hecho aparece también consignado en un acuerdo del Concejo de Ávila, por el que se establece, que siempre que hubiere de salir de la Ciudad gente a caballo para el servicio de los Reyes de Castilla, «hubiere de ser su caudillo o adalid descendiente del noble Blasco Jimeno, el reptador, e non de otro linaje. Otrosí su pendonero o alférez que sea de la tal generación». En este hecho se fundan las donaciones de Alfonso VII, el Emperador, a los tres hijos del valiente Blasco Jimeno; la donación a la mitra y cabildo de los terrenos de la Serna de Linares, desde entonces Serna del Obispo, y el diploma, en que el Emperador dio por escudo de armas a la muy noble y muy leal Ciudad, su propia efigie de niño asomado a las almenas. En memoria de este acontecimiento, Alfonso el Sabio concedió privilegio de nobleza a los moradores de Ávila; y dio en Vitoria otro privilegio, en virtud del cual el pendón de Ávila había de ir siempre a la vanguardia de los ejércitos reales. Finalmente, el heraldo de Felipe II, Juan España, da testimonio oficial de ello, y asegura que así consta en el Libro Becerro de la Ciudad.

En manera alguna son desatendibles las razones que deponen en contra de la autenticidad del hecho, y, sobre todo, si se tiene en cuenta la procedencia nada limpia de semejante leyenda.

Prescindiendo de que el jesuita P. Abarca9, historiador de los Reyes de Aragón, diga que «el sitio de las Hervencias recibe su nombre de unos manantiales de agua que parecen hervir»; lo cierto es, que las más antiguas crónicas, desde la Compostelana hasta D. Rodrigo, nada dicen del suceso.

La narración del manuscrito de 1517, seguida por Ayora10, difiere notablemente de la que hace la segunda crónica ampliada y publicada por el P. Ariz; siendo de notar, que la primera atribuye a venganza de la gente echada años atrás de la Ciudad, el consejo —65— dado al sitiador de tomar por rehenes los mejores ornes e los fijos de los serranos.

Obsérvase también en la comparación de los testimonios que nos han dejado los cronistas, la misma confusión y embrollo que hemos hecho notar respecto a los hechos históricos de la época a que se refiere la tradición, y una divergencia tan considerable en los relatos, que hace imposible su reducción a un justo medio.

Por otra parte, se percibe en los detalles un marcado sabor de aventura caballeresca propia de fines del siglo XVI, fecha en que tantos concejos y casas nobiliarias se proveyeron de blasones y timbres según su capricho, con grave detrimento de la verdad.

Y, por último, la simple inspección del cimborrio de la catedral, nos persuade de que su arquitectura acusa una época posterior a la horrible tragedia de las Hervencias, que tal vez, sea una leyenda hija de los antiguos odios castellanos contra la dominación aragonesa.

Hemos dado a conocer las principales opiniones sobre esta tradición horrible, por —66— que la crítica no ha pronunciado aún su última palabra sobre el particular; pero, de todos modos, el hecho parece uno de tantos cuya memoria guardan las viejas ciudades dentro de sus muros, torreones y palacios; hecho tal vez histórico, que adulterado por la fantasía popular, ha pasado al dominio de la leyenda; creación fantástica, hija de febril imaginación, que ha visto en ella acrisolados títulos de honor para la ciudad y sus habitantes; una de tantas narraciones tradicionales más o menos interesantes, escritas y conservadas en los archivos, esculpidas en los monumentos, figurando como blasón en los escudos de viejas e ilustres ciudades, y dando nombre a determinados sitios y poblaciones.

Tradiciones, que a veces encierran la historia de un pueblo con sus usos y costumbres, el carácter de una raza, la epopeya de una dinastía, o cuando menos, la fotografía de los personajes que en ellas juegan, siempre extraordinarios, y que se nos presentan en magnífico cuadro lleno de luz y nos lleva insensiblemente a su contemplación; —67— porque las tradiciones, prescindiendo de la verdad histórica que encierran, serán siempre el libro más preciado de los pueblos mientras conserven vivo el sentimiento de la patria, y de respeto y veneración a las creencias y prácticas de sus mayores; y aunque carezcan de rigurosa verdad en sus detalles, caracterizan una época y delinean sus más salientes perfiles.

FUENTE

Picatoste, Valentín, Tradiciones de Ávila (1888), Madrid (Miguel Romero, impresor), pp. 54-68.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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