Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoEl reformismo económico y social

Puesto que el Discurso es un «plan de útiles trabajos» que debe seguir la Real Audiencia para sacar «grandes frutos», podemos preguntarnos si es una pieza más de la literatura proyectista. Por su extensión y por las circunstancias en que fue pronunciado, no podía ser una exposición detallada de remedios socio-económicos y jurídicos, sino un conjunto de generalidades, bastante ilusionantes, del pensamiento ilustrado. Dice Demerson que «Es un discurso generoso, altruista y práctico»106. Meléndez no es un simple «proyectista» sino un buen ilustrado, muy interesado por cuestiones pedagógicas, que desea servir a su Patria y a su Región. Liga «la felicidad pública» al adelantamiento en «conocimientos útiles, y con ellos en industria y prosperidad» (p. 132), y a las reformas de «la ciencia del Magistrado», es decir, de los estudios jurídicos de «la Universidad, el taller de la Magistratura con los vicios de su ancianidad» (p. 131), a la que había abandonado desencantado hacía menos de dos años.


Las fuentes del pensamiento económico del Discurso

Meléndez sólo cita, como promotores de la nueva Audiencia, a Floridablanca y, sobre todo, a Campomanes, inspirador de la «visita» que los nuevos magistrados debieron hacer a todos los partidos de Extremadura para conocer su estado socioeconómico. Los dos célebres «discursos» de su amigo Campomanes sobre la industria popular y la educación popular de los artesanos, catecismo teórico del despotismo ilustrado en política económica, revolotean sobre esta «oración» del extremeño, la cual expresa la filantropía paternalista de la Ilustración sin atacar demasiado a las estructuras económico-políticas del Despotismo Ilustrado.

Muy poca es la originalidad del pensamiento económico de Meléndez, que por la misma estructura de la pieza oratoria no podía ser ni sistemático ni muy detallado.

Difícil es distinguir cómo está reflejado en el Discurso el pensamiento económico de la Económica Aragonesa, que pretendía ser la versión provincial del de Campomanes. En el seno de la Aragonesa sobresalieron dos economistas, discípulos del asturiano, con los que nos consta que Meléndez entabló relación: su secretario de la clase de Artes entre 1776 y 1781, el canónigo Antonio Arteta de Monteseguro, modelo de clérigo ilustrado según Floridablanca; y el catedrático de la Escuela de Economía civil y comercio, el abogado, Lorenzo Normante y Carcavilla107. Conoció a ambos en Zaragoza, aunque no pudo intimar demasiado porque en el periodo 1789-1791, Arteta sufrió un ruidoso juicio por sus amores con una mujer casada y Normante estuvo bastante delicado de salud.

Desde mucho tiempo antes conocía Meléndez el pensamiento de Arteta, pues en su biblioteca de 1782 aparece el Discurso sobre la industria de Aragón108, donde se expresan algunas ideas no extrañas al Discurso de Meléndez: a) la defensa de la política populacionista; b) el fomento de las manufacturas rurales para dar empleo a los vagos y desocupados y, ocupar el trabajo sobrante del subempleo crónico del campesinado; c) una tenue política agraria reformista que no cuestionaba el marco económico-social del régimen feudal existente, sino que perseguía prevenir las crisis de abastecimiento y las posibles revueltas sociales, crear un pequeño campesinado propietario con un grado considerable de autonomía económica que posibilitase el abastecimiento constante de productos agrarios, aumentar su renta y fijarlo más a la tierra; d) fomentar las obras públicas para mejorar las comunicaciones y el comercio interior.

También adivinamos, en el Discurso del extremeño, el pensamiento del primer catedrático español de Economía Política, Lorenzo Normante, de por sí poco original, el cual dirigió la Escuela de Economía civil y comercio de la Económica Aragonesa desde 1784 hasta 1801. No podía ser de otra manera, pues dicha Escuela fue una de las creadas por Arias Mon, una de las que más orgulloso se sentía, y a la que protegió constantemente, a pesar de los no pocos problemas que le ocasionó con los estamentos reaccionarios aragoneses109. El Discurso melendeciano coincide plenamente con el objetivo principal con el que Normante justificaba la existencia de su cátedra de Economía Civil y Comercio (Economía Política), en el Discurso sobre la utilidad de los conocimientos económico-políticos, el 24 de octubre de 1784: «hacer a una nación todo lo numerosa y poblada [...] el procurarla todas las riquezas, poder y comodidad [...] asegurarle políticamente una duración constante en sus progresos. No trata de qüestiones inútiles, de palabras desnudas, o de ideas vacías...»110.

Normante y Meléndez consideran muy necesarios los conocimientos de economía para los funcionarios. Normante: «Sin sus conocimientos (de Economía Civil y Comercio) no pueden desempeñar bien su obligación los que intervienen en la administración pública»111. Meléndez: «las ciencias económicas ocupan en gran parte la administración pública» (p. 136). Ambos coincidían en las mismas fuentes teóricas; por ejemplo, la admiración por las doctrinas económicas del abate Antonio Genovesi: si su obra, Lecciones de Comercio o de Economía Civil inspirará las polémicas Proposiciones de Economía Civil... de Normante (1785), por su parte, Meléndez ya en 1782 poseía once volúmenes de Genovesi, valorados en 158 reales112.




Meléndez utilitarista

El utilitarismo debe guiar todos los actos jurídicos de la Nueva Audiencia:

«En nuestros acuerdos [...] No haya expediente, si es posible, que no se haga en nuestras útiles discusiones un objeto de beneficio común; no haya uno de que no saquemos los materiales de una providencia general o una reforma; no haya uno que no corte algún abuso, algún error dañoso de administración; no haya en fin ni uno solo que le contemplemos aislado; generalícense todos, y observémoslos, y tratémoslos como eslabones de esta admirable cadena del orden social, en que está librada y se vincula la felicidad de los pueblos»


(p. 143).                


La palabra «útiles» aparece reiterada en once ocasiones. La hallamos en el mismo título del Discurso, como queriendo resaltar el pragmatismo del mismo. El utilitarismo de los ilustrados, en sentido amplio, referido a múltiples aspectos de la vida, ligado a la vulgarización científica, a los «conocimientos útiles, y con ellos (adelantar) en industria y prosperidad» (p. 132), y opuesto a las doctrinas escolásticas imperantes en las Universidades españolas. Aparece reflejado en otros sintagmas como: «reformas útiles» (p. 132); «caudal de noticias y útiles desengaños» (p. 135); el nuevo tribunal será un «semillero de mejoras útiles» (p. 135); «útiles tareas» (p. 135); «las novedades útiles» (p. 136); «formalidades poco útiles» (p. 141); «nuestras útiles discusiones» (p. 143). Incluso, Meléndez llega a aplicarlo a la misma persona humana cuanto escribe, entre volteriano y filantrópico: «los delincuentes de uno y otro sexo esperan casas de corrección, que uniendo la seguridad a la salud, enmienden su corazón extraviado, y los conviertan en ciudadanos útiles» (p. 143).

Respecto al utilitarismo jurídico, la utilidad general como fundamento de las leyes, ya hemos apuntado algunos ecos al estudiar el influjo de Voltaire y Beccaria: en la moderación y finalidad de las penas, en la prevención del delito y, principalmente, en el abandono de la tortura y su correspondiente confesión por ser «inútiles». Meléndez conocía el argumento utilitario contra la pena de muerte y la tortura, sobre todo, a través de la ruidosa polémica de Brissot de Warville con los penalistas españoles, del que hemos visto que poseía varios libros en la Biblioteca (1782).

El Discurso es utilitarista en el plano socioeconómico. La ciencia político-económica de Normante y los deberes del magistrado de Meléndez tienen los mismos objetivos prácticos: «los progresos de la agricultura, de la industria común, de las artes, de las fábricas, del comercio y de la población»113. Según Meléndez los magistrados extremeños «debíamos estudiar sin cesar [...] su industria, su agricultura, sus artes y comercio, el clima y ventajas de su suelo...» (p. 130).

Meléndez no expone teorías económicas abstractas, sino en cuanto que es ciencia útil que hace progresar la industria y la prosperidad y, por lo tanto, consigue el objetivo último del Magistrado ilustrado, la felicidad pública: «La felicidad pública sufría los tristes efectos de tan doloroso atraso; la industria desmayaba; desfallecía la agricultura...» (p. 131). Sigue el criterio pragmático, de inmediación judicial y de conocimiento directo del entorno, perseguido por Campomanes, cuando ordenó la detallada «visita» (inspección) a todos los partidos de Extremadura:

«Hemos ido antes a atender de cerca (los clamores y las quejas de los pueblos) y en medio de sus mismos hogares, a conocer su estado y sus necesidades verdaderas para poderlas remediar más acertadamente»

(p. 134). Con «afanosa solicitud» cada magistrado visitó su «partido» estudiando «su suelo, su población, su agricultura, su industria, todos los objetos de provecho común...» (p. 133).

Se pretende que la Audiencia sea un «semillero de mejoras útiles» (p. 135) y que lleve a cabo «las novedades útiles» y las reformas «en bien de la humanidad y de nuestra patria» (p. 137).

Pero la utilidad suprema es la felicidad, reiteradamente formulada 17 veces por Meléndez en diversos contextos. Es necesario perseguir la felicidad en todos los ámbitos, desde el individual de un solo hombre hasta la de todos los pueblos: «felicidad de un solo hombre» (p. 134); «felicidad de una provincia» (p. 130); «felicidad de un pueblo» (p. 130); «felicidad pública» (pp. 131, 136); «felicidad del público» (p. 130); «felicidad de Extremadura» (p. 131); «felicidad de los hijos de Extremadura» (p. 133); «felicidad de los hermanos» (p. 137); «felicidad de cuatrocientas cincuenta mil almas» (dos veces en p. 144); «común felicidad» (pp. 141, 145); «felicidad de los pueblos» (pp. 132, 143). Es el mismo concepto de felicidad de Jovellanos: «aquel estado de abundancia y comodidades que debe procurar todo buen gobierno a sus individuos»114, que viene a coincidir con el objeto de la Economía política, según Normante: «fomentar el aumento y bien estar del género humano»115. La felicidad es la misma en un hombre, en un pueblo y en toda la humanidad. Va ligada al aumento de comodidad y de riquezas. El camino hacia la felicidad es claro: la educación (las «luces», y «los conocimientos útiles») allanarán los obstáculos para que cada individuo aumente su riqueza y felicidad individual, de cuya suma deriva la «felicidad pública» de toda la sociedad. El problema es cómo incrementar el volumen de bienes materiales, es decir, la producción regional y nacional. Para eso enuncia nuestro Meléndez su filosófico, racionalista y utilitarista «plan de útiles trabajos».




La propiedad en el Discurso

En pocos momentos se indigna tanto Meléndez como cuando se refiere a las «riquezas acumuladas y estancadas», es decir, la propiedad amortizada o vinculada en manos de los estamentos privilegiados o de los gremios, perturbadora de la «común felicidad» y de la «admirable cadena del orden social, en que está librada y se vincula la felicidad de los pueblos» (p. 143). Como fundamento teórico podrían hallarse ecos de la teoría general del intercambio de Turgot y de Ferdinand Galiani116 y de su idea de que los conflictos entre los propietarios y los que no tienen tierra rompen la armonía de las relaciones económicas de intercambio. Más evidente parece la adhesión de Meléndez al agrarismo fisiocrático, teñido de humanitarismo, que pone de relieve la miseria de la población trabajadora y el estado deplorable de la agricultura. Es necesario emplear de manera útil la tierra para asegurar las subsistencias y, en definitiva, aumentar la población. Para conseguirlo los ilustrados son partidarios de la pequeña propiedad rural, menos sujeta al absentismo de sus propietarios y al lujo. Pero en una región de latifundios como Extremadura es imprescindible la previa desamortización o desvinculación. Por eso Meléndez ataca «la amortización fatal». Sin duda, Meléndez simpatizaba más con Turgot117, partidario de arrendar las tierras a prósperos colonos, que con Quesnay quien asociaba la tierra a la gran propiedad y a la explotación capitalista118. Recordemos que Meléndez era hijo de un pequeño propietario agrícola y que desde 1784 reflexionaba «sobre la propiedad y sus defectos en la sociedad civil» en un Ensayo hoy perdido.

Por sus afirmaciones radicales, dichas en un acto tan solemne, reproducimos un amplio texto:

«¿por qué el hombre nacido con el sagrado derecho de sacar su alimento de la tierra regada con su sudor y con sus lágrimas, o de convertir sus conatos, aplicar su ingenio y sus afanes al taller y al oficio que más gratos le son, lo ha de llorar perdido a cada paso, y ha de ver con dolor sus brazos vigorosos sin poder ocuparlos en la tierra, ni darlos a la industria, a que le arrastra una invencible inclinación, si por desgracia la amortización fatal le ha robado esta tierra, o una errada corporación ha estancado esta industria en pocos brazos por interés o ignorancia opuestos siempre a él?119

¿Por qué las leyes, si deben conspirar a mantenernos todo lo posible en la primera igualdad y su inocencia, han de acumular las riquezas en pocos, para con ellas corromperlos y degradarlos, envileciendo a par a los que se las roban? ¿han de desarraigar a millares para mantener ilesa una dañosa vinculación?120 ¿dividirán las familias con una institución digna sólo de los siglos de horror y sangre en que fue hallada? ¿no han de poner un término a la codicia en sus inmensas adquisiciones? ¿han de hacer enemigas las clases del Estado con los privilegios y excepciones que les han concedido? ¿no arreglarán por sí mismas las sucesiones en vez de dejarlas, como lo están, al capricho incierto, a la imaginación asustada de un moribundo, dirigido frecuentemente por los asaltos y astutas sugestiones de personas extrañas, codiciosas de arrebatarle sus bienes en aquellos momentos de dudas y agonías, en que la libertad está apagada y el terror engrandece sus fantasmas, aprovechándose así de su debilidad y deplorable estado para encrasarse en su fortuna, apoyando en la ley misma la torpe seguridad de sus manejos?

¿Por qué esta continua variedad de jurisdicciones y Magistrados, estas exenciones y fueros con que se tropieza a cada paso, y rompen, por decirlo así, la sociedad y la dividen en pequeñas secciones? ¿por qué estas competencias inútiles, mejor diré, dañosas a la inocencia y al delito, que embarazan el público con sus formalidades, detienen el brazo severo de la ley en su pronta ejecución, y dividen y desautorizan sus Ministros? ¡Justicia de los hombres poco sabia! ¡qué de cosas tienes que hacer para ser justa!»


(p. 141).                


Meléndez distingue el derecho de propiedad y el derecho al trabajo libre en la industria, ambos con muchas trabas legales. Es un fisiócrata libre-cambista quien, como Turgot, en virtud de la libre concurrencia de intereses, reclama la libre circulación de la tierra y la supresión de gremios y cofradías. Aborda el derecho de propiedad, (sin emplear esta palabra), desde la perspectiva de la ley natural de la conservación: «el sagrado derecho de sacar su alimento de la tierra», innato en todo hombre. Es una justificación física y utilitarista del derecho natural de la propiedad, no de su desigual distribución como hicieron otros fisiócratas, cuya fundamentación filosófica remota Meléndez encuentra en el capítulo V del Segundo Tratado sobre el Gobierno civil121 del admirado y «sabio» John Locke122. Más cercano nos parece el influjo de Turgot en el que parece apoyarse Meléndez para revocar las leyes de la amortización, siguiendo esta argumentación: existe una irrefutable ley natural, que es la ley de la conservación, de la cual dimanan dos derechos del hombre, el derecho al trabajo y el derecho a ser propietario de los frutos de su trabajo (hasta aquí habían llegado Locke y Montesquieu). Sin embargo, Turgot, se acerca a Rousseau y a Helvetius para negar la justificación metafísica de la propiedad, es decir, no es un derecho absoluto, sino una institución civil justificada por su utilidad social, y, en consecuencia, son reformables las leyes que la rigen123. La mentalidad burguesa de Meléndez le lleva a justificar la propiedad individual a partir de la libertad personal, pero la injusta realidad socioeconómica de Extremadura, agrícola y medieval, lleva al filántropo Batilo, apoyándose en la justificación puramente utilitarista de la propiedad de Turgot, a fijarse en la lucha contra las leyes de la amortización, uno de los fundamentos jurídicos sobre los que se basaba la sociedad estamental, defendida por el clero y la nobleza.

Es difícil encontrar epítetos más descalificadores para las leyes que regulan la amortización («dañosa vinculación»). Esto refleja la convicción que tenía Meléndez, heredada de Rousseau, de Holbach y, sobre todo de Helvetius, de que el factor económico tenía un papel fundamental en el equilibrio social y de que las relaciones sociales fundadas en el régimen jurídico de la propiedad privada estamental eran el principal foco de amoralismo social. Al criticar simultáneamente la vinculación de la tierra y de los gremios, Meléndez estaba pensando en los «infelices jornaleros» de su «país». Como fuente más cercana está el Discurso sobre la industria popular de Campomanes donde se prefería la producción artesanal dispersa en núcleos rurales y no concentrada en las ciudades y, por tanto, no sometida al control de gremios y comerciantes. Sarraihl recoge las denuncias que Campomanes y Jovellanos hacen de los males causados por la amortización territorial124. Más específicamente, Normante había recogido la solución de Campomanes para el paro estacional:

«Para evitar esta inacción y pobreza debe estar hermanada la industria popular con la agricultura»125.


Curiosamente, Meléndez aplica el mismo epíteto «fatal» a la propiedad y a la amortización. Vimos antes que el estado «del buen salvaje», feliz, inocente y rico, se quebró por las «incomodidades y amarguras» causadas por la «fatal propiedad» (p. 140).

Recoge Meléndez la idea peyorativa de considerar la propiedad privada como una especie de castigo divino, como causa de la desigualdad y de las pasiones sociales, las cuales a su vez generan la corrupción de las costumbres, es decir, la desgracia de la multitud. La idea estaba bastante extendida entre los ilustrados, v. g.ª, Helvetius126, Mably, Morelly y el Rousseau del Discurs sur l'Inégalité, pues en otros lugares llegó a definir la propiedad como el fundamento del pacto social y «el más sagrado de los derechos de los ciudadanos»127.

El marqués de Beccaria define la propiedad como «derecho terrible y acaso no necesario»128, frase calificada por Tomás y Valiente de «demagógica e insincera» del noble frívolo y amigo de cualquier tipo de propiedad.

Sin embargo, nosotros consideramos sincero el sentimiento del profundamente reformista Meléndez, puesto que está inserto en una larga trayectoria vital. Por ejemplo, la idea de desamortizar la tierra para satisfacer las apetencias de «la dulce propiedad» que sentía el campesinado, la repetirá claramente en 1797 en la Oda VII, dedicada a Godoy129.

Es un sincero desahogo de Meléndez contra la propiedad amortizada que atenta contra los derechos fundamentales de la subsistencia, contra el derecho de la igualdad (la acumulación de riquezas conspira contra la «primera igualdad y su inocencia») y contra la libertad, incluso del moribundo presionado por los que apetecen su herencia. Además fomenta la holgazanería forzosa, tema muy sensible para la Aragonesa: «¿Por qué (las leyes de la amortización) han de desarraigar a millares para mantener ilesa una dañosa vinculación?» (p. 141). Si no conociésemos el humanitarismo de Meléndez, juzgaríamos al dulce Batilo como un burgués ultraliberal que sólo ve en la desamortización de la tierra y en la supresión de los gremios la solución para todos los males sociales. Como el resto de los ilustrados, parece que Meléndez, siguiendo a Locke (II Tratado, 5), pensaba que la condición de propietario era la nota distintiva del ciudadano y que el derecho de propiedad es uno de los centros neurálgicos del sistema social. Por eso desearía que todos fuesen propietarios. León de Arroyal, ex-compañero y amigo de Salamanca, afirmaba categórico el principio fisiócrata, en agosto de 1788: «no hay que no venga de la tierra»130.

Llegados a este punto sobre la concepción melendeciana de la propiedad debemos preguntarnos si Meléndez simpatizó con alguna de las utopías precomunistas que circularon durante el siglo XVIII. Ciertamente las conocía, pues estaba empapado de libros en los que se responsabilizaba a la propiedad de corromper las costumbres y de violar el espíritu de las leyes de la naturaleza: la comunidad de bienes entre todos los hombres. En su biblioteca de 1782, además de las obras completas de Rousseau, encontramos trece volúmenes del abate Gabriel Bonnot de MABLY131 (hermano de Condillac y autor destacado de la Enciclopedia) y dieciocho de Simón Nicolás Henri LINGUET132, entre otros. Meléndez comparte con estos autores los principios básicos: el derecho de vivir, el derecho al trabajo, el deber de trabajar según las fuerzas de cada uno y el derecho de poseer los bienes según sus necesidades. Comparte los mismos anhelos de «la primera igualdad y su inocencia» (p. 141) ,y de «gozar en común en el seno feliz de la paz y la inocencia de los largos y copiosos dones...» (p. 140). Si Meléndez habla de «fatal propiedad» Mably había escrito: «No dudo en considerar a la desgraciada propiedad como la primera causa de todos nuestros males»133. Ambos, Meléndez y Mably, coinciden en admirar la simplicidad legislativa de Licurgo, en que el legislador debe «adecuarse a los designios de la naturaleza para que el pueblo goce en la igualdad de la felicidad a la que ella le ha destinado»134. Sentada la tesis de que Meléndez simpatizaba de alguna manera con la idea de que había que reglamentar mejor la propiedad para disminuir los vicios y aumentar la felicidad de la sociedad, el problema surge al fijar su alcance y si llega a proponer la ruptura con la sociedad de su tiempo. Casi ningún enciclopedista estaba conforme con su sociedad, pero sólo unos pocos, como J. J. Rousseau o Linguet, llegan a desear la desaparición de la misma. Meléndez, por creer en el progreso, en la vulgarización científica y en la educación, está redactando un discurso, que es un programa de reformas aplicable a la sociedad de su tiempo, lo cual sería absurdo si pensase en la solución radical de un comunismo agrario de Mably o en la contraria de la utopia individualista del Emile que rompe irracionalmente con la sociedad.




Reformas económicas concretas

Especial satisfacción muestra Meléndez al proponer reformas económicas a los Magistrados, calcando los programas de la Económica Aragonesa: «Permitidme, Señores, que se desahogue mi corazón tratando estas materias. Mi afición decidida a la legislación y ciencias económicas, me hicieran siempre desear que los acuerdos [...] resonasen continuamente como propuestas y consultas de saludables mejoras en el actual sistema de administración pública a impulso de las luces y el zelo» (p. 143). Seguía el ilustre ejemplo de su amigo, el Conde de Campomanes, quien impulsó las mayores reformas desde su cargo de primer fiscal del Supremo Consejo de Castilla.

Analiza, brevemente, las causas del escaso desarrollo socioeconómico de Extremadura, aludiendo a otras provincias, mejor situadas, dando la sensación de comparar Aragón con aquella. Hemos visto a Meléndez criticar suavemente al clero y a la nobleza extremeños, pero compasivo con todo lo de su tierra, Meléndez los exculpa de su evidente responsabilidad en el subdesarrollo de Extremadura: «No es culpa suya, no...» (p. 133). Llega a la conclusión de que Extremadura es «en el Imperio español una provincia tan ilustre y rica como olvidada [...] sin población, sin agricultura, sin campos, industria ni comercio...» (p. 132).

Enumera una serie de reformas que coinciden con las escuelas y cátedras de la Aragonesa y de difícil aplicación si ¡lo se cuenta con una asociación, como tina Sociedad de Amigos del País, en la que, fuera de las horas de Tribunal, pudieran desarrollarse.

-a) La población.

En el Discurso hay una breve valoración cariñosa de la población de Extremadura: «¡Su población cuán pequeña es! ¡Cuán desacomodada con la que puede y debe mantener!» (p. 143). Las reformas agrícolas tienen por finalidad «alimentar millares de nuevos pobladores» (p. 143). Está en la misma línea del pensamiento económico defendido por Lorenzo Normante en el seno de la Económica Aragonesa de considerar la población como el principal factor de desarrollo y que era imprescindible aumentarla, para lo cual Meléndez colaboró con la Cátedra de Economía civil y comercio y llegó a encargarse de redactar un «Discurso breve que abarcase los puntos más esenciales sobre la educación física que se debe dar a los niños en los primeros diez años»135.

-b) El comercio.

Breves referencias al Comercio. «Sus pobres tragineros (los de Extremadura) nos claman por caminos cómodos para el comercio y salida de sus abundantes producciones» (p. 143). Extremadura y Aragón son dos regiones interiores que estaban aprovechando poco el comercio. Para estimularlo hemos visto que el socio de la Aragonesa, Antonio Arteta de Monteseguro escribió un importante tratado con la finalidad de poder aprovechar el mercado colonial, que Meléndez se apresuró a comprar para su biblioteca. Muy probablemente Meléndez fuese librecambista, siguiendo a Turgot y a Arteta, quien veía en el comercio exterior con América un motor de desarrollo. Observemos que Meléndez liga el comercio, extra-regional, con la «salida de sus abundosas producciones» (p. 143) y como Arteta pide mejorar las comunicaciones (caminos cómodos para el comercio). Lo hemos visto clamar contra las leyes que impiden a los hombres «convertir sus conatos, aplicar su ingenio y sus afanes al taller y al oficio que más gratos le son» (p. 141). Es decir, en virtud de la libre concurrencia de intereses reclama la supresión de gremios y, deducimos, la libertad de comercio.

-c) La Agricultura.

Problemas tratados con su amigo, Alejandro Ortiz, en el seno de la Escuela de Agricultura de la Aragonesa, más acusados en Extremadura, serían «Montes y malezas espantosas ocupan terrenos preciosos y estendidos, que nos están clamando por brazos y semillas, para ostentar con ellas su natural feracidad, y alimentar millares de nuevos pobladores. Sus fértiles valles y llanuras esperan en acequias las aguas y el caudal inútil de los ríos que le son de daño en vez de fecundarlos; sus inmensos baldíos (esperan) repartimientos y, labores; sus famosos ganados (esperan) libertad en sus nativos pastos...» (p. 143). Meléndez parece referirse a la gran obra de ingeniería de los ilustrados aragoneses, el Canal Imperial de Aragón, cuyas obras finales pudo contemplar en el verano de 1790. No se puede en menos líneas dibujar mejor la política agrícola y ganadera de la Ilustración, que Herr califica como «El auge de la tierra y el ansia de poseerla»136. Pide el aumento de tierras de labranza para atender al aumento de población y repoblar los inmensos baldíos mediante el reparto de tierras comunes o concejiles. Hay un eco de las tradicionales quejas contra los privilegios de la Mesta que oprimía a los ganados «nativos», desde el famoso «expediente consultivo» de don Vicente Paino, sancionado por Aranda y Campomanes y estudiado por Joaquín Costa137. Coincide Meléndez con el ideario económico de la Económica Aragonesa, expresado por Normante:

«La Arte Pastoricia tampoco debe llevar la primera atención en un País apto para la Agricultura si se desea tener poblado competentemente, por el crecido terreno que se emplea en los pastos y pudiera rendir más, reducido a cultivo [...] La Agricultura es el Arte primitiva más rica y producente, la más digna...»138.



-d) La industria artesana.

Meléndez se acordaría del incidente con la maestra modista de la Escuela de flores de mano de la Aragonesa, Joaquina Valle, por la importación de productos de bisutería franceses con lemas revolucionarios, cuando escribe: «las madres de familia nos piden labores sencillas para sus hijas inocentes» (p. 143). Es la problemática de la industria popular más sencilla.

Con «Los ricos hacendados (nos piden) luces, métodos, dirección con que mejorar el cultivo y establecer industrias» (p. 143), Meléndez pensaría imitar las diversas escuelas de hilado, sostenidas por la vigilancia del deán Hernández Larrea y del chantre Del Río en el sello de la Real Sociedad. Se imaginaría la silueta del ingeniero y catedrático de la Escuela de Matemáticas, su amigo Luis Rancaño, que estaba encargado de experimentar y asesorar sobre los inventos que continuamente se presentaban en la secretaría de la Aragonesa. Tanto las «labores sencillas» como las «industrias» de las que habla Meléndez son las que los ilustrados llamaban «industria popular», en oposición a «Oficios» y a «Fábricas». Normante dice que: «La Industria popular, que es la que se ocupa en dar las más fáciles y más sencillas preparaciones a las primeras materias, no necesita de mucho aprendizaje, y puede estar dispersa por todas las Poblaciones»139.

-e) La enseñanza.

Al proponer la creación de «Escuelas y educación para la primera edad», pensaría Meléndez en sí mismo, pues estaba dirigiendo las situadas en El Burgo, en El Arrabal y en Peñaflor, donde los delincuentes y los mendigos «se conviertan en ciudadanos útiles» (p. 143).

Cuando afirma «La juventud (nos pide) estudios y colegios» (p. 143), sin duda, pensaba en las Escuelas de Dibujo y Matemáticas de la Aragonesa, que tanta aceptación tenían.

-f) Reformas en las cárceles.

Con la frase «Los delincuentes de uno y otro sexo (nos piden) casas de corrección, que [...] los conviertan en ciudadanos útiles...» (p. 143) , sin duda, puede aludir a las iniciativas de algunos socios de la Real Sociedad, empeñados en mejorar las cárceles, por ejemplo, el Alcalde Mayor de Zaragoza, Ramón Gabriel Moreno, quien en la junta general del 30 de enero de 1789, había presentado un «Papel sobre la necesidad de efectuar unas obras en las cárceles de Zaragoza, mediante limosnas, para ensanchar el espacio disponible y poder dar trabajo así a los reclusos».

-g) Reformas en los gremios.

Especial importancia concede Meléndez a la desvinculación de la tierra y de los gremios, que tantos desvelos y polémicas le había causado a la Económica Aragonesa. Considera que el régimen jurídico de la propiedad es una de las partes del código civil que más urgente reforma necesita. Este tema era uno de los más gratos a la Real Sociedad y a Lorenzo Normante. Recordemos los disgustos ocasionados por el «Plan gremial» de la Aragonesa en 1784, y que le tesis doctoral de Normante (1781) trataba de «los destinos que deben tener las rentas eclesiásticas». Hemos visto a Meléndez pronunciarse contra la «amortización fatal» de los gremios: «una errada corporación ha estancado esta industria en pocos brazos» (p. 141).

-h) Resumen.

Meléndez suspira feliz haciendo estos planes para su modélica Audiencia: «¡Que de grandes, de sublimes objetos para despertar en los acuerdos nuestro zelo generoso, ocuparnos sin cesar, y hacer en ellos la felicidad de cuatrocientas y cincuenta mil almas, que todas se convierten a nosotros y nos la piden!» (p. 144).

Termina su estímulo reformista con la preciosa imagen de comparar a los no aplicados a «las novedades útiles [...] la razón y la filosofía» y partidarios de «la costumbre y la desidia» con «el edificio que no se repara y mejora, (que) incómodo y ruidoso al cabo se destruye» (p. 136).






ArribaAbajo El Reformismo jurídico

Meléndez examina la realidad de la Administración de la Justicia en Extremadura. A la nueva Audiencia no le va a faltar tarea, ya que se podrá encontrar con «calumnias y maquinaciones disfrazadas con el velo de un zelo santo o de la común utilidad; usurpaciones y rapiñas paliadas y aun protegidas descaradamente [...] procesos [...] empezados de muchos años, imposibles ya de reintegrar; otros confundidos y enmarañados [...] causas rotas o truncadas [...] otras (causas) mostrando en cada diligencia ignorancias o prevaricaciones» (p. 134).

Por supuesto, había que estar en guardia contra las corruptelas normales en el sistema judicial «... la molesta y odiosa resistencia de un corregidor interesado, los maliciosos descuidos de un Alcalde parcial, o los criminales manejos de un Escribano infiel o caviloso» (p. 133).

Todo este estado de cosas se podría resumir en la falta de seguridad tanto en los derechos de las personas como en sus propiedades. La seguridad era la finalidad básica por la que los hombres convinieron el pacto social y se sometieron gustosos a la ley: pactaron para «disfrutar de la seguridad y bienandanza que en vano buscarían en sus cabañas solitarias» (p. 137). El decidido pactista Meléndez, igual que Locke y Condorcet, da especial importancia a los derechos relativos a la seguridad de las personas, los cuales, evidentemente, están relacionados con las definiciones de delito y de la legalidad penal y procesal, con la supresión de las jurisdicciones especiales de los estamentos privilegiados, con la limitación y proporcionalidad de las perlas, con el derecho que el reo tiene a los medios naturales de defensa, con la responsabilidad de los tribunales y jueces, y con leyes que establezcan decididamente el principio de publicidad procesal.

La palabra «Seguridad» aparece cuatro veces en el Discurso ligada al fin principal del pacto social y de toda ley: «La ley [...] no siempre señaló [...] los límites de su seguridad y libertad a cada ciudadano» (p. 138); en consecuencia, alguna mala ley del Antiguo Régimen permitió que ciertos delincuentes encontrasen «... en la ley misma la torpe seguridad de sus manejos» (p. 141).

A una persona, buena por naturaleza como era Meléndez, debía irritarle sobre manera la legislación que favorecía los litigios y la corrupción en los tribunales, a los que pone como antídoto la buena fe: «...y el enredo y el litigio burlándose a su sombra de la sencilla buena fe con descarada impunidad» (p. 140).

La irritación se manifiesta en la energía con que anima al «ciudadano»: «... clamemos [...] clamemos y representemos confiados si descubriésemos la sutileza mañosa sustituida en ellas (en las «formalidades poco útiles» de los abogados) a la buena fe» (p. 142). Admira, con espíritu roussoniano, la sencillez de la administración de justicia de «nuestros padres rudos y sencillos» en la que «la buena fe les sirvió de abogado, y el juez era más bien un árbitro pacífico de sus poco reñidas diferencias» (p. 142). Hay una manifiesta crítica a la hipertrofia legislativa y a la pobreza de la jurisprudencia romanista del «mos italicus» tardío, basadas en el «ius comune» romano-canónico, en el argumento de autoridad y en la vieja técnica recopiladora. Ya hemos visto a Meléndez criticar la falta de renovación de las «Las Universidades, el taller de la Magistratura con los vicios de su ancianidad, adictas religiosamente a las leyes Romanas y a la parte escolástica de estas mismas leyes» (p. 131). Por otro lado, veremos que los juristas «prácticos», desligados de la Universidad y sólo preocupados de ganar pleitos, no salen mejor parados.


Meléndez partidario de la codificación

En nuestra opinión, Meléndez pretendía algo más que racionalizar y uniformar las viejas recopilaciones. A pesar de no aludirse a la soberanía nacional, (Meléndez no era revolucionario, aunque sí burgués), en el Discurso encontramos la permanente mentalidad codificadora que le llevará a integrarse, decreto de 16 de diciembre de 1809, en la Comisión del Código civil del Consejo de Estado josefino «para hacer que el Código de Napoleón resulte aplicable a España». El concepto de «código» supone un cambio fundamental en la concepción jurídica de la Historia del Derecho, pues significa una nueva mentalidad racionalista y ahistoricista, es decir, dejar el lastre del material jurídico anterior acumulado desde tiempo inmemorial, el cual, en el mejor de los casos, sólo conservaba un valor meramente informativo. Es una regulación jurídica nueva, que perseguiría una mayor simplicidad, igualdad y eficacia, y de la que es decidido partidario el poeta extremeño, quien en nota a pie de página ve con buenos ojos la idea del «sabio Locke» de que las leyes no tuviesen vigencia más allá de cien años: «Por esto de tiempo en tiempo sería no sólo conveniente, sino aun necesario, hacer una reseña escrupulosa de las leyes establecidas, para anular, modificar o promulgar aquellas nuevas que pareciesen indispensables» (p. 139). El problema es ver el alcance de las medidas propuestas para superar el desbarajuste legislativo acumulado en las recopilaciones. ¿Meléndez desearía aplicar la técnica recopiladora o la codificadora, es decir, sólo poner orden en el Derecho viejo o implantar un nuevo Derecho racional? Tomás y Valiente parece incluir a Meléndez entre los que simplemente «protestaron contra las recopilaciones y denunciaron sus defectos» sin atreverse a «la defensa de verdaderos códigos ilustrados»140. Pensamos que Meléndez va más allá. Ya hemos visto su sincera admiración por Beccaria y por Filangieri; su profunda desconfianza ante la costumbre como fuente de Derecho y ante el arbitrio de los jueces; su defensa de la moderación, de la seguridad, de la libertad y de la igualdad jurídica, su indignación ante la vinculación que la propiedad de la tierra y el trabajo tenían en la sociedad señorial del Antiguo Régimen, etc.

A Meléndez le parece bien cualquier unificación, incluida la supresión de foralismos con la que se estrenaron los Borbones: «A la voz creadora del Sr. Felipe V [...] recobran las leyes su augusta autoridad, y se renuevan o mejoran; y los magistrados castellanos ven abierto delante de sí un campo de gloria y de trabajos en que señalarse con fruto, y egercitar su noble zelo» (p. 132)141.

Respecto a la parte de las leyes penales: «La criminal, si menos imperfecta que en otras naciones, no está empero libre entre nosotros de fatales errores y de falsos principios para podernos ocupar» (p. 137). Sabido es que Carlos III proyectó un código penal, que se suspendió en 1789. Tal vez para recordarlo, el extremeño afirma: «Y acaso será obra de la nueva Audiencia de Extremadura la reforma necesaria del Código criminal español, tan ardientemente deseada de los Magistrados sabios como de los zelosos patriotas» (p. 140). Meléndez parece no confiar en una simple reforma, sino en el movimiento codificador paneuropeo, fundado en «las luces»:

«... reconozcamos los defectos (de las leyes criminales) para pensar, si es posible, en su oportuno remedio. O reconozcamos más bien, confesémoslo sin rubor, que en la parte criminal nos falta como a las más de las naciones, por no decir a todas, a pesar de sus luces y decantada filosofía, un código verdaderamente español y patriota, acomodado en todo a nuestro genio, a nuestro suelo, a la religión, a los usos, a la cultura y civilización en que nos movemos»


(p. 139).                


Buen conocedor de la Historia del Derecho y decidido partidario de las reformas clarificadoras del ministro Roda, Meléndez constata en nuestras leyes una mezcolanza insufrible: «siguiendo siempre los caminos trillados se han copiado a porfía unos a otros» (p. 138), pues, encuentra mezclados «resoluciones de jurisconsultos Romanos, o rescriptos de sus Emperadores, leyes del siglo XIII, del XIV, [...] sabias y acertadas entonces para nuestros padres [...] pero insuficientes o dañosas a nuestros vicios y necesidades nuevas...» (p. 138). Meléndez era consciente de que las distintas «recopilaciones» del Derecho español efectuadas durante la Edad Moderna, reuniendo y conservando todo el Derecho histórico anterior, habían llevado a la «continua contradicción y el enredo y el litigio [...] volúmenes de errores y tinieblas» (p. 140). Participa el Magistrado extremeño de la reacción, producida en toda Europa a partir de los años centrales del siglo XVIII, contra el Derecho romano y las montañas de textos doctrinales acumulados sobre él.

Si Meléndez era partidario de un código penal español, mucho más lo era del civil, donde nuestras leyes eran peores:

«Más ancho campo, pero más espinoso, menos frecuentado y más arduas dificultades se nos presentan en la parte de las leyes civiles. Por desgracia es esta parte la más imperfecta, la más oscura, la menos combinada en todas las naciones; y donde quiera que volvamos los ojos, alumbrados de la antorcha segura de la filosofía, no hallamos sino continuos tropiezos y peligros. Casos en lugar de principios, raciocinios falsos autorizados como dogmas legales, opiniones particulares erigidas malamente en leyes, doctores y pragmáticos en continua contradicción, y el enredo y el litigio burlándose a su sombra de la sencilla buena fe con descarada impunidad»


(p. 140).                


Repasa todas las materias del Código civil, con especial crítica para los contratos, y se pregunta

«... las partes, en fin, todas del Código civil, ¿por qué triste necesidad han de ocupar volúmenes sobre volúmenes de errores y tinieblas [...] una serie bárbara d glosadores y eternos tratadistas condiciones a condiciones, y cláusulas a cláusulas...?»


(p. 140).                


Es la lucha de los magistrados ilustrados contra la autoridad de los intérpretes.

Meléndez ve en la gran variedad de jurisdicciones y magistrados y en la falta de unos códigos sistematizadores, la principal fuente de injusticia: «Nuestros códigos son un arsenal donde todos hallan armas acomodadas a su deseo y pretensiones [...] encierran leyes contra leyes [...] todo, menos unidad y sistema; todo, menos principios y miras generales [...] hoy es como un estado de pleitear...» (pp. 141- 142). Observemos cómo Meléndez reclama «unidad y sistema», cualidad propia de los códigos liberales, en oposición a «nuestros códigos» del Antiguo Régimen. Esos «principios y miras generales», cuya falta Batilo observa en el corpus jurídico, farragoso y contradictorio de las «recopilaciones», sin duda, son los principios generales emanados de la ley natural que deben desembocar en los preceptos de Derecho positivo, y de manera destacada en los códigos.

Por eso, Meléndez, siguiendo su mentalidad iusnaturalista y racionalista, es partidario de la codificación, es decir, de una regulación nueva y sistemática que no recoja como normativa el material jurídico anterior al que, sin embargo, tanto él como Jovellanos daban mucha importancia como elemento informativo. Se pregunta «¿Por qué triste necesidad [...] no habrán de reducirse ya, después de tantas luces y esperiencias, a pocas leyes, claras, breves, sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos entiendan por sí mismos para regular sus acciones, y puedan fácilmente retener?.» (p. 140). Para nosotros esas «pocas leyes claras, breves, sencillas» no hay la menor duda de que son los códigos, consecuencia del racionalismo jurídico de Meléndez. Éste habla del «dañoso derecho de multiplicar los pleitos» (p. 140) y propone como solución la sencillez legislativa, en un planteamiento similar a Normante, quien había propuesto: «reducir [...] los pleitos con leyes claras, con buenos reglamentos del orden judicial...»142.

También parece Meléndez partidario de un código procesal, pues, más adelante extiende la unificación a las jurisdicciones: «Por qué esta continua variedad de jurisdicciones y Magistrados, estas esenciones y fueros con que se tropieza a cada paso, y rompen, por decirlo así, la sociedad y la dividen en pequeñas secciones?» (p. 141). Meléndez ve grandes perjuicios políticos en la variedad de jurisdicciones: «Por qué las leyes [...] han de hacer enemigas las clases del Estado con los privilegios y excepciones que les han concedido?» (p. 141). Es un ataque frontal a la regulación legal de la estructura estamental del Antiguo Régimen. Parece clara la mentalidad de ruptura. Es un precedente del artículo 248 de la Constitución de 1812 que establecía «un solo fuero». Ya indicamos la importancia que Meléndez concedía al imperio de la ley sobre el poco fiable arbitrio judicial, y a la igualdad jurídica de todos los ciudadanos. Veremos como le irritaban ciertas prácticas judiciales en los procedimientos, en especial, la lentitud y formalismo del civil y la crueldad en el proceso penal, más orientado a castigar que a garantizar los derechos del acusado.

Quizá sea más que casualidad la coincidencia de la publicación en 1821 de los «Discursos forenses», cuando, en el Trienio liberal, se estaba elaborando el primer Código penal español (promulgado en 9 de julio de 1822), coordinado por el ministro extremeño, José María Calatrava. Con más espacio sería curioso ver la influencia del pensamiento de Meléndez en este primer Código español.




Cualidades de los alcaldes del Crimen

Los Alcaldes del crimen eran el primer escalón de la carrera judicial, con menos prestigio y sueldo que los Oidores. Meléndez los define como «Ministros del rigor y de la clemencia» (p. 144).

Eran competencias suyas visitar y vigilar las cárceles; apresar a los presuntos delincuentes, y la conservación preventiva del orden público. Se encomienda a los Alcaldes del crimen la tasación personal de las pruebas y la recepción, también personal, de los testimonios y ratificación de los mismos, dada la importancia que los medios de formación de juicio tienen en los pleitos criminales. Meléndez insiste en la condena de procedimientos como la tortura y los abusos de los abogados. Exige una serie de cualidades humanas tendentes a dulcificar la situación de la persona juzgada o condenada.

Meléndez, que era alcalde del crimen cuando redactaba el «Discurso», hace una etopeya del magistrado de lo penal con las siguientes características: a) Clementes: «unid en vuestros juicios la humanidad a la justicia [...] que es mejor dejar alguna vez un esceso olvidado que [...] envolver a un inocente en dudas crueles, vejaciones y amarguras de un juicio...» (p. 144). b) Respetuosos con el honor sagrado de las familias. c) Moderados respecto a las penas de los presos: respetar su libertad, aliviar las penalidades en la cárcel: «Velad como padres sobre los pobres presos» (p. 144). d) No dilatar las sentencias «vuestros tremendos oráculos» (p. 144). e) Humanitarios y filantrópicos: «Nunca, nunca os olvidéis al juzgar sus criminales extravíos, de que son hermanos vuestros, de que son infelices, de que acaso una fatalidad desgraciada los hizo delincuentes» (p. 144).

Nos sorprende la modernidad de:

«Ocupadlos (a los presos) en esas cárceles, y les alibiaréis, distraída su imaginación asustada, gran parte de sus penalidades»

(p. 144).

Bajo estos rasgos se esconde una profunda convicción humanitaria y filantrópica, muy moderna, en la que no se olvida que el delincuente es un hombre y en la que se tienen en cuenta las causas de la delincuencia. Su consecuencia lógica es que se propongan ciertas reformas en el antiguo régimen judicial.




Reformas y prácticas que no deben permitirse en la ley penal

Meléndez parte de la afirmación: «Confesémoslo sin rubor, que en la parte criminal nos falta [...] un código verdaderamente español y patriota...» (p. 139). Pide, siguiendo a Beccaria, luchar contra algunas prácticas jurídicas: a) Las que buscan el delito por caminos torcidos. b) «la sorda delación que envilece las almas y quiebra y despedaza la unión social en su misma raíz» (p. 139) Aconseja: «Cerrad los oídos a la delación y con ella a las venganzas y a la división de las familias» (p. 144). c) Las leyes y prácticas que obligan a perjurar al reo «obligándolo así a profanar mintiendo el augusto nombre de su inefable Autor, o a ser asesino de sí propio» (p. 139). d) Las que pretenden arrancar una confesión inútil y la autoinculpación mediante el dolor de la tortura. e) Las que abren las puertas a la dilación y al maligno artificio. g) Las practicas que sólo hacen enredar el proceso: «si la viésemos (la ley) misteriosa y sombría en sus pasos y sumarios» (p. 139), para abreviar y simplificar las pruebas de «su defensa o su condenación». h) Las leyes demasiado severas deben cambiarse si las viésemos «ensangrentarse acaso con el delincuente que castiga y endurece el corazón en vez de escarmentarle» (p. 139), para hacer menos dura la condición del delincuente en las prisiones, puesto que la inútil dureza del encierro impulsa a cometer el delito de su fuga, i) Las que permiten amarguras y perjuicios para la familia del delincuente. Meléndez clama y exhorta a los Alcaldes del crimen contra la pena de la difamación familiar, recientemente abolida en Francia (Decreto sur la punition des coupables et sur les suites de cette punition, 1790, fruto de las campañas de Voltaire y Beccaria): «mirad como propio el honor sagrado de las familias [...] ¡Ah! jamás infaméis ninguno de sus hijos, jamás uséis en él de esta terrible pena!» (p. 144).

En fin, cualquier práctica o ley que no respete la libertad del ciudadano y cuyas «decisiones, no fusen tan sencillas y claras como la misma luz para atar con ellas el espíritu y el corazón del juez en sus arbitrios e interpretaciones» (p. 139), Voltaire defendía la libre apreciación de las pruebas por el juzgador, pero siempre con la garantía de la ley.

Hemos visto que no se olvida de la reforma de la infraestructura carcelaria cuando habla de «casas de corrección» y no de cárceles, cuya realidad debía ser bastante lúgubre, descrita en frase que recuerda al maestro Cadalso: «... gimen y suspiran acaso en un profundo calabozo, donde nada oyen sino otros suspiros y el son de las prisiones de sus compañeros» (p. 144).

Advertimos que muchas de las reformas propuestas por Meléndez están relacionadas con las injusticias y gravísimos defectos del oscuro sistema procesal penal del Antiguo Régimen, basado en la acusación secreta y en mecanismos inquisitoriales, lo que él llama «caminos torcidos» como «... sorda delación [...] cordeles [...] confesión inútil...» (p. 139). Meléndez los había estudiado por el manual de Elizondo143. Aquí se aprecian los ecos de Voltaire y su constante lucha para reformar las pruebas judiciales. Como buen reformador incluye alguna utopía: «Si nuestras gloriosas vigías [...] lograsen una (ley) que remunerara al hombre de bien por su virtud entre tantas (leyes) que le castigan» (p. 137).




Cualidades de los oidores

El panorama que nos describe Meléndez en el campo de derecho civil es desolador, donde acabamos de contemplar «el enredo y el litigio burlándose a su sombra de la sencilla buena fe con descarada impunidad» (p. 140). No en vano gira en torno de la «fatal propiedad».

Los oidores eran los juristas de mayor prestigio social y profesional de la ciudad en la que se ubicaba una Audiencia, por lo que la carrera judicial habitual era el ascender de Alcalde del crimen a Oidor, y de éste a Fiscal o Regente. De las provincias se pasaba a Madrid, ya a la Sala de Alcaldes de Casa y Corte o ya a alguno de los Consejos, siendo el de Castilla el más apetecido.

Entendían específicamente del derecho civil y foral; y del criminal, solamente cuando no había suficientes alcaldes del crimen para formar el tribunal. El procedimiento de un pleito civil, lo que hoy llamaríamos derecho procesal civil, solía ser largo, pues desde que una demanda es admitida a trámite, pasa por cinco fases: información, deliberación, votación, acuerdo y sentencia, en las cuales se podían dar diversas corruptelas, que el poeta extremeño nos describe muy sombríamente: «las fórmulas, tan sabiamente introducidas en los juicios para asegurar la libertad y mantener el orden han perdido la sencillez [...] siempre son útiles a la parte injusta y cavilosa [...] se han convertido en una trinchera fatal donde se guarece la mala fe y donde la incauta inocencia se verá privada con dolor de sus derechos más sagrados...» (p. 142). En concreto, Meléndez estimula a los Magistrados para que clamen y representen, confiados, contra «Los juicios eternizados por formalidades poco útiles» (p. 142). Contra la sutileza mañosa y contra el «Enmarañado laberinto de la astucia sagaz» (p. 142).

La tardanza en administrar justicia debió preocupar seriamente a Meléndez, ya que en los consejos finales, el primero que da a los Oidores es «Oidores, acordaos que debéis a las partes justicia con prontitud; que muchas veces es la dilación peor que una sentencia...» (p. 144). Es la vieja aspiración de Pedro Fz. Navarrete en 1626, aun hoy deseada: «sería de grande utilidad hallar medios conque los pleitos tuviesen más breve expediente»144.

Por eso, Meléndez, pensando siempre en el ciudadano pleiteante, da algunos consejos a los Oidores de la Nueva Audiencia y propone ciertas reformas. Espera de los Oidores: a)-Diligencia en los juicios: «que muchas veces es la dilación peor que una sentencia, y que acaso una familia carece de pan por vuestras criminales detenciones». (p. 144). b)-«Firmeza para combatir los errores y lidiar continuo contra el poder y la opinión [...] Lejos de vosotros la timidez y la desidia». (p. 144). c)-Amabilidad: «lejos también la delación y la indigna aspereza: sufrid y sed amables. Ved que si nos negáis el agrado, ya faltáis a lo que nos debéis» (p. 144).




Reformas y prácticas en la leyes civiles

Las reformas en el Código Civil son más necesarias y urgentes que en el Penal.

1º.- Hay que implantar los principios de racionalidad y el de legalidad: «pocas leyes, claras, breves y sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos entiendan por sí mismos para regular sus acciones, y puedan fácilmente retener». (p. 140). Aplicando «la antorcha segura de la filosofía y la suma sabiduría que gobierna con sus eternas leyes todo el universo» se eliminarían los enredos legales, pero malévolos, de los abogados, «la serie bárbara de glosadores y eternos tratadistas» (p. 140), cuyas variadas interpretaciones sólo hacen multiplicar los pleitos.

2º.- Hay que desamortizar la tierra y la industria, como hemos visto.

3º.- Hay que igualar las jurisdicciones. «¿Por qué esta continua variedad de jurisdicciones y Magistrados, estas esenciones y fueros...?» (p. 141). «Nuestros códigos son un arsenal de [...] leyes contra leyes, de leyes inútiles, insuficientes, enmendadas, suplidas, olvidadas. Todo, menos unidad y sistema. Todo, menos principios y miras generales» (p. 141). Este desorden jurídico favorece la mala fe y al litigante artero y de profesión ante la impotencia horrorizada de los Magistrados. Hay, pues, una aguda crítica a la desprestigiada Nueva Recopilación de 1567.

4º.- Hay que vigilar a los abogados, «que por desgracia se llaman prácticos» (p. 142), los cuales basándose en «la fatal distinción del fondo y de la forma» y en la de «un proceso justo y un proceso bien dirigido» introducen el fraude, el artificio, las fórmulas y condiciones ambiguas en todas las partes del derecho, en especial, en los contratos. Hacen «de la Justicia un vergonzoso tráfico, llenando sin rubor su templo sacrosanto un enjambre famélico de gentes, interesadas por su misma profesión en oscurecer y dilatar los negocios para vivir y enriquecerse a espensas de la ignorante credulidad» (p. 142). Es evidente la crítica a la falta de racionalismo de los juristas «prácticos» del «mos italicus» tardío. Muchas razones debían tener los dos Magistrados, Arias Mon y Meléndez, para calificar así el ejercicio de la Abogacía en un acto tan solemne. Poco antes, julio de 1789, León Arroyal escribía en términos similares: «La pericia en las leyes es muy distinta de la ciencia de lo justo y lo injusto»145. Poco después, el fiscal J. P. Forner será igualmente duro con los abogados: «Los jurisconsultos todo lo reducen a fórmulas y reglillas, y lo que resulta de aquí es que no hay cosa que no se reduzca a pleyto [...] Todo está sugeto a la rapiña de los Dependientes del Foro»146.




Las cualidades de un buen fiscal

Los fiscales tienen el mismo rango económico y jerárquico que los Oidores. Específicamente, representan y defienden los intereses de la Corona. En cada Audiencia solía haber dos fiscales, uno de lo civil y otro de los criminal, bien el primero, desaparece y reaparece, en el periodo de 1711 a 1838, en que existe la Audiencia de Aragón.

Meléndez nos habla del fiscal en abstracto, sin especificar civil o criminal cuyas jurisdicciones, competencias y facultades eran diferentes, aunque, por ausencia de uno de ellos, pueden sustituirse mutuamente. Tal vez, porque la Audiencia de Cáceres se creó con uno solo, el Conde de la Concepción: «Y tu Ministro Único...» (p. 144).

Actúa de oficio en los negocios criminales graves y en los pecados públicos y escandalosos.

Respecto al fiscal, Batilo, más que rogarle, describe con admiración sus funciones, siete años antes de él alcanzar este puesto, Quizá, el subconsciente no está revelando su autentica vocación dentro de la carrera judicial:

«Y tu ministro único, que reúnes en ti la mejor parte de los arduos afanes de tus ilustres compañeros, abogado del público, órgano de la ley y centinela incorruptible entre el pueblo y el Soberano, considera por un momento lo mucho que de ti se espera [...] y tus inmensos y gloriosos deberes, que tú eres como el alma de todo el tribunal, que le da [...] movimiento y dirección, debes ser en éste tan imparcial, tan profundamente sabio, tan providente, tan desinteresado, tan activo, como la misma ley que representas; que el magistrado colocado en la primera silla, siguiendo con ardor los comunes ejemplos, animado de vuestra presencia, conducido con vuestras luces, completará dichoso vuestra sublime obra...»


(p. 144).                


Sin duda Meléndez era consciente del papel destacado del fiscal como agente de la Ilustración y creador de derecho, aspecto recientemente estudiado por Jesús Morales Arrizabalaga147.






Arriba A modo de conclusión sobre el «Discurso»

Después del análisis del «Discurso» nos queda una agradable sensación de frescura y modernidad en cuanto al fondo y a las ideas, un tanto disminuida por la forma, algo pesada, de la elocuencia retórica. Coincidimos con Demerson:

«No es nada vulgar el discurso escrito por Meléndez Valdés [...] Por la riqueza de su contenido, la altura y nobleza de sus miras, su generosidad y compasión para con el pueblo hollado, por su espíritu decididamente innovador, este discurso constituye un excelente exponente del ideario de Meléndez Valdés»148.



En el mismo encontramos alusiones a los principales pensadores de la Ilustración y a sus ideas como las del amor universal y del pacto social. Es contante la referencia a la felicidad del pueblo como objetivo final de todas las reformas: de las económicas, siguiendo a la Aragonesa; y de las jurídicas, adaptando las teorías de tratadistas europeos, como Beccaria, que a su vez eran eco del espíritu de las Luces que iluminaban toda Europa. Meléndez es el primero de una saga de ilustres juristas extremeños partidarios de la codificación (Calatrava, Gómez Becerra, Bravo Murillo, etc.).

Junto con el manifiesto optimismo, nos llama la atención el atrevido progresismo de muchas de las reformas económicas y jurídicas, algunas de ellas auténticamente revolucionarias, como por ejemplo, las desamortizadoras. Otras no dejan de ser utopías de filósofo, pues sólo hace falta observar cómo no se han cumplido hoy, por ejemplo, la rapidez en la administración de la justicia.

Es el discurso típico de un hombre plenamente identificado con el reformismo del Despotismo ilustrado, y por tanto contradictorio, en el que, excepto en el espíritu desamortizador y codificador, no hay el menor atisbo de pensar, políticamente, en la alternativa burguesa y constitucional, a pesar de haber sido redactado en 1791 cuando la reacción contra la Revolución francesa y la política borbónica de los últimos años habían hecho poner en tela de juicio a más de uno, v. g.ª a León de Arroyal o a los redactores de El Censor, la vialidad del reformismo absolutista.

Resumiendo, el Discurso refleja el humanismo de la Ilustración y adelanta los principios sobre los que se basará la codificación del siglo XIX. Nos encontramos más con un Meléndez filósofo y polifacético aficionado a la economía política, la moral, la historia, la sociología, la pedagogía y otras ciencias, que con el jurista o el economista «puro». Está impregnado de lo que Froldi llama ética esencialmente sentimental y humanitaria, abierta sobre todo a un «riformismo di tipo pedagogico, economico e giuridico»149.