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Capítulo IV



                                               Todos le halagan,
todos le miman,
él sin embargo
tierno suspira.
     VILLEGAS


     Supuesto que ya queda enterado el lector de algunos pormenores indispensables para la inteligencia de nuestra narración, volvamos, si le place, al punto donde dejamos a la familia de don Alberto antes de meternos en las explicaciones antecedentes. Toda la casa, si mal no se acuerda, andaba desatinada y revuelta con la fausta e inesperada noticia del regreso de don Luis, joven de grandes esperanzas y muy querido de la familia. Según las apariencias estaba próximo a llegar; y mientras había corrido Leonor para arreglarle el cuarto y plantarse de atalaya en el jardín, entregábase don Alberto a todo su júbilo en presencia de Matilde y Perceval.

     -Ved aquí cerca de seis años que no le veo -decía porque según mis cálculos era por el ocho cuando marchó con su regimiento a la defensa de Zaragoza. Vaya, vaya... los muchachos se hacen hombres, y los hombres llegan a viejos y vuelven a ser muchachos. Vamos, hija, alíñate y ponte de fiesta para cuando llegue.

     -¡Toma! -respondió Matilde- ¿Por un primo quiere usted que gaste tantas ceremonias?

     -No hallo en efecto para qué -observó Perceval- y sobre todo, que cuando hay gracias naturales es la simple sencillez el adorno que más pega.

     -No digo que no, señor mío, pero tengo acá mis buenas razones para que la primera ojeada sea muy favorable a la niña. Tú la sabes también, Matilde...

     -Sí por cierto, papá; aunque no puedo dejar de repetir que nunca me inspirara el primo Luis una de aquellas irresistibles inclinaciones que nacen de la conformidad de los caracteres. Y no dejo de reconocer en él calidades excelentes... es honrado, cortés, fornido... pero nada de elevación en las ideas, nada de entusiasmo varonil, nada de vehemencia en la imaginación... en una palabra, nunca pasará de hombre de bien...

     -Pero será buen marido -añadió seca y oportunamente don Alberto.

     -Por supuesto...

     -Un hombre muy atento a sus negocios, incapaz de faltar y sin permitir que le falten, buen español, buen padre de familias, buen ciudadano...

     -Por supuesto, por supuesto -interrumpió Matilde con marcado movimiento de impaciencia- pero ¿no se acuerda usted que cuando muchachos nunca andábamos de acuerdo, y que por cualquiera cosa tomaba contra mí la defensa de Leonor?

     -¿Y por tales bagatelas habrías de desdeñar la más rica boda de todo el reino?

     -¡Válgame Dios, papá! ¿Es posible que nunca hayamos de pensar sino en acumular riquezas? Harto nos ha favorecido la suerte para que aún nos alucine esta peligrosa manía. Aseguro a usted que si fuese dueña de mí misma, lejos de buscar un hombre lleno de talegas, tendría particular deleite en reparar los caprichos de la fortuna favoreciendo con mi mano a cualquiera joven de mérito, caballeroso, fino, y por lo mismo desatendido e infeliz.

     -¡Señorita! ¡Señorita! -exclamó Perceval como arrebatado de lo que acababa de oír- Ese modo de pensar une a la palma de la belleza la de la magnanimidad y el talento.

     -Sí señor -opuso algo mohíno don Alberto- Todo eso es bello, magnífico, pero en teoría... Tales matrimonios causan admirable efecto en las novelas... ahora en cuanto a la práctica ya es otra cosa.

     En el mismo momento llegó corriendo Leonor para anunciar la llegada de su primo. Pintábase el júbilo de la sencilla joven en la exageración de sus movimientos, en el brillo de sus ojos, en el indeterminado impulso de sus acciones. Apenas podía hablar; apenas le era posible indicar la proximidad de tan apetecido huésped, a cuyo encuentro salieron todos a excepción de Matilde y Perceval, aquella por la intempestiva escusa de ir a consultar al tocador, y éste por el pretexto de dejar en tan plácidos momentos en libertad y soltura a la familia.

     Pocos se pasaron cuando se reunió en el ovalado salón que ya conocen nuestros lectores, llevando a don Luis como en triunfo, y manifestándole toda suerte de agasajos y de obsequios. Él en tanto, colocado en medio de aquel círculo doméstico, correspondía con noble cordialidad a sus júbilos, enhorabuenas y parabienes. Su tío no se cansaba de mirarlo, Leonor de hacerle preguntas, y la buena Margarita de prorrumpir en patéticas exclamaciones.

     -¡Siempre los mismos! -decía don Luis- Siempre conmigo tan afectuosos y corteses. ¡Ah! Nada ha cambiado... sólo Leonor en adornarse de nuevas y peregrinas gracias.

     -Cuando veas a Matilde -dijo don Alberto- hallarás que aún excede a su prima. Basta decir que es la hermosura del país, como que no se pasa día sin que algún impertinente venga a calentarme los cascos para casarse con ella. Pero guarda... tengo acá mis ideas, de las que muy pronto hablaremos, pues recelo que el coronel te haya dado licencia para pocos días.

     -No la necesito de nadie: yo soy el que me la he dado a mí mismo.

     -Pues qué -exclamó Leonor- ¿serías tú el coronel?

     -Y un puntito más, querida.

     -¿Brigadier? -preguntó sorprendido don Alberto.

     -Precisamente.

     -¡Muchacho! ¡Y eso que no llegas a los treinta...! ¡Qué! Si no hay como la guerra para hacer fortuna...

     -¡Vaya, vaya! -dijo Leonor- y sin tener noticia de ello: y sin que le pusiese más de dos galones en todos sus retratos.

     -Es que de algún tiempo a esta parte ha habido en el ejército terribles encuentros.

     -Y por consiguiente -interrumpió don Alberto- ascensos rápidos... pero ¿cómo lo pasa el coronel Álvarez de quien me hablabas en todas tus cartas?

     -Murió como un héroe en el asalto de Tarragona.

     -¡Pobre señor! Tanto como te quería. ¿Y aquel general de división que me aseguró tu fortuna y quería nombrarte su edecán?

     -Cayó lleno de heridas en la gloriosa jornada de San Marcial.

     -Ya, ya: la guerra es gran cosa para hacer fortuna; con todo aténgome al comercio, amigo Luis. Mis corresponsales no suben tan aprisa; pero al fin, al fin viven largos años y mueren bajo de techo, que es la verdadera incógnita que en esta pícara vida nos proponemos despejar.

     -Por lo mismo desearía pasar la mía al lado de usted sin atender a más que al dulcísimo embeleso de la doméstica felicidad. Saltó mi corazón de alegría así que descubrí las graciosas torres de esta quinta, y desde luego forjé en mi caletre la resolución de establecerme algún día en su apacible comarca.

     A todo esto Matilde no parecía: y habiendo sabido don Luis el motivo de su tardanza, manifestaba agradecer a su prima Leonor el no haber aguardado para salir a su encuentro las vanas fórmulas de la etiqueta. Sin embargo, don Alberto no sabía ya contenerse en cuanto a comunicarle el plan que, en orden a la colocación de la familia, había concebido; y haciendo por lo mismo que desapareciesen los criados y quedándose a solas con su sobrino, hízolo sentar junto a sí y hablóle confidencialmente en estos términos:

     -No dudo que adivinas, hijo mío, el objeto de que te voy a ocupar, pues harto sabes el proyecto de toda mi vida.

     -Sé -respondió el sobrino- que mi matrimonio con Matilde fue constantemente deseado por su padre y por el mío; pero antes de todo es fuerza cerciorarnos de que en manera alguna le desplace esta alianza. Además, si he de hablar a usted con franqueza, tío, le diré que he tenido siempre cierta inclinación a Leonor, que sube de punto al encontrarla ahora tan gentil, tan gallarda, sin haber por esto disminuido su amabilidad e inocencia.

     -¡Bah! -respondió el bueno de don Alberto- Dígote Luis que así que veas a Matilde se te desvanecen esos amorosos devaneos. Y por lo que hace a Leonor, tenemos aquí en casa de huésped a un cierto don Federico Perceval, que le manifiesta una pasión vivísima.

     -¡Calle! ¿Y Leonor...?

     -Ya sabes cuán difícil es averiguar lo que pasa en el corazón de una doncella, pero tengo mis barruntos de que no le huelen mal las flores que sin cesar le echa el sobredicho galán.

     -¡Ah! Pues entonces sólo hay que pensar en la felicidad de tan amable niña.

     -Por supuesto, y tengo la intención de dotarla y establecerla. Ya he dado algunos pasos a fin de tomar luces acerca del carácter y demás calidades de su novio. No era eso fácil, atendido el misterio en que se envuelve: pero como ha servido en guardias supe a quien dirigirme, y los informes recibidos por áridos e incompletos no me satisfacen del todo. Créese que es de una familia no despreciable de Cádiz, que tuvo en otro tiempo un regular caudal, aunque lo ha disipado sin que se entienda el cómo... También hay dudas acerca de si el apellido de Perceval es verdaderamente el suyo; y todo esto, al paso que me confunde, me disgusta y mueve a una averiguación más exacta.

     -Sí, porque quizás hayan querido calumniarle.

     -Pero ¿cómo demonios se saca en limpio...?

     -Deje usted -dijo don Luis tomando la carta- tengo algunos oficiales de Cádiz en el regimiento, y me valdré de ellos para desentrañar ese enredo.

     -Lindo: y en el ínterin procuraré insinuarle con palabras buenas, almibaradas y corteses que tu llegada ocasionará la de otros amigos, y que por lo mismo aunque la quinta es capaz y...

     -Muy bien pensado. Y si es digno de mi prima, nada hay que hacer sino casarles, por más que, como ya he dicho, esa sola idea me desazona y me aburre.

     -Hombre, no seas machaca; te repito que cuando veas a Matilde te vas a quedar con tanta boca abierta y... ¡Calle! por allí viene... Vuelve esa cara, pusilánime, y dime si exageraba al pintártela tan hermosa.

     -Muy al contrario -respondió don Luis levantándose- Paréceme, tío, que anduvo usted más escaso e injusto en sus encomios.

     -¿No lo dije? Mira tú si al cabo de mis años no sabré juzgar de esas cosas, siendo así que cuando joven pasaba por uno de los más estirados mozalbetes de Andalucía.

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