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El alcaide del castillo de Cabezón

Miguel López Martínez

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

Más de una hora hacía que se paseaba por el jardín un apuesto joven, en ademán impaciente, con la mano izquierda sobre el pomo de su espada, suspendida de un cinturón charolado; una capilla corta medio cubría su rostro, y el vistoso plumaje de su sombrero se mecía al dulce impulso de las auras de la noche.

-No sale -dijo suspirando profundamente. Y recostándose bajo del frondoso ramaje de un árbol, empezó a preludiar en un laúd y se preparaba a cantar una trova, cuando oyó el ruido de una ventana que se abría con mucho tiento. Se acercó el mancebo mirando a todas partes, y dijo:

-¿Eres tú, Inés?

-Sí, dueño mío -respondió una voz llorosa.

-¡Ah! ¡Cuánto me has hecho esperar! ¿Por qué así robas momentos a mi felicidad, reina mía?

-A mí me culpas, que quisiera estar siempre a tu lado, que solo vivo junto a ti, que tu presencia es mi cielo, tu voz mi consuelo, tu sonrisa mi alegría, ¡tus deseos los míos!

-Ángel de mi vida, cada vez más encantadora; cómo me extasían tus palabras. ¡Cuando te veo, cuando me miras, siento el colmo de la felicidad en ser tu amado! ¡Ah!, por ver mi pasión recompensada con el enlace de nuestros cuerpos, ya que están estrechamente unidas nuestras almas; por llamarte un momento esposa mía diera mi sangre... Y la verteré dejando que me destrocen los enemigos escuadrones, hasta conseguirlo. Tu padre me da tu amor en cambio de singulares hazañas; para hacerme digno de él voy a alistarme, sin más títulos que mi espada, en las legiones de D. Enrique, y buscando los peligros; lanzándome con el brío que me dé tu amor en medio de las filas de D. Pedro, lograré sacudir de mi nombre el polvo que le cubre; tu imagen me hará invencible.

En este instante las nubes que interceptaban los rayos de la luna, que como una reina, presidía al firmamento sentada en el trono del espacio, dejaron pasar por sus caprichosas mallas un rayo de luz, que llegó a posarse en la frente de la bella Inés, adornada con una flor ya marchita, que un día más dichoso le puso Peláez, nombre del amante, el cual alzó la vista para contemplar la faz seductora del norte de su esperanza, a tiempo que dos ardientes lagrimones corrían por sus mejillas.

-¿Lloras prenda mía? -repuso vivamente el joven.

-¡Que si lloro! -contestó la doncella, estrechando entre las suyas, las manos de su amante- ¿Hago otra cosa desde la hora que mi padre, desoyendo los ruegos de la mejor esposa, y desatendiendo las lágrimas de la hija más tierna, me encerró entre estas solitarias paredes? ¡Que si lloro! Sí, dulce consuelo de mi vida; con mis lágrimas riego estos mármoles fríos, que repiten tristemente mis suspiros, y el eco de tu nombre que pronuncio sin cesar. Hablo a tu sombra, que me presenta mi imaginación ardiente, y me responde el pavoroso silencio que me rodea; quiero abrazarla, y abrazo la nada.

Trovador, cuando a deshora de la noche hiere mis oídos el silbido del viento que se introduce por las rendijas de las ventanas carcomidas por la vejez, y recorre zumbando las galerías —63—desiertas del castillo, se me figura oír los ayes de amor que exhalas, y los suspiros que arrancas a tu melancólico laúd.

Si duermo, sueño verte montado en un fogoso bridón1, caudillo de cien valientes guerreros deseosos de gloria, destrozando las huestes enemigas, que no pueden sufrir los botes de tu lanza: sueño oír el estrépito  metálico de los cascos, de los petos y de las espadas que se confunden en los combates; sueño ver tu estandarte en el camino del triunfo, y después venir en medio de las aclamaciones y gritos de victoria de tus soldados a decir a mi padre: «Ya soy digno de vuestra hija».

-Así sucederá, querida Inés; ¡cómo me llenan de noble ardimiento tus palabras!... Escucha: Los reyes de Aragón y de Castilla, aunque están en negociaciones de paz, por medio del cardenal Boloña, legado del Pontífice Inocencio, que dice que más vale que, unidos como buenos defensores de la Iglesia, se dediquen a destruir el poder de Mahoma que no a enseñar a los pueblos de ambos reinos españoles, y a destruir, con sangrientas guerras civiles por frívolos pretextos, las entrañas de la madre patria regularmente por los antiguos odios de las dos cortes; no cederán un punto de sus desmedidas exigencias, en cuyo caso, mi posición es brillante...

-¡Ahí no, no vayas!, el amor te conducirá al arrojo, y el arrojo te cavará la fosa. Y si mueres, ¡alma mía!, sin esperanza, sin ilusiones del porvenir, será mi existencia una perpetua noche sin luna... No me abandones si me amas; si en alguna cosa estimas el llanto de una mujer apasionada, prefiero sin ser tu esposa, verte a mi lado, oír tu voz, mirarte una vez cada día llena de amor, o como a un amigo, pues también tiene encantos la amistad, que cadáver cubierto de gloria ¿De qué te servirá después de la muerte? ¿Para qué la quiero sin tu existencia?... Siempre estoy oyendo lo mismo; batallas, muertes, pérdidas de ejércitos por un rey, por un hombre que después del triunfo despreciará a los mismos que le elevaron sobre sus escudos a costa de su sangre ¿Por qué has de preferir un rey que verá risueño el estertor de tu agonía, a una mujer en cuyo corazón puedes colocar el trono de tu voluntad?

-Calla, Inés. El hombre todo es su honor, este se encuentra en las lides2; sin ti no puedo vivir, tú eres mi existencia, con mi brazo voy a conquistar la existencia y el honor, un renombre que te haga célebre, un estandarte que te sirva de manto, una corona de laureles que ciña tu frente, para que en cambio me adornes con una diadema de mirtos.

La doncella, embargada por los sollozos, no pudo responder; Peláez prosiguió con voz conmovida.

-Sin embargo, ángel mío, tú tienes una cariñosa madre que enjugue con sus besos tus lágrimas; yo ni un amigo que me limpie el rostro salpicado de la sangre que viertan a raudales mis heridas; nadie se acercará a recoger mi último aliento... Mas, ¿no oyes cantar el alerta a los centinelas? Ya es muy tarde, me marcho.

-¿Nos volveremos a ver?

-Sí, hechizo de mi corazón. Adiós.

-¡Adiós!...

II

Esta escena tenía lugar en el castillo de Cabezón, perteneciente a D. Enrique, conde de Trastamara, hijo natural de D. Alfonso el Vengador3 y de Doña Leonor de Guzmán, que profesando un odio implacable a su hermano y señor por el justo rigor con que había tratado a su madre y hermanos, D. Tello y D. Fadrique, y por la dureza con que trataba de sujetar las demasías de la nobleza, llegó a Aragón después de la batalla famosa de Poitiers (en la que murieron tantos ilustres barones, como el Duque de Borbón, Gualter y otros, y el mismo Rey e hijo menor fueron hechos prisioneros) en compañía de muchos caballeros franceses, también resentidos de D. Pedro4 por el injusto tratamiento, que habla dado a Doña Blanca, gloria de su tiempo.

Digo que D. Enrique, desnaturalizándose de Castilla, vino a Aragón con la mira manifiesta de defender la causa del Rey Ceremonioso, y con la oculta de llevar a cabo su venganza, del modo que a la vuelta de algún tiempo tan infamemente ejecutó.

Pocos eran los defensores del castillo, pues necesitaba el rey de Aragón tener en movimiento junto a su persona todos sus soldados, para contrarrestar el poder imponente del de Castilla, que tenía aparejada una lucida armada, para el caso de que se rompieran definitivamente las hostilidades.

D. Pedro, que a la sazón tenía sus reales en Almazán, considerando el buen servicio que este castillo pudiera prestarle por estar en las fronteras de su reino, determinó dar hacia él un paseo militar, con una buena parte de sus tropas, muy creído que, aterrados con su presencia, se rendirían al momento el alcaide y diez escuderos que le defendían.

Dos días después, plazo que Peláez había señalado para su partida, estaba acampado al frente de sus murallas.

-¡A las armas!, ¡el ejército de D. Pedro! -gritó el vigía desde la torre más alta.

Consternados la mayor parte de los de la fortaleza, se encaramaron a las almenas para divisar al enemigo. El sol que acababa de plegar el velo de la noche, rompía sus rayos contra las armaduras resplandecientes de los campeones de Castilla.

Era de ver aquel ejército de valientes, enardecidos de marcial entusiasmo, alinearse al sonido del clarín guerrero. Eran de ver los pendones morados de Castilla, símbolo de las glorias de España, saludados al descorrerse por los acentos ¡del honor y del amor!

Era de ver aquella corte esclarecida, compuesta de D. Juan Fernández de Henestrosa, camarero mayor de D. Pedro, de D. Fernando de Castro, de Diego García de Padilla, maestre de Calatrava, de Gutierre Fernández de Toledo, de Alfonso de Benavides, justicia mayor, de Diego Pérez Sarmiento, adelantado mayor, y de otros varios célebres en la historia.

No se asustó de estos preparativos el alcaide de Cabezón, que había crecido en el fragor de las batallas, que se había distinguido en los torneos haciendo perder los estribos —61— a los más bravos adalides, y que tenía tal afecto a su soberano, que consideraba la mayor dicha de un súbdito morir defendiéndolo. Cuando le dieron los escuderos aviso del peligro que les amenazaba, al que es preciso sucumbir, añadieron, porque es eminente...

-¡Sucumbir! -exclamó con voz atronadora-; ¡renunciar el timbre más glorioso con que podemos engalanar nuestros blasones! Deshacer la corona de fama que entretejí a costa de tantas fatigas, doblando la cerviz que he llevado siempre erguida, al enemigo de mi rey, que es mi enemigo, por el temor de la muerte que he despreciado en mi juventud ¡Antepasados míos! en la vejez no haré mi nombre indigno de estar junto a los vuestros.

Y calándose la celada, gritó con un fuego extraño a su edad:

-¡A las armas! ¡A las armas! ¡Juremos morir por nuestro amo y señor defendiendo este castillo!

-¡Mil veces! -respondieron los escuderos templando los arcos.

Peláez, que consideraba esta ocasión como traída de la mano para distinguirse en presencia del alcaide y de su hija, manifestó la decisión y actividad más exquisitas. En un momento cerró la puerta del alcázar, alzó los puentes levadizos, y para que cupiera alguna gloria a su Inés, le puso en la mano la bandera de Aragón, para que la enarbolase a la vista del ejército sitiador.

Sorprendió a D. Pedro la temeridad de que trataran de oponérsele diez escuderos, cuando había creído que al reconocer sus estandartes se apresurarían a ofrecerle respetuosamente su homenaje con las llaves del castillo. Teniendo por un insulto que no acostumbraba a sufrir lo que no era más que la obligación de un súbdito fiel, determinó en el primer acceso de cólera entrar en Cabezón por asalto, a sangre y fuego como suele decirse: más al fin, por no exasperar el estado de cosas, mientras duraban las negociaciones con el rey Ceremonioso, dio oídos a la prudencia que aconsejaba que para lograr su objeto empleara antes que los de la fuerza, los medios de la persuasión. Por esto envió con sus instrucciones un rey de armas al alcaide, entre los cuales cuando se avistaron medió el siguiente diálogo.

-Mi señor el rey D. Pedro, con sus mejores soldados circunda estas murallas; sabe que sois muy pocos para defenderlas, y para evitar que deis por fuerza lo que os conviene entregar de buena voluntad, me manda que os diga, que sustituyáis a la bandera de Aragón el pendón de Castilla.

-¡Vive Dios, que es proposición avanzada la de vuestro Rey! Sabe que somos pocos, pero no sabe que somos valientes... Decidle que bien puede pasar los umbrales de este castillo, pero será pisando primero nuestros cadáveres; su guarda me está encomendada, y sería vil acción, indigna de un español, entregarlo sin morir en su defensa.

-Mirad que van atacar al castillo...

-Con flechas le recibimos.

Cuando oyó el enviado estas palabras pronunciadas con la mayor arrogancia, montó a caballo y volvió a dar cuenta a su Rey del resultado de su embajada.

-Yo castigaré su insolencia -exclamó D. Pedro cuando le dijo el emisario la respuesta del alcaide.

Poco después, el mismo rey de armas, enderezaba al castillo, resuelto a tentar todos los medios, para doblar el ánimo de su defensor, que le sobraba de espíritu para resistir al enemigo cuanto le faltaba de fuerza para vencerle, y tenía un corazón tanto más grande, cuanto eran críticas las circunstancias que le estrechaban.

-Mi rey y señor, me manda por segunda vez, a deciros, que le hagáis los honores, pues quiere hablar con vos.

-Ni lo reconozco, ni le permitiré la entrada en Cabezón: esto sería un desafuero a mi soberano.

-¡Por la Virgen que sois atrevido!

-No me intimidan los peligros, ya deseamos pelear.

-Pensadlo bien o seréis sepultado en los escombros del castillo; o si lo entregáis, vuestra boca será medida de las distinciones con que os ha de premiar.

-No prosigas, villano, que mancillas mi honor con tus mismas proposiciones... ¡Yo venderme por traidor! ¡Yo manchar con acción tan baja el brillo de mis armas!... ¡Ah!, decid a vuestro rey que no enseñe a sus vasallos a ser traidores.

Don Pedro montó en cólera cuando hubo oído de boca del rey de armas la firme resolución de aquel con quien había tenido tantas contemplaciones; y no queriendo retardar un instante su venganza, dio la orden de ataque. Bien pronto hizo sombra la lluvia de flechas que caía sobre Cabezón, las cuales no encontrando a quién herir se estrellaban en sus muros, sirviendo muchas de ellas a los leales defensores, para arrojarlas con el mayor ímpetu al enemigo, que no se apercibía de los tiros tan claros como certeros.

El que más se distinguía por su coraje y por su tino, probado por los muchos que dejó mordiendo la tierra, fue el valiente Peláez, que recibiría a la vez que las alabanzas del alcaide, los dardos de la mano de su Inés, que quiso compartir el peligro con su amante, ya que él por alcanzarla tanto se exponía. El sol descendía al ocaso, y los ayes de los moribundos por parte de las huestes sitiadoras, llenaban el corazón de luto y de espanto.

Dos veces que se acercaron a las murallas fueron rechazados por las piedras enormes que desde adentro arrojaban.

Don Pedro, sañudo en extremo, iba a establecer un regular bloqueo, mas D. Diego García de Padilla, en nombre de toda la Corte, le dijo que respetando su alto parecer, no convenía malgastar el tiempo por sostener su empeño, cuando era necesaria su vuelta a Almazán para oír del cardenal Boloña la respuesta del rey de Aragón.

Accedió el Cruel no sin sentimiento al parecer de la corte, pero antes de perder de vista el castillo que afrentó sus banderas, dijo: «Ved al ejército de Castilla vencido por once soldados».

(Continuación)

III

La alegría de los escuderos subió de punto, cuando advirtieron la retirada del rey D. Pedro. Se abrazaban entusiasmados, considerando cada uno en los demás otros tantos baluartes de la causa de Aragón. —71—

Peláez era el único que faltaba a esta escena de regocijo...

Poco después se acercó al alcaide (que embriagado de placer saludaba a sus escuderos) trayendo de la mano a su querida Inés, pues creía que en la defensa de Cabezón había contraído bastantes méritos para estrecharla.

-Pronto será tuya -dijo el noble anciano apretándolo a su corazón-, eres valiente, pero aún no tienes un timbre que añadir al escudo que legaré a mi hija. Eres valiente y en señal de mi admiración, toma esta coraza que me ha hecho invencible en los combates y vete a campaña.

Peláez que había creído que el premio de su denuedo sería la posesión de su Inés, bajó triste los ojos viendo burlada su esperanza, sin atreverse replicar a la determinación del que a la vez que de un golpe destruía sus ilusiones, le honraba con muestras tan singulares de aprecio.

Inés se arrojó anegada en lágrimas a los brazos de su madre, que con la mayor ternura rogó por los dos amantes a su esposo inflexible, el cual respondió.

-Su mismo valor que tanto me encomias, es la principal causa de mi resolución; puede ser útil a su rey, y sería delito privarle de tan buen guerrero.

-¿Y si muere?

-Entonces adornará a nuestra hija la palma fúnebre e inmortal del sacrificio, por preferir su rey a su amor.

Peláez pronto a marcharse, tendió la mano a sus compañeros, y la vista a su Inés desmayada, para darle el último adiós.

Una hora después dos guerreros montados en briosos caballos caminaban con dirección a Calatayud.

Luego que la noche tendió su negro manto,

-Vázquez -dijo Peláez-, volvamos al castillo.

-Por Cristo -respondió el compañero-, que me sorprende tu idea.

-A fe mía que no estás enamorado...

-Y bien, ¿qué intentas hacer cuando nadie te espera?

-Eso no, ¡vive Dios!

-¿Acaso la hermosa Inés?

-Sí, por cierto, vuelta de su desmayo, tuvo trazas de pasar por junto a mí, y decirme sin que nadie lo oyera, y mostrándome una banda azul: «¡A las diez!»; juzgo que esta banda será la señal que nos conduzca a su presencia.

-Es extraño que se permita estar sola contigo, siendo tan celosa de su recato, y tan respetuosa a los preceptos de su padre. ¿Tal vez sea esta la primera vez que te has visto así junto con ella?

-¡Ah!, un amor como el nuestro, vence a todos los propósitos y sentimientos...

-Ya estamos próximos a Cabezón, ¿te espero aquí con los caballos?

-No, mejor será atarlos a una piedra, y que vengas conmigo.

No tardaron en descubrir la banda, suspendida del quicio de una puerta estrecha medio cerrada, que caía a la parte posterior de la fortaleza; entraron por ella y tentando la pared, tropezando y cayendo, llegaron a un salón subterráneo, que hacía los oficios de armería.

Se adelantó Peláez hacía Inés que ya esperaba, y su amigo Vázquez, aguardó en una habitación inmediata.

La estancia presentaba el aspecto más lúgubre. Con lorigas cubiertas de orín tiradas por el suelo, con las lanzas hechas pedazos, y los varios trofeos que adornaban las paredes, representaba el panteón de las grandezas humanas, alumbrado por la fatídica luz de una bujía.

-¡Ángel mío!... Vuelvo a verte, a estrecharte en mis brazos -dijo el mancebo conmovido-, ¡qué sensación tan agradable siento cuando toco tu mano! ¡Que deleite es percibir tu aliento!...

-¡Ay de mí! Ya jamás nos volveremos a ver... Tu ausencia va a ser la ausencia de la eternidad... ¡Qué funesta te ha sido mi pasión! ¡Cuántas lágrimas me hace verter!... Por la herida que te haga la flecha enemiga saldrá a borbotones tu sangre, que sosteniéndote me sostiene, ¡en tu muerte irá envuelta mi vida! ¡Quién pudiera respirar el viento que lleve tus cenizas!

-No me atormentes, Inés mía, con esas palabras que abaten mi corazón; dime que me amas, que si muero para el mundo viviré eternamente en tu memoria; que si en el campo de batalla me falta una tumba, servirá de urna a mi nombre tu pecho...

Un ruido estrepitoso interrumpió la conversación de los amantes. Las puertas giraban sobre sus goznes, y los cerrojos se abrían pausadamente. Peláez sacó la espada para defender a su querida de todo evento...

-Tente... ¡Es mi padre! Escóndete tras de esa armadura.

(Continuación)

IV

—85—

Era en efecto el alcaide: sus cabellos estaban en desorden, sus ojos centellantes querían saltar de sus cuencas, sus labios trémulos se negaban a pronunciar una sola palabra, su figura toda era la figura de la desesperación.

Jamás la infeliz Inés había visto a su padre tan descompuesto. Sobrecogida por una mortal incertidumbre, espera que su voz, que un gesto la saque de tan terrible zozobra. Pero todavía permanecen otro rato en silencio, el uno sin atreverse a romperlo, la otra indagando en sus miradas el secreto angustioso.

Al cabo el valiente defensor del castillo exclamó prorrumpiendo en llanto:

-¡Hija de mi corazón!... ¿Lloras en este retiro lóbrego la partida de Peláez?...

-¡Padre!

-¡Ah! Llora, llora..., no a tu amante, sino a tu padre y a tu madre..., a ti misma.

-¿Qué desgracia nueva nos amaga? -dijo Inés temblando.

-Hija de mis entrañas; ¿cómo pudiera decírtelo aunque quisiera? ¡Ahí no me la preguntes...! ¡Quién lo creería!... El que ha resistido sereno las huestes de Casulla... El que siempre miró tranquilo el rostro de la muerte, y oyó sin estremecerse su carcajada espantosa vierte ahora lágrimas de sangre, y fluctúa entre dos extremos, a cuál más sagrados... ¡Voy a desfallecer en la lucha, no puedo elegir!...

Inés, ya pálida, ya encarnada, no podía resistir más tiempo la duda cruel, que le sugería un tropel de ideas a cuál más desgarradoras.

-Pero padre mío -dijo azorada-, explicadme lo que decís...

-No puedo..., imposible, ¿acaso no adviertes en mi acerbo llanto, en mi terrible agonía, en este sudor frío que corre por los surcos que forman las arrugas de mi semblante, un misterio espantoso?... ¡Ah!, ven a mis brazos, ¡qué dulce consuelo es para un padre que los latidos de su corazón se confundan con los de una hija!... Todo perezca... Mas no, tú eres primero. D. Enrique; ¿qué diría, si no, de mí la posteridad?...

Y apartó con fuerza de sí a Inés. Esta creyó que el extremo gozo y entusiasmo del día, había herido con demasiada energía su cabeza ya débil por los años y turbado su razón; por lo cual corrió hacia la escalera para subir a dar cuenta a su madre del suceso.

-¡No subas! Arriba está tu perdición...

-¡Padre, Padre!, no me diréis... ¿Qué es esto?

-Espera que te vea otro momento, pura como la virgen. Infames, ¿qué exigís de un padre, de un esposo, de un noble, amante de su rey?... Escucha Inés, esos protervos escuderos han defendido el castillo para después cometer la más atroz villanía, la más negra... Hija mía, o tu honor y el de tu madre, o entregar Cabezón al rey D. Pedro.

-¡Qué horror, qué perfidia! -exclamó la candorosa doncella, retrocediendo unos pasos espantada- ¿Y veníais a por mí, para abandonar la fortaleza, y dejarla a esos bárbaros, a esos monstruos? ¡Ah!...

-Lejos de eso, antes de faltar a mi Rey sacrificaré mis afecciones más caras.

-¿Es posible? Me engañáis...

-No, ¡ya es hora!...

-Padre, disponed de mi vida, matadme si queréis, pero ni el rey tiene derecho a exigiros tal sacrificio, ni vuestro poder alcanza hasta mi honor. No... Jamás...

-¿Oyes esos gritos horrendos? Son de tu madre, de mi esposa, que ya está en manos de esos demonios...

-¡¡¡Madre mía!!! Corramos a salvarla... ¡Peláez!

Este, que hacía tiempo que no podía contenerse de coraje, salió hecho un león, con la espada desenvainada.

-Tú aquí -exclamó el alcaide absorto de verlo salir de entre las armaduras enmohecidas-, ¿has precedido a esos caribes?5

-Sellad vuestros labios -le respondió con ronca voz-, no estoy yo solo. ¡Vázquez!, ¡a salvar a Doña Blanca!

El semblante del alcaide mudó de expresión al ver el socorro inesperado de los dos valientes. Inés se armó de un puñal con ánimo decidido, y estrechándose los cuatro las manos: «¡A salvarla!», gritaron blandiendo los aceros. Un escudero que encontraron al fin de una galería quiso vocear a sus cómplices: «¡A las armas!», pero la joven guerrera le hizo exhalar con la palabra el espíritu. Llegan a la puerta de la estancia, teatro de la escena más dolorosa, más criminal...

Cinco escuderos (los otros dos buscaban a Inés) luchan con Doña Blanca, que se resiste con las fuerzas de la desesperación y de la virtud, a entregarse a sus inicuos deseos.

Tiene el cabello desgreñado, ensangrentado el rostro como el genio de la rabia, y como los impulsos de esta furia, son fuertes sus movimientos convulsivos...

Al oír aquellos tigres los golpes que dan a la puerta para derribarla, y las voces amenazadoras de los que hacían muy lejos, se incorporan en el primer movimiento de sorpresa. De él se aprovecha Doña Blanca para irse a arrojar por una ventana al profundo foso que tenía por término. Si su esposo, despojándose del carácter más venerado, atendía más a la voz del soberano que a los gritos de la naturaleza, ella en nada tiene al rey, el mundo, la vida, si peligra su honra... Mas por la elevación de la ventana, no puede salvar de un salto al precipicio, y da lugar a que la cojan de nuevo, y la tiendan con una ferocidad solamente de sus corazones de hiena... Los golpes arrecian... Los criminales se ensañan a la vista del peligro... Doña Blanca va a sucumbir..., hace el último esfuerzo..., y cae la puerta.

-¡¡¡Hija de mi alma!!!

-¡¡¡Madre de mi corazón!!!

Gritaron las dos heroínas estrechándose mutuamente y besándose con un delirio más frenético que si acabasen de dejar las tumbas —86—

Como los infames escuderos no tenían allí las armas, tuvieron que rendirse a discreción; uno solo trató de escaparse, y Peláez le hizo pagar con la muerte su osadía. Las espadas tenían levantadas para hacer con todos lo mismo, pero interponiéndose el alcaide.

-Tened -les dijo-, no os hagáis verdugos de estas fieras desalmadas. Son indignos de que les deis vosotros la muerte...

Luego que los hubieron encadenado, como también; y los que buscaban a Inés, dieron lugar al sentimiento de alegría, abrazándose los tres con las lágrimas en los ojos.

Poco después trataron de lo que se había de disponer de los viles traidores. Vázquez juzgó que se pusieran a la disposición del rey, a cuyo parecer se opuso Peláez, diciendo que estando tan próximos los enemigos, podían tener noticia de que el castillo quedaba desamparado, y por consiguiente determinaran venir a tomar sin trabajo lo que tanto había costado defender.

El alcaide dijo:

-Estos traidores se entregarán al rey de Castilla para que los castigue como se merecen. Los reyes de España no protegen la traición... Vázquez, prepara dos caballos.

Y entregándose de nuevo a las efusiones de su corazón, se arrojó otra vez a los brazos de Peláez; y ocultando la barba en su pecho, le decía en medio de los mayores transportes: «Hijo mío... ¡Querido hijo mío! Digno eres ya de Inés».

Conclusión

Por la mañana muy temprano, ya había dado cuenta el alcaide al rey de Castilla, en presencia de su magnífica corte, del motivo que le llevaba a su campo.

-D. Pedro contestó sañudo:

-¡Ah, viles!... Yo haré en vosotros el mayor escarmiento... No... No debéis haber nacido en la noble España... Traedlos pronto a mi vista... Y  tú, valiente alcaide que tan heroicamente has defendido a Cabezón contra mis tropas, y tan generosamente contra esos traidores, vuelve a él con diez fijosdalgos juramentados míos, que vivirán y morirán en tu servicio.

-Señor -le contestó el alcaide con ademán reconocido-, admiro la generosidad real de V. A.; pero yo no recibo honores más que de mi soberano.

-¿Y qué le exigirás por tus gloriosos sacrificios?...

-Su aprecio, yo no hago más que cumplir con mi obligación.

-¡Ah! Si España -exclamó el rey-, tuviera como tú, muchos hijos, sería la señora del mundo... Vete al castillo, virtuoso guerrero, acompañado de mi admiración...

¡Y aún me diréis D. Pedro el Cruel!...

-Desde hoy os llamaré D. Pedro el Justiciero, señor.

Pocas horas después tenía delante los traidores e infames escuderos, cargados de afrentosas cadenas.

-¿Sois españoles? -les preguntó.

-No, señor -respondieron-, hemos venido de Francia al servicio de D. Enrique...

-Basta... Ya lo presentía mi corazón... Vil bastardo, y ¡aún te aclamarán los pueblos, llenándolos de traidores y a tus filas de mercenarios!...

Poco tiempo después una hoguera devoraba los miembros dispersos de seis escuderos, y en Cabezón se preparaban unas justas en celebridad de las bodas del valiente Peláez y de la bella Inés.

FUENTE

López Martínez, Miguel, «Leyenda histórica. El alcaide del castillo de Cabezón», Semanario Pintoresco Español, 8 (25 de febrero de 1844), pp. 62-64; 9 (3 de marzo de 1844), pp. 70-71; 11 (17 de marzo de 1844), pp. 85-86.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.