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Leyenda vasco-hispana del Tártaro

Fidel Fita Colomé





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Basque Legends collected, chiefly in the Labourd, by Rev. Wentworth Webster, M. A., Oxon. With an Essay on the basque language by M. Julien Vinson, of the Revue de Linguistique, Paris. Together with appendix: Basque Poetry. Second edition, London, 1879. -En 4.º, pág. 276.

Agotada rápidamente la primera edición (Londres, 1877) de este importante volumen, y recibida la segunda con el mismo favor por parte del público ilustrado, no necesita de mis encomios para hacérseos grato el rico ejemplar, que suscribe el autor, nuestro corresponsal, ofreciéndolo á vuestra consideración doctísima. El apéndice final, titulado Basque Poetry, es acreedor á grande aprecio y estimación de la Crítica histórica. Sobre la Poesía vascongada, llama singularmente la atención y merecerá (no lo dudo) la aprobación de los inteligentes la parte relativa á los que han dado en llamarse fragmentos épicos de las guerras de Augusto y de Carlomagno. El canto de Lelo (Leloaren cantuá), publicado por Humboldt en 1817, da bella muestra, quizá la más antigua que poseemos, del estro épico vascongado; pero esto no quiere decir que brotase antes del siglo XVI, del cual y de cuyo remate aparece ser el primer manuscrito auténtico. Por lo que hace al canto de Altabiscar (Altabiskarco cantuá) Mr. Webster ha desarrollado magistralmente en el tomo III de nuestro BOLETÍN1 las ideas de la Basque Poetry, despejando de   —167→   punto en punto el problema y en toda su extensión resolviéndolo.

Integran la obra numerosas leyendas, contadas de viva voz por escrito, que Mr. Webster ha ido recogiendo en los caseríos de la Vasconia francesa y traduce exacta y fielmente al inglés. Para mayor seguridad del lector, cada leyenda va firmada por la persona que la contó, y la recibió como tradición del saber de sus abuelos, ó antepasados. Mr. Webster las coordina; señala con austera prolijidad sus variantes; estudia su mutuo enlace y filiación; y las compara finalmente con otras de otros pueblos; resultando así una serie de datos indiscutibles, luminosa y firme, que al paso que encierra sólidas enseñanzas, invita á seguir adelante por el camino de la investigación positiva. La cual, ni sienta leyes á priori ni preconcibe sistemas, las más de las veces imaginarios, sino que visa ante todo y sobre todo á la determinación de los hechos; y deduce á posteriori las leyes, ó las relaciones históricas y etnológicas, que de aquellos con mayor ó menor probabilidad ciertamente resultan.

Las leyendas van clasificadas por este orden2:

  • I. Leyendas del Tártaro, ó del Cíclope.
  • II. El dragón de tres (heren-suge) y el de siete cabezas.
  • III. Los animales parlantes.
  • IV. Los genios forestales (Basa-jaun, basa-andré, lamiñá).
  • V. Los brujos (astiak) y brujas (sorguiñak) de tipo vasco.
  • VI. Cuentos de hadas; divididos, atento su origen, en sección céltica y sección francesa, subdivididas á su vez en otras de varios géneros y caracteres.
  • VII. Leyendas neo-latinas, morales ó cristianas, con tinte supersticioso de la Edad Media.

Imposible se me hace, Sres. Académicos, no digo exponer, mas ni siquiera enumerar en breve resumen los tesoros de erudición histórica, que bajo un plan tan vasto acumula y desenvuelve el sabio autor de las Basque Legends. Me ceñiré al primer y principal aspecto de la leyenda del Tártaro, contada por Estefanella Hirigarray de Ahetze:

«Un joven príncipe fué convertido por arte de encantamiento   —168→   en Tártaro, ó cíclope monstruoso. Prometiósele que recobraría su figura normal, si lograba tomar esposa. La primera á quien se brindó, llena de horror, se apartó de él; mas luego incauta se puso en el dedo anular la sortija nupcial que por mano de apuesto galán le había enviado el monstruo. No pudo evitar la persecución, porque el anillo chillaba sin cesar: Tú ahí, y yo aquí. El monstruo le iba al alcance, y el anillo no había medio de sacarlo del dedo. Ella se lo corta, lo arroja al abismo de las aguas; y el Tártaro, ciego por la pasión, se precipita y sumerge».



¿Cómo y cuándo penetró tan curiosa leyenda en el país vascongado? No lo sabemos; pero tiene visos de antigua. Compárala Mr. Webster á la siciliana de Acis y Galatéa, que narra Ovidio. Acis convertido en fuente representa el dedo (atz en vascuence) cortado y echado á las ondas para contener la persecución de Polifemo; este sería el Tártaro; y Galatéa, la doncella tan perseguida como desdeñosa. Mas la leyenda éuscara se acerca mucho mejor á la realidad del natural fenómeno, que hubo de mostrarse bajo el trasparente cristal de la alegoría. Hay que observar, añade Mr. Webster, que el mito ciclópico para los griegos y los romanos no es oriental. La viga encendida que ciega el ojo del Cíclope, se refiere al caer de la tarde; es el pico agudo de la montaña, ó el tronco de pintoresco pino, visto de lejos hacia el ocaso cuando el sol muere. La narración sicana debía conformarse con la éuscara en su origen, y esta ser más antigua. Al decir de Éforo y de Tucídides, los primeros pobladores de Sicilia eran gente ibera, y según Humboldt, vascongada.

Sin pretenderlo, al hacer semejante advertencia, ha coincidido el sabio autor inglés, con otra de Estrabón, por cierto muy atendible. «Homero, dice Estrabón3, que no solo fué gran poeta, sino que también un ilustre histórico, nos dió ocasión para pensar que tampoco le fueron desconocidos estos sitios4; antes bien llegó á sus oidos que estos puntos eran los últimos y los más occidentales, en los que, como añade el mismo poeta5, rueda inmenso el Océano:

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   Donde el sol gigantesco hunde su planta,
y el cerco esconde de la luz divina,
y en torno atrae de la madre tierra
la negra noche.



Y es cosa sabida por todos que la noche es de mal agüero; que está vecina al Orco «((A|dhj), así como este lo está al Tártaro; por cuya razón cualquiera que oiga lo que se cuenta de Tarteso, opinará que de aquí ha tomado su nombre el Tártaro, esto es, el último lugar de los que hay debajo de la tierra». Hasta aquí Estrabón.

El Tártaro, en concepto de Hesíodo6, es el marido de la Tierra y padre del gigante Tifoeo, que Júpiter, así como lo cantan Ovidio y Píndaro, condenó á vivir sepultado en las entrañas del Etna. El nombre clásico del Tártaro no parece de consiguiente extraño, sino asociado al mito ciclópico. Los que se resistan á creer que sea afine a la griega la leyenda euscárica, nacida y conservada en país aquitano, no deben olvidar las palabras de San Jerónimo7: «maxime quum Aquitania graeca se jactet origine».

Un punto singular, no obstante, distingue de la sícula la narración aquitánica, conviene á saber, el anillo parlante. Mr. Webster lo encuentra en la leyenda escocesa Conall cra Bhuidhe, que enriquece el libro de Campbell8, y en otra de la preciosísima colección de Grimm, titulada el Bandido y sus hijos. Mas de ahí no resulta ciertamente que haya venido importado el episodio de lejanas tierras á la Vasconia francesa; si no queremos convertirla por igual razón en receptáculo de leyendas del Cíclope mucho más lejanas; por ejemplo, la abisina, que sacó á luz M. d'Abbadie alegado por Mr. Webster9 y la de los Arimaspos escíticos10, ó ugrofínicos, tronco de la de los Tártaros Oghuzes que   —170→   me apunta el Sr. Fernández y González11. No faltará quien piense que el ojo iranio de Ahuramazao y el del egipcio Tot expliquen la creación emblemática de todas y cada una de estas leyendas esparcidas por los cuatro ángulos del orbe antiguo, sin exceptuar la vascongada; pero en medio de tanta oscuridad no queda más partido por ahora que el de la observación, yendo á raíz de los hechos pisando sobre seguro al encuentro de la verdad, objeto único de la ciencia.

Los pueblos ibéricos poseían cierta suma de mitos religiosos, cuyo vago eco flota casi perdido. ¿Por qué no podríamos; atribuirles el episodio del mágico anillo, que chilla cuando se pone el sol? ¿Tan faltos nos hallamos de tradiciones antiguas, bien averiguadas, que ninguna cuadre al intento? Posidonio, citado por Estrabón12, hace sobre esto al caso. Escribió ser en España creencia vulgar la de que el sol, al caer de la tarde cerca de nuestras playas oceánicas, cobraba un bulto mucho mayor (cien veces mayor, según Artemidoro), y que movía grandísimo estruendo, como si el piélago, que extinguía la hoguera del astro, silbase ó diese chillidos: w(sanei\ si/zontoj tou= pela/gouj kata\ sbe/sin au)tou=. Añadía Posidonio, de conformidad con Artemidoro, que el paso del día á la noche era subitáneo sin intervalo de crepúsculo vespertino (vascuence arratz); en lo cual les reprende Estrabón y tacha de embusteros. Mas no advierte el gran geógrafo que toda mentira es hija de algo, -y que el cuento, recogido por Artemidoro y Posidonio en nuestra costa oceánica, cerca del promontorio Sacro, ó cabo de San Vicente, corresponde, en su fondo real y positivo, á las regiones ecuatoriales de Sierra Leona. Basta leer el periplo de Hannón13 para imponerse en la verdad indubitable que importan varios de los doce hercúleos trabajos de cosecha fenicia; por ejemplo, el del jardín de las Hespérides ó islas de Cabo Verde. En la zona tórrida, donde se verifica el fenómeno, están las raíces de la leyenda Posidoniana; y si á esto allegamos que en la vascongada del Tártaro, el sol se exhibe como repugnante é insoportable   —171→   á la tierra, no será difícil sospechar si por ventura se alargó hasta el golfo de Cantabria llevada por los bajeles gaditanos. Recordáis el pasaje de Avieno14:


«Tartessiorum in terminos Oestrymnidum
Negotiandi mos erat, Carthaginis
Etiam colonis; et vulgus inter Herculis
Agitans columnas haec adibant aequora».



Las colunas hercúleas, entre las cuales se dilataba el sinus Oestrymnicus y se explayaban las islas Oestrymnides, no eran Ábila y Calpe; sino como lo previene Avieno15, las boreales de Europa (duro perstrepunt septemtrione): la Coruña con su faro hercúleo y el Finisterre ó península extrema de Cornualles (haec dicta primo Oestrymnis). Este último vocablo consta de otros dos antiquísimos. El primero es ciertamente el céltico ymnis (isla), que me parece enlazarse con la leyenda de las bacantes Amnitas descrita por Dionisio Periegete16. El segundo no carece de semejanza con el céltico ystaen, latín stannum, griego kassi/teroj, sanscrito kastîra.





Madrid, 9 Noviembre 1883.



 
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