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ArribaAbajo- V -

Hablo de otra dolencia peor que la pasada y de la pobre Kitty



- I -

Mi enfermedad había empezado en Noviembre, cuando los alcarreños vestidos de paño pardo pregonaban por Madrid buena castaña, buena nuez. No estuve en situación de salir de casa hasta los días precursores de la Pascua, cuando el mazapán atarugaba las tiendas y andaban ya los niños tocando tambores por las calles. Navidad, la familiar, alegre y cristiana fiesta se acercaba. Pasé buenos ratos discurriendo los regalos que haría. Hice tantos, que sólo en dulces y vinos gasté un dineral. Yo quería que todos participasen de la dicha de mi restablecimiento, y la mejor manera de conseguirlo era hacer emisarios de mi buena nueva a los respetables   -92-   pavos, enviándolos a todas partes para que los sacrificaran en honor mío. María Juana nos dio una excelente cena en la noche del 25. Éramos unos quince, todos de la familia de Bueno de Guzmán y de Medina. Los dueños de la casa estuvieron muy amables conmigo, prodigándome los cuidados que mi endeble estómago exigía. Todo lo que sirvieron pareciome excelente; pero Eloísa, que era un tanto criticona, me habló en confianza al día siguiente de la abundancia ordinaria que reinaba en la mesa y de las maneras excesivamente campechanas de Cristóbal Medina, en quien ella no podía menos de ver el tipo de castellano viejo que puso Larra en uno de sus admirables artículos de costumbres. Nada ocurrió en la cena digno de contarse, como no sea que Carrillo se puso malo y tuvo su mujer que llevársele a casa antes de concluir. Venía padeciendo el infeliz de una enfermedad no bien diagnosticada por los médicos. Debía de ser alguna perturbación nutritiva, algo como albuminuria, diabetes o cosa tal. Sufría horribles cólicos nefríticos. Al día siguiente, cuando fui a verle, ya estaba mejor, y me dio un solo de política sobre la feliz aproximación de la democracia a la monarquía, cosa que en verdad, como otras muchas de este jaez, me tenían a mí sin cuidado. Carrillo parecía vivir en cuerpo y alma para fin tan glorioso; había entrado en relaciones estrechas con diferentes hombres políticos de   -93-   medianas vitolas, y probablemente sería senador muy pronto. Gustaba de trabajar y de leer autores ingleses, traducidos al francés, porque era de los que se entusiasman con las instituciones británicas, creyendo que las vamos a imitar de sopetón y a implantarlas aquí en menos que canta un gallo.

Eloísa, en confianza, me había manifestado cierto disgusto pocos días antes, porque lo primerito que se le había ocurrido a su marido, al tener dinero, era contribuir a la fundación de un periodicazo que iba a salir pronto. ¿No era esto una tontería? Las cosas que Carrillo me hablaba, su manía anglo-política, la creación del diario destinado a casamentar la Democracia con el Trono y fundir en el molde de las ideas lo tradicional y lo revolucionario, hiciéronme comprender que tenía ambición. Confieso que lo sentí. Parece que la ambición implica facultades, y siempre que Pepe me manifestaba tenerlas, bien por su conversación, bien por sus acciones, yo me entristecía. Habría deseado que aquel hombre careciese de mérito. Y sin embargo, este anhelo mío era defraudado a cada instante, porque el marido de Eloísa me revelaba un día y otro, al mostrarme sus pensamientos, calidades que yo no creía tener. Cuando hablaba de asuntos políticos; cuando diagnosticaba las lepras de nuestra Nación, y los remedios (ingleses se entiende) que a gritos pide nuestra sociedad política,   -94-   hallábale yo tan elocuente, tan razonable, tan talentudo, que me llenaba de tristeza. ¿Valía o no valía? Severiano sostenía que no. Yo, triste, me figuraba que sí. En mi mente le daba valor, sólo por el hecho de envidiarle, y razonaba así: «Es imposible que el dueño de Eloísa haya llegado a la posesión de ella sin merecerla».

Yo... ¿para qué andar con rodeos? válgame mi sinceridad... yo estaba enamorado de mi prima. Entrome aquella desazón del espíritu, aquella enfermedad terrible, no sé cómo, por su belleza, por su gracia, por mi flaqueza; ello es que me atacó de firme, embargándome de tal modo, que no me dejaba vivir. Se apoderó de mis sentidos, de mi espíritu y de mis pensamientos con fuerza irresistible. No había razón ni voluntad contra mal tan grande. Lo hacían doblemente grave lo criminal del objeto y lo divino del origen. Diré las cosas claras, así es mejor. Aquella prima mía me gustaba tanto, tanto, que por el simple hecho de gustarme extraordinariamente la consideraba mía. El ser de otro era un desafuero, una equivocación de los hombres, nacida de una trastada del tiempo. ¿Por qué no vine yo a Madrid dos años antes? ¿Por qué no se podía deshacer lo hecho atropellada y neciamente? Con este modo de razonar cohonestaba yo mi criminal inclinación, apoyándola en el fuero de la Naturaleza y dando de lado a las leyes sociales y eclesiásticas.

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Desde que el diente aquel invisible empezó a roerme las entrañas, el objeto principal de mis cavilaciones era el siguiente: «¿Valía Carrillo más que yo? ¿Valía yo más que él?». Para mayor desgracia mía, cuando movido de un cierto espíritu de reparación, le consideraba yo adornado de grandes méritos, y por ende superior a mí por los cuatro costados, los demás se inclinaban a la opinión contraria; de lo que resultaba que enalteciendo mi bondad, estimulaban mi maldad. ¡Qué espantosa confusión!

Y debo decirlo sin inmodestia. La opinión de la familia era unánime en favor mío. La misma Eloísa, hablando conmigo una noche, me había llenado el alma de fatuidad. Medio en serio, medio en burla, tratábamos del carácter de diversas personas, y el mío no se quedó en el tintero. Parecía que había un empeño particular en acribillarme con chanzas inocentes. Por fin, en un tonillo de broma, de esa broma que es la quinta esencia de la seriedad, Eloísa me dijo: «Pues mira, si hubiera en casa una hermana soltera, te la endosaríamos... no tendrías más remedio que cargar con ella.

Mi tía Pilar, sin faltar a la discreción, me había hecho comprender varias veces, hablando conmigo de asuntos de familia, que el casamiento de su hija con Carrillo había sido una precipitación, uno de esos desaciertos que no se explican. La herencia era una mezquindad, y Eloísa   -96-   merecía más. Mi tío había sido, como se recordará, algo más explícito, y echaba la culpa de tal precipitación a su mujer. En resumen: la opinión más favorable a Carrillo en aquella casa era siempre la mía.

Lo que no estorbaba que yo estuviese prendado de mi prima con una vehemencia romántica, con una ilusión de mozalbete y de principiante que decía mal con mis treinta y siete años. Yo pensaba lo que es de cajón pensar en tales casos, es decir, que ella y yo éramos el uno para el otro, que habíamos nacido para unirnos, para ser dos piezas inseparables de un solo instrumento, y que la disgregación fatal en que vivíamos era uno de los mayores absurdos del Universo, un tropiezo en la marcha de la sociedad. Y al mismo tiempo que esto pensaba, la idea de tener relaciones ilícitas con ella me causaba pena, porque de este modo habría descendido del trono de nubes en que mi loca imaginación la ponía. Si yo hubiera manifestado estos escrúpulos a cualquiera de mis amigos, a Severiano Rodríguez, por ejemplo, se habría estado riendo de mí dos semanas seguidas, pues no merecía otra cosa un quijotismo tan contrario a mi época y al medio ambiente en que vivíamos. Mi ilusión era vivir con ella en vida regular, legal y religiosa. De otra manera, tanto ella como yo valdríamos menos de lo que valíamos. Por esto se verá que yo tenía buenas   -97-   ideas, o lo que es lo mismo, que yo era moral en principio. Serlo de hecho es lo difícil, que teóricamente todos lo somos.

Este quijotismo, esta moral de catecismo había sido uno de los principales ornatos de mi juventud, cuando la vida serena, regular, pacífica no me había presentado ocasiones de desplegar mis energías iniciales propias. Yo era, pues, como un soldado que ha estado sirviendo mucho tiempo sin ver jamás un campo de batalla, y para quien el valor es aún fórmula consignada en la hoja de servicios, persuasión vaga de la dignidad, no comprobada aún por los hechos. Por fin, cuando menos lo pensaba, el humo de la batalla me envolvía. Pronto se vería quién era yo y cuál era el valor de mi valor, o dejando a un lado el símil, qué realidad tenían mis convicciones.

Para mejor inteligencia de estas páginas, dictadas por la sinceridad, quiero referir ciertos antecedentes de mi persona. Alguno de los que esto leen los habrá echado de menos, y no quiero que se diga que no me manifiesto de cuerpo entero, tal cual soy en todas mis partes y tiempos.




- II -

Nací en Cádiz. Mi madre era inglesa, católica, perteneciente a una de esas familias anglomalagueñas, tan conocidas en el comercio de   -98-   vinos, de pasas, y en la importación de hilados y de hierros. El apellido de mi madre había sido una de las primeras firmas de Gibraltar, plaza inglesa con tierra y luz españolas, donde se hermanan y confunden, aunque parezca imposible, el cecear andaluz y los chicheos de la pronunciación inglesa. Pasé mi niñez en un colegio de Gibraltar dirigido por el obispo católico. Después me llevaron a otro en las inmediaciones de Londres. Cuando vine a España, a los quince años, tuve que aprender el castellano, que había olvidado completamente. Más tarde volví a Inglaterra con mi madre y viví con la familia de esta en un sitio muy ameno que llaman Forest Hill, a poca distancia de Sydenham y del Palacio de Cristal. La familia de mi madre era muy rigorista. A donde quiera que volvía yo los ojos, lo mismo dentro de la casa que en nuestras relaciones, no hallaba más que ejemplos de intachable rectitud, la propiedad más pura en todas las acciones, la regularidad, la urbanidad y las buenas formas casi erigidas en religión. El que no conozca la vida inglesa apenas entenderá esto. Murió mi buena madre cuando yo tenía veinticinco años, y entonces me vine a Jerez, donde estaba establecido mi padre.

Era yo, pues, intachable en cuanto a principios. Los ejemplos que había visto en Inglaterra, aquella rigidez sajona que se traduce en los   -99-   escrúpulos de la conversación y en los repulgos de un idioma riquísimo, cual ninguno, en fórmulas de buena crianza; aquel puritanismo en las costumbres, la sencillez cultísima, la libertad basada en el respeto mutuo, hicieron de mí uno de los jóvenes más juiciosos y comedidos que era posible hallar. Tenía yo cierta timidez, que en España era tomada por hipocresía.

Mi padre era un hombre de pasiones caprichosas, todo sinceridad, indiscreto a veces, de genio vivísimo y bastante opuesto a lo que él llamaba los remilgos británicos. Se reía de la perífrasis de la conversación inglesa, y hacía alarde de soltar las franquezas crudas del idioma español en medio de una tertulia de gente de Albión. A veces sus palabras eran como un petardo, y las señoras salían despavoridas. Al poco tiempo de vivir con él, noté que sus costumbres distaban mucho de acomodarse a mis principios. Mi padre tenía una querida en la propia vivienda. Un año después tenía tres, una en casa, otra en la ciudad y la tercera en Cádiz, a donde iba dos veces por semana. Debo decir que en vida de mi madre había sido muy hábil y decoroso mi padre en sus trapicheos, y por esta razón los disgustos que dio a su señora no fueron extremados.

Sin faltarle al respeto, emprendí una campaña contra aquellos desafueros paternos. Si no logré todo lo que pretendía, al menos conseguí   -100-   que rindiera culto a las apariencias. La mujer que vivía en su casa se trasladó a otra parte. Esto era un principio de reforma. Lo demás lo trajeron la vejez del delincuente y su invalidez para la galantería. En tanto yo daba viajes a Inglaterra, haciendo allí vida de soltero por espacio de tres o cuatro meses. Sólo dos veces por semana iba a comer a Forest Hill, donde seguían viviendo las hermanas y sobrinas de mi madre, y el resto del tiempo lo pasaba bonitamente entre los amigos que tenía en el City y en el West. Me alojaba en Langham Hotel y pasaba los días y noches muy entretenido. Frecuentaba la sociedad ligera sin abandonar la regular, y al volver a mi patria, notaba en mí síntomas de decadencia física que me alarmaban. Puesto que mis ideas eran siempre buenas, hacía propósito firme de practicarlas fundando una familia y volviendo la hoja a aquella soltería estéril, infructuosa y malsana.

Cuando mi padre se retiró de los negocios, dejando todo a mi cargo, mis viajes a Inglaterra fueron menos frecuentes y muy breves. En quince días o veinte entraba por Dover y salía por Liverpool o viceversa. Murió repentinamente mi padre cuando ya empezaba a curarse de sus funestas manías mujeriegas, y entonces, falto de todo calor en Jerez, sin familia, con pocos amigos, y viendo también que entraba en un período de gran decadencia el tráfico de vinos,   -101-   realicé, como he dicho al principio, y me establecí en Madrid.

Pero aún falta un dato que, por ser muy principal, he dejado para lo último. Tuve una novia. Acaeció esto en la época en que, por cansancio de mi padre, estaba yo al frente de la casa. Era también de raza mestiza, como yo; española por el lado materno, inglesa católica por su padre, el cual había tenido comercio en Tánger y a la sazón era dueño de los grandes depósitos de carbón de Gibraltar. Además recibía órdenes de casas de Málaga y trabajaba en la banca. Llamábase mi novia Catalina. Le decían Kitty. Habíase criado en Inglaterra, con lo cual dicho se está que su educación era perfecta, sus maneras distinguidísimas. Prendeme de ella rápida y calurosamente un día en que, hallándome de paso en Gibraltar, me convidó a comer su padre. Su belleza no era notable; pero tenía una dulzura, una tristeza angelical que me enamoraban. La pedí y me la concedieron. Mi padre y el suyo se congratulaban de nuestra unión...

¡Maldita sea mi suerte! Aquel verano, cuando Kitty volvió con su padre de una breve excursión a Londres, la encontré desmejorada. La pobrecilla luchaba con un mal profundo que el régimen y la ciencia disimulaban sin curarlo. Octubre la vio decaer día por día. Noviembre la llamaba a la fría tierra con susurro   -102-   de hojas caídas y secas. Yo iba todas las semanas a Gibraltar. Un lunes, cuando más descuidado estaba, porque el viernes precedente la había visto mejor, recibí un telegrama alarmante. Corrí a Cádiz; el vapor había salido; fleté uno y cuando me dirigía al muelle para embarcarme, un amigo de la casa saliome al encuentro en Puerta de Mar y echándome su brazo por encima del hombro, me dijo con mucho cariño y tono muy lúgubre que no fuera a Gibraltar. Comprendí que la pobre Kitty había muerto. Se me representó fría y marmórea, su mirar triste, apagado para siempre. Mi dolor fue inmenso. Tuve horribles tristezas, dolencias que me agobiaron, ruidos de oídos que me enloquecieron. El tiempo me fue curando con la pausada sucesión de los días, con el rodar de las ocupaciones y de los negocios. Cuando vine a Madrid habían pasado cinco años de esta desgracia que truncó mis soberbios planes domésticos, dio a mi vida giros inesperados y a mi conciencia direcciones nuevas.

Eloísa no se parecía nada a Kitty. La pobre inglesa difunta era graciosa, modesta, descolorida, de voz tenue y ojos claros que revelaban ingenuidad y delicadeza; mi prima era arrogante, hermosa, tenía coloración enérgica de la tez y el cabello, y sus ojos quemaban. No obstante esta radical diferencia, yo había dado en creer que el alma de Kitty se había colado en el cuerpo   -103-   de Eloísa y se asomaba a los ojos de esta para mirarme. ¡Qué simpleza la mía! Era esto quizás una nueva manifestación de las manías de nuestra raza, tan bien monografiadas por mi tío, porque bien me sabía yo que las almas no juegan a la gallina ciega, y mis ideas respecto a la transmigración eran tan juiciosas como las de cualquier contemporáneo. Pero no lo podía remediar. Echaba la vista sobre Eloísa y veía en sus ojos el cariño apacible y confiado de Kitty. Era ella, la mismísima, reencarnada, como las diosas a quien los antiguos suponían persiguiendo un fin humano entre los mortales; y asomada a la expresión de aquel semblante y de aquellos ojos, me decía: «Aquí estoy otra vez; soy yo, tu pobrecita Kitty. Pero ahora tampoco me tendrás. Antes te lo vedó la muerte, ahora la ley».





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ArribaAbajo- VI -

Las cuatro paredes de Eloísa



- I -

De tal modo se fijaron en mi mente los peligros de aquella inclinación, que pensé en marcharme de Madrid. Es lo que se le ocurre a cualquiera en casos como aquel. ¡Pero una cosa tan lógica y razonable era tan difícil de ejecutar!... ¿Cuándo me iba? ¿Mañana, la semana que entra, el mes próximo? En mi pensamiento estaba acordada la partida con esa seguridad pedantesca que tiene todo lo que se acuerda... en principio. Tal determinación era prueba admirable de las energías de mi conciencia. Pero faltaba un detalle, el cuándo, y este detalle era el que me hacía cosquillas en el cerebro, no dejándose coger. Se me escapaba, se me deslizaba como un reptil de piel viscosa resbala entre los dedos.

La cosa no era tan baladí. ¡Levantar casa,   -105-   deshacer aquel hermoso domicilio que representaba tantos quebraderos de cabeza, tanto dinero y los puros goces de las compras pagadas...! ¿Y a dónde demonios me iba? ¿A Jerez? La situación comercial y agraria de aquel país era muy alarmante. Bueno estaría que me cogieran los de la Mano Negra y me degollaran. ¿A Londres? Sólo el recuerdo de las nieblas y de aquel sol como una oblea amarilla, me causaba tristeza y escalofríos... Nada, la necesidad de huir de Madrid era tan imperiosa, estaba tan claramente indicada por la moral, por las conveniencias sociales, que poquito a poco, sin darme cuenta de ello, fui tomando la heroica resolución de quedarme. Aquí de mis sofismas. Era una cobardía huir del peligro; se me presentaba la ocasión de vencer o morir. O yo tenía principios o no los tenía.

Diferentes veces había contado a mi prima lo de Kitty, y cada vez lo hacía en términos más patéticos y recargando el cuadro todo lo posible. Un día de Enero que paseábamos a pie por el Retiro con Carrillo, una tía de este y Raimundo, dije a Eloísa (en un rato que nos adelantamos como unos cuarenta pasos) que por motivos reservados había pensado marcharme de Madrid. A lo que respondió ella con risas y burlas, diciendo que lo de la marcha o era locura romántica o santidad hipócrita. Otra tarde, en su casa, hablábamos de tristezas mías, y sin saber cómo,   -106-   se me vinieron a la boca sinceridades que la hicieron palidecer. Ella me dijo que alguien me tenía trastornado el seso, y entonces, quitándome de cuentos, respondile que quien me trastornaba el seso era ella... Tomándolo a broma, trajo al barbián y se puso a saltarle delante de mí y a decirle: «llámale tonto, llámale majadero». Con sus risas inocentes creo que me lo llamaba.

Seguía viviendo mi prima en la casa de sus padres; pues aunque estaban casi terminadas las reformas de la suya, como habían derribado tabiques y hecho obra de albañilería, temía la humedad. Diariamente iba a inspeccionar la obra, acompañada de su madre o de Camila. Usaba para esta excursión el hermoso landó de cinco luces que había adquirido; mas algunas tardes, para no privar a Carrillo del paseo que daba por el Retiro y Atocha, le prestaba yo mi berlina.

La casa en que había vivido y muerto Angelita Caballero era grandísima, tristona y estaba enclavada en un barrio mísero y antipático. Su aspecto exterior era muy feo, pero interiormente revelaba ya el soberano arreglo de su nueva dueña. Contome Eloísa que lo primero que tuvo que hacer fue despejar el terreno, deshacerse de aquellas horribles sillerías botón de oro, y esconder los biscuits y los entredoses de bazar y las arañas de pedacitos de vidrio donde nadie los viera. Porque la tal Angelita era notable por la perversidad de su gusto. Fuera de un   -107-   buen vargueño y de un Cristo de bronce, no tenía en su casa ninguna antigüedad notable; todo el ajuar era moderno, de la época del 40 al 60, y se componía de artículos de exportación francesa de la peor calidad. «Calcula -me dijo Eloísa-, si habrá sido difícil el despejo». La transformación del palacio era en verdad grandiosa. Sorprendiome ver en su gabinete dos países de un artista que acostumbra cobrar bien sus obras. En el salón vi además un cuadrito de Palmaroli, una acuarela de Morelli, preciosísima, un cardenal de Villegas, también hermoso, y en el tocador de mi prima había tres lienzos que me parecieron de subidísimo precio, una cabeza inglesa, de De Nittis, otra holandesa, de Román Ribera, y una graciosa vista de azoteas granadinas, de Martín Rico. Pregunté a Eloísa cuánto le había costado aquel principio de museo, y díjome en tono vacilante, que muy poco, por haber adquirido los cuadros en la almoneda de un hotel que acababa de desmoronarse.

Cada día que visitábamos la casa, hallaba yo algo nuevo y de valor. En la antesala vi dos enormes vasos japoneses de Ímaris, hermosísimos, los mejores que había visto en mi vida. Las parejas de platos Hissen y Kiotto no valían menos. Vi también tapices franceses, imitación de gobelinos viejos, que debían de haber costado bastante. Dos terracottas, firmadas la una Maubach y la otra Carpeaux, acabaron de pasmarme.   -108-   Bronces parisienses no faltaban, ni esos muebles ingleses de capricho que sirven para hacer exhibición de preciosas chucherías, y que tienen algo de los antiguos chineros y de los modernos aparadores. Eloísa gozaba con mi sorpresa y con mis alabanzas tanto como con la posesión de aquellas preciosidades. Júbilo vanidoso animaba su semblante; sus ojos brillaban; entrábale inquietud espasmódica, y su charlar rápido, sus observaciones, los términos atropellados con que encomiaba todo, señalándolo a mi admiración, decíanme bien claro el dominio que tales cosas tenían en su alma. Poníase al cabo tan nerviosa, que creía sentir amenazas de la diátesis de familia, en el cosquilleo de garganta producido por la interposición imaginaria de una pluma. Tragando mucha saliva, procuraba serenarse.

Solos ella y yo, mientras su mamá ordenaba en el comedor los montones de manteles y servilletas aún sin estrenar, recorríamos el salón primero, el segundo, la sala grande, los dos gabinetes, el tocador, la alcoba, el despacho, el cuarto del niño y todas las piezas de la casa. Aquí, colgándose de mi brazo, me detenía cuando no quería que fuese tan aprisa, y me incitaba con cierto tono de queja a ver las cosas más atentamente. Allí me empujaba atrayéndome hacia un objeto oscurecido entre las vitrinas. En otra parte, me oprimía el cuello suavemente para   -109-   que me inclinara y pudiera mirar de cerca un cuadrito de estilo muy concluido. A veces su alegría se expresaba humorísticamente. Estaba yo contemplando un delicado estantillo japonés, de esos que no parecen hechos por manos de hombres, y ella, repentina y graciosamente, sacaba su pañuelo, y me lo pasaba por la boca. «¿Qué? -decía yo, sorprendido de este movimiento.

-Es que se te cae la baba.

Al fin, cansados de andar, nos sentábamos.

«Una casa bien puesta -me decía-, es para mí la mayor delicia del mundo. Siempre tuve el mismo gusto. Cuando era chiquitina, más que las muñecas, me gustaban los muebles de muñecas. Si alguna vez los tenía, me entraba fiebre por las noches, pensando en cómo los había de colocar al día siguiente. Todavía no era yo polla, y me atontaba delante de los escaparates de Baudevín y de Prevost. Cuando íbamos a paseo con papá y pasábamos por allí, me pegaba al cristal y como se empañaba con mi aliento, habías de verme limpiándolo con el pañuelo para poder mirar. Papá tenía que tirarme del brazo y llevarme a la fuerza. Gracias a Dios, hoy puedo proporcionarme algunas satisfacciones, que de niña me parecían realizables, porque sí... Yo soñaba que sería muy rica y que tendría una cosa como la que ves, mejor aún, mucho mejor... Pero no vayas a creerte, en medio de estas satisfacciones   -110-   soy razonable. Dios ha querido que antes de ser rica fuera pobre, y esto me ha valido de mucho; he aprendido a contener los deseos, a estirar los cuartitos y a defenderlos contra esta pícara imaginación, que es la que se entusiasma. Sí, hay que tener mucho cuidado con esto... Porque yo lo he dicho siempre: el infierno está empedrado de entusiasmos... ¡Qué lástima no poseer muchísimos millones para comprar todo lo que me gusta! Se ha dado el caso de tener, durante tres o cuatro días, el pensamiento fijo, clavado en un par de vasos japoneses o en un medallón Capo di Monte, y sentir dentro de mí una verdadera batalla por si lo compraba o no lo compraba... Gracias a Dios, he sabido refrenarme, ir despacito, hacer muchos números, y decir al fin: «no, no más; bastante tengo ya...». Los números son la mejor agua bendita para exorcizar estas tentaciones; convéncete... Yo sumaba, restaba y... vencía. No vayas a figurarte; también he pasado malos ratos. Después de comprar en casa de Bach un bronce, veía otro en casa de Eguía que me gustaba más... ¡Qué marimorena entonces en mi cabeza! ¿Lo compro también? Sí... no... sí otra vez... pues no... que dale, que torna, que vira. Nada, hijo, que he tenido que vencerme. A poco más me doy disciplinazos. Por las noches me acostaba pensando en la soberbia pieza. ¿Qué crees? he pasado noches crueles, delirando con un tapiz chino, con   -111-   un cofrecito de bronce esmaltado, con una colección de mayólicas... Pero me decía yo: «Todas las cosas han de tener un límite. Pues bueno fuera que... Me conformo con lo que poseo, que es bonito, variado, elegante, rico hasta cierto punto». ¿No es verdad? ¿No crees lo mismo?

Díjele que su casa era preciosa; que debía detenerse allí y no aspirar a más, pues si se dejaba llevar del fanatismo de las compras, podría comprometer su fortuna y quedarse por puertas. En números tenía yo mucha más experiencia que ella, y la imaginación no me engañaba jamás, mistificándome el valor de las cifras. «Yo te dirigiré -añadí-. Prométeme no entrar en una tienda sin previa consulta conmigo, y marcharás bien». Eloísa se entusiasmó con esto, dio palmadas, hizo mil monerías, y entre ellas expresó conceptos muy sensatos, mezclados con otros que revelaban ciertas extravagancias del espíritu.

«Porque verás -me dijo, juntando los dedos de entrambas manos como quien se pone en oración-, yo sé contenerme, sé consolarme cuando esas bribonadas de la aritmética me privan de hacer mi gusto. ¿Sabes lo que me consuela? pues lo mismo que me atormenta, la imaginación. Nada, que cuando me siento tocada, dejo a esa loca que salte y brinque todo lo que quiera, la suelto, le doy cuerda, y ella, al fin, acaba por hacerme ver todo lo que poseo como superior,   -112-   muy superior a lo que es realmente. Soy como mi hermano, que se acuesta pensando que es Presidente del Consejo, y al fin se lo cree... Yo me acuesto pensando que soy la señora de Rostchild. Vas a ver... ¿Tengo un cuadrito cualquiera, antiguo, de mediano mérito? Pues sin saber cómo llego a persuadirme de que es del propio Velázquez. ¿Tengo un tapiz de imitación? Pues lo miro como si fuera un ejemplar sustraído a las colecciones de Palacio... ¿Un cacharrito? Pues no creas, es del propio Palissy... ¿Tal mueble? Me lo hizo el Sr. de Berruguete. Y así me voy engañando; así me voy entreteniendo; así voy narcotizando el vicio... el vicio, sí; ¿para qué darle otro nombre?




- II -

Yo me reí; pero en mi interior estaba triste. Quince años de trabajo en un escritorio me habían dado la costumbre de apreciar fácilmente las cantidades, y con esta experiencia y mi saber del precio de las cosas, pude hacer una cuenta mental. Los señores de Carrillo se habían gastado en poner casa la cuarta parte y quizás el tercio de lo que habían heredado. Tal desproporción debía traer sus consecuencias más o menos tarde. Amonesté segunda vez a Eloísa, quien se mostró asombrada primero, ensimismada después,   -113-   y me prometió ser, en lo sucesivo, no ya económica, sino cicatera... «Vas a ver...».

Carrillo fue a buscarnos al volver de su paseo. Antes de ir a casa hicimos escala en la tienda de Eguía, donde Pepe tenía en trato un busto de Shakespeare para su despacho. ¡Qué lástima no encontrar el de Macaulay! Pero este, por más que lo buscó afanosamente, en ninguna parte lo había. Su apetito anglo-parlamentario no pudo saciarse sino con un velador muy cursi, maqueado, chillón, que ostentaba la vista del palacio y puente de Westminster. Eloísa me indicó, cuando recorríamos la tienda, que había hecho juramento de no entrar más allí, porque se le4 iba la cabeza. Vimos muchos objetos de mérito y alto precio. «Hay aquí una cosa -me dijo después mi prima en voz baja, tapándose la boca con el manguito-, que la semana pasada me produjo dos noches de fiebre, con escalofríos, amargor de boca, calambres, cefalalgia y cuantos males nerviosos te puedes figurar. No era pluma lo que yo tenía en mi garganta, sino un palomar entero y verdadero.

Señalaba con la mano y el manguito a uno de los extremos de la tienda. Carrillo y su suegra examinaban una vajilla. Yo miré.

«No mires, no mires. Esto trastorna, esto deslumbra, esto ciega. No es para nosotros. Este señor Eguía se ha figurado que aquí hay lores ingleses y trae cosas que no venderá nunca.

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Era un espejo horizontal, biselado, grande como de metro y medio, con soberbio marco de porcelana barroca imitando grupos y trenzado de flores, que eran una maravilla. Quedeme absorto contemplando obra tan bella, digna de que la describiera Calderón de la Barca. Las flores, interpretadas decorativamente, eran más hermosas que si fueran copia de la realidad. Había capullos que concluían en ángeles; ninfas que salían de los tallos, perdiendo sus brazos en retorceduras de mariscos; ramilletes que se confundían con los crustáceos y corolas que acababan en rejos de pulpo. En el color dominaban los esmaltes metálicos de rosa y verde nacarino, multiplicándose en los declivios del puro cristal. Hacían juego con esta soberana pieza dos candelabros que eran los monstruos más arrogantes, más hermosos que se podían ver, grifos que parecían producto de la flora animalizada, pues tenían uñas y guedejas como pistilos de oro, enroscadas lenguas de plata. Un reloj...

«Vamos -ordenó Eloísa impaciente, desconcertada, sin dejarme acabar de ver aquello.

Y agarrando el brazo de su marido, se lo llevó hacia el coche, diciendo: «¿Has tomado el Séspir?

-La vajilla es preciosa -declaró mi tía Pilar, como queriendo que yo me convenciera de ello por mis propios ojos.

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Pero Eloísa, ya en la puerta, repetía:

«Vámonos, vámonos. No más compras. Esta tienda es la sucursal del Infierno.

A su imperioso deseo nadie pudo resistir, y nos fuimos a casa. Al día siguiente volví a la sucursal y compré las cuatro piezas aquellas, espejo, pareja de candelabros y reloj. Costáronme unos cuarenta y cinco mil reales. ¿Pero qué significaba esto para mí? Yo tenía a la sazón en caja unos cuantos miles de duros, producto de letras que inopinadamente recibí de Jerez, y no sabía qué hacer de ellos. Había estado dudando si incorporar aquel dinero a mi cuenta corriente del Banco, o reservármelo para caprichos y gastos imprevistos. Opté al fin por dejarlo en casa, pues la cuenta corriente me garantizaba todos mis gastos del semestre por excesivos que fuesen. Pocas veces he hecho una compra más a mi gusto. Pensaba en la sorpresa que tendría Eloísa al recibir aquel presente. Mandé que se lo llevaran a su palacio, y esperé a que ella misma me diese cuenta de la impresión que le causaba.

Cuando la vi entrar en mi casa, temblé de emoción. Venía con su hermana Camila, la cual, hablando del espejo y elogiándolo con reservas, se mostró celosa. Era ella tan prima mía como Eloísa y tenía el mismo derecho a mis obsequios de pariente ricacho. Sí; yo era un ricacho sin conciencia, un vulgarote que no me acordaba   -116-   de los pobres. Ella tenía su casa muy mal puesta, y a mí, al primo millonario, no se me había ocurrido mandar allá ni aun media docena de sillas de madera encorvada. Esta filípica, dicha con el desparpajo que usaba siempre aquella mujer inconveniente, me llegó al alma. No tuve reparo en reconocer y lamentar la preterición, y prometí que los señores de Miquis tendrían pronto noticias mías.

A Eloísa, contra lo que esperaba, la encontré triste. Puso cara de Dolorosa, y dio a sus ojos la expresión de dulce reprimenda para decirme: «¡Qué tonterías haces!... ¡Un gasto tan enorme! Vaya, que ahora se han trocado los papeles: yo soy la aritmética y tú el entusiasmo... De veras te lo digo, si repites esas calaveradas, no te volveré a dirigir la palabra.

Camila y yo nos reíamos. Eloísa no hacía más que mirarnos con tristeza.

«Tu boca será medida. Cuenta con la media docenita de sillas -manifesté a Camila, que me respondió a gritos:

-Ha sido una broma. No me hacen falta tus obsequios. Formal, formal, te lo digo formalmente. Si me mandas las sillas, te las devuelvo.

Estaba rabiosa. Por la tarde, siguiendo la chanza en casa de mi tío, le dije: «¿Las quieres blancas o negras? Elígelas a tu gusto y que me manden la cuenta.

Me tiró a la cara su manguito, diciéndome:

  -117-  

«Toma... cochino.

Mi tía Pilar, secreteando en mi oído, hízome la pintura más lastimosa de la casa de su hija Camila. Tenían una salita regular, alcoba decente; pero comedor... Dios lo diera. Ponían los platos encima de un velador, y como Constantino tenía la mala costumbre de empinar las sillas para sentarse, descargando todo el peso sobre las dos patas de atrás, de la media docena que compraron no quedaban útiles más que dos. Esta pintura hizo desbordar en mi corazón los sentimientos caritativos. Regalé a Camila un comedor completo de nogal, con aparador, trinchero, doce sillas y mesa, todo bonito, de medio lujo, sólido y elegante.

Vino a darme las gracias una mañana. Detrás de su máscara de risa y burla, advertí mal encubierta la emoción. Le temblaban los labios. Hizo mil muecas, me dio las gracias, me pegó con un bastón mío, me llamó generoso, pillo, grande hombre y gatera, demostrando en todo su incorregible extravagancia. Era, más que una cabeza destornillada, una salvaje, una fierecilla indócil criada dentro de la sociedad como para ofrecernos una muestra de todo lo incivil que la civilización contiene. Concluyó diciendo que su marido y ella habían acordado dar un banquete en honor mío y como inauguración del comedor... «Una gran comida, no te creas; verás qué cosa más buena y más chic... Rigurosa   -118-   etiqueta, ya sabes. Habrá diplomáticos, algún ministro, toda la jilife... Mi cuñado Augusto, el primo de Constantino, que estudia Farmacia, Veterinaria o no sé qué; en fin, lo más escogido... Frac y condecoraciones. Mi marido estará en mangas de camisa; pero eso no importa. El amo de la casa, ya ves... Te daremos nidos de avestruz, fideos escarchados, pechugas de rinoceronte, jabalí en su tinta y Chateau-Peleón.

Nunca oí más disparates.

Eloísa, Raimundo y Pepe éramos los invitados. Fui con mi primo poco antes de la hora señalada. Los señores de Carrillo no habían llegado aún.





  -119-  

ArribaAbajo- VII -

La comida en casa de Camila


La casa de Camila era digna de estudio por el desorden que en ella reinaba. Sicut domus homo se podía decir allí con más razón que en parte alguna. Todas las cosas, en aquella vivienda, estaban fuera de su sitio; todo revelaba manos locas, entendimientos caprichosos. Para honrar mis muebles habían hecho de la sala comedor; en la alcoba, a más de la cama de matrimonio, había una pajarera, y lo que antes había sido comedor estaba convertido en balneario, pues Camila, que aun en invierno tenía calor, se chapuzaba todos los días. La sala había sido llevada a un cuartucho insignificante, próximo a la entrada, arreglo que por excepción me parecía laudable, pues contravenía la mala costumbre de adornar suntuosamente para visitas lo mejor de la casa, reservando para vivir lo más   -120-   estrecho, lóbrego y malsano. Fuera de este rasgo de buen sentido, el conjunto de aquel domicilio no tenía pies ni cabeza. Lo más culminante en la sala era una mesa de caoba de las que llaman de ministro, y una cómoda antigua que Constantino había heredado de su tía Doña Isabel Godoy. El piano se había ido a la alcoba creyérase que por su pie, pues no se concebía que ninguna ama de casa dispusiera los muebles tan mal.

En los pasillos, Constantino había tapizado la pared con enormes y abigarrados cartelones de las corridas de toros de Zaragoza y San Sebastián, y en el gabinete ocupaba lugar muy conspicuo un trofeo de esgrima compuesto de floretes, caretas, manoplas, con más una espada de torero y una cabeza de toro perfectamente disecada. Veíase por allí, así como en el comedor, algún otro mamotreto procedente de la testamentaría de la señora Godoy. Constantino tenía en su casa todas las cómodas que no cabían en la de su hermano Augusto. Los muebles regalados por mí hacían papel brillantísimo en medio de tanta fealdad y confusión, y cuando, después de recorrer la casa, se entraba en el comedor, parecía que se visitaba una ciudad europea, después de viajar por pueblos de salvajes. Lo único que hablaba en favor de Camila era la limpieza, pues todo lo demás la condenaba. Algunas de las láminas de la historia de Matilde y   -121-   Malek-Adhel tenían el cristal roto. No vi una silla que no cojeara, ni mueble que no tuviera la chapa de caoba saltada en diferentes partes. Muchos de estos siniestros lastimosos, así como la decapitación de una ninfa de porcelana, y las excoriaciones de la nariz que afeaban el retrato del abuelo de Constantino, eran triste resultado de la afición de este a la esgrima y de los asaltos que daba un día sí y otro no, yéndose a fondo y acalorándose, sin reparar que su contrario era indefenso mueble o bien un cuadro al óleo, al cual no se podía acusar de crimen alguno como no fuera artístico.

Y a propósito de láminas, alcancé a ver, no recuerdo bien dónde, una buena fotografía de Constantino, retratado como suelen hacerlo los que presumen de atletas, esto es, con sencillez estatuaria, el cuerpo a lo gimnasta, con almilla y grueso cinturón, cruzados los brazos para que se le viera bien el desarrollo del bíceps y de los músculos del tórax, y con un empaque y mirar arrogante que movían a risa. Camila estaba retratada, de cuerpo entero, y se había puesto ante la máquina violentando su temperamento para salir formal; de modo que, a más de salir fea, no tenía el retrato ningún parecido.

«Habías de ver esta casa -me dijo Raimundo al oído-, cuando mi hermanita se pone a tocar frenéticamente el piano, en camisa, y el mulo de su marido a dar estocadas en todo lo   -122-   que encuentra al paso». Yo no había visto nada de esto, pero lo comprendía por los efectos.

Camila nos había recibido muy al desgaire, vistiendo una batilla ligera, el pelo medio suelto, el pecho tan mal cubierto que recordaba la inocencia de los tiempos bíblicos, los pies arrastrando zapatillas bordadas de oro. Nos acompañó un momento para enseñarnos la casa, diciéndonos: «Acabo de bañarme. No les esperaba a ustedes tan pronto.

-Esta hermana mía -indicó Raimundo tiritando-, siempre tiene calor. Se baña en agua fría en pleno invierno. Jamás enciende una chimenea, y es la vestal encargada de conservar el frío sagrado... ¡Demonio! la casa es una sorbetera... ¡Que me voy!

Camila nos empujó a Raimundo y a mí fuera de la alcoba, donde a la sazón estábamos, y dijo a su marido:

«Entretenme a esos tipos un rato, que me voy a arreglar».

Nos llevó Miquis al comedor, donde al punto se personaron dos perros, el uno grande, de lanas, el otro pequeño y tan feo como su amo. Ambos hicieron diferentes habilidades, distinguiéndose el feo, que marchaba en dos pies con un bastón cogido al modo de fusil, y hacía también el cojito. De repente veíamos a mi prima pasar, medio vestida, como exhalación. Iba a la cocina. Oíamos su voz en vivo altercado con la   -123-   criada... después la sentíamos regresar a su cuarto... llamaba a su marido con gritos que atronaban la casa. «Será para que le alcance algo... -decía él sin mostrar mal humor-. Esto de no tener más que una criada es cargante. Si al menos estuviera yo en activo, me darían un asistente... ¡Allá voy!

Camila volvía corriendo a la cocina. Necesitaba estar en todo. Aun así, temía que aquella jirafa de Gumersinda echase a perder la comida. Al poco rato, vuelta a correr hacia la alcoba. Ya estaba peinada, pero aún no se había puesto el vestido ni las botas. De pronto, oímos la argentina voz de la señora de la casa que decía con cierto acento trágico: «Constantino, traidor... ¿que no pones la mesa?

El tal, dándome una prueba de confianza, me rogó que le auxiliara en el desempeño de aquella obligación doméstica. «Amigo José María, así irá usted aprendiendo para cuando se case...

Risueño y compadecido, le ayudé de buena gana. Antes había solicitado Constantino el auxilio de mi primo; pero este, agobiado por el frío, no se apartaba del balcón por donde entraban los rayos del sol. Pronto quedó puesta la dichosa mesa. En la loza y cristalería no vi dos piezas iguales. Parecía un museo, en el cual ninguna muestra de la industria cerámica dejaba de tener representación. El mantel y las servilletas,   -124-   regalo de la tía Pilar, eran lo único en que resplandecía el principio de unidad. No así los cubiertos, en cuyos mangos se echaba de ver que cada uno procedía de fábrica distinta.

No habíamos concluido, cuando entró Eloísa. Al sonar la campanilla, díjome el corazón que era ella. Raimundo abrió la puerta, y antes de que mi prima llegara al comedor, le oí estas gratas palabras: «Pepe no puede venir. Ha tenido miedo al frío... Yo me alegro de que no salga en un día tan malo, porque puede coger un pasmo.

«Yo sí que voy a pillar una pulmonía en esta maldita casa, donde no se encienden chimeneas -dijo Raimundo cogiendo su capa y embozándose en ella.

-No viene Pepe -repitió Eloísa mirándome a los ojos; y al reparar en mi ocupación echose a reír-. Eso, eso te conviene... ¿Y esa loca...?

-Su Majestad está en sus habitaciones -dijo el manchego-, con la camarera mayor, que es ella misma.

-Constantino -gritó Camila asomándose a la puerta-, traidor, ¿en dónde me has puesto mi alfiler?

-¡Ah! perdona, hija, me lo puse en la corbata; tómalo y no te enfades.

-¡Que siempre has de ser loca! -dijo Eloísa pasando al cuarto de su hermana para dejar abrigo y sombrero.

  -125-  

Al poco rato vimos aparecer a la señora de la casa, vestida con elegante traje de raso negro, bastante guapa, luciendo su hermosa garganta por el cuadrado escote. Su pecho alto y redondo, su cintura delgada, sus anchas caderas dábanle airosa estampa. Podría parecer bella, pero nunca parecería una señora.

«¡Mujer, cómo te pones!... -exclamó Eloísa, aludiendo sin duda a la escasez de tela en la región torácica-. ¿Pero estás tonta? ¿A qué viene ese escote?... No he visto cabeza más destornillada. Y lo que es hoy no llorarás por polvos.

Lo más característico de Camila era su tez morena. Tenía a veces el mal gusto de corregir torpemente con polvos y otras drogas aquel aire gitanesco que daba tan salada gracia a su persona. Y fue tan sin tasa en aquel día la carga de polvos, que a todos nos pareció estatua de yeso, y como teníamos confianza con ella se lo dijimos en coro. «Pero Camila... pareces una tahonera.

-¿Sí? -replicó ella, riendo con nosotros-. Ahora veréis.

Desapareció, y al poco rato presentósenos en su color y tez naturales. Sólo las orejas quedaron un poco empolvadas.

«Si me quieren negrucha, aquí estoy con toda mi poca vergüenza.

Sin esperar a oír nuestros aplausos, pegó un brinco y echó a correr otra vez hacia lo interior   -126-   de la casa. Pronto reapareció para decir a su marido:

«Nos sobra el cubierto de Pepe. ¿Por qué no avisas a tu hermano Augusto, de paso que vas por el postre?

-Yo no... Ya sabes que no puede venir -replicó el marido tomando su capa para salir.

-Pues déjalo; así tocaremos a más.

Después, vuelta a la cocina, donde la oímos disputar a gritos con la jirafa. Constantino no tardó en regresar trayendo el postre en un papel, que se engrasó de la bollería a la casa. Mientras yo le abría la puerta, oí la voz de Camila que desde la cocina clamaba:

«Váyanse sentando... Allá va la sopa.

El convite fue digno de los anfitriones. Por la hora debía de ser almuerzo; por la calidad de los platos era almuerzo y comida; por la manera de estar condimentados y el desorden e incongruencia que reinaban en todo, no tenía clasificación posible. Sirviéronnos un asado, el cual para ser tal debió permanecer media hora más en el fuego. «Ustedes dispensarán que esto esté un poco crudo -nos decía Camila. En cambio el pescado al gratin se había tostado y estaba seco y amargo. A los riñones había echado tal cantidad de sal, que no se podían comer. Por vía de compensación, otro plato que apenas probé, no tenía ni pizca... «Pero, hija -dijo Eloísa riendo-, tu cocinera es una alhaja.

  -127-  

«Dispensa por hoy... -replicaba la hermana-. Se hace lo que se puede. No me critiquen porque no los volveré a convidar.

-Descuida, que ya tendremos nosotros buen cuidado de no caer en la red otra vez -le contestó Raimundo.

Se había sentado a la mesa embozado en su capa, quejándose de un frío mortal, renegando de los dueños de la casa, y jurando que no volvería a poner los pies en ella sin hacerse preceder de una carga de leña. Al servir el segundo plato, se cayó en la cuenta de que no había vino en la mesa, de cuyo descubrimiento resultó un gran altercado entre Constantino y su mujer. «Tú tienes la culpa... tú... que tú... Siempre eres lo mismo. Así salen las cosas cuando tú te encargas de ellas... ¡Tonta!... ¡Cabeza de chorlito!

-¡Ni fuego ni vino! -exclamó mi primo subiéndose el embozo y poniendo una cara que daba compasión. Parecía que iba a llorar.

-Que salga inmediatamente Gumersinda a buscarlo.

-No, ve tú.

-Como no vaya yo... Hubiéraslo dicho antes.

-Ay qué hombre tan inútil...

-¡Qué tempestad de mujer!

-Lo mejor -dijo la señora de la casa, serenándose después de meditar un rato-, es que Gumersinda vaya al cuarto de al lado a pedir   -128-   dos botellas prestadas a los señores de Torres. Son muy amables y no las negarán.

Por fin trajeron el vino, y con él templó sus espíritus y su cuerpo mi primo Raimundo, decidiéndose a soltar la capa.

Camila, a cuya derecha estaba yo, me obsequiaba, valga la verdad, todo lo que permitía lo estrafalario de la comida. Su amabilidad echaba un velo, como suelen decir, sobre los innúmeros defectos del servicio. Repetidas veces tuvo que levantarse para sacar de un mal paso a la que servía, que era una chiquilla muy torpe, hermana de la cocinera. Había venido aquel día con tal objeto, y más valiera que se quedara en su casa, pues no hacía más que disparates. En los breves intervalos de sosiego, Camila nos hablaba de lo feliz que era, ¡cosa singular! ¡feliz en aquel desbarajuste, en compañía del más inútil de los hombres! Indudablemente Dios hace milagros todavía. Para ponderarnos su dicha, mi primita no cesaba de hacer alusiones a un cierto estado en que ella creía encontrarse, y por cierto que sus indicaciones traspasaban a veces los límites de la decencia. Ya nos contaba que pronto tendría que ensanchar los vestidos; ya que había sentido pataditas... Luego rompía a reír con carcajadas locas, infantiles. Yo me confirmaba en mi opinión. No tenía seso ni tampoco decoro.

Debo decir con toda imparcialidad que Constantino   -129-   me pareció un poco reformado en la tosquedad de sus modos y palabras. Ya no hablaba de sus superiores jerárquicos con tan poco respeto; ya no decía como cuando le conocí: «Me parece que pronto la armamos...». Creyérase que había sentado la cabeza y adquirido cierto aplomo y discreción, que no se avenían mal con su creciente robustez corpórea. Pareciome que su mujer le dominaba, cosa en verdad extraña, pues quien no tuvo ninguna clase de educación, ¿cómo podía educar y domar a un gaznápiro semejante? La Naturaleza permite sin duda que dos energías negativas se amparen y beneficien mutuamente.

Al fin de la comida, Raimundo bebía más de la cuenta; bien claro lo denotaba, no sólo la merma del contenido de las botellas, sino la verbosidad alarmante de mi buen primo. Constantino, no queriendo ser menos, se había desatado de lengua más de lo regular. El uno contaba anécdotas, pronunciaba discursos, repetía versos y tartamudeaba penosamente las sílabas tra, tro, tru, mientras el otro decía cosas saladas y amorosas a su mujer, echándole requiebros en ese lenguaje flamenco que tiene picor de cebolla y tufo de cuadra. La discreción relativa, de que hablé antes, se la había llevado la trampa. Tal espectáculo empezaba a disgustarme.

El café, hecho por la cocinera, era tan malo, que se decidió mandarlo traer de fuera. Vino   -130-   pues, el café, mal colado, frío, oliendo a cocimiento; pero nos lo tomamos porque no había otro. Raimundo y Constantino se pusieron a tirar al florete. Mi primo no podía tenerse. La casa parecía un manicomio. Eloísa, su hermana y yo nos fuimos a la alcoba, donde Camila, sentada junto a mí, hacía mil monerías, que llamaba nerviosidades. Se recostaba, cerraba los ojos, dejaba ver la mejor parte de su seno, luego se erguía de un salto, cantaba escalas y vocalizaciones difíciles, nos azotaba a su hermana y a mí, y concluía por sacar a relucir aquel su estado que la hacía tan dichosa.

«Ahora sí que va de veras -nos decía-. ¡Y este bruto se ríe, y no lo quiere creer!

De pronto le entraba como una exaltación o más bien delirio de tonterías, y cruzando las manos gritaba: «¡Ay! ¡qué hijín tan rico voy a tener!... Más mono que el tuyo, más, más. Me parece que le estoy viendo... No os riáis... ¡Qué sabes tú lo que es esto, egoísta! Si fueras padre, verías. Y di: ¿por qué no te casas? ¿Para qué quieres esos millones? Para gastarlos con cualquier querindanga... ¡Qué hombres! Francamente, eres asqueroso. Eso, eso, da tu dinero a las tías. Me alegraré de que te desplumen.

De aquí volvía la conversación a las dulces esperanzas maternas. Hasta me parecía que lloraba de satisfacción. «Vaya, ¿a que no me prometes ser padrino?

  -131-  

-Sí que te lo prometo.

Y se rompía las manos en un aplauso.

«¿Y le harás un regalo, como de millonario? ¿Me dejas escoger lo que yo quiera en casa de Capdeville?

-Sí: puedes empezar.

-Bien, bien... ¡Currí... Currí!

El perro pequeño entró, obedeciendo a las voces de su ama. Puso las patas en su falda, luego en la cintura, por fin en aquel seno hermosísimo. Ella le daba besos, le agasajaba, dejábase lamer por él. «Ven acá, tesoro de tu madre, rico, alegría de la casa.

«Yo no puedo ver esto -decía Eloísa con enfado, levantándose para retirarse-. Me voy.

-No, no, hermanita, no te vayas... Lárgate, Currí, Currí... Largo, y no parezcas más por aquí.

-No, no me beses -chillaba Eloísa, apartando su cara-; no pongas sobre mí esa boca con que has estado hociqueando al perro. Tonta, loca, ¡cuándo sentarás la cabeza!... José María está estupefacto de verte hacer tonterías.

-José María no se enfada, ¿verdad? Y ahora que caigo en ello, ¿por qué no me convidas esta noche al teatro?

-Otra más fresca...

-¿Pues por qué no? Después de que hemos echado la casa por la ventana para obsequiarle... El día de hoy nos arruina para todo el mes. Sí, dile que sí. José María, esta noche...

  -132-  

-Te mandaré un palco para el teatro que quieras. Elige tú.

-Constantino -gritó Camila, cantando la marcha real-. Esta noche vamos al teatro. Mira, tú, mi maridillo irá por el palco. Dame a mí los cuartitos.

Yo decía para mí: «No tiene decoro, ni vergüenza, ni delicadeza tampoco. Es completa. Si me obligaran a vivir con un tipo así, al tercer día me enterraban.

Eloísa estaba disgustada y deseaba marcharse. Yo también. Busqué a Raimundo para salir con él; pero mi primo se había dormido profundamente sobre el sofá de guttapercha del comedor. Camila le cubrió con la capa para que no se enfriase.

«Ve pronto por el palco -decía la señora de Miquis a su marido-, que es noche de moda, y si tardas no habrá localidades. Vamos... menea esas zancas. ¿A qué aguardas?

El manchego no se hizo de rogar. Pronto le sentimos bajar la escalera, saltando los escalones de cuatro en cuatro.

«Iré luego a casa de mamá -dijo Camila, poniendo a su hermana el sombrero y el abrigo-. Adiós, comparito.

Le di la mano y ella me la apretó mucho.



  -133-  

ArribaAbajo- VIII -

Cuando bajábamos, Eloísa me dijo: «¿Vas a venir a acompañarme?». En el tono con que esto fue dicho, conocí su deseo de que no la acompañara. Yo tampoco tenía intención de hacerlo. Aquel recelo de no aparecer juntos en público al mismo tiempo nos acometía a entrambos, revelando, no sólo la conformidad, sino también la poca rectitud de nuestros pensamientos. Ella entró en su coche y fue a la calle del Olmo; yo me bajé a pie a la Castellana para dar una vuelta. Volví a la casa al anochecer, y a poco sentí llegar el carruaje de mi prima. Obedeciendo a instintivo movimiento y a una curiosidad tonta, salí a mi puerta. Tuve el pueril antojo de atisbar por el ventanillo para verla subir sin que ella me viese. Siéndome fácil hablar con ella a todas horas, ¿qué significaba aquel acecho? Nada   -134-   más que el ansia del misterio, la necesidad de poner en mi pasión la sal del incidente. Aquel mirar furtivo por la rejilla de cobre era ya un paso interesante y que rompía los términos rutinarios de la vida formal para ponernos en la esfera de las travesuras, más sabrosas cuanto más anormales... La vi subir. Noté que al pasar por mi puerta la miró como deseando que estuviese abierta o que el azar le proporcionase un pretexto para colarse dentro. El lacayo subía tras ella con un montón de paquetes de compras.

Nos vimos aquella noche en su casa. Hablé con todo el mundo menos con ella. Ambos temíamos dar a conocer nuestra conciencia, no turbada aún más que por pensamientos. Presagiábamos las peligrosas resultas de ellos, mas no se nos ocurría extirparlos, sino simplemente evitar que nos salieran a la cara. Con Carrillo, que había cogido un pasmo, hablé de todas las clases de constipaciones posibles; describí el proceso patológico de los míos y de los de mi padre, y mi tía Pilar vino en buena hora a dar nuevos horizontes a mi erudición con preciosos datos catarrales referentes a otras personas de la familia. Hicimos luego una ensalada inglesa. Hablé de los whigs y los torys, de la reforma electoral de 1834, del Habeas corpus, de la liga de Manchester y del bill de cereales. Sir Roberto Peel quedó hecho trizas de tanto como le manoseamos Carrillo y yo, y no salieron mejor librados   -135-   lord Chatam, Cobden, Russell, Palmerston y los modernos Disraeli y Gladstone. Nos volvíamos ingleses sin saberlo, y esto precisamente cuando mi sangre andaluza, y la savia paterna, oscurecía y anonadaba en mí lo que yo había recibido del ser británico de mi madre.

Cuando me retiré, despedime de todos menos de Eloísa, que al verme en pie se marchó al cuarto de su hijo. Y me la llevaba conmigo a mi casa, in mente, la robaba, como hacía mi tío Serafín con las baratijas de su gusto; y me la guardaba en mi corazón, como en un bolsillo, reducida a impalpable esencia, cuando no la subía al entrecejo para darle allí vida febril, haciéndola compañera de mis soledades. Las noches de insomnio, las madrugadas de inquieto sueño, los días tristes alambicaban mi querencia poniéndome en estado de hacer tonterías de mozalbete si se hubiera presentado ocasión de ello. No las hice, porque Dios no quiso. Pero estaba dispuesto a todo, hasta a volverme romántico y wertheriano, a pesar de que los tiempos son tan poco propicios para que un hombre se ponga en semejante estado.

Una tarde del mes de Marzo nos encontramos casualmente en la calle. Ambos nos turbamos. Nos veíamos diariamente en la casa, sin experimentar turbación, y en la calle, solos, al darnos las manos, parecía que temblábamos por tal encuentro y que habríamos deseado evitarlo.   -136-   Iba yo hacia el Banco de España, ella a casa de una amiga. Nos separamos. Sin darnos cuenta de ello, por medio de una sencilla pregunta semejante a esas que se hacen por decir algo, y de una respuesta más sencilla aún, nos dimos cita para aquella tarde en la casa de la calle del Olmo. Vinieron los sucesos impensada y tontamente, con ese canon fatal que equipara en el orden de la realidad las cosas más triviales a las más graves y de más peligrosa trascendencia. Las cuatro serían cuando entré en la casa. No había nadie de la familia más que Eloísa. No tuve que llamar. La puerta estaba abierta, y un operario arreglaba la entrada del gas. Sentí martilleo en las habitaciones interiores, y al pasar junto a una puerta, oí la conversación de unas mujeres que, sentadas en el suelo, estaban cosiendo alfombras. Pareciome que yo me introducía invisible, como el gas, pasando por escondidos, angostos y callados tubos.

Avancé. Bien sabía yo adónde iba. Tan seguro estaba de encontrarla como de la luz del día. Después de atravesar dos salones, vi a Eloísa de espaldas. Estaba repasando una colección de estampas puestas en voluminosa carpeta. Acerqueme a ella de puntillas; mas aún no estaba a dos pasos de su hermosa figura, cuando sin volverse dijo esto: «Sí, ya te siento; no creas que me asustas...».



  -137-  

ArribaAbajo- IX -

Mucho amor (¡Oh París, París!), muchos números y la leyenda de las cuentas de vidrio



- I -

A la semana siguiente instalose mi prima en su nueva casa. Un día antes de mudarse, estuvo en la mía por la tarde, en ocasión que yo me encontraba solo. Hablamos atropellada y nerviosamente de las dificultades que nos cercaban; ella temía el escándalo, parecía muy cuidadosa de su reputación y aun dispuesta a sacrificar el amor que me tenía por el decoro de la familia. Manifestaba también escrúpulos religiosos y de conciencia, que yo acallé como pude con los argumentos socorridos que nunca faltan para casos tales. En ninguna de las conversaciones de aquellos días nombrábamos jamás a Carrillo. Únicamente hizo Eloísa alguna tímida referencia   -138-   a la equivocación lamentable de su casamiento. Fue más que una ceguera de ella, terquedad de su mamá y tontería de su papá... No tenía ella, no, toda la culpa de su falta. ¡Pícaro mundo! ¿Por qué no vine yo antes a Madrid? Y ya que no vine antes cuando hubiera sido ocasión de casarnos, ¿por qué vine después cuando ya el conocerme la había de hacer tan desgraciada? En resumidas cuentas, yo tenía toda la culpa... Pero ya, ¿qué remedio...? La atracción que a entrambos nos había unido era más fuerte que todas las demás cosas del alma. Imposible luchar contra ella... ¡Pero el escándalo, la pérdida de la reputación, el murmullo de la gente, su hijo... el pobre barbián, que cuando creciera oiría decir que su mamita no había sido buena, como deben serlo todas las mamás!... Las delicias de amar por vez primera y única eran acibaradas por aquella zozobra punzante, por aquel miedo al qué dirán, por el presentimiento de catástrofes y desventuras que es la sombra fatídica que se hace a sí misma la vida ilegal.

Y otra cosa... ¿Cómo, dónde y cuándo nos veríamos?... porque pensar que podría transcurrir una semana sin vernos a solas, era pensar en la eternidad de la desdicha humana. Sobre esto hablamos largamente y con cierto ahogo, sin que yo pueda precisar ahora cuáles conceptos salieron de su boca, cuáles de la mía, cuáles de entrambas a la vez y como en un solo aliento. «Nos   -139-   veríamos en su casa»... «No, no, en la mía»... «No, no, en otra»... «¿Dónde?»... «Pues nos daríamos cita en tal o cual parte»... «Yo arreglaría una casita muy cuca...».

La felicidad que me embargaba y que juntamente significaba amor, idealismo y satisfacción del amor propio, era demasiado grande para que yo pudiera encerrarla en el secreto de mi alma. No quería yo el escándalo; mi moral era aún bastante remilgada para enseñarme lo que debemos al decoro; la publicidad érame antipática; pero con todo, mi aventura me ahogaba hinchándome el pecho, sin duda por la parte que la vanidad tenía en ella. Érame forzoso mostrar a alguien mis bien ganados laureles; yo buscaba tal vez, sin darme cuenta de ello, un aplauso a la secreta aventura. Con nadie podía tener una confianza delicada como con Severiano Rodríguez, amigo mío muy querido de toda la vida. Conocía su discreción. Él me guardaría mi secreto como yo le guardaba los suyos. También Severiano estaba enredado con una señora casada, sólo que esto era tan público en Madrid como la Bula. Contele, pues, todo, y no se sorprendió. Se lo temía el muy pillo. Díjome, con aquel su estilo figurativo y genuinamente andaluz, que era inútil quisiera yo hacer el niño del mérito, guardando una reserva que era lo mismo que poner persianas al viento; que no intentara trastear al público, que es animal de mucho   -140-   quinqué, y, por fin, que los tiempos de notoriedad que corremos hacen imposible el tapujito, lo que viene a ser una ventaja de nuestra edad sobre las precedentes.

Razón tenía mi amigo. Dos meses después, advertí que mi secreto había dejado de serlo para muchas personas, aunque las conveniencias seguían guardándose con la mayor escrupulosidad. El amor por una parte, con la dulzura de sus goces prohibidos; la vanidad victoriosa por otra, mantenían mi espíritu en estado de tensión incesante. Yo no cabía en mí de gozo. Me sentía ya capaz, no sólo de locuras románticas, sino aun de las mayores violencias, si alguien osara disputarme aquel bien que consideraba eternamente mío. Eloísa me esclavizaba con fuerza irresistible. Su tenaz cariño era pagado liberalmente por mí, con exaltada pasión, con estimación, hasta con respeto, con todo lo que el corazón humano puede dar de sí en su variada florescencia afectiva. Y en cierto modo me recreaba en ella como si fuera algo no sólo perteneciente a mí, sino hechura de mi propia pasión. Porque sí, Eloísa era más hermosa desde que estaba en relaciones conmigo; como mujer valía más, mucho más que antes. Su elegancia superaba a los encomios que hacía de ella la lisonja. Desde que se instaló en su nueva y primorosa vivienda, parecía que había subido de golpe al último grado de esa nobleza del vestir,   -141-   que no tiene nombre en castellano. Todas las seducciones se reunían en ella. Y yo... ¡para que vean ustedes cómo me puse!... la miraba como miraría el artista su obra maestra. No es esto, no, lo que quiero decir: mirábala como una planta que yo había regado con mi aliento, abrigado con mi calor y fertilizado con mi dinero, criándola para goce mío y recreo de la vista de los demás.

Francamente, en mi cerebro había algo anormal, un tornillo roto, como gráficamente decía mi tío al descubrir las variadas chifladuras de la familia. Yo no estaba en mí en aquella época; yo andaba desquiciado, ido, con movimientos irregulares y violentos, como una máquina a la cual se le ha caído una pieza importante. De tal modo estaba alterado mi equilibrio, que a cada momento lo daba a conocer. Si no hacía cosas ridículas, era porque conservaba muy vivo el respeto exterior de mí mismo; pero decía majaderías, como las que antes, en boca de otros, me habían hecho reír mucho.

Con la familia me hallaba algo cohibido. Temía que el tío se enfadase, que la tía Pilar me echase los tiempos por la situación poco decorosa en que yo había puesto a su hija. Pero ninguno se dio por entendido. O no lo sabían o lo disimulaban. Raimundo y María Juana tampoco chistaban. Sólo Camila se permitió algunas reticencias, de que no hice caso. Toda la   -142-   familia me trataba de la misma manera, con el mismo afecto y cortesía, y yo, agradecido a esta condescendencia natural o estudiada, les correspondía redoblando con respeto a ellos mi generosidad. Era ésta en mí como una corruptela para comprar su tolerancia, o subvención otorgada a su silencio. No cesaba, pues, de hacer regalitos a mi tía, algunos de consideración; daba cigarros y dinero a Raimundo, compré un piano a Camila, pues el que tenía estaba ya asmático, y a todos los obsequiaba un día y otro con palcos o butacas en los principales teatros.

Pero mis arranques más costosos eran para Eloísa, a quien constantemente daba sorpresas, añadiendo a sus colecciones objetos diversos, ya un cuadrito de buena firma, ya un caprichoso mueble, antigüedad de mérito o primorosa alhaja de moda. Grande era mi gozo cuando observaba el suyo al recibir el presente. A veces me reñía, ponía morros por aquel afán mío de gastar el dinero tan sin sustancia. Nunca me pedía nada; pero muy a menudo la observé como atontada pensando en algún objeto recientemente exhibido en las tiendas de lujo. Tenía momentos de entusiasmo suponiéndose poseedora de él, ratos de tristeza considerándose incapaz de poseerlo. Precisaba calmar esta exaltación con la única medicina eficaz, la compra del pícaro objeto. Este era bien un jarrón japonés de la fábrica imperial, con la pátina antigua,   -143-   o un par de tibores de Sachsuma. Era a veces el motivo de sus ansias una delicada pieza de Wedgwood o una credencia de ébano y marfil. A esto añadí, por Mayo, una berlina de Binder y un piano media cola de Erard; pero ningún capítulo subía tanto como el de alhajas, pues por el collar de perlas, la riviere de brillantes, una pulsera de ojos de gato, una rosa suelta y varias chucherías, me dejé en casa de Marabini quince mil duritos.




- II -

Llegó el verano. La familia de mi tío tenía casa tomada en San Juan de Luz. Eloísa fue con su marido a Biarritz, de donde pasarían a París a consulta de médicos. En París me planté yo, para esperarlos, y no tuve tiempo de impacientarme, pues mi prima acudió puntual a la cita. El pobre Pepe estaba delicadísimo y no podía invertir su tiempo más que en dejarse ver y examinar de las eminencias médicas, en someterse a tratamientos fastidiosos y en pasear algún rato, absteniéndose de salir de noche y de todo regalo en las comidas. Vivían en el hotel de la calle de Scribe. Yo estaba, como siempre, en el de Helder. Fácil nos era a mi prima y a mí vernos y citarnos en la ilimitada libertad parisiense y aun hacer algunas excursiones cortas a las inmediaciones. En los cuatro días que Carrillo estuvo   -144-   sin más compañía que la de un camarero, en los baños de Enghien, disfrutamos los pecadores de una independencia que hasta entonces no habíamos conocido. Eloísa iba a mi hotel. Estábamos como en nuestra casa, libres, solos, haciendo lo que se nos antojaba, almorzando en la mesilla de mi gabinete, ella sin peinarse, a medio vestir, yo vestido también con el mayor abandono; ambos irreflexivos, indolentes, gozando de la vida como los seres más autónomos y más enamorados de la creación. En nuestros coloquios, amenizados por constante reír, nos comparábamos con las dichosas parejas del barrio latino, el estudiante y la griseta, el pintor y su modelo, viviendo al día, con dos o tres francos y una ración inmensa de amor sin cuidados. Nosotros éramos mucho más felices porque teníamos dinero y podríamos paladear mejor tanta dicha. Para gozar a nuestras anchas de la libertad parisiense, tomábamos el tren en San Lázaro y nos íbamos a San Germán, almorzábamos en la Terraza, paseábamos por el bosque, corríamos, nos acostábamos sobre la yerba... ¡Qué horas tan dulces! Como quien se contempla en un espejo, nos recreábamos en las muchas parejas que veíamos semejantes a nosotros. Componíanse de algún extranjero, ávido de echar una cana al aire, y de alguna bulevardista, por lo general de buen parecer y modales un tanto desenvueltos. En otras parejas se advertía una confianza, una intimidad que no son   -145-   propias de las relaciones de un día. Eran amantes, como nosotros, que hacían una escapatoria como la nuestra, para burlar con delirante satisfacción la insoportable vigilancia de las leyes divinas y humanas. Veíamos hombres de semblante inquieto y fatigado, mujeres guapas, guapísimas, vestidas con una elegancia que cautivaba a Eloísa. Esta se fijaba en la manera de vestir de aquella gente, y en la originalidad de sus atavíos. Eran como anuncio vivo de los modistos, que por tal procedimiento hacían público reclamo de las novedades de la estación próxima.

Por la noche nos metíamos en los teatros y cafés cantantes más depravados. Era preciso verlo todo, sin perjuicio de ir por la mañana a las misas aristocráticas de la Magdalena y de la Capilla Expiatoria... El resto del día lo empleábamos en las tiendas. Eloísa quería surtirse con tiempo de muchas cosas que en Madrid habían de costarle el doble. Compraba, pues, por economía. Los grandes almacenes y los establecimientos más de moda recibían nuestra visita. También solía llevarme a casa de los célebres anticuarios de la calle Real, y a los depósitos de artículos de China, Persia, Japón y Siam. Lo japonés abundaba poco en Madrid todavía, mientras que en París estaba al alcance de todas las fortunas. ¿Cómo no apresurarse a llevar un surtido de telas, vasos, estantillos, dos o tres biombos, lacas, y hasta las ínfimas baratijas de papel   -146-   y cartón que declaran el maravilloso sentimiento artístico de aquella gente asiática, sólo igualada por la clásica Grecia? Al propio tiempo la señora de Carrillo no podía, ya que felizmente estaba en la capital de la moda, dejar de equiparse para el próximo invierno. Su amor propio pedíale no ser de las últimas en la introducción de las novedades, mejor dicho, la incitaba a ser la primera. En casa de Worth se encontró a la de San Salomó; a donde quiera que iba, tropezaba con la siempre inquieta y bulliciosa marquesa, y esto mismo estimulaba en mi prima los deseos de superarla. Cada una quería hacer pinitos sobre la otra, anticipándose a llevar a Madrid lo mejor, lo más bonito y nuevo... Pronto perdí la cuenta de las cajas que mi primita expidió para Irún en los últimos días de Septiembre.

Pero a falta de este dato, otros más exactos me permitían apreciar numéricamente los entusiasmos de Eloísa. En la primavera anterior había ordenado yo a mi banquero de París que me vendiera los títulos de 41/2 por 100 que tenía en su poder, cuyo valor ascendía aproximadamente a unos ciento setenta y cinco mil francos. Era mi intención traer a España aquel dinero para emplearlo con otras sumas en inmuebles urbanos o en los títulos creados por Camacho. Cuando fui a París, Mitjans había hecho la venta y tenía en su caja, a disposición mía, el líquido de la realización. Díjele que lo retuviese en su casa,   -147-   que yo tomaría para mis gastos lo que necesitara, y el resto me lo daría en letras sobre Madrid a la conclusión de la temporada. Tales sangrías di a aquel depósito, que cuando fui a liquidar, sólo me restaban siete mil francos, que Mitjans me dio en una carta-orden. Y no paró aquí mi desgracia, pues el día de la marcha sobrevinieron no sé qué olvidadas cuentas de mi prima Eloísa, y tuve que ir a última hora, echando los bofes, a casa de Mitjans a pedirle un préstamo de cuatro mil francos para poder volver a España.

Este acontecimiento causome sobresalto. Era la primera vez en mi vida que me sorprendía en flagrante delito contra las augustas leyes de la Aritmética. Hasta entonces mi mente no había sufrido una distracción tan profunda y sostenida. En las ocasiones de mayor ceguera había percibido siempre la salvadora claridad de los números; que de algo ¡vive Dios! habían de valerme los quince años pasados en el saludable ejercicio mental de un escritorio. ¿Y unos cuantos meses de loco desatino podían destruir los efectos de mi educación económica? No, seguramente no. Mi espíritu, habituado a la contabilidad, resurgía valiente, sacudía la modorra, trataba de romper la nube de la ofuscación que lo envolvía con efectos semejantes a los de un narcótico. Vi la clara imagen de la diosa Cantidad, alta, severa, con una luz en la mano que al   -148-   modo de faro me alumbraba para que no naufragase.

Fui educado en los negocios y respiré en mi niñez el aire espeso, sombrío de la práctica Inglaterra, que con el humo que introduce en nuestros pulmones parece que nos infiltra en el cuerpo la costumbre de la exactitud en todas las cosas. Mi juventud desarrollose también en la gimnasia de la cantidad, así como la de otros crece en los placeres frívolos. Yo tenía, pues, en mí una virtualidad redentora, el tanto, el verbo inglés, dócil a las órdenes de mi razón, el número, sí, no menos grande y fecundo que la idea, como energía anímica. Al verificarse en mí aquel despertamiento, halléme en terreno firme y dije con resolución: «No, niña mía, esto no puede seguir así».




- III -

En Madrid traté de poner orden en mis asuntos. A fines de Octubre pasome el Banco el extracto de mi cuenta corriente y vi que apenas me quedaban unas dos mil pesetas. Había gastado ya toda mi renta del año, cuando en los precedentes, apenas había llegado a la mitad, y con la otra mitad aumentaba mi capital. En aquellos días recibí de Jerez varias letras, y algún papel de Londres.

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Eran el tercer plazo anual de mis arrendamientos y un residuo de la venta de existencias. Había pensado yo destinar este dinero a consolidación del capital; pero no pudo ser porque tuve que enviarlo a mi cuenta corriente del Banco para los gastos del último trimestre del 82. Una breve operación me dio a conocer que mi fortuna había disminuido aquel año en muy cerca de noventa mil duros. ¡Cosa singular! yo tenía, durante las embriagueces de aquel año, vagas nociones de esta cifra negativa, pero no me causó temor hasta que la vi salir de la punta de la pluma en infalibles guarismos. Me parecía mentira que tal suma hubiera sido espolvoreada por mí en diversas tiendas de París y Madrid; y no obstante, bien cierto era. Lo hice sin darme cuenta de ello, ciego y alucinado, olvidando esa admirable función del espíritu que llamamos sumar, y atento sólo a los aguijonazos de la voluptuosidad y del amor propio.

A lo hecho pecho. Aunque felizmente había abierto los ojos al tanto, reintegrándome en el equilibrio de mi ser, por un lado concupiscente, por otro positivista, mi desvarío por Eloísa no había mermado en lo más mínimo. Más prendado de ella cada día, pensé en llevar procedimientos de regularidad económica a lo que moralmente era tan irregular. El orden parecíame digno de ser implantado en los dominios del vicio, y yo me imponía el deber de intentarlo y me hacía   -150-   la dulce ilusión de conseguirlo. Cavilaciones numéricas entristecían mis noches y mis mañanas, pues el hondo interés que me inspiraba Eloísa hacíame ver nubes muy negras en el porvenir de la casa de Carrillo. En cuanto a mi fortuna, que hasta entonces había sido pingüe, sólida y muy saneada, hice propósito firmísimo de defenderla a todo trance de los lazos que mi propia pasión le tendía. A pesar de lo firme del propósito, vivas inquietudes me atormentaban en presencia de aquel querido edificio económico, al cual se le acababan de abrir grietas muy profundas.

Pensando siempre en mi prima, no cesaba de hacer cálculos sobre el presupuesto de su casa, que me parecía muy desconcertado. Con aquella exactitud que debía a mis hábitos de contabilidad, aprecié lo que había importado la instalación, los ricos muebles y costosos caprichos de Eloísa. Sin escribir un guarismo, calculé el gasto aproximado de la casa, alimentación, cocheras, servidumbre, teatros, modistas, viajes de verano, menudencias e imprevistos. No, no, no cabía esto dentro de la cifra de veinte mil duros anuales. Para cerciorarme, levanté columnas de números, y no, no salía. El pasivo del primer año era enorme, abrumador, y unido a la instalación me daba el resultado tristísimo de que los señores de Carrillo se habían comido ya la cuarta parte del capital heredado. Por mucho   -151-   que estirara yo los ingresos sobre el papel, forzando los productos de las dehesas de Navalagamella y Barco de Ávila, engrosando los alquileres de las tres casas de Madrid y añadiendo a todo el cupón de las obligaciones de Banco y Tesoro, no podía pasar de tristes siete mil duros. ¡Y tan tristes!... Como que lloraban por los míos, y me los querían llevar.

Lo peor de todo fue que en aquel otoño Eloísa montó la casa con más lujo, tomó más criados, hizo reformas en el edificio, anunciando que iba a dar comidas todos los jueves. Era preciso hablarle claramente y arrancar aquella mordaza que el amor me ponía. Una tarde, solos en nuestro escondite, le hablé el lenguaje sincero y leal de los números. ¡Cómo esquivaba el tema la muy pícara, cómo se escapaba, culebrosa y resbaladiza cuando ya la creía tener bien cogida! Por fin se mostró conforme con mis ideas, y penetrada del buen sentido de las cosas. Sí, era preciso moderarse, porque el porvenir... Invirtiose la tarde en cálculos, en proyectos de economía y reducción de inútiles gastos. A los pocos días volví a mi fiscalización con nuevo empeño. No pude obtener que me expusiera en términos exactos su presupuesto. Siempre embrollaba las cifras y las desfiguraba, haciendo un lamentable abuso de la aplicación de los ceros. Por fin, tras pesadas insinuaciones mías, me confesó que tenía algunas deudas. «Te las pago todas   -152-   -le dije con efusión-, si me juras que no volverás a contraerlas y que serás juiciosa y arreglada. Y el juramento se hacía poniendo por testigo a Dios; y se celebraba el convenio con abrazos y ternuras; y las deudas se pagaban y se volvían a contraer, como árbol que más vigorosamente retoña cuanto más se le poda.

«Ahora no me echarás la culpa a mí -me dijo una tarde-. Es Pepe el que gasta. Ayer he tenido que sacarle de un gran apuro. Sin que yo lo supiera ha tomado seis mil duros, dando en fianza la casa de la calle de Relatores... No, no me mires así, con esos ojos de terror... Pepe es muy bueno, y no le puedo contrariar. Desde que es senador no ha vuelto a poner los pies en el Veloz. No tiene ningún vicio, no juega, no mantiene queridas; ni siquiera fuma. Pocos hombres hay tan ejemplares como él. Preguntarás que en qué se le va tanto dinero; voy a contestarte inmediatamente. Primero: el periódico, ese dichoso órgano del partido, que yo leo para combatir los insomnios. No sé cómo Pepe, que tiene talento, emplea su dinero en hacer de Galeoto entre la Democracia y el Trono, sabiendo que esa señora y ese caballero no se han de casar, y lo más, lo más, harán lo que hacemos nosotros, quererse a espaldas de la Ley... Segundo: Pepe se me ha vuelto tan benéfico, que no sabes lo que me gasta en socorro de emigrados, en la Sociedad de Niños... Te aseguro que es un dolor...

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Para mí lo era, y no flojo, pues por la concatenación de las cosas, me dolían horriblemente los bolsillos cada vez que el marido de aquella señora ganaba un nuevo título para la bienaventuranza eterna.

Otras veces, en las horas de criminal soledad, nuestras lucubraciones económicas tomaban un giro fantástico y extravagante. Como el líquido puesto al fuego hierve y crece, yo, sometido a las altas temperaturas del amor, deliraba. Pero no era mi delirio, como el de los poetas, visión de flores, nubecillas y formas helénicas. Era más bien una fermentación de los números que tenía metidos en la cabeza. Las cifras de reales, francos y libras que pasaron por mi mente en quince años, volvían todas juntas, agrupándose como en las cerradas columnas de los libros de partida doble, separándose y revolviéndose como las cantidades desgarradas en la cesta de papeles rotos. ¡Poseer millones de millones!... ¡Que mis reales se me volvieran libras esterlinas de la noche a la mañana!... ¡Que los ceros se agruparan junto a las unidades formando esas filas nutridas, cuya vista ensancha el alma! «Entonces, gata bonita, tendrías un palacio mejor que el de Fernán-Núñez y el de Anglada juntos; tendrías un lecho de plata, como el de la esposa de un rajah; tendrías un yacht para viajar por el Mediterráneo y un tren Pullmann para recorrer el Continente. Te compraría el Rembrandt, el Murillo,   -154-   el Veronés que salieran a la venta al deshacerse la galería de algún principote alemán; y para ti trabajarían Meissonier, Pradilla, Alma Tadema, Domingo, Muncaksy y lo más granadito de Europa. Aprovechando las buenas ocasiones, te compraría los vestigios de las grandes casas, la armadura que llevó el duque de Alba, la espada de Boabdil, los tapices de los Reyes Católicos con el Tanto Monta y los yugos y flechas, y esas casullas de catedral que van a parar en forros de sillas, y esos libros de vitela cuyas hojas se convierten en abanicos, y cajas de oro y Cristos de marfil como el que tiene Rotschild, y el jarrón de Fortuny, y la espada de Bernardo, y la biblia de María Estuardo, y el vaso de plata de Napoleón. El arte más sublime, la industria más hábil y los objetos de valor histórico, despojos que se le caen a la Historia en su marcha, serían para que tú jugaras con ellos y te relamieras de gusto mirándolos... Serías más rica que la duquesa de Westminster, la cual lo es más que la reina Victoria, emperatriz de las Indias».

Como en esta dirección el desvarío no podía ir más allá, Eloísa, para hacer juego, deliraba en sentido contrario. ¡Ser pobre! ¡¡No tener nada; vivir juntos y solos, completamente exentos de necesidades sociales, en un país apartado, fértil, bonito, donde no hubiera frío, ni calor, ni ciudades, ni civilización... No tener más que un albergue   -155-   rústico, y que nuestra despensa estuviera colgada de los árboles... No beber más que agua clara... Vestirse sencillamente, tan sencillamente que todo el guardarropa quedara reducido a un simple túnico talar... Nada de calzado, nada de sombrero, nada de esos horrores que llaman guantes, corbatas y alfileres... No gozar de más espectáculos que los del cielo y la vegetación; no oír más música que la de los pájaros; no ver más espejos que la corriente de los ríos; no tener idea de lo que es un coche, ni una tarjeta de visita, ni una esquela de invitación, ni una cuenta de modista... Desconocer la escritura y la lectura; y en cuanto a religión, celebrar la misa con una hoguera, un par de cánticos, un haz de flores, delante de los panoramas preciosísimos de la Naturaleza...!! Y en medio de esto, el amor, mucho amor, muchísimo amor; ella y yo siempre juntos, siempre solos, siempre jóvenes y nunca cansados de mirarnos y de querernos...

Creo que mis carcajadas se oían desde la calle. El delirio de Eloísa, que era el rebote del mío, me produjo una hilaridad tal, que ella se apresuró a taparme la boca, alarmada de mis gritos.

«Calla tonto... No escandalices.

No sé si lo soñé o lo pensé. Debí de quedarme dormido y ver a Eloísa en aquel pergenio rústico y salvaje, hecha una señora Eva, en el país del abanico más relamido que se podía imaginar.   -156-   Ella era feliz con su túnico, no sé si de verdes lampazos o de alguna tela inconsútil. No conocía la ambición, ni el lujo; era toda inocencia, salud, dicha. Sus diamantes eran las estrellas, sus galas las flores, sus espejos los lagos, su palacio la bóveda azul de los cielos... Pero un día la señora Eva alcanza a ver a un ser extraño y desconocido que se aparece en aquel delicioso rincón del mundo donde sólo habitamos ella y yo. Esta tercera persona es el demonio, la tentación, el elemento dramático que viene a emporcar nuestro idilio. No se ofrece a las miradas de la señora Eva en forma de serpiente, ni usa para perderla el ardid aquel de la manzana. ¡Quia! Es un viajero, un náufrago que acaba de arribar a aquellas playas, y para trastornar el seso a mi mujer, le muestra una sarta de cuentas de vidrio. Las ganas de adornarse con ellas desarrollan en su alma formidable apetito, y se conmueve, se ofusca, se vuelve toda nervios, pierde su ser inocente, como si dijéramos, la chaveta, y adiós idilio, adiós Naturaleza, adiós sencillez, adiós paz sabrosa, adiós festín de yerbas, adiós enaguas de hojas, adiós amor... Cae mi Eva en la tentación, se vende por las cuentas de vidrio, y el demonio carga con ella.





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Carrillo valía más que yo


Aquel hombre que me inspiraba una compasión profunda y un temor supersticioso, aquel Carrillo, amigo vendido, pariente vilipendiado, valía más que yo. Al menos así lo promulgaba a todas horas mi pensamiento en los soliloquios de su confusión constante. Idea fija era esto de mi inferioridad, y ni con sofismas ni con razones la podía echar de mí. Quizás yo me equivocaba, quizás las sombras de mi conducta me permitían ver en aquel desgraciado una luz que no tenía, o dicha luz era un simple fenómeno retiniano. Sí, yo era un ser negativo, un vago, una carga de la sociedad, mientras el otro parecíame una de las personas más útiles y laboriosas que se podían ver. Sobreponiéndose a sus dolencias, siempre estaba ocupado. No entré una vez en su despacho   -158-   que no le hallara trabajando, afanadísimo, poniendo su alma toda y su poca salud al servicio de una idea o de una institución. Dábase por entero a diversos objetos benéficos, políticos y morales, y su vehemencia era tal, que si la empleara en sus asuntos propios, habría sido el hombre modelo y la más perfecta encarnación del ciudadano y del jefe de familia.

Carrillo era presidente de una Sociedad formada para amparar niños desvalidos, recogerlos de la vía pública, y emanciparlos de la mendicidad y de la miseria. Tan a pechos había tomado su cargo, y tan humanitario ardor ponía en desempeñarlo, que a él se le debían los eficaces triunfos alcanzados por la Sociedad. Más de quinientas criaturas le debían pan y abrigo. Inocentes niñas se habían salvado de la prostitución; chiquillos graciosos habían sido curados de las precocidades del crimen al dar el primer paso en la senda que conduce al presidio. La Sociedad hacía ya mucho; pero su ilustre presidente aspiraba siempre a más. Todos los esfuerzos eran pocos en pro de los párvulos indigentes. No bastaba recogerlos en las calles; era preciso ir a buscarlos en los tugurios de la mendicidad emparentada con el crimen, y arrancarlos al poder de crueles padres que los martirizan o de infames madres postizas que los envilecen. Y Pepe, imprimiendo a esta caritativa obra impulso colosal, pasaba largas horas en su despacho   -159-   con el secretario, revisando notas, coordinando informes, extendiendo y firmando recibos de suscrición de socios, poniendo cartas al Cardenal, al Patriarca, a la infanta Isabel, al primer Ministro, a los presidentes del Ayuntamiento y de la Diputación para allegar el auxilio de todo lo valioso y útil. Ningún recurso se desperdiciaba, ninguna ocasión se perdía. A este trabajo titánico había que añadir el de organizar fiestas y funciones teatrales para aumentar los fondos de la Sociedad. ¡Qué laberinto y qué entrar y salir de empresarios y concertistas y cómicos! No se eximían de esta febril contradanza los poetas, a los cuales se les rogaba que leyeran versos; ni los oradores, a quienes se pedía óbolo de sus floreados discursos.

Mientras Carrillo empleaba en servicio de la humanidad su inteligencia, yo ¿qué hacía? Corromper la familia, abrir escuelas de escándalo y dar malos ejemplos. Aún podía llevar mucho más lejos la comparación siempre en perjuicio mío. Yo era diputado cunero, y no me cuidaba ni poco ni mucho de cumplir los deberes de mi cargo. Jamás hablaba en las Cortes, asistía poco a las sesiones, no formaba parte de ninguna comisión de importancia, no servía más que para sumarme con la mayoría en las ocasiones de apuro. Tenía nociones geográficas muy incompletas acerca de mi distrito, y hacía el mismo caso de mis electores que de los   -160-   negros de Angola. Ellos gruñían, escribíanme cartas llenas de quejas; pero yo las arrojaba a la cesta de los papeles rotos, diciendo: «a mí me ha hecho diputado el ministro de la Gobernación, nadie más. Vayan ustedes muy enhoramala». Francamente, el Congreso me parecía una comedia, y no tenía ganas de mezclarme en ella. En cambio, Pepe, que era senador, tomaba muy en serio su cargo, se debía al país, miraba a la patria con ojos paternales, considerándola como uno de aquellos infelices niños que la Sociedad recogía en las calles. Asistía puntualmente a la Cámara, y figuraba en muchas comisiones. Con frecuencia se levantaba de su banco, sin aliento, ahogándose, y pronunciaba pequeños discursos discretísimos, en pro de los intereses generales. La enseñanza primaria, la extinción de la langosta, la necesidad de dar salida a nuestros caldos, el establecimiento de gimnasios en los colegios, los bancos agrícolas, la supresión de la Lotería, de los toros y del cuarto del cartero, las cajas de previsión, la conducción de presos por ferrocarril, los talleres de los presidios y otras muchas reformas le tenían por órgano valiente, aunque asmático, en los rojos asientos del Senado. El Diario de las Sesiones estaba por aquella época salpicado de breves piezas oratorias en que se abogaba con entusiasmo por todas aquellas menudencias, por todos aquellos pasitos del progreso, que, realizados, habrían   -161-   equivalido a un salto grande hacia la cultura.

Era verdaderamente infatigable, pues además de esto, había fundado, con otros señores que no nombro, el periódico, órgano de un partidillo que se acababa de formar. Como el tal partido era muy tierno y recién cortado del tronco, necesitaba prolijos cuidados para aclimatarse, echar raíces y crecer. Y crecía, convocando bajo sus débiles ramas a muchos cesantes, a no pocos descontentos y a algunos que no están bien si no se separan de alguien. No sólo ayudaba Carrillo con su dinero al sostenimiento del diario, sino que escribía en él articulitos sanos y juiciosos, defendiendo siempre la buena fe en política, el respeto de la opinión, la sencillez administrativa, las economías, la moralidad, y5 sobre todo, la independencia electoral, raíz y fundamento de todo bien político.

Por fin, también llevaba Pepe su cooperación a las grandes campañas de caridad pública, y lo hacía con modestia, por impulsos del alma. Así, desde que ocurrían esas catástrofes que excitan profundamente el sentimiento general, ya se apresuraba él a organizar cuestaciones, a buscar auxilios por todos los medios que permiten los varios recursos de nuestra época. Volviendo a la comparación, repito que cualquiera que sea el valor que se dé a esta manera de practicar el bien, siempre resultaba el otro superior a mí. Mientras él empleaba tan bien y con tanto fruto   -162-   su tiempo, yo ¿qué hacía? Vivir alegremente, gozar de la vida, divertirme, gastar mi dinero sin socorrer a nadie, y otras cosas peores. Yo era un egoísta, mientras Carrillo tenía la manía del Otroísmo y consagraba toda su actividad al bien ajeno. Precisamente en la falta de egoísmo, que era su gran cualidad, estaba el quid del defecto que en parte oscurecía aquellas prendas eminentes, pues siempre se cuidaba mucho más de lo ajeno que de lo propio, y poniendo desmedida atención en la humanidad y en la patria, apartaba sus ojos de la familia y del gobierno de su casa. Dueña y directora de todo era Eloísa. Pepe ignoraba los detalles más importantes del régimen doméstico, y no daba jamás una disposición. Tanto celo fuera y tanta indolencia y descuido dentro eran indudablemente falta muy grande. Cuánto me complacía yo en considerarlo así no hay para qué decirlo. Aquella superioridad que me mortificaba no era quizás más que figuración mía, y el pobre Carrillo, al remontarse a lo que yo estimaba perfecciones, caía por tierra poniéndose al nivel mío, que era el de la vulgar muchedumbre.

Por su poca salud excitaba el tal la compasión de todos. Sus males se repetían y se complicaban, presentando cada año nuevos y temibles aspectos, ofreciendo como un campo clínico a los ensayos de la medicina. Para los médicos era ya, más que un enfermo, un tratado de Patología   -163-   interna escrito en lengua que no podían traducir. Los síntomas de hoy desmentían los de ayer, y los tratamientos variaban cada mes. Ya, suponiendo desórdenes en la nutrición se combatían en él los principios de una diabetes; ya, observando graves fenómenos cardíacos, se atacaba el mal en el terreno de la circulación. Declarose luego la nefritis, y más tarde vino a manifestarse la hemoptisis con lesión grave en el vértice del pulmón derecho. Cualquiera que la causa fuese, ello es que Pepe se desmejoraba de día en día. Su rostro era terroso, sus fuerzas inferiores a las de un niño, su voz cavernosa, las manos le temblaban, y se fatigaba extraordinariamente al andar. En él sólo tenía vigor el espíritu, siempre despierto, ágil y diligente en las varias faenas a que se entregaba. Bien podíamos creer que el mismo entusiasmo de que se poseía prestábale vida artificial, sosteniendo y enderezando su cansado organismo, como si lo embalsamaran en vida.

Fáltame contar lo más importante, lo más extraordinario y anómalo en el carácter de aquel hombre. Lo que voy a decir era una aberración moral, indefinible excepción de cuanto han instituido la Naturaleza y la Sociedad, pero tan cierto, tan evidente como es sol este que me alumbra. Carrillo me mostraba un afecto cordial. La confusión que esto producía en mis ideas no puede ser expresada por mí. No sé si agradecía   -164-   su estimación o si me repugnaba; no sé si me apoyaba en ella como una salvaguardia de mi falta, o si la maldecía como indigna de los dos, y como si a entrambos nos degradara de la misma manera.

Ignoro por qué me quería tanto Carrillo; qué motivos de simpatía encontró en mí. Algo debía de influir en ello la insistencia benévola con que yo acaloraba su manía anglo-política, refiriéndole anécdotas parlamentarias, describiéndole las sesiones de los Pares y Comunes, el local, las costumbres, la manera especial de discutir de aquella gente; hablándole de la peluca del speaker, del modo de votar, del familiar tono que usan, y haciéndole, por fin, semblanzas tan exactas como podía de lord Beaconsfield, Brigth y otros afamados oradores. ¡Cuántas veces, después de una crisis de dolores horribles, extenuado de fatiga, mas sin poder dormir, no tenía el infeliz otro consuelo que conversar conmigo de aquellas cosas tan de su gusto! Su mano en mi mano, sus ojos en mi cara, hacíame preguntas, y jamás se hartaba de mis respuestas. Yo hacía un gran sacrificio de tiempo y de humor por agradarle, y me estaba las horas muertas, charla que te charla, viéndome obligado a sacar algo de mi cabeza, pues la verdad se me iba agotando. ¡Cómo saboreaba él las preciosas noticias! El banquete del lord Corregidor fue de las cosas que le conté con todos sus pelos y señales, pues   -165-   tuve el honor de asistir al de 1877. Y después, ¡cuánto detalle! Gladstone, en la sesión de los Comunes, se sonaba con estrépito en un gran pañuelo de colores. Disraeli no cesaba de meterse pastillas en la boca. Parnell usaba siempre un gabán color de pasa y sombrero blanco de castor... Luego tirábamos a lo sublime. ¡Qué país aquel! ¡Y pensar que allí no había constitución escrita, en forma una y doctrinal, sino leyes sueltas y usajes, algunos del tiempo de los normandos! En cambio aquí salimos a constitución por barba, y somos casi salvajes, parlamentariamente hablando... Yo me cansaba al fin de tanto anglicanismo; pero él no, y me retenía con dulzura siempre que hacía propósito de marcharme.

Hablando con toda la verdad, diré que yo no deseaba su muerte. No sé lo que habría ocurrido si su existencia me hubiera ofrecido verdaderos obstáculos. Pero si no deseaba su muerte, contaba con ella, teníala por inevitable dentro de un plazo más o menos largo. Cuando Eloísa y yo, en el rodar vagabundo de nuestras conversaciones íntimas, nos encontrábamos enfrente de los males de Pepe, pasábamos, como sobre ascuas, sobre tema tan delicado. Inquietos ambos, nos evadíamos en busca de otro asunto, cada cual por su lado. Ninguno de los dos habló nunca de su muerte, aunque la considerábamos indudable. Y le compadecíamos con toda sinceridad por su sufrimiento, y si hubiera estado en   -166-   nuestra mano darle salud y robustez, quizás se la habríamos dado.

Pero la idea de la disolución del matrimonio por muerte del marido estaba fija en la mente de uno y otro, aunque ninguno de los dos lo declarase. Tal idea salía a relucir de improviso cuando hablábamos de alguna cosa completamente extraña a la dolencia de Carrillo. Más de una vez se le escaparon a Eloísa frases, en las cuales, refiriéndose a días venideros, iba envuelta la persuasión de ser para entonces mi mujer. Hablando una noche de reformas en la casa, se dejó decir: «Porque, mira, yo te podré hacer una gran habitación en el piso bajo, comunicándolo con el alto por medio de una magnífica escalera de nogal, como la que hay en casa de Fernán Núñez para bajar al cuarto del duque y a la famosa estufa.



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