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Lo que sabe el paladar. Diccionario de los alimentos de Nicaragua [Prólogo]

Sergio Ramírez





Nuestra tradición culinaria se creó a lo largo de la historia en los fogones rurales, en las cocinas de las haciendas y en los barrios y poblados donde dominaban los indígenas, negros y mulatos, y los mestizos pobres y, al mismo tiempo, en las cocinas de las familias principales, chapetones y criollos, donde hubo, desde el principio de la colonia, cocineros y cocineras africanos, esclavos y libertos, que llegaron desde la península con sus amos.

Pero a esas cocinas entraron también desde el principio las cocineras indígenas, dueñas de secretos ancestrales exclusivos de las mujeres, porque en la cultura aborigen los hombres nada tenían que ver con los fogones, ni con los mercados o tiangues, de donde eran expulsados por ley, al punto que aún hoy la palabra cuque, el anglicismo que designa al cocinero, evoca la masculinidad dudosa. Y así siguió siendo. Pablo Lévy, en sus Notas geográficas y económicas de la república de Nicaragua, dice: «La cocina se hace siempre por mujeres. Diremos en el artículo industria, lo que pensamos de su talento, así como de varias especialidades indígenas, en la confitería, la tocinería y la pastelería».

Las mujeres indígenas introdujeron en el gusto de los españoles claves desconocidas, nada menos que el uso del maíz maduro en sus infinitas variantes de preparación, y los elotes tiernos y los chilotes; la papa y la batata; los frijoles, los chiles y chiltomas; los ayotes, pipianes y chayotes; los aguacates, la vainilla, el tomate, desde entonces inseparable de la cebolla; el cacao, también desde entonces inseparable del azúcar y la leche, lo mismo que llegó a las mesas la inmensa variedad de frutas, para comerse al natural o en almíbares: piñas, papayas, jocotes, nancites, zapotes, nísperos, mameyes, guayabas, guabas, anonas y guanábanas, buenas también algunas para licores dulces.

Hubo, de entre los españoles, quienes traían buenos recuerdos en el paladar, porque desde antes eran gente de fortuna, y hubo los menesterosos que venían en busca de ella, y cuyos recuerdos se limitaban a las gachas de trigo, para las que encontraron su igual en los atoles de maíz; los escuálidos pucheros en los que campeaban los huesos descarnados, y los panes duros de morder. Tanto en la península, como en el resto de Europa, la manutención de los pobres se hallaba a abismos de distancia de la comida que se servía en las mesas principales, separadas las de arriba y las de abajo por valladares infranqueables: las especias orientales, de las que se abusaba para adobar las carnes y que valían como el oro, tanto como para haber inspirado la aventura de América; el azúcar cande, caro y raro, al punto de venderse en las farmacias; la carne de bueyes, carneros, cerdos y capones, escasa entre los desafortunados, que debían conformarse con vísceras, bofes, y alguna butifarra, como puede verse con creces en la literatura picaresca; y asimismo los huevos, la leche y la mantequilla. Es lo mismo que ocurría con el cacao, privilegio de las castas superiores indígenas en Mesoamérica, como lo fue luego en Europa tras el trasplante de su consumo.

Y los esclavos y libertos africanos trajeron consigo el gusto y la costumbre por los alimentos que dejaban atrás, como es el caso de los plátanos y guineos y la caña de azúcar, cultivos importados a Nicaragua por los colonizadores desde África y el Caribe, así como trajeron las formas de comer y preparar diversos tubérculos, y suyos son también los envoltorios de carnes en hojas de plátano, y los revoltijos.

Y aún otros que no conocían pero a los que se habituaron, como la leche agria, tan popular en Nicaragua, y que no existiría sin la llegada de las vacas lecheras desde Europa, pero que vino a ser una comida de esclavos en el sur de Estados Unidos, como puede leerse en la novela Pudd'nhead Wilson, de Mark Twain, donde se cuenta cómo la esclava Roxy, que intercambia a su hijo Tom con el hijo del amo, Chambers, para que Tom no crezca como esclavo, daba de comer al hijo propio lo mejor y más delicado, mientras que al otro le daba, entre otros alimentos despreciables, leche agria sin azúcar.

Sucesivas e incesantes etapas de ajuste, mezclas, pesos y contrapesos, se necesitan para conformar una cocina tradicional, y en ello influyen preferencias, disponibilidad de materiales, climas y cultivos, necesidades definidas por los tiempos de escasez o abundancia, y asimismo, cuándo no, las inmigraciones; y un proceso semejante pretende siempre lograr una cada vez mejor excelencia del gusto, aunque se trate de cocinas pobres. Los «toques personales» sólo sobreviven si son capaces de entrar en la cauda del gusto colectivo, aunque vengan de las cocinas de arriba. Es lo que ocurrió en Nicaragua.

Lo que identificamos como cocina nicaragüense es un híbrido de aleaciones incesantes, que vienen operándose desde antes de que los conquistadores pusieran pie en nuestro territorio, pues sabemos que este territorio fue siempre un sitio de encuentros, desde el norte y desde el sur del continente, lo mismo que desde las islas del Caribe; y ya había una cocina chorotega, y luego una náhuatl, y de ambas se dio una mezcla, y luego llegaron las influencias aztecas, traídas por el tráfico comercial desde el imperio, y estaban los arrastres de la cocina maya, y las formas de comer de los caribes, arawakas, taínos y demás, y las de las variadas tribus que emigraron desde el sur, como los chibchas, sólo para mencionar algunas.

Y siguió operándose el proceso de mezclas a partir de la conquista y la colonia, ya en nuevas aleaciones la cocina aborigen con lo que venía de España y África, y todos esos nuevos elementos, africanos y españoles, entraron a la costa del Pacífico por la puerta del Caribe, arrastrando consigo la cultura culinaria taína, igual que ocurrió con la lengua.

Es otro mito, por lo tanto, el que nuestra única cocina de acentos africanos sea la de la costa del Caribe, o costa Atlántica, como solemos decir, que tiene por sí misma su propia historia y sus propias especificidades, con aportes de los pueblos indígenas misquitos, sumos y ramas, y africanos, afrocaribeños insulares, como los garífunas y jamaiquinos, creoles, y europeos, sobre todo británicos. Y dada la incomunicación, tanto territorial como cultural entre ambas partes de Nicaragua, las influencias de la cocina del Caribe nicaragüense se trasegaron al Pacífico no sólo tarde, sino mal.

Los platos elaborados en base al aceite de coco, como el run-down, fueron tratados por largos años con reticencia, y otros, como el guabul -un batido de bananos fermentados- recibidos con repugnancia; mientras, al revés, ciertos platos del Pacífico, como la sopa de mondongo, los nacatamales y todos los que dependían de las carnes de cerdo y de res, se abrieron más fácilmente el camino contrario, llevados por la inmigración mestiza, cuando llegó a darse más numerosamente a finales del siglo diecinueve. Pero hubo siempre algún denominador común, como fue el de la carne de tortuga y sus huevos, abundante la tortuga en las dos costas, y en los lagos y lagunas, y los pescados de toda variedad, y los mariscos, lo mismo que las diversas maneras de preparar los plátanos y guineos.

De manera que, desde la colonia hasta finales del siglo diecinueve, los elementos claves de la cocina africana no entraron al Pacífico por el río Escondido, o por el río Grande de Matagalpa, o a lomo de mula por los escasos caminos de herradura, sino con los negros, a través del río San Juan y el Gran Lago, hacia el puerto de Granada, donde había un mercado de esclavos; y desde el estrecho de Magallanes y desde Lima, por El Realejo, donde había también un mercado de esclavos, lo mismo que lo había en El Viejo.

José Coronel Urtecho, refiriéndose al guiso de tortuga en su Elogio de la cocina nicaragüense, dice que «más mestizo que indígena, lo que el plato sugiere, sobre todo, es la influencia directa de cocineras mulatas en las haciendas próximas a los lagos y a sus ríos tributarios». Es una compleja preparación en cuya abundancia o exceso de componentes, que nunca pierden, sin embargo, su armonía, parece haber un horror vacui, el horror al vacío o a la desnudez, que caracteriza al arte barroco. La cocina se convirtió no pocas veces en una rama del barroco, como puede verse en nuestro ajiaco, donde el maíz, la hoja del quelite, el plátano maduro, la piña, los jocotes y la carne de chancho conviven en feliz aquelarre; pero esta generosidad tampoco está ausente de otros platos de origen indígena, donde el componente principal son los reptiles, iguanas y garrobos, que nunca se comen sin prendas y adornos, recados y salsas. Se cuecen o asan primero, luego de pelarlos, pero nunca van desnudos a la mesa, sino revestidos de todas esas galas, como si se quisiera ocultar todo rastro de su fealdad.

Uno de los elementos decisivos de la cultura alimenticia africana que ya mencionamos, y que entró como componente en la de Nicaragua, igual que en todo el Caribe, fue el plátano (Musa), familia a la que pertenecen el plátano macho (Musa paradisiaca), el banano (Musa cavendishii), palabra que proviene de una familia de lenguas a la que pertenecen el wolof y el mandingo, y el guineo (Musa sapientum), palabra que proviene de Guinea, nombre de ascendencia árabe con el que se designa a varios países africanos. Guinea es entre nosotros la cabeza o racimo de plátanos.

El plátano fue traído desde España por los conquistadores en 1516, y cuando llegaron las primeras partidas de esclavos se encontraron con un alimento familiar, en las variedades que llamamos comúnmente plátano, o plátano macho, y guineo (entre muchos de los que ahora hay: el guineo dominico, el de chancho, también llamado cuadrado, o de señorita; el rosa, el manzano, y el negro, excelente para vinagre), pues el banano propiamente tal, no se arraigó en Centroamérica sino a finales del siglo diecinueve, cuando surgieron los cultivos extensivos de la United Fruit Company.

Aprendimos a comer el plátano en diferentes formas: verde o maduro; asado en las brasas o cocido; frito en rodajas o tajadas, y entre todas esas formas como tostón -la rodaja de plátano sofrita, martajada y frita después-, nombre que recibe en recuerdo de una antigua moneda colonial acuñada en el siglo XVI, y en otras partes de América también patacón, en recuerdo de otra moneda colonial. El plátano alcanza su mejor expresión en el maduro en gloria, otro de nuestros platos barrocos de acentos dulces, donde ya maduro, y frito antes en rodajas, va al horno acompañado de queso, crema, y canela en rajas; y tiene su expresión más humilde, pero no menos suculenta en el peoresnada, cuando la borona de los plátanos fritos en la manteca, que sueltan los chicharrones, se junta ya por último en el plan del caldero con la propia borona que queda de los mismos chicharrones. En la República Dominicana y Puerto Rico, un plato típicamente africano, preparado en base a plátanos verdes molidos, y revueltos con chicharrones también molidos, es el mofongo, derivado de la cocina cocola.

La yuca, originaria del Caribe, de nombre taíno, ya la cultivaban los pueblos indígenas misquitos en alguna variedad, y aun la menciona Oviedo, como alimento de las poblaciones del Pacífico: «y allí en Nicaragua hay más cuidado en cuanto a esto de la agricultura que en parte de cuantas yo he estado en las Indias, así de maíz como de algodón, o de yuca, o de cualquier otro mantenimiento...». Pero fue rápidamente adoptada por los inmigrantes africanos, acostumbrados a comer otros tubérculos similares, como la malanga y el ñame, y el gusto por ella se volvió tan emblemático en el país como el gusto por el plátano, muchas también las variedades de preparar la yuca, cocida y frita, e ingrediente esencial de la carne en vaho y el vigorón, y de las sopas de res y de mondongo, así como de los buñuelos, cuando la masa de yuca, revuelta con queso seco rayado y frita, tradicionalmente con manteca de cerdo, se baña luego en tenue miel de dulce de rapadura, adornada con rajas de canela. Herencia de la tradición culinaria árabe peninsular los buñuelos, la yuca los volvió un híbrido con lo africano.

La llegada de buena parte de las partidas de esclavos al Caribe se debió a la extensión de los cultivos de caña de azúcar, traída a Nicaragua por los colonizadores españoles en el siglo dieciséis. Se molía en trapiches movidos por tracción animal, de donde resultaba el caldo llamado guarapo -voz africana del kikongo, que significa bebida fermentada; o que bien puede provenir del quechua waru, donde tiene el mismo significado-, una bebida en sí misma y base para el dulce de panela, y para el aguardiente llamado comúnmente guaro, palabra derivada del mismo guarapo.

El guarapo era una bebida común entre los esclavos negros en la República Dominicana. En el Perú, durante la colonia, la bebida favorita de los negros y en particular de los bozales fue el guarapo... y se distinguían dos clases: el «guarapito dulce», destinado al bello sexo negro, y el «achichadito», que por más vigoroso era preferido por el sexo fuerte del mismo color... En la declaración del alcalde de Cartagena acerca del proceso de beatificación de San Pedro Claver, se dice: «era el año de 1652, había una tienda de una viuda donde se vendía cierta bebida llamada guarapo. Fui con Manuel López, encontramos gran concurso de negros en la tal tienda...».

El dulce de panela o rapadura, o raspadura, que en Nicaragua se presentaba para el expendio en atados de dos tapas, envueltos en hojas secas de chagüite, pasó a ser de uso común en la colonia, para endulzar alimentos y bebidas, algo que sólo se hacía en tiempos prehispánicos con la miel de abejas, y que hoy se ha dejado al azúcar sulfatado. Y del dulce de panela derretido vino a resultar la miel para bañar los buñuelos, lo mismo que los bienmesabes, golosina tradicional de las fiestas de la Purísima, que se hace de pequeñas rajas de plátano verde frito, atadas con la misma miel, sólo que esta vez muy gorda, una delicia surgida del ayuntamiento de los platanares, los trapiches, y la manteca de cerdo.

Envolver en hojas es una típica operación de la cocina aborigen, y también de la cocina de esclavos, y las muchas variedades de tamales, propios de Mesoamérica, adoptaron pronto las hojas de la mata de plátano para el envoltorio, aunque se siguió usando la tuza del maíz para algunos de ellos, como los yoltamales y montucas nuestros. En el África subsahariana el kwanga es un pan de yuca, que se cuece en hojas de plátano, y de la misma manera se cocinan al vapor, o se asan, carnes y pescados, como la ajomba de carne del África central.

Una receta para la ajomba indica los pasos para hacer el envoltorio una vez puesta la carne en las hojas: «pliegue las hojas de plátano haciendo un paquete de dos o tres capas de espesor y átelo con una cuerda fina. Cueza al vapor los paquetes, o áselos a la parrilla, o en el horno. Después de aproximadamente una hora abra cuidadosamente el paquete y compruebe que la carne está hecha. Si aún no está hecha, cierre el paquete y continúe cociéndolo».

De modo que de allí nace el procedimiento para preparar nuestra insuperable carne en vaho, otro de los platos insignia de la cocina nicaragüense, la cecina cocida en el vaho o vapor del agua, que se pone en la olla, dentro de la que va el envoltorio de hojas de plátano sobre un soporte o cama de rajas de madera, y en ese envoltorio se colocan en pedazos las yucas peladas, los plátanos verdes, y los plátanos maduros con todo y su cáscara y, por fin, las tiras de cecina, saladas y secadas antes al sol, con todo su acompañamiento de tomate, ajo y cebolla. Si el componente esencial es, como vemos, la cecina, producto de la hacienda ganadera colonial, el envoltorio, y el plátano verde y maduro, que acompañan a la carne, son de gusto africano, mientras la yuca viene a ser compartida con el gusto indígena.

En Venezuela es costumbre utilizar hojas de plátano como envoltorio de las hallacas (plato navideño compuesto con masa de maíz, y que lleva carne, pimientos morrones, cebollas, encurtidos, alcaparras, aceitunas y almendras, con lo que viene a parecerse al nacatamal); la misma hoja se usa como envoltorios de los pescados, que son cocidos directamente al fuego, y también de la cuajada, de leche, usos todos ellos que son también propios de Nicaragua.

No es gratuito, por otro lado, el íntimo parentesco que existe entre la carne en vaho y el run-down, típico de la cocina de la costa del Caribe nicaragüense, sólo que en este caso la carne de res puede sustituirse con pescado, o carne de tortuga, y no falta, como elemento esencial en su composición, el aceite de coco.

El revoltijo es otra operación típica de la cocina de esclavos, cuando iban a dar a la olla toda clase de ingredientes, como en la feijoada, o frijolada brasileña, y que vino a asentarse entre nosotros en la dichosa costumbre de revolver los frijoles, aborígenes, con el arroz, traído del Asia, de lo que resultó el gallopinto, al que en ocasiones se agregan carnes deshilachadas, todo como sobrantes amanecidos, vueltos a freír, y que por supuesto es un plato general a Centroamérica y el Caribe, donde llega a recibir otros nombres, moros y cristianos, por ejemplo, o congrí en Cuba, aunque solamos ponerlo, con enconado ardor, como exclusivo de la cocina nicaragüense, de la que sí lo es el que se prepara con frijoles rojos, variedad que viene de nuestra herencia genética agrícola precolombina, y que también se comen fritos, molidos, cocidos o en bala, como relleno de tamales, y en la célebre sopa de frijoles con huevos de gallina y espolvoreada de queso, o aun como postre, en el anté de frijol.

Se ponía todo junto en el revoltijo, porque en los campamentos de esclavos había que coger de la olla con la mano, o con una cuchara elemental, una olla de la que debían comer muchos a la vez. E. G. Squier, en Nicaragua, sus gentes y paisajes, nos hace una descripción del revoltijo que los marineros del Gran Lago, entre los que había sin duda mestizos, zambos y mulatos, solían comer en 1850:

Los bongos, al salir de Granada, llevan a bordo una buena provisión de plátanos verdes que los marineros desgajan de la cabeza y los encordelan en la proa; eso constituye su principal sustento. Para su inmediato consumo llevan también unos cuantos maduros. Además de esto se abastecen de carne, que cortan en tasajos y ponen a secar al sol. Agregan unas botellas de manteca y un saco de arroz, y ya tienen sus víveres para el viaje. Su arte culinario es muy sencillo. Clavan unas estacas en el suelo para suspender la olla en la que ponen antes un poco de manteca; enseguida echan una camada de tajadas de plátano verde, descascarado; luego, otra de trocitos de carne, un guacal de arroz, un poco de sal, y así hasta llenarla... cuando el mejunje de la olla está listo, cada quien llena su guacal, y con sus propios dedos, o con una cuchara de nuez de coco, despacha en sosiego su merienda. Por el sospechoso olor que despide el tasajo, una sola vez me atreví a probar el contenido de la olla. Debo decir, en honor a la cuchara de los marineros, que el plato no tenía mal sabor. El cocinero mantiene siempre la olla medio llena, y los hombres se sirven a su antojo...



Fue también en los fogones y en las cocinas pobres de Nicaragua, sobre todo, donde se encontraron la carne, el tocino y la manteca de cerdo de la península, con la masa de maíz, el achiote y el tomate de los aborígenes, y con las hojas de plátano de los africanos, para darnos el nacatamal, de orígenes precolombinos, al que se vendrían agregando después, desde ultramar, el arroz, las uvas pasas, las ciruelas pasas, las aceitunas y las alcaparras en salmuera, para volverlo lo que es, una creación otra vez verdaderamente barroca de distintas concurrencias, pero de origen indígena. El chancho desplazó en el nacatamal original a las otras carnes aborígenes -venado, chompipe, tepezcuintle, garrobo-, aunque aún puede encontrarse, como rareza, quien los haga con alguna de ellas, animales en su mayoría en extinción; y está también la cecina, que entra en lugar del chancho en el envoltorio, caso de las tamugas de Masatepe.

Al encontrarse y mezclarse las tres maneras de cocinar y de comer, el componente español era el más elaborado, y el que ofrecía, por tanto, mayores complejidades, aún en sus estratos pobres. Es la única de las tres cocinas donde, para empezar, los alimentos se freían. Pero no por más compleja dejó la cocina española de ser permeable -como ocurrió en la propia península, y en general en Europa- a la rápida adopción del maíz, el cacao, el tomate, los ayotes, la vainilla, la piña y la papa, que al entrar ésta última, aunque tarde, en la alimentación básica, ayudó a atemperar las hambrunas, y su cultivo probó con ventaja su resistencia a los duros inviernos.

No olvidemos, por otra parte, que Nicaragua fue a lo largo de la colonia una provincia despoblada, bastante aislada y olvidada; que el contingente principal de población española, andaluces, extremeños, y castellanos, se asentó en las primeras décadas de la colonización, sin que hubiera migraciones posteriores importantes, y que entre ellos faltaron casi siempre catalanes, vascos y gallegos, dueños de cocinas regionales excelsas. En otros países, en cambio, se dieron inmigraciones constantes desde las distintas regiones de la península, como es el caso de Costa Rica y, sobre todo, de Cuba, donde también siguieron llegando los esclavos africanos hasta entrado el siglo diecinueve, lo que no dio, sin embargo, en ambos casos, una cocina superior en riqueza a la nicaragüense.

En este sentido, estamos hablando de una herencia peninsular que fue fundacional, y fija, y que dejó por fuera dos de sus elementos claves: el aceite de oliva y el vino -y por tanto los olivares y los viñedos-, pero participó con otros elementos básicos desde el comienzo: el ganado vacuno, los chanchos, las aves de corral y los huevos, la harina, aunque la siembra del trigo no prosperara, la cebolla y el ajo, y poco más tarde, cultivos asiáticos y africanos, traídos por los propios colonizadores, como el arroz, la caña de azúcar y el plátano, de los que ya hablamos. Es por eso de la falta de inmigraciones posteriores, seguramente, que no recibimos ya la tortilla española, que apareció en la península tras la llegada de la papa desde América, dispuesta a juntarse con los huevos de gallina batidos.

España aportó la novedad de freír, como mencionamos, un arte desconocido por los aborígenes y por los esclavos africanos, y que tan excesivo sigue siendo en nuestras costumbres. Ausentes los olivares de nuestro paisaje, el aceite de oliva fue siempre en Nicaragua un producto colonial de importación, caro además, por lo que tampoco se creó la costumbre de aderezar las ensaladas, ya no se diga de comerlas; de manera que la fritura se hizo desde el principio con la voluptuosa manteca de cerdo, cotidiana extravagancia que comunicaba un toque de sabor único a todo lo que caía en la cazuela. Maldecida ahora por dañina, no fue expulsada de las cocinas sino a mediados del siglo veinte, con la llegada del cultivo del algodón, que trajo como subproducto el aceite sacado de la semilla, y fabricado de manera industrial.

En la cocina nicaragüense entró la manteca con soberanía, y todo pasó a freírse. Los plátanos verdes y maduros; toda clase de tubérculos y verduras, desde la yuca y la papa, al chayote, las chancletas, y al pipián, los pescozones -difícil de imaginar con frutos tan acuosos como estos dos-, además de la propia carne de cerdo y el tocino, los bistecs de carne de res y las piezas de la gallina. Otras carnes, que ya estaban en la dieta aborigen, pasaron también al reino de la manteca: las aves y las carnes de monte, y los pescados, que se comían en gran variedad a la llegada de los españoles, al menos en los asentamientos costeros. Así lo recuerda Gonzalo Fernández de Oviedo en Historia general y natural de las islas y tierra-firme del mar océano, al hablar de la mesa servida al cacique de Tesoatega, hoy El Viejo, en Chinandega:

Vino una sola india y trajo una cazuela de barro de tres pies llena de pescado, y una higuera con bollos de maíz y otra con agua... y así como él fue sentado, volvió la misma india y diole aguamanos, y lavose las manos y la cara y comió de su espacio. Y así como el cacique comenzó a comer, trajeron de comer a los principales otras indias, pescado asimismo, y sentáronse a comer los más de ellos juntos...



La manteca y el maíz se encontraron, una de tantas veces, en la coraza de pinol con que se fríen tanto los pescados mareños como los de agua dulce: guabinas, mojarras, guapotes, el singular pescado sin espinas, o pescado a la Tipitapa, al que se extrae, con precisión quirúrgica, el espinazo, y luego es frito en pinol, y cubierto con la salsa de cebollas y tomates prehispánicos martajados en el metate, nuestra piedra de moler.

Eran sabios los aborígenes en el uso de las salsas, en las que luego entró la manteca: moles, pinoles, pebres o recados destinados a carnes de monte, aves, pescados y reptiles, salsas en las que no faltaba el tomate, las chiltomas, el cacao y el chile, de los que siempre hubo variedad en Nicaragua. Otras se formaban en base al maíz quebrado y molido en el metate, como las del pinol de iguana y el pinol de venado, que toman íntimo parentesco con los pebres, como el pebre de iguana y el pebre de tortuga, para no hablar del frecuente guacamol, hecho en base de aguacates.

Y por fin, una síntesis de variada invención en el uso de la manteca es la fritanga callejera, que se vende al descampado en parques, plazas, aceras, entradas de las estaciones de policía, juzgados y oficinas públicas, escuelas y universidades, cines, galleras, circos y maromas, y otros espectáculos, y que ha desbordado su nombre de fritanga aun a lo que no va frito, tal como la describe don Alberto Vogl en Nicaragua con amor y humor:

En hornillas de carbón, sobre clásicos tenamastes hacen sus fritangas. Riquísimas tajadas de maduro, de verde; costillitas fritas de chancho, gallinas guisadas, carne enchorizada, frijolitos de rechupete, arroz reventado, guisos de pipián, de chayote, sopa, chorizo con huevo, carne asada, bajo (vaho), pescado, buñuelos, tortillas que se mantienen calientitas envueltas, pinolillo, café, chibola. Y para quien tenga caprichitos, en alguna parte hay cusuco, venado, huevos de Paslama, conchas, iguana, y por supuesto nacatamales, mondongo y moronga, todo de exquisito sabor y bien cocinado... Y donde no falta tampoco el queso frito, que se come con las tajadas de plátano y una corona de ensalada de repollo y tomate en vinagre, y pequeños pero eficaces chiles congos; los chicharrones y los fritos de chancho, el chancho colorado con yuca, teñido por el achiote, los chorizos achiotados, el vigorón, las empanadas de maduro, las enchiladas, las repochetas, los tostones, las chancletas y los pescozones...



La costumbre de comer en la calle y a toda hora tiene que ver seguramente con los tiangues, nuestros mercados aborígenes, establecidos al aire libre en las plazas; y esa costumbre de la comida callejera, de donde proviene la fritanga, ya era imbatible en la segunda mitad del siglo diecinueve, como lo atestigua Lévy:

La alimentación de la clase pobre presenta tres particularidades funestas en cuanto a la higiene, y que influyen tan poderosamente sobre el aumento regular de la población, y por consecuencia sobre la prosperidad del país, que deberían llamar seriamente la atención de la administración. La primera es la IRREGULARIDAD en el régimen: el pueblo nicaragüense come a toda hora, y cualquier cosa que se obsequia entre los tiempos acostumbrados se acepta y come tranquilamente; hay también mucha irregularidad en la cantidad de materia alimenticia absorbida en cada tiempo. La segunda particularidad se refiere a la CALIDAD de los alimentos: el plátano, los frijoles, y el queso, que son la base de la alimentación del pueblo, son alimentos dañinos cuando se comen exclusivamente, y de todos modos son poco nutritivos... En cuanto a la última particularidad, se refiere a La CANTIDAD, que es del todo insuficiente.



Para su criterio de visitante europeo, la higiene alimenticia sufría con esta costumbre del desorden, y, como se ve, la identifica con la clase pobre; pero también nos dice que «un carácter particular de la administración interior de las familias pobres es de no tener provisiones; todos los días se compra lo necesario para comer, por pequeñas fracciones. Cantidad de mujeres, demasiado pobres para tener criadas, y, sin embargo, bastante orgullosas o perezosas para cocinar, no solamente viven así, comprando día por día lo necesario para vivir, sino que también mandan a comprar los alimentos ya preparados, para ellas y su familia. Eso es tan frecuente, que ha resultado un comercio especial y considerable, y las "pulperías" venden por pequeñas fracciones, no solamente los comestibles crudos de toda clase, sino también los cocidos».

Surtirse a diario en los mercados o en las pulperías tiene que ver con la escasez del ingreso, como Lévy lo reconoce, y es una costumbre impuesta por la necesidad que sigue vigente, junto con la de fiar, para cuando llegue la mesada o el salario, como aún sigue vigente el comprar alimentos ya preparados, tal es el caso de los frijoles cocidos; o cuando se trata de personas mayores o solas, el plato de comida diario, de donde viene la expresión «cuidar», suministrar alimentos bajo paga.

Pero también nos dice cómo comían las familias que gozaban de alguna holgura para sentarse a la mesa: «Los caracteres generales de la alimentación nicaragüense son la sobriedad y la uniformidad», explica; «la cocina tiene por base universal la manteca de cerdo, y, en fin, salvo la gente más pobre, se come generalmente sentado a una mesa cubierta de un mantel; pero el uso de la servilleta es muy poco conocido. Hay algunas irregularidades en el uso de la cuchara, del tenedor y del cuchillo; sin embargo, sólo la gente muy común come con las manos. Un gran número de personas ha aprendido de los americanos del Norte la costumbre de llevar los alimentos a la boca con la punta de cuchillo. Muchos comen sin beber, y, sólo, después de comida, beben agua; otros beben chocolate o café».

Y en una nota de pie agrega que «esos datos son esenciales, aunque pueriles en apariencia. En varios puntos de la América Española, en México, por ejemplo, un gran número de familias, aunque muy acomodadas, comen en el suelo, en un petate, y con los dedos. Hay interés en que se sepa en el exterior que Nicaragua, bajo este concepto, lleva la delantera a muchas de sus hermanas».

¿Qué se comía habitualmente entonces? Carne de res, sobre todo, ya sabemos. «No hay otra carne que la de buey adulto o la de cerdo, y muy pocas hortalizas», dice, una costumbre que sigue perseverando. «El pescado no es tan común como pudiera creerse al considerar las disposiciones hidrográficas del territorio. Casi nunca se encuentra caza menuda; con excepción del venado, que se come frecuentemente. La mala calidad del vinagre y de los aceites preparados en el país, impide la fabricación de las conservas que los tienen por base, y, en cuanto a los condimentos, se reduce casi únicamente a los encurtidos, las aceitunas y las sardinas. El pimiento llamado "chile", y de un uso tan abusivo en los demás países de la América Española, es casi enteramente desatendido en Nicaragua; en cambio se emplea en la cocina indígena un condimento inesperado: el "achiote"».

El achiote, esencial en tantos platos, empezando por el arroz, el chancho colorado, y los embutidos. Desde la llegada del cerdo a Nicaragua las mujeres, indígenas y mulatas, aprendieron a preparar los chorizos, que son parte del reino de la fritanga, la carne de cerdo molida, rica en achiote y otras especias, aticuñada dentro de tripas de res lavadas hasta volverse transparentes, y una vez rellenas, amarradas en globos con mecate de plátano, para comerse enteros, fritos o asados, o reventados, revueltos con huevos de gallina; y las morongas, nombre africano que vino a recibir la tradicional morcilla peninsular hecha con la sangre del mismo cerdo, adobada y condimentada, «morongas o morcillas en nada indignas de sus antecesoras españolas, sino más bien en cierto modo superiores, combinadas con la telilla del mismo cerdo y con granos de arroz, que le dan consistencia y mejoran su gusto...», como escribe Coronel Urtecho.

Ya que el vino quedó relegado a la consagración en las misas, y a unas pocas mesas de familias que podían pagarse el lujo de su importación desde España, fue repuesto por la aspereza del guaro sacado de la caña de azúcar, el guaro lija o guarón, que raspa el galillo, protegido como estanco fiscal, y que quitó su lugar preferente en las festividades y borracheras de tiempos aborígenes a la chicha de maíz, «una chicha o vino que ellos hacen de maíz muy fuerte y algo ácida, que en la color parece caldo de gallina, cuando en él se deshacen una o dos yemas de huevos...», como recuerda Oviedo; la chicha que se queda hoy las más de las veces en refresco, poco fermentada, salvo cuando asciende a la categoría de cususa, el aguardiente de destilación clandestina, siempre perseguido por el fisco, y hay una cususa fabricada en Camoapa que alcanza un nombre soberbio: Morir soñando.

El Obispo Vílchez y Cabrera quiso prohibir en tiempos de la colonia los fandangos y zarabandas de mulatos no sólo por la lascivia descarada de los bailes, sino por la prodigalidad con que se bebía el «aguardiente que llaman de la tierra y que, o lo fabrican en sus casas o lo compran en el estanco por ocho reales el frasco cuan más caro». Si lo fabricaban en sus casas, era cususa. Si lo compraban en los estancos era guaro lija. Pero ambos llevaban a que el machete, un instrumento de trabajo de las faenas agrícolas, principalmente del corte de la caña, se usara como arma en los pleitos de borrachos: «el que bebe guaro mata con machete», recuerda Coronel Urtecho la sentencia del periodista Gabry Rivas.

Los bastimentos fundamentales de nuestra mesa siguen siendo: la tortilla de maíz (aborigen), el plátano asado en las brasas o cocido (africano), y el pan de harina de trigo (español), y se usan de manera indistinta en cualquiera de los tiempos de comida; la tortilla, tradicionalmente grande, del tamaño del comal en que se asa -la tortilla comalera- sirve de plato sobre la que se suelen poner los frijoles o la carne, un plato comestible, o cuando forma capa se abre para rellenarla, y sirve también para rebañar, igual que sirven para lo mismo el pan o el plátano.

De maíz, manteca y sal, se hacía el totoposte, bastimento del soldado campesino en las crónicas guerras civiles, que podía durar meses en el salbeque sin descomponerse, y que no pocas veces se quedaba como la única provisión de boca. Pero el maíz extiende su uso mucho más allá de su papel de bastimento, para entrar como componente esencial en más de trescientos platos que se describen en este diccionario: elotes cocidos y asados; chilotes al natural y en salmuera; nacatamales, yoltamales, tamales simples, buenos también como bastimento, y tamales rellenos de dulce de rapadura o de frijol; las salsas que ya dijimos: moles, recados, y pinoles, como el excelso pinol de tortuga; las sopas, como la de sardinas y la de rosquillas; refrescos, como el tiste, el chingue y el posol; bebidas calientes, como el tibio, o el pinol, que puede tomarse frío también; atoles dulces, como el chilate; bebidas fermentadas o chichas, aguardientes, como la cususa; panes, como las rosquillas y la cosa de horno; tortas, como el marquesote y el perrerreque, y dulces, como los nuéganos y los alfajores.

El plátano, ya vimos, bajo su propio nombre, y los de guineo y banano, no se queda tampoco en bastimento, múltiples como son sus formas de comerlo. Y aunque Nicaragua no logró ser nunca productora de trigo, como ya se dijo, el consumo del pan entró de lleno en las costumbres del país en su mejor representación, que es la del pan francés, un bollo rematado en dos puntas que acompaña el desayuno, o los pequeños bollos pegados en teclado uno junto al otro; y sus variedades, tanto dulces como saladas, se multiplicaron en los hornos artesanos, donde también se doraban los variados panes de maíz, que llamamos cosa de horno.

En el vigorón, otro de nuestros platos de enseñar, campea la yuca caribeña debajo del chicharrón de cerdo peninsular, puesto todo sobre hoja de plátano, y adornado con la sencilla y gustosa ensalada de tomate, repollo, mimbros y vinagre, mejor si de guineo negro, más los chiles congos enteros. Chale Mántica coincide en que el vigorón se inicia como comida de esclavos.

Mondongo es una palabra africana, del idioma kikongo kongo, aunque el Diccionario de la Real Academia la hace provenir de mondejo, que a su vez vendría de bandujo, tripa o panza. Miriam Gomes, en su estudio La influencia africana en la cultura argentina, señala al mondongo entre los aportes culinarios esenciales de los esclavos africanos, y nuestra sopa de mondongo, con variantes, la hallamos también en Perú, Colombia, Venezuela, Honduras y Costa Rica, donde se prepara en la misma forma que en Nicaragua. En la sopa de mondongo entra la panza de res, nunca suficientemente lavada, lo que la hace más merecedora, junto con el ayote, chayotes, quequisques y pipianes indígenas, más la yuca caribeña, el plátano africano y el repollo europeo.

Casi los mismos componentes vegetales de la sopa de mondongo se repiten en las distintas variedades de la sopa de carne o sopa de olla, clara herencia del puchero y el cocido español, y de la carn d'olla catalana, herencia favorecida por la abundancia de reses en un país que desde la colonia fue esencialmente ganadero, lo que hizo posible la preeminencia de la carne en vaho, el mondongo ya dicho, los tasajos asados en espeque de metal, que chorrean la grasa sobre las brasas, los lomos y lomitos, el lomo de costilla, el lomo relleno, y los bistecs adobados, la carne desmenuzada y enchorizada, la mano de piedra y los salpicones, que acompañan por aparte las sopas de carne y que dan a nuestra cocina su carácter fundamentalmente carnívoro.

La sopa de res se tiñe con el hervor de diferentes clases de carnes, o carnes de sopa, entre ellas las que tienen hueso, como el hueso plano del chombón y el hueso de la aguja, que lleva adherencias de carne; la cecina, la orilla de costilla, la posta, y el pecho, porque éste último agrega lo que la sopa quiere de grasa o gordura, sancochadas antes en ajos, chiltoma y cebolla, y que reciben por compañía todos los frutos de la tierra nicaragüense, una cuenta de agregados vegetales que no puede responder a ninguna ortodoxia y que depende de la estación, del territorio, y del gusto de quien cocina. Entre carnes, tubérculos y otras verduras, la sopa de carne puede llegar a tener treinta componentes, una lista generosa en la que no faltan: plátanos verdes y maduros, yuca, repollo, quequisque, elotes y chilotes, ayote, chayotes, papas, pipianes, jocotes, mimbros, semillas de guaba, y además cebolla, chiltoma, tomates, y el culantro, la yerbabuena y el apio, y, por último, cuando el hervor saca ya todos los aromas, van la sal y el jugo de la naranja agria. Un platito al lado del plato sopero, que tenga chiles congos martajados con cebolla y algo de vinagre, o, mejor, el mágico chilero, hará que los sabores se unten en la boca.

Y entre los dulces, como muestra, esa suntuosa delicia que es el curbasá, palabra de misteriosa etimología que aun ni los más «cabeceños» entre nuestros filólogos se han atrevido a explicar. Propio del tiempo de Cuaresma, cuando están de cosechas nuestras frutas de verano, da prueba de la más refinada imaginación culinaria. En él se juntan diferentes almíbares preparados de antemano: mango, jocote, tomate, papaya verde, mamey, marañón, grosella, a los que se suelen agregar nancites encurtidos, tamarindo y hojas de higo, sin faltar la canela en rajas y el clavo de olor. Sabia mezcla de sabores, unos de apacible dulzura, otros ácidos, cada fruta con su gusto y su color, oscurecidas por el dulce de rapadura, o gratas a la vista en sus resplandores ambarinos y dorados, cuando llevan azúcar blanco.

El curbasá tiene dos vertientes, una peninsular, la otra africana. Un antecedente directo del curbasá en la cocina colonial se muestra en el Libro de cocina de Guatemala de 1844, donde se anotan las recetas de «almíbares que no se desaguan, y almíbares que desaguan». Los almíbares que no se desaguan están compuestos de: duraznos, manzanas, tomates, higos, piña, albérchigas, sandía, melón, calabacetes, granadillas, guanábanas, camote, y otras frutas semejantes, previamente sancochadas y puestas a cocinar en azúcar hasta el «punto de arruga», con rajas de canela.

Los almíbares que se desaguan llevan naranjas, limones, sidras, limas y otras frutas de igual calidad, a las que después de sancochadas se les quita el amargo. Luego se cuecen en azúcar clarificado, en la misma proporción que en el almíbar anterior, también «hasta el punto de arruga, y cuando ya están caladas se les pone rajas de canela».

Pero también en la cocina africana de la costa del Caribe de Colombia existe un almíbar de temporada de semana santa, muy parecido, que se llama calandraca, o mongo-mongo, nombre este último de una de las cuatro grandes tribus africanas junto con los bantú, los congos y los azande, que habitan principalmente en Zaire. Está compuesto con mangos, plátanos maduros, batatas, piñas, guayabas, tomates, mameyes, cocos; la miel es de dulce de rapadura, y lleva canela, clavo de olor, anís y pimienta dulce.

De la cocina nicaragüense, como de cualquier otra, no se puede hablar en pasado, porque es una tradición que se mueve y varía, sujeta a la permanente mutación de la invención, de las influencias externas, de las inmigraciones, como la china o la italiana en Nicaragua, y de los éxodos y exilios. Por esto último es que hay una cocina nicaragüense que se hace fuera de nuestras fronteras, la cocina de la nostalgia.

Y allá en el extranjero, mientras la tradición de alguna manera se congela, porque desde lejos los ojos siguen viendo lo que dentro del país a lo mejor ya se ha perdido, al mismo tiempo esa tradición está sujeta a una innovación más dinámica, adaptándose, igual que la lengua, a las variantes del medio local, empezando por los ingredientes. Suplencias, modificaciones, y aportes, como el postre Tres leches, o la sopa Siete mares, en la que entra toda clase de pescados y mariscos. Abundante es la muestra de sitios de cocina y recetarios de nicaragüenses en el exterior, sobre todo, residentes en los Estados Unidos, que se pueden encontrar en la red.

Pero la cocina que se hace dentro de Nicaragua varía también, porque se moderniza, y por desgracia también se empobrece. No pocos de los platos de nuestra tradición culinaria han desaparecido, o se encuentran en franco proceso de extinción. En muchos sentidos, este diccionario pretende rescatar esa parte esencial de nuestra cultura que está cayendo en el olvido, pues un plato que se deja de cocinar por largo tiempo es un plato extinto. Las causas son variadas, y no todo va por cuenta de la importación de los modos de comer extranjeros, principalmente la cultura del fast-food de los Estados Unidos.

En primer lugar, por efecto de los tiempos, y de los cambios en la sociedad, la cocina tradicional va perdiendo esa calidad artesanal que le es esencial. Muchos de sus platos son tequiosos de elaborar, y necesitan de habilidad, tiempo y paciencia, con lo que se quedan en un reducto que ya no pertenece a la vida diaria y común, y las cocineras que dominan el arte de elaborarlos van quedando reducidas a unas pocas. Y los ingredientes resultan caros, además de escasos.

La escasez de los componentes depende de diversas causas, la más importante de ellas su desaparición, como es el caso de la piñuela, que antes se usaba para cercos en las propiedades rurales y hoy casi no existe, y cuyo fruto ácido su usa para preparar el motasatol, un dulce que lleva además plátano molido. O el pinol de venado, desde luego que los venados, junto con muchos otros animales de monte -cusucos, guardatinajas, guatusas-, se van extinguiendo sin remedio; antes había venados aun en las faldas del volcán Santiago, según recuerdos de mi infancia, cuando los cazadores llegaban a la tienda de mi padre a comprar pilas para sus lámparas de cabezas, y tiros 22 para sus rifles Winchester. O los huevos de paslama, sujetos a una justa veda, y cuando prosperan las campañas de protección del desove y reproducción de las tortugas.

Una herencia diversa, como se ve, y no menos sustanciosa que diversa. La cocina es un asunto del paladar, pero también del olfato y del ojo, con lo que se vuelve una fiesta de los sentidos. «Dime lo que comes y te diré quién eres», afirma Brillat-Savarin en su Fisiología del gusto. Si queremos saber quiénes somos, tenemos que saber lo que comemos. Y de dónde viene lo que comemos, quiénes comieron antes que nosotros. Cómo comieron, y cómo juntaron sus gustos, y sus necesidades.





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