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Lope de Vega: poesías y prosas

Juan Manuel Rozas





Al estudiar a Lope surgen cinco problemas que se engarzan para formar una cadena de dificultades. Su gigantesca producción y la variedad de géneros que practicó son los eslabones más evidentes1. Del segundo nace el tercero: la situación central de su obra en el momento más brillante de nuestra literatura, y su múltiple y no deseada guerra literaria con los mayores genios de su tiempo, y, como contrapeso, la abundancia de discípulos y prosélitos que le apoyaron. El cuarto eslabón es su desmesurada y atractiva biografía, que potencia, a su vez, el quinto: esa rica vida y esa extensa obra se unen mucho más insistentemente de lo que suele ocurrir en otros escritores.

Tal abundancia y variedad de obras y problemas ha producido una larguísima bibliografía crítica2 en la que, si no es fácil establecer con claridad etapas, sí podemos detectar cuatro impulsos decisivos que significan cambios en la visión sobre la vida y obra de Lope. El primero, de origen positivista, y que arranca del sorprendente hallazgo de sus cartas al duque de Sessa, camina desde La Barrera y Menéndez Pelayo a Menéndez Pidal, Rennert-Castro y Amezúa. En él priva la labor biográfica, documental y de fuentes. Pero ya estos últimos críticos publicaron excelentes y novedosos trabajos (véase especialmente Menéndez Pidal [1935]) al mismo tiempo que el lopismo cambiaba de tono, en un segundo impulso, en torno a la nueva estilística europea y a la cultura española del 27. En los años 20 y 30, en efecto, con la fecha cenital de 1935, en el fructífero tricentenario, se aglutinan una serie de estudios de gran detalle filológico y estilístico y de una gran comprensión y modernidad a la hora de relacionar su vida con su obra. Montesinos y Vossler son los mayores exponentes de ese cambio. Pero muchos de los maestros de la estilística (Spitzer, los dos Alonso, Hatzfeld, etc.) han insistido, antes o después, en aplicar sus métodos a Lope, partiendo de un momento en que también los creadores españoles (Bergamín, Lorca, Diego, Alberti, etc.) se sentían lopistas. Una total y positiva valoración del Barroco (todo Góngora, todo Lope, todo Calderón) sustentaba estos estudios, mientras que el historicismo se renovaba en otros lopistas, como Millé o Entrambasaguas. Los anteriores esfuerzos habían logrado mayores adelantos respecto a la vida y la lírica que en la prosa y en el teatro. Hacia este, en un tercer impulso, y tras el hito del establecimiento de la cronología por Morley y Bruerton (véase cap. 3), se dirigen ahora muchos esfuerzos en busca de un sistema coherente con el que interpretar el teatro barroco. Aunque el centro de atención sean Calderón, los diversos géneros de la comedia y el lugar teatral, el lopismo, en concreto, también se beneficia obviamente de esos esfuerzos encabezados por Wilson y Parker, Sloman y Wardropper, Varey y Shergold. En los últimos lustros, en un cuarto impulso, al tiempo que se nota un creciente interés por la prosa, con sus aspectos genéricos y la erudición que acarrea (La Arcadia, La Dorotea, en los trabajos de Morby, por ejemplo), los estudios se hacen más teóricos: ya sea en una vertiente formalista en el análisis de la poesía o de la preceptiva teatral -con mucha atención por el Arte nuevo-, ya sea en perspectiva sociológica -desde la fundamental aportación de Salomon-; y en los últimos años se ha empezado a aplicar la semiología y la lingüística del texto a la obra de Lope.

La vida de Lope Félix de Vega Carpio, que podemos seguir gráficamente en sus numerosos retratos (Lafuente Ferrari [1935]), es larga e intensa: nace el 25 de noviembre de 1562 (o 2 de diciembre, según McCready [1960]) y muere el 27 de agosto de 1635. Pensando en su obra, podemos dividirla en cinco grandes capítulos -dos de los cuales se montan, en parte cronológicamente-, tomando como base otros tantos nombres de mujer, en torno a los cuales Lope crea verdaderos ciclos poéticos: Elena Osorio (Filis); Isabel de Urbina (Belisa), su primera esposa; Micaela de Luján (Camila Lucinda); Juana de Guardo, su segunda mujer, con su hogar fijo madrileño y casa propia, seguido de su crisis religiosa y su sacerdocio tras enviudar; y Marta de Nevares (Marcia Leonarda o Amarilis). Al final, muerta esta, nos enfrentamos con la soledad de los tres últimos años. La simple enunciación de estos nombres nos plantea el problema de los seudónimos y máscaras del Fénix, y de las personas sobre las que creó literatura, aspecto tratado por Morley [1951] y Lapuente [1981].

Sabemos poco de sus primeros años -la juventud fue estudiada por Millé [1928 b]- hasta sus amores con la Osorio, entre 1583 y 1587. Al ser reemplazado por un rico rival, arremetió contra ella y su familia en unas sátiras que le llevaron al destierro. El proceso fue documentado por Tomillo y Pérez Pastor, en 1901, y los poemas, editados por Entrambasaguas [1933]. Al ser recreada esta pasión en La Dorotea, ya en la vejez, ha sido materia ampliamente tratada por los estudiosos de esta obra, y últimamente, en particular, por Trueblood [1974]. El destierro dura desde 1588 hasta 1595. En 1588 se casa con Isabel de Urbina, seguramente se embarca en La Invencible, pasa un tiempo en Valencia y fija su residencia en Alba de Tormes al servicio del duque de Alba. Los investigadores del ciclo de La Arcadia, especialmente Osuna [1973] y Goyri [1953], han estudiado este periodo. Al volver a Madrid conoce a Micaela Luján, tal vez en 1599 (no sabemos con seguridad la fecha; la Celia, considerada por algunos críticos como ella, es para la mayoría Antonia Trillo, sobre lo que recientemente ha insistido McGrady [1981]). Estos apasionados amores duran hasta 1608 y llenan muchas páginas de su obra, como ha documentado Castro [1968, apéndice D]. El capítulo de Camila se revuelve cronológicamente con el de Juana de Guardo, pues desde 1598 Lope mantiene un doble hogar al casarse con esta. Hacia 1609 se vislumbra una crisis espiritual en el poeta, que se hace muy viva tras la muerte de su esposa y la del hijo de ambos, Carlos Félix, en 1611 y 1612, respectivamente. Es entonces cuando Lope se hace sacerdote. Su vida de clérigo fue historiada por Morcillo [1934] y ha sido interpretada inteligentemente por Ricard [1964]. Lope fue al sacerdocio sincera y lealmente, pero su carácter y ambiente no le ayudaron a ser consecuente con su nuevo estado -para entrar en el cual no reflexionó lo suficiente sobre sí mismo- y lo vivió más bien como una aventura personal que eclesiástica.

En 1605 se inicia su epistolario con el duque de Sessa, al que servirá de secretario íntimo durante el resto de su vida. Estas cartas son el principal documento para conocer su personalidad, siempre que distingamos una evidente máscara de servidor que se coloca en ellas. Fueron conocidas ya desde mediados del siglo pasado por Durán, Schack y La Barrera, pero por razones puritanas no fueron editadas hasta que lo hizo Asenjo Barbieri en una pequeña parte y bajo seudónimo, en 1876. González de Amezúa [1935-1943] las publicó completas, en dos tomos, con otros dos, Lope de Vega en sus cartas, como estudio preliminar que constituye una amplia y excelente biografía de la segunda mitad del Fénix. Actualmente trabaja en el mejor entendimiento de este epistolario N. Marín, de lo que ya ha dado algunos adelantos, el último en [1981]. El estudio de Amezúa documenta suficientemente su última y honda pasión, la que vive con Marta de Nevares, desde 1616 hasta la muerte de ella en 1632, con todos los problemas materiales y morales que acarrea en la vida del Lope sacerdote vivir unido a una mujer casada y luego viuda y enferma. Sobre los últimos años del poeta, en los que se encuentra solo -su hija Marcela se había hecho monja, Feliciana se casa, Lopito muere en un naufragio y Antonia Clara se fuga-, debe verse también otro estudio de Amezúa [1934] y el magnífico prólogo de Asensio [1963] a su edición de Huerto deshecho, que muestra que este poema no trata de la famosa fuga, pues había sido publicado suelto anteriormente. Los últimos días nos los cuentan las fervorosas páginas de su discípulo y primer biógrafo Montalbán en la Fama póstuma (1636) (y véase ahora Rozas [1982]).

La biografía de La Barrera (muy ceñida a los datos) fue ampliamente superada por la de Rennert-Castro (especialmente útil tras las adiciones de Lázaro) [1968]. Este libro es, además, una documentada e inteligente mirada de conjunto a la obra no dramática, rasgo que lo hace todavía de indispensable consulta. En [1932] publica Vossler su Lope de Vega y su tiempo, que, en conjunto, resulta aún admirable, a pesar de ciertas idealizaciones y su parcial conocimiento del epistolario. Algunos juicios de Vossler sobre varias obras (La Dorotea o el Arte nuevo) han sido el verdadero motor del lopismo hasta nuestros días. De las tres biografías escritas por Entrambasaguas, la segunda [1946], dirigida a un público amplio, da una extensa visión del mundo de Lope. Son muy clarificadoras, precisamente por haber nacido para las aulas, las vida y obra de Zamora [1961] y Lázaro [1966]. Sólo en los últimos años han preocupado monográficamente los problemas monetarios del poeta, fundamental problema por razón de ser nuestro primer escritor con fuerte sentido profesional y creador de un compacto público, y por haber ganado considerables sumas -ya mencionadas por Montalbán- que gastaba generosamente. Han hecho su balance económico Guillermo de Torre [1963] y Díez Borque [1972].

La situación histórico-literaria en que se abre y cierra la obra de Lope, el periodo en el que la literatura española adquiere hegemonía europea, nacionalizando de modo muy original los tres géneros fundamentales de la tradición grecolatina e italiana -Cervantes (Novelas ejemplares), Góngora (Soledades), y él mismo (la comedia)-, y el que no renunciase a casi ninguno de los vigentes, le otorgan un lugar privilegiado, si bien conflictivo, para estudiar los grandes problemas teóricos y creativos del Barroco español. Hacia 1580 empieza a darse a conocer, en parte de la mano del romancero nuevo, una constelación de grandes figuras que entre 1605 y 1615 -años de clímax en años de crisis- convivirán con las de la generación anterior, la de Cervantes, y con la posterior, la de Quevedo. Su convergencia en la corte, en un momento de gran prestigio y animación del hecho social de la literatura, va a traer como consecuencia que sus relaciones -por exceso de personalidad y falta de espacio artístico para todos- sean muchas veces conflictivas. Lope se encuentra mezclado, por su peso específico y por su variedad, en casi todas las polémicas teóricas y aun vitales de esos años. Por un lado, choca con los aristotélicos, tanto en el frente teatral como en el de la épica culta, cuestión, en lo externo, ampliamente historiada por Entrambasaguas [1933-1934, 19462];(por otro, se enfrenta con Cervantes, y su supremacía en la novela, estando de por medio el espinoso problema de Avellaneda; por otro, ha de luchar con Góngora y sus seguidores, problema que ha estudiado Orozco [1973], analizando los textos de la polémica, a los que se han de añadir los estudios sobre el gongorismo de Lope: Dámaso Alonso [1950] y Diego Marín [1955], para la poesía, y Hilborn [1971], para el teatro. Prueban cómo Lope, tras el boom gongorino, si reacciona hábilmente contra el cordobés, a la vez le admira e imita, sobre todo en torno al ciclo de La Filomena y La Circe. Y aún de esta nacen otras polémicas menores, como la cuestión con Jáuregui, en relación con el estilo llano y los Orfeos, estudiada por J. H. Parker [1953]. Mas al mismo tiempo Lope tuvo la satisfacción de verse arropado por numerosos defensores que le colocaron en el pedestal, no sólo del teatro (cfr. Sánchez Escribano-Porqueras [19722], sino también de la poesía, como ha documentado Romera [1935], hasta ser un modelo, entre los clásicos, en la Elocuencia (1604, 16212) de Jiménez Patón, como han detallado Rozas y Quilis [1962]. Lope, por carácter y por estrategia, logró que otros peleasen por él, al tiempo que se ganaba la simpatía personal de muchos nobles e intelectuales, sin escatimar elogios, como muestran sus epístolas y, en grado sumo, el Laurel de Apolo. Su actitud es la de aparecer como un eterno envidiado a causa de su natural, y aun de su arte, equilibrado entre lo tradicional y lo contemporáneo; y admirado, dentro y fuera de España, como prueba su relación con Marino, «el Góngora italiano», por el que se supo plagiado y al que elogió siempre, buscando su amistad (Dámaso Alonso [1972] y Rozas [1966]). Toda esta voluminosa e intensa guerra literaria, con sus importantes teorizaciones, necesitaría de un estudio de conjunto que mirase a la vez a los distintos frentes, y atendiese a la cultura literaria del Fénix, sobre la que hay ya importante documentación en Vossler [1933], Jameson [1936, 1937], Morby [1958 y 1975], Vosters [1977], y también al Laurel de Apolo (1630), en el que elogia a más de 300 poetas, verdadero manual bibliográfico en verso, como le llamó Rodríguez Moñino3.

Al lado de su frondosa variedad, la unidad de toda la obra de Lope es evidente, aunque estemos lejos todavía de un estudio integrador. Los libros de conjunto han hilvanado diacrónicamente su producción y los estudios parciales sobre cada género o metro sólo han lanzado tímidas miradas hacia los restantes. Tenemos que partir de la realidad de que la obra dramática y la no dramática han caminado por la crítica, y lo harán mucho tiempo, casi completamente divorciadas. Concentrándonos en su obra no dramática, la sistematización de su estudio deberá hacerse atendiendo a tres premisas: 1) es la biografía de Lope, a través de los ciclos señalados, la que mejor puede servir de eje integrador a su creación; 2) sobre ella hay que situar los tres géneros mayores y tratar de ver paralelamente su evolución: lírica, épica, novela; 3) esta evolución debe mirar insistentemente a los tres temas personales que su vida y obra muestran: amor humano, conciencia religiosa y guerra literaria.

El ciclo de Filis (1583-1587) se centra en la lírica, en el soneto y el romancero, más bien morisco, con ausencia de épica y de novela, aunque de él surja la gran realización final, La Dorotea (1632). El de Belisa (y la casa de Alba) (1588-1596) une ya al romancero, ahora más bien pastoril, el verso de arte mayor (en la égloga, por ejemplo), para centrarse en las prosas y versos de una novela, La Arcadia (1598), mientras que aparece la épica, sin duda influida por su destierro: La Dragontea (1598) (viajes marinos), e Isidro (1599) (vuelta a su ciudad). El de Lucinda (¿1599-1608?) y el del hogar y crisis religiosa, en vida y muerte de Juana, su «no-Laura» (1598-1615) se superponen. El de Lucinda florece en las Rimas (1602), y culmina en el soneto, amén de los poemas épicos más italianistas (Angélica, editada con las Rimas, y Jerusalén, 1609). El ciclo espiritual se centra en la línea de las Rimas sacras (1614) y los Soliloquios (1612), mas también en la espiritualización contrarreformista de sus novelas, El peregrino en su patria (1604) y Los pastores de Belén (1612). En estos dos ciclos, y con independencia del amor humano o divino, aparece su preocupación teórica por la literatura y sus primeras guerras (El peregrino, Arte nuevo, epístolas tempranas). El ciclo de Amarilis será (La Filomena, 1621, y La Circe, 1624), en gran parte, una apología pro domo sua, en lo literario y en lo social: fama y exilio, amores sacrílegos, intentos de ser cronista nacional y católico, ya en prosa, ya en verso (Triunfo de la fe, 1618; Corona trágica, 1627). Ahora los frentes enemigos son ya cuatro: el viejo de los aristotélicos, en teatro y en épica, el gongorino y, ahora póstumo, el cervantino, en las novelas a Marcia Leonarda, donde, además, se inicia el proceso final de creación distanciada. La defensa de su literatura y de su situación moral y social se localiza de forma específica en sus epístolas en verso. Quedan, como magnífico epifonema, sus últimos años, en los que culmina lo empezado antes, logrando -irónica, distanciada y artísticamente- reflexionar, por fin, sobre su vida-obra: lírica de Burguillos (1634), que lleva dentro la épica paródica de La gatomaquia, y la «acción en prosa» de La Dorotea (1632). Lo que se abrió con La Celestina -novela y drama- se cerraba con La Dorotea, que va además empedrada de lírica oculta en métrica tradicional. Toda una síntesis del Siglo de Oro.

La mejor antología y la mejor presentación de la lírica sigue siendo la de Montesinos [1926-1927] que fue leída, al salir, con mucho aprovechamiento por los poetas del neopopularismo. Su estudio, reproducido en [1967], parte de dos premisas fundamentales: Lope buscó armonizar la antigua poesía española, portadora de conceptos, con la italiana, que le ofrecía el ornato conveniente; la adecuación entre vida y obra es fundamental, pero peligrosa si no se distingue entre la experiencia vivida y la experiencia poética. Desde este postulado, no tenido en cuenta por el positivismo, Amado Alonso [1936] estudiará la relación e independencia entre vida y creación en diferentes textos. La amplia introducción de Montesinos trazaba también el primer panorama, buscando aunar metros y cronología. Muchos de sus apartados (romancero, letras para cantar, sonetos, redondillas, versos de La Arcadia, de El peregrino, la poesía sacra, las epístolas de La Filomena y La Circe, y los poemas de La Dorotea y de La vega del Parnaso) han servido de eje para trazar posteriores monografías. En lo que toca a la poesía de arte mayor, Dámaso Alonso [1950] trazó una diacronía desde el estilo, buscando un Lope, sucesivamente, humano, manierista, gongorino y filosófico. Son sumamente clarificadoras la introducción general y las parciales a los cinco libros poéticos editados por Blecua [1969].

En los ciclos de Filis y Belisa, el romancero nuevo ocupa una posición central. La crítica ha tenido que bucear en el Romancero general (1600 y 1604), en su Segunda parte (1605) y en otros menores qué poemas eran de Lope, pues allí aparecen anónimos (véase Menéndez Pidal [1953]). Esta labor la han realizado principalmente Millé [1928 a], Montesinos [1924-1925 y 1926-1927], Entrambasaguas [1935] y Carreño [1979]. Este divide su estilo general sobre el romancero de Lope en cuatro apartados fundamentales: el morisco y el pastoril, escritos en los ciclos que ahora nos ocupan, y el espiritual y filosófico, respectivamente, en torno a la crisis espiritual y a La Dorotea. Pero el ciclo de Belisa o de Alba comprende diversos géneros dentro y fuera de La Arcadia, y ha sido Osuna [1973] el que lo ha fijado y analizado en relación con la novela. Claro está que en esas dos primeras etapas Lope ha escrito muchos sonetos, pero es en el ciclo de Camila Lucinda donde mejor nos podemos centrar en la estrofa de catorce versos y en sus problemas formales y temáticos (cfr. Castro [1968, apéndice D] y Montesinos [1924-1925]). Las Rimas (1602) incluyen 200. De la primera edición tenemos una reproducción, de Diego [1963], que amplía mucho los dedicados a Camila, y de la de 1609, una facsímil (Nueva York, 1903). En sus sonetos amorosos Lope parte de los cancioneros petrarquistas dándoles nuevo espíritu y modernidad. Del petrarquismo, Scheid [1966] ha señalado tanto imitaciones formales (del adínaton a la correlación) como temáticas. (La correlación en Lope ha sido seguida diacrónicamente por Dámaso Alonso [1960].) La forma de los sonetos fue tratada por Jörder [1936]. Estos trabajos van más allá de las Rimas, pero a sus sonetos ha vuelto con nueva metodología García Berrio [1980]. Algunos sonetos famosos, como los de los mansos o el de Judith, han merecido reveladores análisis de Lázaro [1956], Spitzer [1964] y Case [1975]. Como telón de fondo debe consultarse el libro de Müller-Bochat [1956] que relaciona los diversos géneros poéticos de Lope con la literatura italiana, de lo bucólico a lo épico.

La lírica sacra, que en Lope es con frecuencia verdadera poesía existencial, aparece monográficamente en las Rimas sacras, de 1614 (facsímil de Entrambasaguas, 1963). El romance y el soneto siguen siendo muy importantes (para el primero, puede verse el capítulo correspondiente de Carreño [1979]). En 1619, sin conocimiento de Lope, se sacó un Romancero espiritual (ed. Guarner [1941]) tomando los textos de las Rimas sacras y de Los pastores de Belén. Los Soliloquios (1912) fueron comentados en prosa por el propio Lope (1626). Hatzfeld [1964] los ha estudiado integrándolos en su visión del Barroco. Sobre la poesía sacra hay varios artículos, como los de Guarner [1976] y Müller-Bochat [1963], pero falta un estudio de conjunto.

En el ciclo de Amarilis destacan dos libros: La Filomena (1621) y La Circe (1624; hay facsímil, 1935). La Filomena es un libro de combate, y no sólo por el poema mitológico que le da título. Su segunda parte es un ataque a Torres Rámila y a otros enemigos de Lope. La polémica, como señalamos, fue estudiada por Entrambasaguas [1933-1934]. El gongorismo de la primera parte de la obra ha sido detallado por Diego Marín [1955]. La fábula de La Circe, que abre el libro, también misceláneo, al que da nombre, ha merecido mayor atención crítica. Su estructura y significado como un poema sobre la naturaleza humana, con más elementos líricos y dramáticos que descriptivos, han sido analizados por Aubrun [1963], quien ha hecho, en colaboración en Muñoz Cortés, una cuidada edición [1962]. Estos dos libros de Lope contienen otros poemas mitológicos que han sido estudiados por Cossío [1952]. En los últimos años se viene insistiendo en el análisis de esa genial máscara de Lope que es Burguillos, valorando sus Rimas de 1634 (hay facsímil, 1935) muy favorablemente (Vitiello [1973], Carreño [1981] y Blecua [1976]), incluida La gatomaquia, que veremos más adelante. Hasta aquí el Lope poeta culto. Con el lírico popular, faceta en la que ocupa un lugar preeminente dentro de la dignificación de la poesía tradicional a partir del Renacimiento y a la que ha dedicado Frenk Alatorre diversos trabajos, alguno [1963] centrado en Lope, nos proyectamos sobre el teatro, donde adquiere una importantísima función.

Los poemas épicos, si exceptuamos la Jerusalén, no han sido suficientemente analizados. De una forma general podemos decir que sólo sus fuentes, literarias e históricas, se han estudiado, habiendo sido, incluso este género, soporte de varias investigaciones sobre la erudición clásica de Lope: Jameson [1936, 1937, 1938]. Müller-Bochat [1956] ha relacionado excelentemente a Ariosto y Tasso con la épica lopiana. Un estado de la cuestión y una breve descripción del conjunto de los poemas puede verse en Pierce [1968]. El primer poema épico publicado por Lope fue La Dragontea (1598), que fue reimpresa por el Museo Naval con un breve prólogo de Marañón y acompañada por un volumen de documentos sobre Drake y España, tema de la obra. Sobre sus fuentes hay varios trabajos ya antiguos, el último de Jameson [1938]. En 1599 publica el Isidro (facsímil, 1935). Los estudios de García Villada [1922] y de Castro [1968] sobre su popularismo, costumbrismo, religiosidad y versificación en quintillas, son hoy fácilmente superables. Para ello es interesante consultar las declaraciones de Lope en los procesos de beatificación y canonización del santo, publicadas por el padre Rojo [1935]. Peor conocida es La hermosura de Angélica, editada en 1602 con las Rimas y que no tiene edición moderna. Su relación con Ariosto ha sido excelentemente analizada por Chevalier [1966]. Mucho más abundante es la bibliografía sobre la Jerusalén conquistada (1609). La historia de su crítica, desde las polémicas que desató en su época, ha sido tratada ampliamente por Entrambasaguas [1951-1954] en su cuidada edición. Su relación con Tasso, el tratamiento de la historia y su sentido de la verosimilitud han sido detalladas excelentemente por Lapesa [1946]. Pierce [1943] la ha valorado convenientemente tras estudiar su estilo y estructura. Es obra de altibajos, de gran interés para la historia del género, y (en sus 22.000 versos) contiene multitud de bellísimas estrofas, como la que empieza Durmiendo estaba el persa, analizada monográficamente por Diego [1948]. Fuera de sus fuentes, poco sabemos de la Corona trágica (1627), sin edición moderna, y escasamente apreciada por la crítica. Al final de su vida, en las Rimas de Burguillos, aparece La gatomaquia, editada por Rodríguez Marín [1935], quien resuelve muchos problemas de tipo erudito. Pero su sentido paródico, y aun autoparódico, en relación con el teatro y la épica del Fénix, podemos comprenderlo mejor desde el estudio de Macdonald [1954]; en lo que tiene de parodia de la comedia lopista ha insistido recientemente Pedraza [1981] (y cfr. aun Rozas [1982]).

Cerca de la épica debemos colocar el Triunfo de la fe en los reinos del Japón, obra en prosa, única en la que Lope actuó como verdadero historiador. Cummins [1965] ha realizado una erudita edición, en la que estudia el libro en su ambiente -el primer catolicismo en Oriente-, concreta sus fuentes y valora su estilo como un cuidadoso empeño del género histórico-sacro.

El Lope poeta y dramaturgo no puede esconder el hecho de ser uno de los novelistas más notables y completos de su tiempo. Sólo la novela picaresca, igual que a Cervantes, dejó de interesarle. Pero abordó la pastoril, en La Arcadia; la histórica (y además pastoril y sacra), en Los pastores de Belén; la bizantina, en El peregrino, y la novela ejemplar (con recuerdos moriscos y turcos a veces) en las dedicadas a Marcia Leonarda, en las que sigue e intenta rivalizar con el autor de La gitanilla. El aprecio por su narrativa viene aumentando en los últimos años, al tiempo que se la ha ido conociendo mejor (excepto Los pastores de Belén, 1612, ed. Fernández Ramírez [1930], muy abandonada por la crítica), hasta el punto de que podría ya intentarse un extenso y armonioso libro sobre Lope novelista. Hoy debemos conformarnos con el excelente, aunque breve, análisis de F. Ynduráin [1962], atento tanto a la morfología de los textos como a las ideas del Fénix sobre los diversos géneros narrativos. Sin disputa, la novela mejor conocida es La Arcadia, de la que se han ocupado, en varios e inteligentes trabajos, Morby y Osuna. El primero ha dejado resueltos los problemas bibliográficos, textuales y de fuentes -el libro es un empedrado de erudición, sacada de libros de consulta, como Titelmans o Castriota-, sintetizando sus anteriores esfuerzos en la introducción y notas de su edición [1975]. Osuna [1973] ha estudiado su génesis y circunstancia, en torno a la corte del duque de Alba, y su situación de obra central en todo un ciclo del Fénix, y ha analizado su forma interna, superadora de ciertos convencionalismos del género, en especial en relación con el tiempo y el sentido dramático. Además, Scudieri [1965] ha tratado otras cuestiones, en especial su estilo, y Ricciardelli [1966] ha mostrado su relación y originalidad dentro del género, centrándose en los modelos italianos. Útiles ediciones han dado Peyton [1971] y Avalle-Arce [1972], ambas con buenas introducciones, más breve, sagaz e ideológica la segunda, que profundiza en su estructura y su género como manifestación de los conceptos postridentinos. (Sobre el tema del peregrino en el Barroco son indispensables las investigaciones de Vilanova para la poesía y la novela [1949]; otras referencias se hallarán en el prólogo de Avalle.) Tienen considerable interés para un lector moderno las cuatro novelas a Marcia Leonarda (aparecidas una en La Filomena y tres en La Circe), que tempranamente lograron una erudita edición de los Fitzgerald [1915] y un extenso análisis de Cirot [1926]. Tanto este, como después Ynduráin [1962], Wardropper [1968] y Rico [1968] han destacado la eficacia artística de los paréntesis frecuentes en los que el narrador se dirige a la destinataria haciendo crítica literaria y creando un sugestivo ambiente psicológico y artístico (véase también Sobejano [1978]). Sólo La desdicha por la honra ha merecido un serio estudio monográfico, que parte del descubrimiento de la fuente (el Nuevo tratado de Turquia, de Octavio Sapiencia) realizado por Bataillon [1947]. (En prensa estas páginas, M. Scordilis [1981] ha dedicado a las cuatro novelas un discreto libro de conjunto.)

Y al final -y al principio- La Dorotea, la gran obra autobiográfica, que cuenta los amores juveniles con Elena Osorio y que cruza, aflorando de vez en vez, toda la vida literaria de Lope, con esa serie de pre-Doroteas (en La Angélica, el Isidro, la lírica, etc.), en un ademán verdaderamente genial de persistencia y cambio, magistralmente estudiado por Morby [1950]. No podemos creer a Lope cuando asegura que la obra es sólo una corrección de un texto juvenil, pero sí es posible la existencia de una versión temprana perdida, como asegura en su Égloga a Claudio. En su ausencia, la pre-Dorotea más evidente es, como ya señaló Menéndez Pelayo, el Belardo furioso. Tras el trabajo de Morby, en el decenio de los 50 avanzaron mucho los estudios sobre la obra. Blecua [1955] daba la primera edición importante, captando muy, bien el punto de vista del autor sobre los personajes y sobre sí mismo. Tras él, Monge [1957] analizaba globalmente la obra: desde el estado de los estudios a su relación con La Celestina, aportando mucho sobre los personajes y su expresión literaria. Morby en [1958] lograba una excepcional edición, vertiendo en su estudio y notas una síntesis de todos los hallazgos anteriores, ajenos y propios, con una explicación convincente sobre el género -acción en prosa la llama Lope- en esa lentitud y falta de movimiento de la obra en comparación con el teatro lopiano (por otro lado, véase arriba, pág. 27). Pero estos tres críticos no operaban en vacío, sino desde los logros de tres grandes maestros anteriores: Vossler [1932], Spitzer [1932] y Montesinos [1935]. La aportación del primero es el inicio del definitivo entendimiento de la obra: de su sentido de desengaño, de la dualidad de vivencias del Lope joven y viejo, de la saturación de literatura, de la forma de lírica teatral, y de la diferencia entre Celestina y Gerarda, ésta más frívola y divertida, más libre y espiritual, y menos decisiva en el desarrollo del drama. Spitzer estudia los valores barrocos de la obra, especialmente en la expresión lingüística de los personajes, llena de artificio y de retórica. Montesinos ve en la actuación del autor-personaje una especie de figura del donaire de la obra, desde fuera de ella, y el desdoblamiento parcial de Lope en don Bela y, sobre todo, el sentido de expiación, moral y estético, que al escribir Lope cumple. Sobre las bases de los descubrimientos anteriores, Trueblood fue cercando la obra en varios artículos que han desembocado en un excelente y voluminoso libro [1974] que analiza la experiencia vital y la expresión artística del texto, es decir, el eterno problema de Lope, vida versus obra. Sus doce capítulos resuelven los cuatro grandes problemas del libro: la génesis, desde la relación histórica de Elena Osorio a la escritura definitiva (I-VI); la relación entre historia y poesía (VII); la presencia de los distintos géneros y su estilización (VIII-X) y el significado, desde el desengaño y la autoconfesión purificadora, ética y aún más estética.






Bibliografía

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