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ArribaAbajoLa obra dramática


ArribaAbajoLa escena española en tiempo de Lope

Después de este rápido examen de la producción no dramática de Lope de Vega, hemos llegado al punto en que tenemos que enfrentarnos con aquella parte de su obra, la más copiosa y representativa, por la que se le recuerda más. Lope es el creador de un teatro nacional, con todas las implicaciones que semejante denominación encierra, con su grandeza y sus limitaciones. El máximo valor hoy de Lope, aun considerando los exquisitos de su lírica, es el haber proyectado la vida española, colectivamente, en una criatura de arte de proporciones y de aristas sin comparación en ningún otro pueblo moderno. Lope exaltó dramáticamente todas las tradiciones posibles, todas las convicciones y supuestos del español de su tiempo, con una galanura y riqueza excepcionales.

En líneas generales, podemos hablar de varias clases de teatro, al acercarnos al siglo XVII. Un teatro cortesano, representado con notoria pompa y esplendor, en las fiestas y ceremonias cortesanas; otro, de idéntica riqueza externa, el religioso, o más bien eclesiástico, destinado a fines de los fácilmente deducibles de su nombre. Y un tercero, el que nos interesa, un teatro urbano, popular, público, que vive o se desvive con arreglo a su trabajo, su gracia, sus merecimientos y lo que puede   —193→   sacar de la venta de las entradas. Lope escribió para los tres tipos de teatro. (¿De qué no escribió Lope? ¿No henos dicho ya que se tiene la sensación de que todo lo que en la vida tiene un lugar se halla en su obra?) pero es al tercero al que hemos de asociarle, pues en él se encontró su talento a gusto y el teatro a gusto con él. ¿Cómo eran esos teatros?

En 1580, Lope, con dieciocho años, es decir, cuando él pudiera ir viendo representaciones, o familiarizándose con las gentes de teatro, y comenzando a escribir, la escena española era, a la verdad, muy rudimentaria. Recordemos que Madrid era capital de un gigantesco imperio hacía relativamente poco: 1561-1562. Con el traslado, la capital flamante comenzó a crecer rápidamente en población, en riquezas, en apetencias. Y entre estas últimas no sería la menor el afán de espectáculos y diversiones. Y con esta razón, tan natural y evidente, surgió la necesidad de que las viejas farándulas, errantes y desmedradas, se redondearan en personajes y repertorio, y dispusieran de locales a propósito para las representaciones.

Un hecho sin relación aparente con las diversiones públicas vino a condicionar el teatro. En 1565 (Lope tiene tres años de edad, parece que el mundo se dispone a recibirle), unos madrileños entregados a las obras de caridad fundaron una de tantas innumerables cofradías como pulularon por la España de los Austrias: Cofradía de la Sagrada Pasión. Los cofrades se ejercitaban en ejercer la misericordia: dar de comer al hambriento y vestir al desnudo. En la peculiar estructura hispánica, sin barreras concretas entre el cielo y la tierra, esta cofradía estaba llamada a prosperar, o a contar con numerosos apoyos. Cuando llegó la ayuda del Rey y la del Consejo de Castilla, la cofradía pudo hacer un hospital para mujeres pobres. (La ayuda oficial, por otra parte, era muy explicable: Madrid se vio,   —194→   súbitamente, en la urgencia perentoria de tener de todo, ya que no bastaban sus instituciones a su crecer.) Este hospital necesitó dineros. «Dineros son calidad», dirá la letrilla. El Cardenal Espinosa, presidente del Consejo de Castilla, dio a la Cofradía de la Pasión un extraño privilegio: que pudiera disponer de un lugar donde se representaran comedias y, cobrando, se quedara con ese dinero para sus fines caritativos. En 1567 (parece que el porvenir se le va afianzando a Lope, que ya habrá cumplido cinco años), se creó otra Hermandad análoga: Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad. Esta tenía los mismos propósitos caritativos que la anterior, pero en mayor escala: fundó otro hospital en las proximidades de la Puerta del Sol. En 1574 (Lope ya irá haciendo sus pinos literarios adolescentes: tiene doce años), esta Hermandad solicitó el mismo derecho sobre las comedias que ya se había concedido a la anterior.

Varios locales tuvieron las cofradías para las representaciones. La de la Pasión tuvo tres: uno en la calle del Sol, otro en la calle del Príncipe, propiedad de doña Isabel de Pacheco (el Corral de la Pacheca) y un tercero en la misma calle. Las dos cofradías llegaron a un acuerdo sobre el reparto de los locales y de las ganancias. Estos teatros eran estrictamente, los patios traseros de las casas; apenas tenían comodidades, sin toldos, sin asientos; solamente los que se podían aprovechar de las ventanas de las casas circundantes. En 1574, la compañía italiana de Ganassa logró que se le permitiera construir un teatro en el Corral de la Pacheca. Estamos en 1574. Madrid comienza a sentirse a gusto como capital: le han nacido teatros, crece su población de una manera alarmante, surgen grandes monumentos por todas partes. Y a la vez, le va creciendo el poeta que llenará todas sus exigencias, paralelamente, concienzudamente, sin dejar fuera de su mirada entera   —195→   nada de lo que la gran ciudad de los Austrias, capital del mundo, le brinda.

Este teatro, construido en el Corral de la Pacheca, tenía cubierto solamente el escenario y los lados del patio con un tejadillo. Sobre el patio, un toldo resguardaba a los espectadores de los rigores del tiempo; en realidad, solamente del sol, ya que, si llovía, solía suspenderse el espectáculo. En el patio, a pie, contemplaba la representación un compacto público masculino, los mosqueteros, que, con frecuencia, provocaban enormes alborotos, de los que dependía la suerte de la comedia. Los balcones y ventanas de los muros de las casas servían, a manera de palcos, para espectadores de más calidad. Andando el tiempo, se alquilaron muy cumplidamente esos huecos, y hasta se hicieron aposta algunos nuevos: todo se traducía en dinero70. Las mujeres tenían reservado un lugar al final del patio, la cazuela, que era una galería independiente. Cuando las cosas fueron mejorando, se construyeron unas graderías de madera, en forma de anfiteatro, colocadas a lo largo de los muros: eran las gradas o bancos. Aún quedaba otro tipo de localidad: los desvanes, encima de las ventanas o aposentos. Las funciones, que duraban dos horas, o a veces tres, eran siempre por la tarde. Sufrieron distintas reglamentaciones, pero, en general, no las había   —196→   todos los días, sino solamente los festivos, y entre semana, un par de veces o tres. El Miércoles de Ceniza se terminaban las funciones, que se reanudaban como aun hasta muy recientemente en el estreno forzoso del Sábado de Gloria, en la Pascua de Resurrección. Lo más temible para el autor y para los cómicos eran las furias de los mosqueteros. Estos asistían armados de carracas, pitos, cascabeles, etc., para manifestar su desaprobación ruidosamente, e incluso, cuando se pretendía combatir al autor, con objetos malolientes, que, arrojados en el patio en el momento oportuno, acababan con la representación. También era temible el escándalo al manifestar su aprobación a la comedia. Abundan los testimonios del verdadero pavor que el comportamiento del patio provocaba en algunos escritores: «¡Dios nos libre de la furia mosqueteril!», dice Suárez de Figueroa en El pasajero Ruiz de Alarcón, acostumbrado a numerosas desventuras acaecidas contra él desde el patio, en el prólogo de sus comedias se encara así con esa masa, puntual asistente a las representaciones:

«Contigo hablo, bestia fiera, que con la nobleza no es menester, que ella se dicta más que yo sabría. Allá van esas comedias, trátalas como sueles, no como es justo, sino como es gusto, que ellas te miran con desprecio y sin temor, como las que pasaron ya el peligro de tus silbos y ahora pueden sólo pasar el de tus rincones. Si te desagradaren, me holgaré de saber que son buenas, y si no, me vengará de sabor que no lo son el dinero que te han de costar».



Pero quizá con este ejemplo que revela la irritación que Ruiz de Alarcón sentía contra el público en ese momento, no tengamos una visión certera de ese público. Sí, se podría pensar que era la masa inculta, siempre   —197→   ostentosa, y en primer lugar en las aglomeraciones de las grandes ciudades. Se trataba de una multitud que, sin lecturas amplias, sin conocimientos, si se quiere, exquisitos en ciencia o literatura, tenía un horizonte mental de una enorme precisión, claridad y, sobre todo, cohesión. Todos ellos podrían diferenciarse y sentirse encontrados en opiniones sobre aspectos secundarios o circunstanciales; pero en los supuestos básicos necesarios sobre los que se asentaba el vivir de la gran máquina imperial española no les cabía a ninguno la menor duda, y todos reaccionaban por igual ante determinados hechos. Toda esa masa había recibido una educación férrea, idéntica, dentro de las normas de la ortodoxia católica y de la monarquía. Estaban acordes sobre el honor, la hidalguía, las conveniencias, la palabra empeñada, el amor. Para todos ellos la leyenda tradicional de la historia o de los sucedidos patrios era la voz de la más intocable verdad. Sabían y estaban convencidos del papel divino que desempeñaban en la política europea y en la conquista de América. En los labios de todos podía afluir para cada situación un verso de romance, viejo de siglos y de experiencia, en que apoyar, unánimes, sus decisiones. Era el pueblo, y no el populacho; el pueblo, unión del noble y del villano ante la circunstancia histórica, del seglar y del clérigo ante la preocupación por la otra vida. En una palabra: todos los supuestos sobre los que se va a asentar el teatro del madrileño Lope.

Pero volvamos a la disposición del teatro. La afluencia de público a las representaciones hizo que las Cofradías decidieran construirse ellas unos locales. En 1579 (Lope tenía diecisiete años) se construyó el Teatro de la Cruz, en la calle de ese nombre, teatro que alcanzó un gran éxito, compartido con el Corral de la Pacheca. El fruto animó a hacer otro más, el del Príncipe, en 1582 (Lope estará ya estrenando su trato con   —198→   Filis). Este teatro seguía el modelo del de la Cruz, y he aquí una descripción de él: «Hicieron tablado o teatro para representar, vestuario, gradas para los hombres, bancos portátiles, que llegaron al número de 95; corredor para las mujeres, aposentos o ventanas con balcones de hierro, ventanas con rejas y celosías, canales maestras y tejados que cubrían las gradas. Y finalmente, Francisco Ciruela, empedrador, empedró el patio, sobre el cual se tendía una vela o toldo que defendía del sol, pero no de las aguas. Andrés de Aguado, albañil, se obligó a hacer cuatro escaleras: una para subir al corredor de las mujeres, con sus pasamanos de ladrillo y yeso, y sus peldaños de madera labrados, y sus cerramientos alrededor de yeso por la parte de abajo, y por la de arriba, ni más ni menos; de manera que las mujeres que subiesen por la dicha escalera y estuviesen en el mismo corredor no se puedan comunicar con los hombres, y de la mesma manera otras tres por donde se sube a los asientos de los hombres y al vestuario, y así mesmo un aposento en el corral por donde entran las mujeres para una ventana que cae al dicho teatro..., y un tejado a dos aguas encima de la dicha ventana hasta el caballete del tejado del aposento de la calle»71.

Toda esta complicada maraña de escaleras y pasillos, ¡qué bien la conocería el joven Lope, ya escritor de comedias! Ese teatro del que queda señalada tan enrevesada descripción, hubo de inaugurarse sin estar terminado, tal era el afán del público. Lope lo iría viendo terminarse, adaptarse a los caprichos y a la gritería del público. En un teatro como ése, el de la   —199→   Cruz, el que había servido de modelo, fue detenido durante una representación, en diciembre de 1587, como ya hemos recordado atrás72.

El teatro, pues, se había ido convirtiendo en un negocio estimable. Tanto, que el Consejo de Castilla mandó que también el Hospital General de Madrid entrase a partir en las ganancias. Pero no faltaban remedios. Las Cofradías se arreglaron el privilegio de vender, en sus locales y durante la representación, agua, frutas, aloja, dulces. Ahí hemos de ver el lejano precedente de la costumbre, aún viva en nuestras salas de espectáculos73.

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La representación era de lo más simplista. No había decorado alguno. La mayor parte de las escenas se dividían con una simple cortina de un solo color, cortina que poseía el trascendente don de convertirse en todo lo posible y aún más: una huerta, una sala un templo, una encrucijada nocturna. La fantasía del espectador participaba así de la trama con evidente derroche. Los actores se limitaban a salir por un sitio y entrar por otro. Y en esa escapada cabían mares, montañas, siglos. Cuando el autor estaba muy preocupado con la presentación, los vestidos, etc., la obra se llamaba comedia de teatro74. En un principio no trabajaban mujeres, y sus papeles los hacían muchachuelos. Ya en 1581 aparecen mujeres en escena. Sobre si debían trabajar o no, como asimismo sobre si debía haber o no comedias (con frecuencia se suprimían), hubo un largo tejemaneje, de muy vario resultado75. La función comenzaba   —201→   con una introducción o loa, en ocasiones cantada. Seguía la comedia. Entre los dos primeros actos se hacía un entremés; entre el segundo y el tercero, se cantaba una jácara. Hubo a veces un fin de fiesta burlesco. A partir de 1620, la loa se suprimió en las funciones ordinarias, poniendo en su lugar la jácara, y en el lugar de la jácara se colocaba un baile, corto entremés o pieza análoga, cantada y bailada. Las tonadillas aparecieron mucho más tarde. La comedia central, si era de indudable calidad, se mantenía en cartel unas ocho representaciones. Las otras, mucho menos.

Los primeros actores que representaron en las ciudades españolas debieron de ser italianos. Compañías profesionales españolas no aparecen hasta 1575. Esos actores italianos serían, como es de esperar, muy dados a la Commedia dell'Arte, y de ellos Lope debió recibir el afán de la improvisación, del gesto rápido y oportuno. En sus primeras comedias abundan los nombres de personajes italianizantes, que hacen pensar en recuerdos muy cercanos: Flavio, Fortunio, Silvana, Lelio, Curcio. Esas compañías italianas habían dejado su lugar a españolas, que ya a fines del XVI eran por lo menos ocho. En 1615 había doce.

El empresario o director de tales compañías se llamaba autor. Además de estas compañías, que ya trabajaban en escenarios que hemos de llamar los mejores que había, quedaban por el campo de la vida española cómicos de menor importancia como organización, pero de sin iguales trabajos, que, errantes, representaban la supervivencia de los medievales farsantes. Ha llegado hasta nosotros la deliciosa descripción que de estos tipos de cómicos hizo Agustín de Rojas Villandrando, en su Viaje entretenido, publicado en 1602: «Habéis de saber que hay bulutú, ñaque, gangarilla, cambaleo, garnacha,   —202→   bojiganga, farándula y compañía». Agustín de Rojas describe cada uno de estos tipos con sin igual gracia: «El bululú es un representante solo, que camina a pie y pasa su camino, y entra en el pueblo y habla al cura, y dícele que sabe una comedia y alguna loa, que junte al barbero y sacristán y se la dirá porque le den alguna cosa para pasar adelante. Ñaque es dos hombres... hacen un entremés... tocan el tamborino, cobran a ochavo... duermen vestidos, caminan desnudos... espúlganse el verano entre los trigos... Gangarilla ya es más gruesa... tres o cuatro hombres... un muchacho que hace de dama... duermen en el suelo... representan en cualquier cortijo... Cambaleo es una mujer que canta y cinco hombres que lloran; estos traen una comedia, dos autos, tres o cuatro entremeses... llevan a ratos a la mujer a cuestas... representan en los cortijos por hogaza de pan, racimo de uvas y, olla de berzas... Garnacha son cinco o seis hombres, una mujer que hace la dama primera y un muchacho la segunda... llevan cuatro comedias, tres autos, y otros tantos entremeses... el arca en un pollino, la mujer a las ancas gruñendo y todos los compañeros detrás arreando... Están ocho días en un pueblo, duermen en una cama cuatro... En la bojiganga van dos mujeres y un muchacho, seis o siete compañeros, y aún suelen ganar muy buenos disgustos... Farándula es víspera de compañía... tres mujeres, diez y ocho comedias... entran en buenos pueblos... En las compañías hay todo género de gusarapas y baratijas... y hay gente muy discreta... y aun mujeres muy honradas (que donde hay mucho es fuerza que haya de todo)... diez y seis personas que representan, treinta que comen, uno que cobra y Dios sabe el que hurta...». Abundan los testimonios literarios que aluden a estos cómicos que, bajo el sol implacable de Castilla, iban de pueblo en pueblo, con su repertorio de heroísmos y de palabras enamoradas   —203→   por todo alimento. Recordaré solamente el encuentro de Don Quijote con la carreta de Las cortes de la muerte (Quijote, II, cap. XI).

La escenografía se fue complicando y llegó a ocupar un lugar importante en los últimos años de la vida de Lope (y es fundamental en el teatro del ciclo calderoniano), con gran disgusto por parte del Fénix que estaba acostumbrado a conjurar todo lo que hiciera falta con sus palabras. En 1626, bajo Felipe IV, se encargó de la escenografía al florentino Cosimo Lotti, pintor y escenógrafo de poderosa inventiva. Este artista arregló los teatros de los Sitios Reales, especialmente el del Buen Retiro, con enorme suntuosidad. Lope siempre fue enemigo de las tramoyas complicadas. Cuando en una ocasión una pieza suya, La selva sin amor, fue representada con cuidada escenografía, Lope no deja de decir su parecer, aunque se sintiese halagado, y no son raras frases de este tipo: «...aunque lo menos que en ella hubo fueron mis versos...». Narra los artificiosos decorados, «un mar en perspectiva, que descubría a los ojos (tanto puede el arte) muchas leguas de agua hasta la ribera opuesta... peces que fluctuaban según el movimiento de las ondas... El bajar los dioses y las demás transformaciones requería más discurso que la égloga, que, aunque era el alma, la hermosura de aquel cuerpo hacía que los oídos se rindiesen a los ojos».

Toda esta limitación del escenario es una franca supervivencia medieval. Vossler ha señalado muy certeramente el sentido de trascendencia hacia un más allá que todo tenía para el español medio del tiempo: el sentido de lo simbólico era muy claro y operante. La herencia de la escena medieval, «no sólo se conservó en España como espacioso tablado con su parte destinada al cielo y al infierno y las necesarias mansiones terrenales, sino, sobre todo, como forma de visión, como   —204→   sentido para lo simbólico, como costumbre de no tomar al pie de la letra los fenómenos y el orden de la representación en el tiempo y en el espacio, sino refiriéndolos a un más allá, interpretándolos espiritualmente. Los espectadores, adiestrados por las doctrinas de la Iglesia y las santas imágenes en esta clase de interpretaciones, se contentan con cualquier decoración escénica y se adaptan de buena voluntad a todo artificio escénico, ya sea rígido y primitivo o fastuoso y animado»76.

Al lado de estos escenarios elementales y pobres, donde un par de árboles de cartón representaban el bosque, y una o dos fachadas mal pintadas eran la ciudad (y esto sólo en casos excepcionales) había la complicada disposición y realización de los autos sacramentales, con sus carretas móviles, trasladables, que permitían la representación de varias cosas a la vez, y dar una muy notoria flexibilidad a las mutaciones. El típico auto español surgió en los años de la Contrarreforma, y encierra una exposición del misterio de la Eucaristía, por esos años tan debatido. Esto se hacía con lujo de medios, especialmente en las grandes ciudades. Varios carros se agrupaban en torno a un tablado principal, con lo que aumentaba prodigiosamente la posibilidad de entradas y salidas, etc., de movimiento, en una palabra. Los carros es muy posible que estuviesen influidos por los de triunfo y procesión muy corrientes en Italia, a los que ahora, al vestirlos de religiosidad y de milagrería ultraterrena, se les dotó de mayor pompa, más honda calidad de magia y de misterio. La festividad del Corpus Christi se llenaba así de significación y de vida. La Corona, a partir de Felipe III, protegió visiblemente la realización de la fiesta, aumentándola en brillo, y los municipios se encargaron   —205→   de la preparación y ejecución de los Autos. Una Junta se encargaba de todo lo relacionado con las representaciones, con lo cual el escritor estaba mucho más despreocupado que en las comedias normales, pues no se le planteaban problemas de orden técnico.

Las Comedias, con su visión y dramatización de las leyendas nacionales, vinieron, en cierta forma, a sustituir al Romancero. El propio Romancero pasó a la escena: Juan de la Cueva fue el primero que recurrió a él, con la tragedia sobre los Infantes de Lara. La primera comedia que conocemos de Lope (la única en cuatro actos), Los hechos de Garcilaso de la Vega y Moro Tarfe, que debió de escribirse antes de 1585, emplea el romancero en su trama. También lo hizo en otras varias posteriores. El Cid creado por Guillén de Castro es, en el fondo, un hábil zurcido de romances. Sí, el teatro volvió decidido por los temas nacionales. La antigüedad se retiró del campo de lucha, refugiándose en los libros de los sabios, o tuvo que resignarse a ser interpretada de un modo bien distinto a su empaque nativo. El mundo pastoril, en sus novelas, églogas, etcétera, también encontró un refugio. Pero del teatro desapareció muy pronto. Los temas sagrados, que habían sido cultivados durante la primera mitad del siglo XVI, en loas, autos, etc. (la herencia de Juan del Encina, de Lucas Fernández, de Gil Vicente), se fueron materializando en otros tipos de religiosidad, predominando el sistema de actualizar, desde un ángulo de sencillez terrena, el misterio religioso, la voz de la gracia. Todo se fue relegando a una zona de erudición o de inactualidad, para dejar paso a la brillante verdad del teatro, que hizo de todo una visión de la vida.

También fracasó el intento de acomodar las tragedias humanísticas. Juan del Encina, y en cierta forma Torres Naharro, lo habían intentado. Hoy los nombres fieles a ese sistema quedan relegados a la erudición o a   —206→   las curiosidades de los historiadores. Pero no concebimos de manera alguna su mensaje. Juan de la Cueva, que empezó con tragedias de temas antiguos, recayó en lo popular. Y en su Ejemplar poético expone ideas que andan muy cerca, en lo esencial, de las de Lope.

Cervantes había escrito comedias. Su afán habría sido el de ser un trágico, no un novelista. Resulta interesante por demás la actitud de Cervantes, renunciando a la tarea de dramaturgo por reconocimiento de las excelsas calidades de Lope77. Sin embargo, en La Numancia, Cervantes había logrado la fusión del sentido de la tragedia antigua, de corte clásico, con el colectivo mensaje de la realidad española. En fin, por numerosas vías, que vemos venir, desde dentro y desde fuera, se va dando extrañamente, como un prodigio más, la conjunción de caminos y de actitudes que lleva   —207→   a una confluencia: Lope de Vega. El tiempo, las modas, las necesidades materiales, las curiosidades literarias, todo se va disponiendo para dejarle paso, milagrosamente casi, en la escena. Una vez llegado a ella, la va a llenar durante medio siglo gloriosamente. Las bizarrías de Belisa, su última comedia, tiene el frescor y la verdad que puede tener cualquiera otra escrita diez, veinte o treinta años antes.

La polémica entre los seguidores de las unidades clásicas de la retórica aristotélica y sus contraventores ha levantado una polvareda que quizá ha imposibilitado la visión clara de muchas cosas. Lope no decidió, realmente, su manera de hacer teatro, sino que se la encontró ya presentida. El problema de las unidades es secundario: lo importante era mirar el mundo, la circunstancia, y sacar de ella los conflictos permanentes. Y esto ya lo había hecho Lope de Rueda, a quien Lope recuerda con elogio, al que Cervantes cita con amor y nostalgia, al que celebran como padre del teatro multitud de escritores agudos de su tiempo. En Lope de Rueda se daba junta la doble circunstancia de ser autor y representante él mismo, y haber recorrido ciudades y ciudades de España representando, mirando. Nadie antes de Lope ha vivido y trabajado en tan cercana comunión con la colectividad78. Tenía Lope de   —208→   Vega este ejemplo vivo y fructífero de cómo es menester entregarse al público, cómo la escena impone también sus condiciones. En lo que a teatro se refiere, eso era lo más inmediato y deslumbrante que la especial naturaleza del Fénix había conocido, ya que La Celestina era un libro de pura lectura, venero de experiencias interiores, como lo prueban las huellas que deja en Lope, pero no algo que entre por los ojos, con el timbre de voz de cada día.

En Lope de Rueda logró la escena española, gracias a la conjunción en una sola persona del autor y el representante, improvisador y empresario, un estrecho contacto con la realidad. Y a la vez, dado el origen italianizante de sus tramas y de su ademán teatral, no perdía de vista muchas cosas que el Renacimiento había puesto en circulación. Se juntaban ya en el batihoja andaluz las corrientes que veremos plenas de sentido y resueltas en frutos en la obra de Lope de Vega. De esa vertiente renacentista, de unión del autor y el representante (como Shakespeare y Jonson en Inglaterra; Fiorillo en Italia; Hardy y Molière en Francia),   —209→   Lope de Rueda fue en España la experiencia con más valiosos resultados. La comedia humanista iba reduciéndose a un quehacer de salón, erudito, libresco, falta del calor que daba el diario trajín de las representaciones.

Pero queda una identificación aún más fructífera para el lado español de la comedia: la del autor teatral con el hombre de religión. Más vieja, más remota unión que la del autor y el actor. Con el Renacimiento esa unión se quebranta en muchos sitios o cambia de signo. En España sigue fluyendo, viva, recreadora, y hasta podríamos decir que se anuda con nuevas dimensiones: «La lista de religiosos, curas y frailes, que en los siglos XVI y XVII escribieron para el teatro español, es magnífica y brillante sin par: Encina, Naharro, Castillejo, Palau, Cueva, Bermúdez, Argensola, Amescua, Valdivielso, Tárrega, Montalbán, Arteaga, Diamante, Villaviciosa y muchos más, eclipsados todos por los tres astros: Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca. Desde que la Compañía de Jesús cultivó el teatro en sus escuelas de latín, puede decirse que la participación de la gente de hábito en la producción escénica se generalizó. Por muy impetuosamente que afluyesen desde el mundo antiguo y desde Italia, antiguos y profanos temas y formas eran impulsados al viejo lecho que la corriente eclesiástica y popular abriera. Los reparos opuestos reiteradamente por gentes poseídas de celo religioso a la admisibilidad o a los abusos de las representaciones dramáticas (sobre todo entre 1586 y 1600) fueron arrollados o pudieron ser sorteados. Una vez que nuestro Lope hubo alcanzado sus primeros éxitos, los defensores de las categorías aristotélicas de tiempo y espacio fueron desoídos o se rió de ellos la gente»79.



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ArribaAbajoCaracteres del teatro de Lope

La inmensa producción dramática de Lope de Vega fue publicada en 25 tomos o partes, en la siguiente forma: los ocho primeros salieron a la luz sin la intervención de Lope, según se deduce del prólogo que encabeza la Parte IX, donde Lope se queja de las intervenciones de libreros, etc., y de que sus obras no fueran en realidad suyas: «Viendo imprimir cada día mis comedias de suerte que era imposible llamarlas mías, y que en los pleitos de esta defensa siempre me condenaban los que tenían más solicitud y dicha para seguirlos, me he resuelto a imprimirlas por mis originales; que aunque es verdad que no las escribí con este ánimo, ni para que de los oídos del teatro se trasladaran a la censura de los aposentos, ya lo tengo por mejor que ver la crueldad con que despedazan mi opinión algunos intereses. Éste será el primer tomo, que comienza por esta novena parte, y así irán prosiguiendo los demás». Lope imprimió por sí mismo las partes IX a XX; su yerno, Luis de Usátegui, imprimió hasta la XXV. Otros tomos se llaman extravagantes, fuera de la serie impuesta. Además, muchas comedias han llegado a nosotros en ediciones sueltas, donde abunda la irrespetuosidad para con el texto original, mediante adiciones, retoques, supresiones de trozos enteros por razones de la adaptación a escena, etc. Se conservan además manuscritos de comedias de Lope en las bibliotecas Nacional y Real de Madrid, en la de   —211→   Parma, en Londres, Estados Unidos y Viena. Entre estos manuscritos hay algunos autógrafos.

En ese teatro está todo, lo antiguo y lo moderno, lo nacional y lo extranjero; Lope supo fundir en una unidad admirable todos los elementos, formas o procedimientos que en las letras españolas corrían antes de él, ya maduros, ya embrionarios. Esquilmó al servicio de su comedia lo mismo lo sagrado (narraciones bíblicas, leyendas hagiográficas) que lo profano, culto y artificioso (lo pastoril, lo caballeresco). Supo vestir todo ese mundo libresco con elementos extraídos de la realidad inmediata, especialmente con los de tradición popular (cantarcillos, refranes, supersticiones); conoció todo el arsenal literario que su época tenía en circulación: historias antiguas (Herodoto, Ovidio, Horacio) y renacentistas italianas (Boccaccio, Bandello, Giraldi Cintio). Utilizó de manera asombrosa las Crónicas españolas y el Romancero épico. Manejó y adaptó los hallazgos dramáticos y cómicos de La Celestina y supo apreciar su trascendencia humana y artística; llegan a su voz, transformados en aliento nuevo, los recuerdos de Juan del Encina, de Torres Naharro, de Lope de Rueda. Aprovecha y encamina definitivamente los atisbos de Juan de la Cueva en lo que suponía acercarse a la tradición oral. Todo ello fue seleccionado, meditado e incorporado a su más honda vena y recreado en el inmenso caudal de sus comedias.

Lope fijó en una fórmula, seguida con extraordinarios frutos por sus discípulos y continuadores, el teatro nacional. Él supo entrever cuál era, en lo esencial, el medio dramático que llegaría más hondamente a sus contemporáneos. Volviendo a la historia nacional, se adentraba en un trasfondo confuso, donde vivían, adormecidas, las justificaciones de un proceder y de una actitud histórica. Sería ingenuo pensar que el espectador de Lope, como el de Shakespeare, siguieran minuciosamente,   —212→   como el selecto público actual de los teatros, el complicado desarrollo del ánimo en los personajes, en Hamlet, en el Rey Don Pedro. El público se divertía con las procacidades, las bromas, los cantos, la pompa de la declamación, las venganzas, los crímenes: la acción, en una palabra. El teatro español y el inglés han hablado directamente a un público que ya estaba enterado de muchas de las cosas que en la escena iban a suceder, a diferencia de lo que pasó con el teatro francés80, que siguió otros rumbos. Pero tanto Lope como Shakespeare supieron bordear en sus dramas las dos vertientes, la culta y la popular, y así, sin perder pie en la tierra sobre la que realmente vivieron y padecieron, el Cid, el Rey Don Pedro, Enrique V o Ricardo III eran, a la vez, nueva creación. Un romance, una canción, un episodio o aventura conocidos bastaban para realizar el portento.

Lope buceó en lo hondo de todas las tradiciones de matiz heroico. Planteó problemas de los que al final del siglo XV surgieron a cada paso, con la liquidación de las formas feudales; en ellas el pueblo veía cómo se asentaban sus derechos y sus formas de vida (las que aún estaban vigentes, las que causaban su gloria imperial, ya en declive) y se imponían gracias a la ayuda de la Corona. El sentimiento monárquico es clave para la intelección de toda esta ladera del teatro lopesco. El villano se siente identificado con su rey, por encima   —213→   de intereses privados o momentáneos, y unido con él en la común lucha contra el noble levantisco o cruel y contra los enemigos externos. Peribáñez, Fuenteovejuna, El mejor alcalde el Rey, etc., son las pruebas de esta maravillosa identidad.

Todo esto está, además, respaldado por otra identificación. La unidad nacional, el acorde de la colectividad en la historia ha tenido un evidente rasgo: la ortodoxia religiosa. Todo español se sabía heredero de una casta que luchó durante siglos por imponerse a otras de distinta, aunque cercana, religión. Después de las meditaciones de Américo Castro sobre la forma de vida hispánica, vemos claramente lo que suponía para el español, ya instalado en la monarquía de derecho divino, su condición de católico. Sobre este signo, la comedia de Lope es nacional, dando a la palabra una resonancia que difícilmente ha tenido en las hasta ahora frías elucubraciones históricas. Representa cumplidamente a esas «almas de creencias translúcidas y sin tacha, como signo de la dimensión hispanocristiana del español imperativo y triunfante sobre los no cristianos dentro de su tierra, sobre los protestantes en Europa y contra toda forma de religiosa discrepancia, en un sueño delirante de dominación universal». Lope de Vega supo integrar así, en personajes de una sola pieza, las dimensiones sociales e individuales del español.

Por esto nos aclaramos que los personajes de Lope sean intolerantes en materia de fe y en todo lo que a extirpación de herejías o a luchas con otras castas se refiera. Que después acuda a esa religiosidad elemental y sencilla, materializada, que venimos destacando largamente, es cosa secundaria. Lo importante es que, en materia fundamental, el dogma y el orgullo que acarrea ser su guardador y propagador está intocable. Los moros que salen en el teatro lopesco, aparte de los casos   —214→   de burla ingenua, están tratados como un episodio más del tradicional heroísmo, de los valores inmanentes del castellano. Están tratados a la española. Así ocurre con la historia de Abindarráez y Jarifa, en El remedio en la desdicha.

Ya hemos destacado atrás, por otras causas, la presencia en el ánimo de Lope de la tradición oral.

De esas minúsculas letras para cantar, Lope saca una comedia entera, un drama estrechamente vivido. La canción andaría de boca en boca. Cuando sonaba en el escenario, el espectador se sentía, súbitamente, dueño del misterio, del desenlace, de la escondida razón que había producido aquello. Una estrecha corriente de simpatía y de agradecimiento debía establecerse de inmediato. De esa aquiescencia, de esa complicidad han salido los momentos más llenos de temblorosa poesía en el teatro de Lope. Todo El Caballero de Olmedo, por ejemplo, ya citado. Todos saben que Don Alonso va a morir, que terminará por morir. El gran personaje de la comedia es la muerte, con su secuela natural de tristezas y desencantos. Personaje que anda a nuestro lado a las primeras palabras, y que no se ve. Los pinares, la nocturnidad, la terquedad y nobleza innatas en el hidalgo, todo son caminos para morir. La canción suena y resuena en los momentos de mayor desasosiego y patetismo. Si a esto añadimos que la canción la hemos cantado en la escuela y que los pinares donde Don Alonso muere existen todavía, vemos cómo Lope es todavía nuestro, nacional, popular, voz entera de cada circunstancia.

Y todo el mundo de lo popular hay que vestirlo, al dramatizarlo, con armónicos de igual sentido. De ahí la excelente maquinaria de estas comedias en lo que se refiere a tradiciones locales, refranero, apariciones, agüeros, milagrería, etc. El presagio está a la vuelta de cada escena. No se obra por razón, sino por corazonadas.   —215→   El Caballero de Olmedo es ejemplo siempre excepcional; lo mismo ocurre con El rey don Pedro en Madrid.

El tema del honor es otra gran cuerda de la comedia clásica. Se ha venido diciendo mucho tiempo que el teatro de Calderón era el que verdaderamente estaba preocupado con los temas del honor en la comedia española. Pero, en esto como en todo, el tema y el desenvolvimiento ya estaban en Lope de Vega. La diferencia está simplemente en que Lope, siempre mirando al hombre concreto, dramatiza las complicadas o dolorosas situaciones que puedan producirse en un conflicto de este tipo, en tanto que Calderón, intelectual, dramatiza el tema mismo. Por eso Calderón da forma dramática a muchos casos que en Lope estaban solamente insinuados, entrevistos. O vistos y no totalmente desarrollados. Todas las ideas sobre la honra, la fama, etcétera, ya están expresas en el teatro de Lope. Y llevadas hasta el villano, al que se hace depositario de este noble caudal porque en su ignorancia o su no ocuparse en tareas que antes habían sido exclusivas de las castas vencidas (judíos, moriscos, etc.) se le veía exento de mácula, es decir, cristiano viejo, de lo que alardeaba tantas veces y tan seriamente Sancho Panza, o lo que es Peribáñez, o el alcalde de Zalamea81.

Este aliento popular que llena el mundo de la dramaturgia lopesca hace que sea muy difícil, en multitud de ocasiones, hallar un personaje fundamental que tenga los acusados perfiles del prototipo, destacado de la página al mito. El teatro de Lope, generalmente, no es teatro de un protagonista, sino que a veces es de varios, y en ocasiones es difícil establecer una jerarquía, dado el papel preponderante, o muy importante al menos, que varios personajes desempeñan. En El Caballero   —216→   de Olmedo, por ejemplo, de los personajes visibles (ya he dicho que el verdadero personaje es la muerte, amenazante desde el principio, colgada de cada presagio), Don Alonso es, sí, el primero. Pero no podemos negar igual validez a Fabia, reencarnación de Celestina, o a Doña Inés, la amada del caballero. En Peribáñez vemos cómo van adquiriendo modos, estilos de vida y de pensamiento los labriegos que en torno a Peribáñez se mueven. Y Casilda o el Comendador tienen también derecho a ser considerados eminentes. Cuando el valor colectivo desborda, por así decir, el marco de la comedia, es cuando podemos apreciar mejor el problema del personaje en Lope: Fuenteovejuna es el ejemplo insigne. El protagonista es la colectividad, sin nombre destacado, anónimo conjunto del mediano y el bajo, del artesano y el labriego, del clérigo y del laico. Pueblo. Esta dispersión de un valor dramático existente en otras zonas de teatro es lo que lo ha hecho tachar, equivocadamente (el teatro de Lope es así, y no hay por qué aplicarle criterios válidos para otros), de rápido, de improvisado, de desdibujado, etc. Lope ve sus héroes como en la vida están, haciéndose día a día, en lucha continuada con otros personajes que a su lado pululan. No es mal hallazgo haber visto los conflictos. Destacarlos entre esquemas o héroes concretos lo hará luego Calderón. Buen punto de referencia es El alcalde de Zalamea. Lope ha hecho un alcalde que es un buen hombre, sin el acusado rasgo del calderoniano: como seguramente es un alcalde. Y le dio dos hijas, seducidas las dos. Calderón, teatralmente ya, supo condensar la acción, y poner el acento sobre las situaciones de más congojoso patetismo.

También pasa de Lope a sus seguidores, además de la estructura externa de la comedia, la distribución de ciertos personajes. Así ocurre con el gracioso, contrafigura del héroe, al que Lope da límites definidos y sistemáticos,   —217→   incorporándole a la comedia para siempre. Es la dignificación, o la dotación de categoría estética, literaria, del antiguo bobo, parvo, o pastor del teatro primitivo, que se había ido desenvolviendo durante el siglo XVI. Como contrafigura que es del héroe, representa lo contrario de lo que sublima constantemente el personaje central. El héroe es la nobleza, el gracioso no tiene sentido del honor, ni le preocupa; el señor es animoso y decidido, valiente: por cualquier menudencia sacará su espada y estará dispuesto a límites heroicos de abnegación y de sacrificio: el gracioso está siempre en la puerta del miedo, y con la puerta bien abierta. El señor amará con encendidos conceptos, con palabrería enamorada y jugosa, presenta unos caracteres que el plebeyo no comprenderá jamás; aparte del gozo de la amada, el caballero se enreda en celos, en apasionamientos, en venganzas y despechos, en delicados tormentos espirituales. Para el gracioso, el amor es su faceta más baja y elemental. Mientras el señor ve en su amor ideales, el lacayo recuerda solamente sus frecuentes relaciones con mujeres asequibles y nada dadas a la literatización. En fin, la glotonería, etc., son rasgos suyos. Esto no impide que, en alguna ocasión, el gracioso desempeñe algún cometido importante.

Las criadas suelen andar en correlato con el gracioso, si bien no tengan tan acusados sus rasgos paródicos o de contrafigura. Lope sabe presentar estas parejas secundarias, que acaban en boda casi forzosamente, ya que sus señores se casan. Casi es una obligación para la criada el casarse con el criado, sin que hayan mediado los largos parlamentos amorosos que los señores han tenido. Andando el tiempo, ya en los finales del ciclo calderoniano, los escritores sacarán al primer plano de la acción al criado, convirtiéndole en el personaje central, y desplazando al héroe a una nublada segunda fila. Es en los casos en que ya el héroe   —218→   no tiene esa nobleza y arranque típicos del personaje lopesco. Ocurre esta trasmutación en el teatro de Mareto, por ejemplo (El desdén con el desdén, El lindo don Diego, etc.). De todos modos, no conviene confundir al gracioso con los bobos tradicionales, cuyo camino, es cierto, sigue, pero está matizado de un indudable papel dramático que no suele tener el antiguo parvo. Éste hace solamente reír. El gracioso, a veces, puede hacer reír, pero quizá no es ése su papel fundamental. Está incluido en la obra enteramente, haciendo un acorde de voz entre todas las voces. Resulta, pues, complementario. Los parvos, etc., aparecen algunas veces en el teatro de Lope como tales bobos, y nadie se acuerda de ellos como algo nuevo y diferente, con personalidad plena, que es lo que ya tiene el gracioso. En cambio, el gracioso, o figura del donaire, no es exclusivamente divertido.

Montesinos ha visto agudamente en qué consiste la personalidad del donaire. Lope no se propuso, como es natural, borrar los rasgos todos de sus héroes con las bromas o chocarrerías del criado. Si ése hubiese sido el propósito que le informó, resultaría trocada la jerarquía de la comedia: el galán sería el gracioso, y el gracioso el héroe. Lope se propuso, con el gracioso, una ejemplaridad moral, un procedimiento para extraer de la bajeza y de los sentimientos groseros una ejemplaridad o un escarmiento. «Las gracias del gracioso son de naturaleza ética; pero el mismo personaje interviene en otros momentos y según su índole, en que no hay graciosidad aparente. Bajo todas sus formas es de la esencia misma de la concepción lopesca del mundo. Por eso se destaca tan acusadamente en la comedia: por sus cambiantes, por sus múltiples significaciones -por su frecuencia también-, mientras que los Pelayos,   —219→   los Batos, etc., apenas merecen ser tenidos en cuenta»82.

Se dice en algunos sitios, y no sin razón a veces, que en lo que se relaciona con la economía total de la comedia, Lope suele desmerecer en el tercer acto. En algunos casos, es cierto. En tan copiosa producción, asaeteada de mil diversas circunstancias, podemos encontrar otras tantas irregularidades o impremeditaciones. Pero, aparte de que esta afirmación supone una falsa manera de hacer crítica, hay que destacar los aciertos enormes de esas mismas comedias en las que «desmerece» un acto. Ejemplos pueden ser Los Comendadores de Córdoba o El marqués de Las Navas. En esta última, el amontonar los materiales que han dado origen a la comedia en el final, es lo que provoca una sensación de hallarnos en un mundo diferente al exquisito tacto y sin igual finura de los dos primeros, en los que Lope ha hecho una delicada pintura del ambiente y de personajes extraordinarios. Solamente el pie forzado del tema, que esta vez no se mezcla en la creación total, es lo que desmaya: es decir, lo que no es Lope. Cuando ese material se incorpora plenamente a la vivencia creadora, entonces la comedia alcanza un dramatismo poderoso: es el caso de El Caballero de Olmedo. De todos modos, siempre, incluso en las comedias menos consideradas, nos encontramos con Lope en algún rinconcillo (busquémosle, que de seguro aparece), donde en escenas de encendido lirismo o de cordial vida dialogada se supera lo que de borroso o lejano pudiera haber en la trama.

  —220→  

ArribaAbajoEl «arte nuevo de hacer comedias»

Todo el teatro de Lope supuso una rebeldía frente a las normas cultas, eruditas, de la escena hasta entonces literaria, es decir, contra las normas que él aprendería en los tratados de retórica y poética que manejase, ya niño, en el Estudio Imperial de los Jesuitas, y más tarde en la Universidad de Alcalá. Una codificación que sometía al Arte riguroso de las unidades de lugar, tiempo y acción todo el desenvolvimiento de la comedia. Lope de Vega era consciente de este problema y sabedor de la superioridad de sus procedimientos. En Lo fingido verdadero, oímos el siguiente diálogo:

CARINO
Representa como sueles,
que yo no gusto de andar
con el arte y sus precetos.
GINÉS
Cánsanse algunos discretos.
CARINO
Pues déjalos tú cansar;
deleita el oído y basta,
como no haya error que sea
disparate que se vea.

En 1620, en la dedicatoria de La mal casada, dirigida a un jurista ilustre, don Francisco de la Cueva, dice el Fénix: «Atrevimiento es grande dar a luz en nombre de vuestra merced esta comedia, pues siéndole tan notorios los preceptos, no le ha de parecer disculpa haberse escrito al uso de España, donde fueron culpados de su mala observancia los primeros por quien fue introducido... En ellos tuvo principio; no ha sido posible corregirle en tantos años, así en los que las oyen como en los que las escriben, pues aunque se ha intentado, sale con infelice aplauso las más veces, dando mayor lugar a los espectáculos y invenciones bárbaras que a la verdad del arte, tan lamentada de los críticos inútilmente».   —221→   Cuatro años más tarde, en la dedicatoria de Virtud, pobreza y mujer, hecha al poeta italiano Juan Bautista Marino, expresa con toda precisión: «En España no se guarda el arte, ya no por ignorancia, pues sus primeros inventores, Rueda y Navarro, le guardaban, que apenas ha ochenta años que pasaron, sino por seguir el estilo mal introducido de los que les sucedieron».

Sin duda alguna, y la crítica de Torres Rámila83 es prueba más que suficiente, en los medios cultos, la comedia de Lope tenía que ser atacada. Abundan testimonios de Lope que así lo reflejan. El teatro de Lope estaba en franca rebeldía frente a las minorías frustradas, partidarias de la rígida retórica y del respeto a la tradición grecolatina. La polimetría abrumadora, la repartición de las escenas en lugares muy alejados y el salir los personajes en diferentes épocas de su vida era una larga serie de herejías contra la norma aristotélica. Lope se creyó en la necesidad de escribir una especie de justificación o de disculpa de su teatro. En 1609, a los cuarenta y siete años, Lope publicó el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, poema en endecasílabos sueltos, inestimable para ver lo que él pensaba, en la cumbre de su madurez y de su facilidad creadora, sobre su teatro.

Para Marcelino Menéndez Pelayo, gran conocedor y admirador del Fénix, es necesario acudir a ver el doble hombre que es Lope de Vega: uno, el gran poeta popular de la escena; otro, el artístico de las Rimas, las églogas, los poemas cultos. Este último está bien empapado de los poemas latinos e italianos. Y es este último el que habla con enorme desdén de su producción popular, especialmente del teatro. «Con su alma   —222→   de poeta nacional, Lope tiene conciencia más o menos clara de la grandeza de su obra, y la lleva a término sin desfallecer un solo día. Pero al mismo tiempo se acuerda de lo que le enseñaron, cuando muchacho, ciertos libros llamados Poéticas, en los cuales, con autoridades mejor o peor entendidas del Estagirita y del Venusino, se reprobaban la mezcla de lo trágico y lo cómico y el abandono de las unidades. De aquí, contradicción y aflicción en su espíritu». Menéndez Pelayo insiste en ver en el Arte nuevo una palinodia lamentable84.

El propio Lope, quizá, con sus frecuentes declaraciones sobre su teatro ha ayudado a esta superficial explicación. Muchas veces, en prólogos y cartas alude a que escribe por dinero, y no le importa lo que digan los críticos; que sus versos son mercantiles, etc. Desprecia siempre que puede al auditorio, y, en fina mezcla de socarronería y verdad, le llama bárbaro e ignorante. Del mismo Arte nuevo son los versos que se han convertido ya en muletilla de cualquier aficionado a la literatura española:


y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron;
porque, como los paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.



Sin embargo, no es tan ligera broma el Arte nuevo. Si tiene alguna concesión a las circunstancias, tiene también muchas afirmaciones útiles, necesarias de todo punto para la comprensión de la comedia lopesca, hechas, por añadidura, por la persona más capaz para hacerlas: nada menos que por el fundador de todo un sistema de dramaturgia que alcanzó el más alto nivel: el de ser expresión total de una colectividad.

  —223→  

Se debe a Menéndez Pidal, el gran maestro de la crítica y de la investigación literaria española, un delicado estudio sobre el Arte nuevo85. A él hemos de referirnos constantemente, porque aclara multitud de extremos de inexcusable atención. El Arte nuevo debe ser considerado con cuidado y generosamente, ya que es la justificación hecha por el hombre que llevó a cabo una de las aventuras artísticas más importantes de los tiempos modernos, como es la creación de un teatro nacional. Habrá que insistir muchas veces, hasta la machaconería o la tozudez, en ciertos extremos que parecen olvidados. Pero la historia española presenta, como ninguna otra, tal memoria de prodigios artísticos que es necesario no descuidar lo que siendo fundamental, corre el riesgo de ser menos valorado o desdeñado ante nuevos modos de pensar o de hacer la historia. Y Lope de Vega es una personalidad señera. No lo descuidemos, pues. Y el Arte nuevo fue escrito por Lope con toda lucidez y responsabilidad. Veamos cómo.

En primer lugar, conviene no hacer mucho caso de ese constante vituperio de las propias dotes y de la propia obra, pequeña coquetería que, común a los espíritus románticos, no encierra más que palabras. Lope estaba muy orgulloso de su tarea y de su producción, y hay pruebas más que suficientes. Baste recordar la preocupación que le asalta ante la idea de sus comedias mal editadas. Hay que mirar más a otras declaraciones menos frecuentes, pero quizá dichas con más hondura y mayor verdad por lo tanto.

Cuando Lope nace a la producción poética, el romancero era la expresión más clara de una poesía natural, que brotaba lozana y espontánea, sin necesidad   —224→   de primores ni de cultivos extraños. Muchos de sus romances fueron recogidos por el Romancero general. Cuando este romancero se reeditó en 1604, el prólogo encarecía la calidad de la poesía natural, la romancística, que no se preocupaba de las imitaciones y adorno de los antiguos. Por el contrario, son manifestación de un ímpetu altísimo, que no excluye las preocupaciones del Arte, sino que las vence, «pues lo que la naturaleza acierta sin el arte es lo perfecto». Ideas parecidas se encuentran fácilmente por Europa, como consecuencia de la valoración renacentista y neoplatónica de la naturaleza, de donde había salido exaltada. Lope estaba lleno de estas ideas, ya desparramadas y diluidas en la cultura general de mediados del siglo XVI. Lope conocía el dicho ciceroniano de que «eran mejores las [cosas] que la naturaleza hacía que las que el arte perficionaba». Por eso justifica la aparición de unos romances entre otras poesías en verso largo (aparte de decir que él juzga análogo y aun superior ese verso a los italianos), de esta manera: «y soy tan de veras español, que por ser en nuestro idioma natural este género, no me puedo persuadir que no sea digno de toda estimación». Si ahora recordamos en qué honda y misteriosa profundidad del teatro y de la obra de Lope está infiltrado el Romancero, no nos extrañará que también el teatro sea una poesía natural, alejado de los tratadistas y retóricos. Y, sin embargo, esa vía de lo natural es también renacentista, como lo era la erudita y libresca de las unidades. Lope escoge una de ellas, la que mejor iba con su índole propia, y abandona la otra, que acaba por extinguirse, vacía de sentido, o reaparecerá solamente en períodos de erudita exacerbación. Lope no se cansó en toda su vida de predicar, con elogio, este camino de lo natural, valorándolo como inspiración innata, comparándolo con la fertilidad de la Naturaleza: «la abundancia, que algunos desestiman,   —225→   a mí me persuade con el ejemplo de los campos; que el concierto breve de los cultivados jardines es inferior a la inmensa copia de la naturaleza, que en su variedad ha puesto hermosura».

Frente a natural, en tiempo de Lope, arte significaba el artificio con que el poeta podía perfeccionar lo que la naturaleza daba; para Lope, además, significaba arte los preceptos tradicionales para guiar al escritor, encauzarle, preceptos inútiles en su mayoría. Que Lope lo sabía muy bien lo revelan testimonios de sus comedias. En Del mal, lo menos, se lee:


hay preceptos en los cuentos,
hay arte también o artesa,
que hay personas que sin arte
no escribirán a su abuela,
porque lo manda Platón
y Aristóteles lo enseña.



Y en otro pasaje de la ya recordada Lo fingido verdadero, lo leemos sin que nos quede reserva alguna:


-¿Quieres el Andria de Terencio? -Es vieja.
-¿Quieres de Plauto el Mílite glorioso?
-Dame una nueva fábula que tenga
más invención, aunque carezca de arte,
que tengo gusto de español en esto,
y como me lo dé lo verosímil,
nunca reparo tanto en los preceptos,
antes me cansa su rigor, y he visto
que los que miran en guardar el arte
nunca del natural alcanzan parte.



(Advirtamos que esta apología de lo natural se refiere solamente al romance y a la comedia, no a otros tipos de poesía.)

Después de estas consideraciones, lo que se impone es buscar dónde Lope ha sido más consecuente con lo   —226→   que de él conocemos, tanto vivido como escrito. Menéndez Pidal se ha fijado en el lema que encabezaba las Rimas de 1602: Virtud y nobleza, arte y naturaleza. (Del tal emblema, Góngora se burló despiadadamente.) Pero ahora ya sabemos que para Lope, Naturaleza es más que Arte. Y si procuramos entender igual la otra mitad, la nobleza, lo generoso del espíritu, más valioso que la simple virtud, normativa o hueca. Y efectivamente: en esas estimaciones totales, con una sola parcelación, Lope destaca que el delito de amores es siempre perdonable, siempre justificado. También el amor es natural: El Lope que tantas y tantas encontradas opiniones hallaría por su natural apasionado lo sabe: «Ya estos delitos míos corren con mi nombre; gracias a mi fortuna, que no me han hallado otra pasión viciosa, fuera del natural amor». Y estos yerros, como tantísimas veces a lo largo de sus comedias, eran yerros muy dignos de alcanzar el perdón. Si tantas veces estamos viendo cómo en Lope de Vega vida y literatura andan aunadas, estrechamente entrelazadas, no nos puede extrañar nada este estrecho correlato entre lo natural de su mejor creación y lo natural de sus yerros. Menéndez Pidal ha destacado en admirables palabras, cómo el perdón le alcanza también, a él, Lope: «cuando por esos delitos de amor parece que va a naufragar en erotismo fisiológico, lanza siempre feliz su nave... por altos mares de poesía; cuando nos parece arrastrado por el rebelde egoísmo del Don Juan, del hedonista, le vemos promover con igual efusión poética el paso del amor al cariño compasivo, en el tiempo en que la raptada Belisa o la adúltera Amarilis no le ofrecen ya sino la calamitosa compañía de una tísica o una demente. Yo quisiera que en la futura biografía de Lope, los versos a estas dos penosas enfermas pesasen tanto o más   —227→   (más años, más alma, más poesía) que las sacudidas contra los preceptos morales, en exceso famosas»86.

En consecuencia: después de estas observaciones, queda claro que Lope ve la relación entre lo vital y lo literario. La virtud se puede atropellar, especialmente por el amor, y entonces la nobleza es un gran refugio. El arte puede, y aún debe, ser violado o menospreciado, para conseguir esa poesía alta, sin trabas, que proyecta, caudalosa, la naturaleza.

Con todos estos supuestos, el Arte nuevo se perfila agudamente. No es una palinodia, ni una exculpación, como quería Menéndez Pelayo, sino una consciente afirmación. Lope dudó siempre de los preceptos, ya desde que empezó a conocerlos. Los cánones no podían servirle más que para coartar lo mejor de su prodigiosa fluencia, y para desfigurar la vida que él veía a su alrededor, contradictoria, entremezclada y siempre natural y portentosa. El verso recordado, en el que se dice que los que miran de guardar el arte nunca alcanzan parte del natural, es definitivo y clarividente. El Arte nuevo se declara no guardador del respeto a la poética aristotélica, para mejor reflejar lo natural y así dar cabida en el teatro, a la vez, a lo cómico y a lo trágico, lo noble y lo plebeyo. Este tipo de comedia era anatematizado por todos los tratadistas renacentistas, que llamaban a su fruto monstruo hermafrodito. Lope, bromeando, se hace dueño de ese calificativo y desvía el cauce con eficacia hacia su creación:


[...] es forzoso
que el vulgo con sus leyes establezca
la vil quimera deste monstruo cómico.



Lessing, en su Dramaturgia, ya en la puerta del siglo romántico, valoró y destacó este trozo del Arte nuevo,   —228→   viendo que Lope probaba la superioridad de la imitación de la naturaleza. El Arte nuevo, entre broma o no broma, arrincona toda la preceptiva neoaristotélica, reverencialmente acatada en todas partes, y descubre que la mezcla de lo trágico y lo cómico es del agrado del hombre moderno. En esos versos se está estrenando una fuente nueva de belleza o de placer estético hasta entonces desconocida.

Después de declarar esta falta de respeto a los preceptos,


([...] pues contra el Arte
me atrevo a dar preceptos y me dejo
llevar de la vulgar corriente, adonde
me llamen ignorante Italia y Francia)



os encontramos con la segunda afirmación importante del Arte nuevo: el gusto o placer motivado por la obra literaria ha de ser norma superior a cualquiera otra. Así es como Lope impone en el teatro leyes hasta entonces desusadas, que colmarían de indignación a los buenos observadores de la tradición cultural grecolatina: el ordenar el interés de la trama con arreglo a determinadas condiciones87; la polimetría del verso, cosa   —229→   verdaderamente inaudita88; el no hacer caso de las unidades89, etc. En lo que a las unidades se refiere, Lope declara su acatamiento a la unidad de acción. Las otras dos son consideradas inútiles y molestas. Se declara partidario de poner en la comedia todo cuanto interese y divierta al espectador; recordemos la identificación de Lope con su público, y esto es lo que hay que leer en los versos famosos, ya citados atrás:


[...] es justo
hablarle en necio para darle gusto.



Interpretarlos desde el lado totalmente ramplón y vulgar es olvidarnos de quién los escribió, con su conciencia plena de transformador, de rebelde. No podía pensar solamente lo negativo quien, versos después, añade, orgulloso de su trabajo:

  —230→  

    Pero ¿qué puedo hacer si tengo escritas
con una que he acabado esta semana
cuatrocientas y ochenta y tres comedias?
Porque fuera de seis, las demás todas
pecaron contra el arte gravemente.
Sustento en fin lo que escribí, y conozco
que, aunque fuera mejor de otra manera,
no tuvieran el gusto que han tenido:
porque a veces lo que es contra lo justo,
por la misma razón deleita el gusto.



Por otra parte, no se debe pedir al Arte nuevo una erudición improcedente. Lo que en ella se dice está respaldado por los tratadistas más en circulación de su tiempo. Las comparaciones con otras circunstancias parecidas son huecas palabras. Lope no se empeñaba en desentrañar a Aristóteles, como hará después Corneille, porque no lo necesitaba. Corneille es un súbdito de la retórica antigua; Lope, como dice Menéndez Pidal, crea un estado nuevo y libre. Pasión de ataque, tampoco tenía por qué tenerla. Es inútil comparar el Arte nuevo con el manifiesto del Cromwell, de Victor Hugo, al que acostumbramos a juntar la victoria romántica. No: «Victor Hugo reñía una batalla triunfal, pues la victoria romántica estaba obtenida ya en Alemania y en Inglaterra, mientras que Lope no era posible soñase con derribar de un primer golpe las aras del clasicismo, que no podrán caer sino dos siglos después». Y digamos que Victor Hugo recordaba, en ocasión memorable (el Prefacio del Cromwell), los versos del Arte nuevo:


y cuando he de escribir una comedia
encierro los preceptos con seis llaves.



En consecuencia, el Arte nuevo es el acto por el cual Lope saca la comedia de las páginas envejecidas de los   —231→   retóricos para llevarla, con todo mimo, en medio de la vida. Y esto desde sus principios hasta la última comedia escrita, sin desmayos, sin dudas que alterasen su decidido caminar90.


... Hacer versos y amar,
naturalmente ha de ser,



dice en El remedio en la desdicha. Tampoco la duda ha perturbado el fluir de sus versos y de su vida misma91.




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