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Los amores de Favila y Doña Luz

Emilia Pardo Bazán

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)






Más patrañas

Pasar en Toledo ocho o diez días, sin otro propósito ni ocupación que empaparse de su ambiente y recorrer sus callejuelas intrincadas y sus costanillas y rodanderos1; vagar por entre maravillas artísticas en completa soledad, excitar la fantasía, salir momentáneamente de la realidad vulgar y no contar alguna mohosa leyenda... no cabe en lo posible.

   Diréis tal vez que las leyendas no encajan bien en el marco de la vida contemporánea. Es un error. Nuestra vida está hecha, como decía el gran poeta, de la tela de nuestros sueños: no vivimos sólo en el sentido fisiológico, ni aun en el intelectual: también se vive por la imaginación, y de esa vida nace muchas veces el arte. No hay artista contemporáneo, no hay siquiera aficionado a la belleza artística, que no viva, por ejemplo, una semana en el siglo XIII, cuatro días en el XVI, quince en la época romana, un mes en Grecia... Todo ello según los gustos, las predilecciones estéticas, las lecturas y la sensibilidad —172— de cada cual. Nuestra fantasía moderna es una planta que toma jugo del pasado; y este fenómeno ya no es de hoy, ni se deriva, como algunos creen, del romanticismo: en el período clásico sucedía lo propio: hoy se evoca la Edad Media, entonces se evocaban las edades paganas, el Olimpo y los Campos Elíseos, pero siempre el ayer, nuestro ayer, quizás hijo nuestro, engendro de nuestra fantasía. Vivamos, pues, por una hora entre los visigodos, y recordemos en qué misteriosas y maravillosas circunstancias vino al mundo el infante Don Pelayo, duque de Cantabria, iniciador de la reconquista y fundador de la nacionalidad española. El verdadero sabor de esta leyenda lo apreciaríais bien si la escuchaseis a orillas del Tajo, en un lugar donde el río ensancha su cauce y se apresura con viva corriente, entre cañaverales espesos, salvias floridas y silvestres heliotropos, para sosegarse cuando besa el pie de la esbelta torre semiárabe conocida por el baño de la Cava2, como si ante el recuerdo más o menos apócrifo de nuestra perdición, el sacro río sintiese melancolía y se deslizase tímido y callado. Allí, al pie de una noria moruna, cuyos cangilones suben llenos de agua fresquísima mientras el labrador de la vega acomoda pimientos y bęrengenas [sic] en una cesta de mimbre para llevarlos al mercado al amanecer, es donde debe escucharse la interesante historia de los amores y desventuras de doña Luz, nieta de Chindasvinto3 y del duque Don Favila, aquel a quien ahogó un oso cazando en los breñales asturicenses. —173—

Ha de saberse, pues, que el rey Egica, ante penúltimo en la serie de los monarcas godos, había subido al trono casándose con la hija de Ervigio4, destronador de Wamba5. Egica era sobrino del desposeído rey, y Ervigio, al darle la mano de su hija Egilona6, le hizo jurar que ampararía a toda su raza y que jamás trataría devengar el destronamiento de Wamba y el veneno que le había propinado para volverle chocho y lelo. A pesar del juramento, Egica no olvidaba el agravio de su tío y el crimen de Ervigio al envenenarle y desposeerle: en términos que, muerto Ervigio ya, su yerno apeló a un concilio para que de su juramento le desligase, y apenas desligado, apresuróse a repudiar a la reina Egilona y perseguir de muerte a toda la estirpe de Ervigio, con dura mano y saña, dicen los historiadores (que, por otra parte, no afean el proceder de Egica).

Cuando pienso en la conducta del rey, comprometiéndose a proteger la sangre de Ervigio y haciendo lo contrario, hasta el extremo de repudiar a la pobre Egilona, que de nada tenía la culpa y que ya le había dado un hijo varón, no puedo menos de creer que el busilis7 de los actos del godo fue que Egilona «no halló gracia en sus ojos», según la frase bíblica. Si a Egica le gustase por los gustares la señora Egilona, a buen seguro que así se acuerda de las demasías que su padre cometió con Wamba, como de las nubes de antaño. Forzosamente Egilona padecía erisipela8 en la cara, o tenía cansado el aliento, o las piernas torcidas; aunque también pudo —174— ocurrir que siendo la leyenda que voy a narrar verdadera y auténtica, y enamorándose Egica rabiosamente de la sin par doña Luz, le desagradase Egilona a pesar de ser un dechado9 de gracias y perfecciones; que si el amor es ciego, el enamorado sólo tiene ojos para lo que le cautiva у embelesa.

Era doña Luz, según se ha dicho, nieta del rey Chindasvinto y hermana de Don Rodrigo10, andando los tiempos vencido en el Guadalete11; y como por ser tal su calidad vivía en palacio, al lado de Egica y Egilona, encontró fácil ocasión el godo de prendarse de su candor y beldad. Pero la doncella tenía ya hecha elección, y correspondía al amor de su tío carnal el duque Don Favila, que por verla y requerirla se vino desde Cantabria a la corte de Toledo. Opuso, pues, doña Luz a las pretensiones del rey un pecho de diamante, y en cambio abrió a Don Favila las puertas del corazón, y una noche las de su aposento, con el honesto fin de prometerse por su esposa, delante de una imagen de la Virgen. En aquel tiempo semejantes promesas poseían una fuerza y un valor de que hoy carecen, y revestían cierto carácter de legalidad, especialmente cuando no había otro recurso; así es que comprometidos ante Dios doña Luz y el duque de Cantabria, viéronse otras muchas veces, a hurto de todos, en aquel mismo lugar, y la dama se encontró encinta «por permisión divina», añade algún cronista viejo12.

Ya entonces el desdeñado Egica andaba receloso y barba sobre el hombro, sospechando —175— que doña Luz ocultaba otro amor: mas, por mucho que atisbó, no sorprendió las nocturnas visitas de Don Favila, de lo cual se deduce que doña Luz estaba bien servida de medianeros13, o que Egica no nació para polizonte14. Fue preciso que (como dice el doctor Lozano) empezasen las dueñas y el rey a mirar a doña Luz más a las basquiñas15 que a la cara, para que el contra bando se descubriese. La avergonzada y medrosa doña Luz, sintiendo que se acercaba la hora, ordenó a sus confidentes que hiciesen construir en secreto un arca embreada16 donde no entrasen aire ni claridad, y cuando hubo llegado el trance y venido al mundo un hermoso infante, lo bautizó con agua, le llamó Pelayo, le puso al cuello ciertas señas, cédulas y medallas, y a media noche las fieles criadas echaron el arca al Tajo, donde era más recia la corriente.

Dirás, lector, que si en el arca no entraba aire, el niño se asfixiaría. Lo mismo se me ocurrió a mí, y sospecho que deben de andar en este punto poco verídicos el moro Rasis17 y otros cronistas, y que doña Luz sin duda mandó hacer en la tapa del arca algún agujero por donde el chiquitín respirase. Ello es que el arca, que encerraba la salvación de España, el futuro vencedor de Covadonga, descendió llevada por las ondas, envuelta en un grande y dorado resplandor, lo cual consoló a las criadas mucho, y a la desconsolada madre cuando se lo refirieron. Y también debió de holgarse el Tajo, no teniendo ya que envidiar al Nilo su Moisés. Deslizóse el —176— arca suavemente río abajo, y cerca de la villa de Alcántara la vio un caballero que se divertía en cazar, y que era por señas tío de doña Luz; casualidad feliz, como lo fue que, habiendo recogido el buen caballero el arca y sacado al niño, que estaba a punto de muerte, pudiese inmediatamente descubrir a una señora recién parida que se ofreció a amamantarle. Y ya tenemos al tierno Don Pelayo sano y seguro.

Rabioso entretanto de celos el rey Egica, como había observado el embarazo de doña Luz, y notando que ya el talle de ésta recobrara su primitiva esbeltez juncal, se dio, como Herodes, a hacer pesquisa de los niños bastardos nacidos en Toledo y sus contornos desde tres meses hacía, con propósito de armar una degollina general, a fin de que el de doña Luz no escapase. Pero acaeció que, siendo indudablemente aquellos tiempos punto menos corrompidos que los actuales, y Toledo harto más poblada que en el día, Egica se encontró una lista de treinta y cinco mil y pico de rapaces nacidos fuera de la Iglesia en tal plazo; y como no era fácil degollarlos a todos, fue preciso no degollar a ninguno.

Frustrado este ardid, Egica, a quien no se le quitaba la mala intención, discurrió otro arbitrio para vengarse, y fue buscar un caballero felón y malandrín18 que delante de toda la corte acusan de incontinencia y liviandad a doña Luz, pidiendo para ella ejemplar castigo por haber cometido el pecado en el palacio real. La afligida y abochornada señora pidió que la concediesen —177— espacio para hallar un campeón de su honra; publicóse la liza19 según las costumbres de aquel siglo, y Don Favila, que se hallaba en sus estados de Cantabria, tuvo tiempo de venir y aceptar el reto del difamador de la dama, arrojándole la gabardina, que equivalía al guante; al otro día, en público palenque, lidiaron primero con lanza y a caballo, con espada y a pie después, hasta que Favila, sujetando al traidor boca a tierra, le cortó la cabeza a cercén y lanzó el sangriento trofeo a los pies de su secreta esposa.

Ya se colige que Egica quedó hecho una sierpe, y no dejó de incitar a otro mal hidalgo para que insistiese en la acusación a doña Luz, por lo cual hubo nuevo palenque20, nueva victoria de Don Favila, y otra cabeza más que mordió el polvo con lívidos labios a las plantas de la injuriada princesa. Y aquí de la confusión de Egica, de la alegría de doña Luz y del asombro de la corte, que aplaudió la cortesía de Favila no menos que su coraje y denuedo.

Las noticias del palenque llevaron a la corte a aquel caballero, tío de doña Luz, que había recogido el niño del arca. Una sospecha cruzó por su mente, y para apurarla interrogó a la camarera de doña Luz. La camarera, leal hasta el crimen, al recelar que aquel señor podía conocer el secreto de su ama, le llevó a una ventana que daba al río con ánimo de despeñarle; pero arrepentida de su mal propósito, acabó por confesarle íntegra la verdad de los ocultos amores y del nacimiento del infantico —178— Pelayo. Y el buen viejo, deseoso de arreglar este enmarañado asunto, reunió a los parientes y deudos de doña Luz y les propuso que, para restaurar completamente su honra, la casasen con el vencedor del palenque, Don Favila, que tan bien había sabido defenderla y volver por ella. De malísima gana tuvo el rey que otorgar el permiso, pero no sin buscar reservadamente una especie de jayán21 terrible y feroz que desafiase a Favila, a ver si en el tercer lance lograba, con matarle, impedir la boda. Tanta maldad no podía consentirla la Providencia, que protegía visiblemente a Don Pelayo y a sus padres.

Y cuando estaban ya los dos campeones lanza en ristre y preparándose a la embestida, aparecióse en la arena un santo ermitaño, a cuyo aspecto venerable, luengas barbas, inspirado rostro y fulgurantes ojos bajaron las armas los dos enemigos, y el atravesado de Egica se echó a temblar. Motivo había para el temblor, porque el ermitaño, allí delante de todo el mundo, le cantó al rey las verdades, y se enteraron la corte y el pueblo toledano de que sólo el mal deseo y el torpe amor de Egica eran móviles de la acusación a doña Luz y los desafíos y muertes consiguientes. A la reprensión del hombre de Dios se ablando el corazón del culpable rey; arrepintióse, cesó el desafío, se celebraron las bodas, apareció Don Pelayo en brazos de su ama y quedaron todos contentísimos. Esta es la leyenda del salvador de España, del nuevo Moisés, y sentiré que los asturianos la impugnen, que de fijo la impugnarán, por no —179— perder la honra de haber dado cuna a Pelayo en las montañas donde nació nuestra independencia.

Los finos amantes doña Luz y Don Favila se quisieron entrañablemente hasta el fin. ¿En qué se funda esta afirmación siempre atrevida? En un capitel del claustro de la colegiata de Santillana, testimonio bien auténtico. Allí se ve a Don Favila despidiéndose de su esposa para salir a la caza del oso que tan cara le costó, y a doña Luz suplicante, acongojada, herida por cruel presentimiento, tendiendo los brazos para detener en ellos al intrépido cazador, a quien aguarda la muerte en los de la fiera.





FUENTE

Pardo Bazán, Emilia, Por la Europa católica, Obras Completas, vol. XXVI, Madrid, San Bernardo, pp. 171-179.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
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