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«Los cachorros», lo que podía esperarse

Sergio Ramírez





Siempre existe la tentación de ver qué queda de una obra literaria en el cine, o en qué se la ha transformado; esta curiosidad es también aprensión cuando se trata de una película mexicana, que como en el caso de Los cachorros intenta recrear una narración de Mario Vargas Llosa. Para comenzar habría que decir que la película no fracasa enteramente, porque sabe conservar una cierta sobriedad, enmarcada dentro de una constancia por lo barroco en los decorados interiores y en la música, que la levanta cuando está a punto de caer en la trama fotonovelesca, no obstante que los personajes nos están recordando siempre la fotonovela en sus atuendos de figurines coríntelladescos. Pero si Los cachorros tienen una falla capital no habría que buscarla allí (una película mexicana es siempre una película mexicana), sino en el enfoque que el director elige a la hora de crear su guion, porque él es también el guionista: reducir toda la trama de conflictos interiores de un adolescente mutilado sexualmente, y el alcance de estos conflictos en relación con su mundo, a un drama único que por su insistencia a lo largo del film, es ya melodrama: la impotencia, la imposibilidad en el acto sexual, lo cual, dicho sea de paso, no figura en la narración original de Vargas Llosa.

La historia de Pichula Cuéllar, cuyo escenario original es el barrio Miraflores de Lima, y en la película la ciudad de México, es la de un muchacho de la alta burguesía mutilado sexualmente por un perro en los baños del colegio cuando niño. Las alteraciones de su conducta posterior frente al grupo de sus amigos, la tragedia de sus relaciones amorosas de adolescente, su frustración que lo lleva lentamente hacia un suicidio siempre implícito en sus actos y que ya, muy al final, cuando todos sus amigos están casados y asentados en la sociedad se realiza, son contadas directa y eficazmente por Vargas Llosa, utilizando para ello un lenguaje coloquial y sencillo, pero sin que por eso la historia deje de revestirse de toda su complejidad.

La primera atracción que se presenta para un director de cine con una trama semejante (cuando no se quiere por supuesto penetrar demasiado en ella, bajo riesgo de quedarse sin público, de acuerdo a los cánones de la producción comercial), es tomar lo más crudo, que en este caso es el eje mismo de la historia, y explotarlo así, prescindiendo de todo el clima nostálgico de un universo inútilmente compartido por el Cuéllar extrañado de sus amigos, que poco a poco va perdiéndose de la magia de la adolescencia, alejándose de las risas de las muchachas, de las fiestas. La película se evade de la sutilidad dolorosa de esas relaciones y va directamente a una reiteración de las frustraciones sexuales del personaje, de modo que la película se convierte pronto en un encadenamiento monótono de actos carnales fallidos (esto es lo que morbosamente destacan los anuncios en el periódico) frente a los cuales el espectador se prepara de sobra para un desenlace que no pueda ya ser otro sino un suicidio aparatoso, un balazo en la sien.

Por el contrario, en la narración original de Vargas Llosa, el Pichula Cuéllar ya olvidado por sus camaradas, que están casados y se han establecido, que son hombres ya maduros, muere un día en un accidente de tráfico, en una carretera lejana, ya cuando los días de la adolescencia están liquidados. El director aquí, que no deja de sugerir solapadamente una atracción edípica entre Cuéllar y su madre (esto es de su propia cosecha) lo deja morir en la cama de ésta, rebajando así la resolución de su guion.

La equivocación (o el acierto, depende de las intenciones con que se haya hecho la película) está en la esquematización repetitiva del conflicto central, sin enmarcarlo ampliamente en el universo que le es fundamental a la historia, el de la adolescencia. Pero es sobria, hay que repetirlo, el juego barroco es hermoso y como cine, bien hecho. Y con que no haya canciones de mariachis, ya es bastante.

San José, 4 de agosto de 1975.





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