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Los centenarios de Calderón de la Barca (1881) y Santa Teresa de Jesús (1882): un ejemplo de recuperación ideológica por el catolicismo integrista

Solange Hibbs-Lissorgues





En los años 1881-1882, en un ambiente enardecido por las hostilidades que dividían a los católicos españoles, se celebraron dos importantes centenarios: los de Calderón de la Barca y de Santa Teresa de Jesús.

Entre los motivos que enconaban el clima político-religioso, el principal era la reciente aprobación de la Unión Católica de Pidal por el episcopado español y el papa León XIII. La constitución de la Unión pidalina, que pretendía agrupar a todos los católicos independientemente de sus opciones políticas para la defensa de los intereses religiosos, era considerada con suma desconfianza por parte de los sectores más íntegros del catolicismo. Los neos e integristas presentían que con sus intentos de concentración de las fuerzas católicas, los llamados «transaccionistas» buscaban el debilitamiento del partido carlista, en cuyas filas no reinaba una perfecta armonía. Por otra parte, los íntegros no ocultaban su resentimiento ante la estrategia del grupo pidalino que, mediante su acercamiento al Partido Conservador, buscaba un mayor control de la Instrucción Pública. Desde la prensa integrista, se condenaba la utilización táctica por parte de los pidalinos de las libertades de educación y cátedra para erradicar la heterodoxia de la enseñanza. Las campañas de prensa emprendidas por publicaciones marcadamente íntegras como El Siglo Futuro de Cándido Nocedal o el diario carlista de Barcelona, El Correo Catalán contra la reposición de los catedráticos krausistas y contra la circular del ministro de Fomento, sobre libertad de enseñanza, querían demostrar que no cabía conciliación alguna con la política educativa del gobierno liberal de Sagasta, que presentaba algunos puntos comunes con la de Jules Ferry1. Aunque la Unión Católica había formulado una exposición contra la circular de Albareda, y el reintegro en sus cátedras de Giner de los Ríos, Castelar, Salmerón y otros, los íntegros consideraban que la política de hipótesis de Pidal era tan nefasta para la enseñanza religiosa como la Institución Libre de Enseñanza2.

En medio de estas luchas intestinas, surgían otros motivos de resentimiento y desconfianza. La reciente publicación de los dos tomos de la Historia de los Heterodoxos de Marcelino Menéndez Pelayo, así como su espectacular ingreso en la Real Academia en marzo de 1881 agudizaron aún más las polémicas en torno a la Unión Católica (Campomar Fornieles, 1984, pp. 132-133).

La postura de este ya ilustre joven escritor era bastante ambigua. Menéndez Pelayo se había adherido al mensaje de felicitación dirigido por la Unión Católica a Monseñor Freppel y su afiliación a la Unión pidalina no hacía duda. Sin embargo los principios defendidos por el autor de los Heterodoxos eran los del integrismo tradicionalista. Los católicos íntegros como Cándido Nocedal, Ortí y Lara, Félix Sardá y Salvany habían interpretado los volúmenes de los Heterodoxos en sentido anti-liberal. La defensa que en ellos hacía Menéndez Pelayo de la Unidad religiosa en España, de la hispanidad, de la intolerancia eran una desautorización de la heterodoxia intelectual. La visión providencialista de la historia y el purismo político-religioso que impregnaban la obra del joven académico eran una confirmación de las tesis intransigentes que venían elaborándose desde las páginas de publicaciones íntegras como El Siglo Futuro o la Revista Popular.

Los integristas, que temían la afiliación de Menéndez Pelayo a la Unión Católica no escatimaban sus elogios a uno de los representantes más prestigiosos del integrismo tradicionalista3. En cuanto a los pidalinos, trataban de rescatar del integrismo a un intelectual católico cuyo prestigio y cuya erudición debían ponerle a salvo de las disputas político-religiosas. De hecho, la publicación de los Heterodoxos no hizo más que acrecentar los antagonismos intelectuales y políticos. La posterior actuación de Menéndez Pelayo durante el Centenario de Calderón, y más precisamente durante el Brindis del Retiro del 29 de mayo de 1881 tuvieron una resonancia particular en un ambiente muy dividido en cuanto a la interpretación que cabía dar a los centenarios.

Desde 1881, el sector íntegro había organizado grandes campañas de movilización religiosa. Estas manifestaciones, cuyo precedente era la primera romería en honor a Santa Teresa de Jesús de 1876, tenían intenciones claramente políticas. Se trataba para el catolicismo integrista de deslindar los campos entre católicos puros y católicos liberales y de organizar actos de repudio contra los gobiernos de la Restauración.

Nada más propicio, por lo tanto, que los centenarios de Calderón de la Barca (1881) y de Santa Teresa (1882) para demostrar a Pidal y al gobierno liberal que los verdaderos jefes laicos y guías espirituales de las masas católicas eran los íntegros.


Los centenarios de Calderón y Santa Teresa de Jesús: un pretexto para hacer la apología de la intolerancia religiosa y de la Inquisición

Dispuestos a rescatar la celebración de los centenarios de la «mestizería» pidalina, carlistas e integristas organizaron una auténtica campaña de impregnación ideológica del público. Resulta interesante al respecto, fijarse en el maniqueísmo del discurso y en la manipulación lingüística a los que se recurrían. La referencia constante para designar los centenarios es el posesivo «nuestro»: «nuestros centenarios», «nuestro centenario teresiano», «nuestras campañas franciscanas», «nuestros santos», «Calderón es nuestro». Con obsesiva recurrencia se ensartan los posesivos para demostrar que, en el fondo, se trata de un enfrentamiento entre la «auténtica España católica» y la escéptica y oportunista religión de los «enmascarados y enmascaradores»:

Dicho se está que han de ser centenarios nuestros, en todo el rigor de la palabra, y exclusivamente nuestros, con todo el egoísmo y monopolio de este pronombre posesivo. [...] Con lo cual nos proponemos contribuir en la medida de nuestras escasas facultades [...] a que dicha celebración sea lo que debe ser, es decir, castizamente española, o lo que es lo mismo, católica, apostólica, romana, sin mezcla de heterodoxos elementos; que estos así repugnan a nuestra santa fe como a nuestra pura y rancia nacionalidad.


(Revista Popular, 20 de julio de 1882, p. 33)                


Este proceso de recuperación se extiende a todo lo que representa lo «ranciamente español», la pureza de la fe, la verdad católica en toda su integridad. Desde las columnas de la prensa más íntegra, se celebran «Los héroes católicos y católicamente presentados, con su traje propio de hijos de la fe» entre los que destacan Santa Teresa de Jesús, «acérrima enemiga de los modernos errores» y Calderón, «el más cristiano [...] de nuestros ingenios dramáticos» (Revista Popular, 23 de mayo de 1881).

A través del esquematismo simplificador que opone «el odio santo, la santa intransigencia, la vieja levadura de fe» y «el moderno error, la embozada corrupción de los católicos tibios y descarrilados», se produce una mitificación de la imagen del liberal. La sola posibilidad de pasar por liberal provoca repulsa y horror y no queda más que una alternativa: ser católico «a marcha martillo», católico «íntegro». Cualquier transacción con el liberalismo es «pecado» y la hipótesis pidalina, el liberalismo católico de la Restauración son tan aborrecibles como los antiguos sarracenos, moriscos y la «polilla judía». La apología de la tradicional unidad católica conllevaba inevitablemente una condena de la Restauración que la había sacrificado. El gobierno liberal de Sagasta y los «mestizos» de Pidal al querer celebrar centenarios de «héroes verdaderamente católicos», símbolos de un catolicismo «incontaminado» traicionaban la naturaleza misma de España que era fundamentalmente católica. Con tono apocalíptico, propio de la apologética integrista, publicaciones como la Revista Popular, El Correo Catalán, La Semana Católica censuraban los «embelecos, las farsas e impías profanaciones», las «falsificaciones», los «jolgorios pseudo-religiosos» y el «catolicismo averiado» de los «zurcidores y mangoneadores de programas de fiestas oficiales».

Convenía aprovecharse de la celebración de los centenarios de Calderón y Santa Teresa, que representaban el honor de España, el genio de la raza y la Unidad religiosa, para establecer parentescos entre los errores pasados y los del presente. Se evocaba la lucha abierta de los «soldados de la fe» de los siglos XVI y XVII, lucha que debía ser una referencia constante para los católicos íntegros de la Restauración. El carácter de combate contra la moderna heterodoxia se expresaba mediante el recurso a un lenguaje excluyente y discriminatorio. En un artículo, en el que se mezclaban los fermentos del odio y del racismo, el conocido apologista integrista, el sacerdote Sardá y Salvany, justificaba la intolerancia intelectual como medio más seguro para preservar la moral cristiana y las tradiciones patrias de los principios disolventes del liberalismo:

Mas, ¿en qué quedamos al fin? ¿Es un bien o es un mal que haya entre ellos y nosotros, o mejor entre lo suyo y lo nuestro, esa viva oposición que nada puede conciliar, ese hondo abismo que no se llena, por más que se le quiera terraplenar con miserias y apostasías, como a veces se terraplena un foso con cadáveres y heridos en el asalto de una bien fortificada ciudad? ¿Es un bien o es un mal esa extraña cualidad llamada intransigencia que casi ningún otro pueblo tiene ya y que el nuestro en gran parte conserva todavía?


(Revista Popular, 3 de agosto de 1882, p. 70)                


Se intentaba justificar este lenguaje violento, por el hecho de que la verdad era intolerante de por sí. Apoyándose en ese argumento, los íntegros encumbraban a los siglos XVI y XVII, siglos católicos por excelencia en los que la obra purificadora de la Inquisición había preservado la Unidad religiosa de España.

Desde criterios de pureza de raza y de religión, se legitimaban instituciones como el Santo Oficio que nunca hubiera permitido, en tiempos de Santa Teresa y de Calderón, vergonzantes transacciones semejantes a las del catolicismo posibilista con la herejía liberal.

A lo largo de la Restauración, el polémico tema de la Inquisición siguió alimentando las disputas internas del catolicismo. Alentados por el integrismo intelectual de Pío IX y del Concilio Vaticano I, los neo-católicos e integristas, curtidos contrincantes de pasadas campañas inquisitoriales contra los catedráticos krausistas, seguían reclamando el retorno del Santo Oficio para neutralizar a liberales y mestizos. El historiador ultramontano, Marcelino Menéndez Pelayo, en el segundo volumen de los Heterodoxos, publicado durante el tenso ambiente del Centenario de Calderón (1881), hacía una entusiasta apología de la Inquisición y de la intolerancia religiosa, consideradas como la única garantía contra la contaminación de herejías extranjerizantes (Campomar Fornieles, 1984, pp. 119-121).

Desde las columnas de El Siglo Futuro y de la Revista Popular se había emprendido, en aquellos años una interpretación de la historia de España basada en el purismo político-religioso más radical. Al defender la fe del pasado y al evocar las pasadas glorias de la Reconquista, se establecían conexiones con el presente. Publicaciones como La Semana Católica y la Revista Popular hacían la apología de la España católica del siglo XVI, siglo en que era posible:

Luchar por la fe, padecer por la fe, morir por la fe, ser intransigente y reacio y testarudo y quisquilloso en lo que [atañía] a la pureza y a la conservación de la fe [...] Esto era, no diremos la fe de Teresa, que decir esto parecería vulgaridad sino el modo que tenía Teresa de comprender como debía ser amada y tratada y defendida la fe. Es verdad que entonces, como llevamos dicho, todo buen español lo entendía de esta manera. El brazo de nuestros capitanes que blandía la espada en Europa, África y América en defensa de la fe católica no era más que el brazo armado del pueblo español; y el brazo de la Santa Inquisición que mantenía con sus bienhadados rigores la limpieza de nuestro viejo solar contra la exterior invasión protestante, y contra la interna polilla judía y morisca no era otra cosa que el brazo justiciero de este mismo pueblo que con razón miraba como enemigo suyo al que lo era de su Dios.


(Revista Popular, 4 de setiembre de 1882, pp. 166-167)                


La evocación de la figura de Santa Teresa era ajena a todo enjuiciamiento académico medianamente objetivo. No importaban sus méritos literarios y sólo se evocaba su Tratado de la perfección en el momento de comentar su obra. La valoración estética estaba ahogada por consideraciones ideológicas. Hasta el hecho de que fuera mujer podía resultar enojoso ya que, la religión católica consideraba la naturaleza de la mujer antinómica, por definición, con la creatividad y la espiritualidad. Se neutralizaban los inconvenientes de la condición femenina de Santa Teresa con afirmaciones que recalcaban el carácter excepcional de una Santa cuyo heroísmo y tesón eran más bien cualidades viriles: «Mujer fue, pero de la madera de los más grandes hombres de su siglo» (Revista Popular, 21 de setiembre de 1882, p. 182).

Lo que importaba, en el fondo, era recuperar su imagen de santa «castiza e intransigente», representante de una fe «católica, apostólica, romana, íntegramente poseída, denodadamente profesada» para esgrimirla como pendón de la nueva cruzada contra la impiedad liberal. Abundaban las crónicas piadosas que, a modo de cromo moralizante, pretendían suscitar una adhesión sentimental de los lectores. La descripción de las hazañas infantiles de Santa Teresa, «niña predestinada», así como los retratos morales eran una curiosa mezcla de literatura piadosa y de propaganda político-religiosa.

En un intento para desautorizar las tesis de académicos y historiadores positivistas que presentaban una visión mucho más crítica de los siglos XVI y XVII, se proponía una interpretación providencialista de la historia española en la que, personalidades como Santa Teresa y Calderón, eran ante todo símbolos de la pureza de la fe religiosa de España.




Los preparativos del Centenario de Calderón (1881)

Calderón «como poeta de la Inquisición», había sido objeto de controvertidas interpretaciones por parte de eruditos nacionales y extranjeros. El sector neo-católico estaba enterado de las visiones más modernas de Calderón que le conferían la dimensión de un poeta crítico con respecto a los excesos de su época (Campomar Fornieles, 1984, p. 148).

En las páginas de la prensa católica de aquel momento, se intenta rescatarle de manos extranjeras y sólo se citan a los comentarios más laudatorios de críticos como Federico Schlegel, admirador y defensor del tradicionalismo católico de Calderón. En publicaciones como La Ciencia Cristiana y la Revista Popular, en las que se comentaban los méritos literarios de Calderón, lo que más importaba era que «se podía considerar en oposición con el espíritu moderno». Evidentemente no podían medirse por el mismo rasero sus composiciones profanas o sus comedias «románticas», como La Vida es sueño, La hija del aire, o El secreto a voces que tenían además el inconveniente de haber excitado «las simpatías de la Alemania protestante» (La Ciencia Cristiana, 1881, t. I, p. 252). A ojos de críticos íntegros como el Padre Baunsgartner y de Sardá y Salvany, Calderón, que era inferior a Lope de Vega «en riqueza de invención, pasión, ternura mística y elevación de imaginación», merecía un puesto de honor en la literatura española ante todo por haber dedicado, «como simple sacerdote y poeta [...], su talento brillante con humildad y sin pretensiones a la gloria de Dios y de su Iglesia, al culto del Santísimo Sacramento del Altar, y al culto de los santos» (ibídem).

En cuanto a la Revista Popular, sólo destacaba, en la obra calderoniana, a los 72 autos sacramentales, «género sublime, el más alto que puede excitar la imaginación y el sentimiento, el más digno de los acentos de la verdadera inspiración» (Revista Popular, 25 de mayo de 1881, p. 343).

Esta reivindicación de un Calderón «ranciamente católico» era una respuesta a las diferentes escuelas literarias y a los historiadores positivistas que querían presentar una versión más moderna del poeta. El Padre Baunsgartner apuntaba con indignación los prejuicios de la escuela alemana protestante que sólo se había fijado en sus composiciones profanas y no había sabido apreciar sus comedias religiosas. Sardá y Salvany, por su parte, denunciaba la visión de un Calderón tolerante y crítico con su época:

¡Quedaos en horabuena con el poeta de la desesperación, del escándalo y de la duda! ¡Dejadnos a nosotros, que nuestro es, el poeta de la esperanza, de los santos amores, del honor cristiano y de la antigua fe!


(Revista Popular, 23 de mayo de 1881, p. 339)                


Por otra parte, el carácter de festividad literaria pagana y comercial que estaba tomando el Centenario con los liberales, provocaba reacciones indignadas por parte de la mayoría de los católicos. Académicos como Pereda, Laverde y La Pardo Bazán habían protestado contra lo que consideraban una celebración paganizante (Campomar Fornieles, 1984, p. 149).

En una serie de intervenciones organizadas en el círculo de la Unión Católica, Menéndez y Pelayo había analizado la obra del poeta y dramaturgo y recibido, en aquella ocasión, el respaldo unánime de la prensa católica que declaraba:

[...] Basta y sobra fijarse en el tema propuesto, y en el encargado de desenvolverle, para que las personas de buen gusto comprendan que no todo lo que se hable y se escriba sobre Calderón con motivo del centenario ha de echarse al cesto de los papeles viejos, adonde irán seguramente las tres cuartas partes lo menos del papel que emborronan nuestros poetas y nuestros prosistas.


(Revista de Madrid, 1881, t. I, p. 300)                


En las academias y los círculos de Madrid y Barcelona, muchos católicos como Milá y Fontanals, Antonio Rubio dieron conferencias en las que se esforzaron en desautorizar la versión de un Calderón escéptico y liberal.

Ante la intención del gobierno de Sagasta de convertir la celebración del Centenario de Calderón en un acto de conciliación nacional, la prensa íntegra se movilizó para reclamar una manifestación que consideraba suya. El Correo Catalán denunció el mercantilismo y la falsificación del Centenario:

Los industriales han tomado al buen D. Pedro por su cuenta y le están poniendo como ropa de Pascual. En los diversos escaparates de los comercios de la coronada Villa, en letras colosales, parece que se venden los géneros siguientes:

  • «Pastillas pectorales de La Vida es Sueño»
  • «Bastones del Alcalde de Zalamea»
  • «Bizcochos del Médico de su honra»
  • «Corsés de La Dama Duende»

Y últimamente un conocido salchichonero de la Plaza Mayor expende por un módico precio embutidos de Calderón de la Barca.

¡Qué verdad es que de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso!


(El Correo Catalán, 24 de marzo de 1881, p. 7)                


En un largo artículo dedicado a Calderón, Sardá y Salvany se indignaba de la recuperación de este centenario por progresistas y liberales que lo habían convertido en «festejos de fondistas y empresarios, en farsa y embeleco». En este artículo, Sardá reivindicaba a Calderón para los integristas y hacía una declaración de guerra a los «malos católicos», cómplices del gobierno de Sagasta. Sardá recordaba a los lectores que:

¡Calderón es nuestro!, porque es la personificación más limpia y acabada de cuanto creyeron, amaron y esperaron nuestros padres, y de cuanto creemos, amamos y esperamos nosotros los católicos sin mezcla, que somos sus únicos legítimos sucesores. La fe de España, la fe intolerante e intransigente, la fe de la Inquisición y de los Santos de nuestra tierra, palpita vigorosa y ferviente en cada verso de Calderón y con ella y a par de ella y como consecuencia necesaria de ella, el odio a la herejía y a todas sus afinidades, odio nacional y de raza que los católicos de hoy hemos de considerar como nuestro más precioso abolengo, odio popular y rasgo el más saliente de nuestro carácter, odio que ha sido desde Recaredo hasta el dos de Mayo, el alma de nuestra nacionalidad y que sigue siéndolo aun de los que no nos hemos resuelto todavía a renegar de nuestra heredada fe para doblar la rodilla, poco ni mucho ante el moderno Baal.


(Revista Popular, 23 de mayo de 1881, p. 338)                


Para los integristas, Calderón era la encarnación más brillante de la intolerancia religiosa española. Por lo tanto, la celebración de su centenario tenía que ser rescatada de la impiedad liberal y convertirse en un verdadero acto de desafío contra «los mangoneadores de avenencias inverosímiles y de conciliaciones monstruosas contra «una sociedad podrida de escepticismo y descreimiento».

En medio de este ambiente enardecido por las hostilidades entre íntegros y mestizos, la exaltación y la agresividad de la prensa católica anunciaban los graves incidentes protagonizados durante el Brindis del Retiro.




El Brindis del Retiro

Con motivo del Centenario de Calderón, el gobierno liberal había organizado un banquete en el Retiro, al que asistían destacadas personalidades científicas extranjeras, krausistas y académicos españoles. El primer incidente que iba a provocar un enfrentamiento entre los católicos íntegros y el gobierno de Sagasta fue la intervención de un catedrático portugués el día anterior al banquete. En sus declaraciones, este catedrático, profesor de la Universidad de Coimbra, valoraba negativamente el reinado de Felipe II.

La presencia de Menéndez Pelayo en el acto explicaba en gran parte estos ataques, que iban dirigidos al volumen segundo de los Heterodoxos (Campomar Fornieles, 1984, p. 153). Las tensiones se agudizaron aún más cuando, al día siguiente, aprovechando la presencia de Jules Ferry, un comensal propuso un brindis de honor. Esta iniciativa fue sentida como una provocación de los liberales, en un momento en que la secularización de la enseñanza estaba en el centro de las polémicas. En aquellas circunstancias, Menéndez Pelayo aprovechó el banquete del Retiro para un ajuste de cuentas con los eruditos e historiadores extranjeros que habían criticado su obra, y brindó por la España de Calderón. El discurso de Menéndez Pelayo era una manifestación pública de intolerancia religiosa y de nacionalismo. Fue acogido con júbilo por el sector íntegro que aprovechó la oportunidad para recalcar el silencio de la Unión Católica durante las «provocaciones» del gobierno liberal:

Las censuras de que ha sido objeto Menéndez Pelayo con motivo de su discurso, por parte de la prensa liberal, no han debido inspirarle más que profundísima compasión, que no otra cosa merecen los aullidos de la envidia. Cuantos hayan comprendido el carácter que se ha querido dar a las pasadas fiestas del Centenario; cuantos estén al corriente del discurso que [...] pronunció un portugués, de cuyo nombre no queremos acordarnos; cuantos paren mientes en el subido color progresista que tomó a la hora de los brindis el famoso banquete celebrado por los catedráticos en el Retiro, se explicarán que, instado a hablar Menéndez Pelayo, lo hiciese en tan elocuentísimos términos.


(Revista de Madrid, 1881, t. I, p. 555)                


En este discurso, Menéndez y Pelayo destacaba la superioridad de la raza latina que había sabido imponerse a la barbarie germánica y ensalzaba la eterna España Católica cuyo mejor representante era Calderón:

Brindo por lo que nadie ha brindado hasta ahora; por las grandes ideas que fueron alma e inspiración de los poemas calderonianos. En primer lugar, por la fe católica, apostólica, romana, que en siete siglos de lucha nos hizo reconquistar el patrio suelo y que, en los albores del renacimiento, abrió a los castellanos las vírgenes selvas de América [...] Por la fe católica que es el substratum, la esencia y lo más grande, y lo más hermoso de nuestra teología, de nuestra filosofía, de nuestra literatura y de nuestro arte [...] Brindo por la nación española, amazona de la raza latina, de la cual fue escudo y valladar firmísimo contra la barbarie germánica y el espíritu de disgregación y de herejía que separó de nosotros a las razas septentrionales. Brindo por el municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española, que Calderón sublimó hasta las alturas del arte en El Alcalde de Zalamea [...].

En suma, brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arte; sentimientos e ideas que son los nuestros, que aceptamos por propios, con los cuales nos enorgullecemos y vanagloriamos. Nosotros, los que sentimos como él, los únicos que con razón y justicia y derecho podemos enaltecer su memoria, la memoria del poeta español y católico por excelencia, del poeta de todas las intolerancias e intransigencias católicas, del poeta teólogo, del poeta inquisitorial a quien nosotros aplaudimos y festejamos y bendecimos, y a quien de ninguna suerte pueden contar por suyo los partidos más o menos liberales que, en nombre de la unidad centralista a la francesa, han estragado y destruido la antigua libertad municipal y foral de la Península, asesinada primero por la casa de Borbón y luego por los gobiernos revolucionarios de este siglo. Y digo y declaro firmemente que no me adhiero al Centenario en lo que tiene de fiesta semipagana, informada por principios que aborrezco y que poco habían de agradar a tan cristiano poeta como Calderón si levantara cabeza.


(Revista de Madrid, 1881, t.1, pp. 555-556)                


Los excesos patrióticos y el tono marcadamente integrista de Menéndez y Pelayo fueron considerados como un insulto por la prensa liberal. En juicio de la prensa más íntegra, el Brindis había reflejado el catolicismo español y tradicional y era un triunfo para los «auténticos católicos».

El Siglo Futuro, utilizando el acostumbrado procedimiento de movilización de los católicos, que consistía en recoger firmas y comentarios y publicarlos en las primeras planas, organizó una campaña de adhesión a Menéndez y Pelayo. Aunque la Unión Católica intentaba, por su parte, asociarse al brindis de Menéndez y Pelayo, la prensa íntegra denunció la cobardía de los catedráticos y académicos de la Unión pidalina que no supieron dar el rostro en defensa del catolicismo puro y tradicionalista.

La celebración del Centenario de Calderón, como de otros muchos centenarios, se había convertido en un acto de fe nacional para el sector más íntegro. El escándalo y las recriminaciones políticas y religiosas que lo rodearon ponían en evidencia la violencia del duelo que oponía los íntegros a los católicos moderados, muchos de los cuales no eran partidarios de la política religiosa oportunista de Pidal.

Por otra parte, el Brindis de Menéndez y Pelayo así como la campaña de movilización de las masas católicas por la prensa integrista suscitaron las críticas de historiadores y eruditos extranjeros que, como Morel Fatio o Schuchardt, enjuiciaban negativamente el fanatismo patriótico y las exageraciones retóricas de ciertos sectores del catolicismo hispano.

Los centenarios de Santa Teresa y de Calderón, como más adelante los de Murillo y San Francisco de Asís se habían transformado en auténticas protestaciones públicas para los integristas. La organización de estas manifestaciones beneficiaba, con la prensa más íntegra, de una eficiente plataforma ideológica. Romerías, peregrinaciones y centenarios se convirtieron en una constante incitación al militantismo y en uno de los medios más eficientes de obstrucción contra el liberalismo conservador y la Unión Católica de Pidal.








Bibliografía

  • Campomar Fornieles, Marta, La cuestión religiosa en la Restauración. Historia de los Heterodoxos españoles, Santander, 1984, Sociedad Menéndez y Pelayo.
  • Durán, Manuel; González Echevarría, Roberto, Calderón y la crítica: historia y antología, Madrid, 1976, Editorial Gredos.


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