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Los delirios de Napoleón contrapuestos a la verdadera y más sana política. Diálogo entre un español y un francés, contertulios de una casa de campo en las inmediaciones de México1

Juan María Wenceslao Barquera






Diálogo

Español He monsieur, ha mucho tiempo que no nos vemos. Estará usted muy lleno de zozobras con las noticias que corren. Su emperador de usted, bon ami, se quema ya a dos fuegos, y me parece que una cólera imperial y real lo hará reventar de ésta hecha [sic]; porque a ejemplo de la Austria, se sigue la Rusia, y con ésta todas las demás naciones subyugadas, y lleva el diablo todas las confederaciones y coaliciones que tanto apoyaban sus delirios.

Francés ¡Estoy aturdido, monsieur! Ese bárbaro ha sacrificado millones de hombres a su ambición. Él no respeta nada. ¡Vaya!, si es un delirante, y lo mismo los que le sirven. Crea usted que no soy el primer francés que conoce esta verdad.

Yo he sido uno de los muchos que emigraron en tiempo de la revolución, y todos lo hicimos temerosos de un suceso aniquilador que varios hombres sensatos nos prenunciaban, al ver el modo con que se elevaba el primer cónsul de la Francia. Yo llegué a dudar, lo confieso, porque aquel hombre por su política se hizo admirar de todas las naciones. La Francia creyó que había de ser algún día su ángel tutelar, pero falló; se cegó este hombre. Ya su política tan sabia y admirable ha sido víctima de sus pasiones.

Español ¡Política sabia y admirable, monsieur!, ¿usted sabe lo que dice? ¿Ha creído que Bonaparte ha sido capaz de seguir algunos principios de política?, ¿usted piensa que esta virtud santa se había de prostituir y envilecer con una simulación detestable, como fue el aparentar cuantas regiones se le pusieron en aquella cabeza delirante para granjearse las voluntades?

Francés No; que sí ha tenido gran política y buenos ministros; sino que ahora se ha cegado y su ambición le precipita. No ha mucho tiempo que usted mismo lo elogiaba de gran político.

Español Me detesto a mí mismo por esa opinión en que viví engañado, monsieur, y en que no fui el único. Después he palpado y los hechos lo están diciendo irrefragablemente, que este hombre ni es, ni ha sido otra cosa más de un maquiavelista refinado [sic] y aún peor.

Francés Eso porque ahora es enemigo..., tal vez...

Español Poco a poco con ese tal vez... Vamos a caer en una materia en que usted necesitaría otros principios para sostenerse. Ya comprendo. Pero sépase que en España ha habido gentes sensatas que conocían a fondo el carácter de los franceses; pero gemían en silencio sin poder manifestar sus sentimientos. Un favorito inicuo había puesto a los españoles un yugo enormísimo, y abusó muchos años de la moderación y lealtad del carácter español. Pero prescindamos de esto y consultemos a la razón, ¿qué entiende usted por hombre político?

Francés Yo, lo que todo el mundo entiende. Un hombre que con previos conocimientos del corazón humano y de los intereses del hombre, sabe dirigir un Estado a la común utilidad. Esto es lo que ha hecho Napoleón en las diversas circunstancias en que se ha visto desde que acometió a las constituciones de la república francesa, acomodándose al carácter de los diversos constitucionarios y reduciéndolos por fin al sistema imperial que antes habían abjurado contra su felicidad común. He aquí un hombre político, cuya ambición le ha cegado y le conduce a su ruina.

Español Necesarísimamente, como que esa pasión comenzó la obra de su engrandecimiento por una mera combinación de circunstancias, que ya son bastante públicas. Si los principios de su política son los mismos que usted acaba de exponer, con ellos le he de convencer de que jamás ha tenido esta preciosa virtud, y compadezco a usted al mismo tiempo por esa detestable opinión, que en substancia se reduce a esta proposición sencilla: Los impulsos de las pasiones son más seguros para la felicidad, que las prudentes leyes que nos prescribe la razón. Esto en sustancia es lo que usted ha dicho, y lo que ha observado Napoleón en toda su conducta; y esto en sustancia digo que ni es, ni ha sido, ni será jamás principio seguro de la verdadera política; porque el consultar sólo al corazón humano y a los intereses del hombre para gobernar por estos conocimientos y procurar la felicidad común, como usted dice, es sembrar el desastre y la ruina de los imperios.

Francés ¡Temeridad, monsieur, si éste es el sistema del hombre!, usted apura mucho la cosa cuando la reduce a esas consecuencias. [¡]Si el interés es el móvil del corazón humano[!] La naturaleza que nos manda correr sin detención a la felicidad, nos da a conocer claramente su beneplácito y nuestro destino por un atractivo del placer, o un cierto punto de dolor con que arma todo aquello que nos cerca. Yo huyo o sigo un objeto siguiendo el impulso que me llama o me aparta; y no puedo extraviarme del camino recto siguiendo este instinto común a todos mis semejantes; luego cualquiera que, valiéndose de estos principios, sepa dirigir los intereses particulares al bien general del Estado, diremos que es un gran político.

Español Que es un gran delirante, diría yo, monsieur. Eso es preferir las pasiones a la razón, y aquellas sin ésta no son sino el origen de nuestras desgracias más funestas. El que es verdaderamente político debe combinar con destreza los intereses de las pasiones con los de la razón, prefiriendo siempre a ésta y sacrificándola una gran parte de los intereses de aquellas. Todo lo contrario ha observado ese genio imperial y real trastornando todo el sistema de la moralidad y, precisamente, el de la política verdadera.

Francés No comprendo eso, no lo comprendo.

Español Pues por una pintura del hombre verdaderamente político ¿lo comprenderá usted? Coteje pues a su héroe con la idea que voy a exponer, limitándome precisamente a la luz de la razón, reservando para lo último otras armas superiores e irresistibles.

Francés He, bien, monsieur, yo amo la verdad, y no me dejo arrebatar del fanatismo nacional.

Español Pues, monsieur, un hombre político en la acepción general en vez de ser un hombre de máximas oblicuas y frívolas, en vez de ser un hombre que se deja llevar de venganzas particulares; es el que ve en grande y el que descubre recursos sin violentar la razón en donde los demás no los perciben; es un hombre que, penetrando el verdadero mal de un imperio, sabe prevenir el remedio que es preciso aplicarle, que sabe calcular los grados de resistencia y posibilidad, que no se obstina imprudentemente, que retrocede con oportunidad, y que no se le escapa el instante preciso de aventurar sus consecuencias.

Un político es un hombre que mide de una ojeada la masa de un estado grande o pequeño, que conoce su peso y sus ángulos, y no la opone a otra sino después de haber visto el doble efecto que debe resultar del choque. Ha de ser a un mismo tiempo: audaz y tímido, no soberbio y orgulloso como su héroe; reservado y fácil, no hipócrita y embustero; impetuoso y sereno, no precipitado y loco.

Todo elemento contrario debe entrar en su genio porque debe tener presentes en el espíritu todos los resortes que puede mover; la pasión no debe traslucirse jamás en sus acciones porque debe haber medido de antemano una parte de la fuerza física. Ésta es la gran ley que existe en política, y que, sin embargo, debe estar subordinada a las leyes morales. ¿Ha encontrado usted algo de esto en su héroe?

Francés No puedo examinar tan de sorpresa. Yo convengo en esa pintura, pero...

Español Pero no conviene con el sistema de Napoleón: ambicioso, descarado y que sólo procede confiado en la intriga y en la multitud de esclavos que le siguen en sus expediciones descabelladas. Desengáñese usted, monsieur, la política, así como la más alta geometría, está fundada sobre los principios más simples; pero todo está en saber deducir las consecuencias de ellos: el carácter de un pueblo cambia las fuerzas relativas y destruye la unión y la concordancia del sistema que parece admirable en el papel. Ese monstruo ha querido trastornar positivamente el carácter y sistema de los pueblos a donde lleva sus conquistas, como se ve en esa ridícula Constitución que presentó a la España prometiéndola su felicidad. Para esto, amigo, era necesario que hiciese un estudio particular del carácter de las naciones, y es saber cuánta extrañeza y oposición dan a los cerebros humanos los grados de latitud, o más bien la educación, las costumbres y el poder de la opinión. He aquí la dificultad de este arte, muy distante de la astucia y de las finuras insuficientes.

Napoleón con toda la armada de esclavos, no llegará jamás a poseer el corazón de sus vasallos, que es en lo que consiste la duración de un imperio. Toda esa efervescencia de su orgullo dura sólo mientras se consume el combustible: los sangrientos trofeos de una victoria se compran siempre muy caros, y si algunos llega a conseguir en España, le han de ser carísimos. Muchas veces el vencedor no llega a recoger los frutos, ni adquiere nada si el político no le auxilia.

El mayor poder, monsieur, el más formidable puede ser arruinado por un político diestro que, protegiendo un estado vecino más débil, sepa quitar a su rival, casi sin saberlo él, las fuerzas secretas y vitales que constituyen su situación floreciente.

De esta manera sin salir de su gabinete reconquistó Carlos V de Francia todo lo que había perdido en la batalla de Poitiers y el cautiverio de su padre. Ved si no, a Fabio atormentar los sucesos de Aníbal, y consumirlos por una fuerza inactiva. Ved a Coligny, uno de los más desgraciados generales, triunfar dejando las armas y brillar después de las derrotas. Ved al Lord Chatham poco ha, tan terrible a la Francia. Ved finalmente al general Washington consumir las tropas inglesas y hacer una nueva república con la conducta de Fabio.

Francés He, señor; son genios singulares y privilegiados, y aun así no han observado un mismo plan en sus operaciones políticas. Las costumbres han variado absolutamente y son necesarios nuevos planes; Napoleón sigue nueva ruta, y ésta la han sabido acomodar al genio de los pueblos que domina.

Español Primero sería que conociese el genio de esos pueblos. Su sagacidad no puede llegar a tanto. Unos hombres viles, viciosos y tan inicuos como él son los que le auxilian en sus expediciones. Tales como Godoy en España, y tales como los recientes conjurados contra el joven Gustavo en la Suecia. No se canse usted, monsieur, muchas ciencias son de pura curiosidad; pero la política que hace de un vasto Estado una máquina bien montada y bien organizada, y de todos los ciudadanos un cuerpo animado, dócil, y vivo; excede a todas las demás por su utilidad general e inmediata; sus profundas especulaciones son para interesar vivamente el genio superior. ¡Cuán glorioso y satisfactorio debe ser el ocuparse en la felicidad pública y abrazar en su seno dilatado el interés de la patria y de la humanidad! Él no debe conocer más que el deseo de la gloria, de aquella gloria inmortal que acompañará a los nombres generosos de aquellos que hubieren hecho reinar el orden y la paz entre los hombres. ¡Oh, monsieur, qué distante se halla ese monstruo de convenir con esos caracteres del hombre político!

Además, siendo como es: el más orgulloso y soberbio de todos los mortales, él quiere ser solo, único y todopoderoso; y esto no es nuevo en él, pues cuando fue general quiso tener sujetos a los demás jefes; cuando cónsul se hizo proclamar el primero entre los tres electos, haciendo que se declarase preferido por diez años, e intrigando para que se le tuviese por vitalicio, cuando era prorrogado. Luego que obtuvo la perpetuidad se adjudicó el poder hereditario, cuando se reservaba el derecho de la elección, hasta que por fin se hizo proclamar emperador, pasmando a la Europa. La ambición desmedida de su orgullo le hizo mirar como estrechos los límites de jefe subalterno para poder soltar la rienda a su carácter sanguinario y feroz. No conocía que un hombre solo, por grande que sea su ingenio, no puede a un mismo tiempo: delinear el plan, seguir sus pormenores, atender a la gloria exterior y asegurar la felicidad interior, conciliar las grandes operaciones, y la economía del tesoro; sino que es preciso que se busque la verdadera y universal capacidad, confiándola la ejecución de sus planes. Figúrese usted a su héroe metido posteriormente entre los Fouchés, Talleyranes y otros bribones tan pícaros como su amo, qué cálculos políticos no formarían para su engrandecimiento de farsa, porque a esto viene a reducirse todo como usted lo verá.

Francés Yo no puedo aventurar unas consecuencias... Hay mucha unión en la Francia. Es constante que la religión no está allí tan perdida. El emperador, aunque su corazón no esté penetrado de ella, procura por lo menos...

Español Lo menos que procura es arruinarla. Éste es su objeto principal. Él la predica: ¡Desdicha, y tres veces desdicha, decía con descaro, para aquellos que buscan las riquezas perecederas y que solicitan el oro y la plata semejantes al lodo! ¡Bribón! ¿Y cuál ha sido su práctica? El Dios de las batallas, dice a los obispos de Francia, ha dirigido la victoria: reuníos en el templo para cantarle el himno de gracias ¡Hipocritón! Él mismo se llama dios de las batallas y se da el epíteto de todopoderoso. ¡Sacrílego! ¿Un hombre tan estrechamente explorado por los francmasones, para dirigir sus miras de iniquidad, quiere usted que sea religioso monsieur? Vaya, usted me ha movido un punto, que le acabará de convencer de que Napoleón ni conoce la política.

Francés ¿Cómo así? ¿Después de la pintura que usted ha hecho?

Español No he pintado más que un bosquejo del hombre político. Aunque Napoleón tuviera todas las prendas referidas, aún no tendría el sello de la verdadera política, que es irrefragablemente la unión popular por medio de los vínculos de la religión. Sin ésta, monsieur, todo es inestable, todo imperfecto, en sentir de todas las naciones. El interés de todas las sociedades pide que los hombres tengan entre sí una paz permanente, y jamás se hallará en ellos sino cuando tuviesen el mismo corazón y el mismo espíritu formado por una misma ley y un mismo culto religioso.

Francés ¿Pues cuando desaparecieron los autores de la revolución, el catolicismo no se ha vuelto a regenerar en la Francia?, ¿no es éste el sistema general adoptado y protegido por el emperador?

Español Primero es que hayan desaparecido los autores de la revolución. Los autores de la revolución, monsieur, son esos filósofos incrédulos que con la máscara de la piedad van minando secretamente el catolicismo para arruinarlo. Napoleón para que usted se lo sepa es el jefe de esa maldita secta, que aún vive y se multiplica para terror de la humanidad. ¿Qué religión quiere usted que tenga un monstruo delirante que da un Código lleno de impiedad y que dicta unas leyes diametralmente opuestas al catolicismo que protege? ¿Cuál es la protección que dispensa a las leyes cristianas cuando autoriza el tolerantismo universal y la igualdad total de derechos para todas las sectas, confundiendo a Jesucristo con Lutero, Calvino, y Mahoma? En su Código imperial es lícito el divorcio y segundas bodas; es lícito el casamiento de los sacerdotes católicos; la secularización de obispados, abadías, conventos y todo establecimiento eclesiástico y regular. En su Código son permitidos los matrimonios de cristianos con judíos y con infieles; el de los hermanos carnales y parientes dentro de los grados prohibidos, sin más dispensa que la de su majestad imperial y real, o la de la emperatriz de farsa. Él hace lícita la concurrencia de todos los ministros de todas las sectas a funciones religiosas en templos católicos o protestantes, predicando u oficiando: seculares, eclesiásticos, protestantes, católicos, ministros o generales de ejército, y hasta el señor Chepe se nos viene ahí predicando en Logroño, Junot en Bayona, y si la cosa siguiera, veríamos al rey filósofo vestido de pontifical oficiando en las iglesias de España. ¿Dónde está pues esa religión, monsieur? ¿Puede tenerla un incrédulo de profesión, que cual un cómico de la legua representa papeles de moro, de judío, de cristiano, de luterano, de calvinista, etcétera, etcétera? ¿Puede tener religión el hermano terrible de los francmasones, como se explica el sabio autor del Despertador cristiano-político? Éste, pintando con la mayor viveza los males que debemos precaver dice que: «después de varias mudanzas en el gobierno republicano, cosa común en la nación francesa y en todos los herejes, trataron los francmasones de establecer un gobierno monárquico, o más bien despótico, que llevase adelante sus miras de iniquidad (supuesto que el anterior sistema les había descubierto sus tramas); y como ya el consulado tenía algo de esto, pusieron los ojos en Bonaparte, que reunía todas las cualidades que podían apetecerse para sus fines: jacobino, incrédulo, ateísta, intrépido, feroz, arrojado, sanguinario, ambicioso. Le hicieron primer cónsul perpetuo, y finalmente emperador y rey, con más ínfulas y aparato exterior que jamás tuvo monarca alguno. Ellos forzaron al sumo pontífice para que le coronase en París; no por devoción, ni porque creyesen ellos la autoridad y primacía del vicario de Jesucristo; sino para ajarla al mismo tiempo que se servían de ella para aparentar catolicismo, y ganar así a los católicos que había en el imperio, y engañar así a los extraños». ¿Quedará usted convencido, monsieur, de que ni el emperador, ni sus secuaces tienen un ápice de religión? Ni me diga usted que esta relación carece del carácter de la verdad en boca de los españoles, porque casi lo mismo lamenta el sabio obispo francés Hebmond Gibson. Todo lo tenía previsto el autor de las famosas cartas de educación: «Una vez admitida la tolerancia, dice discretamente, se verán en París mezquitas en una calle, sinagogas en otra, aquí templos de calvinistas, allí de gentiles, se hará de la capital un panteón, cada nación tendrá su dios, cada ídolo su altar; y esta confusión de cultos será necesariamente la causa de las perturbaciones de la sociedad».

Lo mismo decía mucho antes, lleno de indignación contra la perversidad filosófica y penetrado de los mismos sentimientos propios de un ánimo verdaderamente cristiano, un erudito y virtuoso magistrado francés de nuestros tiempos: «¡Qué triste día es para nosotros pensar en el juicio que formará de nuestro siglo la posteridad, hablando de las obras que produce! ¡Qué sensible es a la religión ver salir del seno de una secta de pretendidos filósofos que, por el abuso de un espíritu capaz de degradar a la humanidad, hayan concebido el insensato proyecto de destruir las primeras verdades grabadas en nuestros corazones por la mano del criador, de abolir su culto, sus ministros, y establecer por último el deísmo y el materialismo!».

Francés Estoy confundido, monsieur. No puedo menos que llorar las desgracias de mi nación. Cuando ésta creía ser feliz abjurando la anarquía que tantos daños la había causado, ha venido a caer en manos de un tirano que ha sido el epílogo de todos los crímenes. Ahora, ciertamente, es cuando abro los ojos para mirar los males de mis compatriotas.

Español Muy tarde los llega usted a conocer monsieur, así como nosotros descubrimos tarde las tramas de ese tirano vomitado por el abismo para azote de la humanidad. Del centro pues de aquellos filósofos, querido monsieur, salió ese genio imperial y real para capitanear esa detestable secta que llama industria al hurto; sagacidad al engaño; derecho al homicidio; locura al juramento; y que afirma temerariamente que las leyes más santas no obligan sino a los hombres débiles y tímidos, pues todas las veces que haya ocasión favorable se debe quitar el poder a quien gobierna. ¡Ah, monsieur! No siendo el vicio vergonzoso, ni la virtud estimable (como lo practican los esclavos del tirano), quedan ya las pasiones sin freno y todos los medios de satisfacerlas se tienen por legítimos; de consiguiente, los hombres vienen a ser, respecto de sus semejantes, como bestias feroces que se echan sobre la presa, y para conseguirla se despedazan unas a otras. ¿Y qué otra cosa está sucediendo y ha sucedido ya? «Con pretexto de la igualdad absoluta, exclama el ciudadano Hekel, se han visto unas razas de hombres tigres, que a excusa de vengar las leyes las echaban por tierra, perseguían la inocencia hablando de la justicia y exterminaban la humanidad invocando su santo nombre. En aquel tiempo todo era crimen de Estado (sigue este profundo francés), lo era reclamar la constitución que se acababa de jurar y los derechos del hombre que se acababan de proclamar. La virtud y los talentos servían de títulos de destierro, las palabras y aun el silencio, eran acusadas. Se interpretaba hasta el pensamiento y se le desnaturalizaba para hallarle culpable. Esta nota infame se imprimió a la Francia con el pretexto de la igualdad absoluta. A su nombre se vio en aquella capital, centro de las luces, a unos hombres seducidos a coger con una alegría feroz la imitación de los antropófagos; extasiarse al oír la relación de sus asesinatos; cantar los crímenes como unas victorias; bailar alrededor de sus víctimas, despedazarlas con sus manos, y hacer de sus palpitantes entrañas un bárbaro banquete.

Aquellos monstruos nos hubieran tragado a todos; iban a tragarse toda la Francia, si su demencia no hubiera neutralizado sus furores; si no hubieran hallado en los últimos excesos de su rabio el término de sus atentados; si la justicia divina, derramando sobre ellos un espíritu de inconstancia, no les hubiese precipitado en el abismo que habían abierto bajo los pies de todo aquel que no les juraba un pacto de complicidad».

En medio de aquel abismo apareció el soldado Bonaparte e hizo todos los progresos que aquella nación ciega creía fuesen los fundamentos de su regeneración; pero ha experimentado que no es sino el jefe de sus destructores, tanto más crueles, cuanto más disimulados. Peores que los gentiles, ciertamente, cuando procuran resucitar el sistema de los discípulos de Epicuro, cuya disolución llegó a causar horror a los mismos paganos que la condenaron castigando con graves penas a los que la siguen. Peores aún que los mismos epicúreos cuando se atreven a sembrar las extravagantes opiniones de los herejes antiguos y modernos, que llevan por objeto el ultraje de los vínculos más estrechos de la sociedad, estableciendo por pase y fundamento de su sistema lo que no tiene más regla de equidad que la fuerza y el deleite. Epicuro sostenía en público que la sabiduría, la honestidad y la justicia eran el único principio de la felicidad social; he aquí unas ideas superiores a las que [sic] los impíos bonapartistas, a quienes debemos jurar un odio eterno hasta exterminar esa raza infame, causa de todos nuestros males.

Francés ¿Odio eterno, monsieur, cuando debemos compadecerlos por caridad?

Español Sí, monsieur, odio eterno, odio sagrado contra los enemigos de la Iglesia. Nosotros debemos compadecer las desgracias de nuestros próximos, es verdad: «Pero si alguno de ellos viniese a estar en vuestra compañía y no hiciere profesión de esta doctrina, dice san Juan, no le recibáis en vuestra casa, ni lo saludéis, porque aquel que lo saluda participa de su misma maldad». Ni extrañe usted que este santo evangelista autorice el odio a los enemigos de la religión, que uniendo la impiedad a la depravación de las costumbres destierran de la sociedad la paz y el sosiego público. Aún se admirará usted oyendo a un impío condenar a muerte a los que introducen el tolerantismo. «Si alguno, dice este filósofo, después de haber reconocido públicamente estos dogmas, se conduce como quien no los cree, sea castigado con pena de muerte por haber cometido el mayor de los crímenes y mentido a la faz de las leyes». La existencia de la divinidad (poderosa, inteligente, benéfica, próvida), la vida futura, la felicidad de los justos, los castigos de los malos y la santidad de las leyes, son los dogmas positivos que establece; limitando los negativos a uno solo, que es la intolerancia. ¿Quedará usted convencido, monsieur, de que los insolentes delirios de Napoleón en nada se parecen a aquella política verdadera que sólo puede fundarse en la religión y en la virtud? Cuando a fuerza de crímenes e intrigas acumulaba laureles sobre su cabeza, ¡cuánto sufrió la humanidad! ¡Él se preciaba de inspirar el noble entusiasmo de los romanos!, estipendiaba reyes para deponerlos vergonzosamente, y todos los pueblos ansiaban por su alianza. Llegamos a ver un tiempo en que nada era uno si no era francés, y embriagado el corso con su criminal fortuna se decía con insolencia: «la Europa teme mi poder, la Inglaterra tiene su destino en mis manos, tengo aprisionada a la España, la América está a mis pies». ¡Delirante! todo el coloso vendrá a tierra. La religiosa España que por su unión y valor supo velar sobre la astucia de los fenicios, que despreció la perfidia de los griegos, que hizo resistencia a la mala fe de los cartagineses, que inutilizó los descarados proyectos del senado romano, que arrojó a el África la infame raza de los árabes, y que contuvo el poder osado de los ricos hom[br]e[s] conciliándose el respeto y admiración del universo; sabrá también abatir y aniquilar esa caterva impura de asesinos que la inundan, pues aunque la iniquidad del corso ha contagiado a muchos españoles que han tenido la debilidad de unirse a sus criminales delirios; del polvo de la tierra saldrán nuevos Pelayos, Corteses, Pizarros, y otros genios de integridad que sabe formar la religión para confundir a sus enemigos. El espíritu de un Bruto, de un Handem, o de un Tell, saldrá de entre las sombras para vengar a la humanidad...

Aquí suspendieron la conversación los dos tertulianos a causa de un personaje que les interrumpió con las gloriosas noticias que recibimos el 11 de julio sobre las nuevas derrotas, aliento y valor de nuestros españoles. Eran ciertamente muy lisonjeras para no interrumpir un diálogo en que tanto se habían acalorado. El respetable público a quien lo presento juzgará de su mérito con la benignidad que acostumbra y tengo experimentada,

Juan María Wenceslao Barquera2




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