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ArribaAbajoCapítulo quinto

El secreto de la paz porfiriana



Circunstancias de personalidad con que el señor general don Porfirio Díaz comenzó su obra de gobierno

De tiempo atrás nos envanecemos de haber penetrado los secretos y de haber encontrado los resortes   —63→   de la política personal del señor general Díaz, a que debemos la paz presente, llevando nuestra audacia hasta creer que nadie ha penetrado más a fondo los mencionados secretos, ni ha determinado mejor los expresados resortes; también es que nadie como nosotros lleva años de estudiar por observación directa nuestra sociología patria, y en ella, como es natural, la inspirada, feliz y afortunada política de nuestro actual presidente.

Dijimos en otra parte que, terminada la Intervención, la obra de Juárez estaba terminada. Entonces debió de haber cesado el período que hemos llamado integral; pero el período de transición se prolongó de un modo artificial y precario hasta la batalla de Tecoac.

Esa prolongación fue artificial, porque la hizo la resistencia que todo poder fuerte desarrolla para no desaparecer, y fue larga -duró cerca de diez años- precisamente porque el poder de Juárez, robustecido por dos grandes revoluciones, era fuerte, y era fuerte porque había representado en esas dos grandes revoluciones la nacionalidad fundada en el elemento mestizo, con el cual él mismo se confundía. Pero Juárez, en el trabajo de hacer vencer al elemento mestizo, tanto para hacer la nacionalidad interior cuanto para imponerla al exterior, fue real y efectivamente el jefe de ese elemento. Restaurada la República, su obra, colosal como fue, estaba concluida; en lo de adelante, el jefe de la nación tenía que ser otro hombre.

El nuevo jefe de la nación tenía que ser, desde luego, unidad del elemento mestizo; de lo contrario, su personalidad habría sido sospechosa para ese elemento que, como hemos dicho ya, fue el que fundó y era el que representaba la verdadera nacionalidad; pero era preciso que esa unidad no fuera el jefe del expresado elemento constituido como partido político. Juárez precisamente había sido y tenía que seguir siendo jefe del elemento partido liberal, que era el de los mestizos. El hombre nuevo tenía que estar colocado sobre todos los partidos militantes; de no ser así, no podía dominarlos a todos. Para dominar a todos los partidos tenía que adquirir sus prestigios fuera de ellos. Aquí encontramos ya la personalidad del señor general Díaz. Éste era unidad del elemento mestizo, del que reconoce como ascendientes a Juárez, a Ocampo, a Álvarez, a Gómez Farías, a Guerrero y a Morelos, el más grande de todos; de su naturaleza mestiza dan testimonio sus antecedentes de familia -el señor doctor don Salvador Quevedo y Zubieta lo demuestra con el esquema genealógico que formó en una obra reciente (Porfirio Díaz), indirectamente autorizada por el mismo señor General- sus costumbres personales y hasta su lenguaje, en el que es típica la acentuación de algunas palabras como máiz y páis. El señor licenciado don Justo Sierra (México y su evolución social) lo considera también como mestizo. Hizo su personalidad militar en el partido de su raza, es decir, en el liberal, pero no fue jamás el jefe de ese partido. De su personalidad militar derivó su personalidad política, pero no en calidad de partidario que lucha por su partido, sino en calidad de patriota que defiende a su patria; su verdadera personalidad política no data de la Guerra de Tres   —64→   Años, sino de la guerra contra la Intervención y contra el Imperio. Al hacer su personalidad militar y política mostró la honradez, la actividad y la probidad del buen administrador. Por eso al ser restaurada la República tenía el triple prestigio del guerrero afortunado, del esforzado patriota y del administrador prudente. ¿Era entonces el jefe del partido liberal como Juárez? No, era más que eso. Podía, pues, dominar al partido liberal mismo, y esto era lo más importante.




La política integral

Ahora bien, si para dominar la situación era necesario que el nuevo gobernante estuviera por encima de todos los partidos, o sea por encima de todos los elementos de raza y de todos los grupos de acción social, la situación en que se abría el período integral exigía un procedimiento que no era nuevo, pero que estaba ya olvidado. En el período que hemos llamado de la desintegración, al disolverse la autoridad virreinal que en cierto modo se había continuado hasta el fin del imperio de Iturbide, se desataron los lazos de la organización coercitiva, de cooperación obligatoria, verdaderamente militar, integral en suma, que mantenían unidos a todos los elementos de la población; mal que la forma de gobierno adoptada para el nuevo régimen, aumentó de un modo considerable. Tal circunstancia produjo la anarquía, pues el poder federal, creado en la forma republicana para mantener el orden en el interior y para hacer la defensa contra el exterior, era demasiado débil, y según se hacían sentir las rivalidades entre todos los elementos de la población, fatalmente complicadas con las dificultades políticas, administrativas y económicas de un Gobierno nuevo dirigido por personas no amaestradas para los negocios públicos, caía o se levantaba, y cambiaba sin cesar, sin punto de reposo. El desorden que tal estado de cosas producía aumentaba progresivamente, y a punto estuvo de hacer desaparecer la nacionalidad en más de una ocasión. Por entonces, sólo una persona se daba cuenta de la situación, a pesar de sus grandes errores, y era Alamán, que en el pensamiento de la política actual fue un verdadero precursor. En efecto, si él hubiera contado con una personalidad que no representara un partido determinado, sino que hubiera podido estar fuera de todos, que hubiera hecho una buena carrera militar y que hubiera adquirido prestigios serios en guerra extranjera, habría sabido hacer con el elemento criollo y por el procedimiento virreinal un gobierno estable; verdad es que estuvo a punto de hacerlo. Por fortuna, el mismo estado de lucha constante fue integrando sólidamente a los elementos de raza que esa lucha sostenían, y tal integración se hizo mejor en el elemento mestizo a virtud de las varias razones expuestas con anterioridad. Por eso triunfó al fin, con la revolución de Ayutla. En el período que hemos llamado de transición, ese elemento, ayudado por el grupo de los criollos nuevos, consolidó su poder bajo la jefatura de Juárez y preparó el período integral. El señor general Díaz inauguró en éste la política integral, que en realidad no es sino la virreinal adaptada a las circunstancias, tal cual Alemán la soñó sin haber podido realizarla. Esa política ha consistido primordialmente en rehacer la autoridad   —65→   necesaria para la organización coercitiva, de cooperación obligatoria, verdaderamente militar, integral como la hemos llamado nosotros. El fundamento de esa política ha sido, sin duda alguna, la personalidad del señor general Díaz, pero su secreto fundamental ha sido la concentración del poder. El mismo señor general Díaz, en los informes que ha rendido a sus compatriotas al finalizar sus períodos de gobierno, lo ha manifestado así, con la debida discreción, pero con la más completa claridad. En el informe relativo al período de 1900 a 1904, dijo literalmente: «Al destruir los gérmenes que en otros tiempos mantenían á esas entidades disgregadas, cuando no en estado de hostilidad constante, se han establecido en realidad, los lazos que ligan á las distintas comarcas del país, y las sostienen compactas y solidarias. La experiencia ha demostrado de un modo evidente, que en las agrupaciones humanas en las que no hay comunidad de interés, de sentimientos y de deseos, no existe una nación en el estricto sentido de la palabra, y las unidades que forman esos grupos, agenas las unas á las otras, generalmente, y aún antagónicas á veces, no constituyen una verdadera patria. En México y durante mucho tiempo, los vínculos federales se mantuvieron sin consistencia, y únicamente la amenaza de un peligro común tenía el previlegio de determinar una unidad de acción traducida siempre por un vigoroso esfuerzo para rechazar toda agresión extraña. Ante aquella situación, el único programa nacional y patriótico que mi Gobierno se propuso llevar á término, desde el día en que por vez primera el pueblo se dignó confiarme la dirección de los asuntos públicos, ha consistido en afianzar con la paz, los lazos que únicamente tenían privilegio de estrechar la guerra, haciendo sólidos y permanentes los ideales y las aspiraciones manifestadas, con lamentables intermitencias, por las distintas fracciones de una misma é indiscutible nacionalidad».




La concentración del poder

La concentración del poder ofrecía una gran dificultad: la Constitución y las leyes de Reforma, es decir, el sistema de Gobierno adoptado desde la Independencia y corregido por la Guerra de Tres Años. Séanos permitido copiar aquí algunas líneas de un folleto que escribimos en 1897 con el título de Notas sobre la política del Señor General Díaz; esas líneas dicen lo siguiente: «Por fortuna el Sr. Gral. Díaz, era todo un político. Comprendió demasiado bien que no era posible gobernar bajo el imperio riguroso de esas leyes -las que ya mencionamos- porque él llevaba á la anarquía, pero también comprendió que su carácter sagrado las hacía punto menos que inviolables, y supo apurar la dificultad, como Augusto en idénticas circunstancias. Respetando todas las formas constitucionales, comenzó á concentrar en sus manos todo el poder subdividido, pulverizado en todo el aparato gubernamental. Poco á poco se abrogó el derecho de elegir á los Gobernadores, é hizo que éstos se abrogaran el de elegir á los funcionarios inferiores todos, sin derogar una sola ley electoral, y sin que siquiera dejaran de hacerse con regularidad las elecciones en algún punto de la República, consiguiendo con esto, poder   —66→   hacerse obedecer por todos esos funcionarios. Del mismo modo comenzó á abrogarse y de hecho se ha abrogado ya, todas las prerrogativas del Poder Legislativo Federal, y ha hecho que los Gobernadores se abroguen las de sus Legislaturas, y de igual modo, aunque indirectamente, se ha abrogado las prerrogativas del Poder Judicial, eligiendo él, ó por las funcionarios que de él dependen, á todos los funcionarios judiciales de la Federación, haciendo que los Gobernadores hagan lo mismo en los Estados, y aún interviniendo en casos especiales, directamente en los fallos de los jueces, cosa que los Gobernadores hacen también en sus respectivos Estados. En resumen, ha concentrado el poder en manos del Gobierno Federal, y especialmente en las del Presidente de la República y de sus Secretarios de Estado que forman un Consejo semejante al de los soberanos absolutos». A las necesidades de la concentración del poder se deben las grandes vías de comunicación, base y fundamento del desarrollo industrial después alcanzado.

Pero la concentración del poder requería antes que todo, como ya hemos dicho, la dominación efectiva de todos los partidos, o sea de todos los elementos de raza y de todos los grupos de acción social; no sólo era necesario estar por encima de todos los partidos para dominarlos, sino que era indispensable ejercer sobre ellos una verdadera dominación, una dominación efectiva. En esto es en lo que ha brillado mucho el genio del señor general Díaz, porque ha sido una obra, a nuestro entender, sin precedentes en la historia de la humanidad. Porque, a menos que no lo sepamos, jamás se han encontrado en un mismo territorio tantos elementos de raza y tan distintos los unos de los otros, por su origen, por su edad evolutiva y por sus condiciones de participación en la riqueza general, que fuera necesario unir en iguales tendencias, coordinar en equilibrados intereses y mantener en fraternal comunidad, para constituir una nación, sin contar para ese trabajo con otros medios que los que daban aisladamente dichos elementos, en cada uno de los cuales dominaba la aversión para los demás, y teniendo que hacer ese mismo trabajo al día siguiente de una guerra extranjera. Y el caso ha sido que tal trabajo se ha venido haciendo por los procedimientos más sencillos en apariencia y más complexos en realidad; por el de satisfacer todas las aspiraciones cuando en cambio se ha obtenido la seguridad de que no se perturbaría la paz; y por el de castigar sin misericordia a todos los perturbadores de esa paz misma. Sencillos parecen a primera vista esos procedimientos y, sin embargo, vamos a ver cuán difíciles han sido y cuánta intuición política han requerido por parte de quien los ha llevado a plena ejecución.




Resorte primario de la política del señor general Díaz

Los procedimientos seguidos para la satisfacción de todas las aspiraciones, aunque seguramente instintivos, ofrecen al análisis atento, la coordinación de un verdadero sistema que indica un profundo conocimiento del corazón humano en general, y de la psicología de nuestras unidades sociales en particular. Las fibras que, desde las unidades más humildes, se enredan y tuercen en   —67→   ese sistema hasta la personalidad del señor general Díaz, que es el nudo a que convergen todas, es la amistad personal; amistad, que como todos los afectos que llevan en conjunto ese nombre, da derecho a exigir del amigo todo lo que el amigo puede conceder, según el grado de amistad que se tiene, y la categoría, personalidad y condiciones del amigo que usa ese derecho; pero que, en cambio, impone a este último amigo, para con el otro, obligaciones correlativas, según también el grado de amistad que une a los dos, y la categoría, personalidad y condiciones del obligado. A virtud de esa amistad -amificación la llama el señor doctor don Salvador Quevedo y Zubieta (El Caudillo)- que ofrece todos los matices de la mutua consideración y del mutuo sacrificio, todas las unidades sociales han podido pedir al señor general Díaz, según sus necesidades y tendencias propias, y el señor general Díaz, les ha podido ir concediendo lo que han pedido; pero en cambio les ha podido pedir, a su vez, sacrificios proporcionales. A muchos de los mestizos, por ejemplo, que le han pedido todas las satisfacciones materiales, los ha satisfecho y más que satisfecho, hartado; pero les ha exigido para la obra de la concentración del poder, la plena disposición de sus personas y de sus vidas. Los criollos señores le han pedido menos, y les ha dado menos; en cambio él les ha exigido menos también; jamás les ha exigido que se dejen matar. En ese orden ha repartido entre todos las larguezas de sus beneficios, y ha obtenido el sacrificio de todas las personas, logrando orientar hacia la suya todas las voluntades. Esto por supuesto, sistemado en todos los grados de la escala social. En efecto, todos los ministros y todos los gobernadores han estado siempre ligados directamente al señor general Díaz por la amistad; los jefes o prefectos políticos a los gobernadores, por la amistad; los presidentes municipales a los jefes o prefectos políticos, por la amistad; los vecinos a los presidentes municipales, por la amistad; y en torno de esos funcionarios, las demás personalidades políticas han estado siempre unidas a ellos por la amistad. El título, que desde el advenimiento del señor general Díaz al poder hasta ahora, se ha invocado como el primero y primordial es el de amigo. El haber encontrado en la amistad un poderosísimo lazo de cohesión ha sido, a nuestro entender, verdaderamente genial. Entre nosotros, el patriotismo no ha sido jamás una noción suficientemente precisa y clara para que pudiera servir de lazo de unión entre todas las unidades sociales; estando como ha estado dividida la población en varios elementos de raza, cada uno de éstos ha tenido su noción especial; de allí ha resultado que variando el punto de vista de un elemento a otro, cuando uno se ha gloriado de ser patriota, otro le ha llamado traidor, y viceversa. El deber, noción mucho más abstracta que la de patriotismo, menos ha podido servir de lazo de unión. La amistad para con una personalidad gloriosa, temida y admirada, sí ha podido ser general. La amistad ha podido ser para todos, según que han sido más o menos maleables bajo la mano de la autoridad en razón de la cantidad de acero que hay en las unidades de cada raza, una disculpa de obedecimiento y sumisión; la amistad acallando todos los orgullos, ha doblegado   —68→   todas las inflexibilidades. Por de pronto, la amistad al señor general Díaz tuvo la ventaja de no obligar a los elementos de raza, y a los grupos de acción social formados por esos elementos, a transigir entre sí sus tradicionales diferencias; cada uno de ellos pudo seguir encastillado en sus preocupaciones para con los demás; al fin, los sacrificios impuestos a unos en razón de los otros han ido acercando a todos y han ido atenuando, poco a poco, las referidas diferencias. Tan cierto es esto que cuando un grupo social se ha sentido lastimado porque se le ha obligado a transigir con otro, se ha oído decir a las unidades de aquél: Esto nos duele, y lo sufrimos sólo porque somos amigos del señor general Díaz. Veamos ahora cómo se ha portado él con sus amigos.




Tratamiento dado por el señor general Díaz a los mestizos

Por una parte, los mestizos, triunfadores y predominantes, al inaugurarse el período integral, mostraban más que nunca su ansia de satisfacciones materiales. Ávidos de riquezas y sedientos de placeres, se creían engañados por la Reforma que no acertó a satisfacerlos. El señor general Díaz, que veía en ellos a los suyos, a su raza, a la nacionalidad, al porvenir, tomó a su cargo el empeño de saciarlos. Para el efecto, llamó a todos al Presupuesto. En la clasificación que hicimos oportunamente de los elementos de raza que componían la población nacional cuando se proclamó el Plan de Ayutla, dijimos que los mestizos estaban divididos en cuatro grupos, que eran: el de los rancheros, el de los empleados, el de los profesionistas y el de los revolucionarios. Entre estos últimos, que fueron sus primeros, más adictos y más fieles partidarios, o mejor dicho, amigos, repartió y ha seguido repartiendo los puestos de acción, los de confianza -a uno de sus amigos lo hizo presidente de la República- las funciones que han mantenido y mantienen la concentración del poder, y han sido y son necesarias para el fácil funcionamiento de su autoridad; los ha hecho y los hace aún, ministros, gobernadores, jefes de Zona Militar, jefes superiores del Ejército, etc. Del grupo de los profesionistas y del de los empleados sacó, ha sacado y saca aún todos los demás funcionarios de su administración. Del grupo de los rancheros sacó, ha sacado y saca del mismo modo, los jefes y oficiales del Ejército. Pero profundo conocedor de todos los mestizos, los ha dejado y los deja aprovecharse de sus puestos, traficar con sus funciones, enriquecerse, satisfacer todas sus ambiciones y saciar todos sus apetitos. Ha sabido y sabe que muchos de ellos han negociado y negocian, que han lucrado y lucran, que han llevado y llevan una vida de desorden cuando no de vicio, pero no ha parado ni para en ello la atención. Al contrario, los ayuda, favoreciéndolos con su apoyo en los negocios que emprenden; colocando a los amigos y parientes porque se interesan en puestos secundarios, pero de importancia y consideración; elevándolos a los altos puestos de honor del Senado y de la diplomacia donde se codean con los criollos; y, por último, autorizándolos tácitamente para que ellos sigan la misma línea de conducta con sus amigos y subordinados. Hasta tal punto llevó al principio su empeño de favorecer   —69→   a los mestizos que, habiendo en todos los grupos que ellos formaban, no pocos hombres a quienes la falta de satisfacción de las primordiales necesidades de la vida y la rabia de justicieras reivindicaciones habían conducido a la perversión y al bandidaje, concedió a esos hombres una amplia amnistía hasta por delitos del orden común, y llamó a esos mismos hombres a la regeneración por el bienestar, convirtiendo grandes agrupaciones de bandoleros en cuerpos de tropa regular, que han prestado señalados servicios para la seguridad rural que antes perturbaban con sus depredaciones. Desgraciadamente, no todos los mestizos han podido caber dentro del Presupuesto y, aunque el desarrollo de la industria de los criollos nuevos ha proporcionado trabajo y pan a los mestizos inferiores, muchos mestizos todavía, entre los cuales hay que señalar a los agricultores, se encuentran en una situación poco venturosa. Hay muchos mestizos todavía desheredados y hambrientos, cuya inquietud perturbadora se hace sentir. En la prensa diaria actual de la capital de la República están representados los mestizos por los periódicos que se llaman de escándalo. Esos periódicos baratos y malos dan forma y expresión a todas las aspiraciones vagas, desordenadas y confusas, y a todas las protestas rudas, apasionadas e impetuosas de los mestizos, que aún están descontentos porque no han sido aún completamente saciados.




Tratamiento dado por el señor general Díaz a los «criollos señores» y a los «criollos clero»

Por otro lado, los criollos en sus dos grupos, los criollos señores y los criollos clero, reclamaban su parte también. Los criollos señores, según dijimos en su lugar, estaban divididos en criollos conservadores y en criollos moderados; los criollos clero, en los dignatarios superiores del clero y en los adictos al clero por razón de sus intereses o reaccionarios. Los criollos conservadores no pedían nada ni han pedido otra cosa que el respeto a su gran propiedad; el señor general Díaz se los ha concedido. Esos criollos se han abstenido de tomar parte activa en la política, contentándose con ejercer, con más o menos vigor, la influencia de sus grandes fortunas cerca de los poderes oficiales. Cuando de esas fortunas se trata, en conjunto o en detalle; cuando se trata de contribuciones; cuando se trata de la seguridad rural, se les ve aparecer, y casi puede decirse que en asuntos fiscales y en asuntos de administración, nada se puede hacer sin su aquiescencia; ellos mantienen a la agricultura en el estado de ruina y miseria que guarda. Los criollos moderados sí han pedido y han obtenido su parte en la cosa pública, pero en la forma que les es peculiar, es decir, en la palaciega. El señor general Díaz los ha recibido bien y les ha dado los puestos de honor, de brillo, de representación, pero muy rara vez les ha dado funciones activas. Son casi siempre concejales, diputados, senadores, diplomáticos, etc., etc. Todos los criollos señores, lo mismo los conservadores que los políticos, o moderados, están fuera del centro de la actividad nacional, como en su oportunidad veremos. En la prensa diaria actual de la capital de la República están representados por El Tiempo. Ese periódico, caro, grande, rebelde aún para con la Iglesia, enemigo de los americanos por sus diferencias de religión,   —70→   enemigo de los criollos nuevos y de los mestizos por usurpadores de los bienes de la Iglesia, y amigo de Europa por afinidad de sangre, representa bien, en efecto, a los criollos señores. En otra época estaba más marcada la división entre los dos grupos de criollos señores, y entonces El Tiempo representaba a los conservadores y El Nacional a los moderados. De los criollos clero, el grupo de los dignatarios ha dejado de mezclarse en la política para dedicarse a su noble ministerio y, sin embargo, el señor general Díaz ha procurado y conseguido atraerse su buena voluntad y simpatía, suavizando el rigor de las leyes de Reforma, honrando a las altas dignidades, etc., etc.; el grupo de los reaccionarios ha perdido por completo la influencia social que tuvo, porque la Iglesia perdió sus bienes y, sin embargo, el señor general Díaz lo ha contentado como a todos, sacando de él unidades para la administración de justicia, para el profesorado, etc., etc. El órgano de los criollos reaccionarios en la prensa diaria actual de la capital de la República es El País.




Tratamiento dado por el señor general Díaz a los «criollos nuevos» o «criollos liberales»

Los criollos nuevos o criollos liberales, haciendo valer sus servicios en la Intervención, han sido más difíciles de contentar; aunque ya bien favorecidos, pedían más y han obtenido mucho más de lo que pedían, gracias a su condición intermedia entre los criollos señores por una parte, y los mestizos y los indígenas por otra. Con mayores impulsos de progreso que los criollos señores y reaccionarios, han sabido aprovechar su descendencia extranjera para interesar en el país a las naciones de su origen. De allí la atracción de capitales con que ellos han hecho las comunicaciones, y han formado y estimulado la gran industria nacional en todas sus ramas, desde la minera hasta la manufacturera. Aquellas comunicaciones y esa industria han permitido la consolidación del poder federal, han favorecido el desarrollo económico de la nación, han elevado el comercio y han dado medios de vida a los mestizos inferiores. Pero para todo lo anterior, ya hoy felizmente logrado casi por completo, el señor general Díaz ha tenido y tiene que abrir mucho la mano de las larguezas, porque en el fondo, los procedimientos de los criollos nuevos, tratándose de asuntos económicos, han sido iguales a los de los españoles, tratándose de asuntos políticos. El privilegio, el monopolio, la subvención, la exención de impuestos, todo bajo la forma de la concesión administrativa, han sido los medios no poco opresores y duros que han puesto en actividad. El señor general Díaz ha enriquecido a muchos inmensamente; a muchos los ha ocupado en altos puestos en que ha aprovechado sus superiores aptitudes económicas; pero no les ha confiado sino excepcionalmente, los puestos de acción, y ha hecho bien. No serán jamás tan fuertes cuanto lo son los mestizos, ni tienen la orientación política de éstos. En la actualidad, tiene en la prensa diaria de la capital de la República la representación de los criollos nuevos, El Imparcial, ese periódico que confunde la prosperidad de los criollos nuevos con la nacional.



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Tratamiento dado por el señor general Díaz a los indígenas

En el elemento indígena, la rama de los dispersos no se hacía sentir sino por sus depredaciones, y no merecía otra cosa que la represión y el castigo; el señor general Díaz les supo dar el tratamiento adecuado con su acostumbrada energía. Empero, ha favorecido siempre la incorporación de esos indígenas al compuesto general, sin atender al estado evolutivo en que se encuentran, como lo prueba la buena acogida dada a los kikapoos, mediante por supuesto, en todo caso, la condición indeclinable de vivir en paz. Respecto de los indígenas de las otras dos ramas, es decir, de los indígenas incorporados y de los sometidos, en los cuatro grupos de acción social que formaban, o sea, en el grupo del clero inferior, en el de los soldados, en el de los propietarios comunales, y en el de los jornaleros, se puede decir con propiedad que estaban ya lejos de la pasividad real o fingida que les era característica en la época colonial; pedían ya también y, en cierto modo, con alguna exigencia. El señor general Díaz los atendió, los ha seguido atendiendo y los atiende aún. A los indígenas del clero inferior los ha mantenido contentos con la suavización de las leyes de Reforma, muy especialmente en lo que se refiere al culto público, dejándolos, de tarde en tarde, hacer libres manifestaciones de su cristianismo semiidolátrico, en sus fiestas, procesiones, etc. De los indígenas revolucionarios ha empleado a los más como soldados, pagándoles puntualmente sueldos superiores a los jornales, y ha dado a los otros, con las grandes obras públicas, jornales que se aproximan mucho a los sueldos de los soldados. A los indígenas propietarios comunales los ha mantenido quietos, retardando la división de sus pueblos, ayudándolos a defender éstos, oyendo sus quejas y representaciones contra los hacendados, contra los gobernadores, etc. A los indígenas jornaleros, es decir, a los peones de los campos, que han sido los menos favorecidos directamente, les ha suavizado en algo su condición con sólo mantener la paz que permite el cultivo que les da jornales permanentes. Los indígenas no tienen en la prensa representación alguna.




Unidad y solidez del carácter del señor general Díaz

Nos da la comprobación de las apreciaciones anteriores, el desarrollo de la política hacendaria del señor general Díaz. Desde el principio de su Gobierno, que nosotros consideramos no interrumpido por la Presidencia del señor general González, a virtud de que la responsabilidad de esa Presidencia fue suya, se propuso ante todo, hacer el Presupuesto lo más amplio que fuera posible en sueldos y en grandes trabajos públicos. Esto, en años que seguían a largos períodos de bancarrota, parecía un contrasentido, y no pocas personas, entre ellas un ministro de Hacienda que duró muy pocos días, se lo dijeron con franqueza, obteniendo todos una contestación que merece ser conservada por la historia: la paz a todo trance, cueste lo que cueste. Por entonces costaba más dinero del que se tenía. En efecto, primero con expedientes y después con empréstitos, el amigo grande atendía, de preferencia, a satisfacer a sus amigos, seguro de que lo demás vendría, como dice el Evangelio, por añadidura. Cerca de veinte años, más o menos, el Gobierno del señor   —72→   general Díaz vivió así, lo cual demuestra un aliento de empresa, una continuidad de propósito y un alcance de previsión que no tienen igual. Entre tanto, esa política dio sus frutos, y cuando vino el señor licenciado don Matías Romero de los Estados Unidos, pudo ya decir la verdad que hasta entonces se había ocultado, y esa verdad era, que jamás los ingresos habían llegado hasta los gastos, pero que ya sólo faltaba un pequeño sacrificio para que llegaran. Dio forma a ese sacrificio creando nuevos impuestos, y se retiró, haciendo al país el último de los muy grandes servicios que pudo prestarle, el de dejar indicado como sucesor suyo -si no lo indicó expresamente, como creemos- a su oficial mayor, que lo era el señor licenciado don José Yves Limantour, para que continuara la política hacendaria que estaba para florecer.

Tales han sido los procedimientos de la paz porfiriana en la parte en que el señor general Díaz ha tenido que ser amigo de todos; en lo que respecta a la parte que él ha tenido que exigir de sus amigos, ella ha consistido sustancialmente en pedirles que, cuando la marcha de las cosas por él establecida les causara perjuicios o desagrado, acudieran a él para que pusiera el remedio, si podía, y en caso de no poder, se conformaran, sin acudir a la revolución, so pena de convertirse de amigos suyos en sus enemigos mortales. En esa virtud, todo descontento ha sido su enemigo, y lo ha tratado como tal. Muchos fueron y han sido sus enemigos en esa forma, y para acabar con ellos o reducirlos o someterlos, la personalidad histórica del señor general Díaz ha presentado una faz, que a nuestro entender se parece bastante a la vez, a la de Luis XI y a la de Richelieu, por supuesto a los Luis XI y Richelieu de la Historia, no de la novela ni del teatro.

En el campo de los hechos, el trabajo de la concentración del poder ha sido un trabajo de destrucción de cacicazgos encabezados por caciques difíciles de contentar. Antes del período integral había en el país tantos poderes locales, como ya hemos indicado, que todo gobierno normal era imposible. Para el poder central o federal los gobernadores de los Estados, sostenidos por éstos, eran unos caciques, cortados más o menos por el patrón de Vidaurri. A su vez, para el gobernador de un Estado, en cada distrito, partido o cantón, había una o dos personalidades que dividían con él el gobierno. Y a todas esas cabezas grandes, había que agregar los héroes de nuestras innumerables revoluciones que eran más grandes aún. Dichas cabezas grandes se erguían a diario frente al poder legal a cada paso que daba; de ello resultaba, como era natural, la paralización de todo poder, y de la paralización del poder, la anarquía. Esto está en la conciencia de todo el mundo, pero no por eso nos relevamos de comprobarlo, con tanta más razón cuanto que nos bastará para hacerlo, con citar del Plan de Ayutla en adelante, el caso de Vidaurri, el de González Ortega cuando era ministro y se quiso imponer a Juárez, los de los gobernadores absolutos después de la Intervención; y en segundo orden, el de Lozada, el de García de la Cadena, etc., etc. Es seguro que si las guerras de Tres Años y de la Intervención   —73→   no hubieran mantenido en pie, sobre la base del peligro común en el elemento dominador, el gobierno de Juárez, ese gobierno no habría podido existir como normal. Claramente se vio lo frágil que era en el período transcurrido desde la batalla de Calpulálpam hasta la llegada de la escuadra tripartita; si no lo hubiera sostenido el peligro común, repetimos, habría caído pronto. Había que volver al poder virreinal, había que hacer el trabajo de la concentración del poder, según dijimos antes, y para esto favorecían al señor general Díaz grandemente sus condiciones de guerrero victorioso; pero si para concentrar el poder sin romper las formas republicanas ha tenido que volverse Augusto, para reducir y someter a tanto señor feudal como existía en la República ha tenido que desarrollar las mismas cualidades de astucia, de perseverancia, de energía, y hasta de perfidia y crueldad, que hicieron célebres a los creadores de la Francia contemporánea. Todos quienes han conocido profundamente al señor general Díaz, y lo han seguido y le han ayudado en la obra de la paz presente, dan testimonio de la exactitud de la afirmación que acabamos de hacer. Sobre este particular, creemos oportuno exponer una opinión. Dice el señor licenciado don Justo Sierra en la obra México y su evolución social lo siguiente: «Muchos de los que han intentado llevar á cabo el análisis psicológico del Presidente Díaz, que sin ser el arcángel apocalíptico que esfuma Tolstoi, ni el tirano de melodramática grandeza del cuento fantástico de Bunge, es un hombre extraordinario en la genuina acepción del vocablo, encuentran en su espíritu una grave deficiencia: en el proceso de sus voliciones, como se dice en la escuela, de sus determinaciones, hay una perceptible inversión lógica: la resolución es rápida, la deliberación sucede á este primer acto de voluntad, y suele alterar, modificar, nulificar á veces la resolución primera. De las consecuencias de esta conformación de espíritu, que es propia quizás de todos los individuos de la familia mezclada á que pertenecemos la mayoría de los mexicanos, provienen las imputaciones de maquiavelismo ó perfidia política (engañar para persuadir, dividir para gobernar) que se le han dirigido. Y mucho hay que decir y no lo diremos ahora, sobre estas imputaciones que nada menos por ser contrarias directamente á las cualidades que todos reconocen en el hombre privado, no significan, en lo que de verdad tuvieren, otra cosa que recursos reflexivos de defensa y reparo, respecto de exigencias y solicitaciones multiplicadas. Por medio de ellas, en efecto, se ponen en contacto con el poder, los individuos de esta sociedad mexicana que de la idiosincracia de la raza indígena y de la educación colonial y de la anarquía perenne de las épocas de revuelta, ha heredado el recelo, el disimulo, la desconfianza infinita con que mira á los gobernantes y recibe sus determinaciones; lo que criticamos es probablemente el reflejo de nosotros mismos en el criticado». No creemos que haya en el espíritu del señor general Díaz la deficiencia que indica el señor Sierra. La inversión lógica que parece haber en el proceso de las voliciones del primero no es real, sino aparente. En todos los hombres, la inteligencia y la voluntad obran separadamente, aunque en   —74→   íntima relación. El conductor de uno de los carruajes modernos que pueden alcanzar grandes velocidades, cuando anticipadamente se trata de los medios de detener de pronto esa velocidad, demuestra prácticamente que con sólo mover una palanca al alcance de la mano, el vehículo se detiene y repite satisfactoriamente la prueba. Ahora bien, ésta sale completa, porque la voluntad se ha anticipado al acto de ejecución; pero si caminando a gran velocidad, se interpone de pronto algún individuo, el conductor se da inmediatamente cuenta del peligro de cometer un atropello y piensa en el modo de evitarlo moviendo la palanca de brusca detención; sin embargo, no llega a mover esa palanca con oportunidad. ¿Por qué? Porque la inteligencia funciona inmediatamente, en tanto que la voluntad tarda en mandar el movimiento salvador. El anterior ejemplo nos demuestra, claramente, que si la inteligencia está siempre pronta, porque responde inmediatamente a la impresión, la voluntad, que es fuerza, no se tiene siempre disponible para ser usada en un momento dado, sino que necesita un trabajo previo de acumulación, tanto más largo cuanto más intenso, o más persistente tiene que ser el gasto después; una vez consumida toda la energía, el trabajo de acumulación vuelve a comenzar a virtud de una excitación nueva. Está bien demostrado que un general que en sus operaciones toma siempre la ofensiva, siempre gana, y la razón de ello es que ese general ha hecho con anticipación el trabajo de acumulación de energía, que le permite el gasto abundante de ella en el momento de la batalla; por el contrario, el que sólo se mantiene a la defensiva, espera para generar energía a que los actos del que ataca lo obliguen a generarla, y cuando llega el momento preciso, no tiene tiempo de hacerlo; por eso como el señor ingeniero don Francisco Bulnes (El verdadero Juárez) lo ha asegurado, con razón, la defensiva es siempre la derrota. Esto se ve con más claridad en el caso de la sorpresa; si la sorpresa es la derrota, se debe a la imposibilidad de disponer de energía en el momento en que ella tiene lugar. Ahora bien, el señor general Díaz, que fue guerrero de ofensiva, ha estado y está siempre obligado a grandes gastos de energía, y ésta se genera en él como en todos los hombres, con lentitud; su superioridad consiste en la facultad de generarla en mayor cantidad de la que por lo común generan los demás hombres, lo cual le permite gastarla, o con mayor intensidad, o con mayor persistencia, según lo necesita. Por lo mismo al tratar de cualquier asunto, su inteligencia comprende luego y resuelve; pero en la resolución que da, no hay la voluntad todavía de ejecutarla. La resolución de pronto obedece al deseo político de causar efecto en su interlocutor; si es criollo, le muestra atención, confianza; si es mestizo, le muestra majestad, fuerza; si es indígena, bondad; si es extranjero, interés; pero aunque en consecuencia, dé alguna resolución, la voluntad de ejecutarla hasta después comenzará a generarse; si el asunto lo merece, la acumulación de energía llegará a ser enorme, y cuando sea necesario desplegará esa energía, o en toda su fuerza en un momento dado, o en un tiempo más o menos largo, pero siempre grande, y en uno y en otro caso arrollará todos los obstáculos que se le opongan; si el asunto es de menor importancia,   —75→   la acumulación de energía será proporcional, y su voluntad se detendrá ante obstáculos que juzgue no poder o no deber franquear; si el asunto es baladí, no hará tal vez el trabajo de acumulación. La acumulación que ha hecho de energía para persistir durante tantos años en sostener la paz, en equilibrar los presupuestos, en realizar las otras maravillas que tanto nos asombran y que se deben, más que a la iniciativa de éstas o aquellas personas y que a la influencia de éstos o aquellos sucesos, a la fuerza de su voluntad, ha tenido que ser inconmensurable. Acerca de la existencia de esa energía latente, nadie se equivoca; el que lanza una proclama revolucionaria, sabe ya por anticipado que a ella responderá una grande energía de represión. Esa energía acumulada era lo que faltaba a Lerdo, a quien sobraba prodigiosa inteligencia. Precisamente, lo que distingue a un hombre débil de un hombre de energía es que en el primero la resolución y la ejecución estarán confundidas, pero el impulso, casi siempre violento e impetuoso de ésta, apenas durará lo que la expresión de aquélla; en el segundo, es decir, en el hombre de energía, la expresión de la resolución será lo de menos; lo importante, lo duradero, lo poderoso será el propósito de la ejecución. Siendo todo ello así, como lo es efectivamente, es natural que no siempre concuerden las palabras de improviso dichas por el señor general Díaz con sus actos posteriores, y es perfectamente explicable que quienes han oído tales palabras y las han interpretado en el sentido de sus deseos, se llamen después a engaño, acusando al señor general Díaz de perfidia. Pero hay más aún. La perfidia tiene que existir en todos los grandes constructores de pueblos, porque es un poderoso instrumento de demolición; su uso siempre será justificado cuando no se haga con ella el trabajo de demoler por el gusto de destruir, sino el trabajo de demoler para hacer después el de edificar; además ese uso que impide toda previsión esquivadora y que imprime siempre en el carácter y en la faz de los grandes hombres rasgos firmes de resolución, de esa resolución que, como dijo el mismo señor general Díaz en el brindis inolvidable en que explicó algunos de sus procedimientos políticos, acepta a fondo todas las responsabilidades, genera en los demás hombres ese íntimo temor atávico en que se traduce siempre lo que se llama la influencia de la majestad. En el señor general Díaz, la perfidia de que se le acusa, que es el matiz de Luis XI y de Richelieu, que le reconocemos, cualquiera que sea la forma en que la haya usado, de seguro a su pesar, y en el sentido siempre de las necesidades de su magna obra, no ha tenido en sus manos más que dos objetos: o quebrantar grandezas, o infligir castigos.

Si para quebrantar y derribar las grandezas de los cacicazgos el señor general Díaz ha sido diestro para infligir castigos, lo ha sido también, siempre por supuesto, tratándose de los perturbadores de la paz. Ha castigado a los mestizos salientes, a los vigorosos, a los héroes de nuestras revoluciones con la muerte; a los mestizos menores con la cárcel, o con el abandono, que para muchos ha sido el hambre; a los mestizos pequeños con la ley fuga; a los criollos conservadores con la falta de protección para sus intereses; a los criollos   —76→   moderados con la destitución y con la indiferencia; a los criollos clase superior de la Iglesia con el menosprecio de sus dignidades y con el ataque a sus dogmas; a los criollos reaccionarios con el olvido; a los criollos nuevos con el desfavor y con la ruina; a los indígenas clase inferior del clero con la rigidez de la Reforma; a los indígenas soldados con los palos de la ordenanza; a los indígenas propietarios con el arrasamiento de sus poblaciones; y a los indígenas jornaleros con el contingente. Y cuando se ha tratado de castigar ha sido implacable. En sus manos ha tenido la muerte todas sus formas, la cárcel todas sus crueldades, el castigo material todos sus horrores y el castigo moral, ya sea persecución, destitución, abandono, severidad, indiferencia, desprecio u olvido, ha tenido todos los matices del rigor.

Para colmo de las dificultades de su obra, un nuevo grupo de raza ha venido en los últimos años a incorporarse a los que ya existían, y que han sido tan difíciles de gobernar: el grupo norteamericano. Era natural que el desarrollo de los negocios y la prosperidad de los criollos nuevos tuvieran, por consecuencia forzosa, la atracción de muchas y cada día más numerosas unidades extranjeras, y de muchos y cada vez más cuantiosos capitales; y más natural era todavía que, en la corriente de aquellas unidades extranjeras y de estos capitales cuantiosos, sobresaliera la procedente de los Estados Unidos, una vez que por la llanura de la altiplanicie interior, vinieron las grandes comunicaciones que vencieron los desiertos de nuestra frontera septentrional. Así ha sucedido en efecto, y la influencia del grupo recién venido comienza a hacerse sentir. Ahora el elemento extranjero no presenta la relativa unidad del anterior a la Reforma, del que se derivaron los criollos nuevos, sino que sensiblemente está dividido en dos grupos: el de procedencia europea y el de procedencia norteamericana. Entre las unidades extranjeras que han traído los criollos nuevos, los de procedencia europea, por afinidades de origen y de carácter, se han unido a dichos criollos nuevos; pero las unidades de procedencia norteamericana han conservado su carácter propio, penetrando con ciertas condiciones de solidaridad y organización entre las demás, sin ligarse ni confundirse con ellas. La aparición de un nuevo grupo de raza, fuerte, vigoroso y expansivo dentro de los demás, tenía que provocar la resistencia de éstos, y esa resistencia podía contribuir en mucho a romper su difícil cooperación, su forzada armonía. No ha sido así por fortuna merced principalmente a que el señor general Díaz, convencido de la imposibilidad de resistir la llegada del nuevo grupo y de la conveniencia de recibirlo bien, le ha facilitado el paso, obligando a los otros a comprimirse. Esto lo ha hecho con las mismas dificultades con que ha hecho toda la obra de la paz, y usando de los mismos procedimientos de amistad y enemistad que ya indicamos. En los presentes momentos, el grupo norteamericano es uno más en el número de los que componen la población de la República. Ese grupo, como llevamos dicho, ni se confunde, ni se mezcla, ni confraterniza con los demás, a los que ve como inferiores; evita el contacto de los otros, habla su lengua propia y procura imponer a todos su nacionalidad, su capacidad   —77→   selectiva, o cuando menos, su fuerza personal. En particular, el tipo del norteamericano es bien conocido y no necesitamos hacer de él una especial descripción. En la prensa de la capital, el grupo norteamericano está representado por The Mexican Herald, en inglés, y por El Diario, en español.

Se ve, pues, cuán complexa ha sido la obra del señor general Díaz, y cuán complexa ha tenido que ser su responsabilidad. Es un hombre único, que en una sola nación ha tenido que gobernar, y ha gobernado sabiamente, muchos pueblos distintos, que han vivido en diferentes períodos de evolución, desde los prehistóricos hasta los modernos. Creemos sinceramente que pocas veces ha abarcado la inteligencia humana, lo que ha abarcado la suya.







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ArribaAbajoParte segunda

Los problemas de orden primordial



ArribaAbajoCapítulo primero

El problema de la propiedad



Planteamiento del problema

Con sólo recordar lo que dijimos en los apuntes doctrinales que sirven de punto de partida a los estudios que venimos haciendo, apuntes que establecen una relación estrecha y precisa entre las condiciones en que un agregado humano ejerce el dominio territorial y las condiciones de desarrollo que ese agregado alcanza, se comprenderá la importancia que tienen en todos los países de la tierra las cuestiones de propiedad, y se comprenderá también, dados los antecedentes que llevamos expuestos, cuán trascendentes tienen que ser en nuestro país esas cuestiones y cuántas dificultades encierran.

Dijimos en uno de los citados apuntes que con los sucesivos períodos por que atraviesan los derechos de dominio territorial, y con los grados correlativos de desarrollo social de un agregado humano, se puede formar la escala siguiente:

Períodos de dominio territorialEstados de desarrollo
Falta absoluta de toda noción de derecho territorialSociedades nómades
Sociedades sedentarias, pero movibles
Noción de la ocupación, pero no la de posesiónSociedades de ocupación común no definida
Sociedades de ocupación común limitada
Noción de la posesión, pero no la de propiedadSociedades de posesión comunal, sin posesión individual
Sociedades de posesión comunal, con posesión individual
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Noción de la propiedadSociedades de propiedad comunal
Sociedades de propiedad individual
Derechos de propiedad territorial, desligados
de la porción territorial misma
Sociedades de crédito territorial
Sociedades de titulación territorial fiduciaria

Con arreglo a esta escala, vamos a estudiar el complexo problema de la propiedad en nuestro país.

Siendo como es nuestra población nacional un compuesto de muy numerosos y de muy distintos pueblos, en condiciones muy diferentes de desarrollo, esos pueblos presentan todas las formas de sociedad que la humanidad puede ofrecer, a excepción de las formas comprendidas en el último período de los derechos territoriales. En efecto, no tenemos sociedades en que exista real y verdaderamente, como rasgo característico, el crédito territorial, ni menos sociedades en que exista la titulación territorial fiduciaria, o sea la titulación que refiriéndose a la propiedad territorial, no conceda a los tenedores de títulos otros derechos que los relativos al valor limitado en efectivo que ellos representen. La forma más adelantada de derechos territoriales que tenemos es la de la propiedad efectiva, llamémosla así, y nuestros más adelantados elementos sociales están en ese período. Tenemos, pues, en nuestro país, grupos de propiedad individual, que son los criollos señores, los criollos nuevos y algunos mestizos; grupos de propiedad comunal, que son los mestizos rancheros y los indígenas agricultores de propiedad titulada; y grupos de posesión comunal con posesión individual, de posesión comunal sin posesión individual, de ocupación común limitada, de ocupación común no definida, sedentarios movibles y nómades, todos ellos indígenas.

La propiedad individual está dividida en dos grandes ramas: la gran propiedad y la propiedad pequeña.




Ojeada general a la gran propiedad individual

La gran propiedad está, como hemos repetido, en manos de los criollos señores y de los criollos nuevos. Esa gran propiedad en detalle presenta los mismos caracteres que presentaba, antes de la Reforma, la propiedad que pertenecía a la Iglesia. Aun teniendo en cuenta que con la Independencia quedaron suprimidos los mayorazgos y las vinculaciones, esa propiedad, como la eclesiástica, constituye una verdadera amortización de la tierra. La observación directa de los hechos, que puede hacerse con sólo recorrer la zona fundamental de los cereales, en ferrocarril, muestra a la vista menos perspicaz que los pequeños centros de población, donde la producción de los cereales se hace por cultivo casi intensivo, se encuentran en las montañas, donde ese cultivo se   —81→   hace a fuerza de trabajo y de energía, en tanto que se atraviesan planicies tras planicies y llanuras tras llanuras, todas bien regadas y acondicionadas para el cultivo, abandonadas y desiertas. A quien pregunta la razón de que sea así, se le contesta: Todo este llano pertenece a la hacienda H. Algunas leguas más adelante se nota el mismo fenómeno, y la respuesta es siempre la misma: La hacienda X. En cambio allá, en los confines de las haciendas y replegados contra las montañas, se ven los pueblecillos que son en el lugar los centros de población, en los cuales muchas veces está la cabecera del Distrito o de la Municipalidad a que las haciendas pertenecen; y se advierten desde luego, por los sembrados cuidadosos y en pleno vigor de crecimiento, las pequeñas extensiones de tierras de que esos pueblos viven. Y quien ve de cerca alguno de los expresados pueblecillos, se asombra de lo que ve. Quien quiera puede tomar el ferrocarril de Toluca y ver cerca del túnel de Dos Ríos, en el pequeño pueblo que se llama Huixquilucan, la enorme cantidad de parcelas de cultivo que, perfectamente cuidadas, suben hasta las cimas de las montañas de las Cruces, en que dicho pueblo se encuentra. ¿No les habrá ocurrido a todos quienes han visto ese pueblo y otros como él, que si las grandes planicies de las haciendas estuvieran cultivadas así, otros serían los destinos nacionales?




La gran propiedad es siempre una amortización

Como a todo hemos de llegar, volveremos a nuestra afirmación de que la gran propiedad, individual como es, es una amortización. Aquí cedemos la palabra al ilustre Jovellanos, que en el informe generalmente conocido con el nombre de Ley Agraria, dice lo siguiente: «No son, pues, estas leyes las que ocuparán inútilmente la atención de la Sociedad. Sus reflexiones tendrán por objeto aquéllas que sacan continuamente la propiedad territorial del comercio y circulación del Estado; que la encadenan á la perpetua posesión de ciertos cuerpos y familias; que excluyen para siempre á todos los demás individuos, del derecho de aspirar á ella, y que uniendo el derecho indefinido de aumentarla, á la prohibición absoluta de disminuirla, facilitan una acumulación indefinida y abren un abismo espantoso que puede tragar con el tiempo toda la riqueza territorial del Estado. Tales son las leyes que favorecen la amortización.- ¿Qué no podría decir de ellas la Sociedad, si las considerase en todas sus relaciones y en todos sus efectos? Pero el objeto de este informe, la obliga á circunscribir sus reflexiones á los males que causan á la agricultura.- El mayor de todos, es el encarecimiento de la propiedad. Las tierras, como todas las cosas comerciales, reciben en su precio las alteraciones que son consiguientes á su escasez ó abundancia, y valen mucho cuando se venden pocas, y poco cuando se venden muchas. Por lo mismo, la cantidad de las que anden en circulación y comercio, será siempre primer elemento de su valor, y lo será, tanto más, cuanto el aprecio que hacen los hombres de esta especie de riqueza, los inclinará siempre á preferirlas á todas las demás.- Que las tierras han llegado en España á un precio escandaloso; que este precio sea un efecto natural   —82→   de su escasez en el comercio, y que esta escasez se derive principalmente de la enorme cantidad de ellas que está amortizada, son verdades de hecho que no necesitan demostración. El mal es notorio; lo que importa es presentar á Vuestra Alteza, su influencia en la agricultura, para que se digne de aplicar el remedio.- Este influjo se conocerá fácilmente por la simple comparación de las ventajas que la facilidad de adquirir la propiedad territorial proporciona al cultivo, con los inconvenientes resultantes de su dificultad. Compárese la agricultura de los Estados, en que el precio de las tierras es ínfimo, medio y sumo, y la demostración estará hecha.- Las provincias unidas de América -hoy Estados Unidos, pues no hay que olvidar que Jovellanos escribía á fines del siglo XVIII- se hallan en el primer caso: en consecuencia, los capitales de las personas pudientes se emplean allí con preferencia en tierras: una parte de ellas se destina á comprar el fundo, otra á poblarle, cercarle, plantarle; y otra, en fin, á establecer un cultivo que la haga producir el sumo posible. Por este medio, la agricultura de aquellos países logra un aumento tan prodigioso, que sería incalculable, si su población rústica, duplicada en el espacio de pocos años, y sus inmensas exportaciones de granos y harinas, no diesen de él una suficiente idea.- Pero sin tan extraordinaria baratura, debida á circunstancias accidentales y pasajeras, puede prosperar el cultivo siempre que la libre circulación de las tierras ponga un justo límite á la carestía de su precio. La consideración que es inseparable de la riqueza territorial, la dependencia en que, por decirlo así, están todas las clases de la clase propietaria, la seguridad con que se posee, el descanso con que se goza esta riqueza, y la facilidad con que se transmite á una remota descendencia, hacen de ella el primer objeto de la ambición humana. Una tendencia general mueve hacia este objeto todos los deseos y todas las fortunas, y cuando las leyes no la destruyen, el impulso de esta tendencia es el primero y más poderoso estímulo de la agricultura. La Inglaterra, donde el precio de las tierras es medio, y donde, sin embargo, florece la agricultura, ofrece el mejor ejemplo y la mayor prueba de esta verdad.- Pero aquella tendencia tiene un límite natural en la excesiva carestía de la propiedad; porque siendo consecuencia infalible de esta carestía, la disminución del producto de la tierra, debe serlo también la tibieza en el deseo de adquirirla. Cuando los capitales empleados en tierras, dan un rédito crecido, la imposición en tierras es una especulación de utilidad y ganancia, como en la América Septentrional; cuando dan un rédito moderado, es todavía una especulación de prudencia y seguridad, como en Inglaterra; pero cuando este rédito se reduce al mínimo posible, ó nadie hace semejante imposición, ó se hace solamente como una especulación de orgullo y vanidad, como en España.- Si se buscan los más ordinarios efectos de esta situación, se hallará: primero, que los capitales, huyendo de la propiedad territorial, buscan su empleo en la ganadería, en el comercio, en la industria, ó en otras granjerías más lucrosas; segundo, que nadie enajena sus tierras, sino en extrema necesidad, porque nadie tiene esperanza de volver á   —83→   adquirirlas; tercero, que nadie compra sino en el caso extremo de asegurar una parte de su fortuna, porque ningún otro estímulo puede mover á comprar lo que cuesta mucho y rinde poco; cuarto, que siendo éste el primer objeto de los que compran, no se mejora lo comprado, ó porque cuanto más se gasta en adquirir, tanto menos queda para mejorar, ó porque á trueque de comprar más, se mejora menos; quinto, que á este designio de acumular, sigue naturalmente el de amortizar lo acumulado, porque nada está más cerca del deseo de asegurar la fortuna, que el de vincularla; sexto, que creciendo por este medio el poder de los cuerpos y familias amortizantes, crece necesariamente la amortización, porque cuanto más adquieren, más medios tienen de adquirir, y porque no pudiendo enajenar lo que una vez adquieren, el progreso de su riqueza debe ser indefinido, séptimo, porque este mal abraza al fin, así las grandes como las pequeñas propiedades comerciales: aquellas porque son accesibles al poder de cuerpos y familias opulentas; y éstas, porque siendo mayor el número de los que pueden aspirar á ellas, vendrá á ser más enorme su carestía. Tales son las razones que han conducido la propiedad nacional á la posesión de un corto número de individuos.- Y en tal estado, ¿qué se podría decir del cultivo? El primer efecto de su situación es dividirle para siempre de la propiedad; porque no es creible que los grandes propietarios puedan cultivar sus tierras, ni cuando lo fuere, sería posible que las que quisiesen cultivar, ni cuando las cultivasen, sería posible que las cultivasen bien. Si alguna vez la necesidad ó el capricho los moviesen á labrar por su cuenta una parte de su propiedad, ó establecerán en ella una cultura inmensa, y por consiguiente imperfecta y débil como sucede en los cortijos y olivares cultivados por señores ó monasterios de Andalucía; ó preferirán lo agradable á lo útil, y á ejemplo de aquellos poderosos romanos, contra quienes declama tan justamente Columela, substituirán los bosques de caza, las dehesas de potros, los plantíos de árboles de sombra y hermosura, los jardines, los lagos y estanques de pesca, las fuentes y cascadas, y todas las bellezas del lujo rústico, á las sencillas y útiles labores de la tierra.- Por una consecuencia de ésto, reducidos los propietarios á vivir holgadamente de sus rentas, toda su industria se cifrará en aumentarlas, y las rentas subirán, como han subido entre nosotros, al sumo posible. No ofreciendo entonces la agricultura ninguna utilidad, los capitales huirán no sólo de la propiedad, sino también del cultivo, y la labranza, abandonada á manos débiles y pobres, será débil y pobre como ellas; porque si es cierto que la tierra produce en proporción del fondo que se emplea en su cultivo, ¿qué producto será de esperar de un colono que no tiene más fondo que su azada y sus brazos? Por último, los mismos propietarios ricos, en vez de destinar sus fondos á la reforma y cultivo de esas tierras, los volverán á otras granjerías, como hacen tantos grandes y títulos y monasterios que mantienen inmensas cabañas, entre tanto que sus propiedades están abiertas, aportilladas, despobladas y cultivadas imperfectamente.- No son éstas, señor, exageraciones del celo; son ciertas aunque tristes inducciones que Vuestra Alteza conocerá con sólo tender la vista por el estado de nuestras   —84→   provincias. ¿Cuál es aquella en que la mayor y mejor porción de la propiedad territorial no está amortizada? ¿Cuál aquella en que el precio de las tierras no sea tan enorme, que su rendimiento apenas llega al uno y medio por ciento? ¿Cuál aquella en que no hagan subir escandalosamente las rentas? ¿Cuál aquella en que las heredades no estén abiertas, sin población, sin árboles, sin riegos ni mejoras? ¿Cuál aquella en que la agricultura no esté abandonada á pobres é ignorantes colonos? ¿Cuál, en fin, aquella en que el dinero, huyendo de los campos, no busque su empleo en otras profesiones y granjerías?- Ciertamente que se pueden citar algunas provincias en que la feracidad del suelo, la bondad del clima, la proporción del riego ó la laboriosidad de sus moradores, hayan sostenido el cultivo contra tan funesto y poderoso influjo; pero estas mismas provincias presentarán á Vuestra Alteza la prueba más concluyente de los tristes efectos de la amortización. Tomemos como ejemplo, etc.».




La gran propiedad, o sea «la hacienda», es una amortización por vinculación

No puede dudarse, porque se trata de hechos que están a la vista de todo el mundo, que las precedentes reflexiones de Jovellanos tienen al presente estado de la gran propiedad de los criollos, en México, la más completa aplicación. Aunque él se refiere claramente a la propiedad vinculada, entre nosotros la gran propiedad guarda ahora la misma situación que la vinculada antes de la Independencia. Acerca de que la propiedad de los criollos a que nos referimos, tiene el carácter de la que en la ciencia económica se llama gran propiedad, no puede caber duda alguna, atentas las condiciones ya largamente expuestas en que esa propiedad se formó, y atenta la observación que ya anotamos de que todas las grandes planicies pertenecen a las haciendas, y los pequeños centros poblados están remontados a las montañas, o mejor dicho a los cerros, porque las montañas tienen árboles y los pequeños centros poblados están sobre elevaciones casi siempre desnudas de toda vegetación que no sea la de su propio cultivo. Nadie niega que las haciendas son, por lo común, de muy grande extensión. Sin embargo, en apoyo de la afirmación que hemos hecho sobre el particular, copiamos de la mejor obra que conocemos acerca de las cuestiones de propiedad en nuestro país (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, por el señor licenciado don Wistano Luis Orosco) las siguientes líneas: «Si los sabios y estadistas de Europa, conocieran lo que se entiende por grande propiedad entre nosotros, retrocederían espantados ante ella. ¿Qué pensáis que entienden los escritores europeos por grande propiedad? ¡Ah! pues una extensión de tierra que pase de 30 hectáras. Os ha costado trabajo no reiros. Sin embargo, el escocés Mr. Bell, uno de los sostenedores del gran cultivo y de la gran propiedad, que ha merecido la atención de Say, considera como el ideal de la acumulación, la cantidad de 600 acres, es decir, de 250 hectáras (véase sobre esta materia á M. H. Passy, Lullin de Chateuvieu, Juan B. Say, Garnier, etc.), y César Cantú, al hablar de los grandes acaparamientos de tierras entre los antiguos romanos, dice   —85→   con toda su esclarecida gravedad, que había hombres que poseían hasta 600 yugadas de tierra! ¿Qué habrían pensado estos sabios ilustres, al ver haciendas como la de Cedros, por ejemplo, en el Estado de Zacatecas, que tiene una extensión superficial de 754,912 hectáras y 30 aras, es decir, siete mil quinientos cuarenta y nueve millones y ciento veintitres mil centiaras? Y hay que tener en cuenta que haciendas como esa, no son todavía las únicas tierras que poseen sus dueños. Hay familias entre nosotros que poseen hasta más de seiscientos sitios de ganado mayor, es decir, más de 1.053,366 hectáras de tierra. (Las tierras de Lombardía y del Piamonte en el reino de Italia, están destribuidas generalmente en lotes de 5 á 15 hectáras, si hemos de creer á Chateauvieu. En Francia se considera como pequeña propiedad un lote que no exceda de 15 hectáras, y como mediana propiedad un lote de 15 á 30 hectáras de tierra». A lo anterior sólo agregamos nosotros, que no es necesario ir hasta Zacatecas para encontrar una hacienda grande; a treinta leguas de esta capital se encuentra la hacienda de La Gavia, en el Estado de México, que tiene 1.500 caballerías de extensión, o sea 63.000 hectaras.

Por lo que toca a que la gran propiedad de los criollos se encuentra ahora, por sus condiciones de comercio, lo mismo que cuando existían las vinculaciones y los mayorazgos, tampoco puede caber duda alguna. Los mayorazgos no han estado en las leyes sino en las costumbres, y aunque a raíz de la Independencia legalmente se suprimieron, la supresión de ellos no ha impedido que la marcha de la propiedad continúe del mismo modo que en la época colonial. Las familias siguen conservando sus grandes haciendas, cuya propiedad se va transmitiendo de generación en generación, y sólo por gusto excepcional o por necesidad absoluta, las enajenan. El señor don Fernando Pimentel y Fagoaga nos decía una vez con no disimulado orgullo, que la hacienda de La Lechería era de su familia desde hacía cerca de doscientos años. Éste es el caso general. Los abogados de toda la República saben bien que no hay sucesión que tenga una hacienda entre los bienes mortuorios, en que los herederos no procuren evitar dos cosas: la división y la venta de esa hacienda; prefieren arruinarse en larguísimos pleitos antes de consentir en lo uno o en lo otro.




«La hacienda» es una imposición de capital, de las de «vanidad y orgullo». El feudalismo rural

A virtud de las circunstancias en que se formó la gran propiedad entre nosotros, según lo hemos dicho antes, esa gran propiedad tiene en mucho el carácter de la imposición por vanidad y orgullo de que habla Jovellanos, es decir, de la que se hace más por espíritu de dominación que por propósitos de cultivo, puesto que en ella se invierte un capital que en condiciones normales no puede producir sino un rédito inferior al de las demás imposiciones, si bien es que bajo la forma de una renta segura, perpetua y firme. Que no es una imposición de verdadero interés, lo demuestra el hecho de que no atrae el capital extranjero; las inversiones de capital americano en haciendas de cereales son casi nulas. El verdadero espíritu de ellas lo forman el señorío y la renta.   —86→   Todo lo que ves desde aquí, haciendo girar la vista a tu alrededor, es mío, nos decía una vez un hacendado, y mostraba con ello gran satisfacción; lo que menos parecía interesarle era la falta de proporción entre la gran extensión de la hacienda y la parte que en ella se destinaba al cultivo. Tal es el carácter de toda nuestra gran propiedad. El señor licenciado Orosco, en su obra ya citada, Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, dice: «La conducta de los grandes hacendados revela hasta la fecha, que bajo el régimen colonial, propietario fué sinónimo de vencedor y propiedad sinónimo de violencia». En efecto, decimos nosotros, dentro de los límites territoriales de una hacienda, el propietario ejerce la dominación absoluta de un señor feudal. Manda, grita, pega, castiga, encarcela, viola mujeres y hasta mata. Hemos tenido oportunidad de instruir el proceso del administrador de una hacienda cercana a esta capital, por haber secuestrado y dado tormento a un pobre hombre acusado de haber robado unos bueyes; el citado administrador tuvo al supuesto reo preso algunos días en la hacienda y luego, lo mandó colgar de los dedos pulgares de las manos. Hemos tenido oportunidad también de saber que el encargado de una gran hacienda del Estado de México ha cometido, en el espacio de unos treinta años, todas las violencias posibles contra los habitantes de las rancherías y pueblos circunvecinos; en una ranchería cercana, apenas hay mujer libre o casada que él no haya poseído de grado o por fuerza; varias veces los vecinos indignados lo han acusado ante la autoridad, y ésta siempre se ha inclinado ante él; lo han querido matar y entonces, los castigados han sido ellos. Hemos tenido ocasión de ver que el administrador de otra gran hacienda, porque a su juicio los sembrados de un pueblo se extendían hasta terrenos de la misma hacienda, mandó incendiar esos sembrados. Un detalle ayuda poderosamente a comprobar nuestro aserto sobre este punto; muchos de los administradores de haciendas en la zona de los cereales son españoles de clase ínfima; esos españoles, en efecto, son muy a propósito para el caso, porque en casi todos ellos, con poco que se raspe al hombre moderno, se descubre el antiguo conquistador. Poco han variado de cincuenta años a esta parte las condiciones de las haciendas y de los hacendados, y acerca de estos últimos, don Juan Álvarez en el célebre manifiesto en que explicó los asesinatos de don Vicente, dijo lo que sigue: «Los hacendados en su mayoría y sus dependientes, comercian y se enriquecen con el mísero sudor del infeliz labriego: los enganchan como esclavos, y deudas hay que pasan hasta la octava generación, creciendo siempre la suma y el trabajo personal del desgraciado, y menguando la humanidad, la razón, la justicia y la recompensa de tantos afanes, tantas lágrimas y fatigas tantas. La expropiación y el ultraje son el barómetro que aumenta y jamás disminuye la insaciable codicia de algunos hacendados, porque ellos lentamente se posesionan, ya de los terrenos de particulares, ya de los egidos ó de los de comunidades, cuando existen éstos, y luego con el descaro más inaudito alegan propiedad, sin presentar un título legal de adquisición, motivo bastante para que los pueblos en   —87→   general clamen justicia, protección, amparo; pero sordos los tribunales á sus clamores y á sus pedidos, el desprecio, la persecución y el encarcelamiento, es lo que se da en premio á los que reclaman lo suyo. Si hubiese quien dude siquiera un momento de esta verdad, salga al campo de los acontecimientos públicos, válgase de la prensa, que yo lo satisfaré insertando en cualquier periódico las innumerables quejas que he tenido; las pruebas que conservo como una rica joya para demostrar el manejo miserable de los que medran con la sangre del infeliz y con las desgracias del pueblo mexicano». Al párrafo precedente, el señor licenciado José María Vigil, en la Historia clásica (México a través de los siglos), pone el comentario siguiente, que nos da por completo la razón: «Bástenos decir que haciendo á un lado el lenguaje apasionado del Manifiesto y la consiguiente exageración, queda un fondo de verdad patentizado por la manera con que se ha constituido la propiedad territorial en México; por las mutuas condiciones en que se hallan propietarios y jornaleros; por los odios fundados que dividen á unos de otros, y por los interminables litigios de terrenos entre los pueblos y los hacendados. Pero dejando á un lado toda especulación social, hay que consignar el hecho de ese antagonismo, que en tiempo de revolución toma proporciones formidables, y que explicaría por sí sólo, los crímenes cometidos en el Sur; siendo de ello prueba concluyente, las violencias cometidas en otras partes del país, contra personas y propiedades que nada tenían que ver con ésta ó aquella nacionalidad». El ya citado señor licenciado Orosco dice también sobre este particular (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos) lo siguiente: «El dueño de una gran hacienda tiene siempre mucha gente que le adula, y no siente la necesidad de cultivar su espíritu, ni aún de vestir bien, para disfrutar de las condiciones sociales. Aquel permanece, pues, ignorante é incivil, y se precipita fácilmente á un orgullo insensato, que le hace no estimar á los hombres sino por las riquezas que poseen; que le hace ver la ilustración, la virtud y la buena educación, como cosa de gente infeliz, que no puede vender una engorda de bueyes ni dos furgones de maíz. La falta de resistencias de todo género dentro de sus vastos dominios, le lleva naturalmente á los funestos vicios del despotismo, el exclusivismo y la corrupción, y tiraniza á todos los desgraciados que le rodean, como si á ésto le arrastrara cierta necesidad perversa del alma. Es el mismo fenómeno que se verifica en escala más vasta, en el Gobierno de los pueblos degradados. La falta de resistencias viriles, lleva fatalmente al rey ó al que manda, á oprimir y corromper al rebaño de esclavos que lo tolera. Es este un hecho muy digno de estudio, etc.». Poco tiempo hace que a un periódico de esta capital (El Tiempo), dirigió el señor licenciado don Salvador Brambila y Sánchez, de Guadalajara, una correspondencia que se publicó con el título de «Crónica tapatía, la ambición y los malos tratamientos en las fincas de campo». En esa correspondencia, el señor licenciado Brambila dijo lo siguiente: «La ambición inmoderada de los dueños y principalmente de los arrendatarios   —88→   y encargados de administrar y dirigir los trabajos en las fincas de campo, constituyen una verdadera rémora para el progreso y adelanto de nuestro pueblo. Nuestro Gobierno debe preocuparse de estos gravísimos males que afligen á la mayoría de los hombres de trabajo de un modo alarmante, y que reconoce por causa restos de la antigua servidumbre, de cuyo tiránico despotismo aún queda mucho en casi todas las haciendas del Estado y de la República. La antigua servidumbre, que es la forma de la esclavitud moderna, es lo que impera con grande absolutismo. Con raras excepciones, no hay finca de campo en donde no exista alguno de esos encargados (llámense administradores ó arrendatarios), que no sean el terror de los pobres indefensos é ignorantes campesinos. Existe ese mal como una gangrena terrible que causa males sin cuento en la clase jornalera, demasiado numerosa, y que vive desde ha largos años contemplando los caprichos, harto frecuentes, de su amo y señor, que viene á tratar á los pobres campesinos como bestias de carga, ciegos instrumentos de una ambición bastarda y raras veces bien intencionada y puesta en los justos límites. Lo peor del caso es que hasta ahora no se ha encontrado el remedio eficaz para corregir tanto y tan incontables abusos, de que son víctimas los sirvientes en las fincas de campo. Y no decimos una palabra de sus familias, de sus bienes si acaso es que los poseen los pobres jornaleros. El amo y señor manda y dispone á su antojo de todo, como absoluto dueño de vidas y de haciendas [...]. Allí están, si no, multitud de infelices vejados en el trabajo, en su familia, en lo sagrado del hogar, para que todo el fruto de sus sacrificios y de sus afanes sea absorbido por el dueño que es desconsiderado con todos aquellos brazos que lo sostienen y le prestan valiosa ayuda». La mejor comprobación que podemos ofrecer acerca del asunto en que nos ocupamos, nos la dan los hacendados mismos por medio de una carta publicada también por El Tiempo, con el título y rubro que siguen: «Los trabajadores del campo.- A propósito de esta cuestión de actualidad, hemos recibido la siguiente carta, que contesta á una correspondencia que de Guadalajara se nos remitió hace pocos días.- Dice así: Huanimaro, Diciembre 16 de 1906.- Sr. Lic. D. Victoriano Agüeros.- México, D. F.- Muy señor mío:- Espero de su imparcialidad, y si lo cree usted conveniente, dé publicidad á estas cortas líneas que remito, desvaneciendo las ideas del artículo á que me refiero.- En su muy acreditado periódico del día 14 del corriente, he leído un artículo escrito por el señor Lic. Salvador Brambila y Sánchez, titulado: "La ambición y malos tratos en las fincas de campo". Comienzo por decir que mucho de lo que escribe el señor licenciado no pasa en muchas haciendas, y que si el jornalero se ve maltratado por los dueños, arrendatarios y administradores, es porque la condición de la gente del campo así lo necesita; lo digo con fundamento y se lo voy á probar á usted. Hace catorce años que estoy en este rancho, y cuando vine á él, la gente estaba en tal grado de pobreza, que mujeres había que no podían ni salir á la puerta de su jacal, por estar completamente desnudas, y no obstante   —89→   de verse en tan terrible miseria, los peones se conformaban y preferían trabajar nada más medios días y el restante medio día, lo empleaban en el juego y la borrachera. Al cambiar de un dueño á otro la propiedad, se les obligó a que trabajasen todo el día, y se les han ido corrigiendo poco á poco los vicios y mañas á que estaba acostumbrada esta gente, para que de ese modo pudiera cambiar de suerte y mejorar en sus condiciones de vida; se les ha rayado muy religiosamente, sin cogerles el más mísero centavo, y hasta el jornal se les ha aumentado, y cuando piden prestada alguna cantidad en metálico, jamás se les cobra rédito. ¿Con qué han pagado dichos peones la bondad de sus amos? Con miles de ingratitudes. Hoy que se ven en otras condiciones, se han enorgullecido y, además, con esa facilidad que tienen de irse á trabajar al Norte ganando un jornal que aquí, en el país, no es posible por ahora pagarles, se han sublevado á tal grado, que si se les hace algún extrañamiento por maña que estén haciendo en el trabajo, contestan con mucha altanería al mayordomo ó ayudante: no necesito del trabajo de aquí, me voy para el Norte; y tan alzados están ya, que no hace mucho que se dió el siguiente caso que paso á referir. Estamos sin sirvientes (porque por acá está pasando lo que en la capital, que nadie quiere servir), se mandó llamar á una mujer de la ranchería para que viniese á desempeñar el quehacer mientras se encontraba sirvienta, por supuesto retribuyéndole su trabajo; ¿qué fué lo que dicha mujer respondió con cierto aire de desprecio? Que no quería ni podía. ¿Será prudente que después de que tal cosa hacen, los vea uno con complacencia? No obstante eso y otras muchas inconsecuencias que han cometido y cometen, se les trata con mucha caridad, no se les hace fuerza para que trabajen más de lo acostumbrado, se pagan 37 centavos de jornal, y cuando por algún motivo de lluvia, frio ó aire, se suspenden los trabajos, se les paga el jornal completo. Conque ya ve el señor licenciado qué diferente es el hablar en defensa del que no se trata, á tener que tratar á gente que es, por su naturaleza, indolente, y que ya tiene en su sangre el germen de la maldad, de la pereza y de la indolencia, y ha llegado el momento más terrible, para el que está al frente de una hacienda ó rancho, porque ya no se cuenta con aquella sumisión del campesino, que tan necesaria es en la agricultura; pues repito que con la ida al Norte, son peones de contentillo, que se tiene que andar buscando el modo de que no les paresca mal el que se les llame al orden, y si el que está al frente de una finca de campo no se pone durito con ellos, se lo comen, como vulgarmente se dice. Es de sentirse que artículos como ese salgan á la publicidad, pues gracias á que muchos campesinos no saben leer y pocos periódicos llegan á sus manos, no se da el caso de una sublevación con artículos semejantes. Una lectora de El Tiempo». Bien sabido es que todo hacendado, para ponerse durito, como con delicadeza femenina dice la lectora de El Tiempo, ejerce funciones de autoridad suprema judicial dentro de su hacienda; en muchas haciendas hay hasta cárcel. No hace mucho tiempo que los periódicos hablaron de un hacendado que dio a un peón el tormento de la gota de   —90→   agua. No insistimos más sobre este punto, que es del dominio de los hechos públicos y notorios. Sólo diremos, para concluir, que el estado de la gran propiedad criolla merece justamente el nombre de feudalismo rural que el señor licenciado Orosco le aplica.




«La hacienda» no es negocio. Razones de su equilibrio inestable

Hemos dicho antes que la imposición de capital en haciendas, es una imposición de las que Jovellanos llama de vanidad y orgullo, porque en condiciones normales no es remuneradora. De una manera general puede asegurarse que, en la actualidad, en ninguna parte del mundo es remuneradora la imposición de capital en grandes extensiones de terreno. Sobre este particular el señor O. Peust, que aunque extranjero vive en nuestro país y ha escrito, entre otras cosas, un libro (La defensa nacional de México) que ha merecido un prólogo del sociólogo distinguido señor licenciado don Carlos Pereyra, dice lo siguiente: «Lo característico de la moderna marcha agrícola, consiste en que por causas orgánicas, que aquí sería largo explicar, las explotaciones agrarias, arrojan cada año un beneficio menos grande que las industrias mineras y fabriles. La consecuencia inmediata, es el progresivo retiro de los capitalistas y operarios de la agricultura, en busca de ocupación mejor remunerada en otras industrias. No pudiendo los terratenientes pagar los mismos salarios altos que las empresas manufactureras, etc., y viendo emigrar á los obreros rurales, la agricultura, en escala mayor, se paraliza por todas partes. En la Argentina, quebró y liquidó hace más de un decenio, en la Europa occidental retrocede desde hace veinte años, y en esta República, á pesar de los subidos precios de los cereales, ya no alcanza á satisfacer el consumo del país». Si la agricultura en grande fuera remuneradora, los Estados Unidos, dueños de un gran territorio y afectos por instinto a todo lo grande, tendrían las más grandes haciendas del mundo. Sin embargo, no es así. El inteligente señor ingeniero don José Díaz Covarrubias, en uno de sus más notables trabajos, (Observaciones acerca de la inmigración y la colonización), dice lo siguiente: «El rasgo saliente de la fisonomía que presenta el cultivo de la pradera americana, es el de hacerse en propiedades de corta extensión, que generalmente se limita á las sesenta y cuatro hectáras que constituyen un homestead. Esas pequeñas granjas, son las que producen el maíz y el trigo que inunda la Europa, y no como á primera vista podría creerse, grandes haciendas, cuya superficie estuviese en relación con la enorme producción americana de cereales». En nuestro país, el ser hacendado significa tener un título de alta posición, de solvencia y de consideración social, aseguradas y permanentes; pero no significa ser dueño de una negociación productiva. Las haciendas, sin ciertas condiciones de que después hablaremos, no son negocio. Ya hemos indicado esto al afirmar que no atraen el capital extranjero. Después del sentimiento de la dominación que les da su carácter saliente, lo que las mantiene en su estado actual, es la renta fija, permanente y perpetua que producen. Al hacendado inteligente, lo único que le preocupa es que los productos y gastos de   —91→   su hacienda tengan la mayor normalidad posible. Para esto no tiene jamás en cuenta la proporcionalidad que existe entre el capital y sus productos en todos los demás negocios. Si la hacienda que tiene, la heredó, no piensa jamás en el valor que ella supone como capital y, por lo mismo, se conformará con lo que ella produzca, por poco que sea, sin pensar en enajenarla, porque, como dice Jovellanos de las tierras de amortización, nadie las enajena sino en extrema necesidad, porque nadie tiene esperanza de volver á adquirirlas; y si la hacienda que tiene la compró, la compró de seguro para igualar su condición a la de los hacendados, para satisfacer su gusto de dominación y para asegurar su nuevo estado con la renta; porque, como dice Jovellanos también, ningún otro estímulo puede mover á comprar lo que cuesta mucho y rinde poco, y en ese caso, una vez hecho el gasto de adquisición, ya no le importa el valor de él, y en lo sucesivo no atiende sino a la seguridad de la renta. De cualquier modo que sea, es un hecho de superabundante comprobación, el de que un hacendado, con tal de no verse en la extremidad de enajenar o de gravar su hacienda, se conforma con la renta que ella le produzca. Mientras esa renta no es normal y segura, sea grande o pequeña, el hacendado trabaja; pero su trabajo no va encaminado a aumentar la producción, sino a asegurarla. Ahora bien, en el caso de haber heredado la hacienda, cuanto más tiempo haya estado en su familia, mayor extensión tendrá, porque más habrá conservado su estado anterior, ya que el transcurso del tiempo en función con el aumento de la población, ha venido más que aumentando, disminuyendo la extensión de las haciendas, y es seguro que esa extensión excederá, y con mucho, a todas las posibilidades de cultivo que pueda alcanzar el propietario; siempre éste tendrá más tierra de la que pueda aprovechar útilmente. En el caso de haber comprado la hacienda, la magnitud del esfuerzo hecho para comprarla coloca al hacendado en la imposibilidad de cultivarla bien, porque, como dice Jovellanos, no se mejora en ese caso lo comprado, ó porque cuanto más se gasta en adquirir, tanto menos queda para mejorar, ó porque á trueque de comprar más, se mejora menos. En uno y en otro caso, la extensión de la hacienda será el primer inconveniente que encuentre el propietario para cultivarla bien, o lo que es lo mismo, no pudiendo cultivarla bien toda, por fuerza tiene que reducir en ella el cultivo. Mas, como por otra parte, el interés de la renta lo lleva a procurar, como ya dijimos, no el volumen del rendimiento, sino su normalidad, el hacendado tiene que reducir, y de hecho reduce el cultivo, sólo a lo que puede cultivar bien con éxito absolutamente seguro. De eso depende que el hacendado, como no siembra donde puede perderse y lo que puede perderse, no siembra sino de riego, trigo o maíz con frijol, de semillas muy conocidas y por procedimientos ya muy experimentados. La consecuencia necesaria de todo ello es que la producción de las haciendas es casi siempre segura, pero extraordinariamente raquítica y rutinaria en relación con la producción de la propiedad individual pequeña, de la propiedad ranchería y hasta de la propiedad comunal indígena. Los   —92→   dueños de estas propiedades quisieran tener, como buenos para el cultivo, los terrenos que las haciendas no quieren dedicar a él por malos; siembran casi siempre de temporal o a la ventura de la regularidad y cantidad de las lluvias, y en condiciones inferiores de capital y de crédito; y sin embargo, producen mucho más; es porque entre nosotros el hacendado, como buen criollo, no es agricultor, sino, por una parte, señor feudal y, por otra, rentista; el verdadero agricultor entre nosotros es el ranchero. El hacendado inteligente lo primero que hace en su hacienda es, como él generalmente dice, encarrilarla, es decir, sujetarla en sus productos y en sus gastos, a la mayor normalidad posible, para tener una renta segura. Entretanto consigue esto, trabaja más o menos, pero al fin trabaja; en cuanto lo logra, abandona la hacienda en manos de sus administradores, a los que no pide más que la renta calculada. Asegurada la renta, el hacendado no necesita ya trabajar y puede dedicarse, y se dedica, en efecto, a pasear por Europa, cuando no se radica en ella, o cuando menos, a vivir en esta capital, viendo desfilar mujeres desde la puerta de su Club. Manteniendo la renta indefinidamente, la propiedad de las haciendas se transmite de padres a hijos, y no sala de la familia propietaria sino, como ya dijimos siguiendo a Jovellanos, en caso de extrema necesidad. La hacienda, pues, es todavía una vinculación no de ley, sino de costumbre, como en otra parte afirmamos.

En las condiciones expresadas, una hacienda, a menos de que su dueño tenga un capital aparte para moverla, según las palabras usuales, no puede ni ampliar ni mejorar sus cultivos. Ya hemos dicho que en el hacendado hay más la tendencia a reducir que a ampliar los cultivos, por razón de que busca más la seguridad de la renta que el volumen de ella; pero podía, de seguro, extender los beneficios que hacen a determinadas tierras de segura producción, a otras que esos beneficios no tienen; por ejemplo, lo que más da seguridad de producción es el riego, y aumentando el riego podría aumentar la producción; pero como para ello tendría que tomar de la renta, no lo hará, porque la renta es lo primero. Lo mismo puede decirse del mejoramiento de los cultivos; para mejorarlos sería indispensable que, aunque fuera transitoriamente, se redujera la renta, y eso el hacendado no lo puede permitir. Empero, como la renta es insignificante, en cierto modo tiene razón, porque a virtud de no existir la debida relación entre el capital amortizado en la hacienda y la renta que ésta produce, esa renta resulta insignificante. No disponiendo de la renta, sólo el crédito podía dar al hacendado capital para mover su hacienda; pero como la renta es insignificante, el hacendado se expone a perder aquélla si los resultados no corresponden a sus cálculos de previsión.




La seguridad de la renta rural. Funesto desarrollo del plantío de magueyes

El ahínco de buscar seguridad para la renta ha conducido al hacendado de la zona de los cereales, al cultivo de una planta fatal: el maguey. Decimos fatal, no porque participemos de la repugnancia criolla al uso del pulque por nuestro pueblo, pues en ese particular compartimos   —93→   las ideas brillantemente expuestas en defensa de la bebida nacional, por el señor doctor don Silvino Riquelme, en un folleto que editó la «Sociedad Agrícola Mexicana» y reprodujo El Tiempo, sino porque la propagación exorbitante de esa planta ha venido a perjudicar, considerablemente, el cultivo de cereales en los terrenos que precisamente son más adecuados para ese cultivo. En efecto, el maguey da fruto comercial cada diez años poco más o menos, o sea diez veces cada siglo; no puede darse menor producción; pero es una planta que no se pierde, que apenas requiere cultivo y que permite, mediente la graduada distribución de las siembras, una producción absolutamente continuada y permanente. De modo que con poco gasto, produce una renta igual, constante y perpetua. Con el maguey no hay que temer ni la escasez ni la abundancia de lluvias, ni el chahuixtle como en el trigo, ni el hielo como en el maíz, ni alguna de las otras plagas que afligen a los cereales. Es la planta ideal para el hacendado. No es extraño, pues, que coincidiendo en mucho la zona de los cereales con la del maguey, una gran parte de los terrenos útiles para la siembra se hayan poblado de magueyes. Éste es también un hecho de superabundante demostración; haciendas enteras hay que no producen más que pulque. Ahora bien, si esas haciendas no fueran las grandes propiedades que son, los magueyes sólo ocuparían como en los lugares donde la propiedad está bien dividida, según puede verse en el pueblo de Huisquilucan ya citado, los márgenes de los terrenos de cultivo, porque la renta que los magueyes producen, dando fruto diez veces cada siglo, no bastaría para hacer vivir a los dueños de esos terrenos; pero siendo, como son, grandes propiedades, aunque el producto sea pequeño, la renta es segura.




Condiciones que sostienen el equilibrio inestable de las haciendas. Dilatación de la extensión y rebajamiento de los gastos

A pesar de todo lo expuesto, que parece bastante para demostrar que, como afirmamos antes, las haciendas no son negocio, nos queda por decir todavía, que ni aun en las condiciones expresadas las haciendas se podrían sostener, si no fuera porque los hacendados ponen incesantemente en juego dos series de trabajos para mantenerlas en el equilibrio inestable en que se encuentran. La primera de las dos series de trabajos indicados es la de los que van encaminados a compensar por extensión, la debilidad de la producción interior de cada una de ellas; y la segunda es la de los que van encaminados a reducir gastos y gravámenes. Aunque parezca una paradoja, que si el interés de la seguridad lleva al hacendado a reducir el cultivo de su hacienda, tenga empeño en dilatar los límites de ésta, ese empeño existe y es fácilmente explicable. El señor licenciado Orosco (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos) dice lo siguiente: «La primera y más poderosa razón de este fenómeno -el de la explotación y cultivo de nuestras grandes haciendas- consiste en que una gran extensión de tierras proporciona por sí misma, sin necesidad del trabajo del hombre, grandes elementos de vida á su poseedor. No hay, pues, el aguijón de la necesidad que obligue al propietario   —94→   á gastar la actividad de su inteligencia, el poder de su voluntad y la fatiga de su trabajo, para obtener una producción mayor de sus posesiones». Así es, en efecto. Si una hacienda es sólo de labor y no tiene montes, el hacendado, en lugar de plantar árboles, procura comprar un monte que ya los tenga; si la hacienda sólo tiene una vega de riego en cien caballerías de extensión, y al lado de ella se encuentra un rancho que tiene una vega de riego también, el hacendado, en lugar de invertir capital en trabajos de irrigación para el resto de su hacienda y de hacer los mismos trabajos, codicia la vega ajena y hostiliza y persigue al propietario de esta última hasta que logra arrancársela; hacer esto último es más fácil que lo otro. El deseo, pues, del hacendado es aumentar sus productos en fuerza de ensanchar las fuentes naturales de ellos, no en fuerza de multiplicar sus trabajos propios. De ello viene la necesidad de reunir por extensión, en cada hacienda, una multitud de medios naturales de producción. Una buena hacienda debe tener aguas, tierras de labor, pastos, montes, magueyes, canteras, caleras, etc., todo a la vez. Teniendo todo los productos se ayudan y se completan. Con algo que den de pulque los magueyes, para los gastos de sueldos y rayas; con algo que den al año los pastos, para las cosechas; con algo que den los indios que hacen carbón en el monte con la leña muerta, para pagar las contribuciones; y con algo que den los demás esquilmos pequeños, para gastos extraordinarios, quedarán libres las cosechas para los gastos del nuevo año y para tener algo de utilidad. La hacienda que no tiene todo sufre apuros. El medio, pues, de no sufrir apuros es tenerlo todo, y para tenerlo todo es necesario ensanchar la propiedad. Aun teniéndolo todo, o casi todo, las utilidades de una hacienda son miserables. Un hecho de diaria comprobación lo indica claramente, y es el de que una hacienda que se grava con un crédito hipotecario, rara vez se liberta de él; esa hacienda no dará para los réditos y para la amortización del capital, ni en el plazo amplísimo, ni con las facilidades ciertas que ofrece el Banco Hipotecario. Un comerciante o un industrial puede deber mucho y, con el tiempo, de seguro paga y saca su negocio a flote; un hacendado no lo puede hacer sino por excepción. Nosotros hemos tenido oportunidad de arreglar negocios profesionales de un hacendado que con una hacienda que valía $300.000,00, gravada en $100.000,00, más o menos, no podía subvenir a los gastos de la modesta casa que sostenía en esta capital.




El fraude de la contribución al Fisco

Los trabajos encaminados a reducir gastos y gravámenes no son menos ciertos. Desde luego el hacendado, por muy ostentoso que sea en el lugar donde reside, en su hacienda es de una economía que raya en miseria. La planta de empleados de una hacienda se reduce a un administrador, cuando lo hay, y otros dos o tres empleados; todos con los sueldos más bajos posibles. No usa máquinas, porque los peones no saben manejarlas; tampoco las de la industria las saben manejar los peones, pero él no convendrá jamás en que todo es cuestión de sueldos; si algunas máquinas compra, son las rudimentarias para que el que las maneje   —95→   no tenga que ganar un sueldo grande. No hace dentro de su hacienda ferrocarriles, ni caminos, ni puentes; si piensa en grandes riegos, procura que sea el Gobierno el que haga las obras respectivas. No piensa más que en reducción de tarifas ferrocarrileras, en protecciones oficiales y, sobre todo, en disminución de impuestos y rebajamiento de salarios. Tratándose de impuestos, los hacendados hacen siempre sentir toda la influencia de que son capaces. A consecuencia de ello, han logrado establecer entre las condiciones de su gran propiedad y las de la propiedad pequeña una desproporción verdaderamente escandalosa. Algunos ejemplos de rigurosa comprobación lo demuestran. En el Estado de México, colocado en el corazón de la zona de los cereales, aunque no sea, que no es, la mejor parte de esa zona, la hacienda de La Gavia, que es de la familia Riva y Cervantes, tiene 1.500 caballerías, vale, cuando menos, $6.000.000,00 y paga la contribución territorial por $362.695,00; la hacienda de San Nicolás Peralta, que es del señor don Ignacio de la Torre, tiene 216 caballerías, vale, cuando menos, $2.000.000,00 y paga la contribución territorial sobre $417.790,15; y la hacienda de Arroyozarco, que es de la señora doña Dolores Rosas viuda de Verdugo, tiene 370 caballerías, vale, cuando menos, $1.500.000,00 y paga la contribución territorial por $378.891,00. No citamos otras fincas para no hacer interminable esta exposición. Los tres ejemplos citados bastan para ver que, a medida que el valor real de las fincas aumenta, la desproporción entre ese valor y el fiscal es mayor. Así, la hacienda de La Gavia, al 12 al millar anual que importa el impuesto territorial en el Estado de México, paga al año sin la Contribución Federal $4.352,24 en lugar de $72.000,00; el fraude al Erario le importa una economía de $68.000,00 en números redondos. En los demás Estados de la República pasa lo mismo que en el de México. Hemos podido ver en datos oficiales de fecha reciente relativos al Estado de Guanajuato, verdadero corazón de la zona de los cereales, que la propiedad de mayor valor fiscal no alcanza a la suma de $400.000,00. En el Estado de Aguascalientes se acaba de hacer una rectificación a los padrones fiscales de la propiedad raíz, por el sistema de manifestaciones de los propietarios. La Semana Mercantil, periódico autorizado de esta capital, decía, en un estudio publicado en 1902, lo siguiente: «Hasta el presente, las contribuciones que satisface al Erario la propiedad rural, se consideran en la mayoría de los Estados mexicanos, teniendo como base el valor de la propiedad. Esto ha causado inmediatamente, una deficiencia, y no sólo deficiencia, sino errores muy graves en las estadísticas, en los catastros, y ha sido un elemento notablemente perturbador, cuando se trata de expedir leyes fiscales que sean enteramente equitativas, por la razón de que cada propietario, urgido por el interés de pagar lo menos posible al Fisco, por contribución predial, oculta el verdadero valor de su finca». Poco tiempo hace, otro periódico, también de gran autoridad, El Economista Mexicano, refiriéndose al estudio de La Semana Mercantil, dijo lo siguiente: «Tiene razón La Semana Mercantil,   —96→   al referirse á la falta de base de los impuestos sobre la propiedad raíz en los Estados de la República. Sus observaciones son enteramente justas. Es indudable que las valuaciones que sirven para fijar esos impuestos, se encuentran muy lejos de la realidad, y que el valor de la propiedad agrícola, es muy superior á las estimaciones fiscales. Las estadísticas publicadas por la Secretaría de Fomento acerca del particular, han servido en más de una ocasión para señalar graves errores en la valorización de este importante ramo de riqueza territorial. Lo excesivamente bajo de esa valorización, se percibe claramente relacionando la estimación fiscal con el valor de algún producto agrícola exclusivo en determinado Estado de la República». Citamos las dos opiniones anteriores, porque dan la impresión que produce el examen de la propiedad en su parte más visible, o sea, como ya hemos dicho, en las haciendas; pero en realidad, esas opiniones sólo son exactas en lo que a las haciendas se refiere, es decir, en lo que se refiere a la gran propiedad. La pequeña propiedad paga, casi siempre, por su valor real, cuando no paga más todavía. Quienes conocen de cerca las cuestiones rentísticas del Estado de México saben que, durante la administración del señor general Villada, apareció alguna vez que pagaba más contribución por el ramo de pulques el Distrito de Tenancingo, donde no hay casi magueyes, porque su clima produce frutos tropicales que el Distrito de Otumba, situado en la región conocida con el nombre de Llanos de Apam. La razón de esa anomalía se encontró fácilmente. El Distrito de Otumba se compone de grandes haciendas pulqueras, que pagan muy bajas contribuciones, en tanto que en el Distrito de Tenancingo, algunos pequeños propietarios habían sembrado magueyes y no habían podido defenderse del fisco.




El rebajamiento de los jornales

El rebajamiento de los salarios no es menos cierto. A él se debe el estado de verdadera esclavitud en que se encuentran los indígenas jornaleros, y el sistema con que se hace es el de los préstamos. Con sobrada razón en los Congresos Agrícolas Católicos que se han reunido hasta ahora, ha aparecido como de interés capital el sistema de los préstamos. Ese sistema no es obra del capricho de los hacendados; es una necesidad del sistema de la gran propiedad de las haciendas. De los estudios que los señores licenciado don Trinidad Herrera y doctor don José Refugio Galindo presentaron respectivamente en los dos Congresos Católicos Agrícolas de Tulancingo, claramente aparece la comprobación de que, en una o en otra forma, existe en todas las haciendas el sistema del préstamo. Cierto que algunos hacendados lo han negado; es natural, ese sistema no honra, pero no hay duda de que existe, y tiene que existir, repetimos, porque es una necesidad del sistema de la gran propiedad en nuestro país. La extensión y naturaleza de las haciendas hacen, repetimos, que el cultivo se reduzca a sólo las siembras periódicas de éxito seguro. La periodicidad de esas siembras y de los beneficios consiguientes hacen, a su vez, que en realidad no se necesite a los peones sino en épocas determinadas y cortas, es decir, en la época de las siembras y de los beneficios expresados, después   —97→   de las cuales quedan inútiles. Si sólo en las épocas de trabajo se llamara a los peones, el jornal tendría que ser suficientemente alto para satisfacer las necesidades de cada peón, no sólo durante esa época, sino durante las vacaciones forzosas que tendrían que venir después; y como en una misma región todos los trabajos tienen que hacerse al mismo tiempo, se establecería una competencia que haría subir todavía más el jornal. De ser así, el trabajo sería mejor en calidad y en rendimiento, como veremos más adelante, quedando resuelta por sí sola la tan debatida cuestión del valor del trabajo agrícola que dio lugar a los estudios especiales del señor licenciado don Manuel de la Peña; pero esa mejoría en calidad y en rendimiento contribuiría también a subir el jornal. El trabajo transitorio del peón produciría además, el efecto de que el agricultor no pudiera tener al peón inmediatamente después de solicitarlo, lo cual le causaría un perjuicio que sólo podría evitar aumentando el jornal aún. Esto, a su vez, podría producir el efecto de que el agricultor, para evitar en un momento dado la puja consiguiente a la competencia, procurara obtener del peón un derecho de preferencia para ser atendido, y como esto no lo podría conseguir sin ofrecerle alguna ventaja, tal ventaja ayudaría a mejorar el jornal. Vean nuestros lectores cuántas circunstancias podrían concurrir a producir altos jornales agrícolas. Pero todo lo anterior no conviene al hacendado, y para evitar que suceda, procura acasillar -así se dice generalmente- a sus peones. Acasillados, es decir, radicados en inmundas casillas, tiene que mantenerlos de un modo permanente, y para hacerlo así necesita dividir el jornal verdadero, o sea el de los días probables del trabajo, entre todos los días del año natural, haya trabajo o no; de allí fundamentalmente el bajo jornal agrícola, en relación con el permanente salario obrero industrial. Todavía así, el hacendado corre el riesgo de que el peón se le vaya en busca del salario obrero y le falte en la época del trabajo, y para evitar ese riesgo, asegura al mismo peón por medio del préstamo; ese préstamo, si no por las leyes, sí por las costumbres, le da un derecho de arraigo sobre el peón. Todavía queda el riesgo de que las energías del peón lleguen hasta quebrantar el arraigo, y para conjurar ese riesgo, el hacendado procura matar en el mismo peón todo germen de energía individual, enervándolo, degradándolo, embruteciéndolo. Cuando personalmente hemos ejercido autoridad, que la hemos ejercido en muy diversas formas, hemos podido ver casi diariamente, solicitudes de hacendados para que por la fuerza de la policía sean aprehendidos y sean remitidos a las haciendas, los jornaleros que teniendo deudas pendientes se han escapado de dichas haciendas; excusado es decir que muchas veces los deseos de los hacendados son obsequiados con prontitud. Por lo que respecta al trabajo de enervamiento, de degradación y de embrutecimiento, a que antes nos referimos, se hace generalmente, acrecentando el fanatismo religioso de los peones, favoreciéndoles su imprevisión y despilfarro, estimulándoles sus vicios y tolerándoles sus costumbres de disolución, todo por medio del préstamo, pues se les concede para fiestas religiosas, para velorios, para fandangos, para borracheras   —98→   y para mujeres. Natural es, pues, que entre ellos se vaya haciendo la selección depresiva que se hace, según el señor licenciado don Genaro Raygosa (México y su evolución social) en la labor de nuestros campos. «No necesito exponer aquí -dice el estudio ya citado del Sr. Lic. Herrera presentado al Primer Congreso de Tulancingo- la tendencia de los peones á pedir cantidades de dinero que (lo saben perfectamente) no pueden pagar, y sabemos también, que muchos propietarios facilitan esos préstamos á sabiendas de que no les serán reembolsados. Y es curioso advertir el fenómeno que con este motivo se presenta a nuestra observación: el patrón presta á sus peones un dinero incobrable, etc.». Así es, en efecto; los préstamos son siempre incobrables, y como no entra en las combinaciones del hacendado ni en el caso de la señora Vega viuda de Palma, citado en el estudio del señor doctor Galindo, como el de la resolución del problema de los préstamos, puesto que los premios por ella ofrecidos no han sido en realidad más que una parte de los salarios -la parte en que dicha señora tenía que aumentarlos por el alza que, según dice el mismo estudio, ya se había hecho sentir y ella consiguió evitar-, no entrando como no entra en las combinaciones del hacendado, decimos, el aumento del jornal que importan los préstamos, el hacendado se cobra éstos, procurando rebajar más todavía ese jornal. «El mayor anhelo del hacendado -dice el señor licenciado Raygosa en la obra ya citada (México y su evolución social)- es la reducción de los salarios, ya con los pagos en especie á precios superiores á los del mercado, ya con ingeniosas combinaciones mercantiles de crédito abierto para objetos de consumo que se liquidan en la raya semanaria del peón del campo, con no despreciable beneficio del patrón; ya con otros artificios tan comunes en la aparcería rural, de los cuales en último análisis se obtienen descuentos importantes sobre el valor nominal de las retribuciones del trabajo». El señor licenciado Orosco (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos) dice: «Para afrenta de la civilización en México, casi no han cambiado un ápice las condiciones de la propiedad agraria y las relaciones entre hacendados y operarios en nuestro país. En ninguna parte como en las grandes posesiones territoriales, se conservan las ominosas tradiciones de la abyecta servidumbre de abajo y la insolente tiranía de arriba. El peón de las haciendas es todavía hoy el continuador predestinado de la esclavitud del indio; es todavía algo como una pobre bestia de carga, destituída de toda ilusión y de toda esperanza. El hijo recibe en edad temprana las cadenas que llevó su padre, para legarlas á su vez á sus hijos. La tienda de raya, paga siempre los salarios en despreciables mercancías; y los cuatro pesos y ración, salario mensual de los trabajadores, se convierten en una serie de apuntes que el peón no entiende, ni procura entender. El propietario, y sobre todo el administrador de la hacienda, son todavía los déspotas señores que, látigo en mano, pueden permitirse todavía toda clase de infamias contra los operarios, sus hijos y sus mujeres. Y el mismo secular sistema de robarse mútuamente esclavos y señores, hace que nuestra agricultura sea de las más atrasadas del mundo, y que los gravámenes   —99→   hipotecarios pesen de un modo terrible sobre casi todas las fincas rústicas del país». En la parte expositiva del Código Penal vigente en el Distrito Federal, documento de mayor excepción, se lee lo siguiente: «En el capítulo que trata del fraude, se halla el artículo 430, en que se prohibe á los hacendados y á los dueños de fincas y talleres, den á los operarios en pago de su salario ó jornal, tajas, planchuelas de cualquiera materia, ú otra cosa que no corra como moneda en el comercio, bajo la pena de pagar como multa, el duplo de la cantidad á que ascienda la raya de la semana en que se haya hecho el pago de esa manera. Esta prevención tiene por objeto cortar el escandoloso abuso que se comete en algunas haciendas, fábricas y talleres, de hacer así los pagos, para obligar á los jornaleros á que compren allí cuanto necesiten, dándolos efectos de mala calidad, y á precios muy altos. Por falta de una disposición semejante, se ha ido arraigando este mal, á pesar de las quejas que alguna vez han llegado hasta el Supremo Gobierno». El interesante folleto que el señor doctor Riquelme escribió con el título de Nuestros labriegos, para contestar al hacendado potosino señor Ipiña, que trató de probar la comodidad y prosperidad en que se encuentran los jornaleros, con una revista pasada en domingo a los peones de un grupo de haciendas escogidas por él, no deja lugar a duda alguna acerca del estado de miseria y abandono en que se encuentran dichos jornaleros en las haciendas agrícolas; el señor doctor Riquelme, entre otros testimonios, cita el del señor obispo de Tulancingo -actual arzobispo de México-, que tanto se ha distinguido por su empeño de mejorar la condición de los peones del campo. Es natural, pues, que el peón, selecto entre los más inútiles, haga un trabajo generalmente malo, y que deliberadamente haga ese trabajo más malo aún, conociendo por instinto, o sabiendo conscientemente, que no es la calidad de su trabajo ni el rendimiento de éste lo que mantiene la vigencia del contrato celebrado entre el hacendado y él, sino el hecho de que él esté siempre disponible para prestar dicho trabajo que la naturaleza de las labores agrícolas no exigen ni en un tiempo demasiado estrecho ni de un cuidado que exija mayor aptitud; de modo que está seguro de que, no saliendo de la hacienda, puede hacer el trabajo que se le encomiende, como pueda o como quiera, y si no burla por completo al hacendado es por miedo a la justicia señorial de éste que le suele alcanzar. No son otras las razones de la pereza o maldad de que se tacha a los jornaleros por los hacendados. Natural es también que siempre falten peones para las haciendas porque, por una parte, la resistencia de los mismos jornaleros a caer en la condición de los acasillados, impide la venida de nuevos peones; y por otra, los acasillados, mal alimentados por el miserable jornal que se les paga, mal alojados en las inmundas habitaciones en que se les amontona, y mal acostumbrados por las funestas inclinaciones que se les estimulan y por los torpes vicios que se les perdonan, no crecen en número ni se mejoran en aptitud. Faltan brazos para la agricultura, se dice en todos los tonos. No es verdad, para la agricultura no faltan; faltan para las haciendas, que como veremos más adelante, no son la agricultura nacional. Los verdaderos agricultores, que no son los hacendados y   —100→   que son generalmente pobres, no se quejan de falta de brazos, porque cuando los necesitan los tienen, y los tienen porque los pagan con sus salarios, o jornales justos, sin rebajárselos con procedimientos de estafa ni con fraudes de virtud. No hace mucho tiempo que durante un mes estuvieron sin trabajo por una huelga, cerca de cincuenta mil obreros de las fábricas de hilados y tejidos y no hubo un hacendado que los llamara, no obstante que ellos pedían trabajo a la agricultura; lejos de eso, los hacendados les dieron, so pretexto de caridad o filantropía, medios de sostenerse hasta la vuelta del trabajo en las fábricas, por miedo de que llegaran a las haciendas. Es cierto que algunas veces los hacendados suben los salarios y llegan a ofrecerlos en condiciones al parecer ventajosas, pero de un modo transitorio, no permanente. Cuando el hacendado necesita levantar su cosecha que ya está a punto de perderse en pie, ofrece tímidamente aumentos de jornal; pero por supuesto, una vez levantada esa cosecha los aumentos desaparecen y los salarios bajan más que antes. El día en que los hacendados no disminuyan artificialmente los salarios por todos los medios posibles, quizá la medida rebose y las haciendas dejarán definitivamente de ser negocio.




Los verdaderos productores de cereales

Si todo el terreno útil que abarca la zona de los cereales se pusiera en cultivo, en un cultivo igual al de la propiedad ranchería, al de la pequeña propiedad individual, siquiera al de la propiedad comunal indígena, la producción y con ella la población, ascenderían hasta alcanzar proporciones colosales. Por ahora, en el conjunto de la producción general de la República, y muy especialmente de la producción de cereales, la producción de las haciendas que representan las nueve décimas partes del terreno útil no es la principal; su función no llega a ser la del abastecimiento directo, sino la de la regulación. La producción principal es la de los pequeños propietarios individuales, la de los rancheros agricultores y la de las comunidades de indígenas; la de los pequeños pueblos y ranchos remontados en las serranías. En esos pequeños pueblos y ranchos, cada agricultor siempre cosecha para su consumo y vende el exceso. Durante los meses que inmediatamente siguen a los de las cosechas, los pequeños productores llenan los mercados, y en los años de buenas cosechas los abastecen hasta que las nuevas cosechas se recogen. Cuando no alcanzan a cubrir la demanda, ya porque condiciones de carácter muy local determinan un consumo demasiado rápido, ya porque el año ha sido de cosechas insuficientes para todo el consumo, los hacendados acuden a satisfacer la demanda, atraídos por el alza natural de los precios. Así nos la vamos pasando. Los años en que se dice que las cosechas se han perdido son aquéllos en que se han perdido las de los productores pequeños, que siembran en su mayor parte, de temporal; en las haciendas, como sólo se siembra de riego, las cosechas rara vez se llegan a perder. Precisamente porque la producción principal es la de los pequeños productores, no se puede calcular jamás si las existencias bastarán o no para el consumo. Como por la diversidad de situación de los terrenos, las cosechas se reparten desigualmente,   —101→   y la particular de cada pequeño productor tiene que satisfacer, antes que todo, el consumo de éste, y este mismo vende el exceso según sus necesidades en cada mercado local, el fiel de la balanza, que por un lado sostiene la demanda y por otro la oferta, oscila constantemente, produciendo la variedad y continua movilidad de precios, que señaló hace tiempo el Boletín de la Sociedad Agrícola, y que la prensa toda del país no acertó a explicar. La producción de las haciendas es relativamente insignificante; aunque esa producción es siempre segura, cuando falta la otra, la principal, es necesario llamar a las puertas de los Estados Unidos.




Perjuicios que ocasionan las haciendas a los verdaderos productores agrícolas

Es profundamente doloroso considerar que siendo como son los pequeños productores, los mestizos y los indígenas, sobre todo los mestizos, los que dan el mayor contingente de la producción agrícola nacional, los que soportan con mayor peso los impuestos y los que, en suma, llevan encima todas las cargas nacionales, estén reducidos a la pequeña propiedad individual, derivada de la Reforma, a la propiedad comunal ranchería y a la propiedad comunal indígena, y eso estrechadas y oprimidas todas por las haciendas de los criollos, sin que les sea posible romper el círculo de hierro de esas haciendas. Las pequeñas poblaciones en que dichos pequeños productores llevan su miserable vida social, esas poblaciones que son centros de cultivo intenso y cuidadoso, rodeadas por las haciendas, no pueden dar toda la suma de producción que hacen posible las energías de sus habitantes. Desde luego, las haciendas no las favorecen ni con la más pequeña ventaja; lejos de favorecerlas, las perjudican por todos los medios posibles. Primeramente les impiden crecer por extensión; esto sería natural si sólo trajera para los hacendados ventajas, pero para muchas haciendas tales ventajas son nugatorias. Son innumerables las haciendas que por los seculares pleitos que mantienen contra los pueblos colindantes, no pueden hacer uso alguno de extensas fracciones de su propiedad. Si animara a los hacendados otro espíritu que el de dominación y orgullo en la administración de sus haciendas, abandonarían por venta o por cesión gratuita a los pueblos colindantes las fracciones de terreno disputadas, como algunos lo han hecho efectivamente a cambio de la seguridad absoluta de la posesión del resto; pero no es así generalmente; los hacendados prefieren litigar indefinidamente con los pueblos hasta llegarlos a someter, con razón o sin ella, fundándose, como nos decía el administrador de las haciendas de una gran casa criolla, en que para ellos un litigio no es más que una partida insignificante de los egresos generales de la casa, en tanto que para los pueblos, un litigio es una cadena interminable de sacrificios pecuniarios. Pero ya que no puedan crecer en extensión, cualquiera cree que pueden desarrollarse dentro de la área de superficie que ocupan; tampoco eso pueden hacer, porque las haciendas les oponen inmensas dificultades. De esas dificultades pueden dar idea algunos ejemplos. Casi toda la parte sudoccidental del Estado de México es una región minera de muy   —102→   grande importancia. En ella se encuentra el Distrito de Sultepec, que tiene setenta mil habitantes, en números redondos, a los que hay que agregar algunos miles de habitantes del Estado de Guerrero, que se comunican con la capital del Estado y de la República por el expresado Distrito. En éste se encuentran los minerales de Sultepec, de Zacualpan, de Tlatlaya y otros de menor interés, todos susceptibles de un gran desarrollo, estando como están a cincuenta leguas, más o menos, de la capital de la República, y muchas rancherías y pueblos agrícolas que dan vida a esos minerales. Pues bien, el Distrito de Sultepec, sólo tiene una vía de comunicación que es el camino de San Juan de las Huertas a Texcaltitlán, y casi todo ese camino está ocupado por la hacienda de la Gavia, en la parte situada sobre la sierra que sustenta el volcán de Toluca. Si esa hacienda no existiera, se habría formado una cadena de pequeñas poblaciones que unirían a San Juan de las Huertas con Sultepec, y la comunicación con Toluca sería fácil y segura; pero estando como está de por medio el monte boscoso y desierto de esa hacienda, y ese monte tiene muchas leguas de extensión, ha venido a hacer prácticamente el efecto de un desierto intermedio, tan lleno de bandidos que sólo dos días a la semana, en que el monte está escoltado, se puede pasar por él; y como el camino de población a población es muy largo, hay que aprovechar un día para la ida y otro para la vuelta. De modo que muy cerca de cien mil habitantes de los Estados de México y Guerrero sólo pueden tener cuatro comunicaciones al mes con la capital de la República, sólo porque una hacienda tiene de por medio un monte que no explota. Otro ejemplo de que nos acordamos ahora es el de un río que pasaba por la hacienda de San Nicolás Peralta, del señor don Ignacio de la Torre. Ese río desembocaba en un pantano de la laguna de Lerma, y cuando su caudal crecía mucho, se desbordaba sobre ese pantano. El señor De la Torre corrigió dicho río dentro de su hacienda, y dándole otro curso, hizo el que llama él, como buen criollo, mi río. El río del señor De la Torre año por año se desborda, pero ya no se desborda sobre el pantano, sino sobre un pueblo, que si mal no recordamos se llama San Francisco, y ese pobre pueblo no ha podido conseguir remedio alguno a tan grave mal. Innumerables son los expedientes que hay en todos los Estados sobre caminos obstruidos por los hacendados a su capricho y con perjuicio de los pueblos que tienen que hacer grandes rodeos para ir de un lugar a otro. Por último, a las haciendas se debe el pésimo estado de los caminos reales. Si las haciendas no fueran grandes propiedades en que sobra la extensión territorial, no dedicarían terreno a caminos y ayudarían a mantener en buen estado, por su propio interés, los caminos públicos; pero como repetimos, en ellas sobra la extensión territorial, todas tienen sus caminos interiores particulares y abandonan por completo los públicos que las atraviesan, cuando no deliberadamente los perjudican.




Desigualdad de las condiciones que guarda la propiedad dentro y fuera de la zona fundamental de los cereales

Pero hay   —103→   que tener en consideración una circunstancia, y es la de que la desigualdad de condiciones de la zona fundamental de los cereales con respecto al resto del territorio nacional, exige una correlativa desigualdad en las condiciones del régimen de la propiedad territorial. Los males que resultan de la amortización de la gran propiedad criolla, por las razones que llevamos expuestas, son mucho más intensos en la zona fundamental de los cereales que en el resto del país, en donde a medida que la producción de los cereales disminuye, y con ella la densidad de la población, el régimen de la gran propiedad va ascendiendo, y es lógico que sea así. No desconocemos, pues, ni dejamos de apreciar en su justa importancia la relación económica de la densidad de la población con la amplitud de la propiedad privada territorial; pero precisamente la desigualdad de condiciones a que me he referido, entre la zona fundamental de los cereales con respecto al resto del país, obliga a distinguir el carácter de la gran propiedad en aquélla del carácter de la gran propiedad restante. En la zona fundamental de los cereales, la gran propiedad es artificial y estorba el desenvolvimiento de la población; en el resto del país, de un modo general, por supuesto, es natural y desaparecerá con el desarrollo de la población en la zona de los cereales, según veremos en el «Problema de la población».




Consideraciones generales acerca de la división de la gran propiedad en la zona fundamental de los cereales

Tan sólida es la constitución de la gran propiedad entre nosotros que estamos seguros de que nuestros lectores, aunque se han convencido ya de la razón con que la juzgamos una fatal amortización de la tierra, no creen en la posibilidad efectiva de destruir esa amortización. Nada hay, sin embargo, que pueda caber mejor, no sólo dentro de la posibilidad efectiva, sino hasta de la posibilidad política. Lo que pensamos no es un sueño. Desde luego hay que apartar la solución que a todos se ocurre, de que los hacendados, por arrendamiento de fracciones a largo término, o por fraccionamientos voluntarios definitivos que no obedezcan a estímulo especial, remedien los inconvenientes de la gran propiedad de que son dueños. Los arrendamientos de fracciones, que comúnmente se llaman ranchos, están en uso y producen resultados insignificantes, entre otras cosas porque, como decía Jovellanos: si es cierto que la tierra produce en proporción del fondo que se emplea en su cultivo, ¿qué producto será de esperar de un colono ó arrandatario que no tiene más fondo que su azada y sus brazos? En efecto, lo malo de la generalización de los contratos de arrendamiento de fracciones o ranchos a largo término, no estaría tanto de parte de los arrendadores de las haciendas cuanto de parte de los arrendatarios y colonos, que vendrían a ser los mestizos por la suma pobreza de éstos. En la actualidad, los contratos de arrendamiento son completamente precarios para los colonos. Un hacendado necesitaría perder, antes que todo, el sentimiento de dominación que es en él preponderante, para que se desprendiera espontáneamente del derecho de despedir a sus   —104→   arrendatarios cuando le pareciera bien; la obligación, pues, por su parte, de respetar los arrendamientos durante varios años es imposible; el hacendado la juzgará siempre contraria a sus intereses y la burlará, aunque las leyes se la impongan, mientras la gran propiedad no desaparezca, como veremos en su oportunidad. Pero aun admitiendo que se resolviera a celebrar contratos de arrendamiento de varias fracciones o ranchos de su hacienda, por diez, veinte o treinta años, no podría tener por colonos a arrendatarios, sino personas de escasos recursos, dado que en la población agrícola, por la enorme distancia que ha habido siempre entre la gran propiedad y la pequeña, no se ha formado clase media capaz por sus recursos de hacer un trabajo útil en las proporciones en que lo requeriría una mayor división de la propiedad grande; y con personas de tan escasos recursos cuanto lo son los de sus arrendatarios actuales, poco ganaría él, poco ganarían los arrendatarios y poco ganaría el país. Lo mismo sucedería en el caso del fraccionamiento voluntario definitivo de las haciendas, en el caso también de que sin estímulo especial, como ya dijimos, fuera posible de un modo general, que no lo es, porque la mayor parte de los hacendados no sólo no fraccionarán voluntariamente sus haciendas, aunque saben que si las fraccionan alcanzarán utilidades enormes, sino que resistirán el fraccionamiento necesario de ellas, aunque les sea impuesto por una ley federal. Para que voluntariamente consintieran en el fraccionamiento definitivo -de un modo general, decimos-, porque no hay que considerar sino como excepciones los fraccionamientos hechos hasta ahora, y por cierto con muy buen resultado para los fraccionantes, lo cual comprueba nuestra afirmación relativa anterior; sería necesario igualmente que perdieran el sentimiento de dominación, de vanidad y de orgullo que la posesión de una hacienda significa; que se resolvieran a entrar con los adquirientes de las fracciones de que llegaran a desprenderse en una competencia activa de trabajo y de aptitud; y que se conformaran con tener por renta, no la fija, segura y permanente de la hacienda, sino la resultante de su personal trabajo en las fracciones que les quedaran, y que entonces se verían obligados a cultivar por fuerza; sería necesario, en suma, que perdieran su condición de señores para tomar la de trabajadores, y esto no lo harán de grado y por su voluntad. Pero aun suponiendo que lo hicieran, como decimos, el beneficio no sería el que parece a primera vista en lo que se refiere a los intereses nacionales, porque no serían los mestizos, no serían los agricultores de los pueblos y de las rancherías actuales los que se beneficiarían comprando las fracciones de que se desprendieran los hacendados, puesto que ellos son muy pobres para adquirirlas; los adquirientes serían o los americanos, o los criollos nuevos, o los mismos criollos señores, y cualquiera de estos grupos de raza que por ese medio se enriqueciera más y afirmara más su poder, desalojaría el centro de gravedad de la nación del elemento que lo sostiene, y que más dispuesto a sostenerlo está por su adhesión al suelo, por su sentimiento de independencia y por su energía de acción. La división en esas condiciones produciría,   —105→   como las leyes de desamortización, un gran beneficio, pero inmensamente contrapesado por el acrecentamiento de las clases altas, por el alejamiento de éstas con respecto a las bajas y por la falta del lastre de las clases medias. Y en las presentes condiciones, aquel acrecentamiento, ese alejamiento y esta falta quebrantarían el equilibrio de los elementos de raza, tan hábilmente mantenido por la paz presente, comprometiendo muy gravemente el porvenir. Esto no quiere decir, por supuesto, que no creamos en la posibilidad de aprovechar los fraccionamientos voluntarios para destruir la gran propiedad; no creemos, de un modo general, repetimos, ni en la posibilidad ni en la eficacia de los fraccionamientos voluntarios espontáneos; pero sí creemos, por supuesto, en la posibilidad de que puedan ofrecerse a la vez determinadas ventajas a los propietarios para que muchos se decidan a fraccionar sus haciendas, y determinadas ventajas a los mestizos para que puedan adquirir las fracciones, como veremos más adelante.

Todo lo expuesto antes, acerca del problema de la gran propiedad, da testimonio de que si no son acertadas las soluciones que vamos a indicar, cuando menos, las hemos meditado profundamente. Tales soluciones, indicadas solamente, porque su desarrollo no es de este lugar, tienen como puntos de partida cuatro consideraciones importantes, de las que se desprenden consecuencias más importantes aún. Es la primera, la de que como llevamos dicho, la reforma de la gran propiedad debe circunscribirse a la zona fundamental de los cereales. Creemos inútil repetir lo que ya hemos dicho acerca de la función de esa zona, y acerca de la diversidad de condiciones de la propiedad, dentro y fuera de ella. Lo que sí creemos oportuno indicar aquí es que la expresada reforma, a nuestro juicio, deberá hacerse por dos series de leyes, una que será la de las que tengan por objeto igualar toda la propiedad ante el impuesto, y la otra que será la de las que tengan por objeto la división. Como lo mismo las de la primera serie que las de la segunda, sólo tendrán que aplicarse dentro de la zona fundamental, indispensablemente deberán tener el carácter de leyes locales o de los Estados comprendidos en esa zona, y no en manera alguna el carácter de federales, aunque siendo federales serían mejor obedecidas. Esto indica, desde luego, que puesto que habrán de ser atendidas muchas circunstancias de carácter local, las leyes relativas tendrán que ser diversas y, por lo mismo, habrá que fijar previamente en la opinión, y por medio de una discusión amplia y libre, los puntos generales que deberán ser comunes a dichas leyes, ya que esos puntos generales no podrán ni deberán ser fijados por una ley federal, correspondiendo al Gobierno Federal que de hecho tenemos, y tal como lo ha formado la política del señor general Díaz, el trabajo por una parte, de mantener, por los medios que le son familiares, los puntos generales expresados y, por otra, el de impulsar o detener, según las circunstancias, la aplicación de las leyes relativas, cuidando de que éstas no pierdan su orientación, lo cual tendrá entre otras ventajas, la de que la reforma de que se trata pueda irse haciendo a paso y medida que lo indiquen como conveniente las pulsaciones de la situación,   —106→   y la de que cada día que la reforma avance se encuentre con mayor suma de experiencia. Es la segunda consideración, la de que si bien las leyes que impongan a los hacendados la forzosa división de sus haciendas, tienen que ser de carácter local, como acabamos de decir, la Federación no debe olvidar que con ellas va a hacerse una transformación radical del sistema de la propiedad en toda la República, y esa transformación va a producir en sus dilatadas trascendencias, innumerables e inconmensurables beneficios a toda la República, por lo cual, la misma Federación está en la obligación imprescindible de ayudar a la acción de dichas leyes, empleando no sólo los recursos de su apoyo moral, sino sus recursos materiales, y muy especialmente sus recursos financieros. Es la tercera consideración, la de que por lo mismo que las leyes de referencia tendrán que vencer la resistencia natural de los hacendados, esas leyes tendrán que ser muy rigurosas, y esto por la fuerza habrá de tropezar con la naturaleza absoluta de la propiedad jurídica, que los letrados de toda la República se creerán en el caso y en el deber de defender a todo trance, como una garantía constitucional. Entramos en los anteriores detalles sólo por llegar a este punto. Aunque la Academia Nacional de Jurisprudencia, después de una larga discusión en que tomaron parte personas de la competencia de los señores licenciados don Emilio Velasco y don Luis Méndez, reconoció, tratándose del problema forestal, que la inviolabilidad de la propiedad privada no puede ser absoluta, sino que tiene que ser relativa, dependiendo su mayor o menor amplitud, de la relación lejana o estrecha del interés privado con el interés social, la verdad es que, por educación y por estudio, todos los miembros de dicha Academia, todos los tribunales y todos los letrados en general, tienen que ser y son de hecho inclinados a ver en todas las cuestiones de propiedad la faz del interés privado, pareciéndoles que la faz contraria del interés social no puede mostrarse sin ocultar propósitos aviesos. Ahora bien, entre nosotros, que somos una nación en el proceso de su formación orgánica, el interés social, como lo ha demostrado el instinto político del señor general Díaz, muy superior a la ciencia jurídica nacional, tiene por fuerza que predominar sobre el interés privado, so pena de que este mismo no pueda existir, sin que eso signifique, por supuesto, que se ahogue el interés privado. En otros términos: en nuestro país, toda restricción de la propiedad privada que ayude a la formación, a la constitución y a la consolidación de nuestra nacionalidad, en tanto no ahogue la propiedad privada, será constitucional y por lo mismo legítima. La Constitución de ningún modo puede haber sido hecha para estorbar, y menos para detener el desarrollo orgánico de la vida nacional. Juzgamos de mucho interés esta cuestión, porque la circunstancia de que la reforma de referencia tendrá que herir a clases muy poderosas y ricas, hará que éstas cuenten con el patrocinio y el apoyo de una numerosa y poderosa clase intelectual que se sentirá herida de rechazo, y que procurará por su propio interés, material y moral hacer el mismo trabajo de reacción que en la Guerra de Tres Años hicieron los adictos al clero,   —107→   que llamamos en su lugar criollos reaccionarios. Es la consideración cuarta y última, la de que la nueva reforma no podrá ni deberá hacerse de improviso, sino lentamente y en un período de transición holgadamente capaz de permitir la disgregación de la propiedad privada del sistema actual, y el acomodamiento de esa misma propiedad, ya modificada, en el nuevo sistema que habrá de formarse.




Leyes que deberán dictarse para obligar indirectamente a los hacendados a dividir sus haciendas

Las leyes en que consistirá la nueva reforma, según dijimos antes, serán, unas relativas a la igualación de toda la propiedad ante el impuesto, y otras relativas a la división de esa propiedad. Las primeras, deberán hacer un Catastro Fiscal, riguroso, sobre todo en cuanto a la exactitud de los valores. Ese Catastro no es, fuera del Distrito Federal, tan fácil cuanto en éste ha sido por dos razones: porque necesita hacer pasar la propiedad del régimen de la ocultación al catastral en condiciones de pronto gravemente onerosas; y porque requiere el gasto de cuantiosas erogaciones. Será necesario abrir en cada Estado, y en relación con los recursos de él, un período de transición.

El procedimiento, que con respecto al Estado de México tenemos bien estudiado, deberá ser el siguiente. Se comenzarán los trabajos de deslinde y avalúo por alguno de los Distritos del Estado, y una vez terminados esos trabajos, que se harán por el Gobierno o por una empresa concesionaria, quedará abierto para ese Distrito el período de transición, que será, poco más o menos, de diez años. Durante ese período la contribución territorial, que en el Estado se paga a razón de 12 al millar anual, se pagará conforme a los tipos que se expresan a continuación:

I.- Si la diferencia entre el valor fiscal actual y el valor real catastral que resulte, fuere de más de un 10 por ciento, pero de menos de un 25 por ciento de dicho valor fiscal, se aumentará a éste un 10 por ciento, y sobre él se pagará la contribución territorial, durante los diez años del período de transición;

II.- Si la diferencia entre el valor fiscal y el valor catastral fuere de más de un 25 por ciento, pero de menos de un 50 por ciento, se aumentará un 25 por ciento;

III.- Si la diferencia fuere de más de un 50 por ciento, pero de menos de un 75 por ciento, se aumentará un 50 por ciento;

IV.- Si la diferencia fuere de más de un 75 por ciento, pero de menos de un 100 por ciento, se aumentará un 75 por ciento;

V.- Si la diferencia fuere de más de un 100 por ciento, pero de menos de un 200 por ciento, se aumentará un 100 por ciento;

VI.- Si la diferencia fuere de más de un 200 por ciento, pero de menos de un 500 por ciento, se aumentará un 200 por ciento; y

VII.- Si la diferencia fuere de más de un 500 por ciento, se aumentará ese 500 por ciento.

Concluido ese Distrito, se seguirá con otro, y así sucesivamente. Si parecieren los aumentos indicados demasiado fuertes, puede dividirse el período   —108→   de transición en dos o en tres de a cinco años, durante los cuales los aumentos se repartirán; al fin de ellos, la propiedad entera habrá entrado al régimen de la igualdad ante el impuesto. Ahora, para subvenir directamente a los trabajos catastrales, o para subvencionar a la empresa que haga esos trabajos, y que podrá ser una institución de crédito de tipo especial, el Estado no tendrá sino que considerar durante los períodos de transición, como estacionario, el rendimiento del impuesto territorial, y dedicar el aumento, que necesariamente producirán los recargos expresados, a los gastos que dichos trabajos ocasionen, o al pago de la subvención relativa, que al fin y al cabo el aumento de las rentas que al Estado quedarán, se hará sentir directamente en el impuesto a transmisión de propiedad, e indirectamente en los demás, como es consiguiente. Si el aumento de la contribución territorial por los recargos, no bastare durante el período de transición, podrá dedicarse al aumento el impuesto a transmisión de propiedad. Si aun así no fuera posible, puede contratarse un empréstito a largo plazo, dedicando el aumento de la contribución territorial al pago de los réditos y alguna otra renta a los pagos de amortización.




Instituciones que deberán crearse para estimular el fraccionamiento de las haciendas

Antes de entrar a las segundas de las leyes relativas a la división forzosa de la propiedad grande, conviene estudiar el modo de estimular la división voluntaria. Ya hemos dicho que esa misma división voluntaria no podrá ser general; pero puede hacerse en muchas propiedades, y la que se logre hacer, ayudará considerablemente al trabajo de modificar el actual estado de la propiedad toda. Como veremos en el «Problema del crédito territorial», el país necesita que se funden instituciones de crédito de un tipo especial, para que éstas, haciendo en toda la zona fundamental de los cereales lo que en algunos casos ha hecho la Compañía Bancaria de Obras y Bienes Raíces, compren las haciendas que les sean vendidas, y las fraccionen en condiciones de que los mestizos puedan adquirir las fracciones de esas haciendas, pagando dichas fracciones a largos plazos y en abonos pequeños, que cubrirán a la vez el precio y los réditos que éste cause hasta su pago total. Es seguro, como hemos dicho en otra parte, que la mayor parte de los hacendados no venderán sus haciendas; pero es indudable que el solo hecho de que haya quien se proponga comprarlas sistemáticamente, hará que ellas aumenten de valor y que puedan ser vendidas a buen precio, lo que determinará que muchos propietarios se resuelvan a venderlas. Por su parte, las instituciones compradoras, con el fraccionamiento y la venta de las fracciones, se reembolsarán ampliamente. Sólo habrá que cuidar de que los fraccionamientos se hagan en fracciones que no excedan de cierto límite de tamaño, y que no puedan ser adquiridas por los propietarios colindantes, para evitar que suceda lo que ha sucedido con el fraccionamiento de la hacienda de la Cañada, del Estado de Hidalgo, que era de la familia Iturbe. Esa hacienda la adquirió la citada Compañía Bancaria de Obras y Bienes Raíces a buen precio, y la fraccionó;   —109→   la familia Iturbe ganó con esa operación, y la Compañía ganó también con el fraccionamiento, lo cual comprueba la verdad de lo que venimos diciendo; pero la Compañía fraccionó la hacienda en partes demasiado grandes, y esas partes adquiridas por los hacendados colindantes, vinieron a hacer más grandes las haciendas circunvecinas. Uno de los propietarios colindantes, el señor don José Escandón, agrandó con la fracción que compró a la Compañía, la extensión territorial de las haciendas que en el lugar tiene ya unidas, y que alcanza ya proporciones colosales. Cerca de tres horas tarda un tren del Ferrocarril Central para atravesar esa extensión, en una distancia de cerca de treinta leguas. Y esa misma extensión está a sólo veinte leguas de la capital de la República.




Leyes que deberán dictarse para obligar directamente a los hacendados a dividir sus haciendas

Las segundas leyes a que antes nos referimos, o sean las que deberán dictarse para obligar a los propietarios, que voluntariamente no quieran dividir sus haciendas, a dividirlas por la fuerza de la autoridad, tendrán que ser de una concepción y de una ejecución mucho más fáciles que las de las otras. Creemos que esas leyes deberán aprovechar el momento de la transmisión de los bienes por herencia. El señor licenciado don Matías Romero, en la parte expositiva del proyecto de ley de impuestos federales a las sucesiones y donaciones, presentado al Congreso en septiembre de 1892, decía: «Es indiscutible el derecho que asiste al Estado, para gravar las sucesiones, porque el impuesto es verdaderamente en este caso, la compensación de un servicio prestado. Por otra parte, este impuesto es de aquellos que nadie se resiste á pagar, porque coincide el momento de su percepción, con aquél en que el contribuyente va á comenzar á disfrutar de una fortuna que él no ha formado. Es verdad que los hijos, y en general los herederos directos, juzgan tener á los bienes de sus causahabientes, un derecho correlativo al deber de protección y amparo de que antes disfrutaron; pero siempre están más dispuestos á ceder una parte al Fisco, que si ellos hubieran creado con su trabajo la riqueza que reciben, y con más razón lo estarán los colaterales y los extraños para quienes la herencia ó legado que se les concede, viene á ser una donación á título gratuito, una verdadera lotería. Si, pues, el gravamen ó impuesto que hiere la transmisión del derecho de propiedad, reconoce por origen la prestación de un servicio por parte del Estado, y es casi siempre consentido por el que debe satisfacerlo, á causa del beneficio esperado ó inesperado que obtiene, es indudable, etc.». En el caso no se trata de un impuesto, pero el espíritu de las disposiciones, que habrán de ser dictadas, es el mismo que con tan acertada precisión definió el señor licenciado Romero, tratándose del impuesto a sucesiones y donaciones. En efecto, el momento de la transmisión por herencia es oportuno, porque el heredero, por mucho que crea tener a la herencia un derecho correlativo al de protección y amparo de sus padres, ese derecho es de una fuerza mucho menor que el del propietario a la propiedad que ha creado con sus esfuerzos legítimamente victoriosos en la lucha   —110→   por la vida; por mucho que el heredero alegue aquel derecho, no dejará de comprender la razón que el Estado pueda tener, no para disminuirlo, sino para modificarlo, y si esto es tratándose del heredero directo, con mayor razón tendrá que serlo, tratándose del heredero colateral, a quien lo mismo da recibir la lotería que se saca, en efectivo, que en créditos, que en bienes raíces. Además, como decía con mucha razón el señor licenciado Romero, el deseo de disfrutar una fortuna que el heredero no ha formado, lo inclinará siempre a aceptar las condiciones que se le impongan.

Aprovechando el momento de la transmisión por herencia, cuando los herederos sean el cónyuge o los descendientes, habrá que imponer la división forzosa de todas las propiedades reales que excedan de determinada extensión, que para la división se tomará como primera unidad o tipo; pero la división deberá hacerse en dos partes. En la primera, se dará a cada heredero una unidad de las ya expresadas, con la facultad de que puedan escoger los herederos la localización de sus unidades respectivas. En la segunda, el resto de la propiedad, una vez tomadas por los herederos sus respectivas unidades, se venderá en fracciones de la segunda unidad o tipo, que será inferior en extensión a la otra unidad. Si la finca no alcanzare para que cada heredero tenga su unidad de las primeras, o del primer tipo, se dividirá por partes iguales entre todos los herederos.

Para que la división ya indicada pueda ser efectiva, habrá que gravar con un altísimo impuesto de transmisión de propiedad la enajenación, en cualquier tiempo, de las fincas que excedan en extensión de la unidad del primer tipo, a fin de que los propietarios no eludan la división por herencia, vendiendo las haciendas en vida; habrá que prohibir, una vez hecha la división, las sociedades que en los primeros diez años se formen entre los herederos de unidades colindantes y cuyo objeto sea la explotación en común de ellas; habrá que prohibir también que, cuando algún heredero venda su unidad, la vuelva a comprar él mismo o alguno de sus coherederos en los diez años que sigan a la fecha de la venta o enajenación; y habrá que dictar, por último, algunas otras disposiciones semejantes. La división forzosa no impedirá, por supuesto, que en la cuenta de partición respectiva se establezcan entre los herederos las necesarias compensaciones, porque de seguro, aunque las unidades sean de la misma extensión, tendrán que ser de valor desigual.

Ahora bien, lo más importante de la división será la enajenación de las unidades del segundo tipo, porque si éstas no fueran a dar a poder de los mestizos, se malograría uno de los principales objetos de la reforma que estudiamos. Como los mestizos, o sean los nuevos adquirientes, son en su mayor parte pobres, habrá que formar las instituciones de crédito de tipo especial a que antes nos referimos, y cuyo funcionamiento indicaremos cuando nos ocupemos en el «Problema del crédito territorial» que presten hasta las tres cuartas partes del valor de cada unidad, bajo la condición de que estas tres cuartas partes sean reembolsadas a la institución prestamista en   —111→   un período de veinte a veinticinco años, y en pagos parciales que comprenderán capital y réditos, poco más o menos como lo tiene establecido el Banco Hipotecario actual.

Por último, cuando los herederos sean ascendientes o colaterales, la división se hará en unidades del segundo tipo. Creemos innecesario advertir que en toda sucesión, abierta ésta, se constituirá la administración judicial de bienes, y que ésta cesará cuando haya sido enajenada la última unidad.




La pequeña propiedad individual

La pequeña propiedad individual es, de un modo general por supuesto, la que a consecuencia de las leyes de desamortización y de nacionalización, pasó de los Ayuntamientos, de las corporaciones religiosas y de los pueblos indígenas que fueron repartidos a los mestizos, en la forma extremadamente dividida que produjo la Circular de 9 de octubre de 1856. Acerca de esta forma de propiedad privada, mucho hemos dicho al hablar de la influencia de las leyes de Reforma sobre la propiedad. Refiriéndonos a los efectos de la citada circular, dijimos entonces: «lo malo fue, por una parte, que la excención de la alcabala y de los gastos de escritura, en que consistió el aparente beneficio de la desamortización de propiedades de menos de doscientos pesos, desligó la titulación de esas propiedades de la forma común de la titulación notarial sucesiva, y dio motivo a que la circular de 9 de octubre se convirtiera en una nueva fuente de propiedad, separada del resto de la procedente también de la desamortización, por la desigualdad de titulación entre una y otra; y por otra parte, que a virtud de ser el límite de los doscientos pesos señalados para la excención referida tan bajo, la nueva propiedad derivada de la circular de 9 de octubre vino a constituir por separado, como acabamos de decir, una propiedad excesivamente pequeña, que tuvo que colocarse al lado de la muy grande que ya era de los criollos señores, y de la muy grande también de la Iglesia, que ya era en parte, y que iba a ser un poco después, casi en su totalidad, de los criollos nuevos. Esto tenía que producir y produjo para lo porvenir tres gravísimas consecuencias: fue la primera, la de que el régimen de esa pequeña propiedad, por su misma pequeñez y su apartamiento del sistema notarial de titulación, necesariamente tuvo que ser defectuoso e irregular en lo sucesivo; fue la segunda, la de que por causa de esas condiciones del régimen de la propiedad pequeña, ésta tenía que verse, como se ha visto, privada por muchos años de los beneficios del crédito; y fue la tercera, la de que cada día se tenía que ir haciendo, como se ha hecho efectivamente, más ancho y más hondo el abismo que separaba a la propiedad pequeña de la grande, con grave perjuicio de la población nacional, como adelante veremos». Un poco después, y tratando de la misma materia, dijimos: «En la pequeña propiedad que comenzó a formarse por la desamortización de los terrenos de los Ayuntamientos, a virtud de la circular de 9 de octubre, y cuyos graves inconvenientes antes señalamos, la condición de la propiedad   —112→   pequeña proveniente del fraccionamiento de los pueblos de indígenas vino a ser, todavía, inferior por varias razones que muy brevemente pasamos a indicar. La repartición de los pueblos se ha hecho, desde entonces hasta ahora, de un modo tan sumario y tan imperfecto que apenas puede haber un diez por ciento en toda la República de títulos de repartimiento que merezcan completa fe; casi todos contienen errores de mensura o de deslinde, cuando no de ubicación. Dada la pequeñez de las fracciones, no ha podido exigirse a los peritos agrimensores, ni conocimientos suficientes en la materia, ni plena honorabilidad. De la falta de los unos y de la otra han venido innumerables trastornos, y, por esa misma falta, se han cometido incalificables abusos que han dado lugar a levantamientos y motines. Muchas veces cuando ya la repartición está hecha, los disturbios que su ejecución ha provocado han dado lugar a nulidades y rectificaciones que han producido gran confusión. Tan familiar nos ha llegado a ser ese estado de cosas que ya la atención no se fija en él. Por otro lado, la forma de adjudicar las fracciones de los parcioneros, derivada de la circular de 9 de octubre, no ha pedido ser más absurda ni más funesta. Si, pues, los bienes comunes de los indígenas eran ya de éstos, como siempre se había creído y como entonces se reconoció, y sólo había que destruir la comunidad para hacer entrar esos bienes en la circulación, lo más natural hubiera sido que los títulos de repartimiento hubiesen sido títulos de plena propiedad; debieron de haberse expedido con ese carácter, pero como nada se dispuso acerca de la manera de hacer la división, y ésta tomó la forma de la circular de 9 de octubre, las adjudicaciones por repartimiento se hicieron como las de desamortización, por expropiación, es decir, mediante el reconocimiento a censo del precio o valor de las fracciones, y mediante la obligación más o menos tardía, pero necesaria, de la redención para la consolidación de la propiedad. De esto tenían que derivarse dos cosas: es la primera, la de que no habiendo habido anterior dueño, no se ha sabido ni se sabe aún a favor de quién está hecho el reconocimiento, por más que el Gobierno Federal haya dictado posteriormente algunas disposiciones de condonación; y es la segunda, la de que el peligro posible de una redención ha producido una depreciación considerable del valor de las fracciones, la que se ha hecho sentir en cada caso de venta de ellas, pues siempre el comprador deduce del precio una parte del valor de adjudicación, si no lo reduce todo. Por último, siendo como es tan insignificante el valor de cada fracción de repartimiento, puesto que ninguna ha podido exceder de doscientos pesos, ni aun en el caso de que le tocara al parcionero respectivo una de precio mayor, porque no habiendo disposición alguna que prevea ese caso, la práctica ha hecho que entonces el terreno se divida en fracciones menores, para que todas quepan dentro del límite expresado; siendo tan insignificante el valor de cada fracción, decimos, no pueden desprenderse del título de adjudicación de ella los demás títulos necesarios para que exista la titulación sucesiva, porque las nuevas operaciones que hayan de hacerse, no teniendo ya la excepción de la liberación de gastos   —113→   y trámites, tienen que ser hechas con los gastos notariales comunes, demasiado altos para ser posibles. Una vez expedido el título de adjudicación, el adjudicatario lo guarda; si tiene que vender el terreno, transfiere el título como si fuera un título al portador; si muere, sus herederos siguen poseyendo el terreno con él, formando todos una nueva propiedad comunal. Después de cierto tiempo es imposible encadenar la titulación; los gastos de ese trabajo importarían mucho más que el terreno mismo. Acerca de esto tenemos una gran experiencia». En este particular, nuestras opiniones, resultado de nuestras observaciones personales hechas durante nueve años, en que ejercimos el notariado en varios distritos rurales, concuerdan con las opiniones del señor licenciado Orosco, quien dice (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos) lo siguiente: «De esos repartos de tierras aludidos por la ley novísima, surgen y han surgido desde la promulgación de las leyes llamadas de Reforma, ciertos títulos especiales, verdaderos títulos primordiales de dominio, forjados con la deficiencia culpable, con el insolente desdén con que hemos visto siempre los más caros intereses de la clase indígena. Carecen esos documentos de acordonamientos ó descripciones técnicas; no se consignan en ningún protocolo ni se registran en ningún libro especial. Son de ordinario esqueletos impresos, cuyos huecos se llenan por algún escribiente á la sombra de las ciudades, bajo el influjo de algún especulador, sin haber visto jamás los terrenos que adjudican. De aquí ha nacido un enmarañamiento tan grande en los terrenos de comunidad, que no es posible sea debidamente apreciado por nuestro indolente carácter. Mientras tanto, van á dar esas tierras á manos despiadadas, que las adquieren por algunas pocas fanegas de maíz, por los viles comistrajos de una tienda, y á veces por la usurpación violenta más descarada y más injusta».




Ideas acerca del modo de corregir los defectos del estado de la pequeña propiedad individual

Ahora bien, de las singularidades expuestas antes sobre el estado que guarda la pequeña propiedad, se deducen claramente los remedios que ese estado necesita. Desde luego, hay que tener acerca de ella, como punto de mira, la idea de elevarla un poco más de nivel. Si la propiedad desmesuradamente grande es perniciosa, la desmesuradamente pequeña lo es, poco más o menos, en igual grado. Importa, pues, mucho, facilitar la formación de propiedades de un tamaño regular que deberá ser determinado, por una parte, por la posibilidad plena de su cultivo y, por otra, por la suficiencia de su aprovechamiento, haciendo al efecto el trabajo indispensable de integración de fracciones pequeñas. Los mestizos han comenzado a hacer ese trabajo. Comprando a precios raterísimos, como dijo el dictamen de la Comisión de Gobernación del primitivo Estado de México, al precio de algunas piezas de pan, de algunos jarros de pulque, de algunos cuartillos de aguardiente, como hemos dicho nosotros, o al precio de algunas pocas fanegas de maíz, ó de algunos viles comistrajos, como dice el señor licenciado Orosco, varias fracciones de terrenos sin otra formalidad, las más   —114→   veces, que la simple translación del título, los mestizos han formado propiedades de conveniente extensión, generalmente llamadas ranchos, que son ahora las unidades más importantes de la propiedad raíz. Lo malo es que esas propiedades se han formado sobre la base irregular e inestable de la pequeñísima propiedad que se formó a virtud de la circular de 9 de octubre, porque desde luego, como veremos al hacer el estudio del crédito territorial, dichas propiedades, en conjunto, están expuestas a ser declaradas en cualquier momento terrenos baldíos y, en detalle, cada fracción está expuesta a las trabas, dificultades, correcciones, rectificaciones, nulidades y redenciones que han enmarañado de veras la propiedad titulada a virtud de la citada circular de 9 de octubre. De modo que, reunidas de hecho varias de esas fracciones en un solo rancho, es casi siempre imposible tener de él un solo título legal, perfecto y firme. Del modo de evitar el peligro que la propiedad rancho tiene, de ser declarada baldía, trataremos, como ya dijimos antes, al hacer el estudio del crédito territorial. Vamos a ocuparnos, por ahora, en estudiar el modo de corregir el estado de la propiedad pequeñísima derivada de la circular de 9 de octubre.




Modo de corregir los efectos de la circular de 9 de octubre de 1856

Desde luego, hay que quitar a las asignaciones ya hechas a los parcioneros, de sus respectivas fracciones en las reparticiones consumadas desde la Reforma hasta nuestros días, el carácter de adjudicaciones, puesto que no son adjudicaciones en el sentido que se da a esa palabra, y hay que declarar, de un modo absolutamente preciso, que los títulos relativos no son títulos de adjudicación con imposición del capital a censo, sino títulos de plena propiedad no obligada a ser consolidada por redención alguna, ni sujeta a ser favorecida con una condonación gratuita que trae a la memoria la generosa renuncia de la mano de Leonor. Esto producirá para los tenedores de fracciones, el efecto de elevar éstas, ahora depreciadas, a su valor verdadero, y para los compradores producirá el efecto de quitarles la pesadilla de la redención, o cuando menos la obligación de la condonación, que a pesar de ser gratuita, no deja de ser costosa por los trámites y pasos que hay que observar y que dar para alcanzarla. Después, hay que declarar, también de un modo absolutamente preciso, que las comunidades pueblos o rancherías no repartidas hasta hoy, están libres de la obligación de ser repartidas. Aunque se dice que la reforma relativa hecha al artículo 27 de la Constitución ha hecho cesar esa obligación, nosotros profesamos la opinión de que legalmente no es verdad. No entraremos al estudio de esa cuestión jurídica que nada importa, puesto que creemos que es necesaria una declaración expresa sobre el particular; y tan necesaria la creemos cuanto que cualquiera que sea el sentido que se dé a la reforma aludida, el hecho cierto es que se siguen haciendo reparticiones de pueblos todavía. No es nuestro ánimo dejar a las comunidades pueblos y rancherías en su estado presente, sino sujetarlas a un tratamiento distinto del que se les ha dado hasta hoy; de ese tratamiento hablaremos más adelante. Lo que por de pronto importa mucho es que, ya que   —115→   las reparticiones hechas hasta ahora han sido funestas para la propiedad, no se sigan haciendo, ni se siga multiplicando por ende el número de las fracciones pequeñas, que será después necesario integrar. Por último, habrá que procurar, por una serie bien estudiada de reformas, a las leyes civiles, a las notariales y a las fiscales la incorporación de esas fracciones pequeñas que aún quedan aisladas, la de las que hayan sido ya reunidas en propiedades más grandes, y la de las que se hayan unido a otras de distinta especie, al sistema de la titulación notarial sucesiva para que no formen una clase de propiedad distinta de la propiedad normal, sino que se confundan con ella. Así creemos que se conseguirá elevar la propiedad pequeñísima individual al nivel de la propiedad conveniente por su tamaño, dándole mayor estabilidad y firmeza.




La propiedad comunal

Entremos ahora al estudio de la propiedad comunal. Según lo que dijimos al empezar el estudio del problema en que nos ocupamos, tenemos en el país grupos sociales en el primer estado del cuarto período, o sea en el estado de propiedad comunal titulada; grupos sociales en el tercer período de la propiedad, o sea en el de la posesión; grupos sociales en el segundo período, o sea en el de la ocupación; y grupos sociales en el primer período, ó sea en el de la falta absoluta de todo derecho territorial. En el primer estado del cuarto período, se encuentran las rancherías de los mestizos y los pueblos titulados de algunos indígenas de los más adelantados; en los períodos tercero, segundo y primero se encuentran todos los demás indígenas.

Se comprende, desde luego, que todos los estados de la propiedad se derivan unos de otros, a partir del más simple e imperfecto hasta el más complicado y satisfactorio, y dicho con ello está que entre unos y otros no ha existido, ni existe, ni puede existir una separación absoluta, pues si bien se puede reconocer el estado en que un pueblo se encuentra por los rasgos dominantes de ese estado, junto a dichos rasgos se encuentran muchos de los del estado o estados anteriores. A virtud, pues, de lo expuesto, los estados que más lejos están del que podemos tener en el país por más adelantado, tienen que recorrer un camino mayor que los más cercanos. Dijimos, muy al principio de estos estudios, que las tribus indígenas del norte, a las que llamamos dispersas, estaban en el momento de la Conquista en el período de la falta de toda noción de derecho territorial, es decir, eran nómades o, cuando más, sedentarias movibles; dijimos también que las tribus de parte de la mesa del sur y de las vertientes exteriores de las cordilleras, a las que llamamos incorporadas, estaban poco más o menos en el período de la ocupación, es decir, eran sociedades de ocupación común no definida o, cuando más, de ocupación común limitada; dijimos igualmente que las tribus de la zona fundamental de los cereales, a las que llamamos sometidas, estaban   —116→   poco más o menos en el período de la posesión, es decir, eran sociedades de posesión comunal sin posesión individual o, cuando más, sociedades de posesión comunal con posesión individual; y dijimos también que los pueblos indígenas más avanzados, apenas tocaban los lindes del período de la propiedad, porque el concepto de la propiedad independiente de la posesión sólo puede llegar a ser preciso desde que existe la titulación escrita, y apenas comenzaban a usarse los títulos jeroglíficos generales.




Los pueblos indígenas

La presencia de los españoles en calidad de elemento dominador, impuso a toda la propiedad de la colonia el sistema europeo de la titulación notarial, y desde luego, como era lógico, la propiedad indígena no pudo acomodarse a él, ni la administración colonial pudo darse cuenta, desde luego, de los medios de unir a ese sistema los sistemas indígenas. Aquella administración no vio de estos últimos más que el título general e imperfecto de algunos pueblos, y encontró cómodo reconocer esos títulos y expedir otros, considerando a todos los pueblos iguales, y a todos los indígenas como pueblos. Haciéndolo así, daba a todas las tribus indígenas el medio de existir junto a las poblaciones españolas, el medio de defender la tierra común contra los españoles, y el medio de conservar, dentro de la tierra común, el régimen de vida social a que estaban acostumbradas. Por su parte, los indígenas encontraron cómodo también ese arreglo y se allanaron a él. A los pueblos ya existentes como tales, se les reconoció de un modo tácito esa manera de ser, o se les expidieron sus respectivas mercedes; los pueblos nuevos se formaron a virtud de merced especial; con las demás tribus se fueron haciendo pueblos, o se las dejó en su anterior estado, pero siempre se consideró a todos los agregados indígenas como conjuntas. Ellos, en cuanto adquirían una merced, daban a ésta el carácter de título único y perpetuo; cuando más, unían a él los títulos notariales de las operaciones en que se interesaba el pueblo todo. En ese estado, como dijimos en su oportunidad, llegaron los pueblos indígenas hasta las leyes de desamortización.

Ahora bien, el hecho de considerar jurídicamente a los pueblos como conjuntos, y a todos los grupos indígenas como pueblos, en la acepción territorial que esta palabra tiene entre nosotros, ha creado en los estadistas nacionales de todos los tiempos la ilusión de que todos los pueblos son iguales, y de que en ellos son iguales los derechos de todos los comuneros. A virtud de esa ilusión, se ha creído siempre innecesario penetrar la composición interior de cada uno de dichos pueblos para conocerlos a fondo, y de ello ha provenido que el régimen comunal haya durado tanto, y que cuando se quiso modificarlo, se haya procedido con tanta torpeza. En efecto, la falta de reglamentación especial de los pueblos ha hecho imposible que salga de ellos la propiedad privada como coronamiento de su natural evolución. El único modo que se ha encontrado de reducir la propiedad comunal indígena a propiedad privada ha sido la división. Como, según dijimos a su tiempo, ésta partió del principio de que todos los pueblos son iguales y de que   —117→   en ellos son iguales los derechos de todos los comuneros, la división igualitaria para los pueblos del primero y del segundo períodos, y del primer estado del período tercero, dio motivo al despojo de los indígenas por las muchas personas que se sustituyeron a ellos, que no conocían ni podían conocer el alcance de las leyes de desamortización; para los del segundo estado del tercer período produjo el hecho que ya anotamos en su lugar, de que los indígenas vendieran sus terrenos a precios baratísimos, quedándose en la miseria, o el efecto que también anotamos en su lugar, de que se atropellaran las posesiones ya adquiridas. Y como muchas veces un mismo pueblo, según indicamos antes, cualquiera que sea su estado, presenta todavía restos de los anteriores, fácil es comprender la confusión que siempre la división ha producido, y que ha llegado a establecer la regla general de que toda división de pueblos produce el levantamiento de sus pobladores.




Ideas acerca del modo de corregir los defectos de los derechos territoriales en los pueblos de indígenas

Sentado todo lo expuesto, creemos llegada la oportunidad de exponer nuestras ideas. Cualquiera que sea el pueblo de que se trate, si su composición es simple o uniforme, por la unidad, o perfecta homogeneidad de su composición, podrá ser clasificado en cualquiera de los estados a que nos hemos venido refiriendo; si su composición es complicada y desigual, porque presente rasgos de dos o más de dichos estados, habrá que considerarlo por el estado dominante. Si se trata de grupos del primer estado del primer período, o sea nómades, es nuestro parecer que se establezcan reservaciones militares, que estén en las mejores condiciones posibles de comunicación con los grandes centros, obligando a todos los indígenas a congregarse en la reservación; si se trata de grupos del segundo estado del mismo primer período, se les delimitará el terreno en que se encuentren, se les dará por suyo y se les extenderá el título de él. En unos y otros, se favorecerá la formación de la comunidad, restableciendo la organización simple y de fácil funcionamiento a que están acostumbrados, reglamentándola de modo que la autoridad que se elija o nombre como cabeza de esa organización, sea rigurosamente obedecida para que ella sea el núcleo en torno del cual se forme el interés común; se procurará el plantío y la propagación de las plantas de alimentación que no requieran cultivo, o que lo requieran muy rudimentario; se enseñará a los indígenas a buscar los aprovechamientos naturales del terreno y a hacer comercio de ellos, como la leña, el tequexquite, la cal, etc.; y cuando estén acostumbrados a ese modo de vivir, se les irá creando, poco a poco, la noción de la posesión individual, primero transitoria y, después, definitiva de los terrenos que cultiven, lo cual no será difícil mediante un poco de cuidado y una reglamentación hábil. Cuando tengan, al cabo de los años, la noción de la posesión individual, entonces se tratarán como los del segundo estado del tercer período. Hay que decir aquí, porque no lo juzgamos ocioso, que respecto de los indígenas a que nos referimos, hay que perder la ilusión criolla de la omnipotencia de la educación, o de la instrucción pública.   —118→   Será preciso recordar siempre, que los indígenas están en su estado actual, no por ignorancia, sino por atraso evolutivo, y que será necesario hacerlos recorrer de prisa, pero recorrer indispensablemente un camino muy largo para que puedan mejorar de condición. Al llegar a este punto, no podemos menos de tributar un elogio calurosísimo al instinto sociológico del señor don Enrique C. Creel, que como gobernador de Chihuahua ha encontrado, con tan admirable atinencia, el tratamiento propio de los tarahumaras, que se encuentran en el primer estado, y otro elogio calurosísimo también a la ciencia política del señor general Díaz, que supo comprender y apoyar ese tratamiento. Todo cuanto llevamos escrito acerca del problema de la propiedad, nos autoriza a creer que una opinión nuestra, si no tiene que ser infalible, sí puede ser justificada, y nuestra opinión es que sólo dos leyes dadas acerca de los indígenas, desde los tiempos prehistóricos hasta nuestros días, han sido de un sorprendente acierto; la Cédula de Carlos V, fechada en 1555, en que el citado rey decía: ordenamos y mandamos que las leyes y buenas costumbres que antes tenían los indios para su gobierno y política, y sus usos y costumbres observadas y guardadas después que son cristianos y que no se encuentran con nuestra sagrada religión ni con las leyes de este libro, y las que han hecho y ordenado de nuevo, se guarden y ejecuten, y siendo necesario por la presente las aprobamos y confirmamos; y la que hace poco tiempo expidió la Legislatura de Chihuahua sobre civilización y mejoramiento de la raza tarahumara. ¡Lástima que en ésta se encuentre todavía el funesto principio de la división!

En los pueblos que hayan llegado ya al tercer período, o sea los que tengan ya la posesión comunal, habrá, por una parte, que convertir esa posesión en propiedad comunal mediante el título correspondiente y habrá, por otra parte, que procurar que, como se ha hecho de un modo espontáneo en los que por él atravesaron en una época anterior, se forme la posesión individual. Ésta, al principio, será vacilante como indicamos en el capítulo de «La influencia de las leyes de reforma sobre la propiedad»; pero llegará a ser definida primero, para ser persistente después. El procedimiento ha sido y seguirá siendo el siguiente: el comunero comienza por hacer suya, exclusivamente suya, la casa que construye y habita, dando principio a la posesión individual; luego que sus elementos de vida y acción se lo permiten, toma un pedazo de tierra, generalmente junto a su casa, y lo siembra; si la cosecha lo favorece, es casi seguro que ya no perderá la posesión de ese terreno; si la cosecha se pierde, o persiste y lo vuelve a sembrar al año siguiente, o lo abandona y ese terreno vuelve al fondo común; si las circunstancias son más aciagas todavía, abandona hasta la casa y emigra; de todos modos, con el tiempo, a favor de la selección, se ven aparecer los primeros poseedores. Ahora bien, dos cosas creemos necesarias en los pueblos a que nos referimos: es la primera, la de favorecer sin trabas la ocupación de fracciones de la tierra común por los comuneros, pero sin pretender que todos las tomen por igual, sino dejando que en ellos la selección determine la repartición de dichas fracciones; y   —119→   es la segunda, la de que una vez retenida la ocupación de las mismas fracciones durante tres, cuatro o cinco años, según parezca conveniente, pueda la autoridad que presida la organización interior del pueblo expedir a los ocupantes títulos de posesión, preventiva o preparatoria. Habrá que facilitar la ocupación individual, evitando que ésta se impida o dificulte a título del interés común, o de dedicación especial de ésta o aquél la parte del terreno, de modo que en todo el terreno común, el comunero pueda escoger y apropiarse la fracción que mejor le parezca, no excediendo esa extensión de ciertos límites. En tanto esa ocupación sea transitoria, como necesariamente tendrá que serlo muchas veces, no se considerará que con ella se ha perdido la comunidad en el terreno ocupado, ni que se ha adquirido posesión sobre él; pero en cuanto el hecho material de la ocupación se prolongue por un tiempo dado, lo cual nadie podrá saber mejor que la autoridad interior del pueblo, bueno será dar existencia legal a esa posesión. Tal posesión, por lo demás, deberá ser limitada para que no produzca otros efectos que la exclusión formal de los demás comuneros al goce de la fracción poseída, y el derecho de transmitir esa posesión por venta a los demás comuneros o por herencia a sus propios sucesores; de modo que el poseedor no podrá vender dicha fracción a persona extraña a la comunidad. Cuando los pueblos ya titulados en que por dominar las posesiones individuales de que acabamos de hablar, hayan pasado del tercer período y del primer estado del período cuarto, una vez que esas posesiones tengan cierto tiempo, como diez, quince o veinte años, habrá que declarar dichas posesiones, propiedades definitivas, que sin traba alguna podrán ser enajenadas a terceros. Entonces tales pueblos habrán llegado ya al segundo estado del cuarto período, o sea al estado de la propiedad individual que es el más alto que en el país conocemos.




Las comunidades «rancherías»

En lo que respecta a las comunidades que hemos llamado genéricamente rancherías, hay que seguir el mismo orden de ideas. Desde luego, las comunidades rancherías se encuentran, poco más o menos, en el primer estado del cuarto período, o sea en el estado de propiedad comunal, y en el segundo estado del tercer período, o sea en el estado de posesión comunal general con posesión individual, aunque tienen la ventaja de estar formadas por unidades, de edad evolutiva, de raza y de condición, superiores a las indígenas, puesto que esas unidades son mestizas. A estas comunidades hay, por consiguiente, que darles, dentro del orden de ideas ya expresado, un tratamiento especial. Para exponer ese tratamiento penetraremos, algo más de lo que hemos hecho hasta ahora, en el examen de esas comunidades.

Todas las comunidades rancherías, tuvieron en su origen por punto de partida una merced de carácter individual, según ya dijimos, que les sirvió de título primordial, y que unas han conservado y otras han perdido; a éstas no les es ya posible recobrarla. Acerca de este particular, no puede caber duda alguna, porque la mayor parte de dichas comunidades conservan su merced juntamente con los títulos de las operaciones notariales en que la comunidad   —120→   ha intervenido en conjunto; pero muchas hay que existen sin título. El señor licenciado Orosco (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos) explica este hecho, de un modo general, diciendo: «¿Sucede, pués, se nos objetará, que la pequeña propiedad agraria, por uno de los más crueles caprichos del destino, está toda desprovista de títulos primordiales de dominio? No, ciertamente. La regla general y casi invariable -ya hablaremos de esto nosotros en "El problema del crédito territorial"- es que la propiedad de poca extensión esté bien titulada. Pero acontece que esta propiedad ha pasado por varias manos, es decir, se ha transmitido de padres á hijos ó de vendedores á compradores, desmenuzándose de generación en generación. No hay de por medio, testamentos, hijuelas, ni otro documento legal que entronque la antigua propiedad con los nuevos poseedores; ¿cómo entablar una oposición? Un simple incidente de personalidad, pondría fuera de combate a los pobres opositores. Y luego acontece que en estas subdivisiones de la propiedad, andando el título de mano en mano, año por año, llega al fin á perderse. Primero, hay alguna noticia cierta de él; después, sólo van quedando algunas noticias, vagas, hasta que al fin todo recuerdo se borra completamente. De esta manera, el juicio de oposición viene á ser poco menos que imposible. Pero es muy fácil, podrá decirse, sacar un testimonio de ese título, ya de la Audiencia de México, ya de la Audiencia de Guadalajara, según el terreno de que se trate. No, de ninguna manera es fácil sacar ese testimonio». De modo que las comunidades rancherías están como las comunidades pueblos, unas tituladas y otras no. De cualquier modo que sea, la superior aptitud de los mestizos ha definido en ellas mejor la posesión individual con el carácter de propiedad privada, puesto que es susceptible de transmisión por herencia y de enajenación a extraños, y muchas veces ha llegado a reunir como propiedad individual propiamente dicha, la titulación notarial sucesiva en un largo período de años, viniendo a ser parte de esa propiedad pequeña bien titulada a que se refiere el señor licenciado Orosco, que tiene buenos títulos al presente, pero que no están enlazados ni unidos a los títulos primordiales. Esa circunstancia sería suficiente para poder considerar las comunidades rancherías como ya integradas en varias propiedades particulares, si la caída de la propiedad primitiva particular al estado comunal no hubiera sido tan completa, que hubiera llegado como llegó, no sólo al estado de propiedad comunal pueblo, sino hasta el de la posesión. En efecto, en el terreno común, las posesiones individuales están casi siempre bien definidas, pero sólo en las habitaciones y en los terrenos de labor que no son susceptibles de posesión ni de producción en común; en los demás terrenos, como en la de montes, pastos, aguas, etc., la posesión en común continúa y con gran persistencia. De modo que en las comunidades rancherías, que no pocas veces se llaman pueblos también, coexisten dentro del terreno común que fue la propiedad total primitiva, por una parte, los derechos privados en una escala que comienza con la simple posesión individual y acaba con la propiedad perfecta titulada con arreglo a las leyes comunes civiles, y por otra   —121→   parte, los derechos comunes, que en escala invertida, comienzan con la propiedad comunal efectiva y real y acaba con la completa anulación de todo derecho de propiedad, en una posesión de hecho que casi ocupa los lindes de la simple ocupación.




Ideas acerca del modo de corregir el estado de los derechos territoriales en las «rancherías»

El tratamiento, pues, de esas comunidades deberá consistir en considerarlas en un estado inmediatamente superior al de la propiedad comunal pueblo. Habrá que convertir primero en ellas la posesión general en propiedad comunal, mediante el título correspondiente; habrá que reconocer dentro de esa propiedad como propiedades privadas y plenamente individuales, las que ya tengan titulación civil de ese carácter; habrá que considerar las posesiones individuales, que no tengan título alguno, como posesiones preventivas o preparatorias, las que deberán ser tituladas con títulos de exclusión de los demás poseedores, pero sujetos a la prohibición de enajenación a personas extrañas, hasta que transcurrido el tiempo reglamentario puedan convertirse esos títulos en títulos definitivos de plena propiedad; y habrá, por último, que procurar en los terrenos plenamente comunales, la formación de las posesiones individuales, como ya lo hemos indicado tratando de los pueblos.




Ideas generales acerca de la integración de los derechos territoriales de los estados de comunidad

Es cierto que el trabajo de clasificación de las comunidades, el de la institución de autoridades interiores y el de la formación de las posesiones individuales presentará no pocas dificultades y requerirá la resolución de no pocos problemas secundarios; pero no es imposible y es de todo punto indispensable. Aunque no queremos en estos estudios descender hasta los detalles de ejecución de las ideas que contienen, creemos indispensable indicar, por una parte, que la clasificación, en cada Estado de la República, deberá hacerse, no por principios generales, sino por la enumeración precisa de las comunidades que deberán considerarse en cada estado; por otra, que la institución de las autoridades interiores deberá hacerse por libre elección de todos los comuneros, sin otra intervención de las autoridades legales que la necesaria para que aquéllas hagan respetar sus decisiones; y por último, que el mejor modo, a nuestro juicio, de hacer nacer las posesiones individuales es dividir el terreno común en unidades de determinada extensión, a las cuales, según la naturaleza del terreno, irán aparejadas sencillas obligaciones de conservación, facultando a los comuneros para tomar las unidades que deseen, y para aumentar o disminuir esas unidades, según su posibilidad de retenerlas o conservarlas.

Es claro que siguiendo los dilatados, pero seguros procedimientos que hemos indicado someramente, se hará sin tropiezos de importancia en un plazo largo en relación con nuestra vida, pero breve en relación con la vida nacional, la elevación de la propiedad comunal a la propiedad privada individual. En el curso de esa elevación, lo más importante será crear en los   —122→   comuneros la costumbre de la contratación titulada, la necesidad de la titulación escrita, lo cual supone, como es natural, una reforma en los procedimientos notariales, que nos permitiremos indicar a su tiempo.

La dificultad primordial que encontrará el proceso de integración de la propiedad comunal en los términos que llevamos dichos, consistirá en que el acumulamiento de medios de acción, o sea de capital en los comuneros, para ir extendiendo su actividad, tiene que ser muy lento, tan lento cuanto ha sido en todos los pueblos de la tierra; pero es fácil prestar ayuda a los mismos comuneros en ese trabajo, y precisamente en ello consistirá el aceleramiento de su evolución, con sólo que los capitales que ya existen como propios de los Ayuntamientos, y que por lo común son impuestos a interés, se dediquen al fin expresado, para lo cual habrá que establecer pequeñas instituciones de crédito de las que hablaremos en su oportunidad.




El problema forestal

Tiempo es ya de concluir con el problema de la propiedad en que venimos ocupándonos, y para demostrar que las soluciones que hemos indicado resuelven todos los demás problemas que con la propiedad se relacionan, nos bastará dedicar algunas líneas al problema forestal. Según todo lo que llevamos dicho, los montes de la República están divididos en dos categorías: la de los montes que forman parte de la gran propiedad; y la de los que fueron y son comunales; en las pequeñas propiedades que no fueron comunales y que están en poder de los mestizos, los montes han sido y son una cantidad descuidable; los montes que fraccionados por la desamortización pasaron a poder de los mestizos, han desaparecido completamente. En la actualidad, sólo hay montes, por una parte, en las grandes haciendas, y por otra, en los pueblos y en las rancherías. Mientras no hubo ferrocarriles, ni fábricas, los montes tenían muy poco valor, razón por la cual los pueblos y las rancherías habían conservado los suyos, pero en cuanto la construcción y el consumo de los ferrocarriles y de los establecimientos industriales por un lado, por otro la facilidad de comunicaciones que abrió amplios mercados a las maderas, y por otro, el desarrollo general del país que respondió a la magna obra de la paz, exigieron la explotación de los bosques en grande, comenzó no una explotación, sino una completa tala de los montes. Los primeros que desaparecieron fueron los pequeños de los mestizos, a virtud de que éstos encontraron en aquéllos una riqueza inesperada que sólo podían aprovechar consumiéndola, dado que la explotación regular y metódica requiere capital, y ellos no lo tenían. Después, la explotación ha pasado a los montes comunales. Los indígenas y los rancheros también se han encontrado de pronto con una riqueza, que en su infinito deseo de bienestar, han procurado aprovechar, lo mismo que los mestizos, consumiéndola, puesto que de otro modo no les es dado aprovecharla. Las grandes haciendas, por el contrario, viendo que los montes desaparecen   —123→   de la propiedad comunal, han suspendido o, cuando menos, reducido en los suyos la explotación, en espera de una alza de precio que necesariamente tendrá que venir, y que irá ascendiendo cada día más. Esto ha producido un desequilibrio completo entre la demanda y las condiciones de explotación que dan la oferta, pues como aquélla aumenta día por día, ésta no se satisface con la explotación normal de los bosques, sino con el esquilmo forzado y cada vez más arrasador de los montes de los pueblos y de las rancherías que, poco a poco, van convirtiéndose en verdaderos páramos, sin que los pueblos y las rancherías, por su escasez de recursos, puedan atender a la repoblación de esos montes. Ahora bien, en cuanto principie el trabajo de división de la gran propiedad, con la igualdad de toda la propiedad ante el impuesto, comenzará necesariamente la explotación de los montes de las haciendas, pues habrá necesidad de sacar de éstas mayores productos, y en aquéllos la explotación no será bien hecha todavía, en razón de que les faltará capital por la enorme amortización de él que toda hacienda significa; pero al menos esa explotación será hecha en mejores condiciones que las de los montes comunales, producirá mejores maderas y desterrará de los mercados las de dichos montes comunales, permitiendo a éstos la conservación de los renuevos que ahora son materia de la explotación; y cuando la división se consuma, quedarán separadas la propiedad monte, la propiedad tierra de cultivo y la propiedad tierra de pastos, porque no será posible que una sola propiedad reúna todo. Entonces, el propietario de un monte tendrá que vivir de la explotación de ese monte y lo explotará con cuidado, con método y con capital, puesto que vendiéndose el resto de la parte divisible por herencia en una hacienda dada, el producto de la venta se repartirá entre los herederos; el propietario de tierras de cultivo vivirá de ese cultivo y necesitará dar productos al dueño del monte por las maderas que necesite, y ayudará a sostener la demanda de esas maderas y, por lo mismo, los precios y las ventajas del dueño de montes; y hasta el dueño de pastos tendrá buenos productos, porque expulsados los ganados de las tierras de labor y de los montes, tendrán que reducirse a los terrenos pastales y, entonces, según aumente la demanda de pastos, se aumentará o disminuirá la extensión dedicada a ellos y hasta su cultivo, que entonces aparecerá entre nosotros.




La última palabra relativa al problema de la propiedad

Posible es que todo lo que llevamos dicho acerca del problema de la propiedad sea un castillo de sueños; si es así, no somos los únicos en haberlo levantado. El ilustre Ocampo, el sociólogo de la Reforma como lo llama el señor licenciado Sierra (Juárez, se obra y su tiempo), trató de edificarlo en la realidad, al consumar con la nacionalización, la desamortización de la mitad de la gran propiedad del país. «Ocampo habría querido -dice el señor licenciado Sierra- que la Nacionalización hubiese producido en México los mismos efectos que en   —124→   Francia: la creación, ó por lo menos la consumación, del movimiento que llevó la riqueza rural francesa á una clase numerosa de pequeños propietarios: esta dislocación de la propiedad territorial fué la magna obra social de la Revolución; ella formó una clase burguesa adicta a las ideas nuevas, porque con ella estaban vinculados sus intereses». A lo que nosotros agregamos que la Revolución en Francia, no sólo desamortizó los bienes del clero, sino también los de la nobleza. Una obra parecida quisiéramos nosotros en la zona de los cereales, y es necesario hacerla y se hará, o por los medios pacíficos que indicamos, o por una revolución que más o menos tarde tendrá que venir; esa obra contribuirá mucho a la salvación de la nacionalidad, como en otra parte veremos. Preciso es que no olvidemos las palabras que, con motivo de una discusión de baldíos, pronunció en la Cámara de Diputados, el señor don Manuel Sánchez Facio, palabras que aún deben resonar con profética entonación en ese recinto: «La cuestión de la propiedad, según lo ha dicho un gran pensador, cuando se quiere llegar hasta sus orígenes, es como esas grandes encinas que decoran las montañas; desde lejos no se ven más que las hojas; se acerca uno y distingue el tronco; pero es preciso cavar muy hondo para llegar hasta las raíces. Excavemos, pues; allí es donde reside el origen de nuestras revoluciones, el pauperismo es la lepra que nos mata, y si no queremos que México termine como una Polonia, es preciso que deje de ser una Irlanda».