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  —[168]→     —169→  

ArribaAbajo- XX -

Volviendo a casa, caminaba yo delante de Celina. Era una forma de mostrarle que estaba fastidiado. Una forma bastante infantil, por otra parte. En un momento dado ella apretó el paso, me alcanzó y me detuvo del brazo.

-¿Qué te pasa? -me preguntó.

-¿Era todo deliberado? -le pregunté a mi vez.

-No sé qué es «deliberado» -me confesó.

-Te haré la pregunta de otra forma, Celina -le dije-. ¿Estabas de acuerdo con el Número Uno desde el principio?

-¿Acuerdo para qué?

-Para hacer de mí un sujeto apto para ser usado.

-¿Usado?

-Él mismo me dijo que yo era su inversión y que podía usarme. Pero eso no es lo importante, Celina. Lo que quiero saber es si yo soy el resultado de tu amor, o el resultado de una conspiración entre Uds. dos.

-¿Nos sentamos y te cuento?

  —170→  

Nos sentamos en el banco de una plaza, y me contó. El amor quedaba en pie, impoluto, como su motivación para hacer por mí lo que hiciera. El Número Uno conoció de mi existencia cuando Celina empezó a importunarlo con aquellos sucesivos pedidos de dinero para comprarme las lecciones de inglés y de francés. Se interesó en mi historia, lo preguntó si yo era su amante y ella le confesó que la relación era más bien de madre a hijo. Él quiso saber si yo era inteligente. Ella le dijo que yo era un genio. Y que era ambicioso, y que era luchador cuando me empujaban del modo debido. Entonces, él le había dicho a Celina que yo era un diamante en bruto, que él la ayudaría a tallarme. Y «vamos a hacer de ese muchacho un hombre útil a sí mismo y a los demás».

Calló Celina, y comprendí entonces que aquello de ser útil «a los demás» se refería a serle útil a él. Yo moriré. Mi mujer morirá. El vegetal que berrea seguirá vivo. Yo seguiría vivo para hacerme cargo de aquel despojo. No supe en aquel momento si admirar el desesperado amor de aquellos padres por el hijo descerebrado, o indignarme por aquella desabrida, cruda manipulación de mi futuro. Futuro. Había apresado al vuelo una palabra clave. Celina se levantó del banco y me invitó a continuar la marcha. Le dije que se fuera. Que quería pensar. Iría más tarde. Se fue diciéndome que encontraría la cena sobre la mesa pero que no la encontraría a ella porque tenía un «compromiso».

Sentado en el banco, volví a paladear aquella palabra que tenía en la boca con la cautela de quien va a   —171→   tragarse una pastilla de desconocido sabor. Futuro. Si las cosas eran como yo pensaba, aquella asfixia alienante de la que había huido al salir de mi pueblo sería un juego de niños comparada con lo que me esperaba. Me echarían encima todo el peso de una casa y de un enfermo irremediable que se hacía caca encima.

Cuando él muriera, viejo león mortal y cuando ella muriera y fuera una muñequita rota en un ataúd, quedaría yo, el hombre amaestrado por el amor de una prostituta y por la desesperación de unos padres ancianos.

Quedaría yo.

Y una fortuna.

«Quiero decir que no tenemos familia» -había dicho el viejo.

«Él es nuestra familia» -había respondido la anciana.

«Ud. seguirá viviendo» -me había dicho el viejo león.

Con una fortuna.

Que podía ser un dogal en el cuello.

Que podía ser la llave que abriera todas las puertas.

-¿Qué piensas? -me pregunté a mí mismo.

-No sé qué pensar -me contesté.

-Racionalicemos. Te ha estado preparando. Usando a Celina.

-¿Qué esperan de mí?

-Gratitud. Para que la gratitud se convierta en amor a un pobre diablo desvalido.

-Y que lo cuide, y le prolongue la vida inútil.

  —172→  

-Todo por gratitud.

-Un sentimiento raro en nuestro tiempo.

-Depende de la capacidad que tengas de sentir gratitud.

-La tengo, pero hasta cierto límite, como todo mortal. No tengo vocación de santo de leprosario.

-Te necesitan desesperadamente.

-Y tienen dinero. Mucho.

-Ya no hablas de gratitud, ahora.

-Hablo de codicia.

Y estaba la cuestión. Gratitud y codicia. La ambivalencia del ser humano. Mi ambivalencia. El ángel y el demonio dentro de mí, sin perder el tiempo en tironear de mi alma inmortal, sino haciendo las paces para sentarse en una mesa cordial y hacerse un banquete con mi conciencia. En ese momento supe que yo era uno de los tantos que llegarían a la muerte, y cuya última postrera sensación consciente sería la duda, aunque muriera confortado por la santa religión y la bendición papal.

Cuando llegué a casa aparté la fuente de carne fría y ensalada de papas que me había dejado Celina, y me senté a escribir una carta. «Querida mamá. Necesito volver a casa. Quiero llegar allá y ponerme de rodillas y decirte que me ayudes a revalorizar todo, y a empezar de nuevo. A empezar de nuevo yo, y vos, y papá y mis hermanos. Sentados todos en una mesa y hacer la contabilidad de todo lo que no pudo ser en nuestras vidas, y averiguar la causa de por qué lo que no pudo ser, no pudo ser. Y entonces yo pediré la palabra y me levantaré para enseñarles que una familia se realiza cuando es feliz, no   —173→   cuando es rica. Y entonces papá pegará un puñetazo en la mesa y dirá qué disparate, y yo le diré que me respete, que estoy en el uso de la palabra, y le preguntaré si él conoce a alguien a quien la felicidad le produjo úlceras. Pero saltará un hermano y dirá que no morirá de úlceras pero morirá de hambre. Y no tendré más remedio que sentarme vencido. Como estoy vencido ahora. Sé que no puedo volver a mi casa a rehacer a mi familia, y la alternativa que me resta es quedarme aquí a que me deshagan a mí. Así es la cosa, querida mamá. En un tiempo de inocencia que ya pasó, yo pensaba que el hombre iba adelante caminando. Resulta que no es así: va adelante empujado. Yo no me voy. Me llevan. Me pregunto si soy la excepción a la regla. Me pregunto que nueva definición debo encontrar para esas bellas palabras que dicen «voluntad», «libre albedrío», «empuje». Me pregunto si cuando me piden la definición de la Sociedad, me pondré yo a describir una hembra gorda, perversa y santa, diabólica y tierna, dueña de la voluntad de los sargentos que me enseñan a disparar una pistola y de la inercia de un bruto que me enseña a cruzar ríos a nado y de la esperanza loca de un viejo paralítico y de un chofer libidinoso que me enseña a despertar en un motor de 100 caballos toda la potencia que no tengo yo. Hembra gorda que me ama y me pervierte, se dice de mí esclava por amor y me usa por egoísmo, por un torturado amor y por un santo egoísmo. ¿Comprendes, mamá, por qué quiero volver a casa? ¿Y comprendes por qué ya no podré volver nunca? Tu hijo que quiso quererte y no pudo, porque no   —174→   le dejaste o porque no supo. Carlos».

Firmé ceremoniosamente la carta, la doblé, y le arrimé un fósforo encendido. Fui a la cama sin cenar, y pasé la noche sin dormir. Queriendo que la noche durara siempre, porque, por primera vez en mi vida, le tenía miedo a la mañana.



  —175→  

ArribaAbajo- XXI -

Han pasado tres años, y vuelvo a ocuparme de mi manuscrito que tenía un poco olvidado. Tres años. En tres años, muchas cosas cambiaron. Yo hacía ya el tercer curso de mi carrera, y nos habíamos mudado, con Celina, a la casa del Número Uno, cuyo nombre es don Baltazar Valenzuela.

Celina, como ella misma dijera, había «cerrado el negocio», es decir, ya no necesitaba de los hombres que necesitaban a su vez de ella, y se instaló como una modosa y poco conspicua compañera de don Baltazar, ocupando decorosamente la habitación más alejada de la que compartía el matrimonio, lo que no impedía que cuando yo estudiaba hasta altas horas de la noche, siguiera con el oído el sigiloso desplazamiento del viejo hacia aquella habitación donde Celina le daba la manija al mecanismo de rejuvenecimiento que había sido el principio de toda esta historia.

En honor a la verdad, hay que decir que Celina cumplió con decoro y fidelidad su nuevo papel. Para la   —176→   servidumbre, cocinera, la mucama y el jardinero que no tenía jardín que cuidar pero diariamente lavaba el antiguo pero reluciente Dodge de don Baltazar, que apenas salía, Celina era el ama de llaves. Pero con la misma objetividad, hay que decir también que, como toda regla tiene su excepción, la lealtad de Celina hacia don Baltazar, tenía ocasionales violaciones cuando ella iba a visitar a Sócrates, que ahora vivía en la casita de la laguna, llevándole algunas provisiones, y sospecho que quedándose el tiempo suficiente para recordar tiempos mejores, como ellos sabían, es decir, en la cama.

Con esa conducta, Celina rompía un poco el esquema de su conducta que yo había asimilado tan bien. Sócrates ya no tenía cómo ni para qué ayudarla. Celina ya no tenía obligación de compensarle. Sin embargo, cuando murió el «trato» afloró en la extraña, elemental pareja una nueva forma de unión, una necesidad de estar juntos por estar juntos, que al final de cuentas, quizás sea la definición raigal, y la más legítima del amor, que como se cree es el privilegio exclusivo de Tristán e Isolda, o Romeo y Julieta, sino de todos aquellos que sentimos (me incluyo yo) la necesidad corrosiva de ser importante para alguien.

Nunca supe si don Baltazar sabía de aquellas escapadas de Celina. O si las sabía y no le importaba. Y alguna vez me sorprendí rogando que no sospechara y la interrogara. En ese caso, sería el desastre, porque no concebía otra Celina que aquella que con honestidad total, diría siempre la verdad, y la verdad golpeando el flanco de un león herido, con seguridad nos mandaría de   —177→   vuelta a aquella lúgubre casita de la laguna. Felizmente, nada de eso pasó.

Lo que sí pasó es que en el curso de aquellos tres años yo tuve empleo. Es decir, don Baltazar me pagaba un sueldo para dedicarme al estudio, y manejarle el antiguo Dodge, silencioso y reluciente como nuevo, cuando iba a su control médico, o cuando yo debía traer al médico que atendía a su esposa y echaba una mirada a su hijo, una vez por semana. Y eso era todo. Y en el todo, hay que agregar el detallado informe que yo debía pasarle por escrito, sobre mi asistencia a clases, lo que él llamaba «mi índice de aprovechamiento», y desde luego, las notas que sacaba en las pruebas parciales y en los exámenes en serio.

Escribía cartas a casa, y recibía respuestas. Respuestas formales a cartas formales. Te manda besos mamá. José se va a casar con la hija de don Rudecindo. Tu viejo amigo el pa-í murió de un ataque al corazón cuando decía misa y justo cuando tragaba el Cuerpo del Señor, hermosa muerte para un cura, después de todo.

En los primeros tiempos en que trataba de adaptarme a mi nueva vida y a mi nuevo hogar, don Baltazar me llamó a su despacho, y me dijo que era cosa entendida que se hacía cargo de mi educación y de mis necesidades y que también era cosa entendida que yo pasaría a ser algo así como una propiedad suya. Consentí. Gratitud, avaricia, Dios lo sabrá. Creo que ya lo dije.

-Debes prepararte para manejar el negocio -me informó.

-Entonces, señor, debo empezar ahora. Conocerlo.

  —178→  

-¿Conocer qué?

-El negocio. No sé ni de qué se trata. Dónde están las oficinas. A qué se dedica.

-El negocio soy yo -me dijo con su desagradable propensión a las frases crípticas.

-Si Ud. fuera más claro, don Baltazar.

Sacó una llavecita del bolsillo de su chaleco (a propósito, siempre usaba traje completo, incluido el chaleco, como ropa de entrecasa; la única excepción era que en vez de zapatos, usaba unas cómodas zapatillas acolchadas) y con la mencionada llavecita abrió un cajón de su escritorio, de donde extrajo un manojo de llaves, con una de las cuales abrió la poderosa caja fuerte que reposaba en una esquina de su oficina-salón. No exagero al decir que la gran puerta de acero se abrió con ese ruido que oímos en el cine cuando en la obscuridad se abre lentamente una puerta por donde entrará el terror innombrable a sorprender en pleno sueño a la doncella, o en última instancia, a la novia del detective. Sostuvo la puerta como un maestro de ceremonias, y me dijo que mirara adentro. Miré. Pilas y pilas de expedientes de todos los grosores, pero todos con la marrón impersonalidad de las escrituras públicas.

-Escrituras de hipotecas -me informó, y cerró su personal versión de la cueva de Alí Babá. Ahí estaba su riqueza.

Hipotecas, provenientes de préstamos directos, con garantía prendaria. Me condujo de nuevo a su mesa escritorio, guardó el manojo de llaves y cerró el cajón con la llavecita que volvió al bolsillo del chaleco. Abrió otro   —179→   cajón, y sacó un cuaderno de tapas verdes.

-Aquí está todo -me dijo, y me permitió mirar el sistema de contabilidad más sencillo del mundo. Fulano de tal. Debe tanto. Intereses mensuales tanto. Saldo. Tres cuotas impagas, a los tribunales. Los préstamos los hacía el mismo escribano que formulaba las escrituras, y un abogado, hermano del escribano, era el encargado de los cobros por vía judicial, o de las negociaciones extrajudiciales que más o menos estaban organizadas como para que el deudor moroso se quedara sin nada, don Baltazar con todo, y otra vez el moroso, con el doble alivio de no pasar por la vergüenza del remate y por la sobrecarga de pagar los costos del juicio. Finalmente, abrió otro cajón con otra llave que sacó del chaleco, y extrajo una libreta de cheques, de aquellas comunes y corrientes para manejar una cuenta corriente.

-De aquí sale la plata, y aquí entra la plata -me dijo sin abrir la libreta, y volviéndola a meter en el cajón correspondiente-. ¿Quieres saber algo más?

-Supongo que habrá otro cajón donde se guardan los títulos de las propiedades que no pasaron por la vergüenza del remate.

-Correcto -dijo-, están en el último cajón. Y eso es todo.

A esta altura, yo ya había llegado a una conclusión. Don Baltazar resultó ser pura y simplemente un usurero a la antigua, de los que todavía quedan muchos. A la antigua, digo, porque los de los sistemas más modernos están en sus refrigeradas oficinas de sus Financieras y hacen lo mismo, aunque con menos crudeza, pero con   —180→   igual resultado, y no hablan como Dios manda, de réditos y de intereses, sino de reajustes, descotizaciones, seguros de cambio y otras elegantes expresiones que de poco consuelo sirven al pobre deudor cuando llega la hora de que le arranquen las entrañas. Sistema por sistema, el resultado final era igual. Los usureros destripan con un machete, las Financieras con un bisturí y hasta con anestesia. Aquella vez fue la única en que me aproximé al borde del pozo de la abundancia de don Baltazar. Para él bastaba con esa información. El tiempo haría el resto.

Y el tiempo intervino cuando subí a la habitación de doña Sara, la esposa de don Baltazar, dispuesto a cumplir el rito de todos los sábados por la tarde: leerle poemas de Amado Nervo o de Rubén Darío, verla sentada en su sillón sumida en el éxtasis o en los recuerdos, y ser premiado finalmente con un salivoso beso en el mejilla y el elogio de que yo tenía una preciosa voz para la lectura de poemas.

La encontré sentada, como siempre frente a la ventana, pero ya no miraba el follaje del mango: ya no miraría nunca más nada, ni oiría jamás ningún poema. No quisiera decir que murió, sino que se apagó. Cadáver ya, tenía en la carita de porcelana cuarteada esa expresión de quien siente que llega el sueño, y a él se entrega con esa sonrisita de confianza de lo que espera soñar con alegres tiempos, muselina en el vestido, ancha capelina sobre los bucles, toldos rojos y blancos en el jardín, música de violines en el estrado, pasto verde, y una mesa al sol con bocaditos delicados y refresco de frutas. Y gente, mucha   —181→   gente alegre y joven de un tiempo también alegre y joven. Requiescat in pace.

El velatorio fue sencillo, apenas concurrido. La servidumbre, el escribano, el abogado, Celina, una señora muy anciana que repetía interminablemente que no somos nada y bebía también interminables tacitas de café; y aunque parezca increíble, Sócrates. Sócrates con traje y corbata. Lloraba, y curioso, le pregunté a Celina si Sócrates había conocido a la difunta. Me contestó que no. Entonces le pregunté por qué lloraba Sócrates, a lo que me contestó Celina con una de sus razones graníticas que Sócrates lloraba porque estaba en un velorio. Al día siguiente, la buena señora fue depositada en su última morada, un suntuoso panteón cuyo importe podría financiar cuatro casitas para matrimonios con un hijo o dos. Y allí podía haber terminado todo, si don Baltazar no hubiera tenido un gesto curioso: cuando bajó a la cripta el catafalco de doña Sara, él personalmente cerró la puerta de hierro forjado que cerraba aquella eternidad maloliente y húmeda, echó llave al grueso candado, se guardó una llave... y me entregó el duplicado. No necesitaba palabras para decirme que el próximo huésped del suntuoso panteón sería él y yo el encargado de depositarlo allí, y ponerle candado a su vida. ¿Y a mi pasado? Pensé en aquello y la única conclusión que saqué se refería a la mierda de vueltas que da la vida.

Siguieron deslizándose plácidamente los días, los meses, el año. La viudez no trajo los cambios que yo esperaba, es decir, Celina no trepó las escaleras para   —182→   aposentarse en la habitación matrimonial. Y quizás su receta de rejuvenecimiento ya no daba resultados, porque don Baltazar iba perdiendo su robusta estampa de viejo león. De repente, sus camisas mostraban cuellos demasiado grandes y la melena blanca, que parecía plata pulida, se resecaba como estopa. Los ojos perdían brillo, arrastraba los pies. Se parecía cada vez mas a un viejo león real. Sólo faltaba una mosca comiéndose los jugos espesos de sus ojos apagados. Dejó de visitar a su hijo, el vegetal del piso de arriba, que quedó totalmente a cargo de la enfermera, como desde luego, siempre estuvo. Nuestras visitas al médico fueron cada vez más frecuentes, y de pronto, ya no fueron más visitas al médico, sino visitas del médico, porque don Baltazar ya no tenía ánimos para levantarse. Un día, después que el médico le acribillara las nalgas con inyecciones y se fuera, me llamó junto a su lecho.

-Falta poco -dijo.

-No diga tonterías -le contesté, consciente de que quien decía una tontería era yo.

-Trae mi llavero -ordenó.

Lo busqué en el bolsillo del saco y lo encontré. Se lo entregué y eligió una llave corta, dorada.

-Es del quinto cajón de la izquierda, en mi escritorio -me dijo, y agregó-: traeme una carpeta de tapa azul.

Encontré en el sitio donde me indicara la carpeta con tapa azul, atada con una cinta de seda, en cuyo nudo había un sello de lacre. El eterno sentido dramático de don Baltazar. Se lo llevé. Rompió el sello. Me miró.

  —183→  

-Levanta la mano derecha -me ordenó.

-¿Qué objeto...?

-Vas a jurar por la salvación de tu alma.

Levanté la mano derecha. Y no me sentí emocionado, sino tonto. Aquella solemnidad no me llegaba. Perdónenme, pero me sabía más a comedia. Y decadente.

-Repite conmigo.

Repetí con él:

-Juro por la salvación de mi alma que cumpliré honestamente, con buena voluntad, compasión, prudencia y gratitud todas las obligaciones que desde hoy asumo ante la Ley, ante mi conciencia y ante Dios, en la proximidad de la muerte de mi amigo y protector, don Baltazar Valenzuela.

Cuando mi voz se apagó como un eco del suyo, me miró a los ojos, a través de ellos, se asomó a mi alma, y me dijo:

-Si así no fuera, que te pudras en el Infierno.

Le quise aclarar que en el Infierno nadie se pudre, sino arde, y que además, se había olvidado de la Biblia, pero lo pensé mejor y callé. Ese era su momento, de desesperación y de esperanza al mismo tiempo, la única fórmula para la tranquilidad de su pobre espíritu. El último gesto de amor por el hijo que estuvo a punto de ser abogado y ahora era apenas una cosa repugnante allá en su cama. Si quería solemnidad, la tendría. Y ponía yo cara solemne.

Abrió la carpeta, y allí estaba todo. Un diagnóstico médico firmado por una constelación de doctores y conformado   —184→   por dos escribanos, en el cual se declaraba a Inocencio Valenzuela, su hijo, incapacitado físico y mentalmente en un ciento por ciento. Un documento judicial, acta o sentencia, firmado por un Juez, con el ante mí de un Secretario, y por las dudas, pienso yo, con un «se tomó nota» o algo así de la Corte Suprema, declarando igualmente al tal Inocencio Valenzuela incapacitado legal y jurídicamente en la misma proporción, y finalmente, copia del testamento de don Baltazar Valenzuela, cuyo original estaba depositado en la Escribanía de Sotero Gauto (el de los préstamos) y que debía abrirse el día de su muerte y ser sometido al proceso de la sucesión. Dicha copia decía que el testador designaba en vida y en pleno uso de sus facultades administrador de todos los bienes a don Carlos Salcedo, que debía cuidar del bienestar, tratamientos médicos, y de todo lo necesario para que el incapacitado Inocencio Valenzuela no pasara angustias ni daños ni peligros, y en su caso, recibir los tratamientos médicos que «los futuros adelantos de la ciencia» recomendaran para su restablecimiento parcial o total. Además, que si tal restablecimiento se produjera hasta el punto de que los médicos y los jueces lo declararan capacitado para responsabilizarse del manejo de los bienes, Carlos Salcedo se inhibiría de dichas responsabilidades y recibiría como honorario la quinta parte de los bienes según inventario. Que en caso contrario, falleciera Inocencio Valenzuela, y su muerte fuera atribuida por no menos de tres médicos a causas naturales (¡viejo león desconfiado!) toda la herencia pasaría a constituir patrimonio   —185→   de Carlos Salcedo, en calidad de honorarios por los servicios prestados a Inocencio Valenzuela. Finalmente que por el papel de Administrador que se atribuía a Carlos Salcedo, le fijaba un sueldo más que decoroso, pero no se le autorizaba a realizar operación alguna, salvo aquellos necesarios al sostenimiento de la casa, los pagos de impuestos y los honorarios médicos, que no fueran autorizados por el Dr. Nemesio Gauto-Abogado, y por el escribano Sotero Gauto, que también recibían generosas asignaciones... mientras Inocencio durara. Otrosí digo: en el caso de que yo heredara tras la muerte de Inocencio, los hermanos Gauto recibirían una octava parte del total, como honorarios. Si yo muriera, o quedara imposibilitado mental o descalificado legalmente de recibir y administrar el caudal, todo pasaría a manos de los hermanos Gauto, que se ocuparían de mi bienestar, del mismo modo que yo me ocupara del de Inocencio. O sea, agrego yo, que la alternativa única para mí era seguir con el negocio de la usura, con la celosa vigilancia de aquellos dos asociados. «No voy, me conducen», le había escrito a mi madre en aquella carta que nunca fue remitida.

Por lo menos, hasta que Inocencio muriera, carajo de vida que me tocaba vivir. Vivir esperando que otros mueran. Carlos Salcedo -me dije-, ya puedes alzar el vuelo e ir a posarte junto a tus negros y picudos compañeros, allá en ese árbol seco donde esperan con paciencia la muerte de la vaca abandonada por el tropero.

Terminamos de examinar aquellos documentos. Don Baltazar me miró.

  —186→  

-¿Tienes algo que decir? -inquirió.

-Todo correcto, don Baltazar -le respondí.

-Es lo que esperaba que dijeras.

Desde luego, para eso fui amaestrado, le repliqué mentalmente.

Un mes y medio después, don Baltazar murió. Y en una forma que sublimaba su indeclinable propensión a lo dramático, pues apenas el médico le cerraba los ojos y tapaba piadosamente con una sábana su cara crispada por un último intento de rugir una recomendación final y se oían los quedos sollozos de Celina y de la servidumbre congregada en la puerta, sonaban las doce campanadas de un 31 de Diciembre, y atronaba la noche el alegre estallido de cohetes y petardos.

Año nuevo, vida nueva.



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ArribaAbajo- XXII -

Han pasado dos años más, y vuelvo a rescatar mis apuntes para continuarlos, desde aquel momento en que subí a la habitación de Inocencio.

-Muérete -le susurraba yo, y el vegetal me miraba con sus ojos vacíos, atraído sólo por el sonido de mi voz.

-Muérete -y gorjeaba como un bebé monstruoso y gris. Entonces, me acercaba venciendo aquel repugnante olor a derrota que exhalaba todo él, y le gritaba al oído, queriendo que mi voz fuera como una trompeta de Jericó que derribara sus obscuras murallas y llegara a su conciencia como un mandato terminante y final:

-¡Muérete!

Y entonces entró Celina y me miró con espanto.

-¿Qué le estás diciendo?

-Que se muera.

-¡Jesús, María y José!

Salió corriendo. La llamé. No volvió.

Yo sabía que no volvería. Antiguos moldes se estaban rompiendo. Paciencia. Los moldes se hacen siempre   —188→   de materiales quebradizos.

No sé cuándo empezó. Podría ser cuando me recibí en la Facultad y para el acto de colación invité a mis padres, y no invité a Celina, pero concurrió lo mismo, acompañado por el eterno Sócrates. Cuando los vi de pie contra la pared, sin atreverse a ocupar unas sillas, no le di mucha importancia a la impertinencia. Después de todo, aquel título era también la culminación de su lucha. Merecían satisfacción. Me puse en lugar de ellos y traté de sentirme elemental como ellos y asumir aquel cúmulo inexpresable de sentimientos de júbilo que debía agitarse en sus corazones ante el sorprendente, maravilloso descubrimiento de que así como eran, gente baja, gente del bajo, habían puesto mucho de sí para ayudar a levantar a pulso a un ser humano, e izarlo en aquella tarima para ponerse en la testa una toga y recibir un diploma de doctor. Traté de ser justo con ellos, y me hice la promesa de que no les faltaría nunca nada. Siempre que ocuparan su lugar.

Siempre que ocuparan su lugar. Esto puede parecer duro. Pero yo no inventé el mundo ni establecí escalones, selectividades ni prioridades. Por supuesto, nunca olvidaría todo lo que debía a aquella estrafalaria pareja, que reconocía me había conducido por un camino de salvación hasta que don Baltazar tomó la bandera como un corredor de postas, pero no podía olvidar que ese camino alumbrado por la generosidad primaria de Celina y de Sócrates estuvo también sembrado de mi resentimiento y mi vergüenza. «Currículum del Dr. Carlos Salcedo: llegó a   —189→   Asunción con su diploma de Bachiller. Cayó enfermo y fue salvado por una ramera y un deficiente mental, quienes le estimularon a estudiar y a ingresar en la Universidad, recibiendo de la primera decisivo apoyo económico». Por cierto, aquello debía borrarse para siempre.

Tengo conciencia de que en este largo relato me estoy metiendo en un terreno de contradicciones. Que se justifican. No estoy componiendo una sinfonía ni estoy escribiendo un poema. Estoy relatando mi vida. O la vida, que está hecha de contradicciones, de tal manera que si se dice con razón que el hombre es hijo de su circunstancia, nadie ha dicho que la circunstancia es la más caprichosa de las madres, porque cuando ella cambia, el hijo debe cambiar, o queda marginado. Además, la historia de un hombre no es historia de su vida, sino la historia de sus vidas. De a una por vez, y todas, respuestas a situaciones que nunca son iguales, que hacen que estemos en permanente proceso de adaptación a nuevos requerimientos. Sobre el punto, creo que lo que diferencia a la inteligencia del instinto es que la inteligencia conlleva libertad de elección. El perro elige un amo y vive y muere a su sombra. El hombre no elige a ninguno pero menea el rabo a todos, mientras le sean útiles. Lo malo es que nunca sabremos si cuando meneamos el rabo, lo hacemos con sinceridad absoluta.

En aquel acto de colación también estaban mis padres, sentados en segunda fila. Mi madre resplandecía de orgullo y mi padre tenía la cara aburrida de quien   —190→   espera que todo termine para marcharse a casa y despojarse del insoportable zapato y de la asfixiante corbata. Nunca sabré si enviarles el viejo Dodge (mis cancerberos no habían creído necesario ni justificado comprar un auto nuevo) con chofer contratado para la ocasión que los trajera a la ciudad fue un acto de amor o un gesto de insolencia, pero allí estaban. Mi padre para que les comentara a mis hermanos cómo fue la ceremonia, y mi madre para pavonearse por todo el pueblo con una descripción más colorida y entusiasta que la que haría mi padre.

Algunos compañeros de promoción, con gesto teatral, descendían de la tarima e iban a depositar sus diplomas en el regazo de sus madres. Tal vez tuvieran sus razones para hacerlo, pero cuando yo recibí aquel cilindro atado con una cinta multicolor, lo apreté contra mi pecho. Era simplemente mío. No correspondía al regazo de nadie, y cuando recibí el beso de mi madre y el ceremonioso abrazo de mi padre, lo tenía allí contra mi pecho, mío, fruto de mi duro trajinar por la desesperación, la renuncia, el sacrificio y la vergüenza.

En aquella ocasión, cuando la gente empezaba a disgregarse, mi madre me preguntó donde sería la fiesta. Le contesté que la fiesta acababa de terminar y no habría otra. Noté el contento en la cara de mi viejo y la decepción en la de mi vieja, que hubiera querido pavonearse entre la gente de la Capital y hacer notar discretamente que el Dr. Carlos Salcedo, el agasajado, era su hijo. Pero se resignó cuando le dije que el auto les esperaba afuera y en cuatro horas podían estar en casa. Se fueron agitando las manos   —191→   hasta que el vehículo dobló en la primera esquina. De pie en la acera, con mi diploma en la mano, alcé la vista y vi a Celina y a Sócrates en la otra acera. Estaban en actitud de espera, pensando que de acuerdo al antiguo molde, yo debía cruzar la calzada y permitir que Celina acariciara aquella cartulina milagrosa. Pero repito, los antiguos moldes se rompen -o deben romperse-, y agité las manos con un saludo y trepé al automóvil de un compañero que se ofreció a llevarme. Desde el automóvil, los volví a saludar.

-¿Quiénes son? -preguntó mi compañero.

-De casa. De la servidumbre -contesté.



  —[192]→     —193→  

ArribaAbajo- XXIII -

Ahora que recuerdo, hasta aquel día de la colación, nuestra vida había seguido una rutina más o menos monótona. El negocio continuaba, totalmente manejado por los hermanos Gauto. Yo me limitaba a firmar documentos y cheques, de ir asentando cifras en el cuaderno de contabilidad, y de vez en cuando, abriendo el último cajón de la izquierda para guardar un nuevo título de propiedad que pasaba a engrosar la fortuna de mi administrado. En algún momento hice un rápido balance y comprobé lo que ya sabía. Que don Baltazar murió rico. Y que los caudales crecían. El único cambio que introduje fue despedir al viejo jardinero y asignar a Celina el sueldo, para sus gastos, dinero que creo pasaba automáticamente a los bolsillos de Sócrates, o por lo menos, gran parte de él. Todos los jueves, iba a buscar en el automóvil al médico que controlaba a Inocencio, y me quedaba a contemplar la repetición de lo mismo, es decir, el médico que con gesto aburrido auscultaba al enfermo, susurraba algo con la enfermera permanente, que vivía en   —194→   la casa, como se supondrá, cerraba el maletín y se iba. En cierta ocasión, le acompañé basta la salida, y allí le planteé una cuestión.

-Doctor, la última voluntad de don Baltazar expresa que se recurra a cualquier adelanto médico que surja para la recuperación de su hijo.

-Lo sé -me contestó, y continuó-: pero para recuperar a ese pobre hombre hace falta más un milagro que un adelanto médico. Lo que tiene no es una enfermedad, es una mutilación total, irreversible.

Lo malo de hablar con los médicos es que andan tan frecuentemente por los límites de la esperanza y del sufrimiento, que aprenden a leer el pensamiento de la gente, o por lo menos a anticipar reacciones. De modo que cuando clavó en mí su mirada clara e inteligente y me disparó: ¿alguna otra pregunta?, me estaba dando a entender que tenía vía libre para hacerla, aunque fuera cruda. Sin embargo, a pesar de sentirme desnudado por aquella mirada penetrante, logré sostener en pie cierta dosis de hipocresía social...

-No sé a qué se refiere -le dije.

Sonrió. Con esa sonrisa de «no nos jodamos» del que sabe que el otro sabe que él sabe.

-Lo que Ud. quiere saber es cuánto tiempo más durará el enfermo antes de reventar -me dijo.

-Sí -le confesé-, pero mis motivos...

-Ya los conozco -me cortó.

-Usted parece saberlo todo.

-Eso parece. Pero no se preocupe, no antagonicemos.

  —195→  

-¿Antagonizar?

-Yo tengo la obligación de mantenerlo con vida. Ud quiere que se muera. Dejemos que Dios decida. O el Diablo, lo mismo da. Pero comprenda una cosa: yo cumpliré mi deber hasta el límite.

-Le felicito, y le agradezco su sinceridad -le contesté-, pero me gustaría que me ilustrara sobre algunos puntos, puramente teóricos...

-Ya sé. Ud. me pide un cálculo de probabilidades de vida que tiene mi paciente.

-Digámosle así.

-No hay otra manera de decirlo, hombre. Bien, a lo que quiere saber: un hombre postrado en cama, incapaz de moverse, que no se atrofia totalmente porque esa mula de enfermera es experta en masajes, y los hace a conciencia, está expuesto a muchas complicaciones, generalmente pulmonares, que casi siempre resultan fatales. Pulmonía, neumonía... ¡adiós! Su probabilidad de vivir está en relación directa con la responsabilidad de la enfermera, su vigilancia, su cuidado, su celo y hasta su instinto para detectar síntomas... y llamarme.

-Buenas tarde.

Se marchó abruptamente, con cierta descortesía, pero si su intención fue la de hacerme ver que me conocía, lo había logrado. Y si fuera darse a conocer, también lo había logrado.

Aquella conversación tuvo lugar unas semanas antes de la colación en la Facultad, y hasta entonces -repito- la vida había seguido una rutina bastante llevadera.   —196→   Almorzábamos y cenábamos con Celina, y cada vez más frecuentemente con Sócrates, en la cocina. Cuando terminábamos, Celina subía a vigilar al enfermo, y la enfermera bajaba a la cocina a alimentarse a su vez. Ya parecíamos incrustados en la costumbre, cuando produje el gran cambio, exactamente el día en que regresaba a casa convertido en flamante Doctor en Ciencias Económicas. Ordené a la cocinera que, en adelante, se me sirviera la cena y el almuerzo en el salón-comedor, dicho lo cual, subí a mi pieza, cambié mi traje por otro más liviano, me puse corbata y saco, liberé mis pies de los zapatos y me puse en ellos una cómoda pantufla. Exactamente como don Baltazar.

Cuando bajé a cenar, la cocinera había dispuesto la mesa del comedor, con tres cubiertos, suponiendo que Celina y Sócrates, que ya habían regresado, serían parte de mi desplazamiento hacia el comedor principal. Traté de corregir aquello de la manera más discreta posible, pero el daño ya estaba hecho, porque la cocinera ya había anunciado a Celina la mudanza, e incluso, le había pedido que la ayudara con los cubiertos.

Ahora o nunca -me dije, y no vacilé mucho. Llamé a la cocinera y le dije que retirara dos cubiertos, que en adelante Celina y su invitado seguirían en la cocina. No le dije, pero se lo hice pensar, que el Dr. Carlos Salcedo almorzaría y cenaría en adelante, como el Dr. Carlos Salcedo.

En alguna parte había leído que existen la explosión y la implosión. Explosión, energía liberada locamente   —197→   para afuera. Implosión, energía furiosamente atraída hacia el centro. Pues bien, la reacción de Celina fue implosión. Si sintió pena, furia, odio, resentimiento, se los tragó íntegros, los cubrió con un manto de torvo silencio, e hizo de su rostro una máscara tan rígida, que si se sintió humillada y herida, no lo demostró en absoluto.

Lo que sí demostró fue silencioso orgullo, pues mientras yo cenaba, la vi dirigirse tiesa, erguida, obviamente sin cenar, al piso de arriba para relevar a la enfermera y permitir que ella sí bajara a comer algo en la cocina. Al mismo tiempo, por la ventana, vi a Sócrates que se marchaba masticando un enorme sandwich y seguramente sin comprender muy bien lo que pasaba.

Una semana después, ocurría aquel episodio en que Celina me sorprendía gritándole al oído a Inocencio que por favor se muriera.



  —[198]→     —199→  

ArribaAbajo- XXIV -

Los acontecimientos evolucionaron aún más, cuando una tarde se produjo la visita de los hermanos Gauto, y un tercer personaje que portaba un maletín. Los recibí en la sala, donde los cuatro nos sentamos con aire solemne, yo por no saber de qué se trataba y quién era el sujeto del maletín, y ellos, por no saber por dónde empezar. Ofrecí bebidas y las rechazaron cortésmente. Por fin, habló el Escribano Gauto.

-Doctor -me dijo-, espero que no atribuya a ninguna falta de confianza esta visita.

Lo miré sin comprender, porque no comprendía.

-Es que nos hemos permitido traer con nosotros un médico -explicó el Abogado Gauto-. El doctor Sosa, aquí presente.

El Dr. Sosa me hizo una leve inclinación de cabeza. Yo le hice otra leve inclinación de cabeza.

-No alcanzo a comprender donde entra la confianza o la desconfianza en esta visita -dije.

-Se trata de que el Dr. Sosa examine al enfermo.

  —200→  

-¿Para qué? Ya tiene uno, y a satisfacción de don Baltazar, y a la de Uds. -repliqué.

-Correcto -dijo el Escribano.

-Pero lo que abunda no daña -agregó el Abogado, con la risa más falsa del mundo, a la que no acompañó ni su hermano. Hablaban a dúo, pero no tenían el sentido del humor a dúo.

Perspicaz, o paranoico, como prefieran, noté en todo lo que estaba sucediendo una nota falsa. Una convicción que se abría paso. El objetivo NO era enterarse de lo bien o mal atendido que estaba el enfermo. Era otro. ¿Cuál? Decidí dejarlo correr. A alguna parte conduciría.

-No me opongo en absoluto -dije, adoptando incluso un aire de honestidad herida, oportuno para el caso.

Me levanté para acompañarles.

-Me atrevería a pedirle que no esté presente -solicitó el Abogado.

Acentué mi gesto de moralidad ofendida, y me senté, haciendo con las manos un elegante gesto que quería decir: Tenéis abierto el camino. Marchad.

Los tres subieron la escalera, y yo quedé allí, sentado, cavilando sobre qué demonios se traían entre manos los dos hermanos leguleyos y su agregado médico. Tardaron aproximadamente una hora arriba. Cuando por fin bajaron, el médico se acercó a mí, murmuró algo así como un placer, me dio la mano y se fue. Los Gauto se quedaron, en obvia espera de que les invitara a sentarse. Los invité porque la cuestión me estaba resultando sumamente curiosa.

  —201→  

-Ahora sí le aceptaríamos una copita -dijo el abogado Gauto.

Serví una ronda de whisky. Y los miré. Es increíble como ayuda un vaso de whisky en la mano cuando se tiene algo que decir y se está acopiando ánimos. Los castigué con mi silencio. Recordé al Dr. Quiñónez y casi se me escapa un insolente ¿y bien?

El Escribano miraba al Abogado como diciéndole suéltalo y el Abogado miraba al Escribano como diciendo tomémonos tiempo. Mientras tanto, yo me daba tiempo para estudiar aquella curiosa pareja de hermanos, insólita alianza de dos seres unidos por la sangre y por el oficio. El uno que daba dinero y el otro que cobraba, o castigaba. Imaginé a su vieja mamá, si aún vivía, arrastrando zapatillas y murmurando orgullosa que sus hijos son unos modelos de hermanos. Finalmente, el Abogado soltó prenda.

-Presumo que podemos hablar francamente -dijo, que es como decir nada.

-¿Y bien? -no pude resistir la tentación.

-No es muy fácil de expresarlo -continuó.

-Tratándose de un enfermo... -le animé.

-No se trata del enfermo -manifestó.

-Se trata de Ud. -agregó el hermano Escribano.

Me tomaron de sorpresa. Habían traído a un escurridizo médico a ver al enfermo... y se trataba de mí.

-¿Qué pasa conmigo? -atiné a preguntar.

-No le estamos haciendo honor a su inteligencia -respondió el hermano Abogado.

  —202→  

Había detectado un leve matiz cortesano, adulón, en aquella frase.

A veces, la mente hila con la velocidad del rayo, y con la velocidad del rayo lo comprendí. El médico no había venido a controlar nada, pero sí para dar su opinión sobre una cuestión que angustiaba a los hermanos Gauto: cuánto más viviría Inocencio. Es decir, cuán cerca estaba yo de asumir plenamente la herencia. Y, es decir nuevamente, cuán cerca estaban ellos de quedar separados del negocio, y con su mísera octava parte. Y habían trazado la estrategia para quedarse pegados a mí cuando yo fuera el patrón absoluto. Cuando Inocencio muriera. Ya no me sentía buitre solitario. Ya éramos tres. Les di cuerda.

-Si fueran un poco más claros...

-El caso es que hemos llegado a la conclusión de que nos estábamos excediendo en nuestro celo... -dijo el Abogado, y automáticamente miré al Escribano, porque ya me estaba acostumbrando a que hablaran en dúo.

-...y desperdiciando brillantes opciones de acrecentar los caudales que pueden surgir de su preparación académica y de su inteligencia -agregó pomposamente el Escribano.

Un buen romance -pensé-, están renunciando a la estricta vigilancia que hacían sobre mi administración, a la veda impuesta a toda actividad que no fuera la usuraria de costumbre, y estaban tratando de comprar mi buena voluntad futura con una mayor libertad de acción posible para mí. Oportunistas de mierda.

-Les agradezco mucho -cebé el anzuelo-, pero por más ideas brillantes que la pueda tener, hace falta el respaldo   —203→   de un Capital operativo.

Mordieron, o mejor dicho, se disputaron la mosca, tan ansiosos estaban, y después ya todo fue fácil. Autorizarían la venta de tres propiedades (es más, ellos mismos se encargarían de hacerlo), el dinero iría a parar a una cuenta corriente que yo manejaría solo, invirtiéndolo según mi criterio en operaciones sobre las cuales se llevaría una contabilidad aparte, obligándome a hacerles una rendición de cuentas trimestral.

-Sólo a título de formalidad, sólo a título de formalidad -se apresuró a decir el hermano Abogado.

-Para no salirnos de los términos generales de la última voluntad de don Baltazar -agregó el hermano Escribano.

-Correcto -dije-, queda pendiente la cuestión de las comisiones para Uds.

-¡Por favor! -dijo el Abogado, escandalizado. Parecía genuino.

-Digamos entonces... participación -insistí.

-¡Ni hablar! -exclamó el hermano Escribano, compitiendo en moralidad con el otro.

-Nos damos por satisfechos con el honor de ser sus colaboradores -remachó el hermano Abogado-; después de todo, el negocio que nuestro querido don Baltazar dejó en pie seguirá funcionando en la forma corriente... y las actividades que Ud. lleve adelante se integrarán al todo.

-Por cierto -le tranquilicé, porque aquello sonaba un poco a pregunta.

Y ahí terminó todo. Se fueron por fin seguramente, comentando felices de que se habían ganado mi buena   —204→   voluntad para siempre. Y yo cerré la puerta tras ellos, con la firme decisión de echarlos a puntapiés el mismo día en que enterráramos al bueno de Inocencio.

Pobre Inocencio. Nunca sabría qué carácter, qué temperamento tendría. Qué cosas le indignarían y qué provocarían su exaltación. Y qué hubiera pensado antes de estrellarse con su automóvil, si alguien le dijera que estaría manejando el destino de tantas personas, desde la sombría profundidad de su vida sin vida.

Unos treinta días después, se abría una cuenta corriente con mi firma como única libradora, por una suma de ocho cifras.

En algún poema, supe alguna vez del gozo con algo de borrachera que siente el aguilucho en su primer vuelo, el salto al abismo, el terror innombrable y, de repente, la comprobación del poder y la magia de las alas que sostienen y convierten al viento en esclavo y a las distancias en regocijadas invitaciones de vida y desafío.

Así me sentí, cuando me lancé a una vorágine de actividad después de dos o tres días de prudente reflexión sobre la naturaleza del terreno que me convenía explotar. Ya está, negocios inmobiliarios. Si existe algo que hace valioso y duradero el dinero, es la propiedad. Y especulé con dinero y propiedades, compré y vendí, invertí en eriales y loteé jardines. Pagué sucesiones muertas de cansancios tribunalicios y me quedé con la parte del León, siempre que fueran en tierras, y sobre esas tierras puse a trabajar a ingenieros y arquitectos que me edificaron barrios donde la gente menuda venía a convertir en   —205→   realidad sus ilusiones de tener un envase propio, hasta con su pedacito de lirismo que se llamaba jardín y no pasaba de ser un trozo reseco de tierra muerta que el sol castigaba sin piedad.

No quiero fatigar a nadie con la relación de los exitosos negocios que encaré, aunque sí puedo decir que la cuestión no es tan difícil como parecería. Todo consiste en tener puntos de partida firmes. Conocimientos concretos. Como que hay hombres que ganan y hombres que pierden, ganadores por audacia y perdedores de nacimiento. Que el dinero da valentía y la falta de él angustia; que es mentira que la necesidad aguza el ingenio, porque lo que aguza es el miedo, y una contraparte con miedo es presa fácil; que Napoleón se quedó corto cuando dijo que todo hombre tiene su precio, pero no dijo que cuando el hombre acepta un precio por sí mismo ya barrió con sus defensas y está listo a aceptar el precio que LE pongan.

Alguna vez, al salir de un Banco escuché que en un grupo de personas alguien susurraba algo así como que ahí va ese joven demonio. Me pareció exagerado, pero me halagó.

¿Joven demonio? ¿Por qué? Porque nunca nadie me tomó desprevenido ni me puso a la defensiva. Tenía mi educación académica, tenía mi francés para fanfarronear en la lengua de Molière cuando era necesario, y mi inglés para darme ese toque de hombre seguro de sí mismo, de quien le habla a un yanqui en su propio idioma, sacándole del apuro de tener que farfullar un castellano de guía de turismo.

  —206→  

Nadando en piscinas de aguas templadas, rodeadas de quitasoles multicolores con gente ociosa y rica que dormitaba en reposeras y con mozos de smoking rojo, que trajinaban con bebidas heladas, hice de amigos, hice de socios e hice de cómplices, alabando en el fondo de mi corazón la sabiduría de Celina que había instruido a Sócrates que me tirara al agua, allá en un tiempo que parecía al otro lado del tiempo.

Supe de la importancia del aprender a beber, cuando advertí que él saber beber consiste, especialmente en los negocios, en beber más que el otro pero emborracharse menos. Y aunque parezca increíble, fue el hecho de ganarle en el truco a un estanciero panzón el certificado de inteligencia que me valió el respeto del bruto, y la opción de compra de una propiedad suburbana que se disputaban los grandes pulpos del gremio.

Cuando compré el Mercedes Sport, invité a casa a los hermanos Gauto, los llevé al garaje y les planté frente a las narices aquel airoso monstruo pulido. Se deshicieron en alabanzas. Preguntaron a cuánto corría, cuánto consumía cada cien kilómetros, se deleitaron sentándose al volante, y haciendo que la capota automática subiera y bajara. Fue el Escribano el que llegó al colmo de servilismo de extraer su inmaculado pañuelo y limpiar una manchita de la brillante carrocería. Hijo de...

Quizás fue en la noche de aquel mismo día que fui a la cocina a buscar hielo, y encontré a Celina.

-Hola, Celina.

-Hola.

  —207→  

-¿Te cuento un chiste?

-Si querés.

-Me llamaron joven demonio.

-¿Si?

-¿Lo soy?

-No sé.

¿Desde cuándo tan hermética? ¿y por qué? Decidí tocar puntos sensibles.

-Debes saberlo. ¿No sos más mi madre?

-Creciste. Y cuando los hijos crecen, se van.

-¿Me fui yo?

-Sí. Te fuiste. Ahora somos como dos extraños. Así debe ser.

-Pero vives en mi casa. Entonces no somos dos extraños.

-No es tu casa.

-¿Cómo?

-Es la casa de Inocencio.

Me quedé helado. ¿Otro parto simbólico? ¿No se agotaría nunca ese loco manantial de obsesiones maternales de la pobre mujer?

-¿Inocencio es como tu hijo, acaso?

-No sé. Pero necesita de una madre.

-¡Qué locura!

-Cuando vos me necesitaste no fue locura, porque también te necesitaba a vos.

-¿Y ahora le necesitás a él, Celina?

-Sí, porque le cuido y me siento como quiero ser. Me hallo cuando soy como quiero ser.

Me hallo. Misteriosa síntesis de la plenitud que los   —208→   paraguayos encontramos en una corrupción feliz del idioma. Me hallo, que equivale a ser feliz. Y a encontrarse consigo mismo.

Más tarde, muy tarde ya, llamé a mi oficina a la enfermera. Apareció arrastrando sus zapatillas y con la cabeza llena de ruleros. Me pregunté qué clase de almohada usaría para dormir con todo eso.

-Siéntese -le dije, y ella se sentó, mirándome en silencio-. ¿Cómo anda nuestro enfermo?

-Como siempre, doctor.

-¿Difícil cuidarlo?

-Es mi oficio, doctor.

-¿Celina ayuda?

-Es una santa, doctor.

-¡Vaya!, cuénteme.

-Bueno, doctor. Antes tenía mi día libre y no podía o no quería salir. Ahora me voy tranquila porque le cuida Celina.

-¡Pero ella no sabe cuidar enfermos!

-No es un enfermo, es un bebé.

-¿Están locas las dos?

No se le movió un rulero.

-Quiero decir, doctor, que cuidarlo es lo mismo que cuidar un bebé. Y Celina... es como si gozara cuando lo hace.

¡Claro que gozaba!

-¿Quiere decir que... le quiere al be... a Inocencio?

-¡Es una santa!

-¡Ya dijo eso!

  —209→  

-Perdone, doctor. Pero si es una mujer es una santa, es una santa. Hasta Inocencio lo siente.

-¿Siente?, ¿dijo «siente»?

Resplandecía ahora de alegría. Después de todo, también a ella le correspondía el mérito si alguna luz brillaba en el obscuro pozo de la conciencia de Inocencio.

-Le conoce a Celina. Cuando la ve, está más contento.

-¿Qué hace?

-Nada.

-¿Cómo nada? ¿Ríe, patalea, hace gluglú?

Me miró con reproche, y sólo entonces me di cuenta de que había una gratuita ira en mi voz.

-¿Está despierto? -le pregunté entonces.

-Sí. Duerme muy tarde.

-Quiero verlo. Y a Celina.

Me levanté.

-¡Ella ya habrá dormido!

-Despiértela.

Fue a despertar a Celina y yo subí las escaleras hacia la habitación de Inocencio. Al entrar me salió al encuentro el odiado olor a muerte en vida. Un velador de luz tenue estaba encendido en la mesita de luz, sin llegar a alumbrar la astrosa cama de la enfermera, que permanecía en las sombras. Me acerqué al pobre hombre. Tenía los ojos abiertos. Giró hacia mi rostro su mirada, pero había en ella tanta vida como en las arenas del desierto. Oí que se abría la puerta y la voz de Celina que preguntaba con angustia:

-¿Qué le pasa a Inocencio?

  —210→  

De la garganta del inválido surgió un gorgoteo. Miré sus ojos. El desierto había florecido. Oía y reconocía la voz de Celina, y esa voz conjuraba una chispa de vida que brillaba en los ojos de Inocencio. Celina pasó a mi lado como un rayo, se sentó en la cama y levantó y acunó en su regazo al tullido, inmenso, desmadejado bebé, que gorgoteaba feliz.

Miré aquella parodia de maternidad monstruosa a la luz espectral del velador. Y me pareció horrible. Pero más horrible fue para mí al final la mirada que me dirigía Celina, cargada de miedo, de ese desesperado miedo de las madres humanas o bestiales, pero miedo, miedo elemental de perder la cría en las fauces del depredador. «Ahí va ese joven demonio». ¿Quién y cuándo lo había dicho?

Bajé a mi despacho y llamé por teléfono al médico. Me dijeron que estaba durmiendo. Ordené irritado que lo despertaran, y poco después me atendía con un hola todavía pegoteado de modorra.

-Doctor, disculpe la hora, pero parece que ha sucedido algo nuevo.

-¿A qué se refiere?

-A Inocencio. Ya no es un vegetal.

-¿Qué dice?

-Siente.

-¿Siente qué?

-¡Qué sé yo! Afectos, placer, contento.

-¿Y qué?

-Quiero saber si es progresivo.

  —211→  

-Ah, ya. Cuénteme de nuevo.

Le conté lo mejor que pude y con lujo de detalle la clara reacción emocional de Inocencio ante la presencia de Celina. Terminé, y al otro lado de la línea sólo había silencio. Pensé que el maldito se había dormido.

-¡Doctor! ¿Me escuchó?

-Sí, y medito.

-¿No podría meditar en voz alta?

-Vea, amigo -me dijo-, el cerebro es algo tan complejo que los médicos no sabemos sobre él ni el diez por ciento de lo que debemos saber. Y me refiero a un cerebro normal.

-¿Qué quiere decir?

-¿Cómo demonios voy a saber nada de un cerebro que se desparramó sobre el tapizado de un automóvil y fue devuelto a puñados dentro de su caja abierta?

-Ud. exagera, doctor.

-Un poquito. Es para que se dé una idea de lo imposible que me resulta responder a su angustiada consulta nocturna. Ud. dice que Inocencio tiene emociones. ¿Y qué? Que le produjo la cercanía de una hembrota que huele y exuda sentimientos maternales. Mire, amigo, soy médico, no brujo, ni mago, pero soy humilde, y le digo no sé. De suerte que puedo perder mi tiempo teorizando con la misma ignorancia que Ud. ¿Qué tal si nos pasamos la noche discutiendo sobre dónde, en qué rincón ignoto se refugió el alma de Inocencio, suponiendo que tal cosa exista? ¿Qué me dice de eso del valor terapéutico de la fe? ¿Y no puede ser también de valor terapéutico el amor, el torrencial amor de esa mujerona que Ud. me describe   —212→   como una madre obsesiva? ¿Sabe Ud. algo de los santos eremitas esqueléticos y sucios que al morir olían a santidad, es decir a perfume de rosas? ¿Y qué me dice de las santas que murieron y no se pudrieron nunca? ¿Sabe Ud. algo de todo eso?

-Claro que no.

-¿Y cómo carajo quiere que yo lo sepa?

Click. Cortó. Todavía boquiabierto por su caudaloso y soñoliento discurso, sostuve largo tiempo el tubo contra la oreja.

Cuando lo deposité en la horquilla, vi a Celina en la puerta, y supe que hacía bastante tiempo que estaba allí. Había escuchado todo hasta mi descripción de su obsesión maternal.

-¿Qué te dijo el doctor? -me preguntó.

-No fue muy claro, Celina.

-¿Cree que se va a curar?

-No sabe.

-¿No es doctor acaso?

-Los doctores no lo saben todo -le expliqué con paciencia.

Con cauta paciencia.

-¿No me estás mintiendo?

-¿Y por qué habría de mentirte?

-Querés que se muera. Le gritaste en el oído que se muera.

Me levanté, reprimiendo las ganas de golpearla.

Controlé la voz.

-Celina. ¿Quieres seguir viviendo en esta casa?

-Necesito...

  —213→  

-Muy bien. Entonces te vas a olvidar para siempre de lo que viste.

-Me voy a callar, sí. Olvidar no puedo.

-Con un poco de amor se puede, Celina. Amor por mí.

-Ya no te tengo amor.

-¿No?

-Te tengo miedo. Por él.

Se volvió y salió cerrando suavemente la puerta. «Ahí va ese joven demonio». ¿Por qué lo recordaba a cada instante?



  —[214]→     —215→  

ArribaAbajo- XXV -

Iba a escribir que «felizmente» y lo taché. El caso es que el destello de vida que detonó Celina en Inocencio no pasó de aquella lucecita en los ojos y en el sutil cambio de tono de sus berridos. Pero como yo necesitaba seguridad, forcé al médico, ayudado por los hermanos Gauto, a convocar a una consulta médica. Los tres, los Gauto y yo, en la debida pose de quienes se preocupan formalmente por la salud y el bienestar de nuestro protegido. Los cuatro doctores revisaron, palparon, auscultaron, pincharon nervios, músculos, buscaron reflejos, analizaron, discutieron, pidieron nuevas radiografías, iluminaban con potentes linternitas las profundidades de los ojos del inválido, discutieron mucho, llegaron a un informe final: no veían perspectivas de recuperación alguna. Se cobraron la noticia pasando una cuenta fabulosa.

Traté de olvidarme de todo ello y lo logré a medias, porque no podía quitarme de encima la sensación de que Celina me había visto desnudo. Y que Celina sabía de mí más que nadie en el mundo. Era como llevar una cruz, y   —216→   sentir su peso.

Volví a mis actividades con mayor brío que nunca, y una mañana, cuando terminaba de desayunar con unos inversionistas suizos en el Hotel de Itá Enramada, y me despedía de ellos, me llamó la atención el esfuerzo que hacían dos caballeros por entenderse, apoyados en el mostrador del Bar inmediato al comedor. Uno de ellos, un anciano, trataba infructuosamente de hacerse entender en inglés al otro, obviamente yanqui o europeo, grandote y atento, que inclinaba cortésmente el oído hacia su interlocutor tratando de captar el significado de lo que éste farfullaba. Parecía el gringo grandote a aquel perro de la Víctor que escucha atentamente en el cornetín de un viejo gramófono. Me acerqué discretamente y pedí un jugo de naranja. Capté lo que el anciano quería decir al extranjero, me volví al primero, le dije me permite señor y traduje al otro lo que pretendía decir el anciano.

-El caballero -le dije al perro de la Victrola en inglés- le está diciendo que la cita con el señor Director Ejecutivo es mañana a las 11 de la mañana.

-¡Ouuuu! -dijo el extranjero.

-Y que le enviaré el automóvil a las 10.30 -agregó feliz el anciano.

Lo traduje.

-¡Ouuuu! -volvió a expresar su contento el gringo.

-Y que por favor, no se olvide de las carpetas con los currículums -me siguió utilizando mi compatriota.

Volví a traducir. Y el otro dijo otra vez ouuuu y me pidió que le dijera al distinguido amigo que mucho le   —217→   honraría si aceptara cenar con él, en el Hotel, esa noche. Se lo dije al hispano parlante y este me pidió que dijera a su inapreciable amigo que le ponía en difícil situación, porque era él quien quería invitarle a cenar en su residencia, y que cometiendo un imperdonable desliz había dado por supuesto que aceptaría y todo estaba dispuesto.

Se lo traduje al angloparlante, que dijo que se sentiría sumamente honrado en acudir a la invitación, y preguntaba a su anfitrión si no cometía una indiscreción si sugería que se extendiera la invitación a este simpático joven que les había sacado de apuros y que (je je je je) podía serle de suma utilidad para pedir la sal o formular un brindis. Gracioso como un pistón, el grandote.

Traduje al castellano para beneficio de mi compatriota, y sonreí con el debido rubor en la parte en que se sugería que se me invitara.

Acuerdo completo. El chofer del anciano vendría a las 21.00 a buscar al extranjero. Este se despidió y subió a sus habitaciones, porque quería echar un vistazo a las carpetas o algo por el estilo, y además debía hacer varias llamadas a Miami.

Nos quedamos solos con mi viejo compatriota, y sólo entonces me fijé en él. No era un viejo león. Y esto de encontrar símiles zoológicos a los seres humanos resulta bastante útil. Cuestión de probar. Este era un viejo halcón, todo él afiliado y afinado. Su cara irradiaba inteligencia. Su ropa prestancia y perfume a caro. Su cara arrugada y sus cabellos color acero parecían mal colocados sobre un cuerpo que daba la sensación de juventud.

  —218→  

Viejo fanático de la gimnasia, lo catalogué. Y no me equivoqué.

-Ha sido muy gentil de su parte -dijo.

-Fue un placer, señor -le respondí, pensando en lo que es capaz de educar a la gente el olor del dinero.

-Hablando de placeres, joven, no tengo el de conocerlo.

-Carlos Salcedo, servidor.

-¿A qué se dedica?

-Soy economista, señor. Y mi trabajo es independiente. Pequeños negocios inmobiliarios.

-¡Muy bien, muy bien! -se repitió, con el placer del viejo halcón mirando a un prometedor joven halcón, garantía de la perpetuación de la especie.

Después dijo que debía marcharse, y extrajo la billetera, y de la billetera una tarjeta personal en relieve. Me la entregó, me dijo que no faltara, que la dirección estaba en la tarjeta, y fue a sentarse al volante de un auto que tenía las líneas deportivas exactamente atenuadas como para ser manejado por un anciano de espíritu juvenil. Arrancó, aceleró y me saludó con la mano.

Sólo entonces, observé la tarjeta. «Roque Serviliano Del Pozo. Presidente de Directorio. Imperial Sociedad por Acciones. Importaciones. Exportaciones. Marítimas». Luego figuraba su dirección particular.

¡...que lo parió!