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Los libros de caballerías y la imprenta

José Manuel Lucía Megías



Jacobo Cromberger, uno de los más importantes impresores (y editores) de libros de caballerías, introdujo en su edición de la Visión deleitable de Alfonso de la Torre (Sevilla, 1526) un elogio a la imprenta, que bien puede servirnos de guía a la hora de comprender la gran revolución que se creía, a principios del siglo XVI, se podía operar por medio de esta nueva tecnología:

Entre las artes e invenciones sutiles que por los hombres han sido inventadas, se debe tener por muy señalada invención la arte de imprimir libros por dos principales razones: la primera, porque concurren en ella muchos medios para pervenir a su fin, que es sacar impreso un pligo de escritura o cien mil pligos, y cada uno de aquellos medios es de muy sutil invención e casi admirable; la segunda razón es por la grande utilidad que d'ella se sigue. Notorio es que antes de su invención eran muy raros los que alcanzaban los secretos así de la Sagrada Escritura como de las otras Artes o Ciencias, porque todos no tenían posibilidad de comprar los libros por el mucho precio que valían, y pocos bastaban a sortir librerías. Empero después de la invención d'esta divina arte a causa de la mucha copia de libros, manifiesta es la multiplicación y gran fertilidad que ay en toda la cristiandad de grandes hombres en todas las ciencias y cuan en la cumbre están hoy todas las Artes e Ciencias.



Dos son, pues, «las principales razones» que se destacan para defender la supremacía de la imprenta frente a otras invenciones de los hombres: por un lado, su tecnología, su compleja tecnología, a la que ahora nos referiremos, y por otro, una de sus consecuencias: la posibilidad de multiplicar los «ejemplares», por lo que se hacía más universal el conocimiento, la «multiplicación y gran fertilidad» de hombres sabios por todo el mundo conocido. Y así fue y así se entendió desde los primeros elogios de la imprenta en los años después de su invención en Alemania y en los siguientes de su difusión por toda Europa. Pero también todo lo contrario, en muchos casos. Se dice que a Gutenberg, el primero en conseguir adaptar una tecnología anterior a los medios de la multiplicación de los textos en copias (casi) idénticas a partir de una misma forma tipográfica, le gustaba describir su invención como «un ejército de soldados de plomo con que se puede conquistar el mundo». Y así, la imprenta, la tecnología de multiplicación de testimonios a partir de un único original (ya fuera manuscrito o impreso), fue una más de las armas utilizadas por los príncipes y monarcas del siglo XVI para defender sus ideas -desde la reforma a la contrarreforma-, así como el medio ideal -como se fue viendo a lo largo de la centuria- para el control por parte de los poderes públicos -tanto civiles como eclesiásticos- de todo aquello que se imprimía, se difundía y se guardaba en las bibliotecas. Un ejército «amordazado» en muchos casos, censurado, controlado. Esta es la historia que va de un arte (el de los incunables) a una industria (la que termina por triunfar en el siglo XVI y de la que hoy somos aún herederos). Una historia que vendría a dar la razón a las voces críticas que entendían que la mera multiplicación de ejemplares no era camino para ampliar la sabiduría. Si ya Petrarca hacia 1336 en su tratado De remediis utriusque fortunae se quejaba de la multiplicación de códices fruto de la utilización del papel en su copia, lo mismo harán algunos humanistas a finales del siglo XV, que entienden que la accesibilidad a los textos no es sinónimo de memoria ni de sabiduría, como así se expresa Micer Gonzalo en el prólogo al Catón en latín y en romance, publicado en Zaragoza por Pablo Hurus en 1494:

E codiciaría mucho que viéssemos en nuestros días algún excelentísimo e maravilloso hombre en alguna facultad que se egualasse en aquella con los antiguos, pues Dios nos ha fecho gracia que en nuestros tiempos hayamos tanta abundancia de libros latinos, griegos e arábigos, en todas las facultades; e paréceme que ha acaecido el contrario: que los ingenios se han encogido e aloquecido después de la abundancia de los libros, como en otro tiempo, cuando havía pocos, se descubrían muy grandes ingenios.








ArribaAbajoSuele haber no pocas diferencias y voces

Cristóbal Súarez de Figueroa, en el discurso que dedica a los impresores en su Plaza universal de todas las ciencias y artes (Madrid, 1615), casi un siglo después de la visión optimista de Jacobo Cromberger, ofrece una imagen certera de las distintas voces, los diferentes oficiales que se daban cita en el interior de una imprenta mientras se iban cumpliendo todos los pasos necesarios para hacer de una unidad (el original de imprenta) una diversidad (los distintos ejemplares que conforman una edición):

En suma, puedo decir ser tal arte [de la imprenta] no solo ingeniosísima y noble, sino del provecho público y particular que se sabe, y así digna de toda honra y estimación. La fatiga de todos sus oficiales es increíble, y no menor la de los autores mientras duran las impresiones de sus libros. Entre unos y otros suele haber no pocas diferencias y voces, nacidas así de las prolijidades de los primeros, como de las remisiones de los últimos; si bien en parte están disculpados por ser precioso en ellos cualquier instante de tiempo para la puntualidad de sus tareas, que suelen ser grandes. Mas al cabo pasan todas estas rencillas en mucha conformidad, satisfacción y agradecimiento.


El libro impreso es heredero del códice medieval. Incluso el incunable -esos libros impresos antes de 1500-, lo imita en sus formas externas, siendo habitual que el miniaturista trabaje del mismo modo en los códices copiados a finales del siglo XV o en los impresos de la época. Pero lo que se ha transformado completamente es el método de trabajo y las personas que lo pueden llevar a cabo, ya que se incorpora un nuevo mecanismo de copia, la prensa, con sus propias necesidades y operarios. En la copia manuscrita -incluso en la más industrial avant la lettre como es el caso de los pecia universitarios- se parte de un códice -el modelo de copia- para, a través de la vista, la memoria y la calidad de escritura de un (o varios) copista, llegar a un nuevo códice: la copia manuscrita. El cuaderno es la unidad para realizar esta operación, en la que no existen limitaciones técnicas -el copista puede copiar más allá de la caja de escritura, reducir o ampliar el tamaño de las letras, su separación, etc.-, aunque sí de naturaleza codicológica y de calidad de la misma. En cambio, en la imprenta, en esta nueva tecnología, la unidad de copia es el pliego -o si se quiere ser más preciso, cada una de las caras de un pliego-, que es la medida de papel que puede ser utilizado en la prensa. Este pliego que marca el formato de los libros (folio, si sólo se doblaba una vez, resultado dos hojas y cuatro páginas; cuarto, si se hacía en dos ocasiones, dando como resultado cuatro hojas y ocho páginas, y así sucesivamente), también era el que imponía la colocación de los moldes para constituir una forma tipográfica (que se correspondería con cada una de las caras del pliego). El modo de impresión habitual a lo largo de la imprenta manual -desde su nacimiento hasta el siglo XIX- era por formas, y en su proceso participaban varios oficiales: el componedor (o cajista), que era el encargado no sólo de «convertir» en tipos las letras manuscritas (o impresas) que tenían en su original de imprenta, sino también -y esto no hemos de olvidarlo nunca- de «contar el original», es decir, de transformar la unidad textual de los cuadernos -la unidad básica que utilizaban los copistas en el ámbito de la transmisión manuscrita- en otras tantas pequeñas unidades, que debían corresponderse con las distintas páginas del libro impreso, que al ser distribuidas, de un modo determinado y preciso, por cada una de las caras del pliego (la llamada forma tipográfica) y al ser dobladas estos después de impresos, se restituyera la unidad textual del original. Junto al cajista, contamos con el corrector, que tiene dos tareas asignadas en el taller: puede ser el encargado de preparar el «original de imprenta» (puntuación, actualización lingüística y del contenido, etc.), pero sobre todo, es quien se encarga de corregir las erratas que se hubieran podido escapar en el proceso de impresión. Y por último, contamos con el tirador y el batidor, los oficiales encargados de hacer funcionar la prensa, que hacen operativa esta tecnología a un ritmo suficiente como para poder tener ocupados al resto de los oficiales que trabajan en el taller. Al margen dejamos al librero, al gerente de la imprenta e, incluso, al autor, que también podrían estar participando -con esas no pocas diferencias y voces- en la multiplicación de los libros impresos. De la relación directa del copista con su modelo -varios copistas pueden trabajar en la copia de un mismo testimonio manuscrito, pero en cada momento, la copia sólo la puede estar realizando uno-, ahora pasamos a un trabajo en cadena en que toda «remisión» podía tener consecuencias desastrosas para los ritmos de trabajo del resto de los operarios; aspecto este esencial si tenemos en cuenta que la imprenta es una industria, un negocio del que tan sólo se obtendrán beneficios cuando los ejemplares puedan ponerse a la venta, después de haber pasado todos los controles legales pertinentes, que comienzan con la petición de licencia (y privilegio) de impresión y que terminan con la fe de erratas y con la tasa, que estipulaba un único precio de los libros a partir del número de pliegos de papel utilizados en su impresión.

Don Quijote en la segunda parte de la obra cervantina, en concreto en el capítulo 62, tiene una de esas experiencias que todo personaje de ficción ansiaría: entrar en el espacio en que sus aventuras -su vida- se convierte en libro, en centenares de libros, que le multiplicarán a él en los ojos y las imaginaciones de miles de lectores. Y Cervantes, con esa maestría que está reservada a los grandes genios, tan sólo con unas líneas es capaz de describir de manera precisa el interior de una imprenta manual, cualquiera de las que, a lo largo y ancho del siglo XVI, multiplicaron los libros de caballerías por toda Europa. Es un pasaje bien conocido, pero siempre es un placer volver a recordarlo, a leerlo:

Sucedió, pues, que yendo por una calle alzó los ojos don Quijote y vio escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: «Aquí se imprimen libros», de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta alguna y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo su acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en esta, enmendar en aquella, y, finalmente, toda aquella máquina que en las emprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón y preguntaba qué era aquello que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales; admirábase y pasaba adelante.


(DQ, II, cap. 62)                





ArribaAbajoLos primeros impresos caballerescos: Burgos, Valencia... ¿y Sevilla?

La imprenta llegó a España de la mano renovadora de los Reyes Católicos. De la Maguncia de los años sesenta del siglo XV, los oficiales alemanes fueron llevando este nuevo arte a toda Europa; primero a diferentes ciudades alemanas (Estrasburgo y Bamberg en 1460), y de ahí a Italia (el Monasterio de Subiaco desde 1464 y a Roma unos años después), a Francia (París, en la Sorbona desde 1469), Holanda y Bélgica (a partir de 1473) o a Inglaterra (a partir de 1477). A España, como a tantas ciudades europeas, la imprenta llegó vinculada a la Iglesia, a sus necesidades de difusión tanto de los textos litúrgicos como de los legales. En 1472, Juan Parix imprimió en tierras segovianas el primer libro en suelo hispánico: El sinodal de Aguilafuente.

Los Reyes Católicos, como ya sucedía en la legislación castellana del siglo XIV, van a potenciar el comercio y la distribución por Castilla y Aragón de los libros manuscritos e impresos en Europa, los conocidos como «libros internacionales», dado que atendían, en latín, a materias universitarias, científicas, religiosas, teológicas, litúrgicas, de derecho... que abarcaban un amplio abanico de compradores. Y así en las cortes de Toledo de 1480 van a promulgar que los libros puedan importarse sin tener que pagar alcabalas, impuestos, dando rango de ley a las provisiones reales que se habían difundido unos años antes sobre el mismo tema: «Considerando los Reyes de gloriosa memoria cuánto era provechoso e honroso que a esos sus reinos se truxesen libros de otras partes, para que por ellos se hiziesen los omnes letrados, quisieron e ordenaron que de los libros no se pagase alcabala». Pero, al mismo tiempo, en los libros que venían de Europa -y de los que ya se comenzaban a imprimir en diferentes ciudades españolas, como Segovia (1472), Barcelona (1473), Valencia (¿1473?), Zaragoza (1475), Sevilla (1477), Tortosa (1477) o Lérida (1479)-, junto a ese «provecho y honra» podían también introducirse ideas y pensamientos que inquietaban a los principios de la monarquía cristiana que querían imponer los Reyes Católicos, con lo que, desde épocas muy tempranas, se estableció un férreo control sobre lo que se imprimía y se importaba, a partir de la pragmática de 1502, que instauraba un sistema que se fue complicando y perfeccionando a lo largo de la centuria: no podía ni imprimirse ningún libro sin haber previamente solicitado y obtenido la licencia real, así como no podía venderse ningún libro impreso en el extranjero sin haber sido examinado por los censores del estado. Estas normativas, que con brillantez ha estudiado Fermín de los Reyes, se irá perfeccionando con el tiempo, hasta llegar a la famosa pragmática de 1558, en la antesala del reinado de Felipe II.

Pero volvamos a los libros, a los textos impresos en estos primeros decenios de la introducción y de la difusión de la imprenta en suelo peninsular. En época incunable, en este paso de la visión de impresores que iban de ciudad en ciudad con sus prensas y utensilios, allí donde se requerían sus esfuerzos, a la de talleres de impresión que, poco a poco, se van estableciendo en ciudades y organizando redes, cada vez más complejas, de distribución, encontraremos una de las características de la imprenta hispánica: la especialización. Por un lado, al quedar al margen del rentable negocio del «libro internacional» -debido, entre otras causas, al alto coste del papel, que, en su mayor parte, debía importarse de Italia-, la incipiente industria editorial hispánica se tendrá que especializar en la edición de obras vernáculas, en especial, en castellano y en catalán. Del estudio de la producción de esta época, muy bien conocida desde los trabajos de Haebler a principios del siglo XX, se habla de un porcentaje de más de un cincuenta por ciento de la producción en estas dos lenguas, frente a lo que sucede en otras imprentas europeas, que ofrecen el siguiente porcentaje de edición en lengua vernácula: el 21 por ciento para Italia, el 24 por ciento para Alemania o el 35 por ciento para Francia. Y por otro lado, se va a consumar, lo que será algo habitual en el siglo XVI, una especialización de ciudades y talleres de impresión para la edición de unos tipos determinados de obras. Las prensas situadas en ciudades universitarias, como Salamanca, se volcarán en la edición de los textos -muchos de ellos latinos-, que demandaban estudiantes y profesores; mientras otras se irán especializando en obras literarias, más o menos populares, como sucede con Burgos. Vale la pena detenerse un momento en esta ciudad castellana, ya que en ella se imprimirán dos de los textos caballerescos incunables que hemos conservado: el Baladro del sabio Merlín (1498) y Oliveros de Castilla (1499), salidos de los talleres de Juan de Burgos y de Fadrique de Basilea, respectivamente. Este último puede ser un buen ejemplo de los modos de difusión de la tecnología de la imprenta por toda Europa: trabajó en Basilea en 1472 en el taller de Michael Wenssler, y se trasladó a Castilla siguiendo el camino de nuevos horizontes de trabajo -quizás con una escala en el sur de Francia-; se estableció en Burgos porque allí encontró el apoyo de los eclesiásticos y del cabildo, que no dejaron de proporcionarle trabajo, desde un primer contrato fechado en 1482 para la impresión de dos mil ejemplares de bulas de indulgencias o de reliquias, de las que, lamentablemente, no se ha conservado ningún ejemplar. El primer libro que sale con su nombre en el colofón será la Grammatica latina de Andrés Gutiérrez Cerezo en 1485 y mantendrá activo su taller hasta 1518. Se trata de uno de los talleres hispánicos más activos: hasta 1501 se contabilizan hasta 54 impresiones, alternando su producción entre las obras pedidas o destinadas al cabildo burgalés y obras literarias en lengua vernácula, en que destacan las de ficción sentimental, el gran género narrativo del momento, como las obras de Diego de San Pedro: Cárcel de amor (1496) o el Tratado de amores de Arnalte y Lucenda (1491), sin olvidar el Doctrinal de caballeros (1487) de Alonso de Cartagena o la Celestina de Fernando de Rojas (cuya fecha de 1499 ahora se ha adelantado a principios del siglo XVI) o la Crónica de España (1487) de Diego de Valera; en este contexto vio la luz la primera edición de la traducción al castellano de Le livre de Olivier de Castille et de Artus Dalgarbe, son tres loyal compagnon (Ginebra, 1482, con reediciones), Oliveros de Castilla, terminado de imprimir el 25 de mayo de 1499.

Por su parte, Juan de Burgos, el segundo de los impresores de la ciudad, estuvo activo desde 1489 hasta 1502, con un paréntesis en Valladolid entre 1500 y 1501. En 1498 imprime en Burgos el Baladro del sabio Merlín, mientras que el 12 de febrero de 1501 termina de imprimir en Valladolid la primera edición del Tristán de Leonís, reutilizando los juegos de estampas que había usado para su edición del texto artúrico de 1498, y se le atribuye también una reedición del Oliveros de Castilla en 1501, de la que no hemos conservado ningún ejemplar. Una de las características más sobresalientes de las ediciones vernáculas burgalesas, tanto de Fadrique de Basilea como de Juan de Burgos, es la incorporación de estampas xilográficas -realizadas ex profeso para las mismas, ya sea a partir de modelos europeos o a partir de una particular lectura de los textos-. Así los encontramos en los textos caballerescos citados, pero también en otras obras profusamente ilustradas, como las salidas del taller de Juan de Burgos: Epílogo en medicina y cirugía de Ketham (1495), la Legenda aurea (1497 o 1499) o Los doce trabajos de Hércules de Enrique de Villena (1499).

Junto a Burgos, encontramos otros dos centros editoriales que darán a conocer obras caballerescas en época incunable: Valencia y Sevilla. Nicolás Spindeler, de nuevo un impresor alemán, comenzó su andadura profesional española en Zaragoza, en el taller de Mateo Flandro, donde coincide con Pedro Brun. Ambos abren taller conjunto en Tortosa en 1477 y al año siguiente ya los encontramos en Barcelona; en 1483 se instala en solitario en Tarragona. Su estancia en Valencia -desde 1489 a 1500- tiene un motivo: un contrato firmado en agosto de 1489 con Joan de Cervelló, Lluís Beltrán y Pere Trincher, para imprimir el Tirant lo Blanch de Martorell, edición que terminará de tirarse el 20 de noviembre de 1490, costeada finalmente por Juan Rix.

Y por último nos queda Sevilla, una de las ciudades llamada a ocupar un papel de liderazgo en la industria editorial castellana del siglo XVI; no se ha de olvidar que desde su puerto se centraliza todo el comercio con América y que en ella florecerá una de las dinastías editoriales más interesantes e influyentes durante todo el siglo XVI: la de los Cromberger, a la que tendremos ocasión de referirnos más adelante. En Sevilla se conocen tres imprentas desde 1477 hasta 1486 (regentadas por Alfonso del Puerto, Bartolomé Segura y Antonio Martínez), pero será a partir de 1490 cuando se instalen allí -según recuerdan ellos, por petición de la propia reina- los conocidos como los cuatro compañeros alemanes: Pablo de Colonia, Juan Pegnitzer, Magnus Herbst y Thomas Glockner. Su primera obra sevillana fue el Vocabulario universal en latín y en romance de Alonso de Palencia, de 1490. Obra, como tantas otras de la época, que está dedicada a la reina católica; en sus talleres se imprimieron textos tan importantes como la primera edición de la Cárcel de amor (1492) de Diego de San Pedro, que, como hemos visto, se reeditaría unos años después en Burgos. A partir de 1493, desaparece de los colofones el nombre de Pablo de Colonia, con lo que pasan a denominarse «Tres compañeros alemanes» que serán los que impriman dos historias caballerescas breves en 1498: La crónica del Cid Ruy Díaz (mayo) y la Historia de Enrique Fi de Oliva (20 de octubre). Un año después, Juan Pegnitzer y Magno Herbst, los «Dos compañeros alemanes» terminan de imprimir la Crónica del esforzado cavallero el conde Partinuplés, una historia caballeresca, que, como las anteriores, destaca por su formato en cuarto. A este grupo de impresores alemanes se les unirá en Sevilla por estos años, y también a petición de los Reyes Católicos, otros dos, que habían demostrado su pericia en talleres milaneses: Meinardo Ungut y Stanislao Polono; impresores importantes por las obras realizadas en sus talleres, como por ser el origen del famoso taller de Jacobo Cromberger, quien desde 1503 trabaja con Polono, y del que llegará a comprar sus materiales de impresión, mientras que años antes se había casado con Comincia, la viuda de Ungut, muerto en 1499.

Será en este ambiente empresarial y editorial, muy vinculado a los Reyes Católicos, donde algunos autores han situado la impresión de la princeps del Amadís de Gaula, según la refundición de Garci Rodríguez de Montalvo, de la que no hemos conservado ningún ejemplar. O quizás también debamos pensar en talleres asentados en Burgos o Valladolid, todas ellas imprentas vinculadas a Medina del Campo, ciudad de Garci Rodríguez de Montalvo, refundidor del texto medieval del Amadís.




ArribaAbajoLos libros de caballerías castellanos, columna vertebral de la imprenta hispánica

La imprenta hispánica, como hemos visto, necesitará de las obras vernáculas para poder sobrevivir, para encontrar su lugar en el complejo mundo editorial europeo, cada vez más productivo, más competitivo. Y el género de los libros de caballerías, en particular, y de la materia caballeresca en general -historias caballerescas breves, romancero, teatro, poemas, traducciones, narrativa espiritual caballeresca, etc.- se convertirá, por méritos propios, en uno de los géneros que alimentará la industria hispánica a lo largo del siglo XVI; tan sólo la picaresca -y después del éxito editorial del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán- gozará a principios del siglo XVII de una función similar.

La industria editorial hispánica, en todo caso, no supo (o no pudo) consolidar un entramado capitalista que le permitiera encarar la crisis financiera castellana de la segunda mitad del siglo XVI, que, para el campo editorial, se vio acompañada del corsé administrativo impuesto a partir de la Pragmática de 1558 sobre la impresión y venta de libros. Sólo se ha de recordar el desolador panorama que dibujan las visitas a las librerías del reino de Castilla ordenadas por Felipe II en 1572 para encontrar una imprenta hispánica que pudiera asumir el reto de la impresión de los nuevos textos emanados del Concilio de Trento, labor que, como se sabe, tuvo que realizarse desde los talleres de Plantino, que ya había impreso el Breviario para su difusión hispánica unos años antes, para darse cuenta de la situación de la industria editorial en suelo hispánico.

Pero esta es la situación final de este proceso, en que los libros de caballerías, con su tamaño en folio, cada vez encuentran menos espacio en los empobrecidos talleres de impresión hispánicos, y las reediciones sólo se harán de las obras que siempre han demostrado su éxito (los cuatro primeros libros de Amadís, algunas de las de Feliciano de Silva) y las que triunfan siguiendo el modelo del libro de caballerías de entretenimiento, a partir de las lecturas del Belianís de Grecia (1547) y de las distintas partes del Espejo de príncipes y caballeros, según la genial propuesta de Diego Ortúñez de Calahorra en 1555, dejando a un lado el caso portugués, donde lo caballeresco gozará -en diferentes lenguas- de una mayor presencia, tanto fuera como dentro de las prensas, que en el resto de los reinos que constituyen la Monarquía Hispánica. Antes de llegar a esta situación de empobrecimiento editorial -agravado por las crisis financieras de Felipe II-, no hay centro editorial ni gran taller tipográfico -o librero avezado- que no se haya acercado a los libros de caballerías como producto comercial con la intención de asegurar ventas, convertido este género editorial en una de las columnas vertebrales de la industria editorial hispánica, que ha de buscar en las obras vernáculas su camino de supervivencia. En el conjunto de la geografía española, encontramos algunos centros editoriales que sólo van a editar una obra caballeresca, como Cuenca, que dará a luz la editio princeps de uno de los textos más influyentes e interesantes: el Amadís de Grecia de Feliciano de Silva (en 1530), o Perpiñán: en los talleres de Sansón Arbús en 1585 se imprimirán las reediciones de los tres primeros libros de Renaldos de Montalbán; pero lo normal es que en ciudades como Sevilla, Valladolid, Salamanca, Burgos, Toledo, Alcalá de Henares, Medina del Campo, Valencia, Zaragoza... sean varios los impresores y talleres que se disputen la impresión ya sea de las novedades editoriales (que incluso pueden potenciar, como así sucede con la tercera parte del Espejo de príncipes y caballeros, impresa por primera vez en Alcalá de Henares en 1587) o de reediciones de obras que ya habían demostrado su éxito en otros centros editoriales, como todo lo que se mueve alrededor del ciclo de Amadís de Gaula; estrategia que resulta ser la más habitual entre las impresiones sevillanas; ciudades como Valencia, Barcelona o Valladolid resultan especialmente activas a la hora de arriesgarse a imprimir nuevos textos caballerescos, como se aprecia en el cuadro 1.

CIUDADFECHASN.º TALLERESN.º EDICIONESN.º PRINCEPS%
Alcalá de Henares1563-1588612217%
Barcelona1531-1576333100%
Bilbao15851100%
Burgos1498-1587710440%
Cuenca1530111100%
Estella15641200%
Medina del Campo1535-158649222%
Salamanca1510-1575510770%
Sevilla[1496]-158613771215%
Toledo1515-15809231252%
Valencia1516-154058788%
Valladolid1501-1602711982%
Zaragoza1508-16231114214%

Cuadro 1: Talleres de impresión hispánicos de libros de caballerías




ArribaAbajoEl género editorial caballeresco: una imagen externa

Los libros de caballerías, a pesar de contar con una variedad de más de setenta títulos diferentes, desde finales del siglo XV hasta las primeras décadas del siglo XVII, lo cierto es que mantienen una uniformidad formal que constituye una de sus características más sobresalientes, y que hacen que en la forma externa que lo configura como un género editorial fácilmente identificable por los lectores de la época, que mantiene sin grandes variantes ni variaciones a lo largo del siglo XVI. Otra cuestión es el contenido, tan rico en matices y en propuestas narrativas, como han puesto en evidencia estudiosos como Juan Manuel Cacho Blecua, M.ª Carmen Marín Pina o Emilio Sales Dasí.

El género editorial de los libros de caballerías se configura a partir de una serie de elementos, siempre los mismos: un formato (el folio, tan sólo en talleres de Italia y de Flandes encontraremos impresos en octavo, más cercanos a las formas editoriales de sus traducciones); una portada, en que sobresale una estampa xilográfica, en que dominan los siguientes motivos iconográficos: [1] el caballero jinete, [2] bélico, [3] heráldico, y [4] otros motivos, como los de un príncipe portando los atributos de la realeza y escenas cortesanas. En escasas ocasiones en las portadas caballerescas, en vez de grabados, se imprimen marcas tipográficas (Espejo de príncipes y caballeros, Zaragoza, Esteban de Nájera, 1555), grabados de serie numerosa (Oliveros de Castilla, Sevilla, Jacobo Cromberger, 1507, Baldo, Sevilla, Dominico de Robertis, 1542 y Lisuarte de Grecia, Sevilla, Dominico de Robertis, 1548), o figurillas (Lisuarte de Grecia, Sevilla, Jacobo y Juan Cromberger, 1526).

En cualquier caso, el motivo del caballero jinete es el más habitual en las portadas de los libros de caballerías, entre los que hemos llegado a individualizar hasta treinta y cuatro estampas diferentes. La identificación de algunas imágenes con textos pertenecientes a un ciclo (como el de Renaldos de Montalbán, por ejemplo) dan idea, de nuevo, de la especialización de los centros editoriales y de los productos que sacan al mercado. Esta identificación del grabado con el contenido caballeresco, llevó a algunos impresores -o editores- a intentar presentar con los ropajes propios del género editorial de los libros de caballerías, texto que poco (o nada) tenían que ver con ellos, como algunas crónicas, reelaboraciones de relatos medievales -como el Libro del Caballero Zifar, impreso por Jacobo Cromberger en 1512- o de textos de difícil adscripción genérica como el curioso (y más que interesante) Triunfo de los nueve varones de la Fama. También puede suceder lo contrario: libros de caballerías que se alejan de esta imagen para acercarse a la de las crónicas, que suelen llevar en sus portadas un escudo nobiliario. No es casualidad que la mayoría de estas impresiones lo sean de libros que, de un modo o de otro, intentan superar el paradigma del Amadís de Gaula, como el Florisando de Páez de Ribera (sexta parte del ciclo de Amadís de Gaula), impreso en Salamanca por Juan de Porras en 1510.

Al margen de este elemento iconográfico, no hay ningún otro en la descripción de un libro de caballerías que le sea particular: ni el tipo de letra, ni la distribución del texto en dos columnas, ni la disposición de capítulos o la posibilidad -cada vez más escasa- de incluir estampas xilográficas junto al texto... pero lo cierto es que ningún lector de la época tendría duda en reconocer un libro de caballerías si se lo encontrara delante. Así no lo tienen el cura y el barbero -gran aficionados a su lectura, como el propio hidalgo Alonso Quijano-, cuando entran en el «aposento» donde se encuentra su biblioteca, ni tampoco cuando el barbero señala en una estantería otros que son más pequeños, ante lo que el cura afirma: «Estos no deben de ser de caballerías, sino de poesía».

El mantenimiento de una forma externa en el género editorial caballeresco puede explicarse por una práctica habitual: la reedición. La edición princeps de un libro, la primera que se realiza en letras de molde, se lleva a cabo sobre un manuscrito, el conocido como «original de imprenta»; manuscrito con anotaciones del corrector, del componedor, del secretario del Consejo Real, por lo que normalmente se destruye cuando pasa a ser impreso. Su conservación, como así ha sucedido, ha sido más fruto del azar que de una verdadera costumbre. Pero cuando se trata de reeditar un libro impreso, el modelo no será el manuscrito sino una edición anterior, en donde la cuenta del original se lleva a cabo de modo más fácil, como así lo explica Alonso Víctor de Paredes en su Institución y origen del arte de la imprenta, opúsculo del siglo XVII que escribe/imprime como «reglas generales para los componedores»:

Si el original que se ha de contar es impresso, y viene renglón por renglón, tampoco tiene dificultad: porque si no viene deste modo, se ha de componer algunos renglones, para ver si de ocho renglones se hazen siete, de quatro cinco, ò de cualquier modo que viniese, haziendose de mas menos, ò de menos mas, de ese modo se ha de contar; en cuyas cuentas no me parece que avrà necesidad de tratar mas dellas.


(f. 36v)                


Esta fórmula de reedición, la de «plana y renglón» es la más común y fácil, pero en otras ocasiones la reedición supone una mayor intervención del corrector, como sucede con la reedición parcialmente corregida: se modifica la lengua, algunas lecturas del modelo y en ocasiones la propia tipografía, todo con la finalidad de «actualizar» un producto comercial, la de hacer más atractivo un texto ya reeditado con anterioridad. En el caso del género editorial caballeresco es difícil suponer una intención purista, de ofrecer un texto más legible y enmendado, aunque en algunas ocasiones así se indica en las portadas o los íncipit. Cuestión de marketing, al fin de cuentas. Como sucede con los manuscritos que sirven de base a las princeps, estas ediciones corregidas, anotadas por el corrector y por el componedor, se destruían... pero no todas. La Biblioteca Nacional de España conserva el único ejemplar conocido de la reedición de los cuatro primeros libros de Amadís de Gaula que el 9 de febrero de 1563 acabara de imprimir en su taller burgalés Pedro de Santillana (R-2.535); un ejemplar excepcional, y no sólo porque sea el único superviviente de esta edición, sino porque en sus páginas encierra las correcciones y enmiendas que se llevan a cabo para la reedición que Pedro Lasso realizó del libro que, a costa de los libreros Lucas de Junta y Vicenzo de Portonaris, terminara de imprimir en 1575 en su taller salmantino, del que también se conserva un ejemplar en la Biblioteca Nacional de España.

El hecho de contar con un «original de imprenta impreso» impone, en la mayoría de los casos, que la reedición salga a la luz con una forma externa similar a su modelo. De este modo, cualquier cambio, cualquier variante en el modelo, conllevaba unas enormes consecuencias en el esfuerzo de modificar el producto; esfuerzo que en el género editorial caballeresco no merece la pena en la mayoría de los casos. Este aspecto, unido a que en su mayoría las reediciones de un libro se realizaban en un mismo taller, explica que la imagen externa de los libros de caballerías se mantenga inalterable a lo largo de tantos decenios durante el siglo XVI. Por otra parte, cuando se pasa a mediados de la centuria a un modelo externo dominado por la letra romana (con las enormes consecuencias textuales y tipográficas que ello supone), este cambio se va a consumar en el momento en que los talleres tipográficos están o en pleno movimiento de decadencia o en expansión: los que habían dominado la industria editorial en la primera mitad del siglo XVI, como sucede con los Cromberger en Sevilla, han sucumbido ante la crisis; los nuevos que se instalan, en especial en la corona de Aragón (Zaragoza y Barcelona), lo harán con las letrerías romanas, y darán a conocer nuevos libros de caballerías, sólo reeditando aquellos de seguro éxito, como los pertenecientes al ciclo de Amadís de Gaula, y no todos.

Pero la «reedición» sólo permite concretar causas de pervivencia de ciertas características tipográficas en cualquier género editorial. Estamos obligados, por tanto, a encontrar una causa particular para explicar por qué el género editorial caballeresco mantuvo unas formas propias e inidentificables en más de un siglo de vida. Aquí es donde debemos recoger los continuos comentarios que hemos ido dejando caer en las páginas precedentes, que colocaban las numerosas impresiones caballerescas de la dinastía sevillana de los Cromberger en un lugar central de nuestra argumentación. Como sucederá también con los títulos que se imprimen, los Cromberger no llegan a inventar nada, pero son ellos los que permiten su consolidación. Por este motivo, bien puede afirmarse que la imagen externa del género editorial caballeresco, su consolidación y mantenimiento, se debe en gran medida a los impresos salidos de la imprenta de la dinastía sevillana de los Cromberger, desde su fundador, Jacobo (activo desde 1503 hasta 1528), a su hijo, Juan (1525-1545) y su nieto, Jácome (1546-1553), que llegaron a cuarenta y ocho, como puede apreciarse en la siguiente relación. No hay taller que pueda comparársele, ni dentro ni fuera de Sevilla:

1507Oliveros de Castilla, Jacobo Cromberger (4 de junio)
1509Oliveros de Castilla, [taller de los Cromberger]
1510Las sergas de Esplandián, Jacobo Cromberger, (31 de julio)
Oliveros de Castilla, Jacobo Cromberger (20 de noviembre)
1511Amadís de Gaula, ¿Jacobo Cromberger? (20 de marzo)
Tristan de Leonís, Jacobo Cromberger
1512Guarino Mesquino, Jacobo Cromberger
1525Lisuarte de Grecia (VII) (Feliciano de Silva), Jacobo y Juan Cromberger (9 de octubre).
Renaldos de Montalbán (I-II), Jacobo Cromberger
1526Amadís de Gaula, Jacobo y Juan Cromberger (20 de abril)
Lisuarte de Grecia (VIII) (Juan Diez), Jacobo y Juan Cromberger (25 de septiembre)
1527Clarián de Landanís (parte I/libro I), Jacobo y Juan Cromberger (15 de febrero)
1528Tristán de Leonís, Juan Cromberger (4 de noviembre)
1531Amadís de Gaula, Juan Cromberger (22 de junio)
1533Renaldos de Montalbán (III), Juan Cromberger (25 de mayo)
Tristan de Leonis, Juan Cromberger (4 de noviembre)
Espejo de caballerías (II), Juan Cromberger
1534Lepolemo (I), Juan Cromberger
1535Amadis de Gaula, Juan Cromberger (22 de junio)
Clarián de Landanís (parte I/libro II), Juan Cromberger
Oliveros de Castilla, Juan Cromberger
1536Florisel de Niquea (X) (Feliciano de Silva), Juan Cromberger
Palmerín de Olivia (I), Juan Cromberger
1539Amadís de Gaula, Juan Cromberger (8 de mayo)
1540Palmerín de Olivia (I), Juan Cromberger (15 de septiembre)
Primaleón (II), Juan Cromberger (difunto)
1541Renaldos de Montalbán (III), herederos de Juan Cromberger
1542Las sergas de Esplandián, herederos de Juan Cromberger (31 de marzo)
Amadís de Grecia (IX) (Feliciano de Silva), herederos de Juan Cromberger (27 de junio)
Lepolemo (I), herederos de Juan Cromberger
1545Renaldos de Montalbán (III), Juan Cromberger (15 de septiembre)
Cirongilio de Tracia, Jácome Cromberger (17 de diciembre)
Espejo de caballerías (I), herederos de Juan Cromberger
1546Florisel de Niquea (XI/parte III) (Feliciano de Silva), herederos de Juan Cromberger, 1546 (6 de marzo)
Florisel de Niquea (X) (Feliciano de Silva), Jácome Cromberger (25 de octubre)
1547Amadís de Gaula, Jácome Cromberger
Palmerín de Olivia (I), Jácome Cromberger (28 de junio)
1548Renaldos de Montalbán (III), Jácome Cromberger (25 de abril)
1549Amadís de Grecia (IX) (Feliciano de Silva), Jácome Cromberger
Espejo de caballerías (II), Jácome Cromberger (27 de febrero)
Las sergas de Esplandián, Jácome Cromberger (13 de diciembre)
1550Lisuarte de Grecia (VII) (Feliciano de Silva), Jácome Cromberger (19 de enero) Espejo de caballerías (III), Jácome Cromberger (11 de marzo)
Renaldos de Montalbán (III), Jácome Cromberger
1551Rogel de Grecia (XI/parte III) (Feliciano de Silva), Jácome Cromberger (9 de mayo)
Espejo de caballerías (I), Jácome Cromberger
1552Amadís de Gaula, Jácome Cromberger (4 de octubre)
1553Palmerín de Olivia (I), Jácome Cromberger (22 de julio)

Al margen de algunos libros originales salidos de sus prensas, que en la mayoría de los casos nunca fueron reeditados (Guarino Mesquino de 1512, Lisuarte de Grecia de Juan Díaz en 1526 o Cirongilio de Tracia de Bernardo de Vargas en 1545), la imprenta de los Cromberger se caracteriza por reeditar los libros de caballerías más exitosos de la primera mitad del siglo XVI, como el ciclo del Amadís de Gaula (al margen del libro VI de Páez de Ribera, el Florisando, que imprimiera en Toledo Juan de Porras en 1510), el del Palmerín de Olivia o la serie de Renaldos de Montalbán o la de Espejo de caballerías.

Dada la posición predominante en la imprenta hispánica en la primera mitad de la centuria, el control que mantiene del comercio de libros con América, siendo Juan Cromberger quien abre en México la primera imprenta manual, el éxito de los libros impresos y su influencia directa en otros talleres sevillanos muy vinculados también al mundo caballeresco, como es el de Juan Varela de Salamanca y el de Domenico de Robertis, hacen de la imprenta de los Cromberger la causa particular que conforme la imagen externa del género editorial caballeresco. Imagen que incluso se exportará a tierras italianas, lo que no es habitual en la época, como la reedición de los cuatro primeros libros de Amadís de Gaula impresa en Roma en 1519 pone de manifiesto, ya que no sólo se va a copiar la forma externa de los libros cromberguianos, sino también los grabados tanto de portada como interiores de su más que probable modelo sevillano.




ArribaEl éxito de un género editorial más allá de la decadencia de la industria editorial hispánica

El formato en folio de los libros de caballerías, así como su abultado número de páginas -muchos de ellos con más de doscientos folios-, hace que su adquisición no estuviera al alcance de todo el mundo, teniendo en cuenta que el precio de los libros se estipulaba, mediante la tasa, por el número de pliegos utilizados en su impresión. Fernando Colón (1488-1539) dedicó gran parte de su vida a reunir una «biblioteca universal»; sus registros son una fuente inagotable de datos, de ediciones de las que no conservamos ningún otro testimonio -entre ellas, varios libros de caballerías-, así como de detalles del lugar de la compra y del precio que se pagó, tal y como aparece en el conocido como Registrum B, en que se indican algunos precios de ejemplares caballerescos:

  • Sergas de Esplandián (1510) y Florisando (1510): «costaron juntamente con el sexo lib. de Amadis 13 reales (442 mrs. [=maravedís]) en Valladolid por setiembre de 1514»
  • Lisuarte de Grecia (1514): «Costó en Valladolid 130 mrs por noviembre de 1514»
  • Arderique (1517): «Costó en Medina del Campo 85 mrs a 21 de noviembre de 1524»
  • Clarían de Landanís (II) (1524): «Costó en Madrid seis reales y m.º (221 mrs.) por hebrero de 1525»
  • Clarián de Landanís (III) (1524): «Costó encuadernado en pergamino en Madrid siete reales (238 mrs): por março de 1525»
  • Floriseo (I-II) (1516): «Costó 128 mrs en Medina del Campo por junio de 1518»
  • Primaleón (1524): «Costó en Salamanca cinco reales y m.º (187 mrs) a 18 de abril de 1525»
  • Tristán de Leonís (1520): «Costó en Valladolid 68 mrs a 12 de noviembre de 1524»...

Entre ellos, los hay de pocos folios (Tristán cuenta con 74 folios) y algunos más extensos (Primaleón de 1524, que tiene 239 folios). Klaus Wagner, al estudiar los libros de caballerías en la biblioteca del hijo de Colón, indica algunos precios orientativos de la época, para poder situarlos en su contexto: la libra de ternera oscilaba entre 7 y 15 mrs; la de un pollo entre 20 y 35 mientras que la de la perdiz era de unos 25 mrs; el pan entre 2,5 y 3 mrs, mientras que unas calzas normales podían costar cerca de 40 mrs, mientras que el médico podía cobrar unos 136 mrs (4 reales) por una visita y el barbero unos 34 mrs por sacar una muela... Las historias caballerescas breves, precisamente por su menor extensión y su formato en cuarto (con los mismos pliegos se consiguen el doble de páginas), podían adquirirse por un precio menor, mucho menor:

  • Crónica popular del Cid (1509): «Costó en Sevilla 18 mrs»
  • Fernán González (1509): «Costó 6 mrs en Sevilla»
  • Historia de la reina Sevilla (1521): «Costó en Medina del Campo 15 mrs. A 19 de noviembre de 1524»
  • Clamades (1521): «Costó en Medina del Campo 8 mrs. A 19 de noviembre de 1524»...

Por eso no extraña que, en la segunda mitad del siglo XVI, cuando la industria editorial hispánica comienza a hacer aguas -como lo muestra el declive de la dinastía de los Cromberger-, los impresores y editores ensayen diferentes estrategias para poder seguir sacándole provecho a los libros de caballerías, sin tener que modificar su forma externa, la que le ha caracterizado como género editorial: por un lado, la reedición de obras que han demostrado su éxito en los años anteriores -como el Amadís de Gaula de Montalvo o el Amadís de Grecia de Feliciano de Silva- y las que comienzan a triunfar en los nuevos modelos literarios dentro del género caballeresco que se conoce como «de entretenimiento», entre las que destaca el Espejo de príncipes y caballeros, cuya última reedición se data en Zaragoza en 1623; algunas obras originales impresas en esta época, o se deben a su vinculación a estas obras (Febo el Troyano de Esteban Corbera en 1576), o al hecho de que fueran costeadas por sus autores, como Juan de Silva y Toledo, autor del último libro original impreso, Policisne de Boecia (1602), dejando a un lado, por supuesto, a Cervantes y su primera parte del Quijote (1605). Por otro lado, se abaratará el precio de la inversión para publicar estos extensos infolios utilizando un papel de peor calidad y los tipos gastados de las prensas -lo que sucede en muchas ediciones vallisoletanas, que acercan la calidad de los productos editoriales, que no su formato, a la de las historias caballerescas breves-, al tiempo que se divide el texto en varios libros -siguiendo el modelo literario del Amadís de Gaula- para así poder venderlos por fascículos, con lo que hay una total correspondencia entre el término de las partes literarias con el final de los cuadernos. Estrategias que hablan más de una imposibilidad de la industria editorial hispánica para seguir asumiendo la inversión necesaria para poder dar a conocer reediciones o nuevos textos caballerescos que de un cambio en el gusto del público, cuya evolución se ha dibujado, hasta ahora, como una línea de decadencia que comienza a principio de siglo con la alta nobleza -con la figura del emperador Carlos V como máximo representante- hasta llegar a interesar sólo a las clases más populares al terminar la centuria. La escasez de títulos caballerescos desde los años sesenta en las prensas hispánicas -las europeas están entretenidas en dar a conocer traducciones y continuaciones caballerescas en sus respectivas lenguas-, han hecho pensar en que el público noble daba la espalda a este género, acercándose a nuevas modalidades narrativas: la picaresca, la celestinesca y, sobre todo, los libros de pastores, con la Diana de Jorge de Montemayor al frente. Todos ellos, «pequeños libros», es decir, en formato cuarto u octavo, con lo que no era necesaria una gran inversión económica para poder sacarlos a la luz de las librerías y de las plazas públicas. Los libros de caballerías, los nuevos libros de caballerías, que se siguieron escribiendo hasta los años treinta del siglo XVII, tuvieron que buscar nuevos modos de difusión, encontrando en el universo del manuscrito su modo de supervivencia. Son casi veinte los textos caballerescos manuscritos, desde principios del siglo XVI (Crónica de Adramón y Marsindo) hasta años posteriores a 1623 (Quinta parte de Espejo de príncipes y caballeros) los que hemos conservado; la mayoría de ellos, obras que se escribieron y se difundieron (en el ámbito más reducido que el espacio de las letras de molde) justo en el momento en que la industria editorial hispánica daba la espalda a la posibilidad de dar a conocer nuevos títulos de libros de caballerías, por más que algunos de ellos continuaran ciclos exitosos, como esa Quinta parte del Belianís de Grecia, que se conserva en la Biblioteca Nacional de España.

A pesar de la decadencia de la industria editorial hispánica -especialmente la castellana-, y de la paulatina escasez de impresiones caballerescas, las ediciones caballerescas pueden aún comprarse en las librerías de la época, como se aprecia en algunos de sus inventarios. En el de la librería de Benito Boyer, a su muerte en 1592, se encuentran numerosas entradas de libros de caballerías:

  • [1] trece Amadis de gaula, folio a ciento y cinquenta y cinco son dos mil y quince
  • [2] cinquenta y tres Cauallero de la Crux su primera y segunda parte a ciento y vente pliegos son seys mil y trecientos y sesenta
  • [3] cinquenta y nueue Cauallero del febo tercera parte folio a ciento y ochenta pliegos son diez mil y seyscientos y vente
  • [4] trenta y uno Cauallero de la Crux primera parte folio a cinquenta y seys pliegos son mil y sietecientos y trenta y seys
  • [5] tres Cauallero del febo primera y segunda parte folio a ducientos y treynta y quatro pliegos son sietecientos y dos
  • [6] diez y ocho don Christalian folio a ciento y sesenta y dos pliegos son dos mil y nueuecientos y diez y seys
  • [7] trenta y quatro Don florisel de niquea segunda parte de la quarta folio a ochenta y seys pliegos son dos mil y nueuecientos y vente y quatro
  • [8] seys don florisel de niquea tercera parte folio a ciento y quarenta y quatro pliegos son ochocientos y sesenta y quatro
  • [9] un Don Belianis complido folio ducientos y trenta y ocho pliegos
  • [10] un don belanis primera y segunda parte folio y diez y nuebe pliegos
  • [11] sesenta y dos espejo de Caualleria folio a ciento y nouenta pliegos son once mil y sietecientos y ochenta
  • [12] dos espejo de principe folio a ciento y once pliegos son ducientos y vente y dos
  • [13] nueue Lisuarte de grecia folio a cinquenta y seys pliegos son quinientos y quatro
  • [14] trenta y nueue Lisuarte de greçia folio a sesenta pliegos son dos mil y trecientos y quarenta
  • [15] diez y nueue oliuante de Laura folio a ciento y trenta y dos pliegos son dos mil y quinientos y ocho
  • [16] setenta palmarin de oliua folio a nouenta y seys pliegos son seys mill y sietecientos y vente
  • [17] quarenta y tres primaleon folio a ciento y diez y ocho pliegos son cinco mil y setenta y quatro
  • [18] sesenta trapisonda folio a setenta y dos pliegos son quatro mil y trecientos y vente
  • [19] dos don florisel de niquea folio pergamino a sesenta y siete pliegos son ciento y trenta y quatro y ciento y dos mrs


En total, quinientos veinticinco ejemplares de libros de caballerías castellanos, casi tantos como los que actualmente se pueden consultar en las bibliotecas de todo el mundo.

Otro indicio de la lectura continuada del género caballeresco a finales del siglo XVI y principios del XVII lo encontramos en los listados de libros que se siguen llevando a América para su venta, a pesar de las continuas prohibiciones. Entre los casi mil libros que se envían a Francisco de Saavedra el 7 de enero de 1594, encontramos numerosos libros de caballerías:

  • [12] «las primeras partes del Caballero del Febo en un cuerpo»
  • [12] «la tercera parte del Caballero del Febo»
  • [8] «primera y segunda parte de don Belianís»
  • [8] «tercera y cuarta parte de don Belianís»
  • [12] «Espejo de caballerías, todas tres partes en un cuerpo»
  • [12] «Olivante de Laura»
  • [8] «Los cuatro libros de Amadís»
  • [4] «Las sergas de Esplandián»
  • [4] «Lisuarte de Grecia»
  • [8] «Primera y segunda parte de Florisel de Niquea»
  • [6] «Florisel de Niquea, primera parte de la cuarta»
  • [5] «Segunda parte de la cuarta parte de don Florisel»
  • [6] «Tercero de don Florisel de Niquea»
  • [8] «Primaleón y don Durados»
  • [8] «Primera y segunda parte del Caballero de la Cruz»
  • [10] «Don Cristalián y Lucescanio»
  • [6] «Palmerín de Oliva»
  • [8] «Demanda del Santo Grial en dos cuerpos»


Igualmente interesante es el documento aportado por Leonard en su magnífico Los libros del conquistador en que se indica los libros que Francisco de la Hoz se compromete a llevar a Lima de vuelta a su viaje a España, en que no sólo indica los libros que se solicitan sino los que todavía permanecen sin vender en la librería de Juan Jiménez del Río; documento fechado el 22 de febrero de 1583 en la Ciudad de los Reyes, y que presenta seis entradas de libros de caballerías:

  • «8 don Belianís de Grecia, primera y segunda parte no traiga tercera ni cuarta porque acá hay muchas encuadernadas en pergamino»
  • «12 Caballero del Febo que tengan los principios de colores encuadernadas en pergamino»
  • «12 Caballero de la Cruz encoardenados en pergamino»
  • «6 Olivantes de Laura, príncipe de Macedonia, encuadernados en pergamino»
  • «6 Cuatro de Amadís que son seis cuerpos y cada cuarto de Amadís es un cuerpo encuadernados en pergamino»
  • «6 Felixmarte de Arcania y lo que más hubiere salido d'él hasta oy encuadernados en pergamino»


A estos habría que sumar la traducción del Caballero Determinado de Olivier de la Marche (6 ejemplares), El verdadero suceso de la famosa batalla de Roncesvalles de Francisco Garrido de Viena (6 ejemplares), el Orlando enamorado de Boyardo (6 ejemplares), el Orlando determinado de Martín Abarca de Bolea (6 ejemplares) y el Orlando Furioso, de Ariosto (6 ejemplares), sin olvidar numerosas de las historias caballerescas breves, que entran dentro de un curioso epígrafe final: «20 resmas de menudencias», que se piden que «sean de Alcalá o de otra impresión buena».

Por último, y como dato curioso de la pervivencia de la lectura de los libros de caballerías a finales del siglo XVI, podemos adentrarnos en los informes que se realizan en las visitas a las naos que llegan a América, que dejan constancia no sólo de las cajas de libros que envían los libreros españoles a sus corresponsales americanos, sino también las lecturas de los pasajeros. En muchos de ellos, junto a obras religiosas o edificantes (Flossantorum, libros de horas en latín, Oración y meditación de fray Luis de Granada, libros de rezos o devocionarios), es abrumadora la alusión a «libros de caballerías», ya fuera de manera genérica o especificando sus títulos: «Amadis de Gaula, Don Belianis, Flos Sanctorum y otros tantos de caballerías, como de devoción y de caxas de libros sin especificar para quien» (1585) o «Fray Luis de Granada, El Caballero del Febo, Amadis de Gaula, Horas y Devocionarios y varios otros de historia» (1599).

A principios del siglo XVII, a pesar de que los libros de caballerías no tenían ya un espacio en las prensas hispánicas dada la imposibilidad de asumir la inversión necesaria para su impresión en el género editorial que le había dado sentido a lo largo del siglo XVI (tan sólo en Zaragoza contaremos con las últimas reediciones del Espejo de príncipes y caballeros en 1617 y en 1623), lo cierto es que las historias caballerescas se seguían consumiendo, leyendo y disfrutando. Obras de entretenimiento adecuadas para las largas travesías a tierras americanas, las paradas en las ventas manchegas, las fiestas y saraos de la nobleza o como lectura para las largas y aburridas tardes de verano. Cervantes, en busca de un género literario que pudiera hacer sombra al éxito editorial del Guzmán de Alfarache, no podía más que mirar al de los libros de caballerías -ya había experimentado con los libros de pastores con su Galatea en 1583, con escaso éxito. Un género en que aún había un lugar para la experimentación, para poder englobar los diferentes textos independientes que había ido escribiendo en los últimos años -El curioso impertinente, la historia del cautivo... Pero, claro está, un librero como Francisco de Robles ya había comprendido la lección: el Quijote, el libro de caballerías que le presentaba Cervantes no podía imprimirse siguiendo los modelos caducos del género editorial caballeresco del siglo XVI, sino que debía dar la batalla a la picaresca en su mismo formato, el cuarto. Y así salió este libro de caballerías a principios del siglo XVII, el último de los originales impresos, que, como bien indica en su prólogo el amigo del autor: «Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecido de tantos y alabados de muchos más; y si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco» (DQ, I, prólogo). Y así fue... la «máquina mal fundada destos caballerescos libros» no son más que los de entretenimiento que habían terminado por triunfar a finales del siglo XVI: cada vez más hiperbólicos, exagerados, fantasiosos. Nada que ver con el Amadís de Gaula de Garci Rodríguez de Montalvo, que aún entonces se seguía reeditando, se seguía comprando, se seguía leyendo. Nuevo libro de caballerías el Quijote, pero que sale a la luz pública de las librerías con nuevos ropajes editoriales. Nuevo libro de caballerías que supera al género editorial que lo ha visto nacer, como años después, en la segunda parte del Quijote, Cervantes da un salto de gigante, y termina por superar el género literario que da sentido a su obra, poniendo las bases a la novela moderna. Pero esta es ya otra historia, que nos llevaría a tierras inglesas y alemanas y a las certeras lecturas de tantos escritores a lo largo del siglo XVIII. Lectura y juicios que terminaron por alejar al Quijote del género editorial y literario que le vio nacer: el de los libros de caballerías castellanos.





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