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En estos extremos insiste con mucha lucidez Juan Francisco PACHECO en su estudio De la responsabilidad administrativa (1840), pp. 100-101. vid. también las consideraciones que hace Miguel ARTOLA en su libro, Los Orígenes de la España Contemporánea, I. E. P., Madrid, 1975, I, pp. 56 y ss.

 

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Fue precisamente para no dar lugar a las acusaciones de «francesismo» por lo que se rechazó incluir en la Constitución de Cádiz una declaración de derechos al estilo de la de 1789, aunque el código gaditano, de una forma dispersa y desordenada, reconocía los derechos individuales que el liberalismo inglés y francés habían reconocido anteriormente, excepto uno muy importante: el de la libertad religiosa.

 

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D. D. A. C., t. 8, pp. 124-125, hubo muchas manifestaciones de este recelo. «No se puede negar -afirmaba, por ejemplo, Caneja- que aquellos a quienes ha estado confiado el gobierno de las naciones han procurado en todos los tiempos extender su poder, y por más exactitud que se observe en la división de los poderes, nunca se habrán contenido bastante las pasiones de los que gobiernan.», Ibidem, t. 8, p. 11. «No diré que las Cortes no amen al Rey -argüía, por su parte, Nicasio Gallego- pero pocas veces dexarán de estar mal con sus Mínistros», ibidem, t. 9, pp. 112-113.

 

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Como, por ejemplo, el veto meramente suspensivo de las leyes, que fue aceptado por los Diputados realistas sin discusión alguna. Agustín De ARGÜELLES, en su libro sobre la reforma constitucional gaditana, explicó el comportamiento de los realistas con estas palabras: «Respecto de la sanción real se proponía que el veto fuese sólo suspensivo, al ver los disgustos y desavenencias que causó en todas las épocas, sin excepción alguna, el modo evasivo de responder a las peticiones de los procuradores... El abuso de autoridad en este punto había hecho impresión tan profunda, que no hubo un solo Diputado que lo contradijese, ni aun entre los que sostenían más abiertamente doctrinas favorables al poder absoluto», «La reforma constitucional en Cádiz», op. cit., p. 268.

 

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Cfr. «La Teoría del Estado...», op. cit., y sobre todo «Rey, Corona y Monarquía en los orígenes del constitucionalismo español: 1808-1814», op. cit., passim. En el carácter reformista del realismo insiste M. MENÉNDEZ PELAYO en su «Historia de los Heterodoxos Españoles», B. A. C., II, pp. 695-696. También opinan igual Halas JURETSCHKE y Lius SÁNCHEZ AGESTA. Cfr. respectivamente, «Los supuestos históricos e ideológicos de las Cortes de Cádiz», en Nuestro Tiempo, n.º 18, 1955, pp. 18 y ss.; e Historia del Constitucionalismo Español, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1955, pp. 30 y ss.

 

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Mientras no se disponga de alguna monografía mejor, sobre el código constitucional de los afrancesados, sigue siendo el manejo del libro de Carlos SALAZ CID, La Constitución de Bayona, Madrid, 1922.

 

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Cfr. Miguel ARTOLA, Los Afrancesados, Turner, Madrid, 1976.

 

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«Consideraciones sobre la Diplomacia», (1834), en Obras Completas de Donoso Cortés, B. A. C., Madrid, 1970, I, p. 249. No es en modo alguno casualidad que justo en los tres momentos de la historia contemporánea de España en los que el proceso constituyente se llevó a cabo con la ausencia física del Rey, se restringieron sobremanera las facultades constitucionales de la Corona, como aconteció en 1812 y 1869, o bien se suprimió la Monarquía lisa y llanamente, como ocurrió en 1931. Si el liberalismo inglés y el francés habían lanzado su ofensiva más radical tras asesinar a Carlos I y a Luis XVI, a finales de los siglos XVII y XVIII, respectivamente, el liberalismo español se vio obligado a hacerlo en el siglo XIX cuando el titular de la Corona estaba en el exilio, como ocurrió con Fernando VII, Isabel II y Alfonso XIII. Tal fenómeno acaso pruebe para algunos la mayor caballerosidad de los liberales españoles y lo enraizados que estaban en ellos los valores de los viejos hidalgos, aunque para otros, más prosaicos, quizá lo único que pruebe tal hecho es la mayor debilidad del liberalismo español, capaz solamente de desterrar a su reyes, pero no de matarlos.

 

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Las Cortes, en opinión de Riquelme y de Caro, debían ser «una verdadera representación nacional, pues a toda la Nación, y a nadie más que a la Nación, legítima e imparcialmente representada, le toca hacer unas reformas de las cuales depende la libertad o esclavitud de la generación presente y de las venideras». «Memoria en Defensa de la Junta Central», op. cit., II, p. 111. Un criterio que llevaría también a Martínez Marina a defender unas Cortes unicamerales. Sobre el concepto de representación nacional de Martínez Marina, vid. mi libro Tradición y Liberalismo en Martínez Marina, Caja Rural de Asturias, Facultad de Derecho, Oviedo, 1983, pp. 69 y ss.

 

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Esta diferencia se explica, en parte, por la vigencia de la filosofía escolástica en España a lo largo del siglo XVIII, a pesar de su innegable declive. El escolasticismo, todavía muy vivo en Feijoo y en el propio Jovellanos de la Memoria, está presente en los planteamientos de casi todos los Diputados realistas y americanos e incluso en los de algunos destacados liberales, como Muñoz Torrero y Oliveros. Cfr. Joaquín VARELA SUANZES, «La teoría del Estado...», op. cit., passim.

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