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Los pazos en la literatura de Emilia Pardo Bazán: Los Pazos de Ulloa

María de los Ángeles Ayala Aracil

La gran novela del último tercio del siglo XIX, la novela realista-naturalista, constituye para el lector actual no solo un monumento literario de indiscutible calidad artística, sino también una fuente documental de extraordinario valor, pues, como es bien sabido, el fundamento de esta narrativa se encuentra en la observación y estudio del hombre y la sociedad coetáneas al escritor. Una literatura que se alza en representación artística de un mundo en movimiento, de una sociedad viva y cambiante que el narrador pretende y consigue atrapar en las páginas de un libro. Tal como ha señalado la crítica actual, desde el punto de vista del arte y de la historia, el último tercio del siglo XIX es un periodo privilegiado «por haber generado una literatura constante y exclusivamente asomada a las cosas del mundo en el momento en que esas cosas se vivían, observándolas, intentando a cada paso comprenderlas y buscando incisivamente la mejor forma de plasmarlas con palabras»1.

Los propios novelistas en artículos de crítica literaria o en sus respectivas obras nos han ofrecido datos muy interesantes sobre su concepción de la novela. Galdós en un artículo publicado en la prestigiosa Revista de España en 1870, «Observaciones sobre la novela española contemporánea», considerado como el auténtico manifiesto del realismo español, señalaba que la burguesía, la clase media, debía convertirse en la protagonista del relato, pues en ella radicaba la base del orden social de la época, una clase social que con sus iniciativas y su inteligencia había asumido la soberanía de las naciones. Consecuente con esa realidad histórica Galdós ponía de manifiesto que la novela moderna de costumbres «ha de ser la expresión de cuanto bueno y malo existe en el fondo de esa clase, de la incesante agitación que la elabora, de ese desempeño que manifiesta por encontrar ciertos ideales y resolver ciertos problemas que preocupan a todos [...] La grande aspiración del arte literario en nuestro tiempo es dar forma a todo esto»2.

Verdad y exactitud histórica son, pues, para Galdós, elementos fundamentales del nuevo arte de novelar, de construir un universo de ficción que busca, como no puede ser de otra forma, la belleza estética. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española pronunciado en 1897 ahondaba en su concepción del género y vuelve a insistir en esa conjunción de verdad y ficción de la novela de su tiempo al afirmar lo siguiente:

«Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, el lenguaje que es la marca de raza, las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción»3.


También Clarín, Palacio Valdés, Pereda y, naturalmente, Emilia Pardo Bazán tomarán la sociedad presente como materia novelable, centrando sus obras en aquellas zonas geográficas que por nacimiento o elección, en el caso de Leopoldo Alas, conocían y amaban, ofreciendo un mundo de ficción que trata de captar paisajes, tipos, problemática existencial y mentalidades de la sociedad de su tiempo, todos los aspectos, en suma, que constituían «la vida contemporánea», en el decir de Clarín, «el maravilloso drama de la vida actual», en palabras de Pérez Galdós.

Emilia Pardo Bazán localiza espacialmente la mayor parte de su producción en Galicia, ya que el realismo-naturalismo que practica obliga al escritor a convertirse en una especie de testigo que traslada a las páginas del libro el fruto de la observación directa de su entorno más próximo y familiar. Así, en sus Apuntes autobiográficos subraya el carácter regionalista que adquiere la novela de su época:

«El medio ambiente se impone, y a su imposición debemos el conocer la montaña santanderina de Pereda, las costumbres madrileñas de Galdós, la región asturiana de Armando Valdés y Leopoldo Alas, los pueblecitos catalanes y la segunda capital de España de Oller. Cada novelista, por natural impulso, acota su pedazo de tierra, su provincia natal o residencia acostumbrada.

A mí me ha tocado en suerte el país gallego, digno de mejor pincel por su romántica hermosura, sus variados aspectos, sus tradiciones y costumbres pintorescas, sus razas antiquísimas»4.


Emilia Pardo Bazán en una buena parte de obra centra su atenta mirada en el mundo rural gallego. Las series Un destripador de antaño (Historias y cuentos de Galicia), Cuentos de mi tierra y Cuentos del terruño, incluido este último en El fondo del alma, son buena muestra de ello, como lo son también sus novelas ambientadas en la montaña orensana: Los Pazos de Ulloa, La madre naturaleza o Bucólica, por citar las más conocidas. Un contexto geográfico y social que doña Emilia conocía muy bien gracias a sus repetidas estancias en los pazos de Banga y Cabanelas, propiedad de su marido José Quiroga. En Carballino, centro que también habría visitado tras haber sido elegido su padre diputado por este distrito en 1869, conocería, sin duda, a un buen número de hidalgos, poseedores de grandes mansiones blasonadas, comprobando directamente la decadencia y el embrutecimiento en que había caído alguno de ellos al vivir aislados, al margen de cualquier atisbo de refinamiento y civilización. Tampoco debemos olvidar que la familia de la escritora, como otras de origen hidalgo, había acumulado gracias a hábiles estrategias matrimoniales y a la compra de rentas forales del Estado o de las derivadas de los sucesivos procesos de desamortización, un buen caudal de rentas y pazos distribuidos por varias zonas geográficas gallegas. Como era habitual no todos los pazos de la familia Pardo Bazán se cuidaron de la misma forma, ya que salvo el de Miraflores, residencia veraniega y el de Meirás, residencia habitual de la familia hasta que se trasladaron a La Coruña, lugares en los que se recibía a los miembros de la alta aristocracia gallega, los demás, verdaderas unidades de explotación agraria, nunca fueron habitados por la familia, dedicando por ello poco dinero a su conservación, a su ornato y embellecimiento. Estos pazos estaban gestionados, como era frecuente, por administradores que se encargaban, principalmente, de cobrar la renta y controlar los gastos. Según el esclarecedor artículo publicado por el Grupo de Investigación La Tribuna, la familia Pardo Bazán poseía un buen número de partidos, término que en la época designaba cada una de las propiedades gestionadas por un administrador: «La familia Pardo Bazán, cobraba, pues, sus rentas en once partidos, cuyos nombres corresponden a los de las casas de origen: el de Betanzos (que reunía las rentas de las casas de Callou y Coirón), Cañás, Meirás, Miraflores, Moeche (que agrupaba las rentas de la casa de O Rañal y rentas procedentes de As Somozas), Riopaz, San Pedro de Nós, Zanfoga, Aranda y Orzó»5. Si traemos a colación estos datos es para subrayar que la mirada de doña Emilia no es solo la de alguien que se siente atada a su tierra por su nacimiento o por la belleza de la misma. Su atenta observación de este entorno rural, se podría afirmar, no es del todo desinteresada como puede ser la del viajero y curioso por conocer las costumbres y forma de vida de una determinada región, pues la renta de las propiedades rurales fueron siempre un fuerte sustento para la economía familiar y que incluso pazos como los de Miraflores o el de Meirás nunca perdieron su condición de unidades de explotación, lo que permitió a Emilia Pardo Bazán conocer muy bien la problemática de las relaciones entre señores, criados, arrendatarios y administradores, pues de esta relación dependía buena parte del bienestar familiar. Rentas, alquiler de pisos y el producto de su trabajo como escritora consolidaron en todo momento un sólido patrimonio económico que le permitiría vivir acorde con su posición social durante toda su existencia.

En sus Apuntes autobiográficos incluidos como prólogo a Los Pazos de Ulloa la novelista señalaba que lo que pretendía ofrecer a sus lectores en su novela era el análisis de la montaña gallega, el caciquismo y la decadencia de un noble solar. La crítica coetánea y la posterior han incidido en dichos aspectos, centrando en ellos el análisis de la novela. Desde las opiniones del padre Blanco y García6 hasta hace muy pocas décadas, los críticos ponían especial énfasis en la descomposición de un linaje, de una aristocracia gallega representada con total perfección. Así, por ejemplo E. González López señalaba que «la crisis del pazo no es más que un signo exterior del declinar de la aristocracia gallega: doña Emilia, persiguiendo la verdad real que salta a la vista, constata esta decadencia»7 y Mariano López-Sanz observaba, por su parte, que el eje central de la novela es «la lenta degeneración de una mansión aristocrática sometida al imperio de los bajos instintos, sin que haya lugar para las cosas del espíritu, ni para nada que se refiera a la vida de la conciencia»8. Esta interpretación de la novela como estudio de la crisis de una hidalguía de origen feudal ha sido matizada por críticos posteriores (Baquero Goyanes9, Pattison10, Clémessy11, Villanueva12, Mayoral13, Gullón14, Hemingway15, Ayala16, Penas17, entre otros muchos), estudiosos que han practicado distintas lecturas al observar la importancia que cobran determinados personajes en el acontecer del relato, la sumisión del hombre a la Naturaleza o el enfrentamiento entre individuos que proceden de distintos ámbitos, el rural y el urbano, pues estamos ante una novela que por la maestría de su autora, por su riqueza y complejidad posibilita sugerentes interpretaciones y lecturas18.

Aunque sin duda el argumento de Los Pazos de Ulloa es bien conocido conviene, no obstante, recordar, en este momento, el esquema básico de su trama. Doña Emilia nos presenta el desafortunado matrimonio de D. Pedro, marqués de Ulloa, con su prima Marcelina. Dos seres opuestos; él, rudo, violento, embrutecido en las tierras de Ulloa; ella, criada en Santiago, débil, apocada, creyente, poco preparada para enfrentarse al rudo mundo rural. Relación matrimonial que, tras el nacimiento de una niña, camina irremediablemente al fracaso. El ambiente violento y bárbaro de los pazos, la presencia de la amante de D. Pedro, Sabel, y del hijo de ambos, Perucho, y la constante presencia de Primitivo, padre de la moza y verdadero dueño de Ulloa, serán obstáculos contra los que no podrá luchar la débil Nucha, a pesar de contar con la ayuda de D. Julián, el ingenuo y bondadoso sacerdote que llega a los pazos con la noble aspiración de poner fin al desorden moral en que vive D. Pedro y que termina siendo objeto de un injusto y malicioso rumor -de tonos inmorales- que tiñe su papel de amigo y admirador entusiasta de Nucha. Personaje de tremenda importancia, pues la escritora se vale especialmente del mismo para subrayar la violencia, la barbarie del ambiente y de los personajes que pertenecen por nacimiento al mundo de los pazos.

Si nos centramos en las declaraciones de la autora insertas en sus reveladores Apuntes autobiográficos no cabe duda que Emilia Pardo Bazán se propuso analizar la crisis de la hidalguía gallega, de ahí la ubicación de la acción de la novela en un pazo, símbolo de una antigua nobleza19. El pazo, centro neurálgico de la mayor parte de la novela, adquiere por su valor simbólico un extraordinario protagonismo, pues sus desmoronadas paredes albergarán a unos personajes que establecerán una complicada red de relaciones afectivas e intereses materiales. Un pazo inmerso, no lo olvidemos, en un paisaje natural agreste, primitivo, que influirá en las relaciones personales de sus moradores. Por esa razón, la Naturaleza está presente desde el inicio mismo de la novela. De los treinta capítulos que componen la obra, veintitrés se desarrollan en los pazos y sus alrededores, cuatro en Santiago y tres, los que conciernen al proceso electoral, en otros puntos geográficos gallegos -Cebre y Orense-. El ámbito natural es el marco, pues, donde se desarrollará la mayoría de los acontecimientos, mientras que el ámbito urbano es descrito o evocado por la escritora como contrapunto o contraste con el mundo rural.

La descripción de la naturaleza en doña Emilia se aparta de la mera reproducción realista20, pues la Naturaleza está siempre en consonancia con los hechos narrados: amenazante, preludiando el peligro a medida que los personajes se alejan del mundo civilizado; serena y bella cuando todavía no ha estallado el conflicto; cambiante al reflejar el estado anímico de los personajes. En el primer capítulo de la novela la descripción de la naturaleza juega un papel relevante, pues cuando D. Julián se aleja de la carretera real que lleva de Santiago a Orense y se dirige a los pazos de Ulloa, este se encontrará atravesando un paisaje agreste, sombrío, cargado de inquietantes presagios, de violencia:

«La vereda ensanchándose, se internaba por tierra montañosa, salpicada de manchones de robledal y algún que otro castaño todavía cargado de fruta; a derecha e izquierda, matorrales de brezo crecían desparramados y oscuros. Experimentaba el jinete indefinible malestar, disculpable en quien, nacido y criado en un pueblo tranquilo y soñoliento, se halla por primera vez frente a frente con la cruda y majestuosa soledad de la Naturaleza y recuerda historias de viajeros robados, de gentes asesinadas en sitios desiertos.

-¡Qué país de lobos! -dijo para sí, tétricamente impresionado»21.


Doña Emilia, con gran habilidad, sugiere desde el primer capítulo el clima de violencia y brutalidad en que ha de desarrollarse la acción novelesca, al ofrecer a través de los aterrorizados ojos de D. Julián el paisaje natural en el que los Pazos están enclavados. Efectos y sensaciones de rudeza, crueldad, primitivismo que se transmiten de nuevo en diversas ocasiones, como en la magnífica descripción del inicio de la tormenta que se desencadena en el capítulo XX y que evidencia la situación de indefensión de Julián y Nucha, los dos débiles personajes enfrentados al violento mundo de los pazos.

«Miró [Julián] por la ventana, y el paisaje le pareció tétrico y siniestro: verdad es que entoldaban la bóveda celeste nubarrones de plomo con reflejos lívidos, y que el viento, sordo unas veces y sibilante otras, doblaba los árboles con ráfagas repentinas. El capellán bajó la escalera de caracol con ánimo de decir su misa, que, a causa del mal estado de la capilla señorial, acostumbraba a celebrar en la parroquia. Al regresar y acercarse a la entrada de los Pazos, un remolino de hojas secas le envolvió los pies, una atmósfera fría le sobrecogió y la gran huronera de piedra se le presentó imponente, señuda y terrible, con aspecto de prisión, como el castillo que había visto soñando. El edificio bajo su toldo de negras nubes, con el ruido temeroso del cierzo que le fustigaba, era amenazador y siniestro. Julián penetró en él con el alma en un puño»22.


Tampoco debemos obviar que el capítulo II se inicia con la llegada de D. Julián, acompañado de D. Pedro, el abad y Primitivo, a la mansión de Ulloa cuando ya es noche cerrada, oscuridad nocturna, que, como ha señalado Baquero Goyanes23, simboliza de forma plástica, la negrura de las almas y de las pasiones de sus moradores. Los detalles descriptivos subrayan las imágenes de tinieblas, de oscuridad: «negrura de ambiente», «ninguna luz brillaba en el vasto edificio», «corredores sombríos»24.

Por el contrario, el paisaje adopta una extraordinaria placidez y serenidad al ser contemplado por D. Julián que, recién llegado a Ulloa, mantiene viva la esperanza de cumplir la misión encomendada: poner fin a la desordenada vida del marqués:

«Lo que abarcaba su vista le dejó encantando. El valle ascendía en suave pendiente, extendiendo ante los pazos toda la lozanía de su ladera más feraz, viñas, castañares, campos de maíz granados o ya segados y tupidas robledas se escalonaban, subían trepando hasta un montecillo, cuya falda gris parecía, al sol, de un blanco plomizo. Al pie mismo de la torre, el huerto de los pazos asemejaba verde alfombra con cenefas amarillentas, en cuyo centro se engastaba la luna de un gran espejo, que no era sino la superficie del estanque»25.


Desde una concepción naturalista, el paisaje, el espacio externo forma parte del medio y, tal como proponía Zola en su Novela experimental, condiciona al individuo tanto en su complexión física como en su temperamento. De ahí que en la novela de Emilia Pardo Bazán los personajes se puedan agrupar en series opuestas; Sabel, Primitivo, Perucho, representantes del mundo rural frente a Nucha, D. Manuel Pardo y Julián, provenientes de la ciudad. Los primeros, fuertes, vitales, libres, sensuales; los segundos, de temperamento más dócil, introvertidos, tímidos. Entre ambas series aparecen unos personajes que están a caballo entre la naturaleza y la civilización: D. Pedro, el clero de las aldeas o los aristócratas rurales, ya que aunque viven habitualmente en el ámbito rural, mantienen contacto con el mundo de la ciudad. Distribuidos así los papeles es perfectamente coherente el fracaso de Julián o la muerte de Nucha, pues son seres desarraigados de su entorno habitual, individuos trasladados a un ámbito ajeno al suyo, en el que su sistema de valores no tiene vigencia. El triunfo de la Naturaleza sobre la civilización se plasma al final de la novela también a través de la exuberante vegetación que invade al pequeño cementerio en el que descansa la infortunada Nucha:

«Sobre la verja se inclinaba añoso olivo, donde nidaban mil gorriones alborotadores, que a veces azotaban y sacudían el ramaje con su voloteo apresurado; y hacíale frente a una enorme mata de hortensia, mustia y doblegada por las lluvias de la estación, graciosamente enfermiza, con sus mazorcas de desmayadas flores azules y amarillentas. A esto se reducía todo el ornato del cementerio, mas no su vegetación, que por lo exuberante y viciosa ponía en el alma repugnante y supersticioso pavor»26.


Así, la descripción de la Naturaleza, de un paisaje real, un paisaje visto, conocido y admirado por Emilia Pardo Bazán, se plasma artísticamente en la novela de Los Pazos de Ulloa, plegándose al curso de los acontecimientos o amoldando su reproducción en consonancia con los sentimientos o estados anímicos de los personajes.

La acción de Los Pazos de Ulloa, así como La madre naturaleza, se sitúa, tal como hemos dicho con anterioridad, en las tierras altas de Carballino donde los pazos rurales, como reflejo de una vieja institución feudal -los mayorazgos- y como unidad económica, permanecen inalterables, a pesar de que foros, privilegios y prerrogativas de la vieja aristocracia gallega van desapareciendo a finales del siglo XIX empujados por el transcurso del tiempo, por los acontecimientos y cambios políticos y sociales. El origen aristocrático de estos pazos o casas solariegas se aprecia en las descripciones que de los mismos nos ofrece Emilia Pardo Bazán. Así, en El cisne de Vilamorta, en la imponente descripción arquitectónica del pazo de las Vides destaca sobremanera la fisonomía de sus torres gemelas, testimonio de la grandeza de su origen:

«Tiene la maciza casa aspecto de fortaleza; flanquean el cuerpo central dos torres triangulares, con achaparrado techo y hondas ventanas; en mitad del edificio, sobre un largo balcón de hierro, se destaca el gran escudo de armas con el blasón de los Méndez, cinco hojas de vid y una cabeza de lobo cortada y goteando sangre. Desde este balcón se dominan la vertiente de la montaña y el curso del río»27.


No menos significativa del origen aristocrático del pazo de Limioso es la descripción que del mismo nos ofrece la escritora en el capítulo XV de Los Pazos de Ulloa, cuando Nucha, don Pedro y don Julián se acercan a esta casa familiar de rancio abolengo:

«En la cumbre amarilleaba a la luz del sol poniente un edificio prolongado, con torre a la izquierda, y a la derecha un palomar derruido, sin techo ya. Era la señorial mansión de Limioso, un tiempo castillo roquero, nido de azor colgado en la escarpada umbría del montecillo solitario, tras del cual, en el horizonte se alzaba la cúspide majestuosa del inaccesible Pico Leiro. No se conocía en todo el contorno, ni acaso en toda la provincia, casa infanzona más linajuda ni más vieja, y a cuyo nombre añadiesen los labriegos con acento más respetuoso el calificativo de Pazo, palacio, reservado a las moradas hidalgas»28.


Imponentes descripciones que dan cuenta de la grandeza y señorío de sus orígenes y que contrastan enormemente con el estado de ruina en que se encuentran en el último tercio del siglo XIX, periodo temporal que corresponde al tiempo narrativo en el que transcurre no solo Los Pazos, sino también un buen número de cuentos y relatos breves.

La decadente imagen de los pazos de don Pedro Moscoso, que ostenta impropiamente el título de marqués de Ulloa, es altamente significativa. Julián, recién llegado a los pazos, será el personaje encargado de subrayar el estado de abandono en que se encuentra el noble solar, pues no solo la suciedad, el polvo envuelven los espacios interiores de la casa, sino que el espacio externo también ha quedado transformado por la desidia de sus propietarios:

«Aquella vasta extensión de terreno había sido en otro tiempo cultivada con primor y engalanada con los adornos de la jardinería simétrica y geométrica cuya moda nos vino de Francia. De todo lo cual apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora intrincado matorral de bojes, donde ni la vista más lince distinguiría rastro de los lobos, pinos, torres almenadas, róeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blasón de los Ulloa [...] Obstruido por el limo, el estanque parecía charca fangosa [...] Por entre estos residuos de pasada grandeza andaba el último vástago de los Ulloas, con las manos en los bolsillos, silbando distraídamente como quien no sabe qué hacer con el tiempo»29.


Emilia Pardo Bazán presta en los primeros capítulos gran atención a la descripción de las estancias del pazo, introduciendo al lector, ya en el capítulo II, en la espaciosa y fantasmagórica cocina, en la que alimentos, vajilla, piezas de caza, animales se entremezclan con los recién llegados. Todo parece desmesurado, desbordando las dimensiones normales. La pintura abigarrada de este espacio logra transmitir una acusada sensación de primitivismo y expresar, a la vez, de forma plástica, la fuerza de las pasiones que el pazo alberga30:

«En el esconce de la cocina, una mesa de roble, renegrida por el uso, mostraba extendido un mantel grosero, manchado de vino y grasa. Primitivo, después de soltar en un rincón la escopeta, vaciaba su morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre muerta, con los ojos empañados y el pelaje maculado de sangraza. Apartó la muchacha a un lado el botín y fue colocando platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan. Luego se dio prisa a revolver y destapar tarteras y tomó del vasar una sopera magna»31.


El deterioro y ocaso de la familia se evidencia con total perfección en la lucha que el buen sacerdote mantiene con los legajos y protocolos amontonados en el archivo de los pazos, documentos que recogen los viejos privilegios del pasado y que ahora, irremisiblemente, se pudren en destartaladas estanterías por la desidia de dueños y administradores. La inútil lucha de Julián por poner orden en aquel archivo es una clara imagen de la irremediable decadencia, como lo son otras muchas descripciones que hallamos en numerosos relatos escritos por Emilia Pardo Bazán. Como botón de muestra, recordemos, por ejemplo, la ruinosa imagen que ofrece el pazo de la Fontela en Bucólica convertido en una ruda vivienda campesina:

«Todo se encuentra en lastimoso estado; la solana, desde donde se goza la deleitable vista del río, está alfombrada de habichuelas extendidas a secar, en la esquina hay un montón de enormes calabazas; la sala se ha convertido en granero, y amenaza hundirse bajo el peso de ingentes montones de centeno y trigo, que muy a su sabor recorren las ratas; y en mi dormitorio había depositado la chica del casero cosecha de peras y manzanas tan abundante, que su fragancia, no me dejaba dormir, y hubo de retirarlas al cuarto contiguo, lleno ya de patatas y chirivías»32.


La imagen de una antigua casa señorial cuyas principales estancias se han convertido en graneros es claramente connotativa del cambio experimentado por la aristocracia rural, como simbólica es la plástica descripción de la desvencijada mansión de Ramón Limioso:

«Desde bastante cerca, el pazo de Limioso parecía deshabitado, lo cual aumentaba la impresión melancólica que producía su desmantelado palomar. Por todas partes indicios de abandono y ruina: las ortigas obstruían la especie de plazoleta o patio de la casa; no faltaban vidrios en las vidrieras por la razón plausible de que tales vidrieras no existían, y aun alguna madera, arrancada de sus goznes, pendía torcida, como un jirón en un traje usado»33.


En Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán no solo denuncia una realidad social, sino que, tal como subrayara Galdós en el mencionado artículo de 1870, reflexiona sobre las causas que han llevado a la ruina económica a la antigua poderosa nobleza gallega. Así, la historia del señor de los pazos es, en este sentido, paradigmática, pues el temprano fallecimiento de su padre, la ineptitud de la madre para administrar la herencia de su esposo y la falta de escrúpulos de don Gabriel, hermano de la viuda, a la hora de gastar y apropiarse de las rentas de su difunto cuñado, conducen a la casa de Ulloa a su ruina económica. Don Pedro Moscoso se criará en estas circunstancias, sin que nadie se preocupe de proporcionarle la adecuada formación, pues D. Gabriel se convierte en su auténtico mentor, el que eduque a su sobrino a su imagen y semejanza y el que le inculque, en definitiva, su desinterés por el trabajo, el gusto por la diversión, ese marcado orgullo de clase que conlleva «el desprecio por la Humanidad y el abuso de la fuerza»34. La aristocracia gallega ha perdido a mediados del siglo XIX su status económico, y los señores de los solariegos pazos ya no ejercen en el mundo rural la vieja autoridad moral, como no la irradian en el ámbito cultural. Esta pérdida de prestigio se patentiza en la novela de Emilia Pardo Bazán a través de distintos planos. Por un lado, en las relaciones ilícitas que D. Pedro mantiene con Sabel, la hija de su criado Primitivo. Relación, recordemos, propiciada por el interés material de su propio padre. Por otro, en el comportamiento brutal y violento de D. Pedro, capaz de golpear, indistintamente a su amante, Sabel, y a Nucha, su esposa o que, por mera diversión, permita que su hijo Perucho llegue perder el conocimiento como consecuencia de la ingesta de alcohol, por no mencionar su airada reacción al comprobar que su esposa ha dado a luz a una niña y no a un varón, a su ansiado heredero, hecho que le lleva a desatender a la pequeña y abandonar a Nucha. Hombres y mujeres son para D. Pedro simples objetos de su propiedad que usa o desecha según le conviene. Desde su punto de vista, Nucha no ha cumplido con el cometido asignado, de manera que sin ningún miramiento, sin experimentar escrúpulo alguno, se aleja física y emocionalmente de su esposa y reanuda su relación con Sabel, esa «lozana carne» que le tiene atrapado. Asimismo, su escaso interés por los asuntos del espíritu y la cultura se manifiesta en su estancia en la monumental Santiago, al confesar el narrador que «de los monumentos de Santiago se atenía el marqués a uno de fábrica muy reciente: su prima Rita»35. D. Pedro se manifiesta en este mundo de ficción como prototipo del noble atraído por las costumbres campesinas, por la brutalidad de la vida en la montaña, corroborando con su comportamiento la advertencia que D. Manuel de la Lage formulara al enviar a D. Julián a Ulloa: «La aldea, cuando se cría uno en ella y no sale de ella jamás, envilece, empobrece y embrutece»36. El único rasgo que mantiene de su antiguo linaje es un marcado orgullo de sangre, comportándose en sus relaciones con los demás de manera despótica, tratando en todo momento de mantener esa autoridad que se infiere de su nacimiento. Pérdida de prestigio que de manera rotunda se evidencia en el poder que ejerce Primitivo, ese antiguo criado que se ha erigido en el auténtico señor de los pazos:

«Y lo más alarmante era observar la encubierta pero real omnipotencia de Primitivo. Mozos, colonos, jornaleros y hasta el ganado en los establos, parecían estarle supeditados y propicios; el respeto adulador con que trataban al señorito [...] se convertía en sumisión absoluta hacia Primitivo, no manifestada por fórmulas exteriores, sino por el acatamiento instantáneo de su voluntad, indicada a veces con sólo el mirar directo y frío de sus ojuelos sin pestaña»37.


El propio D. Pedro es consciente del poder que ejerce Primitivo entre los colonos y jornaleros de los pazos, de su propia dependencia del mismo, percatándose también de que gran parte de las rentas se diluyen en manos de Primitivo y sus secuaces, sin que tenga el coraje suficiente para enmendar este estado de cosas:

«Desengáñese usted, pueden más que nosotros. Esa comparsa que traen alrededor son paniaguados suyos, que los obedecen ciegamente. ¿Piensa usted que yo ahorro un ochavo aquí en este desierto? ¡Quiá! Vive a mi cuenta toda la parroquia. Ellos se beben mi cosecha de vino, mantienen sus gallinas con mis frutos; mis montes y sotos les suministran leña, mis hórreos les surten de pan; la renta se cobra tarde, mal y arrastro; yo sostengo siete u ocho vacas, y la leche que bebo cabe en el hueco de la mano; en mis establos hay un rebaño de bueyes y temeros que jamás se uncen para labrar mis tierras; se compran con mi dinero, eso sí, pero luego se dan en aparcería y no se me rinden cuentas jamás»38.


Frente a este prototipo del aristócrata, de comportamiento casi feudal, Doña Emilia incluye en Los Pazos el retrato de otro representante de rancio abolengo que vive según los cánones más clasicistas. Se trata de Ramonciño de Limioso caracterizado por su ceremoniosa cortesía y su enorme afición a la caza. Personaje que aparece en varias novelas -El cisne de Vilamorta, Bucólica, La madre naturaleza- y cuya etopeya se nos ofrece en Los Pazos de Ulloa:

«¿Quién no conoce en la montaña al directo descendiente de los paladines y ricohombres gallegos, al infatigable cazador, al acérrimo tradicionalista? [...] Donde quiera que se encontrara aquel cuerpo larguirucho, aquel gabán raído, aquellos pantalones con rodilleras, y tal cual remiendo, no se podía dudar que, con sus pobres trazas, Ramón Limioso, era un verdadero señor desde sus principios -así decían los aldeanos- y no hecho a puñetazos como otros.

Lo era hasta en el modo de ayudar a Nucha a bajarse de la borrica, en la naturalidad galante con que le ofreció, no el brazo, sino, a la antigua usanza, dos dedos de la mano izquierda para que en ellos apoyase la palma de su diestra la señora de Ulloa. Y con el decoro propio de un minueto, la pareja entró en el pazo de Limioso»39.


No olvidemos tampoco que la familia Limioso es una nobleza abocada a la desaparición, una familia compuesta por un padre paralítico y perturbado, dos tías ancianas y Ramón, soltero y sin descendencia. Significativamente, al abandonar el pazo Limioso, concluida la visita protocolaria, Nucha, D. Pedro y Julián albergarán idénticos sentimientos: la triste convicción de que los antiguos linajes de la nobleza gallega están condenados irremisiblemente a extinguirse. La novelista, sin desdeñar la crítica a este tipo de nobleza anclada en el tiempo, manifiesta un sentimiento de nostalgia y melancolía por una clase social que está en trance de desaparecer. Limioso es, pues, un fiel representante de la aristocracia rural, respetado por los campesinos por sus modales de perfecto caballero, por su antiguo linaje; pero un ser que no ha evolucionado acorde al transcurso del tiempo, conservando un innato desprecio por el villano, tal como se patentiza tras el proceso electoral.

La aristocracia a la altura del último tercio del siglo XIX no responde a su misión tradicional, esencial, de constituirse en motor de la vida social y política. La burguesía, la clase social que había alcanzado el poder con la Revolución del 68, es la encargada de modernizar y hacer prosperar la anquilosada sociedad española. Para doña Emilia una aristocracia, como la descrita en la novela, que ha perdido el sentido del deber, que ha abandonado la moderación de las costumbres y que hace gala de escasa sensibilidad espiritual es una aristocracia condenada a desaparecer. Idea expresada ya en El cisne de Vilamorta, al presentarnos un tipo de aristócrata, Menéndez de la Vides, que, llevado por el signo de los tiempos, se apresura a contribuir a la mejora de la sociedad a través de la actividad productiva. Este instruido propietario luchará contra la rutina y la ignorancia de los tradicionales cosecheros, tratando que la fragancia del vino del Ribeiro sea comparable al de los caldos de Burdeos:

«[...] él se contentaba con aplicar métodos racionales, los descubrimientos científicos, los adelantos de la química moderna, proscribiendo el absurdo de la pez en las corambres, pues si bien la gente del Borde alababa el dejo a pez en el vino, diciendo que la pez hacía beber otra vez, a los exportadores les repugnaba, con razón, aquel pegote»40.


La sociedad rural aparece en Los Pazos de Ulloa perfectamente jerarquizada. Los aristócratas como el marqués de Ulloa o el señorito Limioso ocupan el escalón más alto de la pirámide social, seguidos de los representantes del estamento religioso. Ambos grupos se apoyan entre sí para mantener su influencia sobre los campesinos. En la novela de Emilia Pardo Bazán los representantes eclesiásticos tienen bastantes puntos de contacto con los hidalgos: son aficionados a las cacerías, a las fiestas, a la buena mesa e intervienen directamente en las campañas políticas, reaccionando de forma violenta al fracasar su candidatura.

El clero local aparece representado por el abad de Ulloa, los curas de Boán y Naya y el arcipreste de Loiro, personajes que viven en contacto permanente con sus feligreses y que conocen, por tanto, sus debilidades y sus miserias. A pesar de su formación cultural y religiosa el ambiente rural influirá en su comportamiento y en su forma de ver la vida, adaptándose al medio sin el menor problema. En la novela el primero en hacer su aparición es el abad de Ulloa, cuando la presencia de D. Julián en las inmediaciones del pazo interrumpe la cacería emprendida en compañía del marqués y Primitivo. Desde el mismo instante de su presentación la escritora destaca su asimilación al violento mundo rural. Su fisonomía y forma de vestir no difiere en modo alguno al del sus acompañantes y solo la fina intuición de D. Julián le hace descubrir su condición sacerdotal.

«Por lo que hace al tercer cazador, sorprendiese el jinete al notar que era un sacerdote. ¿En qué se le conocía? No ciertamente en la tonsura borrada por una selva de pelo gris y cerdoso, ni tampoco en la rasuración, pues los duros cañones de su azulada barba contarían un mes de antigüedad; menos aún en el alzacuello, que no traía, ni en la ropa, que era semejante a la de sus compañeros de caza [...] y no obstante trascendía a clérigo»41.


Su caracterización física como individuo de «erizadas y salvajinas cejas» concuerda con total perfección con sus gustos y comportamiento. Amante de la caza, de los placeres de la comida y la bebida y capaz de participar y contribuir a la embriaguez de Perucho en la sorprendente escena que tiene lugar en la cocina de los pazos, en la que por mera diversión tanto el marqués, su padre, como Primitivo, su abuelo, consienten que Perucho ingiera vino. El abad participa directamente en ello cuando «guiñando picarescamente el ojo izquierdo, escancióle otro vaso, que él [Perucho] tomó a dos manos y se embocó sin perder gota»42. La adaptación al medio de los representantes eclesiásticos se manifiesta, igualmente, en el retrato que doña Emilia nos ofrece de don Eugenio, el párroco de Naya. Personaje que, aunque no desdeña las fiestas y las abundantes comidas como todos los demás clérigos, es esbozado con caracteres más humanos: joven, alegre, sociable, tolerante, cualidades que le hacen ser estimado por cuantos le conocen. D. Eugenio, que hace gala de un singular don de gentes y conocimiento de la vida práctica, será el encargado de descubrir al atónito D. Julián la relación camal que une al marqués con Sabel, información que aclara al inocente sacerdote la misteriosa paternidad de Perucho. En esta revelación no hay asomo de censura moral por parte del párroco de Naya, pues conoce perfectamente cómo se vive en este lugar, un mundo en el que las leyes naturales prevalecen sobre cualquier otra consideración moral o social. Relación camal que no solo disculpa, sino que la ve, al igual que los demás sacerdotes, como algo «natural».

Frente a estos representantes eclesiásticos Julián simboliza el idealismo y puritanismo religiosos, de ahí que no llegue nunca a integrarse en el círculo religioso de Ulloa y mantenga en todo momento una actitud crítica ante el comportamiento de sus miembros. D. Julián se caracteriza por un fuerte sentido religioso. Su vocación es firme, sincera y como buen representante de la iglesia católica su principal motor es el ejercicio de la caridad. Su fe y la bondad innata que le caracteriza hacen que D. Julián emprenda, en un primer momento, la tiránica empresa de instaurar el orden moral en la vida de D. Pedro y, posteriormente, tras el nacimiento de Manolita, permanezca al lado de Nucha y de la pequeña con el fin de prestarles la mayor ayuda posible. Su devoción, sus rezos, sus lecturas piadosas son marcas que la autora pone de manifiesto en numerosas ocasiones para subrayar la fe profunda, íntima, verdadera que el sacerdote siente en todo momento. De esta forma en Los Pazos de Ulloa Dios y la religión siempre están presentes en este violento mundo rural, en este «país de lobos», tal como este espacio es denominado en la propia novela, a través de la presentación del clero, de las ceremonias religiosas. Sin embargo, la presencia de Dios es apenas perceptible en unos hombres hundidos en la materia, en unos seres movidos por las pasiones, los placeres o los instintos. Solo Nucha y D. Julián vivirán atentos a la voz de Dios, demostrando con ello la viva fe que profesan. A través de las sugerentes descripciones de la descuidada capilla de los pazos de Ulloa, donde «la lluvia corría por el retablo abajo» y «las vestiduras de las imágenes parecían harapos»43 o de la pequeña iglesia de Ulloa la novelista evidencia el abandono, el olvido de la doctrina católica entre los habitantes de la zona:

«¡Qué iglesia tan pobre! Más bien parece la casuca de un aldeano, conociéndose únicamente su sagrado destino en la cruz que corona el tejadillo del pórtico. La impresión es de melancolía y humedad [...] En una esquina del atrio, un pequeño campanario aislado sostiene el rajado esquilón; en el centro, una cruz baja, sobre tres gradas de piedra, da al cuadro un toque poético, pensativo. Allí, en aquel rincón del Universo, vive Jesucristo... ¡Pero cuán solo! ¡Cuán olvidado!»44.


La montaña agreste, primitiva, violenta también impregna otras muchas actividades llevadas a cabo por los hombres nacidos en este entorno, como es el caso de la política. En Los Pazos de Ulloa reaparecen Barbacana y Trompeta, los caciques locales; el primero, abogado, representante de la facción más conservadora; el segundo, secretario del ayuntamiento de Cebre, abrazando las posiciones más liberales y progresistas. Desde el principio la autora deja claro que no aborda el tema de la política desde un plano general, sino que su mirada se centra en cómo esta noble actividad se desvirtúa en las zonas rurales al convertirse en un cúmulo de intrigas y enredos en los que el pueblo solo interviene para ser comprado o amenazado. Tras la Revolución de Septiembre la exaltación política favoreció el fanatismo de las ideas, infiltrándose este fervor político incluso en los rincones más alejados y remotos de la geografía española, como sería el caso de las tierras de Ulloa, donde sus habitantes, sin distinción de clase social, comentan en bares y plazuelas las posibles reformas proyectadas desde Madrid, como la promulgación de la libertad de cultos, de los derechos individuales, la abolición de quintas... La inminente celebración de elecciones hará que los caciques, antagonistas perpetuos, extremen su dedicación, ultimen su estrategia con el fin de hacerse con el poder político de la comarca. La visión de la política en las zonas rurales que nos ofrece la escritora no puede ser más demoledora, pues aun reconociendo que el ejercicio de la misma puede encubrir en todo lugar intereses bastardos y egoístas, en el campo gallego la política se convierte en «un combate naval en una charca»45, pues los contrincantes no defienden ideas o ideales concretos, sino que su lucha está motivada por razones espurias y mezquinas, como viejos rencores, odios, rencillas, afán de lucro, vanidad. De hecho, ni Barbacana ni Trompeta se caracterizan por la firmeza de sus ideas, pues el primero, moderado antes de la Revolución, se declara ahora carlista; Trompeta, unionista bajo O'Donell, se sitúa en el liberalismo más avanzado y progresista. Barbacana se nos esboza como grave, autoritario, obstinado e implacable en la venganza personal. Personaje que, haciendo gala de una suprema hipocresía, proclama que él es partidario de utilizar los medios legales antes que los violentos para deshacerse de sus enemigos. Trompeta, sin desdeñar las triquiñuelas legales, actúa con más precipitación y violencia, caracterizándose por su fértil ingenio y su extremada audacia. La lucha electoral entre ambos caciques adquiere tonos épicos, pues planifican y planean los ataques al adversario con enorme minuciosidad. A pesar de ello, el presumible triunfo del partido de Barbacana, partido apoyado por el influyente clero, por los destacados representantes de la antigua nobleza gallega -no olvidemos que D. Pedro Moscoso será su candidato oficial- y por el no menos influyente Primitivo, no llega a proclamarse triunfador, pues Trampeta, en el último segundo, consigue dar el cambiazo de la urna electoral, resultando ganador de las elecciones su partido. Si la violencia está presente en el proceso electoral a través de las amenazas que los caciques ejercen sobre los campesinos con tal de asegurarse su voto, no menos violenta es la reacción de los miembros del partido capitaneado por Barbacana al ser derrotados tras el cambio de urna, pues cuando los labriegos celebran alegre y bulliciosamente la victoria no dudan en hacer acopio de un buen montón de junquillos, palos y bastones y echarse a la calle con ellos para perseguir y golpear a los campesinos, haciéndoles ver con este acto que, a pesar del resultado, ellos, los curas e hidalgos, son los verdaderos amos:

«En todas las direcciones huían los despavoridos borrachos chillando como si los cargase un regimiento de Caballería a galope; algunos tropezaban y caían de bruces y la tralla del Tuerto se les enroscaba alrededor de los lomos, arrancándoles alaridos de dolor. Fustigaba el hidalgo Limioso con menos crueldad, pero con soberano desprecio, como fustigaría a una piara de marranos. El cura de Boán sacudía estacazo limpio, con regularidad y energía infatigables. El de Naya, incapaz de mantenerse dentro de los límites de su papel de justiciero, insultaba, reía y vapuleaba a un mismo tiempo a los beodos»46.


No obstante, no debemos olvidar que quien realmente mueve los hilos del proceso electoral es Primitivo, el mayordomo enriquecido a costa de su amo. Él será el que proponga la candidatura de D. Pedro a Barbacana, el que proporcione el dinero suficiente al marqués para que se presente y el que, con sus rumores maliciosos sobre su amancebamiento con su propia hija en la recta final de la campaña, empañe el nombre del marqués y propicie que las fuerzas de los dos caciques se igualen. Primitivo, uno de los personajes más vigorosos de los trazados por Emilia Pardo Bazán, se caracteriza por su sagacidad y astucia, por ese comportamiento sinuoso que emplea para satisfacer su enorme avaricia. Movido por sus propios intereses Primitivo atemoriza a colonos y jornaleros, controla a Sabel, utilizando su belleza física como señuelo con el que dominar a su amo. No tiene escrúpulo de ningún tipo y lo mismo que está dispuesto a emplear la violencia con tal de impedir que el marqués emprenda su viaje a Santiago en búsqueda de una esposa, mancilla con sus comentarios el buen nombre de D. Julián y de Nucha en los últimos capítulos de la novela. En esta sociedad rural perfectamente jerarquizada Primitivo es el único que altera el orden social establecido, al convertirse, de hecho, en el verdadero señor de los pazos. La avaricia es el motor de su conducta, la que le lleva no solo a alcanzar un poder económico envidiable, sino también a elevarse por encima de los demás campesinos. Su ambición es tan extremada que no ceja en su empeño de conseguir que Perucho, su nieto, se convierta en el heredero de la fortuna y de las posesiones del aristócrata, en detrimento de los derechos de la hija legítima del marqués. La conocida descripción de la vestimenta de los dos niños al encontrarse en el último capítulo en el cementerio con D. Julián, diez años más tarde de la muerte de Nucha, denota claramente que el objetivo perseguido por Primitivo, a pesar de su violenta muerte a manos del Tuerto de Castrodorna, el secuaz enviado por Barbacana, se ha alcanzado; hecho que prueba, a la vez, el triunfo de la Naturaleza sobre la civilización:

«Solo una circunstancia le hizo dudar de si aquellos dos muchachos encantadores eran en realidad el bastardo y la heredera legítima de Moscoso. Mientras que el hijo de Sabel vestía ropa de buen paño, de hechura como entre aldeano acomodado y señorito, la hija de Nucha, cubierta con un traje de percal asaz viejo, llevaba zapatos tan rotos, que pudiera decirse que iba descalza»47.


Es evidente que en la narrativa pardobazaniana no todos los pazos descritos presentan las mismas características y envuelven un mundo violento, pues frente al pazo rural de las tierras orensanas, anclados en plena montaña, rodeados de senderos que se abren entre precipicios y despeñaderos, adornados de una vegetación silvestre y espinosa, se alzan los pazos situados en las Mariñas coruñesas o en las rías pontevedresas, trazados en sus relatos como verdaderas fincas de recreo, unas casas señoriales embellecidas con jardines primorosamente cuidados y repletos de magníficas esculturas por sus delicados y exquisitos propietarios. Un tipo de pazo que aparece singularmente en las narraciones escritas por doña Emilia con posterioridad a 1890, cuando la escritora se aleja del movimiento naturalista, de su concepción de la novela como estudio o documento de época, e inicia un viraje hacia la estética modernista en novelas como La Quimera o La sirena negra.

 
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