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Los pequeños poemas

Ramón de Campoamor






ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajoEl tren expreso

Poema en tres cantos


Al ingeniero de caminos, célebre escritor Don José de Echegaray.



Su admirador y amigo. -El autor.






Canto primero.- La noche


I

   Habiéndome robado el albedrío
un amor tan infausto como mío,
ya recobrados la quietud y el seso,
volvía de París en tren expreso:
y cuando estaba ajeno de cuidado,  5
como un pobre viajero fatigado,
para pasar bien cómodo la noche
muellemente acostado,
al arrancar el tren, subió a mi coche,
seguida de una anciana,  10
una joven hermosa,
alta, rubia, delgada y muy graciosa,
digna de ser morena y sevillana.


II

   Luego, a una voz de mando
por algún héroe de las artes dada,  15
empezó el tren a trepidar, andando
con un trajín de fiera encadenada.
Al dejar la estación, lanzó un gemido
la máquina, que libre se veía,
y corriendo al principio solapada,  20
cual la sierpe que sale de su nido,
ya al claro resplandor de las estrellas,
por los campos rugiendo, parecía
un león con melena de centellas.


III

   Cuando miraba atento  25
aquel tren que corría como el viento,
con sonrisa impregnada de amargura
me preguntó la joven con dulzura:
-¿Sois español?- Y a su armonioso acento,
tan armonioso y puro, que aun ahora  30
el recordarlo sólo me embelesa,
-Soy español - le dije;- ¿y vos, señora?
-Yo- dijo- soy francesa.
-Podéis- la repliqué- con arrogancia
la hermosura alabar de vuestro suelo,  35
pues creo, como hay Dios, que es vuestra Francia
un país tan hermoso como el cielo.
—320→
-Verdad que es el país de mis amores,
el país del ingenio y de la guerra;
pero en cambio -me dijo- es vuestra tierra  40
la patria del honor y de las flores:
no os podéis figurar cuánto me extraña
que, al ver sus resplandores,
el sol de vuestra España
no tenga, como el de Asia, adoradores.-  45
Y después de halagarnos obsequiosos
del patrio amor el puro sentimiento,
entrambos nos quedamos silenciosos
como heridos de un mismo pensamiento.


IV

   Caminar entre sombras, es lo mismo  50
que dar vueltas por sendas mal seguras
en el fondo de un pozo del abismo.
Juntando a la verdad mil conjeturas,
veía allá a lo lejos desde el coche
agitarse sin fin cosas obscuras,  55
y en torno, cien especies de negruras
tomadas de cien partes de la noche.
¡Calor de fragua a un lado, al otro frío!
¡Lamentos de la máquina espantosos,
que agregan el terror y el desvarío  60
a todos estos limbos misteriosos!...
¡Las rocas, que parecen esqueletos!...
¡Las nubes con entrañas abrasadas!...
¡Luces tristes! ¡Tinieblas alumbradas!...
¡El horror que hace grandes los objetos!...  65
¡Claridad espectral de la neblina!...
¡Juegos de llama y humo indescriptibles!...
¡Unos grupos de bruma blanquecina
esparcidos por dedos invisibles!
¡Masas informes!... ¡Límites inciertos!...  70
¡Montes que se hunden! ¡Árboles que crecen!
¡Horizontes lejanos que parecen
vagas costas del reino de los muertos!
¡Sombra, humareda, confusión y nieblas!
¡Acá lo turbio... allá lo indiscernible...  75
y entre el humo del tren y las tinieblas
aquí una cosa negra, allí otra horrible!...


V

   ¡Cosa rara! Entretanto,
al lado de mujer tan seductora
no podía dormir, siendo yo un santo  80
que duerme, cuando no ama, a cualquier hora.
Mil veces intenté quedar dormido,
mas fue inútil empeño:
admiraba a la joven, y es sabido
que a mí la admiración me quita el sueño.  85
Yo estaba inquieto, y ella,
sin echar sobre mí mirada alguna,
abrió la ventanilla de su lado,
y como un ser prendado de la luna,
miró al cielo azulado,  90
preguntó, por hablar, que hora sería,
y al ver correr cada fugaz estrella,
-¡Ved un alma que pasa!- me decía.


VI

   - ¿Vais muy lejos?- con voz ya conmovida
la pregunté a mi joven compañera.  95
-¡Muy lejos -contestó;- voy decidida
a morir a un lugar de la frontera!-
Y se quedó, pensando en lo futuro,
su mirada en el aire distraída,
cual se mira en la noche un sitio obscuro  100
donde fue una visión desvanecida.
-¿No os habrá divertido-
la repliqué galante-
la ciudad seductora
en donde todo amante  105
deja recuerdos y se trae olvido?
-¿Lo traéis vos?- me dijo con tristeza.
-Todo en París lo hace olvidar, señora,-
le contesté- la moda y la riqueza.
Yo me vine a París desesperado,  110
por no ver en Madrid a cierta ingrata.
-Pues yo vine -exclamó- y hallé casado
a un hombre ingrato a quien amé soltero.
Tengo un rencor -le dije- que me mata.
Yo una pena -me dijo- que me muero.-  115
Y al recuerdo infeliz de aquel ingrato,
siendo su mente espejo de mi mente,
quedándose en silencio un grande rato
pasó una larga historia por su frente.


VII

   Como el tren no corría, que volaba,  120
era tan vivo el viento, era tan frío,
que el aire parecía que cortaba:
así el lector no extrañará que, tierno,
cuidase de su bien mas que del mío,
pues hacía un gran frío, tan gran frío,  125
que echó al lobo del bosque aquel invierno.
Y cuando ella doliente,
con el cuerpo aterido,
-¡Tengo frío! -me dijo dulcemente
con voz que, más que voz, era un balido,  130
me acerqué a contemplar su hermosa frente,
y os juro por el cielo
que, a aquel reflejo de la luz escaso,
la joven parecía hecha de raso,
de nácar, de jazmín y terciopelo;  135
y creyendo invadidos por el hielo
aquellos pies tan lindos,
—321→
desdoblando mi manta zamorana,
que tenía más borlas verde y grana
que todos los cerezos y los guindos  140
que en Zamora se crían,
cual si fuese una madre cuidadosa,
con la cabeza ya vertiginosa,
le tapé aquellos pies, que bien podrían
ocultarse en el cáliz de una rosa.  145


VIII

   ¡De la sombra y el fuego al claro-oscuro
brotaban perspectivas espantosas,
y me hacía el efecto de un conjuro
el ver reverberar en cada muro
de la sombra las danzas misteriosas!...  150
¡La joven, que acostada traslucía
con su aspecto ideal, su aire sencillo,
y que, más que mujer, me parecía
un ángel de Rafael o de Murillo!
¡Sus manos por las venas serpenteadas,  155
que la fiebre abultaba y encendía,
hermosas manos, que a tener cruzadas
por la oración habitüal tendía!...
¡Sus ojos siempre abiertos aunque a obscuras,
mirando al mundo de las cosas puras!  160
¡Su blanca faz de palidez cubierta!
¡Aquel cuerpo a que daban sus posturas
la celeste fijeza de una muerta!...
¡Las fajas tenebrosas
del techo que irradiaba tristemente  165
aquella luz de cueva submarina;
y esa continua sucesión de cosas
que así en el corazón como en la mente
acaban por formar una neblina!...
¡Del tren expreso la infernal balumba!...  170
¡La claridad de cueva que salía
del techo de aquel coche, que tenía
la forma de la tapa de una tumba!...
¡La visión triste y bella
del sublime concierto  175
de todo aquel horrible desconcierto,
me hacían traslucir en torno de ella
algo vivo rondando un algo muerto!


IX

   De pronto, atronadora,
entre un humo que surcan llamaradas,  180
despide la feroz locomotora
un torrente de notas aflautadas,
para anunciar, al despuntar la aurora,
una estación, que en feria convertía
el vulgo con su eterna gritería,  185
la cual, susurradora y esplendente,
con las luces del gas brillaba enfrente.
    Y al llegar un gemido
lanzando prolongado y lastimero,
el tren en la estación entró seguido  190
cual si entrase un reptil en su agujero.


Canto segundo.- El día


I

   Y continuando la infeliz historia,
que aun vaga, como un sueño, en mi memoria,
veo al fin a la luz de la alborada
que el rubio de oro de su pelo brilla  195
cual la paja de trigo calcinada
por agosto en los campos de Castilla.
Y con semblante cariñoso y serio,
y una expresión del todo religiosa,
como llevando a cabo algún misterio,  200
después de un- ¡ay, Díos mío!-
me dijo señalando a un cementerio:
- ¡Los que duermen allí no tienen frío!-


II

   El humo en ondulante movimiento
dividiéndose a un lado y a otro lado,  205
se tiende por el viento
cual la crin de un caballo desbocado.
Ayer era otra Fauna, hoy otra Flora;
verdura y aridez, calor y frío;
andar tantos kilómetros por hora  210
causa al alma el mareo del vacío;
pues salvando el abismo, el llano, el monte,
con un ciego correr que al rayo excede,
en loco desvarío
sucede un horizonte a otro horizonte  215
y una estación a otra estación sucede.


III

   Más ciego cada vez por la hermosura
de la mujer aquella,
al fin la hablé con la mayor ternura,
a pesar de mis muchos desengaños;  220
porque al viajar en tren con una bella
va, aunque un poco al azar y a la aventura
muy deprisa el amor a los treinta años.
Y -¿dónde vais ahora?-
pregunté a la viajera.  225
-Marchó olvidada por mi amor primero-
me respondió sincera-
a esperar el olvido un año entero.
-Pero, ¿y después -le pregunté- señora?
-Después -me contestó- ¡lo que Dios quiera!  230
—322→


IV

   Y porque así sus penas distraía,
las mías le conté con alegría,
y un cuento amontoné sobre otro cuento,
mientras ella, abstrayéndose, veía
las gradaciones de color que hacía  235
la luz descomponiéndose en el viento.
Y haciendo yo castillos en el aire,
o, como dicen ellos, en España,
la referí, no sé si con donaire,
cuentos de Homero y de Mari-Castaña.  240
En mis cuadros risueños,
pintando mucho amor y mucha pena,
como el que tiene la cabeza llena
de heroínas francesas y de ensueños,
había cada llama  245
capaz de poner fuego al mundo entero:
y no faltaba nunca un caballero
que por gustar solícito a su dama
la sirviese, siendo héroe, de escudero.
Y ya de un nuevo amor en los umbrales,  250
cual si fuese el aliento nuestro idioma,
más bien que con la voz, con las señales,
esta verdad tan grande como un templo
la convertí en axioma:
que para dos que se aman tiernamente,  255
ella y yo, por ejemplo,
es cosa ya olvidada por sabida
que un árbol, una piedra y una fuente,
pueden ser el edén de nuestra vida.


V

   Como en amor es credo,  260
o artículo de fe que yo proclamo,
que en este mundo de pasión y olvido,
o se oye conjugar el verbo te amo,
o la vida mejor no importa un bledo;
aunque entonces, como hombre arrepentido,  265
el ver a una mujer me daba miedo,
más bien desesperado que atrevido,
-Y ¿un nuevo amor -la pregunté amoroso-
no os haría olvidar viejos amores?-
Mas ella, sin dar tregua a sus dolores,  270
contestó con acento cariñoso:
-La tierra está cansada de dar flores;
necesito algún año de reposo.-


IV

   Marcha el tren tan seguido, tan seguido,
como aquel que patina por el hielo;  275
y en confusión extraña
parecen confundidos tierra y cielo,
monte la nube, y nube la montaña,
pues cruza de horizonte en horizonte
por la cumbre y el llano,  280
ya la cresta granítica de un monte,
ya la elástica turba de un pantano;
ya entrando por el hueco
de algún túnel que horada las montañas,
a cada horrible grito  285
que lanzando va el tren, responde el eco,
y hace vibrar los muros de granito,
estremeciendo al mundo en sus entrañas:
y dejando aquí un pozo, allí una sierra,
nubes arriba, movimiento abajo,  290
en laberinto tal cuesta trabajo
creer en la existencia de la tierra.


VII

   Las cosas que miramos,
se vuelven hacia atrás en el instante
que nosotros pasamos;  295
y conforme va el tren hacia adelante,
parece que desandan lo que andamos:
y a sus puestos volviéndose, huyen y huyen
en raudo movimiento,
los postes del telégrafo, clavados  300
en fila a los costados del camino;
y, como gota a gota, fluyen, fluyen,
uno, dos, tres y cuatro, veinte y ciento,
y formando confuso y ceniciento
el humo con la luz un remolino,  305
no distinguen los ojos deslumbrados
si aquello es sueño, tromba o torbellino.


VIII

   ¡Oh, mil veces bendita
la inmensa fuerza de la mente humana,
que así el ramblizo como el monte allana,  310
y al mundo echando su nivel, lo mismo
los picos de las rocas decapita,
que levanta la tierra,
formando un terraplén sobre un abismo
que llena con pedazos de una sierra!  315
¡Dignas son, vive Dios, estas hazañas,
no conocidas antes,
del poderoso anhelo
dos grandes gigantes
que, en su ambición, por escalar el cielo,  320
un tiempo amontonaron las montañas!


IX

   Corría en tanto el tren con tal premura,
que el monte abandonó por la ladera,
la colina dejó por la llanura,
y la llanura, en fin, por la ribera;  325
y al descender a un llano,
—323→
sitio infeliz de la estación postrera,
le dije con amor: -¿Sería en vano
que amaros pretendiera?
¿Sería como un niño que quisiera  330
alcanzar a la luna con la mano?-
Y contestó con lívido semblante:
-No sé lo que seré más adelante,
cuando ya soy vuestra mejor amiga.
Yo me llamo Constancia y soy constante.  335
¿Qué más queréis -me preguntó- que os diga?
Y, bajando al andén, de angustia llena,
con prudencia fingió que distraía
su inconsolable pena,
con la gente que entraba y que salía;  340
pues la estación del pueblo parecía
la loca dispersión de una colmena.


X

   Y, con dolor profundo
mirándome a la faz, desencajada,
cual mira a su doctor un moribundo,  345
siguió: -Yo os juro, cual mujer honrada,
que el hombre que me dio con tanto celo
un poco de valor contra el engaño,
o aquí me encontrará dentro de un año,
o allí!... -me dijo señalando al cielo.  350
Y enjugando después con el pañuelo
algo de espuma de color de rosa
que asomaba a sus labios amarillos,
el tren (cual la serpiente que escamosa
queriendo hacer que marcha, y no marchando,  355
ni marcha ni reposa)
mueve y remueve ondeando y más ondeando,
de su cuerpo flexible los anillos;
y al tiempo en que ella y yo, la mano alzando,
volvimos, saludando, la cabeza,  360
la máquina un incendio vomitando,
grande en su horror y horrible en su belleza,
el tren llevó hacia sí pieza tras pieza,
vibró con furia y lo arrastró silbando.


Canto tercero.- El crepúsculo


I

   Cuando un año después, hora por hora,  365
hacia Francia volvía,
echando alegre sobre el cuerpo mío
mi manta de alamares de Zamora,
porque a un tiempo sentía,
como el año anterior, día por día,  370
mucho amor, mucho viento y mucho frío;
al minuto final del año entero,
a la cita acudí cual caballero
que va alumbrado por su buena estrella;
mas al llegar a la estación aquella  375
que no quiero nombrar, porque no quiero,
una tos de ataúd sonó a mi lado,
que salía del pecho de una anciana
con cara de dolor y negro traje;
me vio, gimió, lloró, corrió a mi lado,  380
y echándome un papel por la ventana,
-Tomad -me dijo- y continuad el viaje!-
Y cual si fuese una hechicera vana
que, después de un conjuro, en alta noche
quedase entre la sombra confundida,  385
la mujer, más que vieja, envejecida,
de mi presencia huyó con ligereza
cual niebla entre la luz desvanecida,
al punto en que, llegando, con presteza
echó por la ventana de mi coche  390
esta carta tan llena de tristeza,
que he leído más veces em mi vida
que cabellos contiene mi cabeza:


II

   «Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros,
cuenta os dará de la memoria mía.  395
Aquel fantasma soy que, por gustaros,
jugó a estar viva a vuestro lado un día.
    »Cuando lleve esta carta a vuestro oído
el eco de mi amor y mis dolores,
el cuerpo en que mi espíritu ha vivido  400
ya durmiendo estará bajo unas flores.
   »Por no dar fin a la aventura mía,
la escribo larga... casi interminable!...
¡Mi agonía es la bárbara agonía
del que quiere evitar lo inevitable!  405
   »Hundiéndose al morir sobre mi frente
el palacio ideal de mi quimera,
de todo mi pasado, solamente
esta pena os doy borrar quisiera.
   »Me rebelo a morir, pero es preciso...  410
¡El triste vive, y el dichoso muere!...
¡Cuando quise morir, Dios no lo quiso:
hoy que quiero vivir, Dios no lo quiere!
   »¡Os amo, sí! Dejadme que habladora
me repita esta voz tan repetida;  415
que las cosas más íntimas ahora
se escapen de mis labios con mi vida.
   »Hasta furiosa, a mí que ya no existo,
la idea de los celos me importuna,
¡juradme que esos ojos que me han visto  420
nunca el rostro verán de otra ninguna!
—324→
   »Y si aquella mujer de aquella historia
vuelve a formar de nuevo vuestro encanto,
aunque os ame, gemid en mi memoria;
¡yo os hubiera también amado tanto!...  425
   »Mas tal vez allá arriba nos veremos,
después de esta existencia pasajera,
cuando los dos, como en el tren, lleguemos
de nuestra vida a la estación postrera.
   »¡Ya me siento morir!... ¡El cielo os guarde!  430
Cuidad, siempre que nazca o muera el día,
de mirar al lucero de la tarde,
esa estrella que siempre ha sido mía.
   »Pues yo desde ella os estaré mirando,
y como el bien con la virtud se labra,  435
para verme mejor, yo haré rezando
que Dios de par en par el cielo os abra.
   »¡Nunca olvidéis a esta infeliz amante
que os cita, cuando os deja para el cielo!
¡Si es verdad que me amasteis un instante,  440
llorad, porque eso sirve de consuelo!...
   »¡Oh Padre de las almas pecadoras!
¡Conceded el perdón al alma mía!
¡Amé mucho, Señor, y muchas horas;
mas sufrí por más tiempo todavía!  445
   »¡Adiós, adiós! Como hablo delirando,
no sé decir lo que deciros quiero!
¡Yo sólo sé de mí que estoy llorando,
que sufro, que os amaba y que me muero!»


III

   Al ver de esta manera,  450
trocado el curso de mi vida entera
en un sueño tan breve,
de pronto se quedó, de negro que era,
mi cabello más blanco que la nieve.
De dolor traspasado  455
por la más grande herida
que a un corazón jamás ha destrozado
en la inmensa batalla de la vida,
ahogado de tristeza,
a la anciana busqué desesperado;  460
mas fue esperanza varia;
pues, lo mismo que un ciego deslumbrado,
ni pude ver la anciana,
ni respirar del aire la pureza,
por más que abrí cien veces la ventana  465
decidido a tirarme de cabeza.
Cuando por fin sintiéndome agobiado
de mi desdicha al peso,
y encerrado en el coche, maldecía
como si fuese en el infierno preso,  470
al año de venir, día por día,
con mi grande inquietud y poco seso,
sin alma y como inútil mercancía.
me volvió hasta París el tren expreso.



  —325→  

ArribaAbajoLa novia y el nido

Poema en tres cantos


Dedicado por el autor a su amigo y compañero el Excmo. Sr. D. Leopoldo Augusto de Cueto.






Canto primero.- El nido


I

   Ya el mes de abril a la sazón corría;
y con sus tibias y rosadas manos,
la primavera hospitalaria abría
sus puertas a los pájaros lejanos.
    Era el mes en que, eternas peregrinas,  5
después que el frío del invierno pasa,
todos los años, al tranquilo, techo
del cuarto de Isabel, dos golondrinas
van a anidar como en su propia casa.


II

   Isabel, que era un ángel que pasaba  10
en leer y rezar horas enteras
cual si fuese educada en un convento,
al florecer sus quince primaveras
ni una hoja en su noble pensamiento
a su corona virginal faltaba;  15
y aunque va a ser esposa
cuando del mal de amor nada recela,
tomando el novio que escogió su abuela,
estaba decidida a ser dichosa;
y ajena a tentaciones y deseos  20
con respecto a casados y casadas,
sólo sabe haber visto en los paseos
las vides con los olmos enlazadas;
pues era para ella un casamiento
reducir a verdad un sueño hermoso,  25
ser más querida, realizar un cuento,
y hacer un viaje al Rhin con su esposo.
    Así, en ciega ignorancia,
Isabel, tan sencilla como hermosa,
aun pensando de un hombre en ser la esposa,  30
continuaba en su amor su santa infancia.


III

   Pasan los días, sin contar las horas
que como sombras huyen,
mirando con afán como construyen
su nido aquellas aves charladoras,  35
que añadiendo canciones a canciones,
entre ansias dulces y amorosos píos,
unen hojas y granzas y vellones
con el gluten y el limo de los ríos;
y, cuanto más curiosa,  40
mirando hacer el nido, se reía,
entreabierta su boca, parecía
la luz tomando el fresco en una rosa.


IV

   -¿Para qué sirve un nido?- con sorpresa
se pregunta Isabel: cuestión obscura,  45
—326→
que ocurre a la vaquera y la princesa
y que una y otra de inquirir no cesa;
pero en vano resolver procura
la que el tiempo pasó, casi en clausura,
entre el rezo, las pláticas, la mesa,  50
la música, el paseo y la lectura.
-¿Para qué sirve un nido?- Al ver delante
tan honda oscuridad se confundía,
y, por más que pensaba, no sabía
cómo ella, que es tan viva y penetrante,  55
y lee tantos idiomas de corrido,
y sabe tantas cosas de hortelana,
¡oh ciencia inútil de la vida humana!
no alcanza a comprender lo que es un nido.


V

   Viendo el nido y pensando en su himeneo,  60
lanza ardiente, a los pájaros que vuelan,
las confusas miradas que revelan
ya inocencia, ya miedo, ya deseo;
pues ya mujer, sin serlo todavía,
ante el hondo misterio de aquel nido,  65
en sus ojos azules se encendía
poco a poco un fulgor desconocido;
y una vez que presiente algo de cierto,
con singular pudor frunce las cejas,
quedando sus mejillas pudorosas  70
con mucho más color y más hermosas
que las guindas que cuelga a sus orejas
cuando, alegre, corriendo por el huerto,
coge lirios y cazamariposas.


VI

   Como nunca guardada  75
se ha podido tener ninguna cosa
detrás de unas pupilas transparentes,
mostrando candorosa
en la ráfaga azul de su mirada,
que brilla entre sonrisas inocentes,  80
esa inquietud profunda y misteriosa
que causan en las vírgenes los nidos,
Isabel, más que inquieta, consternada,
al ver la turbación de sus sentidos,
como un niño que al brillo de una espada  85
se tapa con terror ojos y oídos,
se juzga una inocente pecadora,
y se santigua y reza, y casi llora,
y entra el aire a raudales en su pecho,
y hallando el sueño, pero no el olvido,  90
se cayó desplomada sobre el lecho
preguntando al dormir:- ¿qué será un nido?-


Canto segundo.- El amor


I

   Disipada la noche por la aurora,
la agitada Isabel, desde su lecho,
que un sol de mayo dora,  95
descorriendo las finas
colgaduras de encaje de Malinas,
busca otra vez el nido y mira al techo,
como accediendo al familiar reclamo
de aquellas habladoras golondrinas  100
que nunca acaban de decirse «te amo».


II

   -¿Para qué sirve un nido? -He aquí el problema.
La novia al despertar vuelve a su tema;
pues cuando va una niña a ser esposa,
en prueba de inocencia,  105
es capaz de cortar por lo curiosa
una rama del árbol de la ciencia.
¿Para qué habrán servido
los nidos todos que en el mundo han sido?
Saber lo que es un nido es cosa grave,  110
pues, según Isabel, nadie ha sabido,
y lo que es más aún, ninguno sabe,
por qué se junta un ave con otra ave
y juntas con amor hacen un nido.


III

   Temblando de pesar y de contento,  115
cual la rama agitada por el viento,
de nuevo el nido mira;
y, aunque nunca mancho su pensamiento
la pureza del aire que respira,
sin darse cuenta de ello, es aquel nido  120
demonio tentador que habla a su oído:
y dudando, turbada,
si tiene aún su espíritu dormido,
cual se rompen las nubes en el cielo,
de sus dudas sin fin se rompe el velo;  125
pues en trances de amor, es cosa cierta
que, un nido, un beso, un cuento, una nonada,
en un alma inocente rompe el hielo,
y a un corazón que duerme le despierta.


IV

   ¡Sagrada obscuridad! Como cruzaban  130
por su frente las sombras a montones,
viendo el nido, sus ojos titilaban
como el cristal que esparce oscilaciones.
Y dudas van, y pensamientos vienen;
y, haciendo que lo mira distraída  135
(habilidad que las mujeres tienen
—327→
desde el día primero de su vida),
acaba por saber que es aquel nido
Edén por el misterio protegido;
y hallando en él impresos  140
los signos de una boda concertada
por dos seres dichosos,
con malicia entendida y saboreada,
sintiendo arder la sangre hasta en sus huesos,
ve en las aves del nido dos esposos,  145
y en su canto una música de besos.


V

   Porque en saber se empeña
para qué sirve un nido
que así el amor le enseña,
lanzada en pleno cielo sueña...y sueña!...  150
y aguarda a que el misterio incomprensible
le baje a descifrar, compadecido,
algún viajero azul de lo invisible;
y a una malicia, en risa trasformada,
que en su mirada virginal destella,  155
se queda avergonzada
como sale, al salir de una enramada,
después del primer beso una doncella;
y a un brillo entre diabólico y divino,
pensando en el misterio del problema,  160
tanto mira Isabel, que al fin vislumbra
en yo no sé qué lúgubre penumbra,
que un nido es el misterio del destino,
que es de la vida la explosión suprema;
y ya, como mujer apasionada,  165
mirando a su pesar en lo invisible,
se perdió vagamente su mirada
en la luz infinita e indefinible;
y como, al fin, la juventud ligera
no sabe, al estudiar lo que son nidos,  170
que hay peligro en jugar con los sentidos
en un día de sol de primavera,
a Isabel, ya febril, le parecía
que alguna mano que en la luz flotaba
el velo misterioso descorría,  175
y en derredor la tierra se le andaba;
era su alma una noche sin aurora;
nada distinto oía ni veía;
la cabeza se le iba y le zumbaba,
y sentía una sed devoradora;  180
y comentando grave y resignada,
el secreto a sí misma ha sorprendido,
-Se conoce -pensaba- que es forzoso
dar la mano a un esposo;
querer y ser querida;  185
hacer como los pájaros un nido;
cantar a Dios y bendecir la vida.-


Canto tercero.- La novia


I

   Como el amor primero es tan ardiente
y despierta a las niñas tan temprano,
Isabel se despierta con el día;  190
y al apartar de su divina frente
un raudal de cabellos, con la mano
que en un vapor de encajes se perdía,
halla su tez de nieve, nunca hollada,
tan fresca como el agua de verano  195
en el fondo de un pozo serenada.


II

   De su lecho de pluma
salió Isabel cual Venus de la espuma;
después mirando al techo,
vibró su corazón dentro del pecho  200
al ver la golondrina que cubría
en forma de abanico a sus hijuelos,
y al padre que en el pico les traía
pan de la tierra y besos de los cielos.
Tan grande amor su corazón inflama;  205
y en sus ojos, con fuego inusitado,
arde una pura y trasparente llama
al ver en los hijuelos desatado
el nudo misterioso de aquel drama.
Espantada, el misterio comprendiendo,  210
casi vuelve a gemir y casi reza;
y unas veces rezando, otras gimiendo,
entrando de repente en la tristeza,
ya marchitas sus puras alegrías,
la niña acaba y la mujer empieza;  215
y más cuando la tímida nidada
de aquel nido, asomándose a la entrada,
parece que le dice:- ¡buenos días!-
Y más aún, cuando a los hijos viendo,
suspirando responde:- ¡ya lo entiendo!-  220
Y encendido su rostro, cual la frente
de una mujer culpable y candorosa,
sobre sus ojos pudorosamente
deja caer sus párpados de rosa.


III

   Como el amor es cosa  225
que, cual voz de eco en eco repetida,
palpita en la crisálida metida,
y brilla al convertirse en mariposa,
ve Isabel con encanto
que es un nido la copa misteriosa  230
donde está la embriaguez desconocida;
y así, pasando de capullo a rosa,
tan turbada se ve y enternecida,
que llora, aunque riendo bajo el llanto,
—328→
porque hay seres que ríen cuando lloran  235
con la risa común de los que ignoran
que en llorar y reír se va la vida.


IV

   Y cuando, en aquel día,
convirtiendo en historia la novela,
al altar de himeneo fue llamada  240
la gracia de la casa de su abuela,
¡ay! ¡cuál quedó anublada
aquella llama azul de su mirada!
¡Cómo llora y su madre la consuela!
Y ¡cómo, en fin, ya enjutas sus mejillas,  245
se mira en los espejos a hurtadillas,
y en ellos viendo de su boda el traje
se ríe con la risa de la aurora,
y abisma su mirada en resplandores,
mostrando pensativa y seductora  250
sus dientes y sus labio, maridaje
de las perlas casadas con las flores!


V

   Y va y viene Isabel, y baja y sube,
agitándose aérea y diligente
con una vaga ondulación de nube;  255
y aunque era a su belleza indiferente,
con natural gracejo
hoy aprende delante del espejo
a conocer lo hermoso de su frente;
y ora se juzga amada y ora amante,  260
y haciendo con el traje un ruido de alas,
circula como un duende por delante
de los grandes espejos de las salas;
y al verse retratada, la doncella
lleva por sí la admiración tan lejos,  265
que, a fuerza de mirarse en los espejos,
siente ya el goce de saber que es bella.


VI

   Al volver de jazmines coronada,
como una campesina desposada,
sintiendo accesos de calor y frío,  270
tiembla el alma en su boca seductora,
como tiembla a los rayos de la aurora
sobre una flor la gota de rocío.
    Los ojos Isabel, desconcertada,
tanto abre para ver, que no ve nada;  275
la estatua del asombro parecía,
y no pudiendo respirar apenas,
un no se qué de eléctrico en sus venas
en generosa transfusión corría.
   Aunque casi educada en un convento,  280
ya sentía en su noble pensamiento
algo más que ilusión y confianza,
ignorancia y candor, fe y esperanza;
pues al mirarse de su alcoba enfrente,
del abismo de amor dulce pendiente,  285
la sangre que a su rostro se arrebata
la pone del color de la escarlata...
   Mas ¡oh Dios del pudor! no tengáis miedo
que aquel resumen de la vida toda,
con su deliquio y sus misterios cuente...  290
   Yo quisiera contarlo, mas no puedo,
pues donde hay sueño virginal, o boda,
según Górgora, un ángel sonriente
pone gentil sobre la boca un dedo.



  —329→  

ArribaAbajoLos grandes problemas

Poema en tres cantos


Al ilustre polemista el Sr. D. Salvador López Guijarro.






Canto primero.- El idilio


I

   El cura del Pilar de la Oradada,
como todo lo da, no tiene nada.
Para él no hay más grandeza
que el amor que se tiene a la pobreza.
Careciendo de pan, con alegría  5
lleva paz de alquería en alquería;
y siendo indiferente
a la necia ambición de los honores,
se ocupa de los grandes solamente
cuando llama sus reinas a las flores.  10
Sin fámulo y vestido de sotana,
cuida una higuera y toca la campana.
Su alzacuello es de seda desteñida,
pardas las medias de algodón que lleva;
y en todo el magisterio de su vida  15
sólo ha estrenado una sotana nueva.
Da gracias cuando reza a un Dios tan bueno
que cría los rosales y el centeno,
y llama sus orgías a las cenas
el que prueba la miel de las colmenas.  20
Aunque él está de su pudor seguro,
ve a una mujer, y como pueda, escapa,
dispuesto desde joven, por ser puro,
a hacer el sacrificio de una capa.
Reparte a las chiquillas  25
las almendras que lleva en los bolsillos,
y les da un golpecito en las mejillas
más dulce que una almendra a los chiquillos.
Da a los pobres los higos de su higuera,
que nació, sin plantarla, en donde quiera;  30
y si al vérselos dar uno por uno
-¿Qué guardas para ti?- le dice alguno,
responde, puesta en Dios su confianza,
como Alejandro el Grande:- ¡La esperanza!-
Así con tanto amor y pudor tanto,  35
el cura del Pilar de la Oradada
es, según viene la ocasión rodada,
ya eremita, ya cuákero, ya santo.


II

   Está el pueblo fundado sobre un llano
más grande que la palma de la mano,  40
y a falta de vecinos y vecinas
circulan por las calles las gallinas.
—330→
Pueblo al cual, aunque corto, en mujerío
otro ninguno iguala;
de agua muy buena, si tuviese río,  45
de agua de pozo, a la verdad muy mala.
Pueblo feliz, que olvida el mundo entero;
que tiene ante la iglesia una plazuela,
iglesia que es más grande que la escuela,
y escuela que es más chica que un granero.  50


III

   En este pueblo, en fin, y ante este cura,
que no puede beber más que agua pura,
la divina Teodora,
de rodillas postrada ante el anciano,
con un ramo de flores en la mano,  55
ramo cogido al despuntar la aurora,
mostrando al sonreírse, nacaradas,
en dos filas iguales,
todas sus perlas justas y cabales,
en un coral prendidas y engarzadas;  60
inventando aquel día,
por no haberlos sufrido todavía,
mucho dolor y muchos desengaños,
antes de hacer su comunión primera,
confesándose está como si fuera  65
una gran pecadora a los diez años.


IV

   Teodora, que es mujer desde la cuna
cual todas las mujeres,
despierta ya, y durmiendo todavía
a la luz misteriosa de una luna  70
que hace en su alma de sol de mediodía,
mira una inmensa flotación de seres,
sueños de sombra y sombras de unos sueños
opacos una vez y otras risueños.
    Gracia infantil y gracia adolescente,  75
de niña y de mujer confusos lados,
ya ve en el porvenir desde el presente
el mundo real y el ideal mezclados.
Sumida en nieblas de color de rosa,
compuestas de verdad y de otra cosa,  80
mira, desvanecida,
llegar la realidad confusamente,
y a los diez años, como todas, siente
su inmersión en las brumas de la vida.


V

   Mirando al confesor con inocencia,  85
cual si fuesen sus ojos unas puntas
que hundiesen del anciano en la conciencia,
fue haciéndole la niña unas preguntas,
como ésta, por ejemplo,
capaz de hacer estremecerse al templo:  90
-Vos ¿sabéis lo que es malo, señor cura?
-Yo de todo, hija mía, estoy al cabo-,
respondió el sacerdote con premura;
lo cual no era verdad, mas lo creía,
porque el breviario con afán leía  95
a la luz de un candil colgado a un clavo.


VI

   Y del amor ya viendo lontananzas,
con sus ojos tan llenos de esperanzas,
en su candor intrépido del todo
sigue ella preguntando de este modo:  100
-El dejarse besar ¿es malo o bueno?-
De confusión y de sorpresa lleno,
se turbó el cura, como el hombre que antes
de haber cazado un pájaro, lo vende,
y sin poder cumplir lo prometido,  105
se queda, al fin, como el lector comprende,
el cazador corrido,
el comprador burlado,
y el pájaro vendido y no cazado.
Echó al cielo una olímpica mirada  110
buscando la respuesta en las estrellas,
mas como nada le dijeron ellas,
el cura del Pilar no dijo nada.


VII

   Con misterio después ella se inclina
hacia el cura, que la oye fascinado,  115
y prosigue: -Me ha dicho mi madrina,
que el que bese a mi primo es un pecado;
y mi primo ha jurado
que él me habrá de besar, pese a quien pese,
pues cree que a mí me gusta que me bese:  120
mas como oigo decir que se propasa,
escapándome de él, toda la casa
ayer y antes de ayer y todo el año
corrí desde la cueva hasta el granero;
siempre quiere él, señor, yo nunca quiero;  125
miradme bien, veréis que no os engaño.-
Y abriendo aquellos ojos tan brillantes
para enseñarle el alma a aquel levita,
echa al cura una ojeada inoportuna
aquella virgen, pero virgen de antes  130
que en la primer visita
el ángel le anunciase cosa alguna,
—331→
y le dejó corrido y colocado
del rubor en la cúspide suprema,
de un modo tal, que dijo colorado:  135
-¡Primera confesión; primer problema!-


VIII

   -Acúsome -la niña proseguía-
que soy inobediente y perezosa.
Acúsome, además, que el otro día,
con tristeza soñé que no era hermosa.  140
Me gusta más correr que ir a la escuela.
Sólo en la misa me entretiene el canto;
y escucho con más gusto una novela
que el trozo de la vida de algún santo.
Prometo, obedeciendo a mi madrina,  145
huir, si puedo, de él; pero os prevengo
que al mirar a mi primo, siempre tengo
la voluntad de parecer divina.-
Al ver salir el cura, atropellados,
con risa de bondad mal reprimida,  150
tan enormes pecados
de aquellos labios de carmín, untados
con la leche primera de la vida,
dice a la niña, de indulgencia lleno,
con singular ternura:  155
-No diré que eso es malo, mas no es bueno.
Más cordura, hija mía, más cordura.
Bien; adelante: vamos; adelante.-
Y por no hablar más claro, el pobre cura
jugaba con enigmas al volante;  160
y no queriendo darle con prudencia,
la más leve lección de adolescencia,
muy peligrosa en almas inocentes,
sólo después de estas ligeras riñas,
se atrevió a murmurar, aunque entre dientes:  165
-Son el diablo estos ángeles de niñas.-


IX

   Y como todo viejo, y más si es cura,
de todo niño es natural abuelo,
con más amor que religioso celo,
le dijo a aquella hermosa criatura:  170
-Ten calma, estudia, y a tu madre imita,
y entrarás sin rodeos en la gloria;
reza una salve, toma agua bendita,
y cómete esta almendra en mi memoria.-
y después que la niña se confiesa,  175
la mano al señor cura
en la actitud de un oficiante besa;
se levanta gentil, con la soltura
de un querubín que hacia los cielos pesa,
y ante el altar, con adorable gracia,  180
entre un corro de gente pecadora
se arrodilló Teodora
más grave que un alumno en diplomacia.


X

   Después supo el obispo de Orihuela,
por cierta confesión de cierta abuela,  185
de puro religiosa, condenada,
que, faltando a los cánones sagrados,
castiga con almendras los pecados
el cura del Pilar de la Oradada.


Canto segundo.- La égloga


I

   Fue creciendo, creciendo,  190
y pasaron diez años; y Teodora
cuanto en gracia inocente iba perdiendo,
lo iba ganando en gracia pensadora.
La antigua pecadora,
que veinte años cuenta hoy exactamente,  195
tiene pupilas de horizontes llenas;
voluptuoso reír en casta frente;
y deja ver su cutis transparente
como corre la sangre por sus venas.
Con gusto encantador por lo sencillo,  200
con flores todo el año en sus cabellos,
arrollándolos bien, forma con ellos
detrás de la cabeza un canastillo.


II

   -Decidme, mi querido señor cura-,
decía confesándose Teodora,  205
-¿no es una gran locura
que esté tan decidida
a que me case ahora
la pobre madre a quien debí la vida?
¿No es un gran desatino  210
casar con otro a quien tan solo piensa
en... ya sabéis, mi primo, aquel marino
que tiene el alma, como el mar, inmensa?
Mientras la escucha atento.
-Es muy común -el cura se decía  215
entre burlas y veras-
que todas las muchachas costaneras
dediquen de un marino al pensamiento
veinticuatro horas largas cada día.
—332→


III

   -Mi primo... ya sabéis,- siguió Teodora-  220
que vive hoy una vida de pesares
en Londres, un lugar donde está ahora,
más allá de los montes y los mares.
Las playas saben mi constante anhelo,
pues sin poderlo remediar, suspiro  225
cuando se nubla el horizonte y miro
por el lado del mar cerrarse el cielo.
Mi primo, es aquel primo que, algún día,
os confesé que alegre me besaba;
le amé niña, mas yo no lo sabía;  230
ya mayor, estoy loca, y lo ignoraba.
Como siempre fantástico el deseo
me arrastra a orillas de la mar, yo a solas
que me habla de él y su venida, creo,
el monólogo eterno de las olas.  235
Siempre aguardo del cielo lo imprevisto,
siempre estoy esperando,
y hasta las aves de la mar, pasando,
parece que me dicen: -¡le hemos visto!


IV

   -Mas sepamos primero-  240
dijo el cura prudente y reservado-:
de amaros y volver, ¿él os ha dado
su palabra de honor de caballero?
-Me juró que me amaba y, volvería-
fue diciendo Teodora-  245
cuando el sol por la tarde se ponía,
y al despuntar la aurora,
y alguna vez también al mediodía;
y alguna, y más que alguna,
por la noche a los rayos de la luna.  250
Y, perdonad, decir se me ha olvidado,
que en mayo y en abril me lo ha jurado,
por todos sus jazmines y azucenas;
por los árboles todos, en estío;
por todos sus cristales, junto al río;  255
cerca del mar, por todas sus arenas.-


V

   Mientras Teodora hablando proseguía,
como era, a fuerza de candor, profundo,
el cura por lo bajo repetía:
-(¡Cómo trae el amor revuelto al mundo!)  260
-Mi madre quiere que a la fuerza quiera
a un hombre muy de bien, sin gracia alguna,
como es el que me espera
para darme su mano y su fortuna.
El verlo nada más me da tristeza;  265
él es bueno, es verdad, si no es hermoso;
tiene favor, honores y riqueza,
talento, juventud y un nombre honroso...
Mas ¡si vierais al otro, señor cura,
con gorra de oro y sable a la cintura!...  270
¡Cuanto mira al pasar de luz se baña!...
Mientras éste de aquí, que va a ser mío,
tiene una gracia sepulcral y extraña;
donde quiera que entra él, siento yo frío.
-Pues señor, se conoce -piensa el cura-  275
que en la misma inocencia,
para agotar de un cura la paciencia,
trasformado en hermosa criatura
coloca Satanás su residencia.-


VI

   Y ella siguió: -Vuestro favor imploro;  280
prestadme ayuda en tan difícil paso:
de uno me río, y por el otro lloro;
éste me hiela, y por aquél me abraso.
No amo al presente y al ausente adoro;
¿qué hago, señor, me caso o no me caso?-  285
Mirando a un Cristo viejo
por ver si le inspiraba algún consejo,
el cura se callaba,
y del candor en la embriaguez suprema,
al ver que el Cristo nada le inspiraba,  290
por lo bajo entre dientes murmuraba:
-¡Segunda confesión; otro problema!-
Entre el Cristo, ella y él, no hay uno que hable.
El viejo, que era un niño venerable,
no cayó en que Teodora  295
buscaba, tan sutil como traidora,
en la doblez de sus astutos planes
el apoyo moral del cristianismo:
maniobra de los grandes capitanes
que ponen de su parte el fanatismo.  300


VII

   Luego los dos a un tiempo se preguntan,
y para herirse al corazón se apuntan;
y cruzan de uno al otro, bien dispuestas,
como un choque de espadas, las respuestas:
-Me muero, si me caso, os lo confieso.  305
-Ilusión nada más de los sentidos.
-Hay voces que en el aire me hablan de eso.
-Eso será que os zumban los oídos.
-Bien, lucharé; pero seré vencida.
—333→
-No volverá tal vez. -¿Y si volviera?  310
-Ese hombre os ha hechizado, ¡estáis perdida!
-Así tendrá que ser como él lo quiera.
-Tras vana agitación tendréis reposo;
yo rezaré por vos, seréis dichosa:
¡dichoso aquel que os tenga por esposa!  315
-Y yo ¿seré feliz como él dichoso?
-¿De qué sirve creer en lo increíble?
-Más sabe el corazón que la cabeza.
-¿Qué podrá suceder? -¡Todo es posible;
yo amo con fe y espero con firmeza!-  320
Al verla disentir tan bien y tanto,
siente un temblor de espanto,
cual si tuviese frío,
al comprender el santo
que aquel tipo cabal de las mujeres  325
era el más bello y ¿lo diré, Dios mío?
el más inobediente de los seres.


VIII

   Teodora, ardiente y viva,
filósofa sutil y positiva,
que no pasó, cual yo, velada alguna  330
en cuestiones ociosas,
buscando la razón de muchas cosas
que no tienen jamás razón ninguna,
añadió, de su plan desesperada,
disparando al huir a sangre y fuego,  335
y haciendo una brillante retirada
mejor que en Asia Jenofonte el griego:
-Yo soy muy viva y de ventura ansiosa;
y no queriendo a este hombre, os lo prevengo,
como soy tan fantástica, no tengo  340
la condición de una excelente esposa.
Mas lo mandan mis padres y adelante;
yo quiero a toda costa ser honrada,
mas no sé si, vivaz y enamorada,
podré ser buena esposa y buena amante...-  345
Hablaba así Teodora, y de repente
callando unos momentos,
con un silencio diestro y elocuente
una pausa llenó de pensamientos.
Reticencia tan vil y calculada  350
al pobre cura de terror inmuta...
Ante el saber de una mujer astuta
Cicerón y Pascal no saben nada.
Y es que desde Eva, madre de Teodora,
la raza no mejora.  355
Porque no oye solícito sus quejas,
anuncia astuta males sobre males:
yo recuerdo muy bien que eran iguales
las jóvenes de antaño que hoy son viejas.
Y así serán y han sido  360
las que están por nacer o ya han nacido,
lo mismo en todo el orbe que en España;
las madres miserables y opulentas,
las hijas titulares y harapientas,
las abuelas del trono y la cabaña.  365


IX

   -¡Qué locura, Dios mío, qué locura!
¿No veis que rara vez -le dice el cura-
la vida nos enseña
que esos sueños de niña muy pequeña
los pueda realizar la edad madura?  370
Moderad el ardor de los sentidos;
¡Teodora, andad despacio,
porque siempre nos ven desconocidos,
dos ojos desde el fondo del espacio!-
Ayudando a llevarla a su destino,  375
cual se lleva una oveja al matadero,
pensó el cura ponerla en el camino
de lo bueno, lo justo y verdadero;
y después que ella vio desvanecida
la poética imagen de su vida,  380
puestas en cruz las manos y llorosa,
recibió con la frente prosternada,
la bendición del cura, arrodillada;
besó su mano en actitud piadosa,
con la fe de una santa resignada,  385
y se marchó, si no más consolada,
menos triste tal vez, y siempre hermosa.


Canto tercero.- La tragedia


I

   Porque triste, muy triste, se moría
llena de desengaños,
el cura del Pilar, en cierto día  390
en su postrera confesión oía
a una joven anciana de treinta años.
-¡Ha venido -decía
la vieja que era joven todavía-
aquel hombre a quien amo con locura!  395
Y debo confesaros, en conciencia,
que tengo, desde entonces, señor cura,
necesidad de sueños de inocencia.
-¿Y es pura todavía vuestra llama?-
pregunta el cura a la doliente esposa.  400
—334→
-La cama de mi madre es esta cama-,
le respondió-; pues por mi madre os juro
que soy materialmente virtuosa;
sólo el alma es culpable, el cuerpo es puro.


II

   -¡Pues valor, -dijo el cura,  405
a fuerza de candor siempre profundo-,
que la mayor tribulación del mundo
la guarda Dios para la edad madura!
-¡Valor, valor! -la enferma respondía-;
¡lucharé hasta morir! mas ¡cosa extraña!  410
resistir a su encanto no podría,
¡yo que siento en mí misma una energía
capaz de levantar una montaña!
-¡Lucharemos, hija mía-,
el cura repetía  415
de Dios y de su fe siempre seguro-;
no hay grito de dolor que en lo futuro
no tenga al fin por eco una alegría!-
Y luego añade de la Biblia lleno,
satisfecho de Dios y de sí mismo:  420
-¡Siempre entre el ángel malo y entre el bueno
hay luchas en el puente del abismo!-


III

   En querer consolar las grandes penas
de una mujer tan firme y tan amante,
era aquel pobre confesor un ciego,  425
sabiendo que corría por sus venas
la sangre de las viñas de Alicante
que crían una savia como el fuego.
El cura no sabía
que el no amar es muy bueno, pero es frío;  430
y por eso a Teodora le decía,
derramando en sus llagas el rocío
de una piedad sincera:
-Van a cumplir veinte años
que, ajena de pasiones y de engaños,  435
vuestra sagrada comunión primera
fue por vos de mi mano recibida;
¡sed digna del honor de vuestra historia!
¡Reanimad el valor con la memoria
de los años primeros de la vida!  440
-¡Quince años hace escasos-
Teodora murmuró -que el dulce ruido
que levantaron al marchar sus pasos
quedó como una música en mi oído!
Y hace veinte -añadió con torvo ceño  445
mirando al cielo en ademán de queja-
que es el de mi alma y mis sentidos dueño;
¡veinte años que pasaron como un sueño!
¡Tenéis razón; no me creí tan vieja!...
Mas no hay medio; o vencer o ser vencida;  450
o perder la virtud o dar la vida.-
Dice así, y tiembla la infeliz esposa
cuando la causa de su mal confiesa,
como suele temblar la mariposa
que siente el alfiler que la atraviesa;  455
y el pobre confesor, que no sabía
que si es bueno no amar, es cosa fría,
cual sintiendo en la piel la ardiente huella
de un diablo que abrasándole le toca,
mira a la enferma con pavor, y en ella  460
halla una especie de perfil de loca.
Y agarrándole bien con la mirada,
-No soy loca, es que estoy enamorada,
siguió la esposa -y lo que quiero, quiero;
vuestra piedad, no vuestra fe, reclamo:  465
si le amo, vivo; si no le amo, muero:
respondedme, ¿qué haré? ¿le amo o no le amo?-
Aguzando el oído,
y azorado de miedo como un gamo
que oye en el bosque de repente un ruido,  470
el cura sorprendido
dice cayendo en postración extrema:
-¡Tercera confesión; tercer problema!...-
Dudando en su fatal desconfianza
qué haría y qué diría,  475
por no romper el hilo todavía
que enlaza la mujer a la esperanza,
el cura del Pilar, quedando inerte,
sangre, en vez de agua, el desdichado suda;
pues a sí mismo con dolor se advierte  480
que es, en los actos del deber, la duda
una pregunta vil que hace la muerte.


IV

   Ahogando la emoción de su ternura
en un áspero y recio resoplido,
añadió en el umbral de la locura:  485
-¡O viva en el del otro, señor cura,
o muerta en el hogar de mi marido!
¿Puede un corazón tierno
sufrir eternamente esta cadena?
¿Hay un Dios que nos salva y nos condena,  490
o eso también es un problema eterno?-
Oyendo esta herejía,
creyó el cura que en ella traslucía
la cara de Luzbel, oliendo a infierno,
y siendo encantadora,  495
y aunque era un ángel de piedad Teodora,
—335→
y el cura lo sabía,
como todo hombre bueno, algo indeciso,
oyéndola decir lo que decía,
en su faz la tristeza se veía  500
con que Eva dejó un día el Paraíso.


V

   Y al cura que azorado la veía,
y estaba en todo, esto es, no estaba en nada,
después le repetía,
aceptando, Teodora, resignada  505
la paciencia que lleva a la agonía:
-¡Adorarlo o morir, tal es mi suerte!-
Y el cura respondía:
-Pero pensad en Dios, la hora es sombría;
¡ved que estáis en peligro de la muerte!-  510
Y enfermo de terror y sentimiento,
su rostro, que tapó con ambas manos,
se cubrió de ese tinte amarillento
que da tanta tristeza en los ancianos.
-Ya veis que sé morir como es debido,-  515
siguió Teodora con siniestra calma.
-Decidida a partir, tan sólo os pido
que echéis sobre mi cuerpo y sobre mi alma,
él su memoria, su piedad el cielo,
vos el perdón, la humanidad su olvido,  520
la tumba su pudor, la muerte un velo!-


VI

   Pasan después unos momentos llenos
de calma aterradora.
Y entretanto, ¿qué hacía
en alocada expectación Teodora?  525
¿Dormía? No. ¿Velaba? Mucho menos.
Con las manos el pecho se oprimía
queriendo hacerse el corazón pedazos.
Se incorpora después, alza los brazos,
estrecha en ilusión alguna cosa  530
en medio de la fiebre que la abrasa,
y dice con sonrisa voluptuosa
dejándolos caer: -¡Es él que pasa!-
Al ver aquel amor inexorable,
a su buen Dios el cura inconsolable,  535
la encomienda en sus santas oraciones;
y al oír, espantado,
salir de la culpable
aquella interminable
tempestad gutural de aspiraciones,  540
una oración sobre otra le prodiga,
y exclama el sacerdote horrorizado:
-¡El ángel llega tarde, y sólo espiga
lo que ya Satanás dejó segado!-
Y así el buen cura exclama,  545
porque ya con dolor ha comprendido
que es imposible, a semejante llama,
oponerse a un amante que es querido,
y entregarse a un marido que no se ama;
y aunque algo tarde, a conocer empieza  550
que es más fuerte el amor que los deberes,
pues rinde de los hombres la firmeza
y hasta el débil poder de las mujeres.


VII

   Llegando al fin de su terrible suerte
la enferma medio muerta tiempo hacía,  555
después de un gran silencio en que se oía
muy cercana de allí volar la muerte,
mirando fijamente, sin ver nada,
tiende una mano ardiente y descarnada,
busca con ella al infeliz anciano  560
que por su dicha ruega,
y el rostro le tocó como una ciega
que tuviese los ojos en la mano:
se ponen azuladas sus mejillas;
sale un hondo ronquido de su pecho;  565
el cura la bendice de rodillas;
después... ¡después era una tumba el lecho!


VIII

   Más muerto que la muerta el pobre cura,
cuando luego miraba
el alma triste y bella  570
de aquella esposa fiel, culpable y pura,
flotar sobre una estrella,
-¡Perdonadla, Dios mío! -murmuraba.
¿Cómo Dios negaría su indulgencia
a una mártir, que, fiel a otros amores,  575
a fuerza de sentido y de paciencia
el luto de su hogar cubrió de flores?
Cuando el cura veía
aquella alma flotar sobre una estrella,
y su perdón pedía,  580
es porque no sabía,
héroe feliz de una tranquila historia,
que cuando muere una mujer como ella,
toca a muerto la tierra, el cielo a gloria.


IX

   Y cuando el cura, de su buen consejo  585
el término funesto contemplaba,
llorando como un niño el pobre viejo
sobrecogido de terror oraba.
-¡Yo la maté, yo he sido su asesino!-
—336→
gritaba el infeliz, desesperado,  590
quejándose de sí como un malvado
que asesina a la vuelta de un camino.
Mas, fiel a su destino,
conociendo después, más serenado,
que así a volverse loco un hombre empieza,  595
con honor exclamó: -¡Fuera flaqueza!-
Y valerosamente
reanimando uno a uno sus sentidos,
a brillar comenzó su noble frente
con la luz de los seres elegidos.  600
-¡Hago el bien, y suceda lo que quiera!-
dice tranquilo y con la frente erguida.
¡Entre la muerte y la virtud, que muera,
que es el deber primero que la vida!-
Pasó después un siglo de un momento;  605
murmuró otra oración, y de repente
azotó con los pies el pavimento
y con las manos se azotó la frente;
miró a la muerta con viril firmeza,
y a repetir volvió:- ¡Fuera flaqueza!-  610
Y el cura del Pilar, sereno, mudo,
rendido el cuerpo y destrozada el alma,
después de un negro batallar tan rudo,
a recoger volvió su santa calma
como recoge el gladiador su escudo.  615



  —337→  

ArribaAbajoDulces cadenas

Poema en cuatro cantos


A mi fraternal amigo el Sr. D. Ramón Campos y Doménech.






Canto primero


I

   Joven, bella, adorada y poderosa,
tan rubia como el sol del mediodía,
y tan fresca además como una rosa,
Jacinta, cuidadosa,
hasta el dichoso día  5
en que va a ser una feliz esposa,
en un cuarto atestado de primores,
y, en una jaula de oro envuelta en flores,
cierto canario hospeda,
cuya pluma remeda  10
casi, casi, del iris los colores,
y un poco los reflejos de la seda.


II

   En un día de marzo, húmedo y frío,
al pasar del antiguo al nuevo estado,
Jacinta, esclavizando su albedrío,  15
prefiriendo al ajeno su cuidado,
y el gozo celebrando de aquel día,
suelta con alegría
al canario que cuida con cariño,
y con el cual, como si fuera un niño,  20
en inocente intimidad vivía.
Saca al esclavo de la jaula de oro,
lo acaricia llorando y sonriendo,
se acerca a la ventana, luego abriendo
la mano, con la cual se enjuga el lloro,  25
viendo al ave feliz que ya siguiendo
del aire el insondable itinerario,
como acerada espina
un dardo de pesar extraordinario
su corazón traspasa,  30
pues siempre es un canario,
después de la sociable golondrina,
el ave favorita de una casa.


III

   Libre, alegre, inconstante, casi loco,
como bebiendo luz, emprende el vuelo  35
el pájaro, que invade poco a poco
la inaccesible soledad del cielo.
Por no verle partir, Jacinta cierra
sus ojos de insondables horizontes,
y en posesión le pone de la tierra  40
con sus mares, sus valles y sus montes.
Entregado al calor, y expuesto al frío,
el pájaro, que siendo prisionero
prefería su jaula al mundo entero,
fue puesto en posesión de su albedrío  45
como el manso arrastrado al matadero.
Y volando, volando,
se alejaba y volvía,
y de su inútil libertad gozando,
-¿Adónde voy? -parece que decía.  50
Y Jacinta, llorando,
y llena al mismo tiempo de alegría,
al pájaro dejando
para volar también tras del esposo,
mandándole un adiós muy cariñoso  55
al ver que una tras otra recorría
—338→
las colinas cubiertas de viñedos,
con expresiones de cariño extremas,
tocándose los labios con las yemas,
le envió un beso en las puntas de los dedos.  60


IV

   Como dijimos antes,
era en marzo, la aurora del estío,
y en uno de esos días inconstantes
en que alterna el bochorno con el frío,
con santa devoción, casi a la orilla  65
del Manzanares, su paterno río,
para unir a Jacinta en casto nudo
con el hombre más noble de la villa,
como si fuera un celestial saludo
por su madre escuchado y por su abuela,  70
en torno del altar de la capilla
el himno sube y el incienso vuela.
Y Jacinta, entretanto,
cuya gracia inocente
se convertía en pensativo encanto  75
y en la expresión de amor más hechicera,
hacia el altar avanza
con la alegre esperanza
y la planta ligera
de quien lleva, al andar, sobre su frente,  80
el cántaro inmortal de la lechera.


V

   Así aquel ángel que a mujer subía,
la virgen que iba a convertirse en diosa,
con el tierno candor que en Dios confía
camina, a fuerza de ventura, hermosa,  85
como una niña grande honrada y pura
que suena en ser feliz, pues no sabía
que, cual la flor del cactus, la ventura
esperada cien años, dura un día.


Canto segundo


I

   El canario después, desorientado,  90
explorando horizontes y horizontes,
voló al fin por los valles y los montes
como si fuese un pájaro escapado;
hasta que ya rendido,
de su fuerza en volar menos seguro,  95
con el miedo que da lo indefinido
halló en la claridad algo de obscuro.
Sintiendo luego el malestar incierto
que se llama el mareo del desierto,
y después que el canario  100
recorrió el horizonte ebrio de gozo,
le parecía, al verse solitario,
el universo entero un calabozo.
Y conforme caía
dentro del mar el día,  105
y se aumentaba con la sombra el frío,
sólo vio estupefacta su mirada
la tenebrosa estancia del vacío,
y aquel horror que dice: «¡aquí no hay nada!»


II

   Cuando todo en la sombra era indistinto,  110
sintió una sensación vertiginosa;
después, con el instinto
natural en un ave cariñosa,
esperando, inocente,
que la prisión su dueña le abriría,  115
y en trance tan cruel le ampararía,
a su casa volvió, cuando inclemente
ya su alas el frío entumecía;
y volando después difícilmente,
como ni huir ni guarecerse sabe,  120
de las tinieblas a la luz escasa,
alrededor girando de la casa,
más parece un espíritu que un ave.


III

   Como no hay duda que era
una noche muy buena, por lo fría,  125
para asar en alegre compañía
castañas al rescoldo de una hoguera,
de miedo ya a las olas mugidoras
de una espantosa tempestad cercana,
y al fastidio y horror de aquellas horas,  130
se lanzó de su dueña a la ventana,
guarnecida de plantas trepadoras.
Mas ¡ay! que ya casada, y siempre pura,
pensando con vergüenza en su ventura,
Jacinta, con espanto verdadero,  135
hallando todo ruido inoportuno,
todo rayo de luz cosa liviana,
la ventana cerró con tanto esmero
que no dejó a la luz resquicio alguno,
pues en noche de boda una ventana  140
es la nube de sombra con que Homero
cubrió a veces a Júpiter y a Juno.


IV

   Cuando el pájaro, hastiado
de aquella inútil libertad del cielo,
a su prisión volvía, enamorado,  145
ya había el polo norte desatado
un recio temporal de escarcha y hielo.
Cada vez más corrientes,
y cada vez más fríos,
los arroyos de viento se hacen ríos,  150
y los ríos después se hacen torrentes.
—339→
Directa y reflejada,
y después toda unida,
contra aquella ventana tan cerrada
lloviendo más, sobre la ya llovida,  155
chisporrotea el agua ametrallada.
Cuando están a su dueña regalando
realidades tan dulces como sueños,
quejándose el canario, está piando
como pían los pájaros pequeños.  160
Mientras dentro, amorosa,
ve en verdad convertida su quimera
en éxtasis profundo,
por la parte de afuera
piar a media voz oye la esposa  165
a un ser que no parece de este mundo.
Matándolo a golpazos
la nieve sobre el pájaro se apiña,
y mientras él se queja y da aletazos,
Jacinta de su esposo entre los brazos  170
le habla con voz del tiempo en que era niña.
Y así al pobre canario,
sirviéndole la nieve de sudario,
de la ventana contra el duro suelo
lo sueldan vivo, el hielo  175
y la escarcha y la nieve endurecida.
¿Qué hará Dios cuando mira desde el cielo
los injustos dolores de la vida?


Canto tercero


I

   Ya estaba el sol muy alto, y aun dormía,
y tras de un sueño largo y retardado,  180
sin más cuidado ya que aquel cuidado,
como sin duda eternizar quería
la inocente ilusión de su deseo,
Jacinta, placentera,
estando el sol a la mitad del día,  185
cual Julieta a Romeo
le decía a su esposo: -¡Espera, espera;
que no llega la aurora todavía!-


II

   La heroína feliz de nuestra historia
miró al fin por la luz desvanecida  190
esa noche que deja en la memoria
el recuerdo más grande de la vida.
De su lecho nupcial se alza ligera,
y, con un aire entre terrestre y santo,
muestra en su cara el religioso espanto  195
de la casada de hoy y ayer soltera.
   Se echó con un pudor algo tardío
un traje negligente de mañana,
corrió a abrir las vidrieras, y ¡ay, Dios mío!
al canario encontró muerto de frío  200
metido en el rincón de la ventana.
   ¿Verdad, lector amado,
que él querer ser feliz casi es locura?
Jacinta olvida en su reciente estado
todo antiguo cuidado:  205
celebrando su amor y su ventura,
a soltar su canario se apresura,
y se le muere helado:
pasa además un día y otro día,
y un rosal que tenía  210
se le seca olvidado.
   ¡Pobre Jacinta mía!
¡Por el ingrato amor que tanto quiere,
cuanto ama, en causa de dolor se trueca;
tiene un ave que suelta, y se le muere;  215
tiene un rosal que olvida, y se le seca!


III

   Traspasada de pena,
viendo muerto por ella a un inocente,
piensa Jacinta, de ternura llena,
que es un tirano Amor que dulcemente  220
ata al pie del esclavo la cadena.
   Y así al pájaro muerto le decía,
con acento el más tierno y doloroso,
(y aunque el pájaro muerto nada oía,
la esposa bien sabía  225
que la oía a su lado el tierno esposo):
    -Buscar en el amor ventura y calma,
sólo es variar de penas:
el querer libertad para nuestra alma,
es cambiar solamente de cadenas.  230
   Como al pájaro, al hombre le es preciso
esclavizar con libertad su llama,
porque ser el esclavo de quien se ama
es tener por prisión el paraíso.-


IV

   Hablando de esta suerte  235
profundamente tierna y conmovida,
besó al pájaro muerto enternecida;
y después de pensar cómo la muerte
en lo mejor nos llega de la vida,
fue a darle con ternura  240
al pie de un limonero sepultura,
y, esto grabó con la mayor tristeza
del árbol siempre verde en la corteza:
—340→
-Murió un pájaro aquí de pesadumbre,
porque alejado de su dueña un día,  245
rotas ya sus cadenas, no comía
el pan de la dichosa servidumbre.-
   Y cuando esto escribía,
besándolo al grabarlo, tiernamente,
es la pura verdad que ella gemía:  250
aunque es verdad también que al mes siguiente
ya este recuerdo era una cosa fría.


Canto cuarto


I

   Seis meses, y algo menos, van pasados,
y ya Jacinta, abandonada, prueba
el rigor de los hados;  255
ya de sus ojos a su boca lleva
dos surcos por las lágrimas trazados;
pues el dejar de amarse dos casados
es una historia vieja, siempre nueva.


II

   Pasan las ilusiones,  260
y más las ilusiones amorosas,
y en esa confusión de confusiones
en que parecen ya todas las cosas
una grande humareda de visiones,
la buena de Jacinta, que creía  265
que el Etna ante su amor se apagaría,
que tuvo en este valle de amarguras
la suerte natural de las mujeres,
(rebaño de apacibles criaturas
que llenando la tierra de placeres  270
recogen a su paso desventuras),
tan noble y religiosa como bella,
en su inmenso dolor se vuelve al cielo,
porque, un poco olvidada, empieza en ella
de la ilusión el lúgubre deshielo;  275
mas, reina superior a su caída,
haciendo frente a las pasiones malas,
en su honradez se siente sostenida,
cual se sostiene el aguila en sus alas.


III

   Y aunque el amor ahora  280
es, como antiguamente,
un duelo en que hay traidor precisamente,
y alguna vez también en que hay traidora,
Jacinta, siempre fiel, escribe y llora,
y a veces, por variar, llora y escribe;  285
y aquella antigua rosa, hecha azucena,
se muere de dolor, porque no vive
atada al eslabón de su cadena;
solitaria, las lágrimas que vierte,
del fondo de aquel mar perlas preciosas,  290
las vierte silenciosas
para que nadie entienda
cuál es la causa de su triste suerte,
porque es de esas mujeres valerosas
que del deber por la terrible senda  295
van al través del fuego y de la muerte.


IV

   Desde el funesto día
en que ya de su amor perdió el encanto,
si alguna vez reía,
su risa, más que risa, parecía  300
la amarga contracción próxima al llanto;
y siempre enamorada
cual estarlo pudiese esposa alguna
por su esposo olvidada,
de su pena y su amor arrebatada,  305
ya escribía canciones a la luna.
Sin rosal, sin canario y sin amores,
su propia historia convirtiendo en cuento,
templaba sus dolores
volviendo a oír cantar los ruiseñores,  310
gemir la fuente y suspirar el viento;
y hermosa, rica, perspicaz, honrada,
sola, triste, benévola, estudiosa,
poetisa, mujer y abandonada,
tanto y tan bien lloraba y escribía,  315
que de su amor y su dolor retumba
el eco todavía
en esta corta y lúgubre elegía
que se halló en sus memorias de ultratumba.


V

   «A un canario infeliz porque era mío,  320
la inútil libertad le di insensata,
y a buscarme volvió; pero yo, ingrata,
cerré el postigo, y se murió de frío.
   »El esclavo que es fiel nos causa hastío,
amamos al tirano que nos mata:  325
siempre es y fue la libertad más grata
tener presa en otra alma el albedrío.
   »Libre correr, para humillar la frente
cambiando de cadena; he aquí el calvario
de todo libre ser que vive y siente.  330
   »El hombre, prisionero voluntario,
dará su libertad eternamente
por vivir en prisión como el canario».



  —341→  

ArribaAbajoLa historia de muchas cartas

Poema en dos cantos


A mi querida sobrina la Sra. doña Elvira Irulegui de García Caballero.

Te dedico este poemita, escrito a la memoria de A..., porque habrás observado que hace tiempo que acostumbro a poner al frente de muchas composiciones el nombre de alguna persona amada, y es porque, desde que me voy haciendo viejo, sólo sé vivir rodeado de los seres que, como tú, me quieren entrañablemente. -Campoamor.






Canto primero.- Escribiré mañana


I

   Del mar junto a la orilla
está Vega, lugar que, aunque pequeño
para ser una villa,
casi es un Londres para ser aldea;
y allí vive, en el punto más risueño,  5
tejiendo y destejiendo Dorotea
la tela de Penélope de un sueño.
    ¡Pobre niña que aun vive
con la fe de esas almas tan honradas
que creen que las promesas son sagradas,  10
y un ángel en el cielo las escribe!


II

   ¡No lo extrañéis, espíritus amantes,
si veis que el autor llora
al recordar ahora
memorias que no tienen semejantes!  15
   ¡Nos dicen ¡ay! que el tiempo y la distancia
sofocan los recuerdos de la infancia!...
¡Yo, al restañar esta mortal herida,
me olvido de treinta años de mi vida!
   Y es tan cierto, lector, lo que te digo,  20
que lloro, aguardo, me sereno y sigo.


III

   Nuestra bella heroína
cumplía quince abriles aquel año,
y, lo que es increíble por lo extraño,
se murió sin saber que era divina.  25
   Es la sola mujer que he conocido,
aunque ya soy tan viejo,
que con aire modesto y distraído
se peinase de espaldas al espejo;
y eso que era envidiada  30
por todas las muchachas casaderas,
cuando, admirablemente despeinada,
llevaba, entre ondas de oro sepultada,
cubiertas con el pelo las caderas.


IV

   Creía mucho en Dios, y hasta creía,  35
como todas las almas candorosas,
que Dios suele matar por muchas cosas
por las cuales yo vivo todavía.
—342→
   Severa, cuanto afable,
honraba de sus padres la nobleza,  40
teniendo una belleza incomparable,
y un alma superior a su belleza;
y pura, como el día
que recibió las aguas del bautismo,
no entendía el misterio de los nombres  45
de esas cosas de que habla el Catecismo,
que una joven llamó «pecados de hombres».


V

   Nuestra hermosa de Vega
a Justo amó; pero le amó tan ciega,
que ajena de dobleces y de engaños,  50
en todos sus quince años
no pensó ni un momento
que es una gran locura,
que nunca tiene en las mujeres cura,
eso de amar a un hombre de talento.  55
   Sin poner la virtud en ejercicio,
todos, todos, de Justo aseguraban
que ya empezaba a aborrecer el vicio.
Prudente, aunque no siempre, en sus acciones,
amaba la moral que profesaban  60
como buenos y cómodos varones,
los Horacios, los Riojas y Leones.
   Iba por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido;
y seguía las huellas  65
de esos nobles bribones
que hablan mal y desprecian sus pasiones,
que mueren por fin víctimas de ellas.


VI

   Pero Justo ¿qué hacía
que prometió escribir a Dorotea,  70
y la carta aguardada no venía?
¿Qué hacía? -Ni lo sé, ni él lo sabía.
Teniendo siempre de escribir la idea,
se iba el tiempo marchando y no volvía,
y de este modo Justo y Dorotea  75
mientras ella esperaba, él no escribía;
pues aunque en ansia de escribir ardía,
en su alma, entre española y mahometana,
pudo más la pereza que la gana,
y así pasaba un día y otro día  80
diciendo siempre: -escribiré mañana.-


VII

   Y ¿qué hombre, menos él, no hubiera escrito
a aquel ser adorable y no adorado,
viendo en sus ojos el color sagrado
del violeta azul de lo infinito?...  85


VIII

   ¡Gracias a Dios! Con alegría suma
tomó un día la pluma...
y después de tomada...
decidido a hacer algo, no hizo nada.
Y oíd, tristes cual yo, de qué manera  90
se fue pasando una semana entera:
Lunes; me siento enfermo.
Martes; ¡es tan mal día!
Ya es miércoles. ¡Qué sol! La tarde es fría.
Jueves. ¿Escribo? Escribiré. Me duermo.  95
El escribir en viernes me da susto;
será mucho mejor, a fe de justo,
que mañana, que es sábado, la escriba,
y el domingo, que es fiesta, la reciba.
Y al fin de la semana,  100
cuando el domingo llega,
mientras él, con la calma que tenía,
-Mañana escribiré -se repetía,
en el puerto de Vega,
ya presa de mortal melancolía,  105
ella decía -¡Escribirá mañana!-


IX

   Ya un día entusiasmado
al papel y al tintero se abalanza,
mostrando en su semblante alborozado
la alegre animación de la esperanza;  110
y -¡oh Dios, cuánto la adoro!-
decía enamorado.
Y ¿escribió? No señor. ¿Por qué? Lo ignoro
mas no falta quien crea
que no escribió a la pobre Dorotea  115
la carta deseada
porque ¡oh maldad del corazón humano!
el día aquel se lo estorbó la mano
de una cierta coqueta retirada.


X

   Otra vez que, exaltado y medio loco,  120
quiso escribir (pero ¿escribió?; tampoco:)
como un niño pequeño
se echó enfadado y se durmió tranquilo;
que es el cansancio material un hilo
que tira de nosotros hacia el sueño:  125
y como a los veinte años que tenía,
el dormir bien no es una cosa rara,
ya a más de la mitad del otro día
dijo, brillando en su apacible cara
la risa del candor que en Dios confía:  130
-Por voluntad del cielo soberana
mañana podré estar o muerto o vivo;
pero, lo que es mañana,
lo juro por mi honor, o muero, o escribo.-
—343→


XI

   ¡Siempre igual! Esperando la venida  135
del mañana maldito,
¡cuántas cartas, Dios mío, en esta vida
debiéndose escribir, no se han escrito!
¡Son tantas!... pero ¡tantas!...
las cartas ¡ay! que sin nacer murieron!  140
Y al mismo tiempo ¡cuántas
sin deber ser escritas, se escribieron!


Canto segundo.- Mañana escribirá


I

   Mientras él en Madrid, que es donde vive,
piensa sólo en la carta que no escribe,
ella, encerrada en Vega,  145
sólo espera la carta que no llega.


II

   Tan eterna tardanza,
ya la inquieta de modo
que siente intermitencias de esperanza:
y cual la pobre gente  150
que es muy poco feliz y es inocente,
ya cree que el cielo se entromete en todo,
y que, probablemente,
en castigo tal vez de algún deseo,
la mano del Señor secretamente  155
le va a sacar las cartas del correo.
¿Y hacía muchos votos? ¡Ya lo creo!
En materia de afectos y deberes,
¿qué cosa habrá, por frívola que sea,
por la cual, imitando a Dorotea,  160
no hagan votos secretos las mujeres?
   Por eso, uniendo a la bondad que tiene
la natural superstición del que ama,
si canta un gallo en el jardín, exclama:
-Ésa es señal de que mañana viene.-  165
   Para todas las luces y los ruidos,
sus ojos multiplica y sus oídos.
Oye un rumor y dice: -es el cartero-;
y llega a ser éste héroe callejero
la más dulce tal vez de sus manías,  170
pues firme en el balcón como una roca,
abre, al verle llegar todos los días,
el corazón, los ojos y la boca.


III

   Tanto era lo que amaba,
que daba por muy justas y muy buenas  175
sus muchísimas penas
si la carta llegaba:
y darle prometió, si casaba,
a San Antonio un ramo de azucenas,
¡Ay! la pobre ignoraba,  180
que en materias de amor y matrimonio,
por muy triste que sea,
puede más que los santos el demonio...
Por eso no veía Dorotea
lo mal que se portaba San Antonio.  185


IV

   Era tal la inocencia
que a su amorosa obcecación se unía,
que haciendo penitencia,
de rodillas y en cruz, pasaba el día;
y acabando su historia  190
en la esperanza y la virtud cerrada,
más que en el mundo al fin pensó en la gloria;
siendo su fe tan pura y tan ardiente,
que se puso a pan y agua solamente
como una pensionista castigada.  195
Feliz con sus manías
y dispuesta a hacer frente a los reveses
de tantos desengaños,
como dio fin un mes de treinta días,
un año se pasó de doce meses,  200
y pasaría un siglo de cien años;
siendo ya tan completo
su triste estado de ascetismo inerte,
que, para ser de veras esqueleto,
ya no faltaba allí más que la muerte.  205


V

   Y como ella por su médico sabía
que se suele morir cuando amanece,
(suspirando una tarde, en que parece
que da un adiós al sol, padre del día),
en su cara preciosa  210
más bien que iluminada, luminosa,
mostrando la expresión de un grande espanto,
sacó del pecho, humedecido en llanto,
aquella llavecita sigilosa
que todas las mujeres guardan tanto;  215
llave de honor, bajo la cual había
dejado, a no dudarlo, bien cerradas,
las cien contestaciones que tenía
a la carta no escrita preparadas.


VI

   ¡Cuántas madamas Sevignés habría  220
si saliesen a luz los borradores
de las cartas de amores
que en el seno del alma se conciben,
y se escriben después, o no se escriben!
—344→
¡Yo creo que los muchos desengaños  225
que dan los hombres de malicia llenos,
matan todos los años
un millón de Eloísas por lo menos!


VII

   Pues, como antes decía,
entre risueña y grave,  230
así le habló a una amiga que tenía:
-Si mañana me muero,
me esconderás aquí, junto a esta llave,
una carta que espero.-
    Y ya cumplido este deber postrero,  235
el más caro tal vez de sus deberes,
vuelve a guardar la llave
(que sólo Dios lo que encerraba sabe)
en aquel pecho hermoso,
ese rincón de cielo misterioso  240
donde todo lo esconden las mujeres.
Y al ver que su esperanza era ilusoria,
y la carta esperada no venía,
-¡Cuánto siento -añadía-
morir sin aprenderla de memoria!  245
Y acabada esta frase,
sintiendo ya acercarse su agonía,
la carta que pensaba que llegase
la estrujó entre sus manos todo el día.


VIII

   Mientras su alma enervando  250
se iba al calor de su divino fuego,
fue su cuerpo acabando
primero el hambre y la tristeza luego;
y de tal penitencia aniquilada,
como ni ver ni articular podía,  255
ya en lo eterno infinito se perdía,
lo mismo que su acento su mirada.
Presa ya de una angustia intermitente,
de una manera lúgubre tosía,
y como lentamente  260
se iba haciendo su tez más transparente,
su espíritu divino parecía
que alumbraba su cuerpo interiormente.


IX

   Hasta que al fin un día, un triste día,
la cabeza inclinando,  265
que una gorra de encajes envolvía
sujeta por debajo de la barba,
se oye un tartamudeo de agonía:
con los dedos las sábanas escarba;
distribuye unos éxtasis mirando;  270
se cubre de una sombra su semblante;
y en su lucha tenaz de agonizante
vuelve a caer y a alzarse, y titubea;
una oleada de frío serpentea;
y hundiéndose de pronto su martirio  275
en la inmersión de un celestial delirio,
en el último instante de su vida
ve en un fondo de luz desconocida
lo que al morir, como al vivir, desea,
y es una carta, en su ilusión fingida,  280
en cuyo sobre dice: «A Dorotea».


X

   ¡Ay! Cuando a Justo le anunció el correo
el triste fin de la que fue su encanto,
sentía, como Dante, aquel deseo
de suspirar y de morir de llanto.  285
-¿Ha muerto? -el pobre Justo preguntaba
en el tono más alto del lirismo;
-¡Qué desgracia! -exclamaba-
¡yo que la iba a escribir mañana mismo!-


XI

   Nunca escribió la carta deseada,  290
pero, en cuanto a escribirla, ya lo he dicho,
ni ha sido más predicho,
ni Cristo fue tal vez más deseado.
Por eso estaba loco, o casi loco;
mas ¿qué culpa tenía el inocente  295
si siempre, como a mí, le faltó un poco
para ser diligente?
   El caso es que lloraba sin consuelo,
porque era bueno, bueno, y, lo repito,
aunque nunca escribió, ni hubiera escrito,  300
¡oh, fiel imagen de las cartas mías!
tan cierto es como Dios está en el cielo,
que, amándola infinito,
él pensaba escribir todos los días.


XII

   Y era su pena tanta,  305
que ahogaban los sollozos su garganta.
Mira al cielo con aire reverente;
e implorando el auxilio de este modo
del Ser que en todas partes lo ve todo,
pidiéndole perdón por sus agravios,  310
en oración mental mueve los labios;
y hasta, en medio de un bíblico arrebato,
casi escribir promete el insensato
aquella carta que quedó en idea,
cuando mira entre luz a Dorotea,  315
que desde el cielo le decía: -¡ingrato!-



  —345→  

ArribaAbajoEl quinto no matar

Poema en un canto


Carta escrita a la niña Pepita Sandoval y Krus, con motivo de la muerte de mi ahijada Guillermina.






I

   Con que ¿imperiosamente
me mandas en tu carta peregrina
que te diga a ti cosas y te cuente
la historia de mi ahijada Guillermina?
En cuanto a ti, a quien amo tiernamente,  5
te diré, ¡qué se yo! que eres divina;
y con respecto al ángel de pureza
de unos ojos tan grandes y tan bellos
que se veía en ellos
cuanto más grandes eran, más tristeza,  10
te contaré que es tan fatal mi suerte,
que soy como aquel bardo de la historia
que, mientras tuvo voz, arpa y memoria,
cantó a una niña ausente por la muerte.


II

   Con un mirar muy dulce y concentrado,  15
la pobre ahijada mía,
como el tuyo, tenía
un aire serio, encantador y honrado.
Tú sola eres tan bella;
tú eres como ella el sol más hechicero;  20
y tú también, como ella,
eres un ser que con el alma quiero.
   Sus pestañas llevaban
el pudor y la sombra cobijados,
y, con serena majestad, sombreaban  25
sus ojos, por modestia algo asustados;
y como, en torno de ellos, se sentía
la seducción que viene desde adentro,
donde quiera que estaba, ella era el centro
de un grande remolino de alegría.  30
   Mórbida y gruesa con igual encanto,
era airosa aun cubierta con un manto;
y de salud y de bondad modelo
se parecía al serafín de un cielo;
pues, cual si un ángel de Murillo fuera,  35
a la luz de un candor inextinguible,
aquella niña buena y hechicera
parece que podría, si quisiera,
ser impalpable, es más, ser invisible.


III

   Un día aquella niña candorosa,  40
avezada a las tiernas efusiones,
con cierta ortografía caprichosa
me escribió estos renglones,
(que los copió, dictándoselos ella,
otra Licurga grande y menos bella),  45
cuyas letras, cual notas musicales,
en fantásticas formas dibujadas,
recordaban, en grupos desiguales,
los dedos misteriosos de las hadas:
-«Padrino, ven o moriré de espanto:  50
de veras te lo digo.
Como en un mes he padecido tanto,
tengo un hambre voraz de hablar contigo.
—346→
   »¡Cuánto recuerdo, de ternura llena,
que mi madre, formando mis delicias,  55
me solía probar que yo era buena
con razones de abrazos y caricias!
   »¡Qué diferencia de hoy, padrino mío!
¿Recuerdas que, al traerme a este convento,
porque hacía en el coche mucho frío,  60
los pies me calentabas con tu aliento?
   »Ven pronto a que te cuente
la causa que mis males ocasiona:
y después, francamente,
me dirá si una tórtola es persona.  65
   »Lo que está aquí pasando es hasta impío.
Me tratan de manera
como si yo, a mi edad, ya no supiera
que el quinto es no matar, padrino mío!»


IV

   ¿El quinto no matar? ¡Virgen María!  70
en mi interior decía.
¿Si aquel coro adorable
de angelitos de Dios, allí metido,
habrá por inocencia cometido
alguna atrocidad inconfesable?  75
   Pero luego pensé, Pepita amable,
que el ser mala, a tu edad, es ser divina;
y abrigué la esperanza inapreciable
de que la gran culpable
lo fuese mi adorada Guillermina,  80
porque, lo mismo a mí que a todo viejo,
en materias de gracia femenina
me hace feliz el género diablejo.
   Y al convento marché sin mucha pena,
pues fui compadeciendo  85
a la niñez que, de inocencia llena,
va de un grano de arena
una montaña haciendo;
hasta que, al tiempo andando,
por un gentil error de óptica extraña,  90
su tamaño achicando,
llega por fin, bajando,
a ser grano de arena la montaña.


V

   Llegué y reinaba en el asilo santo
un silencio profundo,  95
hijo sin duda del terrible espanto
que he de contar, aunque se asombre el mundo.
   Es el caso, que un día
las pensionistas con horror supieron
que, cuanto ellas pensaban, se sabía;  100
y, además, advirtieron
que cuando alguna averiguar quería
quien era la habladora
que a las niñas vendía,
-Todo, todo -la anciana directora-  105
me lo cuenta a mi un pájaro -decía.
E irritadas, al pájaro buscando
con febril movimiento,
las niñas conspirando
un plácido rumor iban formando  110
de hojas de flor movidas por el viento;
hasta que, al fin, llegando
el terrible momento,
una niña valiente
-¡Ésa es! -gritó con varonil acento,  115
señalando a una tórtola inocente
que amaba con pasión la directora;
y luego otra oradora
todavía más fiera y elocuente,
aseguró que, decididamente,  120
la tórtola era mala y habladora.
Y juzgándolo autora de sus males,
a morir a la tórtola condena
aquella reunión de criminales
que imitaba, afilando sus puñales,  125
el ronco despertar de una colmena;
y siguiendo a la vaga teoría
la insurrección armada,
al ave calumniada
que en el convento había,  130
(y que por viuda y tórtola tenía
la desdicha de ser dos veces triste),
aquella desalmada compañía,
con la gracia a que nada se resiste,
no la volvió ya a echar, desde aquel día,  135
migas de pan revueltas con alpiste.


VI

   Poco después el pájaro inocente
murió; mas claramente
adivinar se deja
que, por otras cuidada, dulcemente  140
la tórtola feliz murió de vieja.
   Mas ¡oh qué crueldad, Pepita mía!
en términos fatídicos y obscuros,
la anciana directora, que creía
que es digna de castigo la alegría,  145
a aquellos seres puros
los acusó de corazones duros;
pues creen algunas, de ternura ajenas,
que a las muchachas, ángeles sin alas,
aunque les cause penas,  150
para que sean buenas
es forzoso decirles que son malas;
—347→
y por eso, con aire pensativo,
ya no alegraron el retiro santo
con el candor nativo  155
de aquellas risotadas sin motivo
que de las niñas son la voz y el canto;
y era tal el espanto
que de noche sentían,
por si en la sombra aparecer veían  160
el espectro del pájaro ofendido,
que, despiertas, de miedo que tenían,
se hacían compañía haciendo ruido.


VII

   Mas tú preguntarás: Y ya pasadas
esas tristes jornadas  165
que de un hombre honrarían el denuedo,
¿qué hacían las terribles conjuradas?
Como siempre, espantadas,
rezar juntas, llorar y tener miedo;
y más cuando la niña tan valiente,  170
acobardada ahora,
se atrevió a preguntar tímidamente:
-¿Las tórtolas, señora,
tienen lo mismo que nosotras, alma?
y, admirando el candor, la directora  175
-¡Vaya si tienen! -respondió con calma.
Y al oír tal sentencia,
lo mismo que unas pobres golondrinas
temblarían de un buitre en la presencia,
aquella sociedad de Catilinas  180
sintió remordimientos de conciencia.


VIII

   Y hasta aquella preciosa criatura
que, objeto de mis ansias más constantes,
llegué a abrazar poco antes
de empezar su postrera calentura,  185
al hallarme a su lado, tiernamente
suspiró, más que dijo, lo siguiente:
-Soy muy mala, es verdad, mas no me riñas.-
Y continuó, mirándome de frente
con unos ojos grandes, todo niñas:  190
-Porque apurada ya nuestra paciencia
dejamos morir de hambre
a una tórtola bruja y habladora,
la madre directora
a todos asegura  195
que somos un enjambre
de niñas sin conciencia,
sin más Dios que el placer y la hermosura.
-Cuenta, cuenta, hija mía,
lo que de ti la tórtola decía-,  200
dije a la pecadora
que confesaba, trémula y sumisa,
la muerte de la tórtola habladora
con una turbación que daba risa;
y poniendo en su voz el tono amante  205
que hace divina la palabra humana,
sigue así, mientras brilla su semblante
con toda la hermosura del mañana:
y ¡oh, que grato es oír como nos cuenta
sus muchos desengaños  210
una boca de miel de pocos años
a unos torpes oídos de cincuenta!
-Cuando yo me dormía-
la niña proseguía
la tórtola, mirándome a la frente,  215
todo cuanto soñaba me veía,
por más que, con cuidado
al dormirme, acostándome de lado,
con el brazo hasta el pelo me cubría.
Por aquella habladora,  220
cuya muerte hoy a todas nos aqueja,
supo la directora
que por ser, cual mi madre, una señora,
tengo yo mucha prisa de ser vieja:
y no falta quien jura  225
que le dijo que yo, por no ser buena,
la lectura amo más que la costura,
y que cualquiera música que suena
me gusta mucho más que la lectura:
que soy tan vanidosa,  230
que, si cojo una luz, de amor avara,
me la acerco a la cara
para que vean bien que soy hermosa:
que tengo sentimientos inhumanos,
porque a veces, muy pocas, se me olvida  235
besar el pan que, estando distraída,
se me suele caer de las manos:
que el semblante risueño
acostumbro a poner por cualquier cosa,
y los dientes enseño  240
porque, estando resuelta a ser graciosa,
nunca sé desistir de tal empeño:
que el ser pobre me pesa;
y que tal fe la vanidad me inspira,
que sueño que soy reina, y es mentira,  245
porque suelo soñar que soy princesa:
y en fin, que soy tan loca,
que sólo pienso en cosas imposibles...-
Y diciendo otras gracias indecibles
con un beso después cerré su boca.  250
   Y mientras yo estrechaba,
sus manos con las mías,
y ella en seguir contando se empeñaba
su serie de preciosas niñerías,
—348→
ya a perturbar su clara inteligencia  255
la fiebre comenzaba,
y exaltada la niña, en su inocencia,
a intervalos, serena, prorrumpía:
-Si escuchase estas cosas, ¿qué diría
mi padre, que es tan bueno, y me enseñaba  260
la piedad, el perdón y la paciencia?-


IX

   Como a la estancia aquella
un extenso jardín la circundaba,
junto a la niña enferma se aspiraba
un perfume de flor que se ignoraba  265
si procedía del jardín o de ella.
   Crecía con el mal la calentura,
y, ya oraba la pobre criatura,
ya uniendo las ideas con trabajo
me acariciaba hablándome muy bajo;  270
y cuando ya, inconexos, terminaban
los rezos que sus labios dedicaban
a su padre, a su madre y sus hermanos,
poniéndolas en cruz, se acariciaban
cual dos palomas sus redondas manos.  275
   Y en el postrer momento
fue la tórtola viuda
su gran remordimiento,
pues eran tal su horror y sentimiento,
que el alma de aquel pájaro sin duda  280
inquietaba al morir su pensamiento.
¡Así, niña querida,
a aquella criatura
cuya memoria pura
tendrá fin con mi vida,  285
después de tan horrible calentura,
llegó la muerte y la llevó dormida,
mientras yo, inconsolable,
cuando su almita desplegaba el vuelo,
por la parte del cielo  290
oía cierta música inefable!...


X

   De este modo llegó, como jugando,
el más largo y más hondo de mis duelos.
¡Conforme sopla el viento, va arrastrando
sueños del hombre y nubes de los cielos!  295
Y ¿nunca más, alma del alma mía,
he de volver a verte?
¡Cuánta razón tenía
la antigua poesía
que puso al lado del placer la muerte!  300
¡Adiós, días serenos,
que, hundiéndoos de la noche en el abismo,
dejáis mis ojos de tinieblas llenos!
¡Murió! ¡Cómo ha de ser! ¡Siempre lo mismo!
¡Una tristeza más, y un sueño menos!  305


XI

   ¡Llora por mí, Pepita encantadora;
y hoy que el pesar mi corazón traspasa,
ven, por piedad, a reemplazar ahora
a aquella ave cantora
que ahuyentaba el dolor de nuestra casa!  310
   Tu mano compasiva
cierre mi herida para siempre abierta,
porque es muy justo que la niña viva
me alivie de la pena de la muerta.
Y evitando el atroz remordimiento  315
de no ser fiel al quinto mandamiento,
te ruego, por lo mucho que me quieres,
hada, como ella, buena y hechicera,
que mientras seas niña, como hoy eres,
no ofendas a una tórtola siquiera:  320
y teniendo presente la experiencia
de aquella criatura
de quien fue el torcedor de su conciencia
un pájaro, que es sólo en la Escritura
emblema del candor y la inocencia,  325
cuando llegues a ser en adelante
más amada que amante,
como una mujer bella es tan terrible,
¡honor de Portugal, gloria de España!
al poner esos ojos en campaña  330
no mates a ninguno, si es posible.


XII

   ¡Santo Dios! ¡Quién creería
que, antes que yo, a la tumba bajaría
la que, templando de mi edad las penas,
junto a la mar un día y otro día,  335
rebosando alegría,
después de coger conchas y azucenas
mecida en mis rodillas se dormía!
¡Adelante, ansias mías, adelante!
Muramos con la niña idolatrada.  340
Mas ¡ay! si para el pobre caminante
es larga todavía la jornada,
¿no habrá un recuerdo amante
de mi vida pasada
que a aligerar constante  345
venga el dolor de mi alma destrozada?...
¡Gracias, gracias, espíritu radiante
de mi madre adorada,
porque al verme llorar, desconsolada,
has venido a abrazarme en este instante!  350



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