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Los rótulos y el cine español de los 20

Daniel Sánchez Salas





El rótulo es un componente cinematográfico tan implicado en el proceso expresivo de la película como la imagen, con la que establece una interacción que se traduce en resultados estéticos e ideológicos. Por todo ello, el estudio del rótulo es una vía de acceso más para el conocimiento del cine que lo utiliza. La actitud proclive a no conceder a los rótulos el mismo status como elemento constitutivo de la obra cinematográfica que pueda tener la imagen, ha perdurado, de una u otra manera, hasta nuestros días. Vsevolod Pudovkin ya se opuso a esta postura a finales de los años 20 y escribió que los rótulos no eran «un elemento externo e incidental que hay que eliminar a toda costa», sino una parte integrante del film que, de resultar superflua, lo era «sólo dentro del conjunto, de la misma manera que en una película toda una escena puede ser superflua»1. Pero una muestra de que esta consideración igualitaria sobre los rótulos y la imagen no acaba de imponerse a lo largo de los años la podemos encontrar medio siglo después, cuando el teórico William F. van Wert inicia su aportación al tema negando la postura de aquellos que todavía ven en los rótulos sólo un mecanismo transmisor de datos para los espectadores, situado fuera del proceso de codificación realizado con las imágenes2.

Mi propósito en las páginas siguientes es realizar un primer acercamiento al lugar del rótulo en la cinematografía española de los veinte, asumiendo la postura mantenida por, entre otros, Pudovkin y Van Wert. Trataré aspectos como la posible opinión de la época respecto a los rótulos o la figura del titulista con el fin de dibujar un panorama que nos ayude a entender cómo se desarrolló esta práctica en nuestro país y qué puede contarnos de un cine tan difícil de conocer como el realizado en España durante la época muda.




ArribaAbajo1. La opinión de la época sobre los rótulos

En los años de la década anteriores a 1925 parece existir un número mucho más reducido de menciones a los rótulos que en los posteriores a ese año, excepción hecha de la publicidad de los laboratorios, que muestra una gran regularidad a lo largo de los veinte. Aunque haya que tener en cuenta la circunstancia de que la literatura en España especializada en cine es más numerosa en la segunda parte de la década que en la primera, me parece verosímil plantear la posibilidad de que la multiplicación de referencias a los rótulos ponga de manifiesto el final de su relativa invisibilidad como práctica, primer paso hacia un proceso que acabaría con el rechazo hacia el rótulo por parte de amplios sectores del público.

Justo en mitad de los años 20, en 1925, Alfredo Serrano decide incluir el titulado entre una de las tareas importantes que ayudan a la parte esencial del cine -dirección, artistas y operador o laboratorio- y recuerda en su libro Las películas españolas que para Griffith los títulos suponen «el 30 % del valor de un film si se escriben bien»3. También en 1925, aparece reproducido en Arte y Cinematografía el artículo «Acerca de los títulos», al parecer rescatado de la prensa francesa. En él se habla del rótulo como «una explicación concisa pero expresiva que oriente al espectador sobre el carácter de la escena y le ayude a comprender la significación del film a pesar de las bruscas transiciones que se advierten en su desarrollo»4. Esta suerte de definición del rótulo ideal viene seguida de una defensa de su empleo frente a los «sectores de la Cinematografía de vanguardia» que propugnan su desaparición y dice que «[s]uprimir el texto equivaldría a someter al espectador a un esfuerzo continuo de adivinación que acabaría en verdadera tortura, ya que se vería obligado a encontrar una interpretación personal desde que empezara la película hasta que terminase». El artículo, en tanto reproducido por una publicación española sin ningún tipo de comentario al margen que lo encuadre, pasa a convertirse en una opinión asimilable a la situación en nuestro país. Aparecido en el corazón de la década, denota, por un lado, una actitud claramente favorable al empleo de los rótulos y, por otro lado, un deseo de cómo deben ser éstos. De fondo, el debate establecido desde la vanguardia sobre la posibilidad de un «cine puro» constituido exclusivamente por imágenes.

A partir de este momento, el rótulo será objeto de comentarios que, en la gran mayoría de los casos, harán hincapié en aspectos negativos de los mismos. Así, en 1927 podemos leer en la revista Popular Film5 el artículo de un lector donde se queja de la vanidad de algunos «epigrafistas», que, no contentos con incluir su nombre en los títulos de crédito de las películas, se dedican -según él- a realizar un rotulado lleno de insoportables veleidades literarias, lejos de la «exposición clara y breve» que sería de desear. Como se ve, vuelve a aparecer la reclamación de unos rótulos claros, sencillos y cortos, a la que se une ahora la queja ante los excesos «literarios» del rotulador. Ambas posturas, junto a la cuestión de las incorrecciones gramaticales de las traducciones de rótulos extranjeros, constituyen las quejas más frecuentes hasta la llegada del sonoro.

Más allá de estas opiniones que critican aspectos del rotulado sin poner en duda su necesidad, aparece también en 1927 el libro de Carlos Fernández Cuenca Fotogenia y Arte, donde incluye un capítulo llamado de forma harto elocuente «El ocaso de los títulos»6. En él, Fernández Cuenca defiende a la imagen como «elemento único» del film y justifica el fracaso de las películas sin títulos realizadas hasta ese momento debido a la falta de preparación del público: «Pero cuando el público comprenda todos los recursos cinematográficos, los directores y montadores de 'films' podrán prescindir en absoluto de la palabra escrita, y entonces el séptimo arte tendrá la vida independiente y propia que le corresponde». Fernández Cuenca implica en el futuro que desea para el cine la desaparición de los rótulos. Y acaba su artículo propugnando para el presente la utilización de los considerados estrictamente imprescindibles.

A la hora de contextualizar esta opinión, hemos de reconocer que Fernández Cuenca evoca al principio las «bellas utopías de Germaine Dulac, Man Ray y demás soñadores del 'cinema puro'». Pero, por si la utilización de la palabra «utopías» no lo dejara bastante claro, el autor ha iniciado su reflexión dándolas por descartadas, al menos por el momento, y pasa rápidamente a buscar ejemplos de lo que él propone como un futuro más realista para el cine entre el panorama comercial de la época. Por tanto, no hemos de encuadrar su opinión sobre los rótulos dentro de terrenos estética e intelectualmente minoritarios de la cinematografía -como podría ser el de los sectores vanguardistas-, sino en el mayoritario, donde están situados los ejemplos que utiliza y las propuestas que hace.

De hecho, es en este terreno donde encontramos en los siguientes años -junto a la constante petición de claridad y concisión- posturas que conectan con la de Fernández Cuenca de una forma menos beligerante y sin una teorización cinematográfica como la realizada por este autor. Es más, de forma muy significativa, el rótulo ni siquiera es el tema principal de sus textos. Se trata de las opiniones de dos lectoras de La Pantalla -por tanto, también de dos espectadoras- en 1928, a propósito de las ventajas y desventajas del nuevo cine sonoro. La primera de ellas muestra su desagrado ante el invento y, después de defender la música como único elemento que acompañe al cine, concluye diciendo: «Todos los públicos han comprendido y admirado Amanecer (Sunrise, F. W. Murnau, 1927), y su casi ausencia de letreros nos demuestra de un modo palpable lo innecesario de convertir el arte mudo en algo que seguramente dejará de ser arte»7. Encontramos aquí la identificación entre palabra hablada y escrita -palabra, al fin y al cabo- para la lectora, que hasta ese momento sólo se había ocupado de la primera y cómo para ella su presencia equivale al alejamiento del cine de su status de arte.

La segunda opinión parece contestar, meses después, a la primera y bajo el título «... A los mudistas» arremete contra los que se oponen al cine sonoro. En cierto momento hace la siguiente argumentación: «Ayudada la mímica por mil medios ingeniosos, reconstrucciones fotográficas, fundidos, encadenados, sobreimpresión, cámaras movibles, multiplicación de imágenes, etc., para expresar los estados del ánimo (...) se consiguió aminorar los enojosos letreros, pero sin alcanzar la emotividad del sonido»8. El único punto en común de las posturas de ambas lectoras es la consideración del rótulo como algo que conviene hacer desaparecer en la mayor medida posible. Esta opinión, así pues, parecía lo suficientemente extendida para afectar a grupos distintos no ya de teóricos, sino de públicos que polemizaban sobre el sonido, acontecimiento que, a la postre, marcaría el auténtico futuro del cine.

Por último, cabe mencionar otra formulación más del rechazo progresivo al rótulo aparecida en la propia revista La Pantalla, semanas después de las opiniones citadas arriba. En la cuarta entrega de la serie que el articulista Rafael Marquina realizó bajo el título «La Literatura y el cine», el autor es consciente de que «la casi anulación de los letreros es el principio fundamental y acertado»9. Pero, consciente de su necesidad, aboga por unos rótulos «absolutamente distintos de lo que son ahora: sin retórica y con un hondo sentido de la literatura antiliteraria del cinematógrafo». Sin perder de vista que Marquina se estaba refiriendo concretamente a los intertítulos de las películas españolas y que su discurso se enmarca dentro de la polémica existente en la época a propósito de la supuesta mala influencia de lo literario sobre lo cinematográfico, su propuesta es prácticamente empezar de nuevo. En definitiva, una manera de rechazar de plano lo que ha existido hasta ese momento.




ArribaAbajo2. El rotulado como tarea profesional

En junio de 1928 aparece en el New York Times un artículo firmado por el periodista y también rotulista Malcolm Stuart Boylan donde contaba quiénes eran los nueve rotulistas más importantes del momento en Hollywood10. En la nómina, -aparte de él mismo- aparece un conjunto de personas cuyo oficio anterior es en la mayoría de los casos el de periodista11. Por otro lado, en el número de abril de 1923 de la revista Arte y Cinematografía podemos leer: «Literato y periodista se ofrece para redacción de títulos de películas». El anuncio, al mismo tiempo que hace creer en la procedencia común del periodismo entre los que ejercían el rotulado aquí y los de otras cinematografías como la estadounidense, también evidencia una peculiaridad: un repaso a la treintena escasa de nombres de los que sabemos que fueron rotulistas de las películas españolas deja clara su fuerte vinculación con el mundo literario de la época.

Junto a nombres vinculados a la industria cinematográfica española como Francisco Elías, Sabino A. Micón, Antonio Graciani o Juan Antonio Cabero, encontramos los de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Luis Fernández Ardavín, Pedro de Répide, Alejandro Pérez Lugín, Jacinto Benavente, Rafael López Rienda, Manuel Linares Rivas, o escritores más ocasionales como Fernando Díaz Alonso, Antonio Casero y José Amich, «Amichatis». Con relación a estos autores hay que señalar dos aspectos. El primero es que casi todos realizaron su labor en la parte de la década que llega hasta 1926, año en que se disparó la producción madrileña12, que tuvo -como la barcelonesa en las décadas anteriores- en la adaptación literaria una de sus prácticas principales. El segundo aspecto también enlaza con una de las peculiaridades de la producción del periodo y se trata de los casos en que la rotulación es una más de las tareas llevadas a cabo por la persona que se responsabiliza de otras áreas de la película, como la dirección, el guión e incluso la producción. Sabino Antonio Micón, por ejemplo, dirigió, creó el argumento, escribió el guión y los rótulos de Historia de un duro (1927). Habría que añadir también la de la confección de los rótulos por parte del propio autor adaptado. Alejandro Pérez Lugín constituye un caso ejemplar al producir, dirigir, escribir el guión y los rótulos de las adaptaciones de sus novelas La casa de la Troya (1924) y Currito de la cruz (1925).

En primer término, el hecho de que el rotulado lo realizara una persona con más funciones dentro de la película encaja con el panorama de la producción cinematográfica española del momento, formada, al menos parcialmente, mediante empresas estrictamente personales, casi siempre rayanas en el aventurerismo empresarial, donde la falta de especialización, propia de una estructura industrial que no acaba de constituirse como tal, deja el terreno libre -o fuerza- a la acaparación de tareas en pocas manos. Por otro lado, la circunstancia de que el director y/o el productor sea al mismo tiempo el rotulista hace a éstos directamente responsables del tipo de rotulado que se realiza y de lo que se dice en el mismo.

Otro tipo de tarea era la traducción de intertítulos al español de películas extranjeras, labor en la que destacó Fernando Díaz Alonso. Como señalé antes, las polémicas sobre estas traducciones constituyeron uno de los principales temas de las referencias al rotulado en la prensa cinematográfica española de los 20, desde la aparición de barbarismos hasta lo ampuloso de la traducción, pasando por la queja de desvirtuar el sentido de la película. Sin ir más lejos, la adaptación al español de los intertítulos de Metrópolis (Fritz Lang, 1926) para su estreno en nuestro país fue realizada por el dramaturgo Manuel Linares Rivas13 y recibió de Fernández Cuenca un durísimo comentario donde se la citaba como ejemplo de lo que nunca debe ser un rotulado14.

En Popular Film15 encontramos una descripción de cómo se realizaba la adaptación de títulos extranjeros que de muestra la naturaleza distinta de esta tarea frente a la del titulador en el idioma original: «Es un oficio que requiere (...) la condición necesaria (...) de pasar muchas horas en salas de proyección muy reducidas, sin aire, sin perder un momento de vista la pantalla, sentado junto a una mesita sobre la cual se encuentra una pequeña lámpara que ilumina tan sólo el papel en que uno escribe. A veces ha de suspenderse la proyección y empezarla de nuevo para comprender exactamente su curso y significado. Y este trabajo para una sola película dura a veces muchos días. En fin, un verdadero suplicio».

El trabajo llevado a cabo por el titulador original en España es algo más difícil de definir y ubicar. Tan sólo contamos con testimonios indirectos que nos permitan hacernos con una idea de esta función. Así, Sabino Antonio Micón, titulador ya citado, escribió en 1929 el manual Cómo se hacen las películas, donde no le dedicaba ningún apartado especial al rótulo, pero sí a la elaboración del guión, en cuya etapa final -y no antes- aparecen consignados los títulos, diferenciándolos de la descripción de las acciones16. Así pues, parece ser que era un trabajo que -al menos, en un plano ideal, el transmitido por un manual- se realizaba sobre el propio guión.

Parece posible especificar más en qué consistía la tarea si nos fijamos en los ejemplos de otras cinematografías. A juzgar por un artículo aparecido en el New York Times en 192317, a la elaboración de los rótulos llevada a cabo en el guión por la persona responsable del mismo, seguía su ajuste por las personas especializadas en la tarea y en cuyos criterios de trabajo entraban en consideración aspectos como la cantidad de palabras adecuadas por rótulo18, la necesidad de evitar palabras desconocidas para el espectador medio y la capacidad de ir al grano para decir lo que se quiere decir con la mayor brevedad posible19.




ArribaAbajo3. «Gigantes y cabezudos»: un ejemplo representativo

A la hora de buscar un ejemplo representativo de la práctica de rotulación llevada a cabo en España durante los años 20, elegí Gigantes y cabezudos por tratarse de una película madrileña del año 1926 -año, como ya señalé, del boom de la producción en Madrid- y que adaptaba una zarzuela precedente -de Miguel Echegaray y Manuel Fernández Caballero, estrenada el 28 de noviembre de 1898-20, una de las prácticas más características -si no la que más- de lo que fue el cine español de esa década. Su director, además, fue Florián Rey, popular ya en ese momento y que acabaría por convertirse no sólo en uno de los más importantes, sino representativos de la producción nacional de los 20. No sabemos quién hizo los rótulos, pero el propio Florián Rey fue el autor del guión, algo que nos interesa saber por las implicaciones que, como hemos visto, el guionista puede tener en la labor de titulado. En este caso, por ejemplo, el guionista bajo el nombre de «adaptador» explicita su presencia en algunos de los rótulos de la película.

Para analizar cuál fue el papel de los rótulos en esta película parto de la división generalmente aceptada de los títulos en dos grandes grupos: los que se ocupan del diálogo y los expositivos. Ambas categorías son permanentes en la inmensa mayoría de las películas que se sitúan fuera del periodo de los primeros tiempos. En Gigantes y cabezudos cabe apuntar en primer lugar respecto a esta división la parecida cantidad de unos y otros que aparecen en la película. Respecto a los expositivos, mi primera labor de análisis ha sido buscar en ellos la tipología21 que reconoce al menos siete funciones distintas a jugar por este grupo de intertítulos. Su búsqueda en la película que nos ocupa suponía una valoración del papel alcanzado por los rótulos como elemento constitutivo del film. En segundo lugar, Chisholm localiza sus ejemplos en la película Lirios rotos (Broken Blossoms; D. W. Griffith, 1919); así que su rastreo en un ejemplo español posterior en realización me pareció interesante como comprobación del desarrollo narrativo alcanzado en nuestro país dentro de lo que se ha dado en llamar sistema clásico.

El primer tipo de título expositivo que voy a mencionar es el que hace la labor de identificación, ya sea de personas, objetos o lugares. Habitualmente, la mayoría de ellos están concentrados, lógicamente, al inicio de la película. Pero en Gigantes y cabezudos se reparten entre el inicio y la parte central de la ficción, al sufrir ésta un cambio de localización que la traslada de Ricla a Zaragoza, donde nuevos personajes entran en juego.

La manera de dar comienzo a la acción propiamente dicha es a través de un rótulo que introduce el lugar donde todo comienza: «RICLA. El pueblo más aragonés de todo Aragón, cuna de la hidalguía y ejemplo de nobleza baturra». En el prólogo que precede a este momento podemos encontrar un rótulo que identifica a un personaje que toma parte en él, pero que es externo a la diégesis: «Una figura gigantesca... / ... MIGUEL FLETA». Frente a la identificación de un personaje real -el famoso cantante, cuya imagen aparece a continuación interpretando una jota-, encontramos una vez dentro de la acción cómo los rótulos van dando a conocer a los que van a ser sus protagonistas. Por ejemplo: «Jesús, un buen mozo y un mozo bueno / [Jesús: José Nieto]».

En estos dos casos no sólo se presenta al personaje, sino también a los actores, cuyo nombre tiene marcas gráficas que le separan del texto que hace referencia a la ficción. Aparecen, pues, dos tipos de identificaciones distintas para el público, una sobre la historia que se les quiere contar, otra sobre el actor, información que en esta película posee, además, un carácter jerárquico, al ser sólo identificados los que encarnan papeles protagonistas. De ese modo, llegado el momento de presentar a un personaje episódico como el tío Pelavivos, el título no informará de quién lo interpreta, sino que se limita a decir: «El tío Pelavivos, un respetable sujeto que se aprovecha de los apuros del prójimo».

Pero ésta no es la única gradación indicada respecto a los que aparecen en la pantalla. Frente al tamaño de letra utilizado para reproducir el nombre de los actores de la ficción, el nombre del tenor Fleta aparece, como vimos más arriba, reproducido completamente en mayúsculas. Por otro lado, cabe señalar que la aparición de la información sobre el personaje y el actor en un mismo rótulo viene propiciada porque la película presenta a los personajes dentro de la diégesis, no antes de que ésta comience. Ambas prácticas alternan a lo largo de los años 20 en España.

En relación con la identificación, hay que señalar la existencia del tipo de rótulo que se encarga de la caracterización. Esta función prácticamente nunca aparece en solitario, ya que define el carácter descriptivo de muchos de los intertítulos, y éste es un rasgo que suele acompañar a otros. Es fácilmente localizable acompañando al identificativo, que en esta película, como hemos visto, nunca aparece nombrando sólo al personaje, sino que describe algunos rasgos de su personalidad: «La madre de Jesús, una santa mujer que no ve más que por los ojos de su hijo / [Agripina Ortega]».

Otro tipo de intertítulo localizable en Gigantes y cabezudos es el que realiza identificaciones temporales. Así, cuando la acción se traslada de Zaragoza al lugar donde Jesús está combatiendo -una colonia española que no se especifica-, el intertítulo señala: «Entre tanto, muy lejos de la patria...» Y en otros momentos de la acción se utilizan títulos que señalan intervalos temporales: «Algunos días después...» Estos dos ejemplos forman parte del escaso grupo de rótulos dedicados en la película a las señalizaciones temporales. La organización narrativa de la película establecida por la puesta en escena y el montaje es lo bastante elocuente por sí misma para ubicar temporalmente al espectador. En concreto, una buena muestra de que el montaje utiliza sus recursos en un grado más desarrollado del que solía verse entonces en nuestra cinematografía es que el rótulo ya señalado «Entretanto...» es de los pocos dentro de la película que aclara la simultaneidad entre las acciones22. Este estilo de rótulo era mucho más habitual en gran parte de los films españoles de la época.

Otro tipo de intertítulo con poca presencia en la película es el que realiza sumarios de la acción. De entre los muy escasos, cabe señalar el que señala el fin del conflicto bélico en el que se encuentra Jesús: «Acabaron los terribles días de la guerra». Tal vez las razones para la poca presencia de este modelo de rótulo podemos encontrarlas, por un lado, en el origen escénico de la ficción, lo que afecta a la segunda parte de la película, la que adapta realmente el libreto zarzuelero, y por otro, un guión que construye una acción siempre en presente, sin flash-backs -otro rasgo que separa a la película del modo habitual de narración español por esas fechas-, y que opta por el desarrollo de una línea argumental más atenta a la puesta en escena prolongada de escasos acontecimientos que a la acumulación de sucesos dentro de una larga narración.

Tampoco abundan los intertítulos en los que el narrador demuestra conocer la mente de los personajes, a veces mejor que ellos mismos, y que da lugar a la reproducción de sus pensamientos o a parafrasear sus diálogos. Así, una de las noches en que Jesús se encuentra luchando en las colonias vemos cómo a un plano del personaje le sigue el siguiente rótulo: «Los tres amores del soldado». A continuación, vemos sucesivamente un plano de su madre, otro de su guitarra y, finalmente, otro de su novia Pilar. La escasez de este tipo de intertítulos viene marcada por el predominio en los personajes de las acciones frente al pensamiento.

Sin embargo, la película abunda en mostrarnos lo que podríamos calificar como el pensamiento de la voz narradora que asoma a través de los intertítulos expositivos. Estos comentarios pueden dividirse en dos tipos. Uno de ellos lo constituyen los comentarios en que el narrador se explaya sobre algo que acaba refiriéndose a la historia contada, generalmente, la extensión de una caracterización donde el narrador muestra su conocimiento del mundo y lo aplica a la historia. Por ejemplo: «Roque es el tipo de tenorio pueblerino...»

Pero este tipo de intertítulo está mucho menos presente en Gigantes y cabezudos que un segundo tipo de comentarios donde el narrador reflexiona en voz alta, casi siempre a partir de la ficción, pero conduciéndose con libertad, mostrando su pensamiento sabedor de que está utilizando un medio que lo puede dar a conocer y de que hay un espectador que lo está leyendo. Este es el tipo de comentario que predomina en la película y a través del cual se hace presente todo un discurso referencial que se establece paralelamente a la historia de los personajes. Así, la película empieza de la siguiente manera: «El adaptador, antes de pasar adelante, quiere resumir en dos cosas su admiración por la noble raza aragonesa y por ese canto brutal y valiente que es la JOTA», Y a continuación se nos muestra con imagen e intertítulo a Miguel Fleta, seguido del rótulo: «Una copla de CASAÑAL» y de otro rótulo donde se reproduce la copla: «Ser hombre a secas no es nada; / ser europeo no es poco; / ser español es ser mucho; / ser baturro es serlo todo». Tras esta declaración de intenciones, se reproducen versos del cantable que inicia la zarzuela original, entre los que se encuentra el que se convierte en leit-motiv de la película: «Grandes para los reveses / luchando tercos y rudos / somos los aragoneses / gigantes y cabezudos». Una vez acabado este prólogo, comienza la acción del film.

De este modo, queda marcada la línea temática que recorre la ficción paralela a la diégesis a través tanto de los comentarios directos del narrador como de los cantables reproducidos al margen de los interpretados por los protagonistas, que abundan en las cuestiones del aragonesismo. A esta línea argumental habrá que añadir la que, en cierto momento, surge con motivo del final de la guerra en la que se encontraba Jesús y que da motivo al narrador para decir lo siguiente: «Llegó un día en que aquellos pueblos que colonizó España pudieron libremente dar el grito de ¡Independencia! La Madre Patria, buena y abnegada como todas las madres, soltó sus riendas tutelares para dar libertad a las jóvenes naciones que merecían ser libres».

Un tema más de este marco referencial que se dirige al espectador por encima de la historia con el fin, por supuesto, de captarlo, viene marcado por los comentarios referidos a la monumentalidad de Zaragoza. Por ejemplo, el realizado tras la mostración de la Seo, el Pilar y la puerta del Carmen: «Estas viejas piedras tienen los tres privilegios del alma de Aragón: Tesón, Heroísmo y Firmeza». Aquí se une el aragonesismo con una práctica de ciertas películas españolas de la época, en las que parece existir el afán por desarrollar la acción bajo el auspicio de la monumentalidad. Seguramente, con el fin de dar trascendencia a la historia que se cuenta y de añadir el atractivo «turístico» de su mostración a un público que no tenía el viajar entre sus posibilidades inmediatas.

Los diálogos, por su parte, poseen ciertos rasgos que merece la pena comentar. En primer lugar hay que señalar su colocación en las secuencias una vez mostrado el personaje iniciando la acción de hablar. La historia de esta colocación ha sido minuciosamente contada por Kristin Thomson23 y también Eileen Bowser24, asimilándola al avance en el establecimiento del modelo clásico. Como muestra de la irregular situación española en este sentido, hay que señalar la existencia a lo largo de los años 20 en nuestro cine de la alternancia entre esta colocación y otras, alternancia que ya es poco habitual en otras cinematografías durante el mismo periodo. Gigantes y cabezudos con el modelo adoptado, muestra una vez más su moderna concepción.

Pero hay otros rasgos a los que atender en los diálogos, como su carácter selectivo, que lleva a no reproducir diálogos completos, sino frases extractadas que permiten reconstruir perfectamente el sentido de lo que se está diciendo. Un rasgo este que nos habla de la presencia del sentido de la economía a la hora de utilizar los rótulos. Por otro lado, es permanente a lo largo de la película la reproducción del habla aragonesa25 de los personajes. Cuestiones de adaptación aparte, este método busca la comicidad, pero también la identificación, y forma parte de la práctica habitual de reproducción de dialectos y modismos del cine mudo español de los 20.

Por último, los diálogos son un vehículo para la reproducción de los cantables pertenecientes a la zarzuela original. Aunque en muchas ocasiones están reproducidos sólo parcialmente. Esto puede tener que ver con otro componente del marco referencial del que he hablado antes. Ese componente no es otro que la zarzuela en sí. Es decir, su trasvase al cine de tal modo que el espectador no sólo sepa, evidentemente, que se trata de una película basada en una zarzuela muy conocida, sino de que acceda a lo más popular de la misma. Por eso, a veces basta con la reproducción del inicio del cantable; el público conoce el resto. Además, es una manera de conducir la partitura que acompaña a la proyección en la sala y que en este caso gozó de gran atención al adaptarse específicamente para su pase a la pantalla. El prólogo establecido al inicio de la película entre títulos e imágenes, reproduciendo cantables y al propio Fleta interpretando no puede tener más justificación estructural desde el punto de vista cinematográfico que ir acompañado de una apertura musical donde aparezca, entre otras cosas, el leit-motiv: «... Gigantes y cabezudos».

Hay que apuntar en este sentido que, si bien parte de los cantables justifican su presencia mediante los personajes al formar parte de lo que podemos entender en un sentido amplio como diálogo, hay otro grupo de cantables que funcionan de modo independiente, que no son fácilmente adjudicables a la voz narradora de la que hemos hablado más arriba y que remiten directamente a la reproducción de la música en la sala y al reconocimiento del público.

Tan sólo dos cuestiones más para acabar. Una de ellas es la reproducción del sonido mediante la grafía adoptada en los rótulos. Ese es el caso de la canción que acompaña la marcha de los quintos por las calles de Zaragoza. A un normal: «¡Ya se van los quintos, madre; ya se va mi corazón!», le sigue otro rótulo con la grafía en mayúsculas: «¡YA SE VAN LOS QUINTOS!». La práctica de reproducir variaciones sonoras mediante los rótulos es muy escasa en el cine español. Sin embargo, no parece que lo fuera tanto en otras cinematografías26.

Por último, existe un trabajo plástico sobre el fondo de los rótulos que denota, en primer lugar, que se trata de una producción muy cuidada y, en segundo lugar, que se es perfectamente consciente de que los rótulos juegan un papel en la expresividad general de la película. Así, a la presentación de los dos protagonistas los acompaña su silueta dibujada bajo el rótulo, y el nombre de la casa productora -Atlántida- está presente a lo largo de todos los rótulos de la película.




Arriba4. Un posible panorama

Los rótulos de Gigantes y cabezudos revelan una película realizada con una concepción cinematográfica donde se dan cita rasgos de una modernidad acorde con la producción extranjera con otros que remiten directamente a prácticas enraizadas en la producción española. Si echamos la vista atrás podemos encontrarnos con películas como La casa de la Troya o Currito de la cruz, grandes éxitos del cine madrileño que presentan características en sus rótulos que nos invitan, sobre todo la primera, a verlas en continuidad respecto a la película de Florián Rey.

Ambas películas, como vimos antes, ejemplifican a la perfección el ejemplo de producciones levantadas como proyectos personales; en este caso, por parte del autor de las novelas originales, que es también director y responsable de los rótulos. Ambas poseen una buena cantidad de ellos27. Su número supera ampliamente el que puede haber en una película como Gigantes y cabezudos, pero también a películas contemporáneas de la misma y nada susceptibles de haber sido realizadas por un avanzado, como podría considerarse tal vez a Florián Rey. Ese es el caso de Pilar Guerra (1926), película de José Buchs, director de una película como Curro Vargas, realizada poco tiempo antes que las de Lugín -en 1923- y poseedora de un número de rótulos nada lejano al de las películas del escritor.

Pero, frente al enflaquecimiento del número de rótulos, la película de Rey presenta el mantenimiento de un marco referencial que también Lugín se esfuerza en construir mediante una voz, la suya, que se hace presente desde el principio de la acción en los rótulos y que utiliza igualmente la monumentalidad como baza a jugar con el espectador. La misma que podemos encontrar, por ejemplo, en Rosario, la Cortijera (José Buchs, 1923).

Otra vía de esa referencialidad, la musical, está presente en las adaptaciones de zarzuelas, especialmente en las que proceden del género chico, no así en la mayoría de las provenientes de la zarzuela grande. Pero no hemos de olvidar que la práctica de adaptar zarzuela entró en crisis hacia 1926, para acabar prácticamente por desaparecer en los siguientes años. Al mismo tiempo, la construcción de un marco referencial tan claro como el de La casa de la Troya o Gigantes y cabezudos deja de encontrase en el cine mudo español que se ha conservado.

Tal y como ha llegado hasta nosotros el cine mudo español, no es fácil hacer hipótesis sobre sus cambios. Pero yo creo que pueden verse de forma simultánea los aludidos hasta ahora:

A. Lo primero que pretendo es poner de relieve algo que nos muestran los rótulos, y es la importancia de la referencialidad, al menos, para una época del cine mudo español de los 20. Esta es una característica unida a la presencia de la zarzuela en nuestro cine mediante su adaptación a la pantalla. Pero no es específica, como demuestran las películas de Pérez Lugín. Sin duda, es una estrategia de cara al público y habría que saber si cae en desgracia junto con la zarzuela como espectáculo teatral y musical o si simplemente, una vez cumplida su función de contribuir a crear un público estable, desaparece.

B. Por otro lado, en cuanto al enflaquecimiento en la cantidad de rótulos, no se trata sólo de ver hasta 1926, sino que, mirando hacia delante, películas de Perojo como Malvaloca (1926), El negro que tenía el alma blanca (1926) o La condesa María (1927), o las de directores sin ningún estigma de modernidad como Mario Roncoroni y su película Voluntad (1928), muestran una cantidad de rótulos inferior a la de las obras de años precedentes en el cine español. De este modo las películas españolas no serían ajenas a la opinión creciente poco favorable a la presencia excesiva de rótulos o incluso a su simple presencia.

C. En relación con este hecho, hay que señalar la paulatina reducción de los rótulos narrativos frente a los diálogos. Esta es otra de las tendencias asociadas al desarrollo del modelo clásico28. Si bien en Gigantes y cabezudos hacíamos referencia al equilibrio entre estos dos grupos, en películas como las de Lugín o las de Buchs los intertítulos narrativos dominaban y conducían la acción claramente. Con el tiempo, se llegará a una película como El sexto sentido (Nemesio M. Sobrevila, 1929), donde los diálogos dominan claramente, y si esta práctica resulta sospechosa por el aire vanguardista que respira, también puede comprobarse en una película como Voluntad. Otro dato más que nos daría por cierta esta tendencia es que Sabino A. Micón -no lo olvidemos, titulista- reproduce en 1929 bajo el nombre de títulos sólo los diálogos del guión que propone29.





 
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