Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Los sonidos de la reconciliación. Estudio comparativo de dos versiones de «La aldea maldita» de Florián Rey

Imanol Zumalde Arregi





Luego de un pasado glorioso, los años 40 marcan un punto de inflexión en la carrera cinematográfica de Florián Rey: a saber, el comienzo de la decadencia de su cine que se prolongó hasta el abandono definitivo de la actividad, en 1956, con Polvorilla. El éxito y la valía artística de ¡¡Polizón a bordo!! (1941), el primer film de la década firmado por el director maño, no parece presagiar las críticas negativas que arreciaron a Florián Rey por Éramos siete en la mesa (1942), su siguiente película. Dado que no disponemos de copias de la misma en la actualidad, debemos dar crédito a las crónicas del momento que, casi con unanimidad, la acogieron hostilmente tildándola de mediocre, triste, abúlica, así como acreditadora de una labor técnica lamentable, de una dirección de actores carente de valor y de una fotografía descuidada y negligente1.

Las críticas que comenzaban a aflorar con vehemencia sobre su obra debieron de figurar, sin duda, entre las razones que persuadieron a Florián Rey a adaptar y actualizar La aldea maldita, el film con el que, hacía ya demasiado tiempo, le fuera conferida la vitola de autor mayor. Este gesto de autoafirmación era, no obstante, un arma de doble filo.

Por un lado, el aval de su predecesora le permitía, además de recordar a los «desmemoriados» el glorioso pasado que le respaldaba, asegurar, en alguna medida, el éxito y la buena acogida crítica de su próxima película con el que recobrar su prestigio.

Todo ello, empero, quedaba condicionado agudamente por dos circunstancias: una de naturaleza política -el doloroso trance de la Guerra Civil y la ulterior instauración del régimen franquista-; la otra puramente cinematográfica -el advenimiento y la plena instalación del sonido en el lenguaje cinematográfico-.

Ambos factores, presentes a todas luces en la conciencia del realizador, convirtieron al remake en un peligroso desafío que colocó a Florián Rey en el brete más comprometido de su carrera: en la situación de tener que revalidar su valía autoral luego de casi dos décadas tras la cámara, con una historia a la que había sabido conferir una forma excelsa con los mimbres expresivos del mudo y a la que, so pena del descrédito, debía adaptar con equivalente pericia y calidad artística a los tiempos que corrían.

Tránsito, pues, del cine silente al sonoro y de la España en las puertas de la II República a la dictadura del Caudillo, el nacionalcatolicismo y la censura. Uno de los alicientes más sugestivos para el estudioso del cine radica en comprobar el modo en que estos avatares históricos y artísticos, sin ninguna conexión causal entre sí, trascienden en la segunda versión de La aldea maldita (1942). Las líneas que siguen pretenden arrojar luz sobre el primero de esos aspectos; es decir, sobre el modo en el que Florián Rey rehízo formalmente La aldea maldita adaptándola a un medio de expresión en el que el sonido forma parte capital de sus materiales significantes. Y lo hago, amén de por el interés que estas dos obras de Rey ofrecen sobre el particular, porque ésta constituye una faceta de estudio virgen en franca oposición a la manifiesta metamorfosis que la historia de La aldea maldita evidenció en su segunda versión al calor del nacionalcatolicismo, y que ha sido profusa y diligentemente escrutada por Agustín Sánchez Vidal2 o Jesús González Requena3, entre otros.

Con carácter previo, vayan dos advertencias:

a) La primera se refiere a que la versión de 1930 es una película que vive en sus carnes la transición del mudo al sonoro experimentada por aquellas fechas por el cine español. Como han dilucidado Sánchez Vidal y Pérez Perucha, la primitiva La aldea maldita data de 1930 y es posterior a la sonora Fútbol, amor y toros de 1929. El hecho de que esta última, desaparecida también, disfrutase del sistema de sonido Filmófono, que, estrenado en esta película por Ricardo María Urgoiti, lograba introducir música y ruidos mediante la grabación sincrónica, ha inducido a los historiadores al error de suponer a La aldea maldita posterior en el tiempo.

Lo cierto es que, a tenor de la cronología documentada por Julio Pérez Perucha4 y Agustín Sánchez Vidal, La aldea maldita fue concebida como muda, rodada en Pedraza de la Sierra, Ayllón, Sepúlveda y en los alrededores de Segovia capital de principios de enero hasta la segunda semana de marzo de 1930, montada en unos días como muda y exhibida en un pase privado organizado para dos críticos (Fernando Mantilla y Juan Piqueras) en la tercera semana de marzo del mismo año. A lo largo de la primavera, Exclusivas Palace, empresa que toma en distribución el film que nos ocupa junto a Fútbol, amor y toros, a la sazón anterior película de Florián Rey y, como se ha dicho, primera película sonora hecha en España, se afana sin éxito en estrenarla. El peligro que acecha a la amortización del proyecto persuade a los productores del film, el propio Florián y Perico Larrañaga, su protagonista masculino, a redoblar el esfuerzo económico y acometer una nueva versión sonora y parlante en los Estudios Tobis, emplazados en el pueblo aledaño a París de Epinay-sur-Seine.

En el transcurso del mes de agosto de 1930, en versión de Pérez Perucha, y a lo largo de julio según Sánchez Vidal, en los Estudio Tobis, amén de impostarle un fondo musical obra de Rafael Martínez, hermano del realizador, se escribieron diálogos, se reconstruyeron decorados, se filmaron nuevamente algunas escenas que sustituirían las didascalias de la versión silente (entre ellas la que clausuraba el film, que, al parecer, resultó a la postre sensiblemente más liviana) y, como parece lógico, se retocó el montaje. El resultado de todo este trabajo que refunde la obra fue estrenado primero en la Sala Pleyel de París el 10 de octubre de 1930 (Sánchez Vidal afirma que el día 18) y posteriormente en Madrid el 8 de diciembre.

Así las cosas y en discordancia con el tópico, es del todo pertinente afirmar con Pérez Perucha que son tres las versiones de La aldea maldita firmadas por Florián Rey, si bien, perdida para siempre la acometida en los aledaños de París en verano de 1930, sólo dos de ellas (una muda, la otra sonora) han perdurado en el tiempo.

b) La segunda observación tiene que ver con el hecho de que entre las dos versiones que disponemos en la actualidad no sólo son discernibles las transformaciones derivadas de la irrupción del sonido. A éstas, materia preferente del presente escrito, se vino a sumar una radical conversión del estilo visual de Florián Rey. La exuberante prodigalidad de sentidos de la que hace gala la puesta en escena de la versión antigua cuajaba en una fotografía que podemos tildar de austera por varias razones: por los materiales que utiliza para connotar (luces y sombras fundamentalmente), por la escasez de elementos que asoman en el cuadro, así como por la desnudez de las paredes que acotan el espacio escénico.

Frente a esta sobriedad plástica plena de significaciones, la versión de 1942 habilita una identidad visual desmesurada: proliferan las escenas corales en las que miríadas de figurantes saturan el encuadre, mientras un inusitadamente recargado atrezzo instalado por doquier hacen del horror vacui su mejor definición.

Con todo, lo que hace singular a este respecto a la versión sonora es la voluntad de su director por primar el estatismo de la imagen frente a la fluidez del montaje. Compuestos a modo de retablos, haciendo «de cada escena una estampa» -como aleccionó Rey a Enrique Guerner, su director de fotografía-, las imágenes de este film, para decirlo de alguna manera, pretenden «realzar su cualidad fotográfica en detrimento de la cinematográfica». Florián declaraba por aquellos años que con esta película quiso hacer «un cine de retablos. El dinamismo sentimental, frente al dinamismo loco y superado de las sobreimpresiones, de los fundidos a todo pasto»5. (Este arquetipo cinematográfico, dicho sea de paso, lo llevaría a su máxima expresión en su posterior Orosia, 1941).

El resultado, una sucesión de grandes y poblados tablones, confiere materialidad plástica a esa maniobra de recontextualización que esta versión acomete a su precedente muda. Si los acontecimientos de aquella transcurrían en el más inmediato presente histórico, la peripecia de la versión sonora de 1942 es situada en el inocuo pasado del año 1900 con el propósito de hacer inequívoca la lejanía histórica de los padecimientos sufridos por la población rural castellana glosados en la película (este gesto es el punto de partida de toda una operación ideológica que, según Sánchez Vidal, convierten al film de la posguerra en «una parábola de la Historia de España a la luz de los más recientes acontecimientos»).

En buena lógica, el resto de los componentes del film contribuyen a la consecución de ese su propósito de hacer creer al espectador que se encuentra ante un film histórico (ante un retazo pretérito de la Historia de España): así la segmentación del relato en capítulos fortalece la sensación de tiempo clausurado, los títulos de crédito aparecen en letras góticas, la caracterización de los personajes recurre a ropajes manifiestamente antiguos, la interpretación de los actores, de una exasperante rigidez, es excesivamente demodé, etc. González Requena6 dirá que todo ello responde a un «costumbrismo almidonado» que es al cine rural de la posguerra lo que el cartón-piedra al cine histórico.

Para decirlo en una palabra, La aldea maldita de 1942 es un film estéticamente arcaizante.




ArribaAbajoDos finales diferentes

Razones de espacio/tiempo y operatividad hacen impracticable aquí un exhaustivo cotejo de las diferencias estéticas que median entre ambas versiones. No obstante, creo que el detenido análisis de las discrepancias en las soluciones formales que sendos films dieron en su día a una situación dramática análoga puede arrojar suficiente luz al objeto de esta ponencia. Es por ello por lo que he acotado mi campo de intervención a las secuencias que clausuran ambos films.

En los dos casos, luego de la expulsión de la impúdica mujer tras la muerte del patriarca ciego, la historia desemboca en una secuencia final en la que ésta es rehabilitada por un apiadado marido.

Amén de las desavenencias iconográficas traídas a colación, la primera es más breve, está resuelta en menor número de planos y en ella concurren escasamente cuatro personajes, mientras que la segunda es una larga y multitudinaria escena coral, prolija en planos. Ahora bien, por encima de esta palpable variedad, en lo esencial estas dos secuencias se asemejan más de lo que salta a la vista.

Si los parámetros fundamentales que definen la puesta en escena (léase iluminación, decorados, vestuario, composición y movimiento de elementos en el encuadre) divergen abiertamente, la planificación permanece sustancialmente idéntica en sendas secuencias.

En ambos casos nos encontramos ante dos espacios situados uno frente al otro: en la versión de 1930, resuelta en una habitación de la casa de Lucas, por un lado tenemos a éste, a Juan y al hijo del último, y por otro, a la enajenada mujer situada a la vera de una cuna vacía. El desenlace de la versión sonora transcurre entre la puerta de la iglesia del pueblo, la casona de Juan y la plaza que las une, de tal manera que, dispuestas en paralelo y separadas por la plaza pública, las fachadas de sendos edificios entre los que transita la redimida mujer se sitúan cara a cara.

En las dos películas la cámara abordará frontalmente estos espacios colindantes y encarados en el profílmico, y los solapará mediante el montaje con una alternancia de planos / contraplanos, con lo cual esa su disposición física se ve confirmada y reforzada visualmente. Huelga decir que, en los dos films, estos espacios enfrentados topológica e iconográficamente corresponden respectivamente al territorio que administra la absolución y al espacio de la culpa redimida.

Lo que se pone en juego en ambos casos, ya se sabe, es el perdón de la mujer, su reincorporación a la familia y, por ende, a la sociedad de la que ha sido expulsada por adúltera. Este avatar con el que culmina la historia es representado de forma mucho más austera en la versión muda: Juan entra en la casa acompañado por Lucas y con su hijo en brazos, lo deposita en el suelo y mira fuera de campo impresionado; por corte neto en el siguiente plano veremos, desde las espaldas de la pareja de hombres, a una mujer que no se percata de su presencia sentada junto a una cuna vacía. La configuración de este plano anuncia el feliz desenlace. Se trata del único de la secuencia en el que cohabitan, por así decirlo, pecadora y redentor, y está diligentemente confeccionado desde el espacio que se asigna a este último. Así las cosas, en él se anticipa que la mujer será absuelta de sus pecados y reasimilada por el territorio del bien.

Todo ello se muestra en términos exclusivamente visuales: en la citada alternancia de planos / contraplanos que escrutan los acontecimientos que se desarrollan en los espacios contiguos, un par de primeros planos de un Juan con ojos vidriosos nos revelan la gestación del indulto hasta que el hombre, definitivamente apiadado por su mujer, conmina al niño a que le dé un beso a su madre. Éste, significativamente el único sujeto que transita de un espacio al otro, hará de correa de transmisión del deseo de su padre y con el beso notificará el perdón a la mujer.

En la versión sonora todo es más alambicado. La secuencia final comienza con una imagen de la torre de la iglesia seguida de nueve planos en los que fugazmente, al ritmo de las campanadas, aparecen hombres, mujeres y niños acicalándose, así como los preparativos de la fiesta que el patrón ha ordenado organizar para recibir a su descarriada mujer. Esta sucesión de planos (los correspondientes a las dos últimas campanadas) culmina con un virginal primer plano de Acacia en éxtasis y con la apertura de la gran puerta de entrada de la casona de Juan.

Este último cuadro, en el que a través de la puerta vemos la plaza del pueblo infestada de gente con la iglesia abierta de par en par al fondo, obedece en el seno de esta secuencia a idéntico papel que el analizado más arriba cumplía en su precedente muda. A imagen y semejanza de aquélla, prefigura visualmente el desenlace por el hecho de estar abordado desde el territorio del perdón (la casa de Juan) y tener como punto de fuga u objeto de atención preferente a la mujer. No obstante, las novedades son significativas:

En primer lugar, la postrer absolución de Acacia ya ha sido anunciada verbalmente por Juan en el momento en el que, fustigado por sus empleados para que la rechace, éste les contesta que su casa recibirá a la descarriada tal como lo hizo la iglesia: «con las puertas abiertas».

En segundo, en este caso la instancia que a la postre rehabilitará a la mujer no aparece en el encuadre sino por delegación; es decir, es la puerta de su casa, que, por un lado, libera con su apertura todo el espacio de la acción y, por otro, enmarca y auspicia la misma, la que designa en la imagen la presencia de Juan.

En tercer lugar, los espacios enfrentados no son antitéticos como en el caso de la versión muda. Antes al contrario, no sólo la puesta en escena, que las despliega de par en par, sino, sobre todo, la planificación que nos da a ver la puerta de la iglesia abierta a través de la de la casa, hacen hincapié en la comunión y sintonía de ambos entornos (idea también subrayada por la idéntica forma ojival de sendas puertas). De esta manera y en un solo plano se formaliza visualmente lo enunciado por Juan: que su comportamiento ulterior se avendrá a la piedad cristiana.

Este plano es cardinal por una razón añadida: tanto el paralelismo topológico que se desprende de la puesta en escena como el vínculo fotográfico designado por la planificación de esta imagen, vienen a engrosar la variedad de indicios que apuntan a que las vicisitudes de los personajes del film no son sino un eco de las peripecias bíblicas que dan sustento al culto que se oficia en la iglesia. No en vano la escena que clausura la película sigue a rajatabla el patrón narrativo forjado por la parábola del hijo pródigo; a ella se incorpora, en el último plano de la película, el pasaje de la ablución de los pies de María Magdalena por Jesucristo, y en ella se recrea la iconografía barroca de la adoración de los Reyes Magos.

Así las cosas, la casa de Juan se convierte en pantalla de esa iglesia de la que vemos aparecer a una Acacia ya en paz con Dios y desde la cual se aproxima indecisa hasta el umbral de su puerta. Una vez allí, duda un instante, el suficiente para que Juan, luego de estimularse con una mirada a su angélico vástago, salga a su encuentro, la arrope entre sus brazos y la introduzca definitivamente en la casa.

Como puede apreciarse, la versión sonora también altera a este respecto el dispositivo de su precedente de 1930. Si en aquélla era el hijo el encargado de introducirse en el espacio vedado del pecado para administrar la absolución en nombre del padre, en ésta, desprovista de territorio del pecado y redimida por Dios la pecadora, no hay nada que impida a Juan ocuparse personalmente de acoger a su esposa. Esta circunstancia conlleva que en la versión sonora el acto de reconciliación se explicite visualmente con el abrazo entre los cónyuges, y sea legitimado con el protocolo de purificación (limpieza de pies de la mujer) que cierra la película, detalles todos ellos omitidos sintomáticamente en el film mudo.




ArribaAbajoLos sonidos de la reconciliación

En las novedades de todo tipo que Florián Rey introduce en la recta final de la versión de 1942, el uso que hace del sonido no es la menor. Y lo enuncio así porque lo original radica en el uso que el realizador hace de él y no el sonido en sí mismo, que bien habría podido aparecer en el film mudo sustituyendo a los intertítulos, dando continuidad sonora a los movimientos de los actores o decorando la acción por medio de música, si así lo hubiera decidido Florián Rey a la hora de plantear su film del año 30.

Decía más arriba que la versión sonora es estéticamente arcaizante por cuanto tiende a destacar el estatismo de la imagen y conferirle un semblante añejo. El empleo del sonido comulga con ese propósito estético. Me explico.

Como es harto conocido, son tres los tipos esenciales de sonido cinematográfico a disposición del cineasta: los ruidos, la música y las palabras. Pues bien, Florián Rey recurre con alto sentido de la economía al sonido (el de las palabras) en el que el modelo clásico ha delegado mayormente el peso de la narración, y echa mano de los dos restantes encomendándoles labores de significación poco usuales tanto en el cine de los años 40 como en el de la actualidad.

En sintonía con una interpretación y caracterización envarada y vetusta que remite al cine mudo, los personajes de este film hablan en contadas ocasiones y muy poco. En todo caso, mucho menos de lo que acostumbran a hacerlo en otros films del propio Florián (la verborragia de sus personajes interpretados por Imperio Argentina durante la II República: La hermana San Sulpicio, 1934; Nobleza baturra, 1935; Morena clara, 1936, da una idea de lo que digo). La secuencia que estoy analizando, modelo reducido del film, es un ejemplo palpable: en ella ningún personaje, y se cuentan por decenas los que asoman en la pantalla, profiere palabra alguna. En su defecto, los ruidos y la música están cuajados de significaciones.

Antes de detenerme en ellos quiero consignar que este aclarado (el hecho de prescindir de la palabra) que pone en primer término a los sonidos que habitualmente hacen de fondo sonoro es consecuencia del reto que asumió Florián Rey al emprender el remake de su film mudo. Esta elección permite al autor poner de relieve que la operación emprendida acredita mayor trascendencia y calado que la mera impostación sonora de los diálogos a una vieja película. Dicho lo cual, puedo abordar, de una vez por todas, el modo en el que el sonido funciona en la escena final de la segunda versión sonora de La aldea maldita.

En primer lugar, regulando la disposición de la cadena de imágenes o, lo que es lo mismo, el montaje visual. Como ha sido dicho, la secuencia principia con la imagen de un campanario en el que se aprecia un reloj marcando las diez en punto, a la que se une el tañer de un carillón anunciando las consabidas diez campanadas. La sincopada sucesión de esa decena de sonidos es tomada como patrón inicial de la secuencia, de manera que los siguientes nueve planos (el primero aparece con el campanario en imagen) se sucederán al ritmo de las campanadas.

En segundo lugar, redundando y ofreciendo réplica musical a todo el complejo nudo de concomitancias que asocian en términos visuales la iglesia y la casa de Juan, y en el cual, como se ha dicho más arriba, las puertas, investidas de una manifiesta carga semántica, juegan un papel simbólico de primer orden.

Y todo ello gracias al acompañamiento musical, que constituye una elección muy acertada no sólo por el hecho de que incluya en su partitura el sonido de campanas que enlazan muy adecuadamente con las que iniciaron la secuencia, sino también porque el crescendo sonoro que describe proporciona a la secuencia esa intensidad que se le supone a tenor de la trascendencia de los acontecimientos que se desarrollan en imagen, pero de la que adolece por la apocada interpretación de los actores.

No queda ahí la cosa. Lo adecuado de la elección musical se convierte en toque de genio cuando el espectador avisado cae en la cuenta de que ese eufórico fragmento musical se corresponde al pasaje final de la obra Pinturas de una exposición de Modest Mussorgsky7, cuyo título (La gran puerta de Kiev) remite directamente al elemento arquitectónico sobre el que pivota la escena.




ArribaPara ir finalizando

Los críticos del Régimen elevaron a los altares el film de Florián Rey. Vieron en él lo que querían ver: Giménez Caballero8, por ejemplo, vislumbró en el descarrío de la Acacia a una España «dejando su secular enlace con Roma y Austria y marchándose a las alegres Francias volterianas, a las Rusias del amor libre», y por añadidura, en su viacrucis y final absolución, el repunte de la patria (ha dejado escrito: «Cuando la adúltera -como la desviada España de la decadencia- purgó sus culpas, entonces terminó la negra noche del éxodo y empezó sobre la aldea (sobre Castilla, sobre España) a amanecer»).

Esta calurosa acogida ha estigmatizado este film. El peso de la historia ha ofuscado a los estudiosos que a él se han acercado. Los críticos de la actualidad siguen anteponiendo a todo el viraje ideológico que entraña, y a la hora de hacer balance de su valía estética caen en el agravio comparativo con la versión de 1930, superior en todos los sentidos sin ningún género de dudas.

Ante esta situación, me gustaría terminar este escrito rompiendo una lanza en favor de este film valiente por lo que entraña de desafío personal de Florián Rey y, por qué no, por el magnífico resultado que deparó ese tour de force. Quisiera reivindicar aquí que estamos ante un film notable, cuyas soluciones estéticas, anticuadas o no en su tiempo, quedan respaldadas tras una meditada concepción del cine que, dicho sea de paso, reformulaba en 1942 las señas de identidad del llamado Modo de Representación Institucional. Ahí es nada.





Indice