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Libro Tercero de Los trabajos de Narciso y Filomela


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Capítulo I

Salen de Valencia para Zaragoza y acontécenles nuevos sucesos


No tuvieron poco de que admirarse nuestros peregrinos con la historia del conde enamorado, cuyos amores le apresuraron la muerte, de manera que en la mitad de su juventud le cortó el hilo de su vida. A cuya causa dijo Constanza:

-Gracias hago   -280-   a los cielos, que aún no he experimentado qué cosa sea amor, y quieran ellos mismos que enjamás me enrede entre sus lazos, aunque creo que no serán de provecho todas sus fuerzas para reducirme a que milite bajo sus banderas, porque no tengo el corazón tan blando que puedan imprimirse en él las lisonjas y los engaños de los amantes, por más que en ello se desvelen.

-Callad, señora, -respondió Lenio-, que sabéis vos poco hasta donde se extiende el poder del amor. ¿Qué? ¿Acaso no os acordáis de aquella Leonisa que encontramos allá en un bosquecillo cerca de vuestra quinta? ¡Cuán áspera, cuán dura y cuán enemiga del amor se mostraba en los principios! Y no obstante, mirad cómo vino después a sujetarse a sus leyes y a hacer todo lo que ella nos contó. ¿Quién oscureció la gloria de los trabajos de aquel grande Alcides92 que limpió de monstruos la tierra   -281-   sino el amor? Él solo hizo que sus brazos, acostumbrados a domeñar una pesada clava, y a arrancar los más robustos árboles, rodasen un pequeñuelo huso al lado de la reina Onfale. Él solo hizo que el sabio Salomón tropezase y cayese en idolatrías. Él solo hizo que la cruel Medea esparciese por los caminos los tiernos miembros de su hermano Absixto. Aun aquellas almas grandes, aquellos varones ilustres, cuyos pechos armó de valor el sangriento Marte y cuyos brazos compelidos de un esfuerzo noble vencieron reyes, conquistaron imperios y ciñeron sus sienes con coronas tejidas de glorias, de hazañas y de conquistas, hubieron de postrar su orgullo a las dulces fuerzas del amor. Yo bien pudiera traeros a la memoria infinitos ejemplos que confirmasen la verdad que os voy diciendo, pero temo molestar vuestra paciencia con la larga serie de personajes que, ni pudieron librarse de las locuras del amor, ni de sus   -282-   violencias. De sus locuras no pudo escaparse ni aquel decantado Narciso, cuando mirándose en la corriente vaga de la fuente Liriope, se enamoró de sí mismo; ni la sucia y asquerosa vieja Acca, cuando mirando en un espejo su disforme y feo semblante, quedó enamorada, ciega y celosa de sí misma; ni Aerges, que adoró al plátano; ni Glauco que amó a su caballo. De sus violencias, ¿quién pudo libertarse? La apretada clausura, el torreado castillo en que encerró Acrisio a su hija Dánae, no fue harto robusto para hurtarla a los engaños de su enamorado Júpiter. Europa no pudo librarse de las industrias de este mismo, que abandonando con torpe desenfado el cetro real, se disfrazó en un toro blanco para robarla, mas sin sorpresa. Endimión, el desamorado Endimión, después de haber desdeñado los amores de Clicie, después de haber despreciado los afectos tiernos de Lisi y después de haber   -283-   burlado los afectuosos cariños de todas las pastoras del Latmos, hubo de rendirse al amoroso fuego de la bella Febe. Señora, en el campo donde amor toma partido, enjamás deja de salir triunfante: parece que lleva atada la victoria a su bandera.

No quiso replicar Constanza por saber que no era para competir con Lenio, pero aunque lo fuera no hubiera podido, porque un ruido que oyeron entre unos espesos árboles, les puso en suspensión a todos.

Adelantóse Lisandro a escudriñar la causa, y vio colgado de un árbol a un hombre con un cordel que tenía atado por la garganta. Pasmóle tan horrorosa vista, pero no fue parte este pasmo para que no se llegase al ahorcado y le cortase el lazo que le apretaba. Cayó en tierra, tentóle el pulso y vio que aún daba señales de vida.

Ya en este tiempo habían llegado los demás peregrinos y cada uno por su parte se esmeró en aplicarle remedios para que volviese en su acuerdo. Y ya que hu   -284-   bo visto como asombrado a los peregrinos que le rodeaban, dijo:

-Si sois vosotros los que habéis usado de esta caridad conmigo, no sé si os dé gracias por ello, pues no habéis hecho otro que volverme a una vida que aborrezco, la cual por tan infeliz me condujo a los extremos de desesperación que habéis visto.

-Sosegaos, señor, -respondió Lisandro-, y dad lugar a que le tengan en vuestro entendimiento discursos más acertados. Sosegaos, digo, y veréis cómo os hemos hecho el mayor bien que pueda imaginarse. ¡Qué vida tan infeliz podía ser la vuestra que no lo fuera más la que escogíais! ¡O qué sinventuras os podían atormentar el alma en esta vida, que no lo fueran sin ponderación mayores las que os amenazaban en la otra que buscabais! Vos no teníais valor para sufrir las desgracias que os han afligido hasta ahora y, por escapar de ellas, os arrojabais en manos de otras, cuya riguridad no conoce límites que la ciñan.   -285-   Con la vida tal vez se mejoran las contrarias suertes, aunque no sea más que fiando en su inconstancia misma; pero con la muerte, y más con tal muerte, lejos de mejorarse se empeoran, haciéndose tanto más insufribles cuanto tienen de más duraderas, cuya duración se aventaja a la de los mismos tiempos. Estas evidencias que os acabo de hacer dejarán sin duda convencido vuestro entendimiento, si le despejáis de las pasiones que le ofuscan y dais lugar a que entre la luz de la razón que os había desamparado. Y sino, decidme, ¿puede haber locura mayor que enojarse, que airarse un hombre contra sí mismo? Que la osa herida y desesperada ya de remedio sin hinque por entre las aberturas de su llaga cuantos garranchos y cuantos abrojos encuentre, está bien, puede disimularse, porque en fin es bruto que carece de razón y no sabe lo que se obra; pero que un hombre racional, que un hombre cristiano en cu   -286-   ya alma puso la divina omnipotencia aquella indefectible luz que le sirve de guía en todas sus operaciones, se arroje en brazos de una desesperación93, ni está bien, ni puede disimularse. Conque así, señor, volved en vos y no os dejéis llevar en adelante de vuestras pasiones, que lo haréis procurando contrastarlas en sus principios, cuando todavía no han profundizado mucho sus raíces. Pero ahora decidnos, si os place, los motivos que os han obligado a hacer lo que habéis hecho, que indubitablemente serán de mucho peso.

-Sí diré, -respondió el otro-, si tenéis paciencia de escucharme.

Y comenzando su razonamiento habló en esta forma:




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Capítulo II

Donde se cuenta quién era y lo que dijo el ahorcado


-Yo soy un hombre a quien la fortu   -290 -   [sic]na concedió riquezas y nobleza la naturaleza misma; y tanto que, ni en esta, ni en aquellas, hay alguno que me compita entre todos los de mi patria, que no os nombro por no ser preciso para el intento y porque no se dilate más mi deshonra. Crieme como pedía mi calidad y, apenas llegué a tiempo de tomar estado, tomé el del matrimonio, casándome con una doncella principal, adornada de todas las calidades que se pudieran desear, de la cual, por favor del cielo, tuve una sola hija, que por ser sola, además de que era sobre todo encarecimiento hermosa, se crió la más regalada y favorecida que padres engendraron. De estos regalos y de estos favores se mostraba tan agradecida que, ni a ella le quedaba más que hacer, ni a su madre, ni a mí, más que desear; porque con su natural recato y honestidad, y con las demás virtudes, así adquiridas, como naturales, llenaba todos los vacíos de nuestros gustos.   -291-   Toda la complacencia de su madre era tenerla junto a sí, y cualquier leve momento que se apartaba de su lado parece que estaba sin sosiego y le faltaba toda su alegría. Si alguna vez leía en su semblante género de aflicción alguna, ¡qué solícita no se mostraba en escudriñar la causa de ella para remediarla! Si tal vez algún accidente perturbaba su alegría, o alguna leve enfermedad trastornaba su salud, ¡qué diligencias no hacía para su remedio! En fin, ella era el objeto de nuestros cuidados, de nuestras delicias, y todo nuestro regalo le teníamos cifrado y recogido en ella sola. Ésta, pues, tan regalada y tan querida hija, cuando la comenzábamos a mirar en estado de tomar cualquiera que no se opusiese a su calidad, comenzó a olvidarse de sí misma y a derribar por tierra todo el edificio de nuestro contento y de nuestra honra. ¡Ay, señores, que no sé si tendrá valor mi lengua pa   -292-   ra decirlo! ¡No sé si habrá en mis labios aliento para proferirlo! ¿Quién había de pensar que una hija idolatrada de sus padres, hecha el blanco de todos sus regalos, había de tropezar y caer en un barranco donde quedase sepultada nuestra honra? ¿Qué entendimiento, por más agudo que fuese, podía precaver que una hija única en lo que es ser hermosa, y sin igual en lo que es ser rica, que una hija primera en lo que es ser noble, y sin segunda en las demás calidades que puedan desearse en una dama, que una hija solicitada de los principales de su misma patria y de fuera de ella, que una hija... No he de decirlo: que una hija mía había de casarse con un verdugo94?

Apenas acabó de proferir estas últimas razones el despechado caballero, cuando le asaltó un tan recio desmayo que le dejó sin sentidos. Hicieron luego aquellas diligencias que suelen practicarse en tales   -293-   casos; pero, a pesar de todas ellas, se mantenía el desmayado sin dar el más ligero señal de vida, de lo cual se mostraban nuestros peregrinos sobremodo lastimados, y no faltó quien derramase algunas lágrimas que lo acreditasen.

Largo tiempo le duró al caballero el desmayo que por puntos daba a entender que se le había llevado el alma, y cuando ya del todo se confirmaban en ello, vieron que, arrojando un dilatado suspiro, se levantó por sí mismo y dijo:

-¡Ah, hija ingrata! ¿Así recompensas los cruelísimos dolores que sufrió tu madre cuando te arrojó al mundo? ¿Así satisfaces las fatigas, los cuidados, los desvelos, las lágrimas de una madre que por largo espacio alimentó tus miembros con su misma sangre? ¿Este pago das a los dulces besos que, envueltos entre tiernas y amorosas lágrimas, imprimió tantas veces en tu rostro tu mismo padre? ¡Ah, hija cruel! ¡Y cuán mejor te fuera o   -294-   no haber nacido, o haberte ocultado entre las sombras de la muerte antes de llegar a tan infeliz extremo!

Aquí respiró un poco el afligido caballero y, serenándose un tanto con las discretas consolaciones que le dieron nuestros peregrinos, prosiguió diciendo:

-Tomó a su cargo la fama el divulgar la hermosura y demás partes que hacían amable a mi hija, y pasando los límites del reino, se entró en los de los comarcanos, de los cuales salieron muchos y grandes señores que públicamente la solicitaban, la pretendían y la deseaban para esposa; pero estos deseos, estas pretensiones y estas solicitudes hacían tan poca impresión en su alma que nos dábamos a entender, o que era de bronce, o que miraba con aversión el estado del matrimonio. ¡Mas ay! ¡Y cuán vana era nuestra inteligencia! Tenía puesta su alma en otra parte y no la tenía para dar oídos a las pretensiones de las otras que la solicitaban. Pero, ¿quién era capaz de imaginar tan grande desa   -295-   tino? ¿Quién había de pensar que el desprecio que hacía de tanta nobleza, nacía del aprecio de...? Mas, ¿de qué me sirve entretener mi memoria en tan tristes recuerdos, sino de alimentar los dolores que me lastiman el alma? En resolución, por acabar presto con tan funesto suceso, digo que una mañana al ir una criada, que sólo lo era de mi hija, a despertarla y a vestirla, vio que ya no estaba en el lecho. Sobresaltóse sobremanera, cuyo sobresalto llegó al último extremo cuando reparó en que faltaban del aposento dos cofres en donde tenía encerradas todas sus galas. Vino al momento a darnos aviso de lo que sucedía, llena de lágrimas y ocupada el alma de mil temores, que apenas le permitían mover los labios para decirlo. ¡Válgame el cielo! ¿Qué lengua podrá ponderar los sobresaltos que en aquel mismo instante nos sorprendieron? La misma priesa que nos compelía para que viésemos la verdad de lo que nos dijo la criada, nos embarazaba los pies y a   -296-   penas podíamos dar un paso sin tropiezo; pero por fin llegamos a la estancia de mi hija, y cuando vimos con nuestros mismos ojos desembarazado el lecho y la falta de los cofres, nos sobrevino un desmayo que nos arrebató los sentidos. Alborotáronse los criados, sobresaltóse la familia, extendióse la confusión por toda la casa, la cual al instante se llenó de infinita gente que acudió a saber la causa de tanto alboroto. Y ya que la hubieron sabido, avisaron a todos los parientes, los cuales, sin tener cuenta con nuestro desmayo que aún duraba, dieron orden, según que supimos después, de que los criados tomasen cada uno un caballo y se fuesen por todas partes en busca de la desaparecida hija. Vueltos en nuestro acuerdo y, no contentos de las disposiciones que se habían tomado, mandamos echar bandos prometiendo crecidas sumas de dinero a quien la encontrase. Mas, ¡ay! ¡Y cuán para nuestro tormento fueron tantas diligencias!   -297-   Seis días tardaron en venir nuestros criados y, no atreviéndose a decirnos aquellas mismas nuevas que habían adquirido, se mantenían en perpetuo silencio, a pesar de todas nuestras preguntas, que no alcanzaban más que mentidas respuestas y frívolas satisfacciones.

En resolución, de allí a dos días llegaron a nuestros oídos las funestas nuevas que no quisiéramos oír; y ya en todos los corrillos que se hacían en la ciudad no se hablaba de otro sino que el verdugo había sacado de su casa a Isabela, la hija de don Eduardo, que este es el nombre de este desventurado. A vuestra consideración dejo el ponderar los efectos que debieron de causar en nosotros tan fúnebres noticias, que yo sólo os sabré decir que mi mujer se hubo de postrar a un desmayo que le quitó la vida, y yo, despechado y desesperado, por no vivir con tanta infamia, me ausenté de mi patria y me fui   -298-   por esos caminos, acompañado sólo de mis melancólicas y confusas imaginaciones, las cuales batiendo de continuo en mi alma me redujeron al infeliz extremo que habéis visto, y ahora creo que me han de conducir al último de mi vida.

Y dando un amargo suspiro, vomitó el alma de improviso.

Lastimados quedaron los peregrinos, así de la repentina muerte del caballero, como de las causas que se la habían apresurado, y no extrañaron que hubiese llegado a los últimos extremos de desesperación a vista del trágico suceso de su hija.

Diéronle sepultura, cubriéronle con tierra y piedras, pusiéronle una cruz encima y, recogiendo todos sus ajuares, tomaron otra vez el camino.




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Capítulo III

Prosiguen su viaje y continúan los sucesos extraños


Mucho sintieron nuestros peregrinos el des   -299-   atino de la hija de don Eduardo y, después de haber murmurado sobre él, dijo Lenio:

-Que me maten si no se ha arrepentido ya mil veces la niña; porque este amor precipitado y lascivo, si acaso merece el nombre de amor, que con más propiedad debe llamarse apetito, tanto dura cuanto tarda el cumplimiento de sus gustos, que una vez cumplidos, ya no dejan de sí más que arrepentimientos, convirtiéndose en ascos los que antes se aprendían como deleites.

-Ya veo, -dijo Constanza-, que hasta las voluntades más libres están expuestas a los arrojos de este cieguezuelo amor, del cual he oído decir que une tal vez los extremos que están entre sí más distantes, como lo hemos visto en el suceso que acabamos de oír. Porque, ¿qué mayor distancia puede darse, que la que hay de una dama principal a un verdugo? Y a pesar de todo esto, vemos que los ha unido tan estrechamente como que ya se han hecho inseparables, si no al rigor de la muer   -300-   te u otros accidentes más rigurosos que la misma muerte. Bien que estos casos rara vez acontecen en el mundo, y tal vez los permite Dios para que las mujeres seamos menos antojadizas y más recatadas, no dando tanta libertad a los ojos, a lo menos para que no pongan la vista en sujetos bajos y humildes, que de ordinario de ella sola suele engendrarse el amor, y una vez que tenga echadas hondas raíces en el alma, no repara en inconvenientes.

-También a las veces, -prosiguió Lisandro-, suele ser permisión de Dios, para que los padres tengan más cuidado en la educación de sus hijos, cuyo cargo es de más carga de lo que parece. Y por esto creo yo que debió decir uno que es sin comparación más fácil encontrar muchos sujetos hábiles para excelentes ministros de estado, que uno solo capaz para la crianza de los jóvenes, aunque en esto anduvo algún tanto licencioso y no nada verdadero.

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En estas pláticas iban entreteniendo el camino, hasta que llegando el sol a la metad de su carrera les forzó a que se acogiesen a la sombra de un frondoso árbol que estaba puesto en la metad del camino. Sentáronse todos y, estando satisfaciendo la hambre con lo que llevaba el bagaje, llegaron a sus oídos estas razones:

-Por cierto, Pintón, que te engañas. Mira: ahora verás ya trastornadas y sin orden todas aquellas cosas que antes andaban tan en sus quicios: verás digo perseguida la virtud y despreciada la sabiduría. Nada se aprecia menos que un virtuoso y todo se premia más que un sabio. Un ignorante vicioso, si está bien asido de las aldabas de un buen valimiento, llegará en pocos días a entrarse en el templo de la fama, que aunque entre por las bardas y no por la puerta, en fin todo es entrar. Un sabio virtuoso, si es desvalido, en toda su vida no podrá alzarse un coto de tier   -302-   ra, como si llevara lastreados con plomo los zapatos. Todas estas verdades las sabía yo ya por testimonio de muchos autores, pero nunca pude llegar a darles crédito, por parecerme que andaban muy fuera de los términos razonables. Pero ahora lo he tocado por mis manos, y veo también que muchos abandonan los estudios, a vista de ello, estudiando sólo de cumplimiento, fiados en aquel refrán: fortuna te dé Dios, hijo, etc. Pero yo sigo otro rumbo y camino por otro estilo. Ya sabes, por el largo tiempo que nos tratamos, que puedo competir con los más adelantados, hablo de los de mi edad, así en ingenio, como en lo que con él he adquirido, y que en cualquier función literaria puedo, si no aventajarme, a lo menos igualarme con los que más presumen. Pues a pesar de todo esto que yo sé y tu no ignoras, enjamás me has de ver metido entre aquellas pretensiones que tanto llenan a los hombres de inquie   -303-   tud y de envidia, ya porque no tengo genio para ello, ya porque me tiene muy asolado la fortuna. Pero con todo no quiero seguir el rumbo de esos otros que se desesperan, cuando ven que no les sopla favorable, dando a entender que estudian sólo para adquirir empleos, honores y dignidades que no son más que vanidad y viento. No quiero más empleo que estudiar, ni apetezco más gloria que saber. Metido en la clausura de mi cuarto quiero correr por toda la redondez de la tierra, ver lo que ella produce, escudriñar lo que encierra en sus entrañas, averiguar lo que ocultan los inmensos mares en sus abismos y registrar lo que contienen los dilatados y espaciosos cielos. Si cansado de este ejercicio quiero emplearme en otros de no menos noble esfera, me parto veloz hacia el Parnaso95 y, después de haber hecho el debido rendimiento a su numen tutelar, paseo el Pindo y el Pierio, visito las nueve deidades que allí se hospedan, bebo   -304-   reverente el dulce néctar que destilan Castalia y Aganipe, y me vuelvo contento y enseñado a las antiguas delicias de mi encerramiento, donde sin zozobra disfruto el sosiego y felicidad que pueda darse en esta vida, hasta llegar a la eterna para que fuimos criados.

Ya no le cabían a Lenio en el pecho las ganas de saber quién era el que hablaba tan desengañadamente, a cuya causa se levantó de donde estaba y se fue hacia donde se oían las voces. Aun no habría andado seis pasos, cuando vio a dos estudiantes tendidos a la larga en la sombra de un árbol, que sin duda habrían escogido para sestear.

Saludóles cortésmente y, después de haber pasado con ellos algunas comedidas razones, les hizo llegar al rancho para que comiesen. Y como no eran nada melindrosos, comenzaron a comer con tanto brío y con tanta gana, como si no hubieran comido en una semana. Uno de los cuales dijo:

  -305-  

-Si a cada legua que hacemos de camino encontrásemos tanta caridad, no estarían nuestras tripas tan vacías, que a las veces lo están tanto que se pegan unas partes con otras.

-Por Dios, señor estudiante, -dijo Lenio-, que no será tanta la hambre como ponderáis.

-¡Cómo que no! -replicó el estudiante-. Es tanta que tal vez pasamos dos días sin que entre en nuestras tripas cosa de provecho, a cuya causa nos quedamos tan transparentes como si fuéramos de vidrio.

-Y ¿de dónde venís ahora?, -preguntó Felisinda.

-Nosotros, señora, -respondió el estudiante-, venimos de Valencia donde estábamos estudiando; este mi compañero filosofía, y yo medicina. Pero por ver si mudando de sitio se mudará también nuestra contraria fortuna, nos vamos a Zaragoza a proseguir los estudios.

-Todos llevamos un mismo rumbo, -añadió Felisinda-, y podemos ir juntos si no os fastidia nuestra compañía. Pero con la condición que, para aligerar el   -305-   cansancio, nos habéis de contar algunos lances, o que os hayan acontecido a vosotros mismos, o que sepáis de algún otro, que a los estudiantes nunca les faltan cuentos que decir, ni consejas que contar.

-Eso lo haré yo de muy buena gana, -replicó el estudiante-. Pero, ¿qué digo eso? A trueco de que no me faltara vuestra compañía, me aventuraría yo a pasar por cuantos tormentos pudiera forjar la imaginación más vivaz. Ni los desprecios de Craso, ni los toros de Falaris, ni las cárceles de Sifax, ni los sacrificios de Busiris, ni las cadenas de Yugurta, ni las llamas de Creso serían parte para que yo me apartase de vuestro lado, si vos quisierais el mío. Porque, si va a decir verdad, parece que el cielo haya recogido en vos sola todas las bellezas que se hallan esparcidas entre las demás hermosas del mundo, entre todas las cuales creo indubitablemente que os habéis de llevar la ventaja, bien así como se la llevó la diosa Venus   -306-   en la contienda que tuvo con Palas y Juno. Pero por no ofender vuestra natural modestia, dejo aparte las alabanzas que siempre os vendrán cortas y voyme derechamente a satisfacer vuestros deseos, contándoos toda mi historia, digo, todo lo que me ha sucedido desde que Cloto comenzó a hilar el estambre de mi vida, hasta este punto en que lo está devanando Laquesis, que lo que acontezca hasta que lo corte Atropos con sus fatales tijeras tendrá después la fama ocasión de contarlo.

No les dio poco gusto a nuestros peregrinos la pedantesca y socarrona arenga del estudiante, al cual le preguntó Lenio:

-Parece que tenéis, amigo, algunas puntas de poeta.

-¡Y cómo si las tengo! -respondió el estudiante-, y aun de las más aguzadas que puedan encontrarse. Y en confirmación de esto, os pondré ahora mismo a la vista mil comedias, tragedias, epopeyas, églogas, elegías, sátiras y otras especies de verso, labra   -307-   dos todos en la oficina de mi ingenio, que a no ser así, los pondría en este instante sobre el cerco de la luna, porque en verdad son de las mejores piezas que han salido de entendimiento humano.

Y, sin dejar de hablar, iba a desenvolver una maleta que llevaba, para hacer presente de sus cartapacios. Pero Lenio se lo estorbó diciendo que lo guardase para mejor coyuntura, que la priesa que llevaban no les daba lugar para tanto.

Con esto recogió cada uno su repostería y, dando otra vez principio a su viaje, le dio también a su historia el estudiante diciendo:




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Capítulo IV

Cuenta el estudiante su historia


-En uno de los lugares de Extremadura, que ya se me ha olvidado cómo se llama96, fue mi nacimiento, de padres pobres, aunque no les estorbó su pobreza el buscar proporción   -308-   de enviarme a Mérida, villa cercana a mi lugar, para que estudiase la gramática. Empecé gustoso este estudio, porque con el talento que Dios fue servido de darme, no había cosa que no calara, y hubiera salido buen gramático en solos dos años, si al par de mi talento y aplicación hubiera corrido la habilidad y método de mi maestro. Tocóme en suerte uno de aquellos cachigordos y barrigudos, que sin saber más que cuatro mal aprendidas reglas de gramática se meten a enseñar aquello mismo que no saben. Pero, ¿qué mucho? Por ventura, ¿saben de la gramática más que el nombre? ¿Saben hasta dónde se extiende su jurisdicción? ¿Saben las cosas que necesariamente pertenecen a los que la profesan? ¿Saben que ellos deben interpretar los poetas, dar cabal y entera noticia de las historias, comentar las palabras y enseñar el modo de pronunciar, como dice Cicerón? ¡Ah, y qué bien   -309-   encajaría yo aquí lo que sobre esto dice Quintiliano! Pero me lo habré de callar por no daros enfado; mas no podré dejar de decir que estos tales maestros desperdician muchos buenos ingenios y hurtan a la república literaria muchos ciudadanos que pudieran ilustrarla. Porque, ¿quién podrá dar paso en ciencia alguna, sin haber entrado antes por la gramática? Ella, según dice San Agustín, es la puerta por donde se entra a las demás ciencias; abierta ella, todas se abren, y cerrada, se cierran todas. Pues ahora volved si os parece la vista al método con que enseñan eso poco que saben. De cuarenta estudiantes que éramos en el aula, los treinta al cabo de un año abandonaron el estudio, viendo las pocas medras que hacían. No atinaba yo entonces la causa de ello, pero después acá, yendo y volviendo con el pensamiento a discurrir sobre aquellas cosas que había notado, me he dado a entender   -310-   que no consistía sino en el mal método de enseñar. En efecto, aquella multitud de reglas que vanamente nos hacía decorar97, aquella torpe confusión con que las explicaba y nosotros no las entendíamos, aquel embrollo de frases que nos hacía acomodar impropiamente a lo que quería, y nosotros no acertábamos, y aquel desorden con que enlazaba los principios con los medios y los fines con los principios engendraba en nosotros un descaecimiento tal que no nos atrevíamos a tomar un libro en las manos, y si tal vez le tomábamos sólo era por hurtar el cu... a los despiadados azotes del maestro.

-Parece, señor estudiante, -dijo Lenio-, que estáis muy mal con vuestro maestro. A lo menos debíais recompensar mejor las doctrinas que de él aprendisteis.

-Ya tomara yo a buen partido, -replicó el estudiante-, que como fue en mi mano el aprenderlas, lo hubie   -311-   ra también sido el olvidarlas, pero nunca pude conseguirlo, porque es mucho más fácil aprender el bien que se ignora que olvidar el mal que se sabe, a cuya causa Timoteo, célebre citarista de Atenas, pedía le pagasen doble los discípulos que habían aprendido ya de algún mal maestro.

-Así es en verdad, -interrumpió Lisandro-. Yo también me acuerdo haber leído que es doblada fatiga arrancar plantas inútiles, que sembrar provechosas semillas; y esto no es menester fatigarse mucho para entenderlo, pues la experiencia nos lo hace ver cada día.

-Adelante, pues, señor licenciado, -dijo Felisinda-; y proseguid en vuestro cuento que no es de mucho gusto.

-Sólo consiste el mío en que vos lo tengáis, -replicó el estudiante-. Y pues le tenéis en mis locuciones, digo que luego que concluí como pude el estudio de la gramática, me fui a Valencia a empezar el de la retóri   -312-   ca y filosofía, y en ésta y en aquella llevé tal cual ventaja a mis condiscípulos, y esta seguridad me daba valor para oír y ser oído en las públicas academias. Los sabios y prudentes académicos se complacían de verme capaz de dudar tal cual vez, y de oponerme no infundadamente a las opiniones de los otros individuos; pero algunos de éstos más presumidos que doctos, se desesperaban y no podían sufrir las réplicas y las instancias que les hacía un rapaz. ¡Ah, fortuna, fortuna! ¡Y cómo sabes hinchir de vanidad a los que soplas favorablemente! ¡Cuántos hombres hay que con poquísimo caudal de letras quiere representar el papel de doctos! Llegan éstos a alcanzar cualquier grado y al momento piensan que juntamente con aquel grado han acaudalado ya todas las ciencias. Ellos saben de retórica, entienden de poesía, disputan de arquitectura, discurren sobre astrología, y en fin no hay ar   -313-   te o ciencia en la cual no quieran mostrarse árbitros, ni hay conversación, sea de la materia que fuese, en que no metan su lengua; y tal vez se granjean el aplauso de los necios habladores, bien así como se lo granjeó Formión Sofista, que quiso discurrir sobre el arte militar en presencia de Aníbal, sin haber visto enjamás una espada desnuda. Venid acá, pues, digo yo ahora, hombres insensatos y presumidos: ¿para qué queréis daros a entender científicos en aquellas ciencias que encierran tantos libros de los cuales apenas habéis visto los títulos? Si no sabéis de astrología, no os metáis a hablar de sus ascendientes, ni de sus horóscopos; si no entendéis de arquitectura, no os entremetáis en discurrir por los termas, coliseos, arcos, columnas, puentes, plintos, capiteles; si no sabéis de re   -314-   tórica, no habléis de sus tropos, ni de sus figuras; si no entendéis de poesía, no disputéis de su materia, forma, fin, división, diferencias; que ni la poesía, ni la retórica, ni la arquitectura, ni la astrología, ni ninguna otra ciencia, se os quejará porque vosotros no las entendáis.

-¿A dónde vais a parar, señor estudiante, -dijo a este punto Lenio-, con tantos discursos fuera de tiempo?

-Amigo, -replicó el estudiante-, si a cada trinco me habéis de romper el hilo de mi razonamiento, dejaré a cargo del silencio lo que me queda por decir, y adiós, que yo no tengo genio de sufrir tanta interrogación. No sino que me andéis mordiendo la lengua y refrenándomela cuando yo ni me la muerdo, ni me la refreno, aun cuando se ofrece decir mal de mí mismo; cuanto más que yo aún no he contaminado ningún linaje, ni manchado ninguna honra, ni menoscabado ningún crédito.

Y volviéndose al otro estudiante, su camarada, le di   -315-   jo:

-Pintón, sentémonos a esta sombra y dejemos que se nos escondan a nuestra vista estos señores peregrinos, que después que me buscan la lengua quieren que la tenga quieta sin decir cuanto se le acuda.

-No lo digo por tanto, señor estudiante, -replicó Lenio-. Ya podéis proseguir vuestro cuento cómo y del modo que más en gusto os venga, y bien podéis dejar correr libremente vuestra lengua, que aunque la pongáis sobre los mismos cielos no llevo cuenta de que os lo estorbe la mía.

-Así ha de ser, -respondió el estudiante-. Y bajo este presupuesto digo que, enterado ya bastantemente en la retórica y filosofía, me volví a mi tierra a ver a mis padres, que ya me esperaban deseosos de saber qué estado tomaría para poder vivir libre de las miserias en que ellos estaban metidos. Díjeles que aún no había ocupado mi pensamiento en cosa semejante, que mi ánimo era proseguir   -316-   los estudios y dejarme en manos de la fortuna. No les vino muy a cuenta mi respuesta, ni les cuadró mi resolución, y me replicaron que la que ellos tenían era de que me entrase en cualquiera religión, en donde no me podía faltar ya qué comer, ni qué vestir; y que aquello había de ser sin que me valieran excusas y que, si no se me acomodaba, me lo harían acomodar a palos. Escandalicéme al oír tan temeraria resolución, y les dije que aquello era tentar a Dios; que me dejasen del todo a su voluntad santa, puesto que no podían violentar la mía. ¡Válgame el cielo! ¡Y cuántas cosas se me han ocurrido en este mismo punto a la memoria sobre esto de forzar los padres las voluntades de sus hijos98! Pero me las habré de tener sacramentadas, porque me parece que a ese señor Lenio, o como le llamen, no le cabe ya la lengua en la boca, y se la está afilando para atajar cuanto yo dije   -317-   re.

-A buen seguro, podéis decir cuanto os venga en gana, -respondió Lenio-, que ya os he prometido no impediros en manera alguna.

-Bien me acuerdo yo de vuestra promesa, -replicó el estudiante-, pero también sé que del dicho al hecho hay grande trecho; y no sé si estaréis vos tan firme en vuestros propósitos que queráis cumplir hoy lo que ayer prometisteis, especialmente si los propósitos recaen en esto de criticar y tildar los hechos ajenos, lo cual se extiende hasta aquellos sujetos que son las heces del ignorante vulgo. Pero yo tengo para mí, que vos y todos vuestros camaradas sois gente de mejor laya, que sabréis cumplir lo que prometéis.

-Conforme voy viendo, -interrumpió Lisandro-, no habéis de concluir vuestra historia en todo el día, según que son muchas las digresiones que vais haciendo, que éstas, aunque vengan a propósito y sean discretas, parece que dejen de serlo cuando son muy frecuentes.

-Ahora conoz   -318-   co que os sobra razón, -dijo el estudiante-, y que me habré de ir a la mano en esto de las digresiones. Y así digo que mis padres dieron en la tema de que yo había de ser fraile de cualquiera religión que se fuese, y esto sin consultar primero con mi vocación, ni averiguar hacia donde me llevaba mi genio. ¡Desgraciados padres, que así obran tan precipitadamente, sin advertir que la buena o mala elección de estado es la basa en donde estriba todo el edificio de una vida feliz o desastrada! ¡Es el fundamento sobre que se apoya toda nuestra felicidad o nuestra desdicha! Porque si no, díganme, ¿qué bienes podrá esperar el que viéndose naturalmente inclinado a las letras se entregue al pesado ejercicio de la guerra o de las armas, sólo por acomodarse a la voluntad ajena? O por lo contrario, ¿qué gloria se granjeará el que, llevado de su natural inclinación, quiere cursar la escuela   -319-   de Marte y sólo por paladear el gusto ajeno se alista en la de Minerva y Apolo? O ¿qué sosiego podrá tener el que queriendo rendir su cerviz al yugo dulce de Himeneo le sujeta al de una religión estrecha y apretada, o al contrario, sólo por llenar los deseos ajenos? Yo conocía a un hombre que por favor del cielo tuvo tres hijos, dos varones y una hembra, de los cuales el menor ya desde niño estaba destinado para fraile, y el mayor para soldado, con ánimo de que, después de haber servido a su majestad algunos años y adquirido buen nombre en la guerra, se volviese a su casa a cuidar de la hacienda. La hembra, ya desde mantillas, estaba elegida para monja, imaginando el imprudente padre que había acertado en la elección, sin tomar el pulso a la inclinación de sus hijos. Fue y vino con el pensamiento, fabricó mil designios, libró toda su honra y todas las medras de su fortuna   -320-   en el buen estado de sus hijos, les azotó cuando preguntados no respondían conforme a su gusto y se apartaban del destino que les había dado. Pero de estos pensamientos, de estos designios y de estos azotes se originó que, como las tres voluntades estaban trocadas, el que estaba elegido para fraile fue por sus buenos procedimientos sentenciado a horca; el soldado, por sus bellas condiciones, fue desmembrado y puesta su cabeza en una escarpia al viento, y la que había de ser monja paró en pu....

No pudieron contener la risa nuestros peregrinos viendo el desenfado y el buen gusto con que hablaba el estudiante, y no se rieron menos de ver cuán bien se iban enmendando en lo de las digresiones, de suerte que el otro estudiante, que hasta entonces no había hablado palabra, le dijo:

-Ahora sí que os viene como de molde aquel adagio que poco antes dijisteis, que del di   -321-   cho al hecho hay grande trecho. Acabas de prometer el irte a la mano en los episodios y ahora encajasteis uno que no sé si lo habéis arrastrado por los cabellos.

-¿Cómo por los cabellos? -replicó el otro-. Menoscabada hubiera quedado mi historia, si me le hubiera tenido encerrado en el estómago sin sacarlo a plaza. Y ahora también creo que menoscabaría mi salud si prosiguiera mi camino y no me aprovechara de la sombra que nos ofrece este copado árbol. Sentémonos todos, que para llegar a ese lugarcillo que ahí se descubre, aún nos sobra el tiempo.

Sentáronse todos por complacer al estudiante, el cual volviendo a su historia dijo:




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Capítulo V

De lo más notable y digno de leerse que se ha visto hasta ahora


-Viendo yo que mis padres se mantenían firmes en su propósito, determiné dejármelos y   -322-   marcharme otra vez a Valencia para empezar el estudio de la medicina. Entré en la universidad, comencé el curso, acreditéme lo bastante, hice amigos, pero todos de mi calidad, quiero decir que todos eran pobres como yo, porque tenía y tengo muy impresa en la memoria aquella máxima tan verdadera como sabida de que las amistades que se forjan entre iguales son más estables y duraderas que las que se fabrican entre desiguales. Digo, pues, que uno de los mayores amigos que me gané fue este mi camarada, en cuya compañía estuve dos años, siendo común entre los dos lo que cada uno por su parte se ganaba, y de esta suerte se nos hacían menos insufribles las miserias que nos afligían. Pero como éstas a todo andar nos iban enflaqueciendo y llevando por puntos al último de ellas, nos vino en gana el pasarnos a Zaragoza y ver, como ya dije, si mudando de paraje, se mudará también nuestra corta ventura. Lo que allá   -323-   nos ha de suceder el tiempo lo dirá, así como yo he dicho ya lo que hasta ahora me ha acontecido.

-Aún le falta por decir al señor estudiante, -dijo Lenio-, cómo y en dónde se hizo poeta, y si sus piezas tanto cómicas lomo trágicas se han representado en alguna parte, y si han tenido los aplausos que se merecen.

-Todas esas preguntas, -respondió el estudiante-, quedarán satisfechas con decir que yo en ninguna parte del mundo me hice poeta, porque ya salí hecho y derecho del vientre de mi madre, que esto de la poesía rara vez se deja alcanzar del arte sin ayuda de la naturaleza, bien que la naturaleza sin arte tampoco aprovecha. Entrambas a dos deben concurrir a la formación de un poeta, y ambas también concurrieron a mi formación. Mis composiciones o producciones tampoco se han representado en parte alguna, porque ni tengo amigos que las hagan representar, ni valimiento para hacerlas imprimir, y así las   -324-   tengo todas encerradas en el oscuro caos de mi maleta. Pero qué, ¿a vos también se os entiende esto de la poesía? Que según vuestras preguntas, y más según vuestra fisonomía, dais muestras de estar alistado en el vocabulario de los locos, digo de los poetas, que éstos por lo común suelen tener desfigurado el rostro, enjutas las carnes, estirado el cuello y hechos otros tantos Quijotes, como vos lo parecéis.

-En tanto, señor estudiante, -respondió Lenio-, en tanto que mi cuerpo no ha sido tan ajado y oprimido de los trabajos que de continuo le molestan, he estado muy otro de lo que ahora, pero ellos le han reducido al término en que se deja ver.

-Pues qué, ¿también sois vos del número de los atrabajados? -preguntó el estudiante-. Y si acaso lo sois, ¿qué aguardabais a decírnoslo? Contadnos, señor mío, vuestros trabajos y referidnos vuestras miserias, decidnos vuestras desdichas, relatadnos vuestras sinventuras, que este mi com   -325-   pañero y yo os ofrecemos desde ahora toda la compasión y lástima que podáis desear.

-Eso hiciera yo de muy buena gana, -replicó Lenio-, si lo pudiera reducir a pocas palabras, pero porque se necesitan muchas y porque estos señores peregrinos, mis camaradas, se enfadarán de oír lo que ya saben...

-No, no, -dijo Felisinda interrumpiéndole-, bien podéis, oh, Lenio, contar lo que quisiereis, que aunque lo sabemos ya desmenuzadamente, con todo nos acomodaremos al gusto de estos señores licenciados, que es razón se les recompense el trabajo que han tomado en contarnos lo que acabamos de oír.

-Pues si es así, -prosiguió Lenio-, digo.

Y desde luego comenzó a contar todos sus acontecimientos, su viaje de Italia a España, la entrada en la quinta de doña Clara, el hallazgo de Felisinda, la peregrinación de todos hasta Valencia y todo lo que queda dicho hasta este punto, lo cual apenas hubieron oído los estudiantes, dijo   -326-   el más hablador99:

-Que me maten si no son estos peregrinos, -señalando a Lisandro y Felisinda-, los mismos de quienes hay ya ociosas plumas que están escribiendo una grande, divertida y lastimosa historia100.

-¡Cómo es posible! -dijo Felisinda- ¿Si ayer, como quien dice, salimos de nuestra patria, y apenas los sucesos que han pasado por nosotros se han divulgado más que entre nosotros mismos? Cosa de sueño me parece ésta, y me doy a entender que como el señor estudiante es amigo de burlas querrá también ahora hacerla de nosotros para pasar el tiempo.

-Que me sea contrario todo el que me queda de vida, -replicó el estudiante-, si no es así a la verdad lo que tengo dicho, sin que en ello haya la menor sombra de duda. Porque, según la   -327-   relación que acaba de hacernos el señor Lenio, imagino que no puede ser otro que el mismo que encontró entre unos montes a la tal Felisinda que ha dicho, que sin duda debéis de ser vos misma, después que socorrida de un tal Lisardo se escapó de entre los brazos de un desalmado que la quería hacer fuerza, que si mal no me acuerdo se llamaba Idomeneo, cuyo bárbaro atrevimiento es el que da principio a la dicha historia. Pero, para más seguridad, decidme: ¿ha mucho tiempo que salisteis de Valencia?

-Habrá unos veinte días que salimos de ella, -respondió Lenio- porque por uno aunque ligero trastorno que padeció la salud de Felisinda nos entretuvimos en el camino hasta que se recobrase.

-Cuatro días no más hace que nos partimos nosotros, -prosiguió el estudiante-, y la víspera de nuestra partida estuve yo en casa del autor y me dejó leer el primero y segundo libro que ya tenía compuestos. El primero se concluye con   -328-   la salida de la quinta de doña Clara, y el segundo se compone de lo que os sucedió en Valencia, así en el hallazgo de Lisandro, vuestro hermano, como en los días que estuvisteis en el palacio del virrey, hasta que, muerto aquel conde tan enamorado, que también anda metido en la historia, os pusisteis en camino para continuar el de vuestra peregrinación.

-Mucho habéis dicho, -dijo Felisinda-, y muchas señas habéis dado que lo acrediten, pero sin embargo es menester que me haga mucha fuerza para daros crédito, porque no sé cómo el escritor haya tenido posibilidad de saber nuestros sucesos, siendo así que apenas han salido de entre nosotros mismos, como ya dije antes.

-En eso sí que no me entremeto yo, -replicó el estudiante-. Lo cierto es que se está escribiendo la tal historia y que yo la he visto y la he leído, porque el que la escribe es el mayor amigo que tengo en el mundo.

  -329-  

-Está bien, -dijo Lenio en este punto-. Demos que sea verdad el que se escriba esa historia, y que estos dos peregrinos, Lisandro y Felisinda, sean las personas fatales de ella, quiero decir, las personas que principalmente celebra el historiador. Quiero yo, pues, ahora que el señor estudiante, puesto que la ha leído, nos diga algo de ella, esto es, qué aceptación tiene entre los que la han visto, porque yo creo que el que la escribe habrá cumplido con lo que debe procurar cualquier honrado escritor, como es enseñar sus producciones a los eruditos e inteligentes, para que haciéndole notorios los descuidos que él no habrá notado, los enmiende, los corrija y le sirvan de aviso para no tropezar en adelante.

-Así, en verdad, lo ha practicado, como vos decís, -respondió el estudiante-, porque sabe muy bien que ese es uno de los consejos que da Horacio a los que quieren echar a la plaza del mundo sus composiciones, cuanto más, que no está el   -330-   escritor, ni lo puede estar, tan enamorado de sí mismo, que quiera gobernarse por solo su capricho.

-Así debe ser, -prosiguió Lenio-, y ya en esto anda algún tanto juicioso y advertido. Adelante, pues, y satisfágame el señor licenciado a la pregunta que le tengo hecha, y dígame qué calidades acompañan al escritor, si es famoso, o por su ingenio, o por sus obras que haya dado a luz, qué estilo lleva, qué método; en fin, todo lo que se murmure de la tal historia y de su autor.

-A todo eso, -replicó el estudiante-, satisfaré yo del mejor modo que pueda. En lo que toca a los sucesos que componen la tela de la historia, no hay qué decir, ni dicen más, sino que son tan extraños y tan raros como que ellos mismos ponen la admiración en el entendimiento del que los lee. Sólo sí que se murmura mucho de la ligereza del virrey en tratar con tanta liberalidad y magnificencia a Lisandro y Felisinda, y en perdonar a aquél, sin   -331-   haber precedido otra averiguación, ni de su inocencia, ni de la calidad de sus personas, más que las voces que se le oyeron a Felisinda, lo cual no era bastante motivo para librar a Lisandro del suplicio, sí sólo para dilatarlo en tanto que se averiguaba la realidad del suceso.

-No está del todo mal fundado ese reparo, -dijo Lenio-; pero sabed, amigo, que aunque el virrey hizo aquella demostración sobradamente generosa de perdonar a Lisandro antes de saber cosa alguna de él, sólo fue para dilatar su ánimo igualmente que el de su hermana; pero entre tanto mandó hacer vivísimas diligencias para escudriñar la verdad del caso, y vino a saber luego luego, por confesión de los mismos reos, que Lisandro estaba sin culpa, y que no se le podía imputar daño alguno de los sucedidos; cuya confesión sacó libre a Lisandro, e hizo que el virrey creyese ya sin hacerse violencia toda cuanto después se le dijera.

-Así debe   -332-   ser la verdad, -replicó el estudiante-, y ya avisaré yo al autor que lo advierta en el prólogo, o a la margen, o que lo meta entre renglones para evitar críticas. En cuanto a la fama del escritor, -continuó el estudiante-, yo no sé que tenga alguna, ni por su ingenio, ni por sus escritos, porque ni ha arrojado ningunos a la plaza del mundo, ni lo que ha hecho hasta ahora para acreditar su ingenio son cosas que no las practiquen casi todos los que cursan las escuelas, por sabandijas101 que sean; pero tengo barruntos de que se ha empeñado en escribir esa historia, para hacer alarde y ostentación de su talento, tal cual sea, y mayormente para saber hablar con buen estilo. En cuanto al que lleva en la historia, dicen los que la han leído que no es despreciable, porque ha tomado por modelo al nunca bien alabado Miguel de Cervantes en su Persiles y Sigismunda, cuya memoria será eterna en la   -333-   de las gentes.

-Ya sé hasta donde se extiende la fama del gran Cervantes, -interrumpió Lenio-, y también he leído muchas veces sus obras, y juzgo que, como este nuestro moderno historiador le imite en algo, no serán desabridos sus escritos.

-Yo me recelo, -añadió Lisandro-, que en vez de imitador será algún plagiario; porque esto de imitar el estilo de otros importa más dificultad y trabajo de lo que parece.

-Eso no, -replicó el estudiante-, no sé que le noten de plagiario, porque ya sabe muy bien que ese es un vicio el más abominable que pueda darse entre literatos, si ya no es que también haga número entre plagiarios el que, con trasposición decente, se vale de las mismas frases y del mismo método, invención, artificio y diligencia que usa aquél a quien se procura imitar; cuanto más que, si ha caído tal vez en este defecto, habrá sido sin noticia de la voluntad, a causa que como tiene tan leídos los es   -334-   critos de Cervantes, como precisamente debe hacerlo cualquiera que pretenda imitar aquel estilo que más se le acomode, tal vez habrá encajado como suyo algún concepto que no lo será. Pero esta censura la dejamos a cargo de aquellos que sólo sirven para criticar escritos ajenos, sin tener quizá capacidad de hacer otros que les igualen. Si ya no es que el plagiario sea tan descarado que no ponga nada de su propia cosecha, que este tal debe entonces ser criticado severamente y excluido del número de los honrados escritores.

-Parece que estáis muy de parte del historiador, -dijo Lenio a esta sazón-; bien se echa de ver cuánto se extienden las finezas de la amistad que le profesáis.

-No, sino que pongan la lengua y aun las manos en los escritos de mi mayor amigo, y que yo tenga la mía y las mías quedas, sin mostrarlas en su favor, -replico el estudiante-. Cuanto más que yo   -335-   tengo para mí que aun los críticos más severos, si se paran a reflexionar un poco sobre las circunstancias del historiador, no han de tener valor de mover la lengua para criticarle. Porque, ¿quién no sabrá disimular y perdonar cualquier defecto que note en su historia, si considera que el que la escribe, llevado sólo de su natural inclinación, es un joven que apenas cuenta los veinte y un años de su edad, habiéndolos empleado en los estudios de filosofía, teología escolástica y moral, y otros ejercicios anejos al estado que profesa?

-¿No lo decía yo? -dijo Lisandro-. No faltarán desatinos: ya tendrán con la tal historia en qué entretener la ociosidad los ignorantes aficionados, porque yo discurro que ninguno medianamente docto querrá desperdiciar ni aun un ligero momento en leerla, y más si sale a luz con la añadidura de la poca edad del autor. Porque ésta, lejos de ser parte para disculparle, servirá para su mayor desprecio y confusión, sucediéndole   -336-   lo que a Ícaro, que quería remontarse con alas de cera, o, con más propiedad, lo que sucede a los polluelos que quieren vagar por el aire antes de tener bien sólidas y fuertes sus plumas.

-Callad, señor, -replicó Lenio-, que tal vez la discreción se adelanta a los años, y no siempre la naturaleza puede seguir los pasos del entendimiento. Tal vez se habrá éste despertado tan temprano en nuestro historiador que le dé lugar para que sus escritos le tengan aun entre los hombres más eruditos. Sí, que más de admirar son los frutos que produce una nueva y tiernecita planta, que las que ofrece un árbol robusto; sí, que no sé yo si deban premiarse más las valentías y hazañas en un soldado viejo y rancioso, que en un bisoño y poco experimentado.

-Con todo, sea lo que se fuese de esto, -interrumpió el estudiante-, lo que yo sabré decir es que, a lo menos, nadie le podrá privar de la gloria de haber intentado imitar al inmortal Cer   -337-   vantes, que es a lo que únicamente se atreve, y aun podría ser que le imitara perfectamente, si de todo en todo se dedicara a ello. Pero el daño está en que la precisas obligaciones de su estado se lo embarazan.

-Pues qué, ¿cuál es el estado que profesa? -preguntó Felisinda.

-El de religioso, -respondió el estudiante-, y ese es uno de los mayores cargos de que se teme; quiero decir que ese es el fundamento sobre que estriban y se apoyan las mayores objeciones que se le hacen, porque dicen, en especial los de su misma profesión, que el escribir historias profanas no es propio de un religioso, cuyo instituto no respira más que retiro, soledad, abstracción de todo lo que no sepa a divino, y que le estuviera mejor que el poco talento que Dios fue servido de darle lo emplease en otros estudios más provechosos para sí mismo, de más gloria para su religión y de más utilidad para todos.

-¡Válgame Dios! -dijo Lenio-. Y ¿de eso se amohi   -338-   na el autor? ¿De eso se teme? Desde ahora me ofrezco por su abogado. Pero decidme antes, ¿de qué instituto, de qué religión es?

-De franciscos observantes, -respondió el estudiante.

-Ahí os quería yo, -replicó Lenio-. ¡Ah, y cómo tomarán a buen partido los padres críticos que el escritor, dedicándose a tan bellos estudios, saliera un segundo Cervantes! ¡Cuán bien y con cuánta razón podrían gloriarse entonces! Y si acaso algunos mal contentos muestran hacer desprecio de semejante gloria, hágoles de paso esta pregunta: ¿por qué el autor de la Biblioteca Franciscana colocó en ella a Cervantes, como a uno de los escritores de la religión, sólo porque fue tercero? ¿En dónde le colocara si hubiera sido primero? En tanto que satisfacen a esta pregunta digo que todas esas objeciones que se le hacen al autor de nuestra historia se me traslucen de muy poca importancia,   -339-   porque ni el estado religioso impide el estudio de las letras humanas, ni el estudio de las letras humanas es impropio del estado religioso. Yo bien me entretendría en probar esta verdad que acabo de decir, pero juzgo que los juiciosos y eruditos no necesitan pruebas para creerla. Sólo con dar una breve ojeada hacia los pasados tiempos y fijar la vista ligeramente en los escritos de Heliodoro, de Aquiles Tacio, de Fenelon102, y otros sujetos de no inferior carácter, quedarán desvanecidos los frívolos reparos que se le hacen al autor. Vos, señor estudiante, cuando lleguéis a verle, decidle de mi parte que no haga mérito de tales críticas, porque si hay ignorantes que le reprendan su estudio como malo, no faltarán doctos que se lo alaben como bueno. Que continúe en trabajar, que, si al que hasta ahora ha cuidado de averiguar los sucesos de nuestra peregrinación, le falta posibilidad de escudriñar los que todavía nos han de suceder, yo   -340-   mismo procuraré participárselos todos, para que pueda dar felice fin a su comenzada historia. Y quiera Dios pueda decirse de ella lo de Propercio103, en la elegía octava, libro tercero:

«Et manibus faustos ten crepuere sonos».

-Así sea, -respondió el estudiante-, pero eso no le da cuidado; lo que le lleva algo pensativo y caviloso es que por ningún medio de muchos que ha probado, puede averiguar lo que le sucedió a Felisinda, desde que se desvió de su hermano hasta que llegó a aquella casa desierta donde la encerró Idomeneo.

-Eso, -dijo Felisinda-, lo contaré yo de muy buena gana, en el tiempo que tardaremos a llegar a la primera población que se nos ofrezca, sólo porque no le quede nada que saber a nuestro nuevo historiador.

Y alzándose todos para proseguir su viaje, comenzó Felisinda su relación en esta forma:



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Capítulo VI

Refiere Felisinda sus sucesos


-Luego que se destrozó la nave donde íbamos mi hermano y yo, ya dije cómo pude asirme de una tabla con que me favoreció el cielo. Sirvióme de barquilla y de estorbo para que no diera mil veces en la profundidad del mar, llevóme impelida de las mismas aguas hasta besar las faldas de un promontorio, en el cual puse los pies como mejor pude, y abandoné la tabla a la discreción de las olas. Allí me estuve dos días sin tener otro alimento que el que me podían dar algunas hierbas y algunas conchuelas que encontraba por entre los escollos y, juzgando que había de asaltarme allí la muerte, que se me mostraba de tantas maneras, procuré encomendarme a Dios de todas veras y olvidar las cosas caducas y perecederas de esta vida, puesto que para conservar   -342-   la mía no descubría esperanza alguna por remota que fuese. Pero el piadoso cielo que suele reverdecer las esperanzas cuando se miran más áridas y estériles, quiso que las mías, muertas del todo, respirasen algún tanto con la vista de una poderosa nave que, hendiendo las aguas, venía hacia donde yo estaba, cuyos marineros, enternecidos de las plegarias y voces que yo les enviaba, vinieron a socorrerme con el esquife. Salté en él, lleváronme a la nave, que era holandesa, subí a ella con ayuda de ajenos brazos, recibióme agradablemente el capitán y yo le agradecí la merced que me había hecho. Después de largo rato que estaba en la nave, recobrándome de mis pasadas fatigas, me rogó que le contase mis desgracias:

-Que no serán, -me dijo-, de poco momento las que os han puesto en tan triste situación.

Yo, entonces, agradecida a tan no esperado beneficio, dejé satisfechos sus ruegos, contándole todo lo que me había su   -343-   cedido hasta entonces, de lo cual se mostró tan lastimado y se me ofreció tan del todo para mi remedio que ojalá no se me hubiera mostrado tanto. Hizo que me quitase los vestidos que llevaba y me dio otros para que me los pusiese, pero tan ricamente labrados y tan hermosamente vistosos que podían servir de adorno a las más altas princesas, como en efecto supe que los llevaba destinados para hacer de ellos regalo a una principal señora, pero el ciego amor les hizo variar de destino. Luego que el capitán me vio ya aderezada con ellos, procuró traerme a su voluntad por todos los medios que le parecieron más a propósito. Prometió, regaló, lloró, porfió, y viendo que mi fortaleza no se rendía a cosas de tan poco momento, ni daba indicios de rendirse por ningún término, echó mano del de la violencia y me hizo tanta que, a no socorrerme el cielo con sus acostumbradas piedades, hubieran sido de poco pro   -344-   vecho mis resistencias. Estando en la mayor fuga de sus tropelías, se vio a la frente dos naves turcas que, a la primera descarga que hicieron, le pusieron en términos de anegarse, porque le abrieron el navío por los costados y le dejaron imposibilitado de poder moverse. Desmanteláronle luego los turcos, pusieron a todos los nuestros en parte segura y a mí me depositaron en el castillo de popa, y luego dirigieron la proa hacia Trípoli. Bien sentí yo haber llegado al infeliz extremo de verme esclava, pero me consolé viéndome libre de las fuerzas que se me hacían, estimando en mucho más sin ponderación vivir cautiva y con honra que libre y deshonrada. Llegamos a la ciudad, entregáronme al cadí, túvome bien guardada algún tiempo, hasta que llegó el de enviarme por regalo al gran señor, a cuyo poder no llegué, porque apenas había dejado el puerto la nave en que me llevaban, cuando fue acometi   -345-   da y destrozada de dos poderosísimos navíos españoles, cuyos marineros, entrando en ella sedientos de sangre turca, comenzaron a segar cabezas tan desaforadamente que en un instante no quedó vivo ninguno de aquella maldita chusma. Sola yo fui la libre, sola yo la venturosa y sola la que, por haber caído en poder de españoles, me prometí, si no el fin de mis desgracias, a lo menos algún medio que las suavizase. Pero como los desafortunados rara vez encuentran clavo alguno que detenga la rueda de su contraria fortuna, quiso la mía siempre rigurosa que, al pasar por frente las costas de Cartagena, se sumergiese el navío donde yo iba, sin que fuese poderoso el otro para socorrerle. Asíme no sé cómo de una tabla, salí a la playa, entréme la tierra adentro y, al cabo de no sé cuánto tiempo, me vi en la mitad de unos desiertos montes, que fue en donde me pilló Idomeneo, el cual, con el engañoso pretex   -346-   to de remediarme, entró en una casa desierta, donde me sucedió lo que ya sabéis.

-Con esto, -dijo a este punto el estudiante-, tengo yo bastante; y con lo mismo adiós, que mi compañero y yo vamos por esta otra parte hacia Calatayud, que por ser patria del poeta Marcial104 y del erudito y célebre Gracián, la tengo en mucho aprecio y no quiero morirme sin verla.

Despidiéronse todos, y cada uno tomó el camino que le venía más a cuento. Nuestros peregrinos prosiguieron el suyo de Zaragoza, a la cual llegaron de allí a dos días, del modo que se verá en el capítulo que se sigue.




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Capítulo VII

Llegan a Zaragoza y sucédeles el más lastimoso suceso que se ha visto hasta ahora


¿Quién habrá en el mundo que pueda glo   -347-   riarse de haber tenido siempre tan próspera su suerte que le haya llenado el vacío de sus gustos, sin hacerle dar de ojos en pesadumbre alguna? ¿Quién habrá sido tan feliz que en la mitad de sus deleites no haya tenido algún sinsabor que se los amargase? Ello es cierto, que en los últimos extremos del gozo rara vez deja de encontrarse el llanto. Sí, que nunca se venden tan baratos los placeres que vayan sin el contrapeso de los disgustos, verdad bastantemente acreditada en toda esta historia, pero en este capítulo es en donde se echa de ver más claramente.

Llegó nuestra peregrina comitiva a la rica ciudad de Zaragoza, siendo quien más sube de punto sus riquezas la santísima Virgen del Pilar, cuya infinita clemencia, que no tiene límites que la ciñan, libró de la muerte a doña Clara y le alargó la vida para que, empleándola en su servicio, fuese un vivo testigo de sus misericordias.

No quiso   -348-   esta devota peregrina anteponer al cumplimiento de su voto otra diligencia alguna; y así, acompañada de todos sus camaradas, se fue en derechura al célebre y devotísimo santuario de la virgen santísima105, ante cuya presencia puesta de rodillas derramó todo su corazón por los ojos, pasó cuentas consigo misma, recorrió todos los escondrijos de su conciencia. Y, después de haber dejado a su ánima pura, limpia y santa, con una buena confesión y comunión, sacó de su repostería una corona de puro oro, guarnecida de riquísimos diamantes, y la entregó a un capellán para el adorno de la virgen, ofrenda que acreditó la calidad de la peregrina y que aun no habían visto sus compañeros, a los cuales procuró ocultarla con toda cautela y prudencia, para que en nada desmereciese su devoción. Discreta señora y que puede servir de ejemplo a aquellas que quedan   -349-   mal satisfechas de sus devociones cuando se esconden a los ojos de las gentes.

Apenas hubo satisfecho sus tan justos como cristianos deseos, y apenas los demás peregrinos hubieron saciado su curiosidad de mirar, notar y escudriñar todo lo que había digno de verse en aquel famoso templo, se fueron de común acuerdo a buscar posada en donde alojarse.

Llegaron a una que, entre otras muchas, les pareció más acomodada, en la cual entraron a tiempo que se estaba apeando de un brioso caballo un anciano caballero, cuyo aspecto le ponía la edad en los cincuenta años. Tomó el caballo uno que al parecer era su criado para acomodarle en la caballeriza, y Mingo hizo lo mismo con su cabalgadura, en tanto que sus amos trataban con la huéspeda sobre los alojamientos.

Asió de una silla el recién llegado caballero, púsola a la puerta de la posada y se sentó en ella a tomar el   -350-   fresco. Nuestros peregrinos, después que dejaron apuntado con la huéspeda lo que había de preparar para su buen tratamiento, también procuraron hacer lo mismo, porque el calor les fatigaba sobremanera. Pero no lo pudieron acabar de hacer, porque doña Clara tomó por la mano a Lisandro, que tenía junto a sí, y sin poder hablarle palabra se vino al suelo desmayada, novedad que puso en confusión a los peregrinos y en alboroto a todos los que había en la posada, cuyo alboroto y cuya confusión iba creciendo por puntos con los extremos de sentimiento que hacía Constanza, de suerte que también hubo de menester que cuidasen de ella y que no se apartasen de su lado.

Todos hechos un montón confuso estaban en el zaguán de la posada, unos aplicando remedios a la desmayada y otros buscando preparativos para que no se desmayase Constanza, cuando el anciano caballero, que aún se estaba sentado a la   -351-   puerta, se llegó obligado de la caridad, o de la curiosidad, y metiendo la cabeza por encima de los hombros de todos se puso a mirar quién era allí la desmayada. Viola, miróla, reparóla y, apartando apresuradamente con ambos brazos la gente que había delante, se abrazó con ella y diciendo: ¡Ay, dulce esposa de mi alma!, se quedó desmayado a sus faldas.

Este suceso tan desimaginado puso en suspensión a cuantos allí estaban, pero a quienes transportó a los últimos extremos del espanto fue a los demás peregrinos, como que sabían que doña Clara no tenía esposo alguno, por haberle muerto a traición sus mismos rivales. Constanza al ver al que parecía su padre, que tenía por muerto, creyendo indubitablemente que era algún fantasma que quería darles pesar, se abalanzó a Lenio y quedó también privada del uso de los sentidos. En resolución, doña Clara desmayada, el que decía ser su esposo sin acuer   -352-   do y Constanza sin sentidos, tenían embelesados y suspensos a cuantos allí habían acudido, de suerte que ni podían hablar, ni sabían qué hacerse, ni atinaban qué medio habían de tomar para darles remedio.

Todo era confusión, todo espanto y todo silencio, hasta que rompiéndole Felisinda, dio orden de que los llevasen a alguna estancia apartada para que, desembarazados de la multitud que les rodeaba, pudieran más desenfadadamente aplicarles los remedios que hiciesen a propósito. Corrió luego la huéspeda a disponer los lechos y, en tanto que Lenio y Lisandro acomodaron al caballero en uno de ellos, y Felisinda y dos mozas del mesón colocaron en otro a doña Clara y a Constanza, marchó el huésped a llamar al médico para que viniese a visitarles. El cual, apenas llegó y apenas supo lo que había sucedido, ordenó lo que a su parecer haría más al caso de que tornasen en su acuerdo los desmayados, de los cuales el primero   -353-   que volvió en sí fue Constanza que, abriendo los ojos y viéndose en brazos de Felisinda, la dijo:

-Por Dios te ruego, amiga, que si es que aún anda por ahí ese fantasma, que sólo ha venido a perturbar nuestra quietud y confundir nuestro sosiego, que busquéis un sacerdote que le conjure y que le haga decir qué es lo que quiere ahora entre nosotros. Mira que no dilates un punto el cumplimiento de lo que te suplico, porque mi ánimo no ha de tener valor de verse otra vez delante de ese vestiglo. Sí, que no puede ser otra cosa ese espíritu que se ha disfrazado con las apariencias de mi padre; sí, que no sería yo tan venturosa que hubiesen sido falsas y fingidas las nuevas que nos vinieron de su muerte, ni mi adorada madre sería tan feliz que volviera a ver un esposo que tanto tiempo hace cuenta entre los muertos.

-Calla, amiga, -la respondió Felisinda-, que ni ése que quieres que conjuren es fantasma, ni es vestiglo, ni menos es   -354-   otro algún espíritu que quiera perturbarte, sino que es tu mismo padre. Arroja de tu imaginación esas ideas que te conturban el alma y alégrate en ella misma, porque te ves puesta en la dulce posesión de un bien a que ni aun podían tener atrevimiento de llegarse tus esperanzas. Alaba los ocultos juicios de Dios para nosotros tan inescrutables y ensancha los espacio de tu corazón para llenarles del gozo que ha de acarrear la vista de tu padre, tanto más alegre cuanto menos esperada.

Casi los mismos extremos y las mismas razones que Constanza hizo su madre cuando tornó en su acuerdo, y casi con las mismas persuasiones la apaciguó Felisinda y la hizo desterrar de sí aquel tan bien fundado sobresalto y temor que se le había entrado hasta el alma. Vueltas en sí madre e hija, como queda dicho, se fueron desaladas a la estancia donde todavía se entretenía en su desmayo el caballero, al cual   -355-   abrazándole cada una tierna y amorosamente, y regándole el rostro con alegres lágrimas, le hicieron volver en su acuerdo.

Allí fue cuando hurtándose el movimiento a la lengua se acogió a las manos y a los ojos, a aquellas para certificarse de una verdad que no acertaban a creer, y a éstos para que con lágrimas publicasen el gozo que les ocupaba el alma y que no podían exprimir las voces. Pero, en fin, rompiendo la suya doña Clara, dijo:

-Si por ventura, oh, dulce esposo mío, no eres uno de aquellos espíritus que por permisión de Dios suelen ocultarse bajo las apariencias de hombres, o para dar pesadumbre a los que en verdad lo son, o para negociarse por sí mismos lo que les tiene a cuenta para su perpetuo descanso; si por ventura, digo, no eres uno de estos espíritus, sino el mismo Anselmo, con quien habrá ya treinta años que quedé atada con las fuertes ligaduras del matrimonio, cuyos frutos   -356-   son esta hija que aquí tienes presente y otro hijo mayor que se quedó en casa con el cuidado de nuestra hacienda; el mismo que, acosado de sus enemigos, se ausentó de su patria y abandonó el regalo que tenía en ella; el mismo que yo contaba ya por muerto a causa de muchas cartas que me lo aseguraron, cuya infausta noticia me llevó a los umbrales de la muerte, de la cual me libró esa santísima Virgen del Pilar, que se adora en esta ciudad, obligada quizá del voto que la hice de visitarla, y he aquí la causa de verme en estas tierras tan lejas de la nuestra; si eres ese mismo, dínoslo presto y sácanos de este abismo de dudas en que nos vemos todos metidos.

-Ese mismo soy, oh, amada esposa de mi alma, -respondió el caballero-, ese mismo soy. Y para que no pongas duda en creerlo sepas que, aunque fueron falsas las nuevas que te dieron de mi muerte, no lo fueron tanto que no me tuviesen ya por sin vida aquellos mismos enemigos que, por quitármela, me siguie   -357-   ron hasta Rochela, que es una de las más célebres ciudades de Francia, a lo menos es la capital del gobierno de Aunis, en la cual quedé herido de dos estocadas que me dieron por las espaldas y me pasaron hasta el pecho. Vine al suelo medio muerto e, imaginando ellos que lo estaba del todo, no quisieron entretenerse en repetir más heridas, antes, según supe después, tomaron con presteza el camino del puerto y se embarcaron en un navío que estaba para partirse a España. Quedéme tendido en el suelo, y aún lo estuviera ahora si, obligados de la caridad, no me hubieran recogido dos caballeros que acertaron a pasar por allí a tiempo que yo estaba revolcándome en mi propia sangre. Recogiéronme, como dije, lleváronme a su casa y, sin dar parte a la justicia, comenzaron a tratar de mi curación con tanta generosidad, con tanto cuidado y con tanto afecto, como si fuera hijo propio. Un año poco más hubieron de menester los cirujanos para restituirme a mi   -358-   primera sanidad. Y en todo este tiempo no le tuve de escribirte, porque el dolor de las heridas me trastornó el juicio y me dejó sin poder valerme de mí mismo y sin que pudiese pedir a otro lo que no podía hacer por mí propio. En conclusión, quedé enteramente sano, di gracias a mis bienhechores y me partí para mi casa, a la cual pensaba llegar de improviso, para que, cogiéndote desapercibida, fuese el contento más subido. Pero el cielo, que ordena las cosas por términos a nosotros ocultos, ha querido que en la mitad de mi viaje y en parte tan no imaginada te encontrase en compañía de mi dulce y amada hija y de estos señores, a quienes deseo servir como se merecen.

Aquí dio fin a su razonamiento don Anselmo, y aquí se comenzaron de nuevo los abrazos tiernos, los dulces besos, la regaladas caricias; y se empezaron a fabricar nuevos designios y nuevas ideas, que todas y todos venían a parar en partirse de allí a dos   -359-   días para su casa, a donde querían llegar de repente, para que fuese mayor el gozo de don Fernando cuando llegase a verles.

Pero mira, oh, tan discreto como regocijado caballero, que no deleites tu imaginación con ideas tan alegres, no dejes correr tu pensamiento por tan sabrosos caminos, que puede ser que en la mitad de ellos te asalte algún accidente, que dé en tierra con toda la máquina de tus contentos. Y tú, oh, doña Clara, detente; no te dejes llevar de la corriente de tus placeres, no sea caso que ellos mismos te precipiten en algún abismo de confusiones y disgustos, donde sumergiéndote tú queden también sumergidos tus alegres designios. Y tú, oh, Constanza, cuyo corazón colmado de alegrías parece que quiera salirse del pecho, sosiégate, no te prometas más gustos de los que has tenido hasta ahora, entretente no más en los que pueda darte tu idolatrada madre y los que puedan ofrecerte los abrazos de ese tu anciano padre que aca   -360-   ba de darte el cielo, porque presto te has de ver metida en un laberinto de donde no puedas hallar salida.

Y así fue, a la verdad, porque en aquel mismo instante entró por la puerta del mesón un mozo de hasta veinte y cinco años de edad, vestido a la labradora, con un capotillo pardo sobre el hombro, el cual con el primero que encontró fue con Lenio, que acaso se había bajado entonces de la estancia donde estaban los demás peregrinos. Conociéronse al momento, bien así como que estuvieron tanto tiempo juntos en la quinta de doña Clara, abrazáronse estrechamente y al punto que Lenio, sin esperar a saber el fin de la venida del mozo, quería darle cuenta del hallazgo de don Anselmo, y del contento que discurría por las almas de todos, vio que comenzó a llorar tan amargamente y a arrojar de su pecho tan recios suspiros, que se quedó suspenso de la novedad.

Preguntóle la causa de tales extremos, pero el mozo ni sabía, ni podía   -361-   responder más que con sollozos. Entró Lenio en mayores sobresaltos, y esperando que se sosegase algún tanto, se apartó con él a un lado y le volvió a hacer la misma pregunta que antes, a la cual respondió:

-¡Ay, amigo, que no sé cómo pueda decírtelo! Sabrás que saliendo un día a caza nuestro amo don Fernando como lo tenía por costumbre, al llegar cerca de la fuente salada, donde tú solías apacentar el ganado, movieron un jabalí, el cual seguido de los perros vino a emboscarse en unos matorrales que estaban junto a la quinta. No pudieron fuerzas humanas hacerle desamparar el sitio, de lo cual enfadado don Fernando pegó fuego al bosquecillo; pero viendo que ni aun con esta diligencia quería salir ni por pensamiento y viendo que se hacía de noche a toda priesa, se volvió a casa desesperado, sin cuidarse de apagar el fuego. Acostáronse todos, bien desimaginados de lo que había de suceder, y yo por ser   -362-   el tiempo caloroso, me quedé a la parte de afuera de la quinta. Dormíme de contado, y no me desperté hasta que era ya irremediable el daño, que fue que se abrasó toda la quinta y quedaron hechos carbones todos los que estaban dentro de ella. Y yo no lo pude atribuir a otro, sino que aquella misma noche se debió de mover algún grande viento que cebándose en la leña del bosque, quiero decir, que soplando favorable al fuego, le hizo que se cebase en la leña, y no contento con esto se pasó a la quinta que estaba cerca para hacer lo que te he dicho y lo que yo no pude impedir, porque cuando me desperté ya estaba toda la casa rodeada de llamas tan encendidas que aquello parecía un infierno. Y como yo no quedé muerto de pesar fue más que milagro; quizá Dios me debió guardar para que fuese portador de noticia tan triste. Y aún hay más, y es que el fuego se encendió tanto que quemó cuanto allí había,   -363-   sin dejar planta alguna por todas aquellas vegas, de manera que da miedo de ver, porque está tan pelado y tan negro que es una miseria. Y para que no pongan duda en ello, mira estas cartas que te dirán lo mismo que yo te acabo de decir, que son del escribano y alcalde de aquel lugar más cercano que tú bien conoces, y yo les hice venir el otro día para que diesen fe de lo que había sucedido.

Esta rústica relación del mozo, que interrumpía a cada paso con sollozos, hizo que Lenio prorrumpiese en lágrimas y quedase lleno de mil confusiones, que le dejaban sin tino y sin arbitrio de poder comunicar tan funestas nuevas a los padres del malogrado don Fernando. Parecíale que el acabar de participárselas y dar con ellos en el sepulcro todo sería una misma cosa. Imaginaba que no habían de ser poderosos cualesquiera bien trazados rodeos para suavizarlas y aquella misma ale   -364-   gría en que estaban todos transportados entonces, se había de convertir en tósigo que les quitase la vida.

De esta suerte, batallando entre dudosas imaginaciones, se resolvió a no publicar nuevas tan fatales, hasta que, consultándolas con Lisandro, se determinase qué partido habían de tomar que fuese más conveniente y menos riguroso. Y después de haber reflexionado seriamente sobre ello, decretaron que entrambos a dos fuesen los mensajeros de sucesos tan funestos, diciéndolos antes a don Anselmo que, como varón prudente y de ánimo más robusto, sabría arrimar el dolor a la paciencia y acomodar su voluntad a la de Dios, mucho mejor que doña Clara y Constanza, de quienes recelaban que al primer golpe habían de quedar sin vida, o a lo menos sin discurso y sin libertad de dar oídos a consolatorias persuasiones; y que el mismo don Anselmo, después de pasado el primer   -365-   sobresalto que es el más peligroso, lo diese a saber a su esposa y a su hija.

En resolución, por evitar prolijidad digo que, acordados ya Lisandro y Lenio de lo que habían de hacer, se entraron en la estancia de don Anselmo palpitándoles el corazón en el pecho, y aunque hallaron también en ella a doña Clara, Constanza y Felisinda, no por eso dejaron de llevar adelante sus designios. Y así, llamando aparte a don Anselmo, le hicieron saber todo lo que ocurría, pero de un modo tan prudente y tan consolatorio que no tuvo lugar el dolor de hacerle prorrumpir por entonces en descompasadas voces, ni en lastimeras quejas, como de ordinario suele suceder en tales casos. Solamente dijo con voz casi desmayada:

-Dios sabe lo que se hace; venero sus juicios y alabo sus providencias.

Y tomando por las manos a Lenio y a Lisandro se volvió a entrar en la estancia; y sentándose entre doña Clara y Constanza dijo:

-¡Ay,   -366-   amada esposa de mi alma! ¡Ay, dulce hija de mi corazón! ¿Y cómo es cierto que llegó ya la última hora de nuestro sosiego?

Y sin poder hablar otra palabra se dejó caer en los brazos de su esposa. Viendo lo cual Lisandro no quiso dilatar ni entretener más lo que al fin se había de saber, y así se las dijo por el mismo estilo que a don Anselmo, y al momento se rindieron a las violencias del dolor que las embargó los sentidos y las dejó envueltas en un casi mortal desmayo.




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Capítulo VIII

De lo que sucedió después de haber vuelto los desmayados en su acuerdo


Los trabajos106 nacen con el hombre, críanse con el hombre y no mueren hasta que muera el hombre. A cuya causa es la vida humana una continua serie de trabajos que, eslabonándose unos con otros forman una cadena que   -367-   tal vez llega a hacer felices a los hombres, si la llevan con paciencia, y tal vez los hace desdichados, si no saben sobrellevarla con conformidad. Todas las infelicidades que puedan sobrevenirnos en esta vida, llevadas sobre los hombros de la paciencia, no son sino escalones para subir a la cumbre de la felicidad, que es sola la que puede llenar los vacíos de todos nuestros bien ordenados deseos.

Los de nuestros peregrinos no se extendían a más por entonces, sino a que volviesen en su acuerdo los desmayados para animarles y esforzarles con persuasivas razones para que hiciesen ganancias eternas comerciando con las sinventuras que las afligían, para lo cual no fue menester que se afanasen mucho, porque las virtudes de que estaban enriquecidos no les daban licencia para que hiciesen cosa que no fuese nivelada con la razón. La cual apenas tuvieron bien desembarazada, cuando dando libertad a sus corazones para que se desahoga   -368-   sen en lágrimas y en suspiros, y licencia a la lengua para que publicase el tan justo como natural sentimiento, la de doña Clara exclamó en estas razones:

-¡Cómo qué! ¿Y es posible que por tan extraños modos queráis, oh, cielos, acabar tan presto con la vida de esta desdichada? Sí, que todos estos trances que por mí pasan, no son sino atajos para llegar más pronto al infelice punto de mi muerte. No fuera mi dolor tan cruel, si la de mi hijo hubiera corrido por el estilo y orden común. Pero, ¡ay de mí!, que sus circunstancias mismas son las que suben más de punto su rigor y despedazan más inhumanamente mis entrañas. ¡Ay, dulce hijo de mi alma! ¿Y qué muerte ha sido la tuya, que así apresura la de tu desconsolada madre? Si hubieras muerto a mi vista con muerte natural, que hubiera dado tiempo de que yo apurase mi solicitud en servirte y mi cuidado en consolarte, si hubieras muer   -369-   to en mi presencia y donde hubiera yo podido pegar mis labios con los tuyos, estrecharte entre mis brazos, cerrarte los ojos y colocarte por último en el féretro con mis propias manos, no fuera tanta la riguridad de mi dolor, fuera menos sensible mi pena. Pero el haber muerto en mi ausencia, desamparado de todo el mundo, envuelto entre voraces llamas, que ni aun habrán perdonado la menor reliquia tuya, para que a lo menos tuviera yo el corto alivio de verla, de besarla, de adorarla; el haber muerto casi casi al mismo tiempo que llegaba a alegrarte el alma, a recibirte en sus brazos aquel mismo que te dio el ser, aquel mismo padre tuyo que tanto tiempo hace llorabas por muerto; aquel mismo... ¡Ay, sinventura de mí! ¿De qué ha servido darme el cielo un esposo que ya lloraba muerto, si me había de quitar un hijo que adoraba vivo? ¡Ay dolor! ¡Que me lastimas mucho, que me acabas por puntos!

  -370-  

No causaban menos lástima en los corazones de los circunstantes estas razones de doña Clara, que las que al mismo tiempo decían don Anselmo y Constanza. Pero poniendo desde luego sus almas en el cielo y acomodando sus voluntades con la del mismo, se serenaron algún tanto y dieron lugar a que Lenio, Lisandro y Felisinda, cada uno por su parte, entrasen a la de su consuelo, animándoles con persuasivas reflexiones y alentándoles con razones tan discretas como cristianas.

Dos días se estuvieron en aquella posada sin atreverse a salir de ella ni un solo instante, porque el dolor les tenía interceptadas todas las acciones de la vida y sólo se echaba de ver que la tenían en los continuos sollozos y suspiros que enviaban al cielo, el cual, ya más compasivo, parece que les hizo olvidar algún tanto el sentimiento que les aquejaba, para que comenzasen a pensar en el camino que habían de tomar, puesto que doña Clara había logrado ya   -371-   el fin que le sacó de su casa. A cuya ocasión, y en la de hallarse juntos todos nuestros peregrinos en una estancia, dijo don Anselmo a su esposa:

-La vuelta para nuestra casa, oh, dulce esposa mía, no nos ha de servir sino para más tormento de nuestras almas, que ya no pueden hallar descanso en esta vida. ¿Qué haremos una vez que lleguemos a ella? ¿Qué consolaciones, por discretas que sean, han de ser poderosas para dar algún vado a nuestros llantos? ¿Y qué sosiego podrá ser el nuestro, cuando no se nos ofrecerán sino incentivos para un perpetuo desasosiego? El ver trocadas en áridas y desiertas aquellas tierras, cuyas producciones eran el único recreo de nuestras almas, el mirar mudada en fealdad aquella hermosura, que era el verdugo de nuestras tristezas, el ver convertidos en eriales horrorosos aquellos bellos jardines, que la naturaleza ayudada del arte formó   -372-   para la recreación de nuestros afligidos espíritus, y, lo que más es, el mirar envueltas entre las ruinas de nuestra quinta las cenizas de nuestro caro hijo, sobre quien se fundaba todo el edificio de nuestro contento, ¿de qué nos ha de servir, sino de tener oprimidas nuestras almas y muertas nuestras vidas? ¿No sería más advertida y más acertada la resolución de robarnos cuanto nos sea posible a recuerdos tanto más tristes cuanto más continuos, y marcharnos por esos mundos a lo peregrino, pidiendo de puerta en puerta el sustento de nuestras vidas, hasta que nos alcance la muerte, o a lo menos hasta que se modere la riguridad de nuestro dolor? ¿Qué respondes? ¿Se conforma tu parecer con el mío? ¿Agrádate esta mi resolución? ¿Parécente acertados mis discursos? Dilo presto, dulce esposa mía, que si en algo se desvían de los tuyos, yo dejaré a tu cargo la determinación que haya   -373-   mos de tomar.

-Nunca mi voluntad, oh, esposo de mi alma, -respondió doña Clara-, ha salido un punto de la tuya, ni mis deseos han sido otros que los tuyos. Y si en alguna ocasión debía yo más sujetar al tuyo mi albedrío es en esta que nos hallamos, en la cual no me veo en libertad de discurrir cosa que sea de provecho.

-No será menester, -dijo Lisandro, sin esperar que hablase don Anselmo-, no será menester que os andéis peregrinos por el mundo, a lo menos hasta que se os acabe la vida como decís, sino hasta que lleguemos a mi amada patria y a mi propia casa, en la cual, si no encontraréis aquellos regalos y tratamientos que vuestras personas merecen, hallaréis a lo menos una voluntad limpia y unos deseos solícitos de serviros. Que los beneficios que mi hermana Felisinda recibió en vuestra casa me tienen en términos de poner por vosotros hasta mi vida misma.   -374-   Mirad si os viene a cuento este ofrecimiento que os hago, que sí os vendrá sin duda, si reparáis en que nace de un corazón no acostumbrado a fingimiento, y aceptadle sin dar lugar a otros pensamientos que os lo estorben. No os puede embarazar más que el temor de los peligros que son anejos a una navegación larga, pero éste se os desvanecerá, o a lo menos no os acobardará tanto, si consideráis que también en la tierra como en el mar se hallan a cada paso peligros de no muy desigual condición. Pero yo creo que la de la fortuna, hasta ahora contraria, se nos ha de volver ya favorable, dándonos felice viaje hasta ponernos en mi dulce patria, en la que hallaréis a lo menos posibilidad de pasar una vida quieta y sosegada, igualmente que vuestra hija Constanza, la que en vuestra compañía y en la de mi hermana y su amiga Felisinda, que lo es muy suya, hallará cuanto   -375-   puedan pedirle sus deseos; sin olvidarme de hacer el mismo ofrecimiento al señor Lenio.

A estos tan generosos ofrecimiento se mostraron muy agradecidos, y aunque no los admitieron desde luego, porque varios respetos y reparos les detenían, por último hubieron de aceptarlos obligados de las continuas porfías de Lisandro y Felisinda. Y así determinaron el viaje para el día siguiente.




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Capítulo IX

Parten de Zaragoza para Cataluña, llegan al puerto de Palamós, hácense a la vela y acométenles nuevos peligros


No podían consolarse del todo don Anselmo, doña Clara y su hija Constanza sobre el incendio de la quinta y la desgraciada muerte de don Fernando. Iban y volvían con la imaginación a considerar tan lamentable ruina, y transportados en el fiero dolor que les te   -376-   nía a cuenta se quedaban tal vez como estatuas inmobles. Pero como en los corazones virtuosos pueden tanto las cristianas reflexiones, a más andar se fue entrando en los de los tres peregrinos, si no la alegría, a lo menos el sosiego que les dejó ya más capaces de llevar con paciencia tan duro golpe, considerando discreta y cristianamente que, pues provenía de la mano de Dios, no podía dejar de servirles para su mayor felicidad, teniendo por infelices a los que viven envueltos entre prosperidades, sin experimentar el más leve rigor de un infortunio.

Armados, pues, de estas consideraciones y esforzados con los muchos consejos que oportunamente les daban sus compañeros, tomaron el camino para Cataluña, añadiéndose a ellos el mozo que les había traído tan funesto mensaje, con ánimo de que se volviese a su patria juntamente con Mingo, luego que les hubiesen dejado en el puerto.

Pasaron la noche de aquel día en un lugar   -377-   cillo pequeño, en cuya plaza hubieron de tomar el sueño, porque no encontraron mesón ni casa alguna donde albergarse, cuyo trabajo no les hizo novedad por estar acostumbrados a otros mayores.

Al amanecer volvieron otra vez a su viaje con su acostumbrado paso, con el cual, al cabo de no sé cuántos días, llegaron a Palamós, sin sucederles cosa digna de contarse. Hallaron en el puerto una poderosa nave que estaba ya para partirse, en la cual, después de haber despachado a Mingo y al otro mozo, y dádoles bastimentos para el camino, y después de haberse concertado con el capitán que creo se llamaba107 Alfonso, se embarcaron con no pocas lágrimas, nacidas del temor de anegarse, el cual obraba con más rigor en doña Clara y su hija Constanza, porque enjamás habían entrado en el mar.

Mostrábase tranquilo y pacífico, sin que por parte alguna se descubriese señal de venidera borrasca, de la cual asegurados por entonces   -378-   los marineros se prometían una navegación llena de prosperidades. Pero como éstas, especialmente en el mar, son de tan poca firmeza, al cuarto día que se habían hecho a la vela descubrieron una pequeña marañita que se levantaba por la banda de poniente. Comenzó a extenderse por el aire, cubrió el sol y les quitó de la vista al cielo, el cual, arrojando desapiadadamente impetuosos torrentes de agua mezclados de temibles rayos y espantosos truenos, amenazó de muerte a los tristes navegantes, los cuales transportados en aquella no esperada confusión no sabían ya qué hacerse.

Esforzó el viento sus iras, enfurecióse más el mar, embraveciéronse más sus olas, las que formando levantados montes y profundísimos valles, ya sepultaban la nave hasta barrar por las arenas, ya finalmente la arrebataban por todas partes, como si fuera forjada de ligero corcho. A cuya causa perdió el   -379-   tino el piloto, descaeció el capitán, desmayáronse los marineros y desesperáronse todos, cuya desesperación, cuyos desmayos y cuyos descaecimientos subían más de punto al oír rechinar las maromas, crujir las tablas, rasgarse las velas, destrozarse las jarcias, romperse los cables y estremecerse impetuosamente toda aquella portátil máquina.

A vista de tan desesperada tormenta estaban agazapados y sorprendidos del temor todos los marineros, sin atreverse ni poder acudir a sus faenas, y pareciéndole a Lisandro que era aquella demasiada pusilanimidad y sobrada cobardía, y que no era propio de hombres animosos entregarse tan del todo a la desesperación, dejando correr la nave a sola la discreción de los vientos, comenzó a esforzarse a sí mismo y a infundir aliento en la tripulación, dando y ejerciendo a un tiempo mismo aquellas órdenes que ni se atrevían a ejercer, ni   -380-   sabían dar los otros. Iba discurriendo por todo el navío, con más que varonil animosidad, y pensando encontrar en sus fatigas la vida para todos, encontró la muerte para sí solo, quedando sepultado entre las aguas en donde le sumergió una furiosa ola, que le arrancó de la nave.

Aguarda, bella Felisinda, aguarda; no te precipites; déjate llevar de la corriente de tus desgracias puesto que no puedes contrastarla. No des lugar en tu pecho a una desesperación rabiosa, no rindas tu paciencia a los trabajos, ármate de una valerosa constancia y sufre conformada los rigores de una contraria suerte, que ellos te subirán sin duda a la más alta cumbre de la felicidad. Ya sé que tantos terribles trances han caído sobre femeniles hombros, sobre sujeto flaco, sobre edad tierna; pero estas circunstancias mismas harán más admirable tu virtud a la posteridad más distante.

  -381-  

Esto se ha dicho porque, cuando Lisandro quedó sumergido entre las olas, probó también Felisinda de arrojarse tras de él, y lo hubiera ejecutado si Lenio y don Anselmo, que estaban a su lado, no se lo estorbaran, asiéndole por la falda de su vestido, a cuya causa cayó de golpe sobre la cubierta del navío y se quedó casi sin vida. Acudieron luego a su socorro, y viendo que de ningún modo podía aprovecharle y que a su despecho se mantenía sin dar el más leve indicio de vida, comenzaron a enternecerse, a lastimarse y a deshacerse en lágrimas, que envueltas entre sollozos y suspiros avivados y esforzados con las memorias tristes del desaventurado Lisandro, parece que embravecían más la tormenta. Pero el cielo, infinitamente piadoso, permitió que a breve rato volviese en sí Felisinda, pero tan perturbada el alma y tan trastornado el juicio que infundían lástima en los corazones de todos los extremos que hacía.

Iba muchas veces a hablar, pero anegándose sus   -382-   palabras entre sus mismos sollozos, no podían salir al público. Luchaba consigo misma por declarar sus penas, ya que no para hallar remedio, para encontrar consuelo a lo menos, pero su adversa suerte no quería permitirla este corto alivio. Mas, por último, cansada a la manera de atormentarla, la dio licencia para que desahogase su pasión, enviando lágrimas a la tierra, suspiros al aire y voces al cielo:

-¡Ay, cielos! -decía-. ¿Y sí habréis consentido ya que se publiquen mis sentimientos, a lo menos para que sabiéndolos los insensibles se ablanden al ardor de mis suspiros y se lastimen de mi lástima? Sí, que no sería puesto en razón que el dolor me quitase la vida, sin que penetraran antes mis lamentos vuestros dilatados espacios. No sería justo que yo muriera sin que publicasen mis voces la causa de mi muerte, que es ya segura, para que sean testigos de ella estos duros promontorios que nos rodean, estas mal breadas tablas de quienes atrevidamente he fiado   -383-   mi vida, estas espumosas olas que han de servir de sepulcro a mis desdichadas carnes, bien así como lo son ya de las de mi hermano. Sí, recibidme en vuestros profundos abismos y llevadme junto a mi hermano; pero si mi menguada suerte aún no sufre que me recibáis, templad a lo menos vuestro furor, amansad vuestra soberbia, calmen vuestros horribles bramidos por algún espacio de tiempo, en tanto siquiera que le tenga mi llanto para llegar a los oídos de mi Lisandro. Pero si ni aun en esto... ¡Ay de mí, infeliz! ¿Cómo? ¿Y es posible que sea mi hado tan enemigo que haya tenido osadía de romper el dulce nudo con que estaban atadas las almas de dos hermanos? O ¿es posible que se haya atrevido a partir en dos mitades un alma sola, que no era sino una sola la que regía nuestros cuerpos? ¡Oh, y cuán menos cruel me parecieras, si hubieras con un mismo golpe cortado también el frágil hilo de mi vida! Porque, ¿para qué quiero la que tengo, sino   -384-   para morir continuamente? O ¿para qué...? ¡Ay de mí, triste! ¡Oh, malograda juventud mía!

Al acabar de proferir estas razones, dejó caer la cabeza sobre los brazos de doña Clara y, ya casi quebrados los ojos, daba muestras de que a toda priesa se le iba huyendo el alma. No fueron posibles por entonces humanos remedios para hacerla tornar en su acuerdo, a cuya causa ordenaron ponerla bajo de cubierta y dejarla allí en compañía de doña Clara y Constanza que enjamás la desampararon.

En este tiempo iba calmando a todo andar la borrasca, y comenzaron los marineros a poner en orden todo lo que ella había desordenado. Y estando en estas faenas vieron venir hacia ellos otro navío no menos poderoso que el suyo, el cual hizo señal de que derribasen las velas que ya tenían en alto para proseguir su viaje. Obedecieron los nuestros al momento y, sin ponerse   -385-   en defensa alguna, dieron lugar de que se llegase el otro, que también había dejado ya caer las velas, cuyo capitán dijo en alta voz:




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Capítulo X

Dícese de qué parte era el navío y qué era lo que buscaba. Vuelve Felisinda de su desmayo y hállase en brazos de Lisandro


-¡Oh, vos, cualquiera que seáis, capitán de ese navío! Si acaso tenéis en vuestro poder, o sabéis dónde paran, dos personajes tan celebrados por su hermosura, como ilustres por su linaje, llamado el uno Narciso y el otro Filomela, decídmelo, o entregádmelos de buen grado, porque si no será preciso hacéroslos entregar por fuerza.

-Señor, -respondió el capitán de nuestro navío-; si como habéis ponderado la hermosura y calidad de esos que buscáis, hubierais callado sus nombres, puede ser que os diera noticia de su paradero; porque yo conoz   -386-   co a unos extranjeros de tan extremada hermosura que creo no han de tener superior en el mundo. Y por ella y por las virtudes que noblemente les enriquecen, he rastreado que no pueden ser sino de muy alto linaje; pero ninguno de ellos, a lo que pienso, se llama con esos nombres que habéis dicho. Sin embargo, si queréis pasaros a este, desde ahora ya vuestro navío, para salir de dudas y para confirmaros en la verdad de lo que os he dicho, pasad enhorabuena, que el gusto y el honor que con ello me daréis, no hay límites que los ciñan; cuanto más que, oyendo mis marineros las señas más individuales de esos que buscáis, puede ser que alguno os sepa asegurar de su paradero.

-Está bien, -replicó el capitán extranjero-, y pues vos me brindáis con tanta cortesía y generosidad, no quiero que las mías desmerezcan en despreciar vuestros ofrecimientos.

Después de estas y otras comedidas razones que pasaron entre ambos capitanes, sal   -387-   tó el del recién llegado navío al de nuestros peregrinos y, sentándose en paraje que pudiese ser oído de todos, dijo:

-Tancredo, rey de una de las más célebres y considerables islas de este mar, llamada Creta, cuyo reino disfrute feliz eternos siglos, tuvo de su mujer Eugenia un hijo, cuya gallardía, hermosura y demás prendas con que le adornó el cielo, le hicieron amable no sólo a los de su reino, sino aun a los extranjeros que le conocían. Pusiéronle por nombre Narciso y, al paso que iba creciendo en edad, crecía también en todas las demás prendas que le adornaban y por el mismo consiguiente subía de punto el amor que le tenían sus padres. Apenas llegó a estado de poder tomar el del matrimonio, le presentaron diferentes retratos de damas para que escogiera la que le estuviese más a cuenta a su gusto, entre los cuales había uno de tan extremada belleza que de improviso le forzó a que rindiese toda su alma con todo su amor al original,   -388-   que era una hija de Sisebuto y Luisa, reyes de Chipre, llamada Filomela. Filomela hermosa, discreta y virtuosa, informada de las virtudes y gracias de Narciso, le entregó su voluntad, y él la recibió gustoso, y vinieron a hacer de sus dos almas un compuesto tan uno que se ha de ver en confusión la muerte para dividirlo. El dulce amor que los tenía enlazados con suaves vueltas no permitía que viviesen separados un solo momento, a cuya causa hubo de pasar Narciso a Chipre y estarse en el palacio de Filomela todo el tiempo que tardaba a llegar el de darse la mano de esposos. Un año estuvieron juntos los dos hermosos enamorados, gozándose con las potencias del alma y teniendo tan a raya sus pensamientos, sus palabras y sus obras que ni en aquellos, ni en éstas ofendió jamás el uno la honestidad del otro. Al cabo de cuyo tiempo, teniendo ya por embarazosa tanta tardanza, se dieron la mano de esposos, con tanta alegría suya como aplauso gene   -390-   ral de todos. Preveniéronse todos los aparatos que requerían tan altos desposorios, convidaron a la nobleza de entrambos estados, aderezáronse con riquísimos paños y costosas telas los navíos en que habían de pasar a Creta a la celebración de las bodas, y, en fin, el gusto, la gala, el brillo, la bizarría, el contento, iban discurriendo por todas partes sin intermisión. Llegó el día destinado para el viaje, embarcáronse todos y, llenando de gozo con las diferentes músicas todos aquellos mares y atronando el aire con las artillerías, se hicieron a la vela todos alegres, todos regocijados y todos contentos, especialmente Narciso y Filomela que, con solos doce remeros por banco y algunos soldados de guardia, iban en una galera que era la más rica y costosamente adornada, en la cual, ya para mayor comodidad de sus personas, ya para mayor autoridad, había formado un hermosísimo pabellón. Las púrpuras de Tiro, las telas del persiano, las sedas del Catay108 con riquísimos ma   -391-   tices de oro, eran los adornos que le realzaban. El remate estaba coronado de hermosísimos plumajes de diferentes colores que, azotados del blando viento y heridos de los rayos del sol, daban la más bella muestra que pueda imaginarse. Colgaba por la parte anterior un escudo de oro, en el cual estaba hermosamente copiada la diosa Venus con el enfaldo lleno de bellísimas flores, de las que, tejiendo hermosas guirnaldas Himeneo que estaba a su diestra, coronaba las sienes de Narciso y Filomela que estaban primorosamente grabados en la parte inferior del escudo. En resolución, no había cosa que no concurriese a solemnizar tan festivas bodas. Pero como las felicidades de esta vida mortal por la mayor parte llevan a las espaldas el disgusto y tienen por último remate el llanto, quiso la enemiga suerte que éste ocupase el lugar que tenía en los corazones de todos la alegría; porque a las veinte leguas que habrían hecho de camino, cuando estaban más   -392-   desapercibidos, les asaltó una tan furiosa borrasca que, sin ser poderosas, ni la fuerza, ni la industria de los marineros para resistirla, vino a dejarlos fuera de tino y sin acción para faena alguna. Creció por instantes la tormenta y, como si sólo se hubiera levantado para ofender a los novios, arrebató furiosamente la galera donde iban y la traspuso a la vista de todos, sin poder saber a qué regiones vino a parar. Calmó la borrasca, volviéronse a juntar las naves que se habían extraviado y, viendo que no parecía la de los novios, comenzaron a entregarse todos al dolor y al llanto, en especial los doloridos reyes, sus padres, cuyo sentimiento llegó tan a los últimos extremos que no he de poder encontrar palabras con que ponderarlo y así os lo dejo a vuestra consideración. Enviaron luego diferentes navíos para que buscasen sus caras prendas, y yo, como vasallo del rey de Creta, fui uno de los enviados en compañía de un caballero que había sido ayo de   -393-   Narciso, pero tan sin provecho que hasta ahora no hemos podido saber la menor noticia de su paradero. Y ya desesperados navegábamos la vuelta de Creta, ya porque nos parecen vanas todas nuestras diligencias, y ya porque murió el caballero que conocía a Narciso por haber sido su ayo, que ni yo, ni ninguno de los de mi navío le conocemos, a lo menos yo no le he visto más que cuando se embarcó con Filomela desde Chipre para Creta, a cuya causa, aunque le viera ahora, no le conocería, y menos si los trabajos que habrá sufrido le han desfigurado el rostro, o algún nuevo traje le tiene trasmudado.

Apenas acabó el capitán de hacer su relación, cuando llamaron los de su navío, diciendo a voces:

-Señor, sabed que los remedios que hemos probado con este hombre que poco hace topamos ahogado sobre las olas, han sido muy de provecho, porque ya comienza a dar señales de vida.

-Tenía yo por friolera, -respondió el capitán encaminan   -394-   do sus razones al del navío de nuestros peregrinos-, tenía yo por friolera lo que se dice de esos remedios que se aplican a los sofocados para hacerles tornar en sí, y ahora me ha hecho salir de ese error en que estaba la prueba que mandé hacer con un hombre que, como media legua antes de llegar aquí, encontramos ahogado entre las aguas.

-¿Qué? ¿Será por ventura, -preguntó nuestro capitán-, un peregrino que venía en este navío, a quien una furiosa ola que levantó la pasada borrasca se llevó a sus abismos?

-Bien puede ser, -respondió el cretense-, porque sus hábitos son de peregrino y el haber vuelto en su acuerdo es señal de que poco tiempo hace debió de ahogarse.

-Vamos a verlo, -replicó el nuestro-, y quiera el cielo que sea el mismo que imaginamos, porque así excusaríamos la muerte de una hermana suya, que dos horas hace que están rendida a un desmayo que nos tiene en confusión.

Pasaron luego al otro navío y   -395-   vieron tendido boca abajo un hombre vestido a lo peregrino, que aún estaba arrojando mucha cantidad de agua por boca, narices y orejas, al cual mirando atentamente nuestro capitán Alfonso, pudo rastrear por entre lo cárdeno de su rostro que era Lisandro.

Volvió en sí a poco rato y, como despertando de un profundo y pesado sueño, dijo palpándose todo el cuerpo:

-¿Por ventura es ésta en que estoy la región de los mortales o la de los inmortales? ¿Soy yo vivo aún? ¿Es esto alguna vana ilusión de mis sentidos? ¿En dónde estoy yo? ¿Ahora poco hace no estaba yo en mi patria con mi querida hermana? ¿Qué se ha hecho de mi hermana?

Apenas acabó de decir estas palabras, le tomó por la mano el capitán Alfonso, y le dijo:

-Acabad, oh, Lisandro, de volver en vos y haréis que vuelva también en sí vuestra adorada hermana. Pasad a vuestro navío, que pues el cielo os ha querido sacar por tan desusado modo de entre las profundas   -396-   arenas de este mar, donde os contemplábamos ya sin vida, querrá también que se desembarace de su desmayo vuestra hermana, cuyas memorias os han acompañado hasta no sé si diga más allá de la misma muerte.

No bien hubo acabado de pronunciar estas palabras, cuando volvió del todo en su acuerdo Lisandro. Reconocióse a sí mismo, acordóse de lo que le había sucedido, dio gracias a sus valedores y pasó a su antiguo navío en compañía de ambos capitanes.

Sacaron a Felisinda de donde estaba, aún no bien despejada de su desmayo, tomóla Lisandro en sus brazos, pegó sus labios con los de ella, derramó lágrimas sobre su rostro y vio que daba ya indicios de que volvía en sí. Y ya que hubo vuelto, y luego que se miró en brazos de su hermano, dijo:

-¡Válgame Dios! ¡Y con cuanta vehemencia obran a veces las fuerzas de la imaginación! Ahora poco hace, oh, hermano, comenzó a intro   -397-   ducirse el sueño en mis sentidos, tan sin ser yo parte para resistirle que me hube de rendir a sus dulces violencias. Quedéme dormida, y al instante, viéndose mi alma en algún modo independiente de los sentidos, se unió a sí misma, y comenzó a obrar tan vivamente, ayudada de la fantasía, que me hizo ver levantada una tan deshecha borrasca que dejó en un instante a los marineros en una torpe inacción y a todos sin esperanza de remedio. Embravecióse más la tormenta, enfureciéronse más las olas y, subiendo atrevidas hasta la cubierta de este navío, te se llevaron tras sí a sus abismos. Quíseme arrojar también para morir en tu compañía; no lo consintieron estos señores y quedéme oprimida con tan fuerte dolor que aún ahora parece que le siento en el alma, y me hubiera quitado la vida a no despertar tan pronto y ver que han sido mentiras las que yo juzgaba verdades.

Esta inocente narración de Felisin   -398-   da sacó lágrimas de alegría a los ojos de todos, viendo que tenía por ilusión lo que había sido realidad, de cuyo error no quisieron sacarla por no saber si en ello acertarían o no.




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Capítulo XI

Vuelve el capitán cretense a proponer el fin de su viaje, funda esperanzas de conseguirlo, admite en su navío a todos los peregrinos y toman el rumbo para Creta


Luego que comenzó a discurrir la alegría por los corazones de todos los navegantes, y luego que se vieron desembarazados de los inconvenientes que les estorbaban la continuación de su viaje, mandó el capitán Alfonso que se sosegase la tripulación y que se sentasen junto a sí Lisandro y Felisinda. Y después de haberse extendido por toda la nave un mudo silencio, soltó la voz el capitán cretense en estas razones:

-Ya sabéis, oh, valerosos señores, el   -399-   destino que me lleva por estos mares, y ya podéis saber también el dolor que me aprieta el alma al ver que no he podido lograr el fin de mi destino, por el logro del cual diera yo, no sólo esta vida que poseo, sino cien mil si las tuviera. Yo he barrido todos los mares, he escombrado todas las costas, he desentrañado todos los puertos, pero ni en puertos, ni en costas, ni en mares, he podido rastrear la más leve noticia de las prendas que busco. Por donde me doy a entender, o que deben de estar en la eterna región del olvido, o que algún apretado cautiverio les debe de tener presa su libertad. Para lo primero ni hay fuerza que valga, ni hay poder que sea de provecho, que a haberlo, yo mismo me aventurara a bajar hasta los infiernos a buscarles, bien así como el otro joven Telémaco109 bajó a buscar a su padre Ulises. Para lo segundo hay poder así como hay también fuerzas, con el poder se ofrecerán por rescate cuantas riquezas acertaren a pedir,   -400-   con la fuerza se batirán y arruinarán torres de diamante, si acaso en ellas estuvieran encerradas. Si alguno de vosotros, pues, sabe en qué región, por apartada que sea, están detenidas las prendas que busco, dígamelo que se le darán en albricias cuanto acertare a caber en los sacos de su codicia.

Ya estaban Lisandro y Felisinda informados de todo lo que el capitán había dicho cuando ninguno de los dos estaban en términos de oírlo, a cuya ocasión dijo Lisandro:

-Si tanto es el valor de esas prendas que buscáis, oh, valeroso capitán, y si tanto os importa el hallazgo de ellas, que ofrecéis por él hasta vuestra misma vida, esforzad ya vuestras desmayadas esperanzas, que yo os daré noticia cierta de su paradero. Yo conozco a unos que en el nombre, en la hermosura y en las virtudes que les adornan, dicen ser esos mismos que buscáis, aunque por su traje no se echa de ver la nobleza y calidad en que se engendraron.   -401-   Sus nombres son los de Narciso y Filomela, su hermosura tanta como habéis ponderado, sus virtudes no tienen términos que las encierren, su traje el de peregrinos. Ellos viven, y no en parte donde para recobrarlos sea preciso valerse, ni de la fuerza, ni del poder que tanto habéis encarecido. Ha al pie de un año que faltan de su patria y dieran por verse en ella cuanto alcanzaren sus fuerzas. Pero antes decidme: ¿Viven aún sus padres? ¿Hicieron mucho sentimiento de su pérdida? ¿Sería mucho su contento si volvieran a verlos? ¿Generosa, la hermanita de Narciso, aún vive? Decidme, ¿qué respondéis?

-Sus padres aún viven, -respondió el capitán-, el sentimiento que hicieron de su pérdida no tiene ejemplar, el contento que les cabría de verles es tanto que no hay encarecimientos que lo acrediten y aún que creo que se está en esta vida la hermana de Narciso. Pero, ¿quién sois vos que os mostráis tan solícito de saberlo?

-Dijéraoslo,   -402-   -respondió Lisandro-, si mi hermana Felisinda me diera permiso para ello, y a no querer nosotros mismos ponernos a los pies del rey de Creta, por ver si en albricias de las felices nuevas que pensamos darle nos socorrerá nuestras miserias.

-Alto allá, pues, -prorrumpió el capitán-. Enderécese la proa hacia Creta, vamos a averiguar la verdad de lo que nos dicen estos peregrinos, que si ella es tal como nos dicen, ya desde ahora pueden tenerse por libres de las miserias que les habrán afligidos hasta este punto; enjamás les ha de molestar ya ni la pobreza, ni la necesidad; todo les ha de venir en adelante a pedir de boca como suele decirse.

Hízose al instante como estaba ordenado. Y habiendo Lisandro, Felisinda, don Anselmo, doña Clara, Constanza y Lenio, despedídose del capitán Alfonso y pagádole el flete, se pasaron al navío cretense, y desde luego dando las velas al viento comenzaron su viaje.

  -403-  

Todos iban contentos, todos alegres y todos pendientes del fin que había de tener el viaje de Creta, en cuyo tiempo, acordándose doña Clara y Lenio de lo que les había acontecido en Valencia y de las razones que dijo Felisinda cuando en la mitad de la plaza se quedó desmayada en brazos de Lisandro, y combinándolas con las que acababan de oír, comenzaron a entrar en sospecha de si Lisandro y Felisinda serían los mismos Narciso y Filomela que buscaba el capitán cretense. A cuya causa buscó doña Clara ocasión de encontrarse a solas con Felisinda y la dijo, después de otras comedidas razones con que la fue sorprendiendo:

-Yo, señora, desde la primera vez que entrasteis en mi casa, que os miro con algunas sospechas; quiero decir que no os tengo por lo que manifiesta vuestro traje, sino por lo que me dicen vuestra hermosa presencia y demás calidades que os adornan, cuyas sospechas han tomado más cuerpo con lo que en el tiempo de nuestra peregrinación he ido observando y aun   -404-   creo que me van saliendo verdaderas. Yo no puedo reducirme a creer que ni vos, ni el que decís que es vuestro hermano, os hayáis engendrado entre la pobreza y miseria en que de ordinario se engendran los que visten una pobre saya y una tosca esclavina como vestís vosotros. La cortesías, la afabilidad, el comedimiento, la generosidad de vuestro ánimo y demás gracias que os acompañan, dan a entender, no menos que vuestra gallarda presencia, que no es nada vulgar la sangre que corre por vuestras venas, ni menos noble el linaje de que descendéis. Yo, gracias sean dadas al cielo, estoy dotada de un entendimiento algún tanto perspicaz, el cual firmándose en lo que tengo dicho se atreve a discurrir que ni vos... Pero no, quédese este discurso que os parecerá malicioso, sin duda, quédese para mí propia; no os ofenda yo con sacarle a plaza, ni me ofenda a mí misma granjeándome para con vos fama de mal intencionada. Sí, que no todas las cosas aunque   -405-   sean tan verdaderas como la misma verdad, pueden decirse, y menos las que, como ésta, se fundan sobre débiles cimientos.

-¡Cómo qué, señora mía! - dijo Felisinda toda sobresaltada-. ¿Y es posible que vos, a quien os miro en verdad madre, tengáis el más leve empacho de decirme lo que encierra vuestro pecho? ¿Qué estorbos, o qué respetos pueden hacer que se os ahoguen en la boca estas razones que teníais para comunicarme? Porque yo no juzgo que sean tales que puedan menoscabar mi crédito. Por ventura, ¿habéis visto en mi trato alguna cosa que os fuerce a apartaros de aquel alto concepto que de mí teníais formado? Si acaso hay algo de estos, avisadme por quien vos sois, corregidme por lo que más estimáis sobre la tierra, que aunque mi edad poca y mi frágil sexo podían ser acreedores de cualquier perdón, sin embargo arrimaré mi docilidad a vuestros avisos y admitiré gustosa vuestra corrección. No queráis ser tan rigurosa para conmigo que deis con vues   -406-   tro silencio lugar a que no le tenga mi alma para el sosiego. Dejad, señora, a un lado el discurso que habéis forjado sobre la alteza de mi linaje, que no tiene otro fundamento donde apoyarse más que vuestra buena crianza, y descubridme esos secretos pensamientos que me ocultáis.

-Sosegaos, hermosísima Felisinda, -replicó doña Clara-; no permitáis que en vuestro entendimiento hallen cabida discursos poco advertidos, que los míos no se extienden a tanto que lleguen a ponerse sobre vuestro crédito, ni en vuestro trato he visto cosa que a ello me induzca. Sosegaos, digo otra vez, que solamente se reduce a esto lo que quería deciros...

No pudo hablar más palabra porque le arrebataron la voz unos confusos alaridos que salían de entre unas rocas que estaban hacia la mano izquierda. Pusieron el oído atento para percibir lo que decían, pero no fue de provecho tanta atención, porque las voces mismas se embarazaban y confundían unas   -407-   con otras.

Acercaron la nave hacia aquella parte, registráronla toda con la vista y sólo pudieron ver un bulto que no sabían distinguir si fuese o no de persona humana. Allegáronse más y vieron sobre una roca a un hombre de pequeña estatura, vestido a lo marinero, pero tan astroso que apenas podía cubrir aquellas partes que el natural recato pide que se cubran.

Acogiéronle en el navío y, después de haberle esforzado sus desmayados alientos, le rogaron que les dijese qué sucesos habían pasado por él que le habían puesto en tan mala ventura. A lo cual, después de haberse quitado un medio gorro que llevaba en la cabeza y puéstoselo sobre la rodilla derecha, dijo:




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Capítulo XII

Donde se dice lo que contó el que parecía marinero


-No es posible que haya en el mundo algún   -408-   otro que pueda con más razón que yo quejarse de su fortuna. Bien había yo oído ponderar mucho sus volubles condiciones, pero tengo entendido ahora que no son capaces de ceñirse a ponderaciones, por más encarecidas que sean. Pero, ¿para qué quejarme yo ahora de la fortuna cuando fui yo el artífice de ella misma? ¿Y para qué empeñarme yo en deciros los rigores con que me ha tratado, si por ser tan muchos como nunca oídos, juzgo que no les habéis de dar crédito? Cuanto más, que ¿cómo han de tener valor mis labios de proferir aquello que ha de hacer patente y notoria mi deshonra? ¿Aquello mismo que no han de tener sufrimiento de escuchar ni los oídos menos honestos? No, señores, no; quédese archivado en mi corazón lo que no puede dejar de horrorizar el vuestro, si os descubro. Sí, que ¿quién habrá en el mundo que no se llene de horror al ver cifradas en una infeliz mujer...? Ya lo he dicho, remedio no hay,   -409-   mujer soy, pero tan desventurada como lo veréis si me estáis atentos.

Pendientes estaban los del navío de las razones del que las pronunciaba, y, prometiéndose oír cosas grandes, le animaron a que las dijese sin temor alguno que no estaban tan poco experimentados en las cosas del mundo que les causasen mucha admiración cualquiera que les contara. Con cuya razones esforzada la desconocida mujer comenzó su historia en esta forma:

-Habrá a la raya de dos años que falto de mi patria, que no os nombro porque su silencio no alterará en nada la verdad de mi historia. Mi nacimiento fue de padres tan ilustres como que no hay en toda la ciudad quien les iguale. Mis riquezas casi no conocen término. Mi hermosura a todas llevaba ventaja. Pero mucho mayores que mi hermosura, que mis riquezas y que mi nobleza son mis desgracias, que tomaron principio de una sola mirada más libre de lo   -410-   que debiera. En uno de los balcones de mi casa estaba yo cierto día en compañía de mi adorada madre, cuando acertó a pasar por la calle un mozo tan en extremo hermoso y tan sobremanera gallardo que no tengo voces que lo exageren. Sólo puedo deciros que su hermosura me robó el alma y su gallardía me dejó en continua desazón, la cual se aumentaba por puntos, viendo que por ningún modo podía averiguar quién era ni cual fuese su calidad. ¡Cuántas veces al día me asomaba o a los balcones, o a las rejas por si le vería pasar por la calle! Transportada toda en aquel amor que me tenía rendida, no sabía hacer sino buscar trazas que dejasen satisfechos mis deseos. Ni en la iglesia misma sabía estar un instante sin que la registrasen toda mis ojos; y viendo que nunca podían dar en lo que buscaba, me desesperaba y me tenía por la más infeliz del mundo. Bien sabía yo cuánto daño causaba en mi alma tan loca pasión, pero   -411-   no podía desasirme de ella, porque estaban ya muy hondas y retorcidas sus raíces.

Viendo mis padres mi continua inquietud y conociendo por mi rostro, muchas veces bañado en lágrimas, la aflicción que me oprimía el alma, no sabían qué hacerse, ni atinaban qué medio tomarse para remediarme, porque nunca quise decirles la causa de mis males, por cuyo motivo añadieron nueva libertad a la que ya tenía de pedir cuanto acertase a caber en mi deseo. Permitíanme que saliese a paseo con sola una criada de compañía, cuantas veces se me antojase y, en una de ellas, al cruzar la alameda de una en otra parte, vi arrimado al tronco de un álamo a aquel nuevo Ganimedes que me había robado el alma. Quedéme con su vista fuera de mí misma y, no pudiendo mi corazón resistir tanto sobresalto, hube de venirme al suelo desmayada. Lo cual visto por él, acudió presuroso a socorrerme, según vi cuando torné de mi   -412-   desmayo, que duró muy poco tiempo, porque me hallé entre sus brazos y los de mi criada. Agradecíle tan gran merced, preguntéle cómo se llamaba, respondióme que Rosendo110, y yo entonces metí la mano en mi faltriquera, saqué un papel que ya anticipadamente tenía escrito, púsele en sus manos, y le dije: -Toma Rosendo esta prenda, de la cual, si no quedas satisfecho, podrás volver mañana a este mismo lugar, que te daré otra que de todo en todo te satisfaga; bien puedes entenderme si tienes discreción. Tomó Rosendo el papel y yo me fui para mi casa, en la cual ninguno supo lo que me había sucedido, porque le sellé la boca a mi criada con dos escudos en oro que le entregué. Toda aquella noche y lo que restaba del día siguiente hasta que se llegase la hora en que se había de librar la sentencia de mi vida o de mi muerte, lo pasé sin sosiego, bien así como lo pasan todos los que viven entre dudosas esperanzas. Llegó en fin el plazo que   -413-   tanto deseaba, púseme de acecho en el paraje del día antes, vi que me estaba aguardando Rosendo, salímonos el uno al encuentro del otro, y, sin hablarme palabra, me entregó un papel y prosiguió su camino con más priesa de la que yo quisiera. Toméle en mis manos, quedando suspensa así de su mucho silencio como de su ninguna detención. Abríle, llena el alma de mil temores y temblándome las manos de sobresalto, y vi que sólo me decía estas palabras: «No sé, señora, cómo vuestra grandeza haya tenido valor de poner sus pensamientos en tan humilde sujeto como yo lo soy. Si mi calidad igualara a la vuestra, tal vez no sucediera así. Adiós». No sé cuál quedé con semejante respuesta; sólo sé que me sirvió de espuela para que averiguase la calidad del que me la había dado y vine a saber que era un hijo del verdugo, noticia que, aunque me trastornó sobremanera, no fue bastante para atajar la carrera de mis a   -414-   mores, antes bien...

-¿Conque vos, señora, -interrumpió Lisandro-, sois aquella hija de un tal don Eduardo, llamada Isabela, a quien una noche se llevó el verdugo?

-¡Ay, sin ventura de mí! -respondió ella- ¡Y cuán mucho se ha dilatado mi deshonra! ¿No contenta con los límites que le daba la tierra, se ha entrado en los del mar, para que no estuviese oculta a sus habitadores? ¡Ay, desdichada de mí! Pero, ¿quién sois vos que conocéis a mis padres? Y si les conocéis, decidme, por vida vuestra, ¿viven todavía? ¿Tienen esperanzas de volverme a ver? No, no es posible que vivan, no; que ¿cómo debieron de poder hallar sufrimiento para tan grande desatino como el que yo hice?

-Vuestros padres, señora, -respondió Lisandro-, pasaron ya a mejor vida, pues no pudo sufrir su paciencia el peso de tantos disgustos como les acarreó vuestro desvarío.

-¿Conque muertos mis padres, -replicó ella-, y viva yo que fui la causa de la muerte de ellos? No es jus   -415-   to.

Y sin hablar más palabra se arrojó al mar de improviso, dejando a todos pasmados y atónitos con tan no esperada desesperación. Asomáronse presurosos al borde del navío, pero de ningún modo pudieron socorrerla, porque ya las aguas se la habían llevado a sus abismos. Lastimados quedaron todos del desastre de Isabela, especialmente lo quedó Lisandro, y aun le pesó de haber sido tan fácil en decir lo que fuera mejor que callase; pero no le pesó tanto a Felisinda, porque le bullían en el alma las ganas de que doña Clara tornase a proseguir las razones que había comenzado. Y así, buscando ocasión de estar con ella a solas, la dijo:

-Ya parece justo que me saquéis de la confusión en que me metieron vuestras palabras interrumpidas de las que oímos a la desdichada Isabela. Sí, señora, no queráis que fabrique en mi imaginación nuevas ideas que trastornen mi alma más de lo que está. Por quien sois vos os suplico que no tar   -416-   déis un instante en satisfacerme.

-A saber yo, hermosísima señora, -respondió doña Clara-, que mis razones os habían de poner en tanta confusión como ponderáis, no hubiera tenido valor de proferirlas, hubiéranse quedado sepultadas en mi silencio. Pero ya que fui tan indiscreta como mal callada, no quiero aumentar ahora mi indiscreción con callar, ni subir de punto vuestra confusión con no decir lo que pedís. Yo, señora, gracias a la buena educación y crianza que me dieron mis padres, he sido desde mis niñeces muy aficionada a la lectura de los libros así sagrados como profanos, y en éstos y en aquéllos y he visto cosas que me han admirado y me han suspendido. Especialmente me admiraba al ver aquellos grandes héroes que, o por huir los aplausos del mundo, o por habérseles vuelto contraria su suerte, o por dar cumplimiento a alguna promesa hecha, abandonaba con cautelosa fuga sus riquezas, sus padres, su patria, cubriendo con industria las grandezas de su linaje y encubriendo con una pobre muceta las luces de su grandeza. Esto, como dije, me admiraba cuantas veces lo leía y también ahora me admira cuantas veces me acude a la memoria. Y no sólo me admira, sino que a vista de lo que he notado en el discurso de nuestra peregrinación, me fuerza a imaginar que no sería mucho que vos y el que tenéis por hermano fuerais semejantes a estos héroes que os he traído a la memoria. ¿Qué mucho que después de vuestro naufragio, única causa o principio de todos vuestros infortunios, hayáis querido encubrir a los ojos del mundo vuestra patria, vuestros nombres, vuestra calidad? ¿Qué mucho que hayáis querido encubriros a vosotros mismos con vuestra industria, con vuestra discreta cautela? ¿Qué mucho, por decirlo de una vez, que siendo, o legítimos esposos, o castos amantes, os hayáis querido mostrar como verdaderos hermanos a los ojos de las gentes? Y ¿qué mucho, finalmente, que vos seáis esa misma hija de Sisebuto y Luisa, reyes de Chipre, llamada Filomela, y que Lisandro sea el mismo Narciso, hijo de Tancredo y Eugenia, reyes de Creta, a quienes busca el capitán de esta nave? Para creer esto, dulce señora mía, tengo más de cuatro sospechas, y para que me saquéis de ellas tengo voluntad que me obliga a suplicároslo, que es la misma que os ofrecí en serviros desde el primer día que os vi.

-No sé, señora mía, -respondió Felisinda-, qué medio tomarme para sacaros de esas sospechas que tanto os molestan, porque en verdad no sé sobre qué fundamentos se han levantado, no sé por qué motivos habéis podido ni aun imaginar que mi hermano y yo seamos esos hijos de los reyes de Creta y Chipre que busca el capitán de este navío. Los que se engendran entre grandezas, los que nacen en sublime fortuna, los que se crían entre soberanías no saben acomodarse con tanta facilidad a sufrir con paciencia los rigores de una adversa suerte, porque acostumbrados a los regalos, a las delicias, a las blanduras de una vida pacífica y molle, no saben avenirse con los ceños y asperezas de una vida inquieta y llena de trabajos, cual es la que nosotros llevamos. Y en esto solamente me fundo yo para deciros que vuestras sospechas no tienen arrimo donde sustentarse, porque si nosotros fuéramos esos mismos que imagináis, ¿os parece que no hubiéramos dado ya algunos indicios que lo acreditasen? ¿Tenemos acaso tan a raya los ímpetus de nuestra lengua que no hubiera deslizado ya en alguna palabra que hiciese verdaderas vuestras sospechas? ¿O, y lo que es más, les hubiera faltado a los reyes nuestros padres medio de saber nuestro paradero para buscarnos, para encontrarnos en el mucho tiempo que faltamos de nuestra patria? O ¿a nosotros nos hubieran faltado trazas para buscar ocasión de volvernos a ella, si el poder de nuestros padres fuera igual al de esos poderosos reyes? No, señora mía, no; volved sobre vos misma y no deis lugar a que tomen más cuerpo vuestras sospechas, que por ahora no tienen fundamentos sobrado robustos donde se apoyen. Los hijos de los reyes no se engendran para andar entre tantas sinventuras como a nosotros nos abruman. Esos que busca el capitán de este navío les conocemos nosotros muy bien y sabemos cuán alta es su calidad y cuán muchas de las partes que noblemente la acreditan. Pero nosotros no somos sino unos pobres peregrinos, unos peregrinos desdichados y sin arrimo que sustente nuestras incomodidades. En resolución, señora, para sacaros de una de entre esas sospechas que os llevan cavilosa y pensativa, sabed que tanto es Lisandro mi hermano como yo lo soy de Lisandro, y si tal vez algún accidente rompiese el dulce ñudo de nuestra hermandad, sólo será para atarnos con otro más fuerte y más apretado. Y baste esto por ahora, que creo me llama mi hermano.

Y así era la verdad, porque en aquel mismo instante la había acabado de llamar Lisandro, entre los cuales pasó lo que se verá en el siguiente capítulo.




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Capítulo XIII

Donde se cuenta lo que pasó entre los dos hermanos


No quedó muy sosegada doña Clara con las satisfacciones que Felisinda la había dado, antes le aumentaron más sus sospechas y le hicieron entrar en recelos más robustos, pero por no dar la pesadumbre con sus importunaciones se resolvió a callar hasta el fin de aquel suceso. El que había pasado con la despechada Isabela a nadie se le podía borrar de su memoria por más que lo procurase, especialmente no podía olvidarlo Constanza, la cual, haciendo el papel de mal contenta, dijo:

-No se me sentó muy bien que Lisandro interrumpiese el cuento de Isabela con las nuevas de la muerte de sus padres, porque hubiéramos excusado la suya tan arrebatada, y hubiéramos también sabido los lances que pasaron por ella, que no pueden dejar de ser gravísimos según que era de grande el empacho que mostraba en referirlos.

-Si nosotros pudiéramos prevenir los lances que están por sucedernos, -respondió Lenio hurtándole las palabras a Lisandro-, no nos acontecería enjamás ninguno que no llenase las medidas de nuestro gusto. Pero es tan limitado nuestro entendimiento, señora, que no puede extenderse a predecir los casos futuros y, si tal vez lo hace, sólo es por conjeturas y arrimándose a la verosimilitud que se puede rastrear por los presentes y pasados. El de Isabela corría por otro estilo, porque ¿quién había de presumir que una mozuela antojadiza y atrevidilla que tuvo valor de andarse por esos mundos al lado y a la discreción de un verdugo, hecha torpe juguete de sus halagos, acostumbrada a sufrir trabajos sobre trabajos y miserias sobre miserias, según que nos lo dio a entender su vestido astroso, su pellejo negro y curtido, su pelo enmarañado y largo que parecía haberse criado toda su vida entre bárbaros salvajes? ¿Quién, digo, había de presumir que una mujerzuela que tuvo valor para todo esto, no le tendría para sufrir las nuevas de la muerte de sus padres, que ya podía tener por cierta? A la ligereza suya y no a la facilidad de Lisandro habéis de atribuir el no haber tenido entera y cabal noticia de sus desastres.

-No lo dije por tanto, señor Lenio, -replicó Constanza medio corrida-, que yo no quiero culpar ni reprehender a Lisandro, sino que lo dije porque se me quedaron frustradas las ganas que tenía de saber cómo o por dónde vino a parar Isabela en tan triste estado.

No hizo sino reírse Lisandro al oír la objeción de Lenio y la respuesta de Constanza, porque como tenía ocupada el alma en otros negocios no pensaba en más que en lo que hiciese a propósito para salir bien con ellos; a cuyo motivo, llamando aparte a Felisinda, la dijo, hablándola con estilo muy diferente del que había usado hasta entonces:

-Si las desgracias111, si los peligros que han pasado por nosotros, no han sido harto poderosos para borrar la estampa que en tu pecho dejó impresa mi amor, si los desastres, si los martirios, si los duros y prolijos males que en el tiempo de nuestra peregrinación hemos padecido, no han sido capaces de romper la cadena con que el destino ató dulcemente nuestros cuellos, si los infelices días, aquellos días de llanto, aquellas frías noches de tristeza que tú sin mí y yo sin ti pasamos, no han podido apagar la amante llama que ardía en tu noble pecho, y, en fin, si ninguno de cuantos funestos accidentes nos han oprimido te han hecho olvidar que tú, oh, hermosísima Felisinda, eres aquella misma Filomela que habrá a la raya de dos años me diste la mano de esposa, quiero que adviertas también que ni la imagen tuya que copió el amor en mi alma, ni la cadena que ató mi voluntad a la tuya, ni el amoroso fuego que arde en mi corazón, han padecido quiebra alguna, por más que les hayan combatido desgracias, disgustos, peligros, desastres, martirios, ni cuantos males nos han fatigado en los días eternos de nuestra peregrinación. Si tú, dulcísima Felisinda, estás todavía firme en tu promesa y apercibida para darla felice cumplimiento, sepas que yo, este Lisandro que te habla, es aquel mismo Narciso, que si te dio palabra de ser tu esposo, te la da ahora otra vez de cumplirla, luego lleguemos a mi deseada patria. Patria que todavía sirve de asilo a tus condolidos padres, pues, según se me ha traslucido por entre las razones que me ha dicho el capitán, desde que sucedió nuestra triste pérdida, no quisieron volverse a Chipre, ya por no estar mirando de continuo aquel palacio, centro de disgustos, de pesares y de tristezas desde que dejó de habitarle tu hermosura, ya porque se les minorase el dolor con la compañía de los míos. Esto te digo, dulcísima señora, para que resuelvas cuál de estas dos cosas que voy a decirte será bien que hagamos, o que enviemos a nuestros padres alegres mensajeros que les comuniquen las felices nuevas de nuestro hallazgo, o que les cojamos de sorpresa. Mira a cuál de estas dos partes se acomoda tu voluntad, que la mía de que te hice dueño no bien tuve la gloria de verte, no saldrá un punto de lo que ordenares.

-Permíteme admirar, oh, Lisandro, -le respondió Felisinda-, que tan descuidadamente te hayas atrevido a sospechar...

-No sospecho yo de tu fidelidad, -la interrumpió Lisandro-, ni recelo de tu fe, dulce bien mío. Me he arrestado a reconvenirte porque el amor que arde en mi pecho ya no halla sufrimiento para tanta dilación; y parece que el cercano logro que medito de nuestras esperanzas me desmaya.

-Pues recobra tus desmayos, -replicó Felisinda-, y recoge al noble pecho ese amor tan mal sufrido, que mi promesa ha estado, está y estará tan firme hasta que llegue su cumplimiento que no necesita de arrimo alguno que la sustente. Ruega al cielo nos deje llegar a tu patria, que en llegando a ella quedará satisfecho tu amor y acreditada mi fidelidad. A lo de avisar o no a nuestros padres, no tengo qué decirte sino que hagas lo que más acertado te pareciese.

Ninguno de los que iban en el navío pudo oír esta plática que pasó entre Lisandro y Felisinda, ya porque se recataban mucho de ser oídos, ya porque todos estaban transportados en el gusto que les daba el ver cómo el navío viento en popa iban hendiendo las aguas. Pero a breve rato quedaron todos suspensos de unas lastimeras voces que se percibían a lo lejos. Pararon atento el oído hacia aquella parte de donde venían y oyeron que decían de esta suerte:

-¿Que sea yo tan desdichada que ni aun en mi misma halle manera de darme la muerte? ¿Que ni aun pueda valerme de estas flacas y débiles fuerzas que me quedan, para acabar con mi vida? ¡Oh, vida miserable! ¡Y cuán mejor fuera no haberte adquirido! O ya que te adquirí, ¿cómo no me desamparabas en los mismos principios, puesto que habías de serme tan infeliz? Pero, ¿cómo lo fuera yo tanto, si no fueses tu tan duradera? Tu duración misma me hace ser más inconsolable en mis desventuras.

No podían saber los del navío de qué parte salían estas razones tan desesperadas, pero volviendo la vista hacia la mano derecha vieron arrimada a una roca una pequeña lancha sin remos, abandonada a la discreción del viento y de las olas. Acercáronse hacia ella y solamente vieron tendida de largo a largo una hermosísima mujer que tenía aspados112 los brazos y las piernas, y atados todos a los bancos de la misma lancha.

Tan lastimoso espectáculo puso luego el pasmo y la admiración en el alma de los que le vieron, y les dejó fuera de sí mismos. Viendo lo cual, la mujer dijo llena de coraje:

-Si es que alguno de vosotros quiere mostrarse compasivo con esta desdichada, póngase al instante junto a mí, ábrame con cualquier cosa este pecho y arránqueme el alma.

No bien hubo acabado de pronunciar estas palabras cuando, adelantándose a todos Lenio, saltó en un brinco a la lancha, y arrimando su cabeza al pecho de la mujer atada dijo:

-¡Ay, dulce prenda mía! ¿Y qué suerte te ha puesto en esta tan infeliz en que te miro? Pero, ¿qué digo infeliz? Antes feliz y venturosa para mí, pues he llegado a encontrarte a ti, único bien mío, único fin de mis deseos y único centro donde descansan todos mis pensamientos. Sí, vida mía, sí. Tú eres la hermosa Delfina, única señora de mi voluntad, y yo soy el desdichado pero ya dichoso Lenio, que sólo por tu causa ha ya tres años que vivo, vago y peregrino por ese mundo.

No hay para qué decir si se admiraron todos los circunstantes de tan inopinado suceso, puesto que el mismo está abriendo paso a la admiración, bien que a nadie estorbó que se mostrase oficioso en socorrer a Delfina, porque en tanto que unos la desataban, otros preparaban espíritus que recobrasen los que ella tenía disipados.

Ya que estuvo desatada la subieron al navío, la hicieron tomar algo que la alentase y, después de haber descansado algún tanto, se sentó junto a Lenio, en paraje que pudiese ser oída de todos, y soltó la voz en estas razones:




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Capítulo XIV

En que se describe la relación que hizo Delfina de sus acontecimientos


-Este caballero que, por singular favor del cielo, logro tener a mi lado al cabo de tres años que me dejó, es aquel famoso Lenio, pasmo y asombro de las más célebres universidades de Italia, el cual...

-No os canséis, dulce señora mía, -dijo Lenio interrumpiéndola-, ni en proferir alabanzas de quien está ya tan notablemente olvidado, ni en repetir el principio de nuestros amores, ni lo que pasó hasta el tiempo en que íbamos a quedar desposados, porque ya de todo tienen noticia estos señores. Haced que vuestra relación tome principio del fin que tuvieron las arrogancias de aquel al parecer valeroso mancebo que, en compañía de otros cinco, vino a perturbar nuestra quietud y amargar nuestros gustos.

-Quedáis ya entendido, -replicó Delfina-. Y con ello digo que después que hubimos oído las arrogantes amenazas de aquel mancebo, cuando tú te las habías ya con tu desmayo, se llegó a mí atrevidamente con ademanes de pasarme de parte a parte con su espada, lo cual apenas vieron los circunstantes, tomaron a su cargo mi defensa, a lo menos la tomaron tus parientes y los míos que ayudados de sus amigos y de la misma razón que les asistía trabaron en un instante la más sangrienta escaramuza que pueda imaginarse. Así se acometían uno a otros como si ya de largo tiempo fuesen enemigos declarados, y en medio de tanta confusión como se deja discurrir, volaba rápidamente la muerte entrándose por las vidas de los que encontraba más a mano. De los seis que vinieron a insultarnos murieron cinco, salvándose sólo uno quizá por permisión del cielo, para que apurase la verdad de lo que falsamente se me imputaba. De los nuestros quedaron sin vida once, cuyas muertes se debieron de dar sin duda ellos mismos unos a otros, porque ciegos de la cólera que les ocupaba el alma, no sabían dónde descargaban el golpe. No pude yo dejar de rendirme a un fuerte desmayo viendo tanta mortandad, la cual hubiera sido aun más numerosa si la industria y el poder de muchos que se pusieron de por medio no los apaciguara.

Sosegados todos, y vuelta yo de mi desmayo, que volví en casa de un tío de Lenio donde me habían llevado ya, supe que habían puesto en guardia al herido que quedó de los seis contrarios nuestros. Dijéronme también que le habían tomado declaración y que bajo juramento dijo: que sabía ciertamente por confesión del principal de ellos que yo no le había dado palabra de casamiento, como es así la verdad, sino que por ser enemigo declarado de Lenio había locamente intentado desbaratar nuestros desposorios; que las joyas y los papeles de que hizo a todos muestra para revalidar su intención eran fingidos y de ningún valor.

Apenas acabó de hacer esta relación que fue relatora de mi inocencia y restauradora de mi honra que iba ya de caída, dicen que expiró, y ya casi hice lo mismo al día siguiente cuando llegaron a mis oídos las nuevas de la fuga de Lenio, a cuya causa, sin detenerme a ver las consecuencias que tuvo aquella pendencia, ni esperarme a saber quiénes habían sido los muertos de nuestra parcialidad, ni decir nada a nadie, me puse en el camino de Francia. Los trabajos que padecí en tan largo viaje, no hay para qué ponderarlos, pues no he de hallar ponderaciones que los comprehendan. Apenas fijaba la débil planta en parte alguna que no amenazase peligros, y como el mayor que podía venirme nacía de mi tierna edad y buen parecer, siempre andaba llena de sobresalto, a cuyo motivo le compré unos vestidos a un estudiante que encontré al entrar en Francia, con los cuales pude disimular y encubrir mi sexo. Los que yo llevaba se los di de limosna a una pobre mujer que topé recostada en el tronco de un árbol y proseguí mi camino vestida a la estudiantina. ¿A cuántos desvaríos vive expuesto un enamorado?

En la primera ciudad de Francia que me estuvo más a cuento busqué trazas de servir de pajecillo en casa de un caballero noble y rico en extremo, sin más motivo que el de esperar a que la fortuna me mirase con semblante alegre, dándome a lo menos alguna noticia del paradero de Lenio. Pero enjamás quiso concederme este ligero alivio, hasta que con las mismas vueltas de su inconstante rueda vino a conducirme a este tan feliz extremo en que estoy constituida. El caso fue de esta manera.

Después de mucho tiempo que en el teatro del mundo iba representando los diferentes papeles que os he dicho de dama, de estudiante y de paje, cansada ya de vivir en la tierra, en entré en el mar embarcándome en unas galeras que, en no sé qué puerto, estaban aprestadas para partirse a la Italia. Hablé al cómitre de ellas, ajusté el flete y me embarqué, como dije, con ánimo de aportar en el más cercano puerto que me viniese más a cuenta para volverme o a Pisa, mi patria, o a Florencia, en donde pensaba encontrar a Lenio, mi verdadero esposo.

A pocas horas que nos embarcamos me sobrevino un temor tan vehemente de los peligros que pudieran venirme que por puntos me iban cubriendo el alma las sombras tristes de melancolía. Pensaba yo a mis solas cuán desgraciada vendría a ser, si la gente de las galeras llegase a barruntar que yo no era varón. En medio de estos temores proponía allá en mi corazón arrojarme al mar antes que rendirme al lascivo gusto de nadie; pero estos mismos propósitos, puesto que me esforzaban algún tanto, no eran parte para que menguasen mis cavilaciones, transluciéndoseme imposible a todo punto que pudiesen mis flacas fuerzas resistir las violencias de tantos. En resolución, por no fastidiaros con mi largo razonamiento, digo que vino a saber el cómitre, no sé por qué conducto, que yo era mujer, cuyas nuevas le debieron de alegrar el alma sin duda, prometiéndose concertados gustos de mi hermosura. Pero, ¡cuán en negro le salió su suerte! Lo más que pudo conseguir a fuerza de importunaciones fue que me vistiese conforme requería mi sexo, porque, decía él, que peligraba todavía más mi honestidad, si procuraba preservarla con mentidos disfraces. Pero, ¡cuán torpemente que me lo aconsejaba! No atendía sino a su provecho, no miraba sino a preparar más suavemente los medios que le parecían más a propósito para lograr su lascivo intento. Comenzó a batir la roca de mi entereza con las más fuertes municiones que puedan imaginarse. Minó la fortaleza de mi honestidad con tales pertrechos que yo misma no sé cómo no vine mil veces al suelo. ¡Cuántas alabanzas hizo de mi hermosura y gallardía! ¡Cuántas lágrimas vertió! ¡Cuántos suspiros esparció en el aire! ¡Cuántas riquezas me presentó a la vista para que hiciese de ellas el uso que quisiera! ¡Y cuántas mayores promesas me hizo! Pero de estas promesas, de estos presentes, de estos suspiros, de estas lágrimas y de estas alabanzas no sacó sino esquiveces y desprecios.

Viendo, pues, que tantas mañas y ardides no eran de provecho para rendir la encastillada torre de mi entereza, echó mano del rigor y de la violencia. Mandó a los marineros que arrojasen la lancha al mar y que, así vestida como estaba, me aspasen y atasen en ella del mismo modo que vosotros me encontrasteis, para lograr más sin embarazo y más a satisfacción sus gustos, y darme la muerte después de satisfechos y saciados. ¡Qué torpeza! ¡Qué crueldad! ¡Qué bárbara violencia! Y ¡qué sufrimiento fue el vuestro, oh, cielos, que no disteis permiso al viento, al mar, a los elementos todos para que vengasen tan horrenda monstruosidad!

Esto decía Delfina con tan expresivos sentimientos, con tanto ímpetu y fervor, como si estuviera puesta en el mismo lance que refería, de suerte que no pudieron dejar de moverse los afectos de los que la escuchaban; a cuya causa dijo Lenio:

-No más, señora mía, no más, que ya sabemos hasta dónde se extienden los caprichos de una lujuria desenfrenada, ya sabemos cuán sin brida corren las ímpetus torpes de esos amantes del apetito.

En tanto que esto dijo Lenio, tomó Delfina aliento para proseguir y acabar su relación, que la prosiguió y acabó de la manera que se verá adelante.




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Capítulo XV

Concluye Delfina su historia; toman aquella noche el abrigo de una peña y sucédeles un desastre


-Puesta y atada ya en la lancha, como dije, se aprestó el cómitre para saltar solo en ella a fin de llenar los vacíos de su brutal apetito y satisfacer o vengar con mi muerte el agravio que mi desengaño le había hecho. Pero el cielo, que enjamás cierra los oídos a las plegarias de los justos, hizo que un recio viento apartase de improviso la galera de la lancha a tiempo que estaba pasando a ésta el cómitre, el cual, faltándole arrimo que le sostuviese, dio consigo en la profundidad del mar, dejando sepultado en ella su cuerpo y enviando el alma a donde se puede pensar. No calmó el viento, antes esforzándose por instantes, robó a mi vista la galera y quedé yo sola en la lancha, ajena de todo consuelo, desamparada de todo el mundo y sin poder valerme de mí misma. Las ansias, las angustias, las penas que sufrí en dos días que anduve vagamunda por esos mares en tan trabajosa postura, las dejo a la discreta consideración de cada uno, que yo no he de encontrar términos hábiles para declararlas. Pasábanme tal vez las olas por encima quitándome el cielo de vista, y embarazándome la respiración, me dejaban a punto de perder la vida. De esta suerte me llevó el viento por estos mares dos días como dije, al cabo de los cuales fui socorrida por modo tan extraño como no esperado y puesta en posesión de un bien que, como fue la causa de todas mis sinventuras, lo será también ahora de todas mis felicidades.

-Así sea, -respondieron todos.

Con cuya respuesta y con abrazarse nuevamente Lenio y Delfina parece que se llenaron de gozo las almas de todos los navegantes, el cual subía de punto viendo que la nave sesga y tranquilamente iba surcando las salobres aguas.

No quisieron con todo esto proseguir su navegación, porque como Delfina estaba todavía muy en sus descaecimientos, se decretó entre todos que aquella noche se retirasen a un abrigo que se formaba entre dos peñones harto poderoso para defender la embarcación de cualquier viento. Aún no se les había escondido el sol cuando tomaron el abrigo, a cuya causa pudieron ver en él clara y distintamente otra embarcación de no menor cuantía, que se le estaban reparando algunas aberturas que permitían sobrado paso al agua.

Saltaron en tierra primeramente doña Clara, Constanza y Lenio, y luego les siguieron Lisandro, don Anselmo y Lenio, sobre cuyos hombros bajó la hermosa y descaecida Delfina. Apenas se hubieron acomodado todos sobre las peñas como mejor pudieron, y apenas se hubo dado orden de lo que se había de hacer para pasar la noche con comodidad, cuando se llegó a Lisandro uno de los marineros del otro navío, cogióle por el brazo derecho, púsose a mirarle de hito en hito, y diciendo:

-Este pago te merecen, oh, traidor, tus alevosías.

Le hincó un agudo puñal en el pecho con tal furia que, a no ladearse un poco Lisandro, hubiera dejado en aquel instante la vida sin remedio.

Este tan atrevido como no esperado golpe puso en suspensión a todos y les dejó como si fueran forjados de frío mármol; sólo el que le dio tuvo aliento para ponerse en fuga, pero tan a su descuento que la misma priesa que llevaba le hizo tropezar en unas rocas y dar consigo en la profundidad del mar, donde quedó sin vida.

¡Válgame Dios! ¡Y cuán extrañas son las mudanzas de la fortuna! Pensaba hallarse Felisinda ya en la dulce posesión de un bien que esperaba impaciente, y se ve acometida y asaltada de un mal que no tenía. Pero veamos qué hace ella al ver a su hermano bañado todo en la sangre que le salía de la herida, y veamos que hacen los demás a vista de lo mismo.

Ella, dejando de ser piedra, corre precipitadamente hacia donde está tendido, arrójase sobre él, mírale la herida, y pareciéndole mortal se queda sin sentidos. La demás gente que allí había se da priesa en curar a Lisandro, tómanle la sangre, aplícanle remedios al propósito, véndanle la herida y le dejan en parte oculta para que descanse.

Dejémosle, pues, descansando y dejemos en su desmayo a Felisinda, en tanto que llega el tiempo de que vuelva en sí y se lamente hasta poner sus quejas sobre el mismo cielo, y en tanto que el capitán del otro navío nos dice quién era el marinero atrevido, única y principal causa del sucedido desastre. El cual capitán, llegándose al triste y lloroso circo de nuestros peregrinos, en el cual estaba también el de Creta con la gente más principal de su navío, dijo:

-No dudo, generosos señores, que este lance que acaba de suceder os habrá puesto el alma entre mil confusas admiraciones, así como os la habrá colmado de otras tantas tristezas. Pero estadme atentos un rato, si os place, y veréis como quedándoos solamente con las tristezas, que ruego al cielo se os desvanezcan luego con la entera sanidad del herido, se os desarman y disipan las admiraciones. Ese marinero que habéis visto con el vestido astroso, con el rostro desfigurado y todo él tan disforme y monstruoso como él mismo, es un caballero napolitano que, por varios y azarosos acontecimientos, vino a perder sus padres, su esposa, sus hijos y toda su hacienda, quedándose él solo y sin arrimo alguno que le socorriese. Sus mayores amigos huyeron de él, los que había generosamente socorrido cuando estaba en la cumbre de su favorable fortuna le volvieron las espaldas y todos le dejaron abandonado a una soledad pobre y desdichada. El sentimiento que le ocasionó la pérdida de tantos bienes y el dolor de verse desamparado de todo el mundo le trastornaron el juicio, dejándole sujeto a unos intervalos de tan extraña locura que, a las veces, le habíamos de tener atado con fuertes cadenas, porque cuando no encontraba a quien hacer daño, se le hacía a sí mismo. Sano ya algún tanto de su furioso accidente, le dejábamos suelto, y esta ocasión en que vosotros llegasteis a esta cala era la en que no le molestaba su locura y la en que estaba libre como si no fuera loco. Pero como cuando más desimaginados estábamos le sobrevenía y asaltaba su manía, le debió de asaltar y sobrevenir cuando os vio a vosotros y le forzó a que hiciese lo que habemos visto con harto dolor de nuestras almas. Esto, señores, es lo que puedo y debo deciros. El daño está ya hecho, el que le hizo queda incapaz de hacer otro e inhábil de recompensar el que ha hecho. Sólo yo quedo en cargo de satisfaceros del modo que más os viniere a cuento. Todo lo que encierra mi navío queda a vuestra disposición, la que se tomare en la cura del herido y todos los gastos que resultaren corren por mi cuenta. No sé qué pueda hacer más para dejaros, sino contentos, satisfechos a lo menos.

Con esta relación y con estos generosos ofrecimientos que les hizo el capitán extranjero, y que le agradecieron del mejor modo que les fue posible, quedaron sosegados todos, y con las nuevas que les dieron los cirujanos de que no era de cuidado la herida quedaron consolados.

Ya parece ser tiempo de que Felisinda vuelva en su acuerdo y que desahogue su oprimido corazón, hinchiendo el aire con sus querellas y regando la tierra con sus lágrimas. Sí, justo es que publiquen sus voces el sentimiento que le aflige el alma, y que se le permita aquel corto alivio que suelen encontrar en las quejas los afligidos. Quéjese, pues, enhorabuena Felisinda, que no faltará quien se compadezca de su lástima y quien se enternezca al oír sus lastimosas razones, que decían:

-¿Qué será de mí? ¿Dónde iré? ¡Ay, cielos! ¡Muerto mi hermano! ¡Mi mismo hermano! ¡Qué martirio! Y, ¿cómo, di, alma mía, cómo tendrás ya valor de...? No es posible. Yo... Los cielos... El destino... No estoy en mí. ¡Ay, hermano mío! ¡Y cuán de poco provecho ha sido el nombrarte tanto tiempo con este nombre tan dulce! ¿Quién había de pensar que hubiese en el mundo brazo tan atrevido que pudiera romper el ñudo de nuestra hermandad? Bien deseaba yo su rompimiento, pero no a las violencias de golpe tan fatal. Deseaba, sí, que... ¡Infeliz suerte mía! ¿Cómo? ¿Es posible, oh, dulce, no ya hermano, sino verdadero esposo, no ya Lisandro, sino Narciso, no ya pobre peregrino, sino rey de Creta, no ya...? ¡Oh, funestos recuerdos, y cuán apresuradamente desarmáis mi valor! ¡Oh, tristes memorias, y cuán sin piedad atormentáis mi alma! Permite, oh, dulce Narciso, que la marchita hiedra de esta desventurada Filomela aprisione el tronco de tu desfallecido cuerpo con amorosas vueltas. Deja, deja que imprimiendo el flojo labio en tu hermoso rostro, te confirme el sí de esposa, que te ofrecí en casa del rey, mi padre, y tú haz también lo mismo, si tal vez el oprimido aliento puede abrirse paso hasta la boca, o dame a lo menos algún indicio que lo acredite; que si estos desposorios no se celebran con músicas alegres y regocijados festines, se celebrarán a lo menos con dolorosos llantos y tristes gemidos y serán testigos de ellos la tierra que nos sostiene, el cielo que nos cubre y el aire que nos rodea.

Al acabar de pronunciar Felisinda estas razones, se entregó otra vez a su desmayo, y todos los circunstantes se entregaron al pasmo y la admiración, y se dieron por satisfechos de la verdad de las sospechas que habían concebido, teniendo ya desde entonces en opinión de reyes a los que parecían pobres peregrinos.

El capitán cretense, gozoso sobremanera con el hallazgo de las prendas que buscaba, ni sabía qué hacerse, ni sabía a dónde acudir. Daba órdenes precipitada y confusamente, y todas por la misma confusión quedaban sin su debido cumplimiento, pero en fin, volviendo más sobre sí, hizo que se aderezasen ricamente dos lechos y que colocasen en uno a Lisandro y en otro a Felisinda, como en efecto se hizo con general aplauso de toda la gente.




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Capítulo XVI

Llegan a Creta, cásanse Lisandro y Felisinda conocidos ya por Narciso y Filomela


No podía consolarse Felisinda, por más que doña Clara y su Constanza lo procurasen con sus discretas razones. Contemplaba tendido en el lecho a Lisandro y, aunque sabía que era de poco cuidado la herida, no podía recoger a su lastimado pecho los suspiros, porque se prometía poca seguridad de su corta suerte. Pero, como todos los trabajos vayan siempre en declinación y tengan término señalado, llegó el de los de Lisandro y Felisinda juntamente con el principio de sus glorias, tanto más gustoso, cuanto tuvo más de áspero y desabrido el camino por donde llegaron a alcanzarle.

Recobrada perfectamente Felisinda de su desmayo, se entró, en compañía de todos sus peregrinos y del capitán de la nave, en el apartamiento donde estaba Lisandro retirado. Miróle al rostro y, viéndole apacible, alegre y sin género de aflicción alguna, se le llenó el corazón de regocijo y se le disiparon las sombras de tristeza que anublaban su alegría. Y después de algunas razones que pasaron entre ella y Lisandro, se sentaron todos alrededor de la cama, y, hechos aquellos cumplimientos y ceremonias que se acostumbran en tales visitas, se incorporó Lisandro en la cama y habló de esta manera:

-Ya sé, señores, lo que habéis oído de mi hermana cuando volvió de su primer desmayo, y ya sé lo que os ha dicho sobre nuestro parentesco. A cuya causa, y considerando que no ha de ser posible hallar discurso alguno que enmiende su descuido, y que siempre, aunque procure enmendarlo, quedarán en pie vuestras sospechas, quiero que lo sepáis nuevamente de mi misma boca, puesto que tengo por imposible el borrarlo de vuestra imaginación. Sabed, pues, que esa hermosísima señora que está presente, y que hasta ahora habéis tenido por mi hermana, no es sino mi verdadera esposa, llámola así en virtud de la palabra que nos dimos de serlo, y no se llama con el nombre de Felisinda, sino con el de Filomela, que es el que recibió en el bautismo. Y por el mismo estilo, yo, que hasta este punto he pasado por entre vosotros bajo el supuesto nombre de Lisandro, soy Narciso, su legítimo esposo. Ella es hija única y heredera del reino de Chipre y yo lo soy del de Creta. La desgracia tan lamentable que no sucedió cuando pasábamos desde su reino al mío, para desposarnos, nos obligó a peregrinar por el mundo bajo la cubierta de hermanos, lo cual hemos procurado acreditar del mejor modo que nos ha sido posible, sin haber dado jamás lugar a que pensamientos, palabras, ni obras lo desmintiesen. Reyes somos y como tales queremos recompensar los beneficios y mercedes que hemos recibido de todos vosotros. Pónganos el cielo en nuestra patria, que en ella quedaréis satisfechos vosotros y nosotros acreditados.

Estas razones de Lisandro llenaron de gozo los pechos de los circunstantes, especialmente llenaron el del capitán, el cual mandó al instante disparar toda la artillería, ordenó que se aderezase y adornase la nave con flámulas y gallardetes, dispuso que en el esquife se adelantasen algunos marineros a llevar tan alegres nuevas a Creta, e hizo que en cuanto fuese posible se publicase la alegría que a todos les había cabido.

En medio de tanto regocijo y en la mitad de tanto alborozo se mostraban algo melancólicos don Anselmo, su esposa, doña Clara, Constanza, Lenio y Delfina, en cuyos aspectos se dejaban leer las interiores ansias que les afligían, las cuales según se supo nacían de verse llevar a regiones donde se profesaba una religión tan contraria a la en que se habían criado. Pero se desvanecieron al punto sus tristezas, cuando supieron que los reyes entre que habían de vivir profesaban ocultamente la religión cristiana, noticia que les hizo admirar la piedad con que el cielo iban enmendando su contraria suerte.

Sano ya Lisandro de su herida, se hicieron a la vela, disparando nuevamente la artillería, poniendo sus alegres voces hasta el cielo los marineros y rompiendo de cuando en cuando el aire con alegres y festivos vítores, cuya alegría, cuyo estruendo y cuya confusión parece que detenían algún tanto la nave, a la manera para que los de Creta tuviesen lugar de hacer aquellas prevenciones y magníficos aparatos que pedía tan festivo hallazgo.

En resolución, porque ni de la alegría que los padres de Narciso y Filomela recibieron al verles, ni de las solemnes fiestas que se hicieron por el espacio de treinta días, ni del buen tratamiento y regalo que se les hizo en palacio a don Anselmo, doña Clara y Constanza, además de las privanzas a que fueron sublimados, hasta que acabaron cristianamente sus días, y también a Lenio y a Delfina, que no quisieron volverse a Italia, ni de otras muchísimas demostraciones que se hicieron, he de decir cosa que sea de provecho; lo dejaré a la consideración de cada uno, diciendo solamente por conclusión que Narciso y Filomela, después de haber dado rendidas gracias al cielo que les libró de tantos riesgos y peligros, quedaron solemnemente desposados con aplauso general de ambos reinos, habiendo subido de punto la nobleza y energía de su carácter con las lecciones que aprendieron en la escuela de las desgracias, que es en la que se forman los mayores hombres.








 
 
FIN
 
 


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