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Lenio. En La Galatea, de Cervantes, aparece también un pastor llamado Lenio, que comparte algunas características con este personaje de Martínez Colomer: «oyeron todos la zampoña del desamorado Lenio, el cual era un pastor en cuyo pecho el amor jamás pudo hacer morada, y desto vivía él tan alegre y satisfecho, que en cualquiera conversación y junta de pastores que se hallaba, no era otro su intento sino decir mal de amor y de los enamorados, y todos sus cantares a este fin se encaminaban. Y por esta tan estraña condición que tenía, era de los pastores de todas aquellas comarcas conocido, y de unos aborrecido, y de otros estimado», Miguel de Cervantes, La Galatea, ed. Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid, Espasa Calpe, 1961, I, pp. 80-81. En Narciso y Filomela el pastor Lenio resulta ser un discreto cortesano, con lo que el autor sigue la conocida convención de encubrir personajes refinados con el disfraz pastoril, detalle que aparece señalado también por Cervantes al señalar que ha concedido a sus personajes capacidades ajenas al pastor real, porque muchos de ellos lo son sólo en el hábito: «y así no temeré mucho que alguno condene haber mezclado razones de filosofía entre algunas amorosas de pastores, que pocas veces se levantan a más que a tratar cosas del campo, y esto con su acostumbrada llaneza. Mas advirtiendo -como en el discurso de la obra alguna vez se hace- que muchos de los disfrazados pastores della lo eran sólo en el hábito, queda llana esta objectión», ibid., p. 8. Sobre estas cuestiones cfr. Francisco López Estrada, Los libros de pastores en la literatura española. La órbita previa, Madrid, Gredos, 1974, especialmente p. 487 y ss., y Elizabeth Rhodes, «The Poetics of Pastoral: Prologue to the Galatea», en Cervantes and the pastoral, ed. José J. Labrador Herraiz and Juan Fernández Jiménez, Cleveland, Cleveland State University, 1986, pp. 139-155.



 

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fortuna. La aparición de la fortuna es constante en la narrativa de aventuras peregrinas. Los personajes están siempre expuestos a los embates de esta divinidad, a los caprichos del destino. Encontramos la idea, por ejemplo, en el Persiles: «Pero esta que llaman Fortuna, que yo no sé lo que se sea, envidiosa de mi sosiego, volviendo la rueda que dicen que tiene, me derribó de su cumbre», op. cit., p. 73; «Pero ¡mirad los engaños de la variable fortuna! Auristela, en tan pequeño instante como se ha visto, se ve otra de lo que antes era», ibid., p. 473; «que estas mudanzas tan estrañas, caen debajo del poder de aquella que comúnmente es llamada fortuna, que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo», ibid., p. 474. En la última cita la fortuna está cristianizada. Para esta cuestión cfr. el planteamiento general del cap. «Fortuna y Hado», en Otis H. Green, España y la tradición occidental, Madrid, Gredos, 1969, pp. 313-376. En El Valdemaro la fortuna tiende a ser sustituida por la providencia divina, tan importante en la obra. Así lo expresa el anciano: «No hay fortuna, hijo mío, no hay casualidad. Todo lo dispone el Altísimo con su sabia providencia; todo lo mueve, todo lo alimenta, todo lo gobierna», op. cit., p. 107.



 

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La descripción del paisaje que rodea a la quinta ofrece tonos marcadamente prerrománticos que, como indica el pastor, «causan horror y gusto a un mismo tiempo», cfr. nota 33. También en El Valdemaro aparecen algunas quintas con rasgos que recuerdan a ésta, aunque su descripción es menos detallada; especialmente hay que señalar la que visita Ulrica Leonor en Alemania, acompañada de Federico, y habitada por la dama Casimira y su hija Narcisa, op. cit., p. 157 y ss. En el texto que anotamos la finca está habitada por doña Clara y su hija Constanza, junto con don Fernando, otro hijo de la dueña de la quinta. En El Valdemaro Federico resulta ser hijo de Casimira, con lo que las relaciones familiares entre estos personajes resulta ser bastante parecido en una narración y otra. La anagnórisis entre Federico y su familia tiene su correspondiente, en esta obra, en el encuentro de doña Clara con su marido en Zaragoza, al que creía muerto.



 

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La convención según la cual los enamorados se hacen pasar por hermanos tiene su origen en los modelos griegos del género, especialmente en Las Etiópicas y en Leucipa y Clitofonte. Aparece, por supuesto, en el Persiles, prácticamente desde el principio de la narración, op. cit., p. 67, y en la mayoría de las obras de esta tendencia.



 

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Huerto de las Hespérides. La hiperbólica comparación se refiere al conocido lugar mitológico que Hércules visita en busca de las manzanas de oro y que constituye el duodécimo trabajo de este personaje.



 

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écloga es la forma antigua de égloga. En este caso, como en el empleo de la forma metad, vid. nota 32, el texto ofrece rasgos aislados algo arcaizantes desde el punto de vista lingüístico.



 

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Apolo. Tanto ésta, como las restantes menciones mitológicas del texto, pertenecen a historias bastante frecuentadas por los escritores; por esta causa resulta difícil y, sin duda, aventurada la localización de la fuente inmediata que pudo tener el autor a la vista. Con todo, en el capítulo dedicado a Apolo de la Filosofía secreta, de Pérez de Moya, encontramos el artículo titulado «Por qué consagraban a Apolo el verso o cantar Bucólico», en el que aparece un recuerdo de estos sucesos mitológicos que ofrece rasgos parecidos a los de nuestro texto: «y la causa porque los pastores son consagrados a Apolo, dicen ser porque Apolo, siendo de la deidad, guardó los ganados del rey Admeto», etc., Juan Pérez de Moya, Filosofía secreta [1585], Barcelona, Glosa, 1977, I, p. 233.



 

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La evocación del mundo idealizado pastoril recuerda, por el empleo de los tópicos más conocidos del mismo, la que tiene lugar en el Quijote, II, 1, cuando se señalan las aventuras y rasgos esenciales del ideal caballeresco, en un tono igualmente evocador y nostálgico: «Ya no hay ninguno [caballero andante] que saliendo deste bosque entre en aquella montaña, y de allí pise una esteril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje a él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo», etc., op. cit., p. 48. En el fondo, el sentido de la visión idílica del tópico pastoril, que más tarde se opone a la dura realidad de los verdaderos pastores, no está muy lejana de la contraposición que se mantiene a lo largo del Quijote, y en determinados pasajes en particular, entre la vida caballeresca idealizada en los libros y en la imaginación del caballero manchego y la que mantienen otros personajes de la obra.



 

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un joven hermoso. La aparición de un personaje secundario, que interrumpe con sus lamentos y su historia el hilo de la narración principal, es característica de los libros de aventuras peregrinas y de otras formas narrativas del Siglo de Oro. En este caso concreto, una mujer vestida de hombre, el recurso tiene puntos de contacto con el episodio de Dorotea, Quijote, I, 27; también Sigismunda se presenta en hábito varonil al principio del Persiles. A propósito de este tipo de episodio Márquez Villanueva realiza algunas observaciones que convienen a la situación de nuestro texto: «La libertad aparejada con el fingido cambio de sexo permitirá a las damas actuar vivamente para recobro de la honra perdida o del galán infiel y casquivano. La mujer invadía con su guerra amorosa el campo desguarnecido del mundo masculino, donde pronto resultaba vencedora», Francisco Márquez Villanueva, Personajes y temas del Quijote, Madrid, Taurus, 1975, p. 23. Al igual que en la comedia, el disfraz femenino se documenta frecuentemente en casi toda la narrativa áurea y, lejos de la ficción, también se dio en la realidad de la época. Además del muy conocido de Catalina de Erauso, la monja alférez, cfr. Catalina de Erauso, Memorias de la monja alférez, Madrid, Felmar, 1974, en cuyo prólogo se dan diversas noticias acerca de damas que gustaban emplear el atuendo femenino, tenemos noticia de otras españolas que lo utilizaron, como doña Catalina de Cardona, fallecida en 1577, que hizo vida de ermitaña durante tres años en hábito de varón, cfr. Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, BAC, 1978, I, pp. 940-941, o la condesa de Tirconel, de cuyo viaje nos queda alguna relación impresa, cfr. Alberto Henríquez, La resolución varonil o viaje que hizo doña María Estuarda, Condesa de Tirconel, en hábito de varón, Bruselas, 1627, apud Julio Cejador, Historia de la lengua y literatura castellana, Madrid, Gredos, 1972, V, p. 56. La bibliografía sobre la cuestión, especialmente en su aspecto literario, es amplia y conocida, cfr. Carmen Bravo Villasante, La mujer vestida de hombre en el teatro español, Madrid, SGEL, 1976, Melveena McKendrick, Women and Society in the spanish drama of the Golden Age. A study of the «mujer varonil», Cambridge, University Press, 1974, etc. Otra mujer vestida de hombre, llamada también Leonisa, como la dama de este episodio, aparece hacia el final de la novela El petimetre pedante, la cual cuenta, en entrecortado parlamento, que ha sido burlada por el marqués protagonista de la narración y que el niño que lleva de la mano es fruto de ambos, Novelas morales, op.cit. p. 89.



 

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El desenlace de la historia de Leonisa, y algunos rasgos de la misma, recuerdan el episodio de Claudia Jerónima en el Quijote, II, 60, especialmente el desenlace del relato tal como lo cuenta la protagonista del mismo, porque más tarde, como se sabe, el enamorado logra desposarse con la dama antes de expirar. La rapidez de la narración aparece acentuada en las dos situaciones: «Finalmente, él me prometió de ser mi esposo, y yo le di palabra de ser suya, sin que en obras pasásemos adelante. Supe ayer que, olvidado de lo que me debía, se casaba con otra, y que esta mañana iba a desposarse, nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia; y por no estar mi padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que ves [recuérdese que también Leonisa se encuentra en hábito varonil], y apresurando el paso a este caballo, alcancé a don Vicente obra de una legua de aquí, y sin ponerme a dar quejas ni a oír disculpas, le disparé esta escopeta y, por añadidura, estas dos pistolas, y, a lo que creo, le debí de encerrar más de dos balas en el cuerpo, abriéndole puertas por donde envuelta en su sangre saliese mi honra. Allí le dejo entre sus criados, que no osaron ni pudieron ponerse en su defensa», op. cit., pp. 496-497. Para los episodios catalanes de Cervantes cfr. Martín de Riquer, Cervantes en Barcelona, Barcelona, Sirmio, 1989.



 
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