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ArribaAbajoActo II

 

La misma decoración del acto primero. Es el anochecer; dos o tres horas después de las escenas precedentes. La sala y la galería, con poca luz: la de la caída de la tarde.

 

Escena I

 

ENRIQUETA y JULIO.

 

JULIO.-   (Entrando y recorriendo la sala con la vista.)  ¡Al fin te encuentro sola!

ENRIQUETA.-  ¡No seas imprudente! ¡Van a venir: nos espía Matilde!

JULIO.-  ¡No tengas miedo; están de sobremesa! El café distrae mucho; la conversación de don Lorenzo distrae más, y Matilde no se separa fácilmente de Fernando, y viceversa.

ENRIQUETA.-  Ahora dijiste una gran verdad.

JULIO.-  ¿Tienes celos de Matilde? ¡Ah Enriqueta, en lo que debías fundar tu dicha fundas tu enojo! ¡No me quieres ni me quisiste nunca!

ENRIQUETA.-  ¿Que no te quise? ¿Que no me sacrifiqué por ti? ¡Déjame, déjame! Harás que llore, lo conocerá doña Concepción y tendré que decir «que me hizo llorar Matilde».

JULIO.-  Sí, me quisiste mucho, pero fué un capricho. Antes, conmigo, «el amor»; ahora, con Fernando, la ambición de ser su esposa, el lujo con que te brinda, la codicia de grandes riquezas: tener coches, hartar vanidades, coquetear con los hombres, humillar a las mujeres, vengarte de Matilde, templar las frialdades de tu corazón con los vahos de tu egoísmo.

ENRIQUETA.-   (Mirando si vienen.)  ¡Por Dios, Julio; por la Virgen Santísima, ten juicio!... ¡Me das miedo!...

JULIO.-   (Colérico.)  ¡Si es que te conozco! ¡El miedo! ¡Eso es lo único que tiene imperio sobre ti! Si en vez de tener ese cuerpecito mono que me enloquece, tuvieses el cuerpo prolongado de la sirena, y en vez de tu piel rosada una piel escamosa, y en vez de tu cabecita divina una cabecita aplastada y verdusca, «¡lo que es por dentro no había que tocar a nada» para la transformación de Enriqueta!

ENRIQUETA.-  ¡Qué injusto, qué loco, cómo me insulta!...

JULIO.-   (Amenazador.)  ¡Enriqueta!...

ENRIQUETA.-  ¡Por Dios, ten juicio!... ¡Y, sobre todo, no hables alto..., y no te acerques mucho!... ¡Por todos los santos, no me comprometas!

JULIO.-  ¡Eso es lo único que temes!

ENRIQUETA.-  ¿Lo he temido antes? ¿No me he comprometido por ti como una locuela? ¿No desdeñé a Fernando?

JULIO.-  Lo desdeñaste, no lo desdeñas.

ENRIQUETA.-   (Con mimo.)  ¿Cómo lo sabes?

JULIO.-  ¿Pues no habla todo el mundo de la boda? ¿No jura doña Concepción que os casáis muy pronto? ¿No estás dulce y cariñosa con él? ¿No finges celos de Matilde? ¡Pues que más pruebas! ¡Tú quieres que pierda la razón!

ENRIQUETA.-  Escúchame, Julio; escúchame, pero con calma, y no muy cerca: cien veces te lo he explicado.

JULIO.-  ¿Pues no habla todo el mundo de la boda? ¿No jura yo para dejarme engañar!

ENRIQUETA.-   (Con mimo cariñoso.)   ¿Puedo ser de nadie más que tuya?

JULIO.-  Por ti, sí podrías; pero yo haré que no puedas.

ENRIQUETA.-  No, no podría.

JULIO.-  Quise decir en voz alta nuestro amor, pedir tu mano, casarme contigo. Tú no quisiste. «Espera, espera», me decías. ¡Siempre esperar!

ENRIQUETA.-  Era por ti. Tú no te acuerdas de nada; tú lo niegas todo; tú disputas de mala fe. Eres pobre; tu madrina es bastante rica.

JULIO.-   (Con ironía.)  No tanto como Fernando, que es millonario.

ENRIQUETA.-  Pero es rica. Te dejará heredero de parte de su fortuna si te casas con su sobrina; de lo contrario, te deshereda. Son cosas muy prosaicas, muy tristes, pero que se imponen. Era preciso esperar, ir ganando tiempo y tener muy ocultos nuestros amores.

JULIO.-  Y para ir ganando tiempo, y para alejar toda sospecha, ¿prometías casarte con Fernando?

ENRIQUETA.-  Los seres débiles de algún modo han de luchar.

JULIO.-  ¿Pero tú eres un ser débil? No, mentira. Yo te conozco. ¡Oh!, muy débil para oponerte a lo que estás deseando; entonces, ¡con qué dulzura, con qué tristeza te dejas vencer! ¡Pero con qué invencible terquedad te opones a todo lo que no quieres! ¡Músculos de acero bajo cutis de raso; energía infinita con ondulaciones de tallo flexible; pensamiento calculador y frío bajo la frente aniñada de un angelote de retablo; prudencias y astucias de viejo envueltas en llantos y risas de «bebé»! ¡Eso eres tú!

ENRIQUETA.-   (Hace como que llora y se cubre el rostro con un pañuelo.)  Si tan mala soy, ¿por qué me quieres?

JULIO.-  ¿A que es mentira? ¿A que no lloras?

ENRIQUETA.-  ¡Déjame, ódiame; vete, todo ha concluido!

JULIO.-  ¡Todo, menos mi pasión! ¡Mi pasión insensata, pero invencible! ¡Es que yo te quiero así, así como eres: mala, traidora, falsa, egoísta! ¡Conseguir que, a pesar de todo lo que eres, me quieras! ¡Qué triunfo y qué dicha! ¡Enriqueta!... ¡Enriqueta!... ¡Bien mío!... ¡Mi bien, así!... ¡Amargo, acre, veneno sin redención! ¡No beses: muerde con tus dientecitos! ¡No acaricies: araña con tus uñas finísimas!

ENRIQUETA.-   (Sonriendo.)   ¡Qué cosas dices!... ¡Si yo no te quisiera!...

JULIO.-  ¿Te casarías con Fernando?

ENRIQUETA.-  No.

JULIO.-  ¿Me lo juras?

ENRIQUETA.-  Te lo juro.  (Con aparente solemnidad.)   Pero sigamos fingiendo; nos importa mucho. Y fingiendo bien, porque Matilde está sobre aviso.  (Mirando alrededor y en voz baja.)  Te escribí esta mañana una carta por si no venías, diciéndote que pensaba ir esta noche a donde tú sabes...

JULIO.-  ¡Enriqueta!

ENRIQUETA.-  Pues Matilde quiso quitarme la carta y se quedó con un pedazo, que al fin le arranqué por sorpresa.

JULIO.-  ¿Y qué decía?

ENRIQUETA.-  Nada, frases insignificantes; pero Matilde es muy suspicaz. Mira..., ya viene.  (MATILDE pasa por la galería con la cabeza inclinada y los brazos caídos.) 

JULIO.-  No, pasa de largo; hay poca luz; no nos ve. Va muy pensativa.

ENRIQUETA.-  Cuando ella está pensativa, me hace temblar.

JULIO.-  No pensemos en ella.

ENRIQUETA.-  ¡Vete, vete; hace mucho que estamos aquí!

JULIO.-  Pero tenemos mucho que hablar.

ENRIQUETA.-  Otra vez. ¡Ahora, vete; sigue a Matilde! Que cuando vengan, te encuentren junto a ella.

JULIO.-  ¡Siempre lo mismo!

ENRIQUETA.-  Los seres débiles tenemos que defendernos a nuestro modo. En el débil, en el desvalido, todo es un crimen; en el fuerte, todo es lícito. Si doña Concepción sospechase nuestros amores..., ¡la sangre se me hiela sólo de pensarlo! Me arrojaría de esta casa. ¿Y qué hacía yo abandonada y pobre?

JULIO.-  ¿No estaba yo?

ENRIQUETA.-   (Con risita burlona.)  Pero ¡si tú eres más pobre y más débil que yo!  (Con risa y broma.)  Una pobre caña sosteniendo a una azucena cuando el huracán sopla: ¡gran sostén!

JULIO.-  ¿Dónde has aprendido esas cosas?

ENRIQUETA.-   (Con ironía.)   No recuerdo; las supe siempre, pero a nadie se las digo más que a ti, ¡mira si te querré! Y ahora, vete, vete antes que vengan. Matilde te espera.

JULIO.-  Con una condición.

ENRIQUETA.-  ¿Cuál?

JULIO.-   (En voz baja.)  Que cumplirás tu promesa; que irás esta noche...

ENRIQUETA.-  Me has dicho cosas muy duras, muy ofensivas..., ¡mereces un castigo!

JULIO.-  ¡Enriqueta!

ENRIQUETA.-  Bueno, iré. ¡Pero allá..., allá..., pronto, mira, vienen!

JULIO.-  ¿Tengo tu palabra?

ENRIQUETA.-   (Mirando siempre con inquietud.)  Sí..., sí...; iré. ¿Quieres más? Te lo juro.

JULIO.-  Sí, quiero más..., ¡siempre más!... No..., yo no te pierdo. ¡Eres diabólica..., pero eres divina!

ENRIQUETA.-   (Sonriendo con malicia.)  ¡Qué hombre, Dios mío! Me quiere mucho, pero es muy imprudente. No..., si Julio no fuese tan débil, sería muy peligroso. Lo siento; pero es preciso que se marche de Madrid por dos o tres meses a donde nadie sepa; cuando vuelva, tendrá que resignarse. No, si yo no dejaré de amarle. Es lo mejor: que me pierda de vista por algún tiempo. Trabajo me costará convencerle..., pero le convenceré. Al pronto, ¡qué furores, qué amenazas! Luego, ¡qué súplicas!... ¡Pobre Julio! Y concluirá, como siempre, por obedecerme.



Escena II

 

ENRIQUETA, DOÑA CONCEPCIÓN, DON LORENZO y DON JUSTO. ENRIQUETA se deja caer en la silla y se queda humilde y pensativa. Los demás vienen por la derecha.

 

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Enriqueta, hija mía, ¿qué haces ahí solita?

ENRIQUETA.-   (Muy triste.)  Nada; estoy pensando...

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿Qué piensas, niñita mía?

ENRIQUETA.-  Estoy pensando qué sería de mí sin usted.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿Lo ven ustedes?

ENRIQUETA.-  ¡Si usted me arrojase de su lado, si usted me abandonase!...

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¡No digas eso!... ¡Vamos, que me enfado!  (A los demás.)  ¡Es un ángel de dulzura!

DON JUSTO.-  ¡Ya..., ya!

DON LORENZO.-  ¡Ay Enriqueta! Las dichas de este mundo no se reparten por igual. Nosotros somos de los desheredados.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Ella, no; no, señor. A ésta la quiero yo mucho, con toda mi alma. Y la quiere muchísimo Fernando. Él es severo, formal, poco expansivo; pero la quiere mucho, ¿verdad, don Justo?

DON JUSTO.-  ¡Muchísimo!

DOÑA CONCEPCIÓN.-   (A ENRIQUETA.)  ¿Lo crees tú así?

ENRIQUETA.-   (Con humildad y tristeza.)  Sí, señora; me quiere más de lo que yo merezco. Yo, ¿qué soy para obtener su cariño y llevar su nombre?

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿Eh? ¡Cuidado con modestias exageradas! Tú te lo mereces todo.

DON LORENZO.-  Y, sin embargo, la dejan aquí solita como un rayo pálido de luna en la noche...

DON JUSTO.-   (Terminando la frase.)  Pálida.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Yo pensé que estabas con Julio.

ENRIQUETA.-   (Fingiendo naturalidad e indiferencia.)  ¿Con Julio? No, no le he visto. Sí, ahora que me acuerdo, por aquí pasó; me dijo dos o tres cosas y se fué por allá, por la galería, a buscar a Matilde.

DON LORENZO.-   (A DON JUSTO.)  ¡Eh! ¿Qué decía yo?  (A DOÑA CONCEPCIÓN.)  Decididamente tenemos que hablar; es ya caso de conciencia.  (A DON JUSTO, y también en voz baja.)  Don Justo, tenemos que hablar los tres.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿Por qué no te vas con ellos, Enriqueta?

ENRIQUETA.-  ¿Y si estorbo? ¿Y si me reciben mal?

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Tú no estorbas en ninguna parte, pichona. Además, no parece bien que estén los dos solos.

ENRIQUETA.-   (Levantándose para irse.)  Si es por ellos, bueno.  (Con tristeza.)  Esperaba aquí por si venía Fernando... y no venía.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Ya irá..., ya irá con vosotros.

ENRIQUETA.-  Pues hasta luego..., adiós..., pero yo sé que voy a molestarlos.  (Sale lentamente por la izquierda de la galería.) 



Escena III

 

DOÑA CONCEPCIÓN, DON LORENZO y DON JUSTO.

 

DOÑA CONCEPCIÓN.-   (Siguiéndola con la vista.)  ¡Es una perla!

DON JUSTO.-  Pero sin concha.

DON LORENZO.-  Escondida entre las algas del mar. Así somos muchos.

DON JUSTO.-  Hombre, ¿usted también es perla?

DON LORENZO.-  No lo digo por la perla, ni por la concha; lo digo por las algas, y, sobre todo, por el mar. ¡Yo me anego en el mar de la vida!

DON JUSTO.-  Pues si padece usted reuma, más le ha de aprovechar un baño en agua de mar con algas que todas las perlas y todas las conchas de Ceilán.

DON LORENZO.-  ¡Si padezco reuma! ¡Qué no padeceré yo!  (Preparándose a contar una historia.)  Tuve un ataque el año...

DON JUSTO.-   (Interrumpiéndole con terror.)  ¿Quiere usted que hablemos de lo que tenía usted que decirnos?

DON LORENZO.-  ¡Ah, sí! Asuntos delicados, asuntos graves, casos de conciencia; dudo, y vacilo, y temo.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿De qué se trata, don Lorenzo?

DON JUSTO.-  ¿De qué y de quién?

DON LORENZO.-  De Enriqueta y de otra persona.

DON JUSTO.-  Sí, ya nos dió usted varios avisos caritativos: que Fernando se enamora cada vez más de Matilde; que el porvenir de Enriqueta peligra; que peligra de rechazo la paz de esta casa.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Sí, eso ya nos lo dijo usted.

DON LORENZO.-  No es eso, no es eso; es otra cosa más grave. Pero yo temo, porque pudieran ustedes imaginar que hay en mí espíritu de animadversión contra Matilde; que le conservo rencor por sus desdenes... ¡Y bien sabe Dios!...

DOÑA CONCEPCIÓN.-  No tema usted nada; ya sabemos que usted es un bendito.

DON LORENZO.-  ¡Un bendito, un bendito! Señora, eso es casi decir que soy un pobre hombre.

DON JUSTO.-  ¡No, hombre de Dios! Quiso decir que es usted un hombre honrado, pundonoroso; un caballero.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Justamente. Pero acabe usted.

DON LORENZO.-  Muchas gracias. Pero pudieran caber dudas, porque soy tan desdichado, que todas mis acciones se juzgan torcidamente. Pudiera presumirse que yo desciendo a espionajes indignos, a venganzas ruines, a delaciones repugnantes, ¡y no es eso, no es eso! Yo juro por las almas de mis antepasados que no fué espionaje, no lo fué.

DON JUSTO.-  ¿Quiere usted acabar, por las ánimas benditas? Que a éstas se las puede llamar benditas sin que se ofendan.

DON LORENZO.-  Es que lo estoy pensando hace ocho días. Antes iba a decirlo, cuando llegaron don Justo y Fernando.

DON JUSTO.-   (Con impaciencia y casi con enojo.)   Pues dígalo usted ahora que estoy yo y que no está Fernando.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Sí; vamos, don Lorenzo.

DON LORENZO.-   (Con solemnidad y misterio.)  Señora, algunas veces, ya de día, ya de noche, sobre todo al anochecer, deja usted salir solas a Enriqueta y Matilde.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¡Ay, nunca, don Lorenzo, nunca! ¡Dos jóvenes solteras! Esas modas hubiera querido establecer Matilde, que, como se educó con su padre en los Estados Unidos, venía ansiosa de libertad; pero conmigo no prevalecen tales costumbres...

DON LORENZO.-  Sin embargo...

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Yo no siempre puedo acompañarlas. Y ellas tienen amigas a quien visitar, compras que hacer; a veces van a ver y llevar algún socorro a Petra, una criada antigua que está imposibilitada la pobre; en fin, cosas que ocurren. Pero solas, no señor. Van con miss Fanny, la institutriz, una señora de edad, de carácter y de respeto.

DON LORENZO.-  Doña Concepción, no se fíe usted de las institutrices; las hay muy dignas y muy honradas; pero las hay..., las hay... El principio de mis desdichas, si es que mis desdichas tuvieron principio, arranca de una institutriz; por ella rompió conmigo mi padre, con ella se casó y ella me dió mis dos hermanos. ¡Angelitos!

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¡Por Dios, don Lorenzo! Miss Fanny es de mi edad; no, de mucha más edad que yo.

DON LORENZO.-  Doña Concepción, «la vida comedia es», y la que no sirve para dama sirve para confidenta.

DON JUSTO.-  Pero ¿quiere usted acabar?

DON LORENZO.-  Sí, señor; aunque me cuesta muchísimo.  (Con misterio.)   Yo algunas veces he seguido por la calle a las dos jóvenes y a la vieja miss. Iba tras ellas porque el acero se va tras el imán, y por mucho tiempo Matilde ha sido y sigue siendo el imán de este acero. ¡Atracción misteriosa!

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿Y qué?

DON LORENZO.-  Que, siguiéndolas hace bastantes días, vi que el coche, un coche de alquiler, que llevó a las tres a casa de Petra, al volver y al doblar la esquina, en que yo con timidez natural me había detenido, ya no llevaba más que dos. La otra, sin duda, se quedó haciendo compañía a la pobre enferma. ¿Qué tal?

DON JUSTO.-  ¿Y quiénes eran las dos?

DON LORENZO.-  Eso ya no pude verlo; era de noche, y yo..., ¡qué calamidad no habrá caído sobre mí!..., soy corto de vista... Distinguí dentro del coche dos bultos, dos vestidos negros, dos velos..., pero nada más..., de modo que no sé cuáles sean las dos.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Yo, sí: ¿quién se habría de quedar al lado de una pobre enferma más que mi Enriqueta? ¡Ese ángel de caridad!

DON LORENZO.-  Eso imaginé o supuse yo.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿Y qué más? Porque hasta aquí no veo nada de alarmante. Miss Fanny y Matilde irían de compras, y muy aprisa, para llegar antes que se cerrasen las tiendas.

DON JUSTO.-  Claro está.

DON LORENZO.-  No, señor; no está claro. En coche, seguí yo al otro coche. Pero ¡cuidado, que no fué espionaje!

DON JUSTO.-  No, señor; lo sabemos, estamos convencidos. Acabe usted.

DON LORENZO.-  El coche de ellas se detuvo... ¿Dónde creerán ustedes que se detuvo?

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿Dónde?

DON LORENZO.-   (Mirándolos con aire triunfante.)  Pues se detuvo a la puerta de una casa.

DON JUSTO.-  Naturalmente.

DON LORENZO.-  Y en esta casa, y en un cuarto bajo muy mono, vive una persona.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿Quién?

DON LORENZO.-  ¿No lo adivinan?  (Pausa.)  ¡Julio!

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿Qué dice usted?

DON JUSTO.-  ¡Demonio!

DON LORENZO.-  Yo me bajé, despedí el coche, y muy embozado en mi capa y ojo avizor, pasé junto al coche de ellas y ya no estaba más que una: miss Fanny; la otra había entrado en casa de Julio.

DON JUSTO.-  ¡Don Lorenzo!

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¡Pero don Lorenzo!

DON JUSTO.-  ¡Me deja usted extático!

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¡Me deja usted muerta!

DON JUSTO.-  Pero ¿quién era?

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¿Y usted esperó a que saliese Matilde?

DON JUSTO.-  ¡Poco a poco! A que saliese... la otra.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¡Poco a poco! La otra era Matilde.

DON JUSTO.-  ¡Doña Concepción!

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¡Don Justo!

DON LORENZO.-  Yo no esperé nada ni a nadie. Fanny se asomó a la portezuela..., temí que me conociese, y me alejé.

DON JUSTO.-  ¡Imposible!... ¡Imposible!

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¡Dios mío, qué disgusto, qué bochorno!

DON JUSTO.-  ¡Ella viene!

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¡No quiero verla! ¡Yo me voy! ¡Jesús, Jesús!

DON JUSTO.-   (A DON LORENZO.)  Nos vemos todos; pero venga usted con nosotros, porque esto no puede quedar así.

DON LORENZO.-  Estoy a sus órdenes.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  Pues a mi gabinete. ¡Ella!... ¡Ella!... ¡Era preciso!

DON JUSTO.-  Señora, todavía no se sabe...

DON LORENZO.-  Ojalá.

DOÑA CONCEPCIÓN.-  ¡Qué vergüenza!... ¡Señor, qué vergüenza!...   (Salen por la derecha, primer término.) 



Escena IV

 

MATILDE y FERNANDO. La tarde va cayendo; cada vez, menos luz.

 

MATILDE.-  ¡Se van como si huyesen de mí!... ¿Por qué? En cambio, él siguiéndome como la tentación. ¡Si hay luz, le veo; si no hay luz, le imagino!

FERNANDO.-  ¡Matilde!... ¡Matilde!

MATILDE.-  ¿Qué?

FERNANDO.-  Parece que huye usted de mí.

MATILDE.-  ¿Yo? ¿Por qué? No, no lo crea usted.

FERNANDO.-  Nunca podemos hablar.

MATILDE.-  Todo el día estamos hablando. Usted sale poco, yo casi nunca salgo, y nos vemos constantemente.

FERNANDO.-  Pero delante de todo el mundo.

MATILDE.-  ¿Y qué?

FERNANDO.-  Nada.

MATILDE.-  Pues entonces...

FERNANDO.-  Nada.  (MATILDE hace un movimiento para marcharse.)  No se vaya usted, yo se lo ruego. ¿No quiere usted que hablemos? No hablaremos; pero, al menos, que yo la vea a usted.

MATILDE.-   (Echándolo a broma.)  Gusto es.

FERNANDO.-  Es locura.

MATILDE.-  Me parece que sí.

FERNANDO.-   (Acercándose a ella.)  ¡Matilde!

MATILDE.-   (Riendo.)  Presente.

FERNANDO.-  Es inútil que finja usted indiferencia y que lo eche usted a broma. Le tiembla a usted la voz. Es inútil que guarde usted silencio, porque oigo su respiración de usted y es anhelosa.

MATILDE.-  ¡Por Dios!... ¡Qué cosas se le ocurren a usted!

FERNANDO.-  Usted tiene mucho talento.

MATILDE.-  Gracias.

FERNANDO.-  Y mucha penetración.

MATILDE.-  ¡Gracias repetidas!

FERNANDO.-  Usted comprende lo que quiero decir.

MATILDE.-  No me comprendo a mí misma, para que le comprenda a usted...

FERNANDO.-   (Acercándose a ella y con voz reconcentrada.)  Usted comprende que la quiero con toda mi alma. ¡Con devoción de devoto, con furores de demente!

MATILDE.-  ¡Basta!... ¡No más! ¡No más! ¡No oigo más!  (Quiere irse y FERNANDO la detiene.) 

FERNANDO.-  Empecé y he de concluir.

MATILDE.-  Estamos a oscuras y no me ve usted la cara. Eso nos valga.

FERNANDO.-  Sí, ya lo sé: o roja de vergüenza o pálida de indignación. Pero si fuese iluminada de alegría, ¡qué alegría para mí!

MATILDE.-  ¡De modo que usted supone que yo soy una aventurera, una intrigante! ¡Que estoy en esta casa como la víbora en el pecho que le da calor! ¡Pero es que esas cosas no se le pueden decir a una mujer sin despreciarla profundamente! ¡Quiere usted galantearme y me insulta! ¡Quiere usted acariciarme y me abofetea! ¡Pero es que yo no lo merezco! ¡Pero es que yo no lo sufro!  (Rompe a llorar. Pausa.)  ¿No contesta usted? ¿No merezco una disculpa, una explicación? ¡Tan bajo he caído!

FERNANDO.-  Si usted no me entiende, ¿para qué he de hablar?

MATILDE.-  Pero ¿usted qué piensa de mí? ¿Que soy mala o que soy buena?

FERNANDO.-  ¡Qué me importa!

MATILDE.-  ¡Fernando!

FERNANDO.-  Óigame usted: todo el mundo es bueno y malo al mismo tiempo. Bueno, para unos seres; para otros seres, malo. El que es asesino y ladrón, es malo para la víctima; pero aun en este caso es bueno para el perro, a quien acaricia y alimenta, y el perro no le muerde, le lame la mano. ¡Qué me importaría a mí que fuese usted mala con todo el mundo, si me dijese usted: «¡Te quiero!»

MATILDE.-  ¡Calle usted, por Dios! Esas cosas no se dicen sin haber perdido la razón.

FERNANDO.-   (Con desesperación amorosa.)   ¡Pues la he perdido! ¿Me quiere usted?

MATILDE.-   (Algo quebrantada.)   Sí..., le quiero a usted como a un amigo leal, como a un hermano, como a un ser bueno y muy noble que nos demuestra simpatía. Le profeso a usted afecto profundo...  (Conteniéndose.)   y me inspira usted profundo respeto.

FERNANDO.-   (Con enojo desesperado.)  ¿Usted respetarme? ¡Respeto a mí!  (Avanzando hacia ella.)  ¡El respeto, barrera irritante e hipócrita, muralla de hielo, insulto al amor, escarnio de la vida! No, no me respete usted, Matilde. Oféndame usted, maltráteme usted como haría una mujer del pueblo con su amante. Cláveme usted las uñas y escúpame usted al rostro. El respeto es la mentira y el amor es la verdad.

MATILDE.-   (Retrocediendo.)  ¡Fernando!

FERNANDO.-   (Con acento humilde.)  Perdóneme usted, no sé lo que digo. Perdón, Matilde, perdón.

MATILDE.-  ¡Pedirme usted perdón! No, yo no merezco tanto.

FERNANDO.-  Pues óigame usted sin enfadarse. ¿Me quiere usted algo? No digo mucho, digo un poquito: más que a los otros; distinguiéndome de todos; pensando alguna vez en mí.

MATILDE.-   (Sin poder dominarse.)  ¡Siempre!

FERNANDO.-  ¡Matilde!

MATILDE.-  No, es un modo de encomiar el afecto. Siempre, no puede ser; usted comprende que no puede ser, Fernando; yo quisiera que fuese usted feliz, muy feliz; como tiene usted derecho a serlo.

FERNANDO.-  Pues mi felicidad...

MATILDE.-  Está en obedecer a su madre, en casarse con Enriqueta, en olvidarme a mí...  (Con grito de pasión.)  ¡No, olvidarme a mí, no!

FERNANDO.-  Respóndame usted a esto. Si no existiese Enriqueta ni tuviera usted para con ella las deudas que supone; si no estuviera usted tan agradecida a mi madre y tan obligada a obedecerla; si no repugnase a su conciencia de usted haber venido a esta casa a trastornar los planes de su bienhechora; si estuviésemos solos, sin lazos, ni compromiso, ni escrúpulos, y yo le dijese a usted: «Te amo. ¿Quieres ser mi esposa?» ¿Qué contestaría usted?

MATILDE.-  Sí.

FERNANDO.-  ¡Al cabo! ¡Por fin!... ¡Mía!

MATILDE.-  No es eso. Iba a decir: si no existiese nada de lo que hoy existe, ni Enriqueta, ni su madre de usted, ni mis deberes, ni los de usted; si nada de lo que es fuese lo que es..., entonces..., entonces... Pero esto es disparatar, porque entonces..., ¡qué sé yo lo que sucedería! Quizá le quisiera yo a usted con amor frenético y usted me odiase.  (Quiere irse, y FERNANDO vuelve a detenerla.)  ¡Déjeme usted, por la Virgen Santísima!

FERNANDO.-  No, todavía no. Y si yo, casándome con Enriqueta, fuese muy desdichado, ¿qué preferiría usted? ¿Cumplir esos deberes de que hablábamos a costa de mi desesperación eterna, o faltar a ellos para que yo fuese feliz? A esto debe usted responder. ¡Qué imbécil he sido, que no lo he preguntado antes! ¿Y entonces?

MATILDE.-  Pero ¿qué dice usted? ¿Que Enriqueta...?

FERNANDO.-  Sí; que yo no la quisiera; que ella no me quisiera tampoco; que fuese mala, traidora, hipócrita..., ¡pobre criatura!, ya sé que no, pero es una hipótesis; que casándome con ella vinieran sobre mí deshonras y desesperaciones; en este caso, ¿rompería usted por todo, y por salvarme a mí sacrificaría usted a los demás?

MATILDE.-   (Con arranque insensato de pasión.)  Por salvarle a usted, porque sea usted feliz, soy capaz de todo, y lo doy todo: ¡mi vida, mi alma! Si ese caso llega, entonces verá usted de lo que es capaz Matilde. ¡Fernando, por usted!..., ¡por usted!...

FERNANDO.-  ¡Matilde!

MATILDE.-   (Conteniéndose.)  ¡Calma, calma! Cuando llegue ese caso; hasta entonces, no. ¡Y ese caso no llega nunca! Y, entre tanto, si usted no cede en su empeño, me voy de esta casa.

FERNANDO.-  ¿Adónde?

MATILDE.-  No sé; a donde no me abrumen, a donde no me desesperen, a donde no me enloquezcan.



Escena V

 

MATILDE, FERNANDO y DON JUSTO. Ha oscurecido ya por completo.

 

DON JUSTO.-   (Con voz colérica y tocando el timbre.)  ¡Aquí, pronto!

FERNANDO.-  ¿Quién llama?

DON JUSTO.-  ¡Yo!

MATILDE.-  ¡Don Justo!

CRIADO.-  ¿Qué mandan?

DON JUSTO.-  Luces.

FERNANDO.-   (Procurando dominar su emoción.)  ¡Ah!... ¿Es usted, don Justo?

DON JUSTO.-  Sí; don Justo, que no ve claro y quiere ver claro.

FERNANDO.-  Nada más justo que ese deseo de don Justo.

DON JUSTO.-  Así me lo parece.  (Entra un criado con candelabros y toca el botón de la luz eléctrica.) 

FERNANDO.-  Pues ya tiene usted luces.

DON JUSTO.-  Tu madre se siente fatigada y se ha retirado a sus habitaciones. Desea que vayas a hacer compañía a Enriqueta, a Julio y a don Lorenzo.

FERNANDO.-  Pues allá voy. Adiós.   (A MATILDE, en voz baja.)  Seguiré atormentándote, desesperándote..., y ojalá enloquezcas.

MATILDE.-   (En voz baja también.)  ¡Pues cumpliré mi amenaza!

DON JUSTO.-  ¿No vas?

FERNANDO.-  Sí, señor; al instante.   (Sale por la derecha.) 



Escena VI

 

MATILDE y DON JUSTO.

 

DON JUSTO.-   (Acercándose a MATILDE, cogiéndole las manos y mirándola fijamente.)  Mírame bien...

MATILDE.-   (Procurando sonreír.)  ¿Por qué no?

DON JUSTO.-  ¡Soy un imbécil, un imbécil de a folio!

MATILDE.-  ¿Sí? ¡Qué noticia, don Justo! ¿Y cómo se ha sabido eso? ¿Conque imbécil?

DON JUSTO.-   (Mirándola siempre y de cerca.)  Ni más ni menos. Mira tú, con mis años, con mi malicia, con mi experiencia, con mis estudios, yo debía leer como en un libro abierto en la frente de una joven. ¿No es verdad? Pues no sé leer, o leo mal, o leo al revés.

MATILDE.-  ¿Por qué dice usted eso?

DON JUSTO.-  Porque yo en esa frente no leo más que pureza, energía, voluntad para el bien; pasiones, sí, pero nobles y honradas.

MATILDE.-   (Se desprende de él, que no ha cesado de mirarla un momento.)  ¡Don Justo!  (Con dignidad y enojo.) 

DON JUSTO.-  Soy brutal y grosero, ¿no es eso? Mira, a los que me son indiferentes, nunca les digo la verdad; si son seres insignificantes y vulgares, ¿qué gano con ser sincero? Pero a los que valen, o yo creo que valen, a ésos les digo siempre lo que pienso, por desagradable que sea. Si se golpea en el barro cocido, se rompe; si se golpea en el metal, por el sonido se conoce su pureza.

MATILDE.-  Pues no le comprendo a usted.

DON JUSTO.-  Matilde, ha llegado para ti un momento de prueba. El mundo viene sobre ti, o con sus calumnias, o con sus justicias: defiéndete. Si lo mereces, yo te ayudaré; si no lo mereces, ¡qué tristeza y qué desengaño!

MATILDE.-  Cada vez le entiendo a usted menos.

DON JUSTO.-  Sí, pero yo me entiendo. Antes te decía: «¡Resígnate, sufre!» Ahora te digo: «¡Lucha!» Puede un ser humano sacrificar su felicidad; no debe sacrificar su honra. Yo, al menos, así lo entiendo.

MATILDE.-  ¡La honra! ¡Acabe usted, por Dios santo!

DON JUSTO.-  Vamos despacio. Yo no quiero que, por una idea exagerada de tu deber, te des por vencida sin razón. Sí; tienes deudas de tu padre para con Enriqueta, pero los padres de Enriqueta también tenían deudas para contigo: a cada cual lo suyo. No quiero llevarte atada de pies y manos, como corderillo que se ofrece al sacrificio. Voy a darte valor si lo necesitas; voy a prestarte energía si te falta. Oye: esa mujer de que me hablabas antes era tu madre.

MATILDE.-  ¡Bien decía yo! ¡Dios mío!... ¡Dios mío!

DON JUSTO.-  Era pobre, era humilde; pero hubo una época en que tu padre la quiso, y se hubiera casado con ella. Los padres de Enriqueta, que entonces tenían amistad íntima con el tuyo, lo impidieron; como vulgarmente se dice, «se lo quitaron de la cabeza».

MATILDE.-  ¡Ah!... ¿Cómo? ¿Por qué?

DON JUSTO.-  ¿Por qué? Por la clase humilde a que tu madre pertenecía. ¿Cómo? Por el consejo, la insistencia, «por el ridículo»... En suma, lo impidieron; de modo que mal por mal; estáis pagados.

MATILDE.-   (Con ira y desesperación crecientes.)  ¡No, no estoy pagada! ¡Por ellos mi madre murió sin darme un beso! ¡Por ellos la hija vivía en el lujo y la madre en la miseria! ¡Por ellos me llevaban en el tren mientras que una mujer quedaba en los andenes mirando, pero sin ver a la hija que se va para siempre! ¡Por ellos aquella hija no está en los brazos de aquella madre, ni le separa la mano, ni le besa los ojos, ni se los besó a la hora de la muerte; ni sabe en qué pedazo de tierra se deshace su cuerpo, ni puede decir siquiera cómo era su madre, porque el pañuelo de la cabeza la tapaba, y sus puntas le cubrían la cara, mientras con ellas se secaba las lágrimas! ¡No, pagada, no! ¡Por algo, señor, por algo odiaba yo a Enriqueta!  (Pausa. Cae en el sofá abrumada por el exceso de pasión.) 

DON JUSTO.-  Ya no dejarás de defenderte ni por deber ni por sacrificio; ya estáis iguales Enriqueta y tú. Ahora, caiga la que deba caer y alce su frente la que deba alzarla.  (Pausa.) 

MATILDE.-   (Sentada y llorando.)  ¡Mi madre!... ¡Mi pobre madre!

DON JUSTO.-  Todo eso pasó. Vamos a lo que importa. ¡Ea, a lo que importa! ¡Deja la muerte! ¡La vida llama, la lucha empieza! ¡Ea, atiende!  (Sacudiéndola para que atienda.) 

MATILDE.-  ¿A mí qué me importa ya todo eso?

DON JUSTO.-  Sí, te importa. ¿Quieres tú ser arrojada de esta casa ignominiosamente?

MATILDE.-  ¿Yo?  (Levantando la cabeza con asombro e indignación.)  ¿Yo arrojada?

DON JUSTO.-  ¿Quieres tú que Fernando te desprecie como a la última de las mujerzuelas?

MATILDE.-  ¿A mí? ¡Él! ¡Despreciarme!  (Levantándose.) 

DON JUSTO.-  Sí.

MATILDE.-  ¿Por qué?

DON JUSTO.-  Por lo que te despreciaría yo, por lo que te despreciarían todos.

MATILDE.-  Pero ¿qué es esto? ¿Qué quiere usted decir?

DON JUSTO.-  Hay quien afirma que no sólo procuras atraer a Fernando, sino que tienes amores con Julio.

MATILDE.-   (Con desprecio indiferente.)  ¿Yo? ¡Oh! ¡Qué desatino! ¡Jesús, qué desatino!

DON JUSTO.-  Siempre está junto a ti; siempre te busca. Todo el mundo lo ha notado. Habláis mucho los dos solos.

MATILDE.-  Es verdad, pero yo no tengo la culpa. Se acerca a mí como se acerca don Lorenzo. ¡Esa historia es ridícula!

DON JUSTO.-  No es ridícula; es triste.

MATILDE.-  No es triste; es enojosa, es molesta, pero insignificante. No hablemos más de ella.

DON JUSTO.-  Es preciso.  (Con desconfianza.)  Ya haces mal en eludir esta conversación.

MATILDE.-  Pero ¿a qué conduce?

DON JUSTO.-  A saber la verdad.

MATILDE.-  Pues ya sabe usted que no es verdad.

DON JUSTO.-  Es que dicen... No; afirman, afirman con hechos...

MATILDE.-  ¿Qué?

DON JUSTO.-  Que Julio es tu amante.

MATILDE.-   (Sin comprender la intención de DON JUSTO.)  Bueno; lo que dijo usted antes y yo contesté que no, que no, que es absurdo, que es risible, que a nadie se le puede ocurrir...

DON JUSTO.-  No basta que lo niegues; pruébalo.

MATILDE.-  ¡Don Justo!

DON JUSTO.-   (Acercándose y en voz baja.)  Algunas veces salís solas Fanny, Enriqueta y tú.

MATILDE.-  Sí, señor, ¿y qué?

DON JUSTO.-  Vais a ver, pongo por caso, a la pobre Petra.

MATILDE.-  Es claro.

DON JUSTO.-  Y una de vosotras se queda haciendo compañía a la enferma, y la otra se va con miss Fanny.

MATILDE.-  Bueno; todo eso es verdad.

DON JUSTO.-  ¿Quién se queda y quién sale?

MATILDE.-  Unas veces, Enriqueta, y otras veces, yo.

DON JUSTO.-  Pues hay quien afirma que cuando sales tú, olvidando tu decoro y olvidando tu buen nombre, con tapujos de mujer liviana, vas a casa de Julio. ¡Ya lo dije!

MATILDE.-  ¡Yo! ¡Cómo! ¿Qué está usted diciendo?... ¡Ah!... No. ¡Basta, basta! ¡No tanto, no tanto; yo no oigo eso!  (Quiere marcharse y DON JUSTO la detiene.) 

DON JUSTO.-  ¿Te indigna?... ¿Lo niegas? Entonces es Enriqueta, porque una de las dos va a casa de Julio; eso es evidente.

MATILDE.-   (Con asombro.)  ¡Ella!... ¡Enriqueta! ¡Dios mío! ¡Qué vergüenza! ¡Qué desdicha! ¡No es verdad! ¡No es verdad! ¡Yo la defiendo! ¡Yo la defiendo!

DON JUSTO.-  Y a ti, ¿quién?

MATILDE.-  ¡Yo no necesito que me defiendan, ni me defiendo tampoco! ¡Paso sin mirar siquiera! ¡Sigo sin saber a quien aplasto! Y las calumnias por grandes que sean, se anegan en mi desprecio, que es mayor.

DON JUSTO.-  ¡Mal camino! Las palabras no bastan. ¡Pruebas!

MATILDE.-  Búsquelas usted, si a usted le interesan; a mí, no.

DON JUSTO.-  Pues ¿qué piensas hacer?

MATILDE.-  Defender a Enriqueta: lo que debo.

DON JUSTO.-  Pues defiéndela, que ahí está.  (Aparte.)  ¿Es comedia o realidad? ¿Es sublime o es astuta?



Escena VII

 

MATILDE, DON JUSTO y ENRIQUETA; FERNANDO y DON LORENZO.

 

MATILDE.-  Pero ¡y si fuese verdad! ¡Duda maldita! ¡Ah! Yo lo sabré esta misma noche. ¡Enriqueta! ¡Enriqueta! ¡No!... ¡Fuera ideas infames, fuera odios mezquinos!  (Corriendo al encuentro de ENRIQUETA y abrazándola.)  ¡Enriqueta!

ENRIQUETA.-   (Sorprendida y recelosa.)  ¿Qué tienes?

MATILDE.-  ¡Que necesito quererte mucho! ¡Mucho!... ¡Pero mucho!

ENRIQUETA.-  ¡Estás muy pálida!

MATILDE.-  ¡Tú también!

DON JUSTO.-  ¡Las dos estáis pálidas!

MATILDE.-  ¿Quieres que te dé un beso a ver si acude el carmín a tu cara?

ENRIQUETA.-  Y yo a ti otro; porque tu cara trágica también necesita carmín.

DON JUSTO.-  ¿Quién es el Cristo? ¿Quién es el Judas?

DON LORENZO.-  ¡Cuánto se quieren!

DON JUSTO.-  ¡Mucho!

FERNANDO.-  ¡Qué grupo tan encantador!



 
 
TELÓN
 
 


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