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Manfredo

Poema dramático de Lord Byron, traducido en verso directamente del inglés al castellano por don José Alcalá Galiano y Fernández de las Peñas. -Madrid, 1861.


Juan Valera





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La lengua y la literatura inglesas son mucho menos conocidas en España y en toda Europa que las de los franceses, nuestros vecinos. Entre España e Inglaterra hay cortísimo comercio de ideas. En aquella isla miran nuestro moderno desenvolvimiento intelectual con un profundo e injustísimo desdén, que en España les pagaríamos con usura, si por medio de las traducciones y de los encomios que hacen de los libros ingleses los críticos y literatos franceses no se hubieran popularizado entre nosotros algunos autores de primer orden.

Walter Scott, Gibbon y el mismo lord Byron, son tal vez los tres autores ingleses modernos que más se leen en España: pero se leen en francés, y más comúnmente traducidos al castellano de alguna traducción francesa; de suerte que la hermosura de la forma y la elegancia y el brío de la dicción, que en la poesía, sobre todo, importan muchísimo, no pueden ser apreciados.

Nuestra lengua, por otra parte, a pesar de su sonoridad,   -239-   magnificencia y riqueza, es poco flexible, consta de palabras muy largas las más, y se presta difícilmente a traducciones fieles en verso. Nuestras traducciones de los poetas extranjeros suelen ser o prosaicas y sin el espíritu poético del original, o paráfrasis e imitaciones amplificadas mas bien que traducciones.

Pocos, muy pocos traductores de poetas extranjeros han tenido buen éxito en España, y bien se puede afirmar que el Aminta de Tasso, traducción de Jáuregui, es aún el más bello modelo de traducción que poseemos. Nuestros traductores de poetas griegos valen poquísimo, salvo Hermosilla, cuya Ilíada, por más que digan sus detractores que no la han leído, es obra muy estimable, superior a la inglesa de Pope y a todas las francesas, e inferior sólo a la alemana de Voss y a la italiana de Monti. De poetas latinos hemos tenido algunos regulares traductores. Horacio ha hallado en Burgos un digno intérprete, y las Églogas de Virgilio, de Nemesiano y de Calpurnio, en D. Juan Gualberto González. Pero de los demás poetas latinos, ni aun de aquellos que por ser españoles nos pertenecen y nos honran, tenemos una tolerable traducción. Lucano, Silio Itálico, Séneca, Marcial y Prudencio, no han hallado quien los traslade de un modo digno a nuestra lengua vernácula. La misma Eneida, tan admirada de nuestros clasicistas, no puede leerse en castellano, si bien tenemos la esperanza de que el Sr. Ventura de la Vega termine la bellísima traducción que de ella está haciendo.

Si de los poetas latinos y griegos hay tan poco bien   -240-   traducido, no es de maravillar que de las modernas literaturas haya menos y peor traducido aún, salvo raras y honrosas excepciones, entre las cuales conviene enumerar La Campana de Schiller por el Sr. Hartzenbusch, el Macbeth de Shakespeare por Villalta, La Jerusalén del Tasso por Pezuela y algunas canciones de Heine perfectamente traducidas por D. Eulogio Florentino Sanz.

En vista, pues, de las pocas traducciones buenas en verso, que posee nuestra lengua, nos parece que es empresa digna de todo aplauso y muy útil la del que hace alguna de estas traducciones, sobre todo de lenguas tan enérgicas y concisas como la inglesa.

Las razones que dejamos apuntadas nos predisponen a mirar desde luego con benevolencia el trabajo que el Sr. D. José Alcalá Galiano acaba de dar a la estampa; la traducción, en nuestro entender bastante exacta, del Manfredo de Byron. Los cortos años del traductor se alegan aquí como mérito, mas no como disculpa, porque no la necesita. Todos los defectos que en esta traducción pueden hallarse, se hallan también en otras traducciones del inglés, en verso, hechas por autores de nota y muy celebradas. Las de Villalta, quien no sólo tradujo el Macbeth, sino asimismo gran parte del Otelo, adolecen de cierta extrañeza exótica, imprescindible si ha de conservarse la índole del original; las traducciones de El paraíso perdido de Mil ton por Escoiquiz y Jovellanos, son frías y prosaicas, la primera principalmente; el célebre ditirambo de Dryden, que puso en verso D. Eugenio de Tapia, es   -241-   una larga paráfrasis; y hasta la bellísima traducción que hizo de El cementerio de la aldea de Gray el señor Hevia, es también algo difusa. Todo lo cual de muestra a las claras que traducir poesía del inglés al castellano es harto difícil, y que es imposible a veces, cuando se pretende hacerlo con sujeción perfecta al original y por no menos conciso estilo. Esta dificultad y aun esta imposibilidad suben de punto, como observa muy bien el Sr. D. Antonio Alcalá Galiano (en un breve prólogo que autoriza el primer trabajo que de su nieto ha visto en un tomo la luz pública, y de que vamos a hablar), si el poeta inglés que se traduce no es de los latinizados como Dryden, Pope y aun el mismo Milton, sino de aquellos en quienes predomina más el carácter peculiar de la lengua inglesa, como Coleridge, Shelley o Byron.

La elección del poema más extraño y más desesperado de este último poeta se explica fácilmente. El Manfredo es tal vez de todas las obras de Byron la que más hiere la imaginación de la gente joven. La melancolía tenebrosa y los ideales y metafísicos padecimientos del héroe enamoran y seducen a quien empieza a vivir, cuyos arranques de entusiasmo y de ternura producen con facilidad reacciones contrarias, las cuales hasta cierto punto se igualan o se asemejan a los sentimientos de Manfredo. Pero sea de esto lo que se quiera, es lo cierto que el Manfredo es un poema que apasiona a la gente joven, y quien escribe este artículo recuerda muy bien que, cuando se contaba en dicho número, empezó también a traducirle en verso,   -242-   y gustaba más de él de lo que gusta en el día.

Byron, como Dante, como Shakespeare y como nuestros gloriosos dramáticos, en quienes a vueltas de calidades extraordinarias, cuyo conjunto se designa con el moderno vocablo de genio, hay y no puede negarse que hay singularidades, extravagancias y hasta gravísimos defectos, padece y tiene que padecer frecuentes perturbaciones en su fama, y eclipses, aunque siempre parciales. Los aficionados a cierto orden y a las reglas antiguas, aprueban o disimulan con dificultad los extravíos de estos eminentes poetas, y suelen menospreciados, haciendo a veces que predomine su opinión entre el vulgo.

Por los años de 1818 eran aún tan poco estimados en España nuestros dramáticos del siglo XVII, que el señor Böhl de Faber, un alemán, hubo de defenderlos contra las acusaciones de nuestros críticos españoles. De Shakespeare es sabido lo poco favorablemente que Moratín opinaba. Del mismo Byron; decía el sabio y respetable D. Alberto Lista, que no era más que un loco. Pero nosotros esperamos que los adelantos hechos por la crítica en nuestros días, y el fundamento sólido y filosófico en que ha venido a apoyarse, gracias a la estética, que puede llamarse una ciencia nueva, no consentirán en lo futuro tal divergencia de opiniones. Las exageradas alabanzas de los entusiastas de Byron y las crueles censuras de sus detractores, vendrán a coincidir en un justo medio, quedando siempre el ilustre lord como uno de los más grandes poetas de nuestro siglo; poeta que, a pesar de sus rarezas, no reconoce,   -243-   a nuestro ver, superior entre sus coetáneos, salvo en Goethe, Schiller y Leopardi.

De todos los poemas de Byron, tal vez el más raro sea el Manfredo. El autor mismo lo dice en sus cartas a Murray, y no sabe qué augurar del éxito de una composición tan extraña. El Manfredo, sin embargo, no puede presumir de muy original. Las bellas descripciones que en él hay están tomadas directamente de la sublime naturaleza de los Alpes; pero la acción y el pensamiento tienen del Fausto de Marlow, del Fausto de Goethe, y del Prometeo encadenado de Esquilo, hábil aunque extrañamente combinado todo. Sobre el pensamiento y la acción del drama está el carácter del protagonista, personaje que con más o menos dosis de impiedad y de misantropía es siempre el mismo, casi el único personaje de Byron; es el Giaour, Lara, el Corsario, Childe-Harold y Sardanápalo; es el hombre aburrido, desesperado y blasfemo en mayor, o menor grado. En el Manfredo llegan al grado último esta pasión y este carácter: así es que Goethe, hablando de él le llama la quinta esencia del más prodigioso ingenio, nacido para atormentarse a sí propio. La filosofía del Manfredo es la del libro de Job, la del Eclesiastés, y la del Kempis, menos la creencia religiosa. En cambio, hay tal viveza, tal insistencia en presentar en este drama ciertas supersticiones, que no parece sólo que el poeta apela a ellas para máquina o adorno de su obra, sino casi que las tiene por verdad. Hasta los dos versos del Hamlet de Shakespeare, que sirven al poema de epígrafe, se diría   -244-   que son traídos seriamente en corroboración de la certeza de aquellas supersticiones.

There are more things in heaven and earth, Horatio, than are dreamt of in your philosophy.



En efecto, Manfredo es un señor que vive en un castillo de los Alpes, en medio de las nieves y de los ventisqueros, que aborrece y desprecia a todo ser viviente, y que para buscar una sociedad más aristocrática y digna de él se ha entregado a la magia, y conversa familiarmente con los poderes sobrenaturales, con los espíritus de la tierra, del aire y de la luz, con las ninfas de las aguas y con el mismo genio del mal, Arimanes, a cuyo palacio acude en persona para evocar a un muerto, acordándose de que Saúl hizo lo propio la víspera de la batalla de Gelboé, y de que Pausanias, rey de Esparta, evocó a la bella Cleonice, su querida y su víctima, para que le revelase su destino.

Manfredo, además de su desesperación vaga, tiene un motivo más concreto y determinado de dolor. Entre todos los individuos de su especie no ha encontrado más que uno que merezca su amor, y le ha amado y le ha dado muerte, no sangrienta, sino secando su corazón. Este amor de Manfredo, que se designa en el poema con el nombre de Astarté, y cuya sombra aparece dos veces, se ignora si es su hermana; pero en ciertos momentos, en medio de lo nebuloso y sombrío del poema, cree percibir el lector que es su hermana. Manfredo ha muerto a alguien, causando con este asesinato   -245-   mucho dolor a Astarté: pero tampoco se acierta bien a distinguir si el muerto es el marido de Astarté, o su padre, o quién. Todo es profundamente misterioso y velado en el poema y en su principal personaje, lo cual aumenta como en Lara, o más aún que en Lara, las proporciones gigantescas y un tanto cuanto diabólicas del héroe, y la sospecha de si este héroe será el autor mismo. Goethe llegó a creer en esto último, hasta el extremo de afirmar que Astarté era una dama florentina a quien Byron había amado, y a cuyo marido había muerto. Pero todos estos hechos humanos, por extraordinarios que sean, importan poco en comparación de los hechos ideales que pasan en lo profundo de la conciencia de Manfredo, y que el poeta trata de revestir de una forma sensible. El Manfredo es el poema más subjetivo y más metafísico que se ha escrito jamás. Hay momentos en que todo el drama no parece sino una pesadilla, una fantasmagoría sublime que pasa en el fondo del alma.

Manfredo lucha, como Prometeo, contra los dioses y contra el destino; pero sin esperanza de redención. Manfredo rompe las cadenas, desprecia los conjuros, arrostra las maldiciones de los espíritus, y no siente ningún natural temor; el infierno que está fuera de él no le causa espanto: pero Manfredo lleva en su alma su propio infierno, y su alma no puede morir. No hay para Manfredo más infierno que su alma misma. Manfredo es el Prometeo subjetivo de la desesperación. Las cadenas de diamante, el buitre que le devora los hígados, el Poder, la Violencia y Vulcano, son   -246-   creaciones de su espíritu espantoso y fecundo en darse tormento a sí mismo. Muere Manfredo, y él y su dolor se desvanecen y pasan de la tierra y de la vida; pero persisten en lo futuro con eterna persistencia ultramundana. Singular y horrible teología, y no menos singular y horrible filosofía es la de Byron en este poema. Es la apoteosis del espíritu humano, que niega todo ser superior; pero que él mismo se castiga y se atormenta en pago de sus malos pensamientos, constituyéndose en juez de ellos, inapelable e involuntario. El espíritu, después de la muerte del cuerpo,


... ningún color conserva
de pasajeras y exteriores cosas;
pero se absorbe en el dolor y el goce,
ambos nacidos ya de la conciencia
que de sus propios méritos adquiere.



Tal es, en resumen, el monstruoso aunque por otra parte bellísimo poema, que ha traducido el joven Alcalá Galiano con notable fidelidad. Los versos, aunque no son muy sonoros, conservan el carácter extraño y selvático de los del original; y de la lectura de toda la traducción se saca, a nuestro ver, una idea exactísima de lo que es y vale el poema en lengua inglesa.

Recomendamos a nuestros lectores la adquisición de este trabajo del Sr. Alcalá Galiano, a quien se debe estimular para que siga traduciendo con igual o mayor acierto las obras del más gran poeta inglés de la edad presente.








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